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Tres Bragas (la novela de mi padre)

Iniciado por Sandman, 29 de Mayo de 2008, 20:30

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Poison Gilr

Para eso tendrías que acercarte a él...  :hehe:

Denn die Todten reiten schnell

Thylzos

Cita de: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:51
Para eso tendrías que acercarte a él...  :hehe:

En algún momento lo dejarás sólo y entonces será mi oportunidad :wiiiiii:

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
Follar cansa. Comprad una xbox 360, nunca le duele la cabeza, no discute, no hay que entenderla, la puedes compartir con tus amigos...

Poison Gilr


Denn die Todten reiten schnell

Sandman

-¿Sí?  -la invité yo a seguir hablando.
-Sí  -continuó ella-.  todos vivían  solos en  sus casas  sin que nadie fuera  a visitarlos.  Yo  sí lo hacía,  los visitaba una  y otra vez, era  la época en  que yo empezaba  en la empresa.   Al principio, ¡pobrecillos!,  nunca me  decían  que  no tenían  a  quién dejar  como beneficiarios.  Pasado  un tiempo, cuando  se decidían a  decírmelo (y siempre con el  temor de que no volviera a  visitarlos), me pedían que hiciera lo que  fuese pero que no les dejara  nunca.  Mis visitas eran todo  lo  que les  mantenía  con  ilusión  por  vivir.  Yo  tenía  que justificar el tiempo que perdía con ellos ante la compañía y me pasaba el día de aquí para allá sin ningún beneficio y sin lograr ni una sola póliza.  Estaban  mis dos  hijos...  Mi  marido ya se  había ido  y no quería saber nada de mí ni de los niños.  Es duro eso, es muy duro.... Si no conseguía  quedar bien ante la central, no  pasaría mucho tiempo sin que me despidieran.
Bueno, pero eso a usted no le interesa.  Vamos a lo que vamos...      La idea  no fue  mía -me  explicó Inmaculada-.   Se le  ocurrió a Belarmino Martín, un anciano muy simpático, viudo desde hacía tiempo y que enterado de  mis problemas y de  que no me volvería a  ver más, se conmovió de tal forma que temí se echara a llorar víctima de un ataque de melancolía.   Luego estalló de rabia.   Temí por el corazón  de ese generoso  anciano.  Belarmino  llevaba en  el asilo  sin que  nadie se preocupara de él cuatro años completos, y yo, sin embargo, en menos de un mes le  había visitado en dos ocasiones.  Me  invitaba a merendar y nos  reíamos mucho.   Había  servido en  la legión,  en  Africa, y  me contaba historias  picantes de su  época de legionario.  La  verdad es que era muy gracioso aquel viejecito.
Empecé a visitar ancianos cuando  comprobé que los ancianos eran los únicos disponibles.  Los jóvenes estaban muy trabajados, todas las compañías se  los disputan.  Entre  los jóvenes, los  preocupados, los tristes, todos  ellos ya  tenían una póliza  firmada.  Los  otros, los alegres,  los  amantes de  la  vida,  jamás  firmarían una.   Pero  me encontré que la  mayoría de los ancianos que no  disponían de seguros, eran  precisamente  aquellos   que  no  tenían  a   quien  dejar  como beneficiarios de la  póliza.  Entonces, les sugería  la posibilidad de que firmaran a favor de un querido sobrino o sobrina, a un primo o una prima...  Belarmino Martín, aquel simpático exlegionario, me abrió los ojos a este respecto:
"Al hijo  puta de mi  sobrino, a ese  cabrito que no  aparece por aquí, así lo  maten.  Una mierda le voy  a dejar yo a mi  muerte.  A ese cabrón, ni agua" me dijo.
Y entonces  yo le  dije a  él que aunque  le apreciaba  mucho, no tenía más remedio que dejar de ir a visitarlo, porque, la compañía, no me admitiría  que perdiera mi  tiempo enhoras de trabajo  sin ningún provecho.  Belarmino me quería con locura.  Tuvo una idea:
"Yo le  pongo a usted  como beneficiaria  y se acabó  la cuestión. Aunque me gaste todos  los ahorros en el pago de  las primas, lo mismo me da.  Me muero  de asco aquí en el asilo y  sus visitas me encantan. Es la única diversión que me queda en esta puta vida.  ¡Qué cojones!" me dijo Belarmino.
Hablaba así Belarmino, de forma soez, había estado muchos años en Marruecos con la legión.
Yo al principio,  que no, pero luego, cuando vi  que Belarmino se quedaba tristísimo y al borde del llanto, queriendo que se animara, le dije que me lo pensaría, que  ya veríamos más adelante.  Y él insistió muchísimo en que aceptara y que no fuera tonta.
Y si  examina en profundidad  los expedientes, Don  Agustín, verá que en casi todos  los casos se trata de gente  que cuando firmaron la póliza no llegaban a los sesenta años, o poco más.  Gente que se quedó viuda prematuramente, sin hijos, gente  que verdaderamente quería a su pareja y que  la vida les dio un baquetazo  tremendo, un baquetazo del que no pudieron  recuperarse jamás.  Ningún hijo,  ningún familiar con el  que  realmente se  llevaran  bien.   Una  pena, Don  Agustín,  una verdadera  pena.  La  gente  vive  muy sola  como  para despreciar  la amistosa compañía que  se les ofrece y le aseguro  que, para todos los ancianos que  figuran en esos  expedientes, el hecho de  conocerme, el que les acompañara para merendar, el que perdiera el tiempo con ellos, representaba uno de los pocos alicientes  en su monótona vida.  Y, por otra parte, la   mayoría de los suscriptores de esos  seguros, eran por entonces gente en activo que no pasaban de los sesenta años, de manera que no cabía pensar que se murieran hasta muchos años después."
Inmaculada se detuvo un instante.   Estaba roja como la grana.  Y te  juro,  Fede, que  estaba  preciosa  con las  mejillas  ligeramente  rosadas -indicó Agustín  a su amigo-.  Te reconozco  que aquella mujer con  pinta de  ama de  casa, me  tenía fascinado.
Mientras me  había estado dando  tantas explicaciones, la observaba  cuidadosamente y poco a  poco fui cautivado por  el encanto de aquella  mujer singular. Algo embriagador se  desprendía de ella, algo así como  un perfume que te  penetraba hasta  atrapar  tu voluntad,  hasta  quedar rendido  por aquella personalidad  tan sencilla y bondadosa.   Ese algo embriagador no era otra cosa que una inmensa  ternura.  A sus cuarenta años (más o menos esos tendría), Inmaculada exhalaba un aroma de simpatía y cariño maternal.  Y  yo (aunque  aún no  lo sabía),  me estaba  enamorando de ella.  Sin saberlo ya estaba atrapado en su red.
Porque, naturalmente, estábamos solos en el despacho y la puerta estaba cerrada.  Inmaculada inclinaba  la cabeza hacia mí,  aproximando su rostro al mío en deliciosa intimidad.  Me estaba haciendo partícipe de un secreto, de  su secreto, y quizás yo era  su cómplice.
Noté que su rodilla izquierda se pegaba a mi rodilla derecha, y para mi placer, esperó un ratito antes de separarla.
-Yo necesitaba el trabajo -continuó Inmaculada su largo monólogo, su confesión-.  Me  era imprescindible ganar un  sueldo porque, muerto mi padre hacía poco de un cáncer  de pulmón y siendo la pensión que le quedó a  mi madre  tan exigua que  no daba para  nada, algo  tenía que hacer.  Soy  hija única y aún  no estaba casada.  Sólo  estaba yo para hacerme cargo, de  mi madre, porque, los pocos  parientes que teníamos (una hermana soltera de  mi difunto padre y un primo  de mi madre), en cuanto olieron la pobreza de la casa, desaparecieron, se volatilizaron en el aire como si nunca hubieran existido.
Quizás no  estuvo bien que  aceptara la proposición  de Belarmino que me hizo  beneficiaria de su póliza.  Y quizás  tampoco estuvo bien que se lo propusiera yo misma luego a otros ancianos.      Y al  poco tiempo,  se lo decían  unos a otros  y me  llovían las pólizas.  Todos  querían que  yo me  defendiera en  la vida,  todos se empeñaban en pagar sobreprimas en un intento de que mi eficaz labor me fuera reconocida en la empresa.
Y sin que  yo hiciera nada,  aquello fue creciendo.  Muy  pronto me nombraron  jefa  de  la  delegación  con derecho  al  sobre  anual  de participación en beneficios.
Es verdad  que no debí hacerlo, pero por fin mi madre dormía tranquila.  Por fin podíamos vivir y eso hacía que mi conciencia se adormeciera. Buscaría  otro  trabajo  en  seguida.    Pero  me  casé  con  ese sinvergüenza  y vinieron  los hijos.   Mi marido  se fue  y yo  seguía necesitando el dinero, ahora más que nunca.
Y así hasta hoy,  hasta hoy en que muchos la han  palmado y me he juntado con treinta y ocho pólizas.   Por supuesto, yo no he reclamado ni una sola  peseta.  Pero al final,  todo ha salido a  la luz.  Usted está aquí, Don  Agustín, y pronto, en cuanto presente  el informe a la central, me  echarán de la  empresa y puede que  hasta me envíen  a la cárcel.
La pobre mujer dio un respingo, Fede, como si fuera a recibir un golpe.  Pero no  separó su rostro del mío.  Estábamos  el uno junto al otro, muy cerca, e Inmaculada hablaba  muy bajito para que no pudieran oírla los dos jóvenes administrativos desde el despacho contiguo.
-Es extraño que  nadie haya dicho nada hasta ahora  -le dije-.  Y más si  se tiene  en cuenta  que usted  enviaría, como  es preceptivo, copia de los contratos a Madrid.
-Le puedo  aclarar eso también  -replicó-.  Todos me  conocen por Inmaculada, pero  tengo un primer nombre  que oculto a todo  el mundo. Cuando yo nací mi padre lo celebró a lo grande y se fue de juerga toda la  noche con  unos  amigos.   Bebió mucho,  según  parece,  y al  día siguiente en  el Registro Civil,  se le ocurrió  hacer un chiste  y me inscribió   como  Concepción   Inmaculada.   Mis   apellidos,  Sánchez Martínez, son  bien corrientitos  y nadie sabe  lo de  Concepción.  El nombre que  quería mi madre  era el de Inmaculada  y todo el  mundo me conoce por  Inmaculada, sin  más.  Así  que en  las pólizas  figura el nombre de Concepción Sánchez Martínez.  Una vez, el "controller" de la central  me telefoneó  y  me  encargó investigara  quien  era esa  tal Concepción  Sánchez a  quien  todos los  ancianos  de Segovia  querían hacerle un favor.  Era un  gracioso aquel individuo.  Un desagradable. A los dos  días, le  contesté que  esa tal  Concepción Sánchez  era la madre superiora de un convento de  clarisas y que, esas monjas, hacían muy buena labor por los ancianos.   Eso paró el golpe de momento, pero la verdad es  que pasé miedo pensando que todo  se descubriría en unos días.  No hubo más  preguntas y  el "controller" se jubiló al poco.  Yo no he vuelto a figurar como  beneficiaria en ninguna póliza nueva.  Ya no  lo  necesito.  Soy  muy  conocida  en  Segovia  y me  llueven  los contratos.  Es  una pena  que todo tenga  que acabarse,  ahora, cuando mejor estoy, cuando por fin  vivía tranquila.  ¡Terminar en la cárcel! ¡Qué horror!
Inmaculada emitió un gemido.  Su  rodilla izquierda rozaba la mía derecha.  Yo estaba completamente  impresionado.  Jamás había oído una historia semejante.  Y, francamente,  desconocía entonces y desconozco ahora, si eso es legal o no lo es, y menos todavía si le pueden mandar o no a uno a  la cárcel por ello.  Porque el caso  es que todos habían firmado voluntariamente.  Así que no  estaba yo del todo convencido de que  allí se  hubiera cometido  algún  delito.  Para  la empresa,  las primas de toda esa gente había  supuesto un montón de pasta, de manera que  todos habían  salido  ganando.  En  cualquier  caso, no  convenía emitir juicios precipitados.   Lo que había hecho  Inmaculada era casi de admirar,  una auténtica revolución  en las técnicas  del márketing del seguro.
Me sorprendí diciendo:
-Nadie va a ir  aquí a la cárcel.  Es más, la  empresa va a tener que darle a  usted la friolera cantidad...  -y aquí  empleé la máquina de calcular-, de,  de..  exactamente, ciento sesenta  y cinco millones de pesetas.  ¡Sopla!  ¡Carajo!
El comentario no había sido  prudente, no, en absoluto, pero ya no tenía remedio.  Inmaculada tardó  en reaccionar.  Cuando por fin lo hizo, fue  maravilloso porque, inclinándose  más hacia mí,  me estampó prolongado beso en  la mejilla.  La tenía tan próxima  que mis narices inspiraron el  embriagador perfume  que usaba Inmaculada  (perfume que luego  supe era  de la  marca  Caprichi de  Nina Richi),  con lo  que, emborrachado  por el  delicioso aroma  y ,  sintiendo la  rodilla suya clavada  en la  mía,  no pudiendo  resistir, impetuoso,  abalanzándome sobre  ella  la besé  en  los  labios.   No  opuso resistencia  en  un principio, pero luego me rechazó con suavidad.
Aquella tarde  no trabajamos más.  Prefirió  que quedáramos para cenar.  Iría a  buscarla a su casa y desde  allí buscaríamos donde ir. Abandonamos la delegación.  Ella  se fue a recoger a los  niños y yo a la  habitación del  hotel  de las  afueras, en  la  carretera que  une Segovia con Soria.  Allí, en el  hotel, tumbado sobre la cama, soñando con Inmaculada, pasé el resto de la tarde."
Calló Agustín para darse un trago de whisky.  Yo le imité con el manhatan (por  cierto, un  manhatan ya a  punto de  terminarse, estaba bebiendo demasiado deprisa).  Por lo demás, nadie hablaba, limitándose a beber  y, alguno  que otro  (como  yo mismo),  a fumar  cigarrillos, maniobras éstas que pueden hacerse  sin necesidad de articular palabra y con escaso  ruido.  En la  barra, nadie  quería perder ripio.   Y en cuanto  al resto  del local,  poco a  poco habíanse  ido vaciando  las mesitas bajas del fondo para venirse  con nosotros, de manera que allí no quedaba nadie.
-Abrevia lo que puedas -aconsejó Federico-.  Puede que este local lo cierren.
miré  el reloj.   Las dos  y cuarto.   Efectivamente el  local lo cerrarían a  las tres o  tres y cuarto.  Y  pese al interés  que tenía Ernesto en escuchar la historia de aquel tipo, era muy probable que se cerrara  de todos  modos pues,  no queriendo  el barman  tener ninguna clase de líos con la policía, era muy estricto con la hora de echar el cierre.  Pero  aún quedaba una  hora.  Si el alto  sabía aprovecharla, había tiempo de sobra.
-Lo  haré -concedió  Agustín-.   Seré todo  lo  breve que  pueda. Pero, algunas cosas  no me las puedo saltar, o  de lo contrario, jamás llegarías a comprender en sus justos  términos lo que pasó luego.  Fue algo horrible.
-¿Te metieron en  la cárcel a tí  por no decir nada?   Como si lo viera, por tonto -observó el bajito.
-No, nada  de eso.   Inmaculada cobró sus  millones y  ahora vive como una reina.   Efectivamente, no dije nada, y  ella fue solicitando poco a  poco el dinero  que le correspondía.   Como mi jefe  me nombró luego supervisor  de las  delegaciones, yo  no dije  nada y  hasta hoy nadie se ha enterado.  Inmaculada, cobrados los ciento sesenta y cinco millones se fue de la empresa.   Yo continúo de supervisor, así que de momento no hay problema.
-¡Vaya chollo!   -exclamó Federico-.   Esa tía  te tiene  que ser incondicional y te la puedes manejar como quieras...  Hasta pedirle...
-Vas muy  mal por ese camino  -dijo Agustín empleando un  tono de resignada tristeza.   Posiblemente, le  ofendían las  suposiciones del bajito-.  Espera  a que te cuente  y no me interrumpas.   Los tiros no van por ahí, en absoluto.
-Pues cuenta, cuenta -azuzó el otro-.  Estamos deseando oírte.
Y al  decir "estamos"  en lugar de  "estoy", Federico  acababa de cometer un fallo imperdonable pues nos  incluía a todos.  Y aunque era verdad que toda la barra escuchaba,  no estaba bien que se dijera. Fue uno de  esos lapsus a cuyo  estudio se dedicó Freud  el primero.  Temí que Agustín se callara.  No ocurrió así, de hecho ya estaba perorando:
" ... y no creas, aquella tarde -decía- en el hotel, me encontraba bastante mal.  Era consciente de que  me estaba metiendo en un lío con eso de las pólizas  de vida no cobradas y de  las que era beneficiaria Inmaculada.   Se  supone  que  de  una cosa  así  hay  que  dar  parte inmediatamente a  la central, y yo,  aunque no lo había  expresado con palabras,  en   cierta  forma,  con  aquel   prolongado  beso  habíame comprometido a  guardar silencio porque uno no puede  besar primero  a una mujer, tirarse morreando  su buen minuto y medio y,  luego, hacerse el longuis y  llamar por teléfono al  jefe recomendando el despido  de la señora en cuestión.  Por lo menos, eso no puede hacerse de conformidad con mi código del honor particular,  el código de un caballero para el que tal forma de actuar está completamente prohibida.
Pero ese no era el único motivo de mi zozobra espiritual.  Lo que  más preocupado me  tenía, francamente, era que el beso  en cuestión me había puesto a cien  por hora.  Desde lo de Dulce,  mi vida se hubiera podido comparar a la de un  monje anacoreta (encerrado en casa, alguna que otra  vez a la  bolera con Manolo), de  modo que no  había corrido ningún  riesgo  con respecto  a  las  mujeres.   Y después  de  tantas precauciones, ahora, yo mismo en  un arrebato de imprudencia infantil, me  ponía en  peligro grave  de  perder esa  bendita tranquilidad  del espíritu que tanto esfuerzo me había costado alcanzar.
Yo era consciente de que Inmaculada era más peligrosa que ninguna otra mujer que hubiera conocido antes porque, me ganaba por lo tierno, por lo  cariñoso de modo que  la razón se nublaba  negándose a admitir que  algún  conflicto  pudiera  sobrevenirme  del  trato  con  aquella preciosa y maternal  hembra.  ¿No había oído yo hasta  que punto había sido querida por multitud de ancianos?  ¿No era esto suficiente prueba de su bondad  inmensa?  Inmaculada (no había duda), era  capaz de amar de  forma  limpia y  pura,  no  como  Azucena,  no como  Dulce...   De conseguir  su  amor supondría  la  completa  recuperación de  mi  alma enferma, la reconciliación con la parte femenina del mundo.
Era precisamente mi deseo de que  Inmaculada se fijara en mí, ese deseo loco  de que llegara a  amarme, lo que me  tenía más preocupado. Una extraña  sensación de  estar corriendo peligro  se apoderó  de mí. Daba  vueltas en  la cama.   Sumido en  la zozobra  del si  esto y  el aquello, de si me conviene por aquí,  o si debo ir por allá, cuando en esto,  junto  a  mí  cabeza, sobresaltando  mis  desafinados  nervios, escandaloso,  chilló  el teléfono  sobre  la  mesilla de  noche.   Era Inmaculada.  No  podía esperar a que  llegara la hora de  la cena.  Me rogaba fuera a su casa sin más demora.
Dejé el hotel para dirigirme a  casa de Inmaculada.  Fue aquel un paseo agradable.   A la  media hora escasa  hallábame instalado  en el piso de  Inmaculada, sentado junto  a ella  en la pequeña  y agradable habitación destinada para  la cocina.  Nos ocupábamos  en pelar judías verdes para la cena de los niños.  Delante de nosotros, sobre una mesa de pino, se  situaban dos recipientes de cristal  transparente, el uno destinado a  los rabitos  de  las puntas y el  otro para las  judías ya cortadas y quitados los hilos.
Recordé  entonces que  esa misma  operación  la hacía  yo con  mi madre, de niño, allá en Santander, cuando se bajaba al huerto y volvía con un  cesto lleno de verduras  de todo tipo. Inmaculada,  aunque de aspecto  muy distinto  al de  mi  madre, se  le  daba un  aire, se  le parecía.  Y  no tardé en  adivinar de dónde  le venía el  parecido con mamá.  Era por  su ternura, una ternura infinita que  ponía en todo lo que hacía por  sus hijos.  Como mi madre, que  también se desvivía por mí.  Aquel recuerdo grato hizo que deseara aún más pasarme la tarde en compañía de Inmaculada,  en la  intimidad  con ella,  sin hacer  nada especial, entretenidos  con cualquiera  de esas tareas  domésticas que invitan  a  la  sosegada  charla.  Y  es  que,  sencillamente,  quería disfrutar de una tarde de compañía femenina.
Estaba disfrutando  de lo lindo.   Ultimamente me sentía  un poco solo  y  admitido en  aquel  hogar  por  unas  horas, por  unas  pocas deliciosas horas, me sentía feliz.  ¡Muy feliz!
Cerca de nosotros arrastrándose por  el suelo, jugaba una niña de tres años,  Cristinita, la  hija pequeña  de Inmaculada.   Manolín, de siete años,  el otro hijo  de aquella extraordinaria mujer,  hacía los deberes en su habitación situada en el otro extremo del piso.
-Me  gusta  darles   un  plato  de  verduras   para  cenar  -dijo Inmaculada-.   Si   les  acostumbras  desde  pequeños,   se  la  comen estupendamente y es muy buena para la salud.
Estuve de acuerdo.  Luego me comentó:
-No sé cómo  los madrileños no os volvéis locos  con el tráfico y la contaminación.  Aquí, la vida es mucho más tranquila y, en menos de una hora recorres la ciudad entera.   Puedes ir a un montón de tiendas sin perder tiempo y aunque hay coches (porque no creas, en Segovia hay muchísimos coches),  todavía no  existe problema de  aparcamiento.  El aire  es purísimo  y  es una  gozada hincharse  los  pulmones de  aire puro...  ¿no te parece?
También estuve  de acuerdo  en esto haciéndole  notar que,  en mi opinión, esto del aire puro formaba parte  de la calidad de vida de la gente.
-Tanto es así  -observé-. que he estado pensando  en comprarme un chalet en la sierra.
-Pues aquí no te haría ninguna falta ese chalet.  Aquí se respira aire puro en  toda la ciudad, sin problemas.  Y  el campo para pasear, está a un paso.  En Segovia se vive muy bien, esa es la verdad.
Y  al  decir esto, Inmaculada  me lanzaba significativa  mirada al tiempo que en sus labios  se dibujaba simpática sonrisa.  Francamente,  Fede, es que yo empezaba a estar harto de Madrid.  Hay demasiada gente y demasiados  coches  en Madrid.   Entre  Inmaculada  y yo  surgía  un sincero afecto, un afecto que nos unía.
Llamaron a la  puerta de la calle.  Era la  madre de Inmaculada, una  señora muy  agradable que  me estampó  un par  de besos  nada más verme.
-¿Es usted el novio de mi hija?  -quiso saber.
Reí encantado mientras exclamaba:
-¡Qué más quisiera yo, señora!
La madre  venía a  hacerse cargo  de los  niños mientras  su hija salía a cenar.   En Segovia, estas cosas suceden, las  madres ayudan a sus hijas y todo lleva otro ritmo.
Mientras Inmaculada se arreglaba convenientemente para salir y la madre daba la cena a los niños, pasé a una salita muy coquetona y allí me quedé esperando  y escuchando un disco compacto  de música clásica. Repasé los  discos que  se ordenaban  en los  estantes de  una pequeña librería.   Había un  buen número  de discos  y la  mayoría de  música clásica.  Me agradó aquello.  Porque por este detalle se adivinaba que la  dueña de  la casa  era persona  de sensibilidad.   En cuanto  a la decoración del  piso, ya  me había  dado cuenta de  que el  buen gusto imperaba en el  mobiliario, aunque, quizás, era excesivo  el número de objetos de adorno.   Esto del excesivo número de objetos,  es cosa que ocurre  en muchas  casas, y  más  aún, en  las casas  de las  ciudades pequeñas donde la decoración se recarga hasta el agobio.      Me hundí en la cómoda butaca  dejando volar mi imaginación al son de una sinfonía de Cherubini.

(Os he tenido tanto tiempo de sequía que os pongo una bien larga)
Blog novela, con zombies:


Thylzos

Supongo que no hace falta que exprese mi necesidad vital de que continúes de una vez.

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
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Sandman

No pasados veinte  minutos, hizo su entrada  Inmaculada.  ¡Y qué entrada!  Solo te diré, Fede, que  nunca antes había visto nada igual. La sorpresa de los troyanos ante  la belleza de Helena cuando la vieron por primera  vez entrando en  la ciudad  del brazo del  traidor Paris, debió ser  algo semejante a  lo que yo sentí  en esos momentos.   Y no sólo porque vistiera elegante, sino porque con el vestido que llevaba, (el  adecuado  para salir  a  cenar,  un  vestido negro  ceñido,  bien escotado  y de  cortísima falda),  francamente, ¿qué  quieres?, estaba imponente.  No estaba sencillamente bien, Federico, sino imponente.  Y no diré más sobre esto.
El caso es que  se sentó a mi lado y,  entrelazando sus manos con las mías, me preguntó:
-¿Qué te parezco, Agustín?
Le dije la verdad de lo que veía, es decir, púsela por las nubes. Ella,  impulsiva, se  arrojó sobre  mí  y me  besó repetidamente.   No continuó  el ataque  y, discreta,  me dejó  libre.
Al  poco, salíamos rumbo a  un restaurante muy bueno  del que no recuerdo  el nombre pero que está al pie del torreón de Lozoya, en la plaza que hay en mitad de la calle Real.
Y  qué  te  he  de  contar de  esa  noche  inolvidable,  querido Federico?   Fue algo  maravilloso.  Ocurrió  todo y  no ocurrió  nada. Conversación y conversación, expresivas  miradas y hasta un ligero sobe de manos...  al salir  del restaurante Inmaculada  tropezó y  estuvo a punto de irse  al suelo.  Yo la  sostuve y, no me digas  cómo, pero el caso  es  que   acabamos  abrazados.   ¡Sí,  sí,   fue  una  sensación magnífica!.
En fin,  regresé al hotel  no muy  tarde.  Insomne, pasé  toda la noche dando vueltas  en la cama no sabiendo que  camino tomar.  Por un lado,  el  corazón me  pedía  una  cosa y,  por  el  otro, el  cerebro aconsejaba justamente la contraria.  El corazón me decía que venciendo toda  reticencia (lo  sucedido  con  Azucena y  Dulce  se hallaba  muy presente en mi  ánimo todavía), venciendo digo toda  reticencia y todo miedo, me  lanzara de  cabeza en pos  de la felicidad  que el  amor de Inmaculada prometía.  Pero el cerebro aconsejaba lo contrario.  "No te metas en  líos, Agustín", decía.  Me  ordenaba volver a Madrid  al día siguiente, muy  tempranito, y sin ni  tan siquiera poner el  pie en la delegación.  Insistía  en que debía contarle  al jefe todo eso  de los ancianos y  de Inmaculada, lo de  la inexistente monja clarisa  y todo eso.  Y que, una vez hecho todo, me olvidara del asunto.      La noche entera  se la pasaron peleando el corazón  y el cerebro, pero, como  ya habrás adivinado,  Federico (me conoces  demasiado como para pensar  otra cosa),  ganó el  corazón.  Sabes  que poseo  un alma romántica sentimental.
Por entonces, ya sabía yo que Inmaculada estaba por mis huesos y que, de proponérmelo, no tendría dificultades  para casarme con ella.  Y es que cuando surge el amor, suele hacerlo de forma recíproca: Inmaculada estaba  por mí  y  yo estaba  por Inmaculada.   Lo  había visto  claro durante la cena.  Ella me había contado toda su vida y no había dejado de pedirme  mil consejos, incluso  consejos sobre la educación  de los hijos.   Eso es  muy significativo,  Fede,  cuando una  mujer te  pide consejos acerca  de lo que debe  hacer con sus hijos,  entonces, no lo dudes, es que ya  la tienes en el bote.  O  sea, que Inmaculada estaba enamorada de mí y era millonaria.  O  mejor dicho iba a serlo en breve si reclamaba el dinero  de las pólizas y yo no decía  nada al jefe.  O incluso  si me  iba  de la  lengua, también  podría  suceder que  nada impidiera que Inmaculada  cobrara sus millones, porque, como  ya te he dicho antes, no estaba para nada  convencido de que lo que había hecho fuera ilegal.  No, no lo sabía.
De modo que venció el corazón y el corazón me decía que intentara casarme  con Inmaculada  disfrutando así  de ella  y de  sus millones. Hasta podría dejar  de trabajar e irme a vivir  a aquella ciudad donde hay aire  puro por todos los  sitios a los que  uno se le ocurra  ir a pasear.  La idea del matrimonio resultaba de todo punto tentadora.
No me fui a Madrid, no llamé al jefe ni tan siquiera.
Durante la semana, me dediqué a hacer que hacía.  Los dos jóvenes administrativos no se  dieron cuenta de la inutilidad de  la labor que realizábamos  con tanto  ahínco.  Les  pedía un  papel tras  otro, les ordenaba  elaborar  una  relación  y  luego  otra.   El  caso  es  que averiguado  lo de  las  pólizas, la  inspección  estaba terminada.   Y mientras los días pasaban, Inmaculada  y yo vivíamos el más apasionado de los romances.
Salíamos todas las tardes a pasear, luego íbamos a un restaurante para, luego, acabar bailando hasta altas horas de la noche.  Un par de veces nos  sorprendió el amanecer  entre el  champán y los  besos.  La verdad es que pulvericé las dietas.  El jueves, mientras bailábamos en la discoteca, entre beso y beso, loca de alegría, me comunicó:
-Me han prestado  una casita en el campo para  que pasemos el fin de semana, ¿qué te parece?  ¡Estoy deseando que vayamos!
Tuve que  aceptar, soy un  hombre y  no valen las disculpas  en estos casos.  En verdad,  acepté no sin cierta  aprensión.  Las experiencias vividas con Azucena y Dulce no me ayudaban en lo más mínimo."
-Un momento,  Agustín -interrumpió Federico-, me  da la impresión de que no  te he entendido bien.   ¿No acabas de decir que  a veces os sorprendió el amanecer ahítos de champán y besos, el uno en brazos del otro?  ¿No has dicho eso?
-Lo del champán no lo he dicho -puntualizó Agustín.
-Bueno, vale, vale  -se impacientó Federico-, lo  del champán no, pero sí que has dicho lo del amanecer...  ¿no?
-Sí, lo he dicho -aclaró  el otro-.  Fueron noches maravillosas y a veces nos sorprendió el amanecer.
-Pues  entonces  -dijo  Federico-,  no  entiendo  por  qué  tanto remilgo.
-No sé a qué te refieres -replicó Agustín.
-Pues que si te pasabas todas  las noches con esa tía ya tendrías que haber comprobado como iba  todo -explicó el bajito-.  Quiero decir si ella  funcionaba bien y si  tu respondías como un  hombre.  En este sentido, he de advertirte, amigo, que  el atiborrarse de champán no es bueno, no...   Sé de  tremendos fracasos provocados  por el  exceso de alcohol en  los momentos decisivos,  en los  momentos en que  un varón debe cumplir enfrentándose con la verdad.
-Es que no había pasado nada -explicó Agustín.
-¡Ah!  ¡ah!  ¿Cómo que nada?  -inquirió el bajito
-Nada.  Nada de nada -respondió Agustín
-O sea que nada.
-Eso es nada.
-Ya.
Todos los allí  presentes comprendimos  lo que pensaba Federico al decir que "ya".   Quería decir que, Agustín, nada  de nada.  Y todos pudimos imaginar  la angustia que  debió sentir aquel  hombre sabiendo que iba a pasar todo un fin de semana en compañía de una mujer y en la soledad de una casa de campo   sin escapatoria posible.  Y en honor de la verdad,  hay que  señalar el  hecho de que  Federico se  portó aquí estupendamente.  Podía haberse mostrado muy  irónico en ese momento si hubiera  querido.    Podría  haber  descargado  el   definitivo  golpe dialéctico  a su  amigo.   Pero Federico  no lo  hizo,  dejó pasar  la oportunidad.   Guardó   respetuoso  silencio.    Verdaderamente,  ahí, Federico se portó como si fuera un amigo, un amigo entrañable.     
-Continúa tu historia -ordenó el bajito.      Y el otro, obedeció:
"Aquella noche  del jueves  -dijo-, previa a  la de  la excursión campestre, en la intimidad de la habitación del hotel, hice prácticas. El  pene,  al  menos  aparentemente,  se  subía  con  facilidad  suma, enderezándose   vigorosamente   y   poniéndose  tieso   a   la   menor manipulación.
"¡Perfecto!   Mañana cumpliré a plena satisfacción."  Me dije".
En la barra se produjo  un murmullo.   Aproveché para  darle el último  sorbo al  manhatan.   Me  lo había  terminado  ¿Cuál era?   El cuarto,  era el  cuarto.  Le  hice una  significativa seña  a Ernesto. Esta vez  me entendió perfectamente,y, al  poco, gozaba de un  nuevo y rico manhatan.
"Me estoy pasando con la  bebida", pensé.  "Cinco manahatanes son muchos manhatanes."
La  de los  arrumacos, en  voz baja  pero audible  por todos,  le explicaba a su compañero:
-Lo que ha querido decir es que se hizo una paja, amor.  Lo mismo que haces tú cuando yo estoy de viaje.
-Sí,  amor  mío  -respondió  el enamorado,  otra  vez  el  rostro encendido como  la grana  por la vergüenza.
No era  discreta aquella mujer, no, no lo era.  Antes nos había informado de que a su compañero un polvo ya  le costaba y, ahora, añadía esto  de las pajas...  Quizás no le convenía una  compañera así a un tipo tan  tímido como aquel que no paraba de ponerse colorado como un tomate.
El bajito metió baza:
-Creo que esa manía que tienes tú, querido Agustín, de llevarte a las tías   fuera de las ciudades  para tirártelas, no deja  de ser algo aberrado.  A Azucena  y a Dulce las llevaste fuera  de Madrid y, ahora me dices  que con Inmaculada te  fuiste fuera de Segovia.   Debe tener algún  significado  psicológico  esa extraña  manera  de  comportarse. Claro está, a menos que obedezca  al mero deseo de retrasar el momento de la  verdad...  Si  no, no  se entiende.  En  Madrid hay  muy buenos sitios donde  llevarse una  tía (incluyendo tu  apartamento), y  es de suponer que en  Segovia pasa lo mismo.  ¿Por cierto,  no estabas en un hotel?  En fin, que no, Agustín, que no se entiende.
Se acabó la tregua.  Vuelta al combate.
-La  acababa  de  conocer  -protestó  Agustín-,  no  hubo  tiempo material para...
-Eso sí  que no -atacó  el bajito-, eso sí  que no te  lo admito. Tuviste toda una  semana de hotel para tirártela.  No  te vengas ahora con disculpas...  ¡toda una semana!  ¡Y no hiciste nada!
El  bajito  tenía razón.   De  nuevo  llevaba  él ventaja  en  el combate, Sin embargo,  no dejaba de parecerme costumbre  sádica la que tenía de derribar a su amigo para dejarlo recuperar luego y volverlo a derribar.   De  seguir con  esta  práctica,  acabaría por  destrozarlo moralmente.
Agustín no contestó inmediatamente.  Quizás no tenía fuerzas para hacerlo.  Se limitó a seguir el relato sin hacer comentarios:
"Bueno, el  caso es que  al día  siguiente una vez  terminamos de comer, a eso de las tres y media  de la tarde, nos subimos al coche de Inmaculada y, raudos, partimos hacia  nuestro destino, un pueblecito a unos  veinticinco kilómetros  de Segovia  y a  unos once  de Turégano. Dado  lo solitario  de la  zona,  es precisamente  en esta  población, Turégano  (población de  alguna entidad),  en donde  los lugareños  se abastecen de  alimentos, bebidas,  clavos, bombillas, medicinas  y, en general, de todo aquello que se necesita a diario en una casa.      El viaje no debía durar más de una media hora, o cuarenta minutos a lo  sumo.   Eso  me  había  dicho Inmaculada,  así  que  en  seguida llegaríamos y podríamos  disfrutar de un agradable paseo a  pie por el campo.
Conducía  Inmaculada, a  su  lado  iba Manolín  y  en el  asiento trasero, iba yo con Cristinita  en brazos.  Era demasiado pequeña como para ir suelta y el coche de  Inmaculada no disponía de silla para los niños.  Siendo  Segovia una ciudad  tan pequeña, apenas se  utiliza el coche, de manera  que no se ve  la necesidad de dotarlo  con sillas de niños y cosas así, cosas que  en algún otro momento pueden resultar un estorbo.   Por esta  razón,  iba ahora  Cristinita  sentada sobre  mis rodillas, inquieta, gozosa,  sin parar de moverse ni  un solo momento. Me resigné  a sufrir aquello.  A  fin de cuentas, el  viaje no duraría mucho.  Podría resistirlo.
La cosa empezó mal.      No nos habríamos alejado ni cinco kilómetros cuando pinchamos una rueda.  Puse la de repuesto, no sin trabajo, porque el gato hidráulico no  funcionaba bien  y  sólo  pudimos salir  del  apuro  gracias a  la inestimable ayuda de un amable camionero.
Luego, Inmaculada decidió detenerse en el híper de la carretera de Soria que hace tan cómoda la vida de los segovianos, el Intermerca. Teníamos que conseguir patatas, huevos,  cinta de lomo y las sanísimas e imprescindibles  verduras  para  la  cena de  los  niños.   En  fin, arrastré el  carrito con paciencia  por todo  el híper, al  tiempo que sostenía a Cristinita  en brazos para que no se  escapara.  Manolín no paraba  de hacerme  preguntas,  preguntas extrañas  por cierto,  tales como:
-¿Qué puede más, un león o un puma?
-Un león.
-¿Y cuál es más ágil, el león o el puma?
-El puma.
-Entonces,  los pumas...   ¿pueden  subirse a  las  ramas de  los árboles?
-No sé, creo que sí -le dije.
-Entonces, si se suben a la rama de un árbol...  ¿cual puede más, el puma o el león? -insistió  el niño.
-Los leones no pueden subirse a las ramas de los árboles -le informé.
-Pero  si  pudieran  subirse,   entonces...   ¿cuál  podría  más? -porfió Manolín.
-Es que el león no puede subirse -afirmé categórico.
-Pero si pudiera... -sugirió el niño.
-Pues, en fin, en ese caso el puma -concluí yo, porque el león se apañaría muy mal.
     -Entonces, puede más el puma -anunció Manolín triunfante-.  Y tú me has dicho una mentira.
-¿Una mentira?  -salté yo indignado.
-Sí, una mentira -repitió el simpático Manolín-.  Al principio me has dicho que podía  más el león y ahora dices que  puede más el puma. Has tratado de engañarme.  ¡Mentiroso!
Intervino la madre:
-Manolín, los mayores no dicen  mentiras -le reñía con suavidad-.  Además, no se dice "mentir", eso está muy feo, si no que se dice no es cierto.  Agustín no ha dicho una  mentira porque no tenía intención de mentir.  Lo que ha dicho no  es cierto, simplemente se ha equivocado y no es ningún mentiroso.  ¿Lo comprendes, Manolín, rico?
-Es que me he limitado a decir  que puede más el león -expliqué a la madre picado  en mi amor propio-.   Y es que no hay  duda, todo el mundo lo  sabe, el  león es  el que  puede más  de todos  los animales. ¡Vamos hombre!  De hecho puede más que el tigre que ya es decir...
-No en el árbol -dijo el odioso niño, impertinente-.  En el árbol puede más el puma.
-Tiene  razón el  chico -terció  la madre-.   Quizás sólo  en esa ocasión pueda el  puma al león, pero Agustín, habrás  de reconocer que en el árbol, el  puma puede más que el león.  No hay  duda, la cosa es clara, tiene razón Manolín.
No  dije  nada.   Mi  orgullo  varonil  no  me  permite  entablar discusiones bizantinas con  las mujeres cuando opinan  sobre temas que no le son propios  a su sexo.  Cualquier varón sabe  que el león puede más que el puma,  así que me mantuve en silencio  sin querer entrar en una estéril discusión con aquel crío y con su madre.
En el  coche, ya de  camino otra vez,  noté calor en  la pierna. Cristinita  se había  hecho pis  poniéndome como  una sopa.   Hubo que parar y cambiar a la niña.  Y  yo, que no había previsto incidentes de este estilo,  no había tenido  la precaución  de meter un  pantalón de repuesto en  el bolso de  viaje, hube  de aguantarme así  como estaba, empapado de  cintura a  pies.  Era muy  posible que  aquello supusiera cogerme un catarro.  Aparte, claro está,  del asco que me daba, que no era poco.
Continuamos  viaje.  Pensando  en la  responsabilidad con  la que debería enfrentarme esa misma noche, comencé a sentirme algo inquieto. Recobré la  serenidad gracias al  recuerdo del  vigor con que  el pene había  respondido a  los estímulos  manuales la  noche anterior  en la soledad de mi habitación del hotel.
Al cruzar un  puente sobre un río de  nombre desconocido, Manolín se interesó por las corrientes de agua:
-¿Qué es mayor un río o un arroyo?
Esta vez, la respuesta era sencillísima:
-Un río -dije resueltamente.
-¿Y entre un manantial y un arroyo?
-Pues, depende.
La   respuesta  no   era  determinante,   pero  es   que  tomaba precauciones.  No me fiaba de Manolín.
-Y entre un arroyo y un lago -quiso saber el niño.
-El lago.  Seguro, el lago -le informé.
-Pues  mi profesor  de naturales,  dice que  en Venezuela  hay un arroyo que  es más grande  que cualquier lago  o que cualquier  río de España -me dijo con ánimo instructivo el simpático chaval-.  No tienes ni idea, tío Agustín.  Mi profesor Don  Roberto es un sabio y sabe mil veces más que tú de geografía.
No le discutí que Don Roberto era una eminencia y yo un asno.  No dije nada.   No merecía la  pena discutir  con aquel odioso  niño.  El caso es  que la  madre me gustaba  con locura y  lo demás  daba igual. Posiblemente, ese niño se había visto muy afectado por el abandono del padre, de un padre  que nunca se ocupó de él ni  de su pequeña hermana Cristinita.  La  madre tampoco les  prestó importancia a  las palabras impertinentes  del niño.   En fin,  que o  no les  dio importancia,  o quizás, pensaba dándole  la razón a su hijito  que, efectivamente, Don Roberto era realmente un individuo mucho  más sabio que lo que yo era. Las  divorciadas se  apoyan demasiado  en sus  hijos varones  y suelen dejarse comer el  terreno por ellos con harta  frecuencia.  Fuera como fuera,  el incidente  carecía  de verdadera  importancia  y decidí  no dársela.
El coche  tomó una  curva a gran  velocidad.  Ya  habíamos tomado otras muchas curvas  anteriormente, pero es que  en ésta, precisamente en ésta,  Cristinita vomitó.  Para ser  exacto, habré de decir,   no que vomitó sino que me vomitó a mí.  Me vomitó de arriba abajo un líquido rojo, pastoso,  con alguna que  otra judía pinta suelta,  sin digerir. El  olor  era  indescriptible.    Sencillamente,  Federico,  no  tengo palabras para poderte expresar cómo olía aquello.  Estoy convencido de que en las letrinas  de un cuartel el día de  recepción de los quintos del reemplazo de primavera, puede  uno inspirar mejores olores que los que desprendía  aquella graciosa  niñita.
Otra vez  hubo que  parar y cambiar de ropa  a la pequeña.  Para mí no  hubo esa posibilidad pues, como ya te  he dicho, el equipaje que llevaba  era escasísimo.  Ahora, Cristinita exhalaba un  aroma de agua de  limón y el que  olía mal era yo.

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