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Tres Bragas (la novela de mi padre)

Iniciado por Sandman, 29 de Mayo de 2008, 20:30

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pat garret

am, como pusiste eso al final del post pense ke ya habia acabado :D

ahora me volvio la ansiedad jaja

salu2

Sandman

Pregunté:
-¿Hay teléfono aquí desde el que pueda llamar?     
-Sí  señor, en  el pasillo  junto a  los servicios  -me informó-. Funciona con monedas o con fichas.  ¿Quiere usted llamar?
Pagué  la  elevada  cuenta   que  supusieron  las  cervezas,  los manhatanes y el paquete de Winston.   Ernesto, con las vueltas, me dio abundante moneda fraccionaria para el teléfono.
Me dirigí al pasillo, descolgué  el auricular  y, tras  unos  instantes de  duda, marqué  el número de  mi casa.   O mejor dicho,  marqué el de  la casa  de María, porque ahora esa era la casa de María y no era mi casa.       Diez   o  doce   veces   escuché  con   impaciencia  el   pitido característico  previo   a  que  descuelguen  el   aparato  y,  cuando decepcionado,  pensaba ya  desistir, pude  oír la  voz somnolienta  de María preguntando:
-¿Sí?  ¿Quién es?
-Soy yo,  Sebastián -contesté dándome  perfecta cuenta de  que la voz se me quebraba un poco por la emoción.
-¿Qué quieres, Sebas?  -dijo.
En  general no  me gusta  nada  la manía  que tiene  la gente  de llamarme Sebas, porque, según mi opinión, esa manía de los apodos, esa costumbre  de  reducir  el  nombre suele  hacerse  exclusivamente  con aquellas personas a las que  se considera poco importantes, tales como camareros,  o chicos  de los  recados, o  gente así.   Aunque a  decir verdad, cuando era  María quien lo hacía incluso me  gustaba porque me daba la sensación de intimidad haciendo uso de un derecho sobre mí que los demás no  tenían y que ella sí  que tenía.  Así que no  fue eso de Sebas  lo que  me puso  nervioso.  fue la  impresión que  tuve de  que seguramente la acababa  de sacar de la  cama y de que  quizás la había despertado  lo que me causó  el nerviosismo y    una cierta inseguridad. Y también   el temor  de estar metiendo la pata, como  suele decirse, que estaba metiendo la pata hasta el corbejón.
-Quería saber cómo estabas -dije.
-Estoy  bien -replicó.   Y luego  añadió-: ¿Y  para saber  eso me llamas?
Quizás no había sido buena idea el llamarla.  Ella, habría pasado tranquilamente la noche  en casa con los niños, no había visto llorar a Lola  y no  conocía siquiera  quién era  aquel desgraciado  Agustín ni tenía la más  remota idea de su triste historia.   Y, posiblemente, ni siquiera sabría que  la noche era fría  y que la gente  andaba por las calles tratando de  disfrutar de los carnavales.  Eso es  lo malo, uno jamás acierta con el momento oportuno para hablar, para hacer algo que le indique al otro que se le quiere, que se le quiere más de lo que el otro puede imaginarse.
-¿Y los niños, qué tal están?  -dije hablando con lentitud, pues, para mi  mal, la  lengua seme  trababa un poco.   El manhatan  es una bebida deliciosa  pero hay que  reconocer que le  pega duro.  Y  yo me había tomado cinco, demasiados.
-También están bien.  ¿Cómo quieres que estén?  -me informó, para mi gusto demasiado escuetamente.
-¿Han cenado ya?  -pregunté con interés.
-Son las tres  y media de la  mañana, Sebas, ¿a ti  qué te parece? ¿Te parecería normal  que estuvieran cenando a las tres  y media de la mañana?    -repuso  ella   con  tono   sarcástico,  ya   completamente espabilada, vencido el  sueño.  Inmediatamente, en un tono  de voz más calmado, contenido, preguntó-: ¿Te pasa algo, Sebastián?
-No, no me  pasa nada -repliqué, sabiendo que lo  que temía hacía un momento lo había temido con razón, la llamada era inoportuna y una metedura de pata que seguramente me sería recordada muchas veces y que muchas veces se aludiría a esa  llamada para corroborar con un ejemplo esa faceta de pelmazo que  María ahora, desde la separación, observaba en mi modo de ser y de actuar.  Según ella, no se había dado cuenta de lo pelmazo que  yo era hasta la separación, pero  a partir de entonces no hacía más que comprobar día tras  día que yo era un ser exasperante hasta el paroxismo.
-¿Te encuentras mal?  -insistió ella.
-No, no -contesté-.   Sólo que quería hablar o no  sé muy bien... Perdona, ya cuelgo -terminé precipitadamente.
-No cuelgues -ordenó.
Obedecí y no  colgué.  Pero no dije nada porque  no se me ocurría nada.  A ella sí se le ocurrió:
-¿Has estado bebiendo?  -preguntó en tono de reproche.
-Sí, he estado  bebiendo -admití.  No tenía  ningún sentido decir otra cosa.
-¿Has estado bebiendo manhatanes?
-Sí, manhatanes.
-Sebas, a ti los manhatanes te sientan como un tiro.  Debes estar fatal -observó, aunque lo curioso es que el tono de voz que acababa de emplear no era el del reproche sino el del cariño.
-No, no tan fatal -me defendí.
Permanecimos en silencio unos segundos.      El  teléfono me  avisó  con  ruido estridente  de  que se  estaba acabando el tiempo y que la llamada se iba a cortar.
-Esto se acaba -dije.
-¿No tienes más fichas?
-También valen las monedas -informé.
-¿Y tienes monedas?
-Sí.
-Pues echa más monedas -ordenó-.  No quiero que se acabe.
Obedecí.   Por  fortuna, era  mucha  la  moneda fraccionaria  que habíame dado Ernesto en previsión  de que la conversación fuera larga. Puse unas cuantas monedas de cien  pesetas, la moneda de más valor que admitía la máquina, así que tenía para un buen rato.      Pero ocurrió que  ninguno de los dos dijo nada.   Al fin, tomé yo la iniciativa:
-¿Estabas dormida?  -me interesé-.  Perdona, María.  No volverá a pasar, es que hoy ha sido un día un poco especial.
-Estaba dormida, pero no me  importa que me hayas despertado.  No me importa en absoluto.
-¿De verdad no te importa?  -pregunté ansioso.
-No sólo  no me importa  -replicó ella-,  sino que me  gusta.  Me apetecía mucho hablar contigo.
-¡Cómo!  ¿Qué has dicho?  -dije.
-Antes de dormirme estuve pensando mucho en ti, Sebas -dijo ella.
-¿Sí?
-Sí.
-¿Y cómo es eso?
No  comprendía que estaba pasando, pero estaba encantado de oír lo que estaba oyendo.
-Sebastián, últimamente  pienso mucho en  ti y en todo  lo nuestro -declaró,  temblándole la  voz  ligeramente. Lo noté  perfectamente. Quizás tenía ella también miedo a estar metiendo la pata.
-¿Qué has dicho?  -dije insistiendo.      El pernicioso efecto del  alcohol había desaparecido por completo encontrándome en estado  de máxima lucidez mental.   Estaba seguro que se cocía algo importante.  María,  después de unos cuantos segundos de vacilación,  unos  pocos  segundos pero  no  muchos,  inesperadamente, preguntó:
-Tú, Sebas, ¿cómo te encuentras?
No especificó nada más.  Podía  referirse al efecto de la bebida, o a mí estado  de ánimo en general, o a  cualquier otra cuestión, pero el caso es  que no dudé ni  por un momento de la  respuesta que quería darle, que me salía del alma.  Le dije:
-Muy mal,  María, realmente  me encuentro  muy mal.   Confesé sin ambages.
-Yo también me encuentro muy mal, muy mal, Sebas -dijo ella.
Hubo un silencio, un corto silencio, y María hizo otra pregunta:
-¿Dónde estás?  ¿Estás en casa?
-No, en la cervecería de al lado  de casa  de mi madre.  Ahora iba a retirarme  -repliqué,  emocionada  la voz,  impaciente  el  corazón. Ahora tenía la seguridad de que algo bueno iba a suceder.
-¿Quieres venirte a  pasar la noche a casa?   -dijo. Y comprobé, que  también  María  dejaba  que  la emoción  se  le  escapara  en  la temblorosa voz sin disimulo-.  Me gustaría mucho que vinieras.
-Ahora mismo voy -respondí a toda prisa.
-¿Encontrarás un taxi a estas horas?
-Si no  lo encuentro me lo  invento o lo pinto,  pero ahora mismo voy para  allá.  No tardo  ni veinte  minutos en llegar.   Hasta ahora mismo, María -dije.
Y  desde el  otro  lado de  la  línea,  la voz  de  mi mujer,  me contestó:
-Hasta ahora mismo pues, Sebas.  Ya verás, te tengo que hablar de muchísimas cosas.  Adios.     
-Adios -le dije.
Y colgando el  auricular del teléfono, apresuradamente,  me fui a despedir  de Ernesto.   El camarero  ya se  había ido,  de manera  que Ernesto y  yo estábamos solos  en la cervecería.  Ernesto  me esperaba pacientemente paladeando  con gusto lo  que parecía un zumo  de tomate preparado  con sal  y pimienta.   Este era  el tipo  de bebida  que en ocasiones permitíase el  barman.  También él querría irse a  su casa y no sé por qué me vino a las  mientes el pensamiento de si a Ernesto le esperaría en su  hogar una mujer o  no, una esposa o  una compañera, o quizás, no le esperaría nadie.
Claro  que no  le comuniqué  a  Ernesto mi  pensamiento, pues  no habría quedado natural en absoluto que un cliente le preguntara por su vida  privada.   Los políticos,  los  funcionarios,  los capitanes  de industria, los camareros y demás  servidores públicos han de aparentar no tener vida privada y se comete una gran incorrección preguntándoles por su familia por  cómo pasan un domingo, si van a  misa o cosas así. No es propio, no, no se debe preguntar.
-¿Todo va bien, señor?  -quiso saber Ernesto.  El barman esbozaba
una leve sonrisa.
-Todo bien,  gracias, Ernesto  -repliqué-.  Buenas noches,  ya es
hora de que todos nos retiremos a dormir, ¿no le parece?
-Sí  señor,   creo  que  ya   nos  lo  merecemos   -contestó  con afabilidad-.  Buenas  noches, señor, que  descanse y espero  verle por aquí muy pronto -añadió, despidiéndose.
El  barman  se fue  a  por  mi abrigo.   De  regreso  me ayudó  a ponérmelo y entonces,  recogiéndola de encima de la barra  donde yo la había dejado al llegar, me tendió la odiosa nariz postiza.
-Se olvidaba la nariz, señor -dijo.
-Gracias Ernesto -repliqué guardándome  el postizo en el bolsillo del abrigo.
Ya me disponía  a irme cuando me acordé de  algo.  Me volví hacia el barman y le dije:
-Ernesto, estos dos fulanos que estaban  junto a mí en la barra y que no  han parado de  hablar en toda  la noche...  ¿vienen  mucho por      aquí?
-Que yo recuerde -repuso-, nunca antes habían aparecido.  Además, su forma  de comportarse  es bastante llamativa  y habría  reparado en ellos.  Los recordaría muy bien.  Espero  que no vuelvan por aquí.  La gente acude  a las cervecerías  a alegrar  el ánimo y  no a que  se lo dejen a uno por  los suelos.  Ese tipo de cosas  al principio llena el local, pero a la larga hace que uno tenga que cerrar el negocio.  A la gente  le gusta  el  drama, pero  no  para todos  los  días, a  diario prefieren la simple charleta.   Y eso es lo que deja  dinero a un bar, ni  más ni menos que eso,  la  posibilidad de  que  unos hablen  con otros...  Y  cuando uno quiere soltar  discursos lo que debe  hacer es dedicarse a la política. Eso, dedicarse  a la política.   Estas historias reales que  parten el corazón de  los clientes,  son la  ruina de  los bares  y cervecerías. Sinceramente  señor, espero  que no  vuelvan  por aquí  esa pareja  de individuos.  ¡Que no vuelvan jamás!
No dijo más  porque ya era bastante.  Era la  primera vez que lo veía tan locuaz.  Y aunque yo no  lo sabía, también era la última vez que pude hablar  con aquel brillante profesional de  la barra.  Luego, una vez que  María y yo reanudamos nuestra vida  en común, entonces no fui por allí hasta  pasados dos años en que me  acerqué una tarde (más que  nada  por ver  a  aquel  extraordinario Ernesto),  llevándome  la desagradable  sorpresa  de  encontrarme  el negocio  cerrado.
En  la esquina de  Príncipe de  Vergara con  Diego de  León no  había ninguna cervecería.  En  su lugar se  hallaba una juguetería que  pasado algún tiempo también  se vio obligada a  cerrar.  Y es que  todo cambia, las naciones, las ciudades, las calles  y nosotros mismos...  El pasado es pasado y no hay nada que hacer a este respecto.
En fin,  dejé a  Ernesto y salí  al exterior.   Seguía lloviendo. Encontré  taxi  sin  dificultad  y  muy  pronto  circulábamos  por  la autopista camino del barrio de las afueras donde nos habíamos comprado el piso  María y yo.   Lo habíamos comprado  unos cuatro o  cinco años después de casarnos, cuando Miguel,  el mayor de nuestros hijos, tenía ya  tres  años. El  taxista  no  me dirigió  la  palabra  en todo  el recorrido.  Yo lo  prefería, porque lo que deseaba  era pensar, pensar en lo  que estaba sucediendo con  María, con María que  quería verme a aquellas horas  de la noche y  que decía que había  estado pensando en mí.
Entonces, me vino a la cabeza la imagen de Lola, mi querida amiga Lola, la pobre Lola a la que había dejado llorando hacía unas horas.
"Lola", pensé, "¡ojalá tengamos suerte! ¡Amiga mía, que nunca más nos encontremos perdidos en los carnavales! ¡Suerte, Lola, amiga querida!"
En esa noche  se inició mi camino de regreso  hacia la felicidad.
María y yo no paramos de hablar  hasta las nueve de la mañana, hora en que tuvimos  que irnos  a nuestros  respectivos trabajos.   Los niños, cuando  me  vieron   allí  en  casa  desayunando   con  ellos,  cuando comprobaron  que sus  padres no  se  gritaban sino  que imperaban  las buenas  maneras, parecieron  alegrarse  aunque no  en  exceso.  No  se fiaban.   Les  dijimos que  íbamos  a  vivir  otra vez  todos  juntos. Sebastián, el pequeño,  preguntó si ya no tendría que  ir los fines de semana a casa de la abuelita.  María se echó a reír con ganas al oírle decir esto,  pero a mí,  sinceramente, la  pregunta del pequeño  no me hizo la menor gracia.
Si bien  los comienzos no  fueron fáciles, puedo decir  que desde entonces mi vida cambió hasta  conseguir una felicidad que nunca antes había conocido.  No  sólo porque volvía a tener una  familia (y yo soy hombre  familiar  y  hogareño),  sino porque  creo  que  toda  aquella historia de  la separación me hizo  madurar.  De modo que  ahora en el trabajo y en mis relaciones personales, doy a las cosas la importancia que tienen.   O por lo menos,  eso intento.  Y ahora  la estabilidad y felicidad de los míos es lo que más aprecio en esta vida, en esta vida que es corta y que merece la pena de ser vivida.
Mi madre se alegró muchísimo de nuestra reconciliación, en parte porque  quería sinceramente  a María,  en parte  porque deseaba  verme feliz y, en  parte también, ¿por qué no decirlo?,  porque estaba harta de  tenerme en  su casa.   No la  culpo.  La  compañía de  un separado frenético  no  es  la  mejor  compañía para  una  anciana  que  se  ha acostumbrado a  vivir sola y  tranquila.  Y aún  es más difícil  si el separado es el hijo de la anciana.   El reencuentro de madre e hijo en estas circunstancias es algo imposible de soportar para ambos.
También se alegró Lola cuando lo supo, al igual que nos alegramos María y yo  cuando nos enteramos de  que se había vuelto  a juntar con Ricardo.
Y de los que no sé nada, ¡y maldito lo que me importa!, es de esa Gloria y de ese Guillermo, y en general, de ninguno de los integrantes de aquella alegre pandilla de simpatiquísimos conguistas.

     
                                   En Madrid.  Noviembre de 1996.

(Y ya está, se acabó la novela, espero que os haya gustado)
Blog novela, con zombies:


Ruben&Leiva

¡Gracias!
He venido de fiesta, y lo primero mirar a ver... OMG
Voy a ver si duermo-.

pat garret

ahora si que acabo :(, como dije antes, un buen final feliz :). enorabuena a tu padre ;)

salu2¡

Sandman

Bueno, subi antes a ogame la primera parte de su siguiente novela, ahora la pongo aquí. Tranquilos, en unos días adelantaré a ogame subiendo más capítulos aquí.

MAGNÍFICO DON ALFREDO.

UNO.
Antes que nada, debo presentarme. Mi nombre es Alfredo Fernández García, soy economista, estoy casado con Caridad Garrido, tengo dos hijos, José Luis, el mayor, de quince años y Alfredín, el pequeño, de trece, vivo en Madrid en el espléndido piso heredado por Caridad de sus padres en la tercera planta de un viejo edificio que hace esquina entre las calles Ramón de la cruz y Alcántara, en el barrio de Salamanca, en pleno centro, pudiendo considerarme como uno de esos afortunados hombres de éxito a quienes cualquier cosa que emprendan les sale bien. En este momento, me dispongo a contarles un capítulo de mi biografía, algo que me sucedió en una ocasión, algo que aún hoy me hace pensar en lo sorprendente que es la vida y en el montón de casualidades y raras coincidencias que se dan en ella.
Comienzo, pues, mi relato. Mi vida cambió por completo una radiante mañana de un lunes de la primavera de 1997. Por entonces, había alcanzado ya el puesto de subdirector en la misma empresa para la que aún continúo prestando mis servicios, las afamadas Bombonerías Gutiérrez, empresa de pastelería muy conocida en el sector por el prestigio que últimamente ha adquirido el caramelo registrado con el nombre de El Exquisito y, aunque ya gozaba de las múltiples ventajas que suelen acompañar a los puestos directivos, si he de serles sincero, en mi opinión, aún no se me valoraba como me merecía.
En la mañana a la que me refiero, el trabajo no se me estaba dando nada bien. No haría ni un par de horas todavía que el presidente me había mandado llamar a su despacho para decirme:
-Alfredo, los banqueros no consideran la actividad confitera como una actividad seria de la que deban ocuparse, y aunque desconozco las razones por las que piensan de ese modo, el hecho es que los bancos y demás instituciones financieras no se sienten atraídas por las confiterías y no consideran que el dulce sea una actividad en la que merezca la pena invertir dinero. Pero es que ahora da la impresión de que esta casa de antigua y bien reconocida fama, ha llegado a agotar su confianza por completo, no se fían de nosotros, no se fían en absoluto. Y como en un par de meses vence el plazo de uno de los tantísimos préstamos que hemos pedido, nos va a pillar sin una peseta en la Caja, de manera que si no encontramos pronto remedio al problema de tesorería que se nos viene encima, tendremos que declararnos en suspensión de pagos. En fin, Alfredo, muchacho, debes conseguir que el Santander nos preste quinientos millones, para lo que deberás hacer un informe de los tuyos, uno de esos en que parece que todo marcha estupendamente y que las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Claro que nos corre prisa, conviene que lo tengas listo digamos que para el miércoles. ¿De acuerdo?
Para el miércoles me iba a ser prácticamente imposible tener listo lo que se me pedía.
-Estamos a lunes –dije-. El miércoles es pasado mañana.
-Eso es –me respondió don Anastasio-. Deberás tenerlo escrito pasado mañana miércoles.
-¿No sería mejor que se ocupara Cipriano de esto? -dije intentando eludir mi responsabilidad en el tema. Cipriano Bustamante era por entonces el director financiero, mi jefe, el concuñado de don Anastasio, un tipo simpático, extremadamente vago, un tipo que cobraba no sé si tres o cuatro veces más que yo y al que, por tanto, le hubiera correspondido en puridad, hacerse cargo de un semejante trabajo de elaboración tan imposible como era ese.
-Deje en paz a mi concuñado –replicó don Anastasio con aspereza-. Usted, Fernández, se encargará del informe. ¿Entendido?
Cuando don Anastasio Gutiérrez Cuarto, mi presidente, utiliza el usted dirigiéndose a alguien en particular, ese alguien en particular siempre entiende perfectamente lo que se le está queriendo decir.
-Haré ese informe –contesté.
La verdad es que, podría haber protestado todo cuanto hubiera querido que habría dado lo mismo, el informe lo haría yo tanto si me gustaba la idea como si no, aunque por otra parte, no dejaba de reconocer que era por completo natural que don Anastasio hubiera pensado en mí exclusivamente para la realización de un trabajo tan importante y de tamaña dificultad como era ese, pues nadie en la empresa se hallaba tan capacitado como yo para hacerlo. De modo que no voy a ocultarles que, cuando a los pocos minutos salía yo del despacho de la presidencia, me iba satisfecho poseído de un sentimiento de orgullo por la confianza que don Anastasio acababa de deposittar en mí persona.
Pero de vuelta en mi propio despacho y pasadas dos horas desde la entrevista, reflexionando en pie junto a mi mesa, no se me ocurría ni una sola idea que me sirviera para dar inicio al informe. Sabía perfectamente que me iba a ver obligado a esconder algunas de las cifras más significativas de los balances y cuentas de pérdidas y ganancias de los últimos años, sabía que debería mentir un poquitín con la esperanza de que las cosas marcharan bien más adelante después de un tiempo, que se arreglaran de forma que pudiéramos hacer frente a la devolución del eventual préstamo que nos concediera el Santander. En fin, que mi trabajo, no iba a ser cosa sencilla, ya que Nuestra pésima situación financiera venía de lejos, era asunto grave, se remontaba a tres años atrás cuando Don Anastasio Gutiérrez Cuarto, había decidido (por cierto, en contra de la opinión unánime de los profesionales que nos venía asesorando), promocionar a tope las ventas del mejor de nuestros productos, el riquísimo caramelo El Exquisito del que les he hablado antes, un caramelo bien conocido ya por entonces en Madrid, Burgos, Valladolid y Zaragoza. Don Anastasio, llevado de tremendo y casi feroz entusiasmo, encargó una campaña de publicidad, abrió nuevas delegaciones en Ávila, Segovia y Guadalajara, comprando nueva maquinaria más moderna y eficiente al objeto de poder atender oportunamente a la nueva demanda que se nos venía encima. Y aunque era de prever (pero nadie lo previó suficientemente, o si alguien lo hizo no se atrevió a decirlo), el caso es que el delirio mayestático de nuestro presidente que suponía la inversión de tantísimo dinero que no teníamos, que hubo de pedirse prestado y que luego nos estaba siendo imposible devolver,nos dirigía a la quiebra a toda prisa, sin que por otra parte don Anastasio, pareciera darse cuenta exacta de lo que sucedía. Porque don Anastasio Gutiérrez Cuarto, era y lo es todavía, un gran tipo, sí, un tipo estupendo, pero completamente loco e irreflexivo al que le habían bastado solo quince años para (a través de sucesivas ampliaciones del negocio), conducirlo de forma irremediable a la ruina tras más de otros cien años de haber estado gozando de una bien fundada fama y plácida existencia. Nos hundíamos sin remedio, de forma que la antigua casa confitera burgalesa fundada por el tatarabuelo de don Anastasio, corría el riesgo de desaparecer.
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Volvamos ahora a lo que es importante en esta historia y no nos despistemos con explicaciones que para nada nos interesan. Como les venía diciendo, aquella mañana, llevaba más de dos horas pensando y aún no se me había ocurrido ni una sola idea digna de ser transcrita al papel que tenía delante. Sobre mi mesa de tablero de roble, a mi derecha, un cenicero conteniendo los restos de unos diez o doce Winstones, esparcía por el aire un desagradabilísimo olor a colilla de tabaco.
Dudaba de cómo dar inicio al informe. Preparé los folios. Saqué punta al lápiz (por entonces todavía no me hallaba acostumbrado a escribir con el ordenador, su uso, del que no podría prescindir ahora, no se encontraba tan generalizado como lo está actualmente), encendí un cigarrillo. De nuevo las dudas. Saqué algo más de punta al lápiz, dude de nuevo, situé la goma de borrar a la derecha de los folios en vez de a la izquierda y, al fin, escribí un par de líneas.
Detuve el lápiz. La cosa no iba bien, no iba bien en absoluto. Y quizás por esto, porque la cosa no iba bien, me estaba doliendo el estómago a rabiar dándome fuertes, continuas y dolorosas punzadas. Extrayendo un Pepsamar del bolsillo de la chaqueta, me lo metí en la boca comenzándolo a chupar lentamente.
levanté la vista del papel fijándola sobre la pared blanca de enfrente a mi mesa. No se me ocurría ni una sola idea. Irritado, tiré a la papelera las pocas líneas que llevaba escritas, un primer borrador, después siguieron idéntico camino un segundo y un tercer borrador y desesperaba ya de ser capaz de iniciar la redacción de un cuarto, cuando, abriéndose de golpe la puerta del despacho, entró en él mi secretaria Maribel, como siempre, haciéndolo sin molestarse en pedir permiso. En fin, he dicho mi secretaria pero en puridad, he de decirles que Maribel no era mi secretaria por entonces, aunque yo la tenía por tal pues, aunque se hallaba asignada a Cipriano mi jefe, al no aparecer éste por la oficina, en la práctica, trabajaba conmigo todo el tiempo.
Maribel vino a sentarse enfrente de mí, del otro lado de la mesa y, como jamás cierra la puerta cuando entra o sale, me vi obligado a levantarme para hacerlo yo,de forma que cuando regresé a mi butaca tras realizar dicha operación, pude ver que ya se había encendido un cigarrillo, un Winston, uno de los de mi cajetilla, pues suele hacer esto, fumar de gorra y siempre que puede lo hace a mi costa. Porque en fin, qué voy a decirles a ustedes que no sepan, pues ustedes saben como yo sé, como son estas secretarias jóvenes que se toman confianzas que ni usted ni yo les damos.
Era Maribel en ese tiempo (y lo sigue siendo todavía, a fin de cuentas no han pasado tantos años), una mujer de las que impresionan: Es alta, morena, de ojos negros y pelo castaño, de facciones regulares, viste bien, se peina con estilo, su trato es agradabilísimo. Se halla casada con un tal Máximo al que no da la impresión de querer demasiado. En aquella época y Desde hacía tiempo, venía observando que Maribel me lanzaba furtivas, intensas y melancólicas miradas, tan melancólicas, tan furtivas y tan intensas que Estaba por asegurar que la muchacha, aunque quizá sin percatarse ella misma de ello, se había ido enamoriscando de mí. Porque no es raro que ocurra esto de que surja el enamoramiento de una secretaria hacia su jefe cuando lleva algún tiempo a sus órdenes. La cosa comienza por la admiración y termina por el enamoramiento, ustedes lo saben y yo también lo sé.
Maribel, al otro lado de la mesa que nos separaba, tal como les he dicho, fumaba uno de mis cigarrillos winstones. Le dio una profunda chupada y exhaló luego el humo por la nariz. Entonces comenzó a explicarse. Me dijo:
-Don Cipriano acaba de llamar para decir que está en la Pimentel, en el chalet, y que hoy no vendrá por la oficina. Estoy sola. Podría salir, don Alfredo? Es que no podré dejar mi casa esta tarde y querría aprovechar este ratito para irme a El Corte Inglés a comprar algo de ropa, el viernes tengo un compromiso, ¿sabe?
Con estas cosas de Maribel hay que tener cuidado, te la mete en cuanto te descuidas, así que consideré lo que se me estaba proponiendo. Las oficinas de Bombonerías Gutiérrez ocupan la quinta planta de un alto edificio situado en la calle Velázquez muy próximo a la confluencia con María de Molina y los cortes ingleses más a mano son los de Goya y el de La Castellana, ambos no demasiado cerca.
-Vas a estar fuera toda la mañana –le dije.
-¿Es que tengo que pasar algún informe, don Alfredo? –me respondió ella.
-Pues no, precisamente hoy no. Quizá mañana o pasado, cuando termine este encargo de don Anastasio, tendrás que pasar uno, sí, quizá sí, pero hoy no, no, no hay ningún informe que pasar.
-¿Una carta entonces, don Alfredo?
-No, no, tampoco hay ninguna carta que escribir -dije.
-Pues en tal caso, don Alfredo, no importa que me vaya -concluyó-. Porque si hubiera que pasar algún informe, o una carta, o algo... Pero como no lo hay, puedo irme, ¿no le parece?
Maribel no esperó a que yo le respondiese, sino que dando por supuesto que tenía concedido el permiso, se puso en pie dirigiéndose hacia la puerta. Entonces, justo antes de irse se giró para no darme la espalda mientras me hablaba. Me dijo:
-He dejado el teléfono puesto para que las llamadas que se produzcan en mi despacho, le pasen a usted directamente, don Alfredo.
Eso dijo justo antes de salir, pero esta vez para mi sorpresa, cerró la puerta del despacho no dejándola abierta como solía.
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Sandman

De nuevo Me hallaba a solas. Debía tomar el escrito en el mismo punto en que lo había dejado, pero como que tal punto no existía y como el caso es que tanto antes como ahora me encontraba completamente perdido, sin ideas, despistado a más no poder, me era imposible seguir con la tarea que me había propuesto. Y fue entonces cuando decidí distraer mi mente un ratito para que después, con la cabeza despejada, se me ocurriera alguna cosa que transcribir al papel, pero que si no era así, al menos de momento me entretendría cotilleando a los de la casa de enfrente. De manera que, decidido lo que iba a hacer en los próximos minutos, abriendo el primer cajón de la izquierda de mi mesa, extraje de su interior unos pequeños prismáticos de bolsillo de los que se utilizan en la ópera y en el teatro dirigiéndome al ventanal.
Enfoqué el artilugio hacia el jardín de la mansión de enfrente. En esa casa, situada al otro lado de la calle Velázquez, algo a la derecha de la oficina, con un jardín de colosales proporciones que ocupa nada más ni nada menos que el espacio que suele reservarse para la edificación de una manzana de casas completa, en esa mansión digo, vivía por entonces una artista famosa de cabaret, una "vedette" a la que, en enormes carteles anunciadores distribuidos por toda la ciudad, se le nombraba con el apodo artístico de La Mulatita. Pero si el nombre artístico de esta mujer era bien conocido para todo el mundo, del verdadero nombre de la artista, nadie parecía estar enterado. Y esta misma ignorancia se extendía a sus orígenes, y aunque se rumoreaba que procedía de Cuba, tampoco se sabía esto con certeza. Claro que de la artista se decían muchísimas cosas, por ejemplo, se decía que no era ella la propietaria de tan magnífica casa, sino que pertenecía a un millonario, un millonario raro y retraído del que la artista famosa era la amante y del que nadie sabía nada pues discretísimo, permanecía en el más obscuro anonimato. Y aunque lógicamente, este hombre debía pasarse por allí a menudo a visitar a su amante, yo, pese al estupendo observatorio que me proporcionaba el ventanal de mi despacho, no había logrado ver nunca el rostro de aquel millonario excéntrico.
Me centré en lo que estaba viendo a través de los prismáticos. Disfrutando del aire libre, se encontraba toda aquella gente que, en cuanto llegaba la primavera, se pasaba la mayor parte del tiempo trajinando de un lado para otro del inmenso jardín. Allí estaba aquel individuo vestido con lo que muy bien podría ser el uniforme de un chófer, quien balleta en mano, se empeñaba todo el tiempo en la tarea imposible de sacar más brillo aún a la carrocería de un imponente Jaguar. Allí estaban como siempre, aquellas dos simpáticas doncellitas vestidas de negro, con cofia y delantal blanco, quienes rodillas en tierra, fregaban y fregaban los escalones de mármol de acceso a la casa en un vano intento de eliminar hasta la más minúscula partícula de polvo que se hubiera podido depositar en ellos. Y aún algo más allá, al fondo del jardín, en la proximidad de los parterres de flores, un jardinero con mono azul se entretenía recortando la pradera con una cortadora de césped mecánica. Mas como la noche anterior no había cesado de llover, ahora que lucía el sol de pleno, los altos árboles, los frondosos bojes y alibustres, la hierba, todo lo que se veía en aquel hermoso jardín lavado y purificado por la acción del agua, brillaba destellando bajo los alegres rayos del astro rey: los pájaros revoloteaban felices, feliz era el gato que dormitaba sobre el muro, felices seguramente también los criados y , en general, me pareció que todo lo que habitaba en aquel hermoso jardín era feliz aquel día.
Algo que vi entonces, llamó mi atención. Se acababa de abrir la puerta principal de la que había surgido corriendo una señora mayor con aspecto de ama de llaves, quien, sin detenerse a saludar a las arrodilladas doncellas, se fue directamente a hablar con el chófer. Parloteaba aparentemente muy excitada moviendo constantemente las manos por delante del pecho del tipo. Comprendí que algo importante sucedía allá abajo. El chófer, seguramente atendiendo a lo que le decía la gesticulante señora, se introdujo en el Jaguar comenzando a maniobrar con él hasta situarlo enfrentado a la puerta cochera que da salida a la calle Velázquez.
Picado de curiosidad, contemplaba la escena desde mi atalaya . Ahora, de nuevo se abría la puerta de la casa. Apareció recortada en el dintel, la figura de un caballero anciano al que seguía muy de cerca otro hombre, otro hombre cuyo oficio había de ser por fuerza el de cocinero. Lo digo por las trazas, pues venía cubierto con un mandilón con mangas, portando además el complemento del oficio, esto es el alto gorro blanco que tan bien caracteriza a los que ejercen esta profesión.
El jardinero y las doncellitas, al ver en la puerta al que debía ser su amo y al cocinero, dejaron el trabajo para, aproximándose, formar un corro alrededor de ambos individuos. Daba la impresión de que todos los presentes querían hablar a la vez.
"¡Ostras, tú!", me dije. "este debe ser el millonario misterioso que paga las facturas."
Observé a este hombre. Era un tipo ya mayor, como he dicho, casi un anciano más bien, de pelo blanco y, en él, ningún rasgo particular llamaba especialmente la atención. Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata de un color rojo sangre. Era alto, flaco y seco, portaba en la mano derecha un bastón de palo negro, probablemente más por coquetería que por otra cosa, pues agitándolo en el aire de vez en cuando, no se servía de él para ayudarse en la marcha. Yo estaba seguro que nunca antes lo había visto.
El hombre iba contestando a las preguntas de los criados precipitadamente, pero de súbito, impaciente, dando por terminada la conversación, se abrío paso entre los servidores dirigiéndose a toda prisa hacia el lugar en que se hallaba aparcado el Jaguar. El chófer, viéndolo llegar, mantuvo abierta la portezuela trasera del coche mientras se acomodaba su amo en el interior. Y fue justo en ese momento, mientras aún permanecía abierta la portezuela del Jaguar, cuando el anciano, dejando libre el puño del bastón, lo sostuvo por el palo agitándolo en el aire de manera que por un instante, al incidir los rayos del sol sobre la empuñadura extrajeron de ella una serie de destellos metálicos que me hicieron pensar que el mango de ese bastón habría de ser de plata.
El jaguar se puso en marcha, y al poco, lo vi atravesar la confluencia de Velázquez con la calle López de Hoyos. un segundo después, lo perdí de vista.
Guardé los prismáticos. Miré el reloj. Las once y cuarto. Prendí un Winston. Tenía hambre.Al mediodía, me bajaría a comer a Vips, un restaurante próximo a la oficina donde me daría el gusto de tomarme unos huevos a la cubana, pues allí saben hacerlos muy buenos utilizando en su preparación el plátano canario y no esos otros de importación de colosales dimensiones completamente insípidos. Pero de momento, debía continuar con el informe, razón por lo que abandonando el ventanal, regresé a mi mesa para continuar la no empezada faena.
Repiqueteó el teléfono. Lo descolgué.
-¿Está Maribel? -inquirió cantarinamente una voz femenina un tanto aguda en la que reconocí inmediatamente la de Lucía, la telefonista, una amiga de Maribel, una mujer mas bien gorda y antipática, una de esas mujeres que a mí no me gustan y que estoy seguro que tampoco a ustedes les gustan. Y algo semejante debía sucederle a su marido, porque siendo delegado comercial en Londres o algo por el estilo, llevaba sin aparecer por Madrid un año o más. Lucía había aprovechado su ausencia para ponerle los cuernos con un tal Friederich, Friederich o un nombre como ese, un personaje que trabajaba en la embajada alemana, un individuo con pasta quien, al parecer la popeaba llevándola de aquí para allá, al cine, al teatro, a los mejores restaurantes y a las discotecas de moda.
-Maribel no está en este momento -dije-, ha salido del despacho.
-¿Es usted Don Alfredo?
-Sí, yo soy –respondí-. ¿Querías algo, Lucía? ¿Quieres dejar algún recado?
-Es que Maribel va a ir a El Corte Inglés y quería pedirle un favor –comenzó a explicarse Lucía-. . Hoy es el cumpleaños de Arturo, mi marido, viene de Londres al mediodía, está trabajando allí por unos meses, y me hubiera gustado darle una sorpresa. Le encanta la tarta de San Honoré y, verdaderamente,como la tarta de San Honoré de El Corte Inglés no hay otra. ¿Lo comprende, don Alfredo? Mi marido se pondría tan contento con un detalle tan tierno como ese y bastaría con que Maribel me trajera una de seis raciones, no necesito más.
Actualmente, los teléfonos móviles han venido a resolver un sinfín de situaciones como ésta, ya que cuando alguien desde el otro lado de la línea nos pregunta por otro alguien del que conocemos su número de móvil, se lo damos y en paz, asúnto arreglado, ninguna complicación. , mas, en 1997 el uso de estos pequeños aparatitos no se había generalizado aún por lo que yo, por más historias que me contase Lucía, no iba a poder hacer nada por ella.
-Pero es que Maribel se ha ido hace un momento –dije intentando emplear un tono de voz amable-. No puedo avisarla, claro, pero si ella se pone en contacto conmigo, le daré el recado, te lo prometo, Lucía.
tras colgar, permanecí unos segundos reflexionando sobre lo indignante que es que te vengan con cosas tan absurdas como estas de la tarta de San Honoré, o cosas por el estilo, cuando el destino de la empresa en la que trabajas se ha puesto en tus manos. Me sentía molesto porque me sacan de quicio estas continuas bobadas y estúpidas majaderías en que las secretarias gastan su tiempo de trabajo poniendo de manifiesto su total irresponsabilidad y falta de mollera. Primero la interrupción de Maribel, ahora la de Lucía... Si Me seguían interrumpiendo, me sería imposible redactar una sola línea.
Fue justo entonces cuando el estómago me dió un nuevo aviso en forma de fortísima coz, lo que me obligó a recurrir por segunda vez en la mañana al blister de Pepsamar, el antiácido de moda por aquellos años, al blister de Pepsamar que, como les he dicho antes, guardaba en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Y durante un buen rato, me entretuve masticando despaciosamente dos de estas pastillas. Después, finalizada la operación del masticado, ya con el estómago más aliviado, le eché una ojeada al reloj. Las once y media, Todavía me quedaba tiempo para trabajar en el informe hasta la hora de bajar a Vips a por los huevos a la cubana. Ordené la multitud de paeles y documentos que tenía ante mí de otra manera que me pareció más lógica a fin de que me fuera más sencill su utilización, , situé la goma de borrar a mi derecha en lugar de a la izquierda que era como se hallaba antes, afilé el lápiz y encendí otro cigarrillo. Ahora sí, ahora sí podría trabajar a gusto, ahora se me ocurrirían buenas ideas. .
Retumbó el teléfono, era evidente no me iban a dejar en paz ni un solo minuto. Y atendí la llamada.
-¿Está Maribel? -preguntó una voz femenina que reconocí inmediatamente.
Era Celia, la secretaria de don Anastasio, una muchacha de ojos verdes, cabellos rubios y poseedora de un tipazo espléndido.
-Maribel hace un rato que ha salido -dije.
-¿Eres tú, Alfredo? -dijo ella. Su pregunta no venía al caso, Celia conocía perfectamente bien mi voz a través del teléfono y tenía que saber con total seguridad que era yo quien le hablaba.
-Sí, soy yo -respondí.
-Me alegro de haberte encontrado, Alfredo. Estaba buscando a Maribel únicamente para charlar un ratito, pero ahora que hablo contigo, te diré... ¿Te apetece que comamos hoy juntos en Vips?
-Sí, claro que me apetece –dije.
-¿Te vienes entonces? –insistió ella.
-Sí, sí, claro que voy corroboré yo.
-Pues a las dos en Vips.
-Sí, a las dos en la puerta –dije.
Muchos otros varones de la oficina hubieran deseado con ansia que Celia los eligiera a ellos en lugar de a mí para bajarse a comer a Vips, a Vips o a cualquier otra parte, pero ella siempre me prefería a mí. Porque Celia, de un tiempo a esta parte, estaba simpatiquísima conmigo. Sí, la verdad es que conmigo estaba simpatiquísima. Pero el caso es que no lo estaba con los demás, sólo lo estaba conmigo. Simpatiquísima. ¿Y por qué estaba tan simpática conmigo?Seguro que había algo, seguro. El corazón me latía como loco. Me tomé el pulso Casi cien pulsaciones por minuto. Cien por minuto. Demasiadas pulsaciones. Demasiadas.
Por tercera vez, el teléfono comenzó a sonar. En esta ocasión, decidí no contestar. No descolgaría.
Cinco, seis, siete...
El timbre insistía sin desanimarse.
Nueve, Diez, once, doce...
¡Carajo! –exclamé.
Quince, dieciséis, diecisiete...
! ¡Qué bárbaro! –dije.
Veinte, veintiuno, veintidós...
El teléfono dejó de sonar. Desistían. Quien fuera, seguramente se habría convencido de que no había nadie en el despacho. Me tomé otro Pepsamar que terminé de masticar justo en el momento en que en el contiguo y vacío despacho de Cipriano, empezó a retumbar estruendosamente el teléfono.
Reflexioné un segundo. Desde el interior de la oficina, no podría estar llamando alguien, pues todos en la oficina saben que Cipriano jamás se halla en su despacho los lunes, de manera que forzosamente, quien estuviera llamando, lo estaría haciendo desde la calle. Qizá fuera algo importante, pero esta consideración no alteró mi decisión inicial,pues llamasen desde donde llamasen y fuera quien fuera el que llamase, yo no contestaría. Pero entonces, casi al unísono, comenzaron a repiquetear, uno tras otro, hasta cuatro o cinco de los otros teléfonos que se sitúan en la planta más allá del despacho de Cipriano. Escuché viniendo de lejos la voz de Purita, la cajera, quien, a la distancia, contestaba a uno mientras que los demás y aún otros que se les iban uniendo, sonaban sin parar formando un estrépito formidable. La quinta planta del edificio se hallaba atacada de una ensordecedora y frenética actividad sonora. Sin duda, algo fuera de lo normal estaba ocurriendo, algo de lo que yo debía estar enterado. Y en ese preciso instante en el que me planteaba que algo raro sucedía, el teléfono sobre mi mesa comenzó lanzando histéricos alaridos, por lo que histérico yo también, me precipité a descolgarlo.
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Memnoch


Sandman

-¿Don Alfredo?  -dijo una voz femenina que reconocí de inmediato. Era otra vez Lucía, la gorda Lucía, la telefonista, la que le ponía los cuernos al marido.
-Sí, soy yo –repliqué.
-¿Y cómo es que no contesta? -preguntó la chica-. Estoy desesperada llamando a todos los teléfonos de su alrededor.
-¡Carajo!  ¡Por  Dios, Lucía! –Chillé perdidas por completo las buenas formas.
-No se ponga así, Don Alfredo -me respondió -.  Tenga tranquilidad.
Ahora ya sin chillar, pero esforzándome en dar a mi voz un tono severo y antipático, le dije:
-¿Pero qué demonios quiere, Lucía? ¿Quiere alguna cosa?
-Una señora pregunta por usted.
-¿Mi mujer? –pregunté.
-No, no es su esposa –me contestó la Telefonista-. Me ha dicho que se llama Rosa Valdivieso y que le urge ponerse en contacto con usted. La verdad es que por como habla, debe encontrarse en un apuro gordísimo, da la impresión de que va a echarse a llorar de un momento a otro. ¿Se la paso, don Alfredo?
-Sí, sí, pásemela -ordené.
-Me ha dado una lástima horrible tenerle que decir que me estaba siendo dificilísimo localizarle, don  Alfredo –dijo Lucía entonces-. ¿Dónde se había metido?. Porque debo llevar más de cinco minutos llamando a todos los teléfonos de la planta, y esa señora ahí, porbre de ella,  esperando. llando la pobre debe llevar esperando
-¡Ya está bien!  –rugí  indignado ante el atrevimiento de Lucía, de Lucía que todo lo cotillea-. ¡Pásemela de una puñetera vez! –dije de nuevo gritando.
Pero Lucía no me pasó a Rosa inmediatamente, sino que me hizo aguardar un buen  rato. Y  mientras me sentía más y más  impaciente esperando escuchar la voz de mi amiga Rosa al otro lado del teléfono, pensé en ella y Raimundo a los que no veía desde hacía por lo menos dos meses, mucho tiempo tratándose de Rosa y Raimundo.   Porque  Rosa y Raimundo, su marido, eran unos  amigos de toda la vida  a los que no pasaba una semana sin que Caridad y yo los viésemos, bien en el cine, en el teatro , el auditorio o cenando por ahí en cualquier buen restaurante. Desde un principio, desde la época en que los cuatro íbamos a la universidad, desde entonces, venía notando yo que la esposa de mi amigo sentía hacia mí persona una especialísima atracción, una atracción tan fuerte que se hallaba próxima al enamoramiento. Recordé luego el pasado remoto de los tiempos universitarios. La amistad con Rosa y con su marido, Raimundo Ruibalbo,  me venía de lejos, de los tiempos en que ambos éramos aún poco más que unos chiquillos jugando a ser universitarios. Recordaba perfectamente aquel día, lejano ya, en que  nos presentaron a Rosa y a Caridad, aquel día en que Caridad decidió quedarse conmigo y Rosa decidió otro tanto con mi amigo. Raimundo cursaba por entonces el segundo año de ingeniería industrial mientras que yo me encontraba acabando tercero de económicas. Rosa es hija única, una Valdivieso por parte de padre y una Martín Fonseca por parte de madre. El padre, de obscura procedencia, se hizo millonario merced a los beneficios que, año tras año, le proporcionaba la fábrica de galletas de la que se hizo propietario, mientras que la madre, una Fonseca, aunque una Fonseca de una rama no muy directa de los Fonseca, una Martín Fonseca, presumía entonces (y presume aún),  de ser una gran terrateniente con tres o cuatro fincas agrícolas y ganaderas de considerable extensión esparcidas entre Soria y Burgos. Claro que a los padres de Rosa apenas si los conocía, a la madre más que al padre, pues Raimundo y yo habíamos pasado junto con nuestras por entonces novias aún, un verano en el viejo caserón que la familia Fonseca poseía en Villarcayo  y, así como  doña Enriqueta había permanecido con nosotros todo el tiempo, al padre, únicamente lo vimos un día y casi por casualidad, un día en que se había acercado a comer a Villarcayo  desde Burgos apareciendo en el jardín del caserón repantingado en el asiento trasero de un formidable Mercedes. Aunque me dio la impresión de ser un hombre simpático, la verdad es que no podría decir el por qué, pues apenas si dijo dos palabras   a lo largo de la comida yéndose nada más terminado el postre. Y es que según supe luego, los padres de nuestra amiga andaban medio separados ya por entonces.
Pero vuelto a la realidad actual de mi despacho, el caso es que los segundos iban pasando (debía llevar esperando más de dos minutos ya) y la voz de Rosa no se dejaba escuchar. ¿A qué demonios estaba  esperando Lucía para pasármela?
Se oyó un clic.
-Ahí la tiene -dijo Lucía.
-¿Eres tú, Alfredo?
-Sí, soy yo -dije. La voz de mi amiga efectivamente, tal como me había adelantado la telefonista, revelaba que su poseedora se hallaba sometida a una buena dósis de angustia.
-Alfredo... ¿Podrías venir rápidamente conmigo al hospital, al Ramón y Cajal? Raimundo ha tenido un accidente, está ingresado en la UVI de traumatología, está muy mal y quiere verte. Ha preguntado por ti. ¿Podrás venir? ¿Podrás venir ahora mismo?
-¡Naturalmente que puedo!  -respondí. ¿Cómo no iba a poder?
-Pues date prisa en bajar al portal –me dijo-.  Te espero en la puerta en unos diez minutos.
Colgó sin darme tiempo a preguntarle qué tipo de accidente había tenido Raimundo y qué era lo que le pasaba exactamente. Arrellanándome en la butaca, encendí un cigarrillo. Tenía diez minutos de espera hasta que llegara mi amiga. E inmediatamente volví a sumergirme en los recuerdos del pasado, de los tiempos universitarios que gastamos juntos los cuatro, Rosa, Caridad, Raimundo y yo.
"En fin...  –me dije-. ¡El tiempo se nos va volando!"
Apagué lo que quedaba del cigarrillo, apenas algo más que la colilla. Los diez minutos de espera debían haber transcurrido ya y seguramente Rosa me estaría esperando abajo en el portal. Poniéndome en pie, abandoné el despacho para dirigirme pasillo adelante en dirección a los ascensores.


(Sé que es un pedacito enano, pero es que termina el capítulo 1)
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Sandman

DOS.
Abajo en la calle, reinaba una gran animación. La gente caminaba a toda prisa por las abarrotadas aceras, estorbándose el paso los unos a los otros, hablando fuerte, discutiendo algunos, formando un torrente humano contra el que hube de luchar para aproximarme a la calzada en la que los coches se agolpaban  retenidos en un monumental atasco. Sonaban las bocinas con ensordecedor ruido.
Miré en todas direcciones, pero no se veía a Rosa por ninguna parte. De pronto, oí su voz llamándome desde el interior de un taxi.  Asomaba la cabeza por la ventanilla gritando mi nombre.  Alzaba la voz a más no poder. Le hice un gesto de reconocimiento,  y luego, avanzando entre los coches, llegué rápidamente hasta el taxi, con lo que,  abriendo la portezuela y fui a sentarme con ágil brinco en el hueco que mi amiga acababa de dejar libre retirándose hacia la ventanilla del otro lado.
-¡Buenos días! –dije saludando.
-¡Buenos días! –me respondió Rosa.
-¡Buenos días! –dijo el taxista girándose hacia atrás para mirarme, el taxista, un individuo joven que no llegaría a los treinta.
-Vamos  al Hospital Ramón y Cajal –explicó Rosa al hombre. 
-Está bien –contestó el otro.
Como mi amiga me estaba ofreciendo la mejilla para que se la besase, así  lo hice, y luego,  acomodándome en el asiento, me puse a contemplarla. Pese al mal trago que Rosa estaría pasando,  con su marido ingresado en la UVI, la encontré fresca, guapísima, tan encantadora  como siempre. Yo le llevo tres o cuatro años de manera que, andando yo por los cuarenta y nueve, ella  debía estar por entonces en los cuarenta y cinco  o cuarenta y seis.   En fin, tuviera cuarenta y cinco o cuarenta y seis, tuviera los años que tuviera, de lo que no hay duda es de que en ese momento d su vida, Rosa atrabesaba su mejor edad encontrándola yo de lo más atractiva. Más bien morena de piel, ojazos negros, con el pelo castaño cortado casi a lo chico, menuda, graciosa , con todas las partes de su cuerpo muy bien formadas y en proporción unas con otras, cualquier hombre que la mirase habría de reconocer que estaba espléndida.
-¿Qué le ha ocurrido a Raimundo? pregunté, pues  Raimundo era el motivo por el cual me hallaba con Rosa en un taxi a esa hora del mediodía.
-Ha tenido un accidente –me respondió-. Tu amigo, querido Alfredo,  es un total irresponsable, está loco de remate.
-¿Pero que diantres le ha pasado ? –dije insistiendo.
-Se ha roto un brazo y una pierna. Tiene  todo el cuerpo lleno de moratones  de los que va a tardar en recuperarse.   Pero además, probablemente, no se va a poder sentar en una larga temporada, porque tiene el culo en carne viva y una fisura en la rabadilla. Eso tiene tu amigo, Alfredo. Eso tiene.
-¡Qué bárbaro! –exclamé.
-¡Caray! –dijo el taxista.
Intenté imaginarme al pobre Raimundo con las dos piernas rotas, un brazo y dos costillas, más lo de la rabadilla y las magulladuras.  ¿O lo que había dicho Rosa era que se había roto los dos brazos, una pierna y una costilla, una rabadilla y algo magullado el culo?  ¿O era la rabadilla lo que tenía roto, el culo magullado, una fisura en una costilla, dos piernas rotas y un brazo?  ¿Cómo era? ¡Qué horror! ¡Vaya lío!
-¿Pero concretamente... ¿Qué demonios le ha pasado? –volví a preguntar.
-Se ha dado un morrazo bestial con el parapente –me respondió Rosa.
-¿Parapente?
-Sí, parapente –confirmó mi amiga-.  Un viento fortísimo, creo. Se precipitó desde bastante altura yendo a parar a un río, un río, gracias a Dios, con arena en el fondo y con apenas un metro y algo más de profundidad. Le vieron unos senderistas que le ayudaron inmediatamente.
-¿Se la pegó con el parapente? –dije insistiendo. La cosa me interesaba, tanto Raimundo como yo éramos (y continuamos siéndolo), grandes aficionados a los deportes de riesgo, pero nada sabía de que anduviera haciendo prácticas con el parapente. Pensé entonces de inmediato que, con toda seguridad, lo había llevado en secreto para dejarme con un palmo de narices cualquier día, dándome una sorpresa de órdago el muy cabrón. Pero él no estaba tan bien entrenado como yo para hacer deporte, su preparación física dejaba mucho que desear de forma que el día menos pensado, en su afán de emularme, iba a conseguir matarse.
-Sí, con el parapente. Desde una gran altura –volvió a decir Rosa reflexionando en voz alta.
-¡Caray! ¡Con el parapente!  escuché que decía el taxista por lo bajo.
Permanecíamos sin movernos. Desde que me había subido en el taxi, no habríamos avanzado ni veinte metros, pues si bien el tráfico que discurría por María de Molina lo hacía con  dificultad, en la dirección que nosotros pensábamos seguir, Velázquez arriba, y pese  a que el semáforo se hallaba en perfecto funcionamiento saltando del rojo al verde y del verde al rojo, los coches no se movían en absoluto. Comprendí lo que estaba sucediendo. Un guardia urbano se estaba empeñando en poner orden en aquel caos, pero aquel gesticulante tipo, más que organizar, desorganizaba.
-¿Por dónde quieren que vayamos? –preguntó en ese momento el taxista-. Es que prefiero preguntar al  cliente por dónde quiere ir para evitar malentendidos.
-Vaya por donde le parezca -le respondió Rosa-. Usted sabrá mejor que nosotros por dónde hay que ir.
-Gracias, señora -repuso el hombre-.  ¿Le importaría que dejase la ventanilla abierta? Son tantas horas las que paso en el taxi que no me gusta llevarla cerrada, me da la sensación de estar prisionero. Este es un espacio tan pequeño que produce algo de claustrofobia. Pero luego, cuando nos movamos, la cerraré.
-Naturalmente que se lo permito –respondió Rosa hundiéndose un poquitín más en el asiento poniéndose cómoda.
Miré el reloj, las doce y cuarto. El estómago me seguía  molestando. Del bolsillo de mi chaqueta, extraje por tercera o cuarta vez en la mañana, el blíster de Pepsamar, comenzando segundos después a masticar un par de pastillas  despaciosamente.
El taxista acababa de hacernos una pregunta. Había dicho:
-¿Fuman  ustedes?
-Pues sí, sí que fumo –dije echando una ojeada al cartelito situado sobre el cristal de la ventanilla de mi derecha en el que se prohibía fumar.
-Yo también tengo ese vicio –dijo Rosa.
-¿Quieren  un Marlboro ahora?  -nos ofreció el hombre que ya alargaba el brazo hacia la guantera para coger en ella un paquete de cigarrillos Marlboro. Mientras realizaba esta operación, continuó hablando. Nos dijo-: Aprovecho para fumar cuando se suben clientes que lo hacen y pueden comprender este vicio. Me hacen un favor. ¿Saben? Si fuman ustedes, podré fumar yo también.
Girándose en el asiento, con la mano izquierda nos tendió la cajetilla  de la que sobresalían unos cuantos cigarrillos,  al tiempo que con la derecha encendía el mechero que acababa de extraer del  bolsillo de su chaqueta. Nos ofreció fuego, primero a Rosa y después a mí y, por último, encendió él.
-La gente se ha vuelto demasiado intransigente últimamente –observó-. Demasiado intransigente.   La intolerancia está a la orden del día,  nadie transige ni un pelo con nadie,  todo el mundo se preocupa muchísimo de que respeten sus derechos  pero nadie se preocupa de respetar los de los demás. ¡Es increíble! Nadie tolera ni lo más mínimo a nadie. Con esto mismo del tabaco, mire lo que pasa: los no fumadores desprecian a los fumadores y si por ellos fuera prohibirían fumar en las casas, les impondrían multas por hacerlo y hasta intentarían meterlos en las cárceles. En Estados Unidos no se puede fumar en la mayoría de los edificios de oficinas ni en los restaurantes y aquí, dentro de poco, harán también leyes para prohibirlo.
- Tiene usted toda la razón –corroboró Rosa el comentario del otro.
En fin... ¿Qué quieren que les diga? Ustedes y yo sabemos perfectamente como son estos fastidiosos taxistas, fontaneros, electricistas y demás listillos que de todo saben y de todo entienden. Ustedes los conocen bien y yo también. Pero cuando me disponía a  recordarle al tipo aquel tan listillo lo nocivo que es el tabaco en la opinión de los médicos, me dio la impresión de que íbamos a movernos por fin.

(pues aunque nadie diga na pongo otro capítulo xD)
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