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Tres Bragas (la novela de mi padre)

Iniciado por Sandman, 29 de Mayo de 2008, 20:30

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Sandman

#70
El viaje se  me estaba haciendo eterno.  El  niño siguió haciendo preguntas y preguntas.  Y me cazaba en todas.
Por fin, llegamos al chalet y, descargada la compra que habíamos hecho en el híper, me di una  ducha.  El termo del agua era eléctrico con  una capacidad para  calentar  cien litros  hasta  los sesenta  grados centígrados, una maravilla de termo,  pero con el inconveniente de que desde que  se encendía  hasta que  lograba este  espléndido resultado, venía  a tardar  aproximadamente  cinco horas.   Naturalmente, nos  lo encontramos apagado y el olor que yo  traía debido a la vomitona de la  niña  no podía  esperar.  Y  aunque era  ya primavera,  el agua  de la sierra estaba helada,  de manera que salí  de la ducha al  borde de la  congelación.
Me  puse  a rebuscar  en  la  bolsa  de viaje.   Encontré  cuatro camisas, dos pares de calzoncillos y  dos pijamas de seda, pero ningún pantalón.   Demasiadas  camisas  para  ningún pantalón.   No  soy  muy experto en hacer  equipajes y los estupendos pantalones  grises y unos  vaqueros los  había dejado colgados  en el armario del  hotel.  ¡Allí
podían estar!
Inmaculada vino en  mi ayuda trayéndome  unos vaqueros azules de hombre.   Los Había encontrado en el  armario del dormitorio donde íbamos a  dormir juntitos ella y yo esa  noche, en el dormitorio de la amiga,  de la dueña de la casa,  una divorciada como Inmaculada, una divorciada que llevaría allí de vez en cuando a un hombre.  Alguno de ellos habría  olvidado allí unos pantalones  no presentándose luego ocasión propicia  para  devolvérselos.    Y  muy  probablemente,  esa oportunidad no llegaría nunca porque se trataría de un hombre para una noche, uno de esos hombres que utilizan las divorciadas y luego dejan. Los usan y los largan.  Las divorciadas hacen eso.  ¡Pobres diablos!
En  fin, Federico,  en todo  eso pensaba  mientras me  probaba el pantalón.  Comprobé que me sobraban  cuatro tallas.  El dueño de aquel vaquero  debía  ser  un  Hércules.  Allí  cabían  cuatro  "agustines". Inmaculada pareció comprender lo que estaba pensando:
-Lucía, mi amiga, se busca  siempre unos tíos impresionantes.  No le gustan los esmirriados ni los enclenques –dijo.
No sé el porqué, pero el comentario como que no me hizo mucha gracia, más bien, no me hizo ninguna.  Me incordiaba el pensamiento de que alguien pudiera calzarse aquel pantalón y no quedar en ridículo.
Y al mirarme  en el espejo, observé que aquel  inmenso vaquero me hacía  parecer   un  absurdo  payaso. Un   tremendo  sentimiento  de inseguridad se apoderó  de mí espíritu.  Quizás se debía  a que existe un cierto sentido  de la proporción, de la correspondencia  por la que se piensa  que a esa talla  de pantalón, enorme, debe  corresponder un pene  también enorme.   Tuve miedo,  un  miedo atroz  al ridículo.  La responsabilidad me abrumaba.
Viéndome recién duchado y tan limpito, probablemente excitada por el aroma  del agua de  colonia que utilizo  habitualmente, Inmaculada, aproximándose, me  acarició la nuca  y me  rozó los labios  con tierno beso.  Los niños andaban por otro lado  de la casa y no podían vernos. Con  rápido y  sorpresivo gesto,  me  pasó la  mano por  encima de  la bragueta y yo,  de inmediato, por debajo del calzoncillo,  noté que el pene se alzaba vigorosamente pugnando por salir al aire libre.
"Esto está hecho",  pensé  alegremente dándome ánimos-.   "No va a haber ningún problema."
Aún  era muy  temprano  para  la cena.   Inmaculada  me pidió  le hiciera un favor a su amiga:
-Si no  te importa, pásale  la máquina al césped,  está altísimo. Le  prometí a  Lucía que  lo haríamos.   ¿No te  importa, verdad?
Y melosa,   me volvió a acariciar mis partes por fuera del pantalón.
Corté el césped con gusto, aunque  me costó  cogerle el tranquillo  a la dichosa maquinita cortacésped.  Acabé hasta los pelos de tanto bajarme y subirme a la máquina, pues, en  los lugares próximos a las tapias la cortacésped no sirve  y han de hacerse a mano   con la azada.  Además,  debido  a  un descuido  de  su  amiga, el  tanque  de  gasolina de  la maquinita estaba  prácticamente vacío  y hube  de traspasarle  un poco desde  el  depósito  del  coche.  Sólo  disponía  para  realizar  esta operación de  una gomilla  de esas  finas, y aunque  lo conseguí  y la mayor parte  fue a parar  al depósito  de la cortacésped,  unas buenas mamadas de gasolina me las llevé yo.
Terminado el  trabajo, estaba mareadísimo pero  un sentimiento de orgullo inundaba mi pecho.  Y cuando Innmaculada se enteró de lo de la gasolina, observando que vacilaba un  poco al andar, efecto del mareo, me hizo sentar para que no me fuera a caer al suelo.
Pero  no pasados  cinco minutos,  intentó encender  la cocina  de butano comprobando que la bombona estaba vacía.  Lo mismo les ocurría alas dos de repuesto que encontramos en la leñera.  Entonces dijo:
-Anda, Agustín, querido, si no te  importa, vete a Turégano a que te  las cambien.   Sin gas  no podemos  hacer nada.   ¿No te  importa,  verdad?
Cogí el  coche y me fui a cambiar  las bombonas.  Turégano es un  pueblito que  está a  unos once  kilómetros de  la aldea  donde se encuentra el chalet  de Lucía.  En el almacén  distribuidor del butano noté como el  empleado se fijaba en mis inmensos  pantalones.  Pero no dijo nada.
A la hora y cuarto, estaba de vuelta en el chalet.  El camino es sinuoso y el coche debe ir muy despacio si uno no quiere salirse de la carretera.  Descargué las bombonas del coche,  metí dos en la leñera y una la introduje  en la casa.  Al cabo de  unos minutos, Inmaculada se ponía a cocinar.
-Voy a hacer  una tortilla de patatas y unas  judías verdes, ¿qué te parece?   -me anunció alegremente-.   Una cosa sencilla,  no quiero eternizarme,  de modo  que nos  podremos ir  muy prontito  a la  cama. Estoy deseando cogerte por banda, querido,  no he estado con un hombre desde que me separé de mi marido.  ¡Imagínate las ganas que tengo!
Encabritóse  de nuevo  el  pene  intentando alzarse,  imperioso, dentro  del opresor  calzoncillo.   De todas  formas,  me sentía  algo cansado (no había parado ni un solo  momento en toda la tarde) y ahora era conveniente descansar un rato antes de irse a la cama.
Mientras  cascaba los  huevos para  las tortillas,  Inmaculada s acordó de algo:
-Agustín, querido -me díjo zalamera-,  aquí en Segovia las noches son frías y no te puedes fiar.   Ahora, todavía con luz, el frío no se nota tanto, pero en cuanto caiga la noche...  Si no te importa, haz el favor de ir a la leñera y parte  un poco de leña para las estufas.  No quiero catarros.  ¿No te importa, verdad?
-Hay leña cortada ahí en la entrada, en un cesto de mimbre, junto a la puerta  de la calle  -le indiqué.  Me  había fijado en  ese cesto nada más llegar aquella tarde.
Es muy poca  -respondió.  Y añadió riendo  alegremente-: ¡Cómo se nota que eres de Madrid!  ¡Qué  poco sabes de estas cosas!  Anda, anda, corta un  poco más.  Tienes  el hacha en  la leñera.  ¿No  te importa, verdad, querido?
Pues algo  sí que me importaba,  pero obedecí.  No soy  muy bueno con el hacha y salvé los dedos de los pies por milagro.  Cuando al fin apilé los  troncos de  leña al  lado de la  chimenea (listos  para que Inmaculada hiciera con  ellos lo que quisiera), sudaba  la gota gorda. Me notaba raro.
Inmaculada me dijo, cariñosa:
-Si  no te importa, Agustín,  querido, dúchate otra vez  antes de cenar.  Has sudado como un mono y en la cama te quiero muy limpito.
Y  por  tercera  vez,  insinuante,  me  pasó  la  mano,  rápida, escurridiza, por encima de la bragueta  del pantalón.  A lo que se ve, este gesto era habitual en ella.
Pero el  pene, en  esta ocasión,  no reaccionó  todo lo  bien que podía esperarse permaneciendo inerte.  Algo  en mí comenzó a desmoronarse.
"Esta va a ser como las otras dos" me dije con aprensión.
Y me  fui a la  ducha. Y en la intimidad  del cuarto de  baño hice pruebas.  El resultado fue satisfactorio.
Entonces,  perfumado y  limpio, animoso  aunque cansado,  ayudé a Inmaculada  con los  niños.  Les  dimos de  cenar a  ellos primero,  y después intentamos meterlos en la cama.  Su dormitorio quedaba al otro extremo  de la  casa, de  modo que  nuestro amor  podría desarrollarse discretamente.  Pero no hubo  forma ni medio de  dormirlos.  Cristinita que tenía miedo de estar  tan lejos, Manolín que él ya  era muy mayor para irse tan temprano a  la cama, el caso es que no  querían irse a dormir ni a tiros.  Al fin, aceptaron con  la condición de que les contara un cuento.
-Tío Agustín  sabe unos  cuentos maravillosos -habíales  dicho la madre.
Inmaculada se fue  a preparar nuestra cena y yo  me eché sobre la cama  que  ocupaba  Cristinita.   Comencé el  relato  del  cuento. Lógicamente,  un  hombre imaginativo  como  yo,  prefería inventar  el cuento  a  echar  mano  de   los  tan  socorridos  de  Pulgarcito,  la Cenicienta, Caperucita y demás, porque cuando se tiene el don de poder crear uno sus  propias historias es  mejor hacerlo así  pues no se  corre el riesgo de  que los  niños conozcan  el cuento  y se  aburran.  Además, pueden introducirse  escenas que presenten aspectos  diversos para una correcta formación de la mente infantil.  Todo son ventajas.
El  niño no  paraba de  hacer preguntas  estúpidas y  comentarios impertinentes.  Preguntas y comentarios tales como:
-¿Por qué el osito quería rescatar a  su papá de las garras de los cazadores?
Le expliqué las razones:
-Ya  te lo  puedes  figurar, el  osito quería  mucho  a su  papá. Estaba  muy triste  desde  que  los malvados  cazadores  se lo  habían llevado para encerrarlo en una jaula.   Por eso, porque quería mucho a su papá y  estaba muy triste, se jugaba la  vida intentando rescatar a papá oso.
-Pues  yo no  lo haría  -afirmó Manolín,  compasivo-.  No,  no lo haría a menos que me lo pagasen bien.       Un amor de criaturita, ese Manolín.
Acabado el  cuento del osito, vino  el de un niño,  Pepín, que no tenía con quien jugar.
-Sería un niño muy antipático y por eso nadie quería jugar con él -dijo Manolín con  lógica-.  Un gilipollas, eso sería ese  niño que te has inventado tú.
Le informé de que aquel niño no era ningún gilipollas, que lo que pasaba es  que vivía  en un  lugar muy solitario  en donde  sólo había personas mayores y que por eso no tenía amigos.      Pero Manolín insistía:
-Si  no  hay  niños, hay  viejos,  siempre  hay  con  quien  jugar -afirmó-.  O  si no,  un perrito, o  un gato...  Ese  niño que  te has inventado, tío Agustín,  debía ser un gilipollas,  un gilipollas súper antipático.
-No digas más eso de gilipollas -le reproché.
-Pues lo de gilipollas lo dice mi madre a todas horas.
-Pues es  igual, eso no se  dice.  Y, además, te  advierto que en ese sitio  donde vivía  el niño no  había nada de  nada, ni  gente, ni perros, ni gatos...  Nada de nada,  ni nadie tampoco, observé con suma irritación-.  ¿Lo comprendes, o no lo comprendes?
Y de  este modo, cuando  luego traté  de encontrarle un  amigo al niño,  porque a  Cristinita la  idea de  aquel pobre  Pepín en  extrema soledad rompíale  el alma, entonces,  entonces digo, las  pasé canutas para encontrarle un compañero a aquel desgraciado niño que vivía en un lugar tan solitario.  Forzando la  situación, hice aparecer un perrito por  los alrededores,  un perrito  del que  muy pronto  se hizo  amigo Pepín.  Pero, entonces, Manolín dijo:
-Ya lo sabía yo, en ese  sitio tenía que haber animales, en todas partes  hay alguna  clase  de animal.   No hay  sitios  donde no  haya animales,  así que  ese niño  era un  antipático, un  súper antipático gilipollas.
No  queda bien  gritar al  hijo  de la  mujer  con la  que vas  a compartir la  cama.  Por lo  menos, cuando las relaciones  se plantean fuera del matrimonio.  Así que no dije nada.

(Larguita, siguiendo la tendencia)
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Sandman

Hubo en  total tres  cuentos y, terminando  el tercero,  estuve a punto  de  dormirme.  Manolín,  convencido  de  que mis  cuentos  eran pésimos, se abstuvo  de hacer preguntas encerrándose  en un obstinado mutismo.  Me empezó a vencer el  sueño y, de hecho, debí dormirme.  De repente, sentí la  pringosa mano de Cristinita que me  frotaba la cara diciendo:
-¿Qué pasó con el tigre?  ¿Qué le hicieron?
Lancé un chillido.  Luego, cuando salí del cuarto de los niños ya no era el mismo hombre.      Ya  sabes, Federico,  que  no tengo  hijos.  Afortunadamente,  me divorcié  antes de tenerlos y esa es una de las cosas que más agradezco a la vida.  No soporto a esas  criaturitas egoístas y puñeteras que no hacen más que pedir y pedir, y  que consideran que uno debe estar a su servicio las veinticuatro horas del día.
Al salir de aquella habitación, la idea de casarme con Inmaculada ya no me parecía tan buena.  Lo  de los millones de las pólizas, desde luego, estaba bien, no digo que no,  pero no compensaba, no me va tan mal en  la empresa como  para someterme  a una tortura  semejante.  Si algo bueno había tenido Albertina, mi  mujer, era lo de no poder tener hijos aunque reconozco que no  estuve delicado felicitándola por ello. No, no debí felicitarla, lo sé.  Albertina no me lo ha perdonado.
El caso es que cuando dejé  dormiditos a Manolín y Cristinita, la madre ya estaba metida en  la cama esperándome.  Tapábase por completo bajo las mantas y sólo se le veía asomando por encima del embozo de la sábana, su hermosa cabeza.  Poseía Inmaculada un bello rostro de mujer madura, y ahora, lucía la espléndida cabellera rubia suelta, extendida por la almohada y el cobertor.
-Desnúdate  pronto,  amor  mío,   y  vente  conmigo  -me  reclamó impaciente.
En fin, Fede,  bueno, pues que me volví a  animar.  Pensé que una relación con Inmaculada  podía ser algo formidable.  No  tenía por qué casarme  con ella  y  el hecho  de  que viviera  en  Segovia era  otra ventaja.  Podría verla cuando quisiera  sin estar obligado a salir con ella a  diario.  Pero, a  ver...  ¿no es bonito  que a uno  le esperen bajo las  sábanas con  esa impaciencia?   Inmaculada merecía  la pena, verdaderamente, sí que la merecía.
Desnudo, me introduje  bajo las sábanas.  Inmaculada  se arrimó a mí abrazándome.  También ella estaba desnuda.
-Sólo  me he  dejado las  bragas -me  informó-, para  que me  las quites tú mismo.
Y nos dimos larguísimo beso.       Luego, ella, manipuló sabiamente con  el pene y yo trabajele los pechos.   Noté con  orgullo que  mi aparato  respondía con  presteza y valor.   Alzábase imperioso,  con violencia  incluso.  Los  pezones de  Inmaculada ya estaban duros.
-En el clítoris -solicitó.
-De abajo arriba, con suavidad -indiqué yo.
Y en ese  preciso instante de suma felicidad,  Manolín, el odioso Manolín, llamó a la puerta.
-Cristinita tiene miedo -explicó.
-Si no te  importa, Agustín, espérame un  minuto -dijo Inmaculada saltando de la cama.
Se fue la  madre para atender a la hija  tardando su buen cuarto de  hora  en  regresar.   Mientras  la  aguardaba,  mi  órgano  viril, fláccido, descansaba.  Comenzamos otra  vez los juegos comprobando que ahora la erección se producía de modo más lento, Inmaculada,  estirando las mantas, púsose a acariciarlo  con la boca, mordisqueando el glande con los labios.   La maniobra tuvo éxito total.   Desde luego, aquella mujer me sorprendía más a cada  minuto.  Allí, de rodillas en la cama, inclinada sobre mí, desnuda, luciendo aquellas bonitas bragas rosa que tan apetecible  le hacían el  trasero, se mostraba como  una auténtica experta.
Mas con tanta manipulación y  tanto roce, habíase escapado una buena cantidad  de semen, de manera que,    pensando en  ello,  comenzaron a  rondar por  mi cabeza tristes presagios.
"No  sé", me  dije: "Se  entretiene mucho.   O penetro  ya, o  no penetro nunca".  .
-¿Te apetece primero un sesenta y nueve?  -propuso feliz.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-Casi no -repliqué-.  Vamos a hacerlo como Dios manda.
Gozosa,  se puso  a  mi lado  girando el  cuerpo  hasta darme  la espalda.  Quería  que le  entrara por detrás.
Y cuando  disponíame a complacerla,  el  pene erecto,  ¡perfecto!,  entonces  digo, de  nuevo Manolín  golpeó la puerta con los nudillos:
-Cristinita se ha hecho pis -anunció.
-¿Y el pañal?  -inquirió la madre  (el pene en espera a la puerta de la húmeda vagina).
-Se  lo había  quitado  y  está toda  la  cama mojada  -respondió Manolín desde el otro lado de la puerta.
Inmaculada,  abandonó  la  cama  bruscamente.   Esta  vez  no  me preguntó si me importaba  o no, se fue con el  hijo sin decir palabra.
El  pene se desmoronó.  Y  yo mientras aguardaba, deprimido, asistía al triste espectáculo  del derrumbamiento gradual  de lo que  tanto había costado levantar.   Toda ilusión  era vana.  Jamás  lo volvería  a ver como lo  había visto hacía un  instante, fuerte y vigoroso,  jamás tan atrevido.
Regresó Inmaculada cuando ya todo  era inútil.  No había nada que hacer.   Lo intentó  de todas  las maneras  posibles, pero  el mal  ya estaba  hecho.   Al  fin,  dándose  por vencida,  se  puso  en  pie  y quitándose las bragas rosas, arrojólas con rabia hacia el otro extremo de la habitación.
-¡Joder!  -  exclamó desesperada  aquella mujer tan  tranquila de ordinario-.  ¡Ya  podías haber  aguantado un  poquito, digo  yo!  ¡Qué inútil!
Se metió de nuevo en la  cama y, no pasados cinco minutos, dormía plácidamente.   Yo no  pegué  ojo en  toda la  noche.   ¡Tenía en  que pensar!
Nada más  amanecer, en  cuanto estuvo  despierta, me  comunicó su intención de regresar a Segovia.
-Nunca segundas partes  fueron buenas, así que  vámonos -dijo.  Y añadió-:  ¿Saben en  la oficina  de  Madrid que  eres impotente?   ¿Lo saben?  Yo  no diré nada,  no, seguramente  no lo diré.   Claro que... Podría ser que me viera obligada a...
Manolín,  sentado frente  a  mí  en el  otro  lado  de la  mesa, sostenía una tostada en  el aire a punto de metérsela  en la boca.  El muy hijo puta sonreía.  ¿De qué sonreía aquel hijo puta?
Inmaculada cumplió lo  que había prometido.  Se  olvidó de aquel "seguramente" y  no dijo  nada en  la oficina  de Madrid.   Yo tampoco comenté  lo de  las pólizas.   Ese  era el  trato.  Y  es más,  cuando solicitó el  cobro y me  pidió agilizara  los trámites, me  hice cargo personalmente del  asunto.  En menos  de un  año tenía el  dinero.  Al fin, fueron  ciento setenta millones y  no los ciento sesenta  y cinco que  yo había  calculado. Dejó  la empresa,  aunque  sin prisas  y últimamente se ha  juntado con Ros (con Ros, el  jefe de la delegación de Barcelona, un tipo hábil, un oportunista de tantos que se pirra por la pasta).
Y esto es lo que pasó.  Esto  es todo.  No he vuelto a salir con ninguna mujer,  ni pienso  volver a salir  jamás.  Supongo  que podrás entenderlo, Federico, amigo mío."
Y Agustín  (todos pudimos oírlo),  emitió un gemido.   Luego, no dijo nada.

(fin del capítulo cuarto, que da paso al quinto y último)
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Thylzos

Está muy interesante, sigue en su alto nivel. Pon ya el siguiente.

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
Follar cansa. Comprad una xbox 360, nunca le duele la cabeza, no discute, no hay que entenderla, la puedes compartir con tus amigos...

pat garret

muy buen final de historia, un poco triste para nusetro protagonista, pero asi es la vida :D

espero con ansias el 5 capitulo pero a la vez no quiero que llege porque es el ultimo :(

Ruben&Leiva

Pobre hombre, con menuda mujeres se nos topa...

Sandman

CAPÍTULO QUINTO
CONCLUSIÓN


Y Agustín  (todos pudimos oírlo),  emitió un gemido.   Luego, no dijo nada.
Federico,  interpretando   el  pensamiento  de  todos   los  allí reunidos, sentenció sin compasión:
-Efectivamente,  eso es  lo mejor  que  uno puede  hacer con  las mujeres: no  tratarlas.  Sobre  todo, cuando uno  es impotente.   Y no sólo es lo mejor, sino lo único que uno puede hacer en ese caso.
Con este comentario,  el bajito acababa de ganar  el combate.  Se había  mostrado implacable  y sin  corazón.  Todos  los allí  reunidos escuchamos como Agustín caía derribado sobre la lona del cuadrilátero. El  golpe, derecho  a la  mandíbula, de  potencia extraordinaria,  fue definitivo.   Agustín ya  no podría  levantarse para  seguir peleando. Estaba vencido.
Todos  los presentes  compadecieron al  desdichado Agustín,  pero nadie dijo una  palabra de consuelo.  Es más, nadie  dijo nada, ni una palabra de consuelo  ni ninguna otra cosa.  De manera  que el silencio se hizo espeso.
Ernesto (tan diligente como siempre, algo aturdido por la emoción a la  que  se  había  visto  sometido,  la  voz  alterada  por  súbita ronquera), preguntó  dirigiéndose al público  en general y a  nadie en particular:
-¿Desean alguna cosa más, señores?
El barman había perdido el  pudor.  Aquello equivalía a proclamara los  cuatro vientos  que toda  la  barra seguía  la conversación  de Federico  y Agustín.   Los  nervios habíanle  traicionado, la  presión ambiente le había  hecho cometer un error imperdonable.  Y  es que las circunstancias para nada eran normales, porque ver como un noble varón abre su alma desgarrada ante extraños hasta el punto de hacer públicos sus más íntimos sentimientos y temores, ver como se confiesa y humilla hasta el  extremo de  la degradación  moral, esas,  verdaderamente, no pueden considerarse  en absoluto  circunstancias normales  y no  es de extrañar, por tanto, que Ernesto se dejara llevar de los nervios.
El silencio  vino a  romperse por un  agudo, triste  y prolongado quejido al que siguió un sollozo.  Aquello encogió el corazón de todas las buenas gentes  que nos encontrábamos allí  reunidas.  Era Agustín, un  Agustín que  estaba llorando.   Luego nada,  ni un  ruido, ni  tan siquiera el que  producen los hielos al entrechocar unos  con otros en el interior de los largos y finos vasos que utilizábamos para beber.
¡Nada!  El silencio se hizo embarazoso, agobiante.
Intenté  fumarme  un pitillo.   La  cajetilla  de Winston  estaba vacía.
-Ernesto, por favor -dije-, ¿tiene Winston?
-Sí, señor.  ¿Desea un paquete?
-Sí, por favor, Ernesto.
Algunos  clientes  pidieron  la  cuenta  y  se  dispusieron  para marcharse.  La pareja del tímido y  la chica joven de los arrumacos se largaron los primeros.  Era evidente que todo lo que tenía que suceder de interés en aquella barra, ya había sucedido y que ya nada divertido podía esperarse que ocurriera esa  noche.
Federico, cruel y mezquino, dejó que pagara  Agustín y se fueron sin esperar  las vueltas.  Luego, sin  disimulo,  fue  desfilando  hacia   la  salida  el  resto  de  la concurrencia.      Muy pronto,  era yo  el único  cliente que  aún permanecía  en la cervecería.   Acodado  en la  barra,  apuraba  los restos  del  quinto manhatan  de la  noche.  Aunque  no me  encontraba demasiado  bien (el alcohol me  sienta fatal),  no tenía  ningún deseo  de irme  a dormir. Sabía que  iban a cerrar  la cervecería  en breve, pero  quería pensar tranquilo un rato.
Encendí un cigarrillo y le di un sorbo al manhatan.      Al otro  lado de la  barra el barman se  retiró un poco  hacia la izquierda comprendiendo seguramente que  mi estado de ánimo necesitaba el silencio.   Quizás también  el ánimo de  Ernesto necesitaba  de ese mismo silencio.  El camarero se  dedicaba a recoger las mesitas bajas. El portero se  despidió hasta el día siguiente, le  dio las llaves del ropero a Ernesto y se fue.
Frente a  mis ojos las  botellas de whisky y  coñac polvorientas, con etiquetas descoloridas...      En  mi  cerebro,  girando,   revolviéndose  unas  con  otras,  se mezclaban  las  ideas,  pensamientos varios  que  causábanme  profunda tristeza y honda depresión.  Primero el  encuentro con Lola con la que mi fatuidad había imaginado la posibilidad de una aventura, con Lola a la que había dejado luego en  un taxi, los ojos convertidos en fuentes por los que manaban abundantes lágrimas.  Y antes, las recomendaciones de mi madre, de una pobre viuda  que tenía que aguantar en su hogar la presencia de  un hijo  imbécil que  ni siquiera  era capaz  de hacerle compañía durante  una tarde  completa,  un  hijo del  que  únicamente reciba malos modos y desplantes de mal humor.      La noche había  tenido también lo de la ridícula  nariz postiza y lo  de toda  aquella gente  separada, divorciada,  todos ya  talludos, ridículos y  grotescos con los que había  pretendido pasar una noche alegre  de carnaval, una  noche alegre y  desenfrenada... .  ¡Qué palabra esa de  "desenfrenada"!  ¡Qué idiotez!  ¡Qué  vidas, Dios mío, qué vidas!
¿Y eso  es lo  que me esperaba  día tras día,  año tras  año? ¿La búsqueda  de una  noche de  jarana?  Por  las mañanas  a la  oficina y también por  las  tardes  prolongando  el  trabajo  innecesariamente, inventando tareas  para no  pensar en  lo que  verdaderamente importa, para no  pensar en la  propia vida que se  nos ha roto.   Regresamos a casa ya prácticamente de noche, muchas  veces de madrugada, a una casa que además de  no ser la nuestra  (porque es la de  nuestros padres, o porque  estamos alquilados  provisionalmente,  o porque  se trata  del apartamento de un amigo), Allí, no  encontramos a nuestros hijos, ni a nuestra mujer.   Ni a  mis hijos ni  a mi María,  a mi  querida María. Bien es verdad  que había pasado lo de aquel  hijo puta, aquel amante, aquel amante de María al que yo sabía que ella ya había dejado, que lo había dejado hacía tiempo. Y es que mientras nuestro matrimonio había funcionado,  verdaderamente había  funcionado  a  las mil  maravillas, porque  hasta que se presentó ese cabrón nos entendíamos perfectamente. Y no es  que hiciéramos grandes  cosas no, sino que  disfrutábamos con las  pequeñas  cosas  de  todos  los días,  con  eso  del  perseguirse charlando  de la  cocina al  cuarto de  baño, charlando  sin parar  de tontería  tras  tontería, gozando  inmensamente  de eso  que  le decimos compañía,  calor humano.  Y  es que  María y yo  habíamos sido felices  de  verdad, con  nuestros  hijos  y con  nuestros  problemas. ¡Felices, de verdad felices!
Porque aquel Agustín  lo primero que había dicho es  que no tenía hijos.  Es  decir que se  había separado de una  mujer pero no  de una familia como me había separado yo.  Eso es muy distinto, muy distinto. Es  sabido que  las parejas  que  no tienen  hijos pronto  caen en  el egoísmo y en el aburrimiento.  Y  terminan por separarse porque no son felices.  Y eso le había pasado a  Agustín, que no era feliz y por eso se había  separado de  su mujer.  Pero  yo sí era  feliz y  también me había separado de mi mujer, así que Agustín y yo nos habíamos separado los dos de  nuestras mujeres.  Eso era así, no  podía negarse.
¿Y qué me importaba  a mí lo de  aquel Agustín?   Bien, Agustín  no había sido feliz y yo sí lo había sido.  Bien..  ¿y qué pasaba con eso?
Pensé que Acaso  me había  pasado con  los manhatanes.    Evidentemente sí, pero  daba igual.   El hecho  es  que el  relato de  Agustín me  tenía fascinado.  ¿Era  tan raro lo que  le había sucedido a  ese tipo?  No, desde luego que no lo era.  Por lo visto, cuanto más macho se cree uno y cuanto más se arriesgue uno haciendo cosas extrañas e imposibles con las mujeres,  más frecuente es que  se llegue a la  impotencia.  Y muy pronto se ve que esos tipos no sirven para nada.
¡Desgraciado de  mí!  ¡Qué porvenir!   ¡Dios!  ¡Qué vida  tan sin sentido!   Todos separados  y  separadas,  divorciados y  divorciadas, buscándose por  los clubes,  por las  discotecas y  los pubes.   Y que triste lo  que pasa con  la mujer que iba  a acompañarnos por  toda la vida y  con la que  ahora sólo hablamos para  confirmar a qué  hora te devuelvo los niños, a esa hora a  mí no me interesa recogerlos, y este fin de  semana me tocan  a mí, o  no, te tocan a  ti.  Y los  niños se utilizan como  las pelotas de  tenis, ahora en  mi campo, ahora  en el tuyo, ahí te la envío, aquí me la devuelves...¡Qué triste! Y con el paso del tiempo, cuando uno se hace viejo, descubres que no tienes ni  mujer ni hijos, y  ni tan siquiera madre  porque ya está muerta, la pobre.  ¡Dios mío, qué triste todo!
-Señor, son casi las tres y media y a esta hora tenemos costumbre de cerrar -anunció el barman con suavidad.
Para mi sorpresa, la ronquera  de Ernesto había desaparecido y la voz no expresaba emoción alguna.  Era un auténtico profesional, de eso no cabía duda.   Solo habíase permitido un momento  de debilidad, nada más  que un momento.

(ale, quinto y último capítulo)
Blog novela, con zombies:


pat garret

joder ya a terminao :(:(, la verdad una gran historia, creo que es muy buena, claramente deberia ser editada, aver si tu padre tiene suerte ;)

un saludo y dale mis felicitaciones por esta gran historia

Sandman

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jmgdixcontrol


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