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Mowgli VS. Psyro

Iniciado por Psyro, 08 de Septiembre de 2008, 00:54

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Psyro

Tema: II guerra mundial
Fecha límite: 15 de septiembre (de este año, si pudiera ser)

Enviaremos los relatos a neustro querido mod Khram. Que (no) gane el mejor.

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

Liga ociosa de supervillanos matagatitos.

http://33.media.tumblr.com/50db7f18944ac0911893b71a9348b313/tumblr_inline_nvf0donWV31qiczkk_500.gif

Superjorge

no promete poco ni nada este duelo
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Memnoch

Me se está poniendo dura antes de leer los relatos.

Gilles

Puede salir cualquier cosa, yo no apostaria por un relato bélico tipico y topico...

A ver como se resuelve esto XD



移動するときは風のように速く、静止するのは林のように静かに、攻撃するのは火のように。隠れるには陰のように、防御は山のように、出現は雷のように突然に

Dibujar es fácil

Wind_Master

¡¿Mowgli?! ¿El Mowgli de Ogame? ¿AKA el Mod del libro de a bordo? No puede ser verdad . . . creí que había muerto
Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.


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<- Este huevo dragón es legendario

Psyro

Qué casualidad, yo creí que tú habías muerto xD

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Liga ociosa de supervillanos matagatitos.

http://33.media.tumblr.com/50db7f18944ac0911893b71a9348b313/tumblr_inline_nvf0donWV31qiczkk_500.gif

Superjorge

y yo que no había muerto nadie
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mowgli

Cita de: Wind_Master en 08 de Septiembre de 2008, 18:12
¡¿Mowgli?! ¿El Mowgli de Ogame? ¿AKA el Mod del libro de a bordo? No puede ser verdad . . . creí que había muerto

No, lamento defraudar a mis acreedores, pero no, aún no hay herencia que repartir.

Khram Cuervo Errante

#8
Relato de mowgli:

CitarAberdeen. 1.941

"Churchill ha apelado al valor y al orgullo de la española ciudad de Barcelona para hacer frente a los bombardeos de la Luftwaffe. En su discurso radiado, ha dado poder a las Juntas de Resistencia Pasiva (Passive Resistance Council o PRC, que todo el mundo llama 'pierce') para alistar ancianos y niños para hacer refugios. (Tachón) Un mero formalismo, me temo, pues ya hace semanas que unos trabajan excavando mientras los otros retiran escombros y hacen de aguadores. Aquí hay mucha gente con experiencia en minería, y quizá por eso no haya ocurrido ninguna tragedia hasta la fecha. Ninguna tragedia salvo la del refugio de Northern Road, junto a la bahía. Una desafortunada explosión de gas inundó el túnel, matando a (tachón) (tachón) dos personas.

Debo destacar la eficaz labor de mi secretaria, la señorita Shore. Es algo ruda y tiene acento sureño, pero es muy eficiente y sabe tratar con los lugareños.

Las bombas destruyeron la biblioteca municipal. Sin embargo, la gente se reunía allí, en silencio primero, intercambiando cuentos e historias después. No había mesas ni sillas, entre las ruinas, ni paredes ni techo. Ni libros. Pero esa es su forma de resistir.

La voluntad de estas gentes de Aberdeen es absolutamente (tachón) admirable. Si nuestro país entrase en la Gran Guerra, como hicimos en la anterior, serían los más dignos aliados y compañeros de armas. No es difícil imaginarlos codo a codo con nuestros jóvenes marines en África o Bélgica.

El racionamiento está haciendo estragos. Las mujeres recorren los desperdicios en busca de pieles de patata o huesos para el caldo. No queda sal y el Invierno, tantas veces aliado de los escoceses, ahora es un enemigo terrible. Nuestra propia supervivencia, más la política no beligerante adoptada por nuestro Congreso, nos impide abrir nuestra despensa al pueblo. Algunos han abandonado la ciudad tierra adentro, a las Highlands, pero nadie espera volver a saber nada de ellos. Nadie espera volver a saber nada de nadie.

Los cachorros nazis usan Aberdeen como campo de prácticas. Para los imberbes pilotos recién alistados, es como un rito de iniciación antes de poder ir a Londres. Es en la capital donde se concentra la RAF, y las baterías antiaéreas más cercanas están en Inverness y Edimburgo. Aquí no hay fábricas que defender, ni astilleros, ni nada que merezca el despilfarro de material y personal. Por eso los nazis usan Aberdeen como campo de prácticas. Por suerte, también sería un despilfarro para los alemanes lanzar sus V1 aquí, y es una suerte que esta gente no pueda imaginarse siquiera que los alemanes tienen bombas que pueden lanzar desde el continente.

De todas formas, al amanecer, si no ha nevado o llovido, faltan edificios y faltan personas, como si un gigantesco dragón hubiera mordido la ciudad con sus fauces.  Los viejos, en el idioma de sus viejos, farfullan el adjetivo diabhulhaidh, que viene a decir " por la mano del Diablo".  El hecho de que los barcos que deberían llegar con abastecimiento tampoco lleguen nunca no hace más que alimentar la superstición sobre poderes mitológicos de los Messersmitz. Sin embargo, lo más seguro es que los U-boats se estén dando un festín por todo el Mar del Norte. Añádase a la desdicha que hará diez días embarrancó a pocas millas un mercante holandés, a la deriva desde hará un mes y con toda la tripulación moribunda de fiebres tifoideas. Poco se pudo hacer por esos desdichados.

El párroco ha oficiado misa en Loch Square, descalzo sobre las esquirlas de las vidrieras, ante las cenizas aún calientes del retablo del ábside. En su sermón habló de Job, de Job y de Job. Señor, acoge a los nuestros en tu seno, perdónanos y líbranos de todo mal, amén.

Han dejado de usar la sirena durante unos días. Los ataques son tan intensos que, cuando suena,  uno no sabe si anuncia el principio de un bombardeo o el final del anterior. No queda gasolina. Con el último bidón se llenó el depósito de un Ford V8 para salir a buscar más, pero tampoco volvió.

Llegaron algunas docenas, andrajosos, delirantes y famélicos, desde Peterhead, al norte. Un pequeño grupo local, tras salirles al paso a socorrerles, los apedreó y apaleó hasta la muerte. Los recién llegados decían haber oído que los nazis habían desembarcado en Fraserburgh o algo más lejos, y no pudieron permitir que semejante bula envenenase la moral de los suyos.

Peor fue cuando falló la radio por un momento. En ese largo instante, ya se especuló con la destrucción o pérdida de Londres (tachón) o, imagínese los ánimos, con una nueva arma capaz de enmudecer a la BBC. El desánimo se contagió prestamente y la gente salió a los umbrales en busca de ojos cómplices bajo un dintel vecino. Cuando regresó la voz, tanto daba la cobardía de Vichy que pregonaba, porque volvían a no estar solos.

Ayer jueves amaneció soleado. Hizo frío, pero no niebla. La gente oteó el cielo durante horas, dispuesta a tirar piedras o escupir a los bombarderos alemanes a su llegada. Hicieron aparición a la hora inglesa del té, como si aún hubiera té, como si aún hubiera relojes, y se ensañaron con el hospital, sito en la antigua atarazana medieval. Por la noche, los habitantes llevaron a las ruinas un montón de candiles de aceite encendidos, para hacer creer que aún funcionaba y así, al volverlo a bombardear, no atacasen lo poco que quedaba del resto de la ciudad.

De entre las explosiones podían oírse gaitas entonando himnos de luto. El ataque al hospital acabó con las reservas de morfina. Los hay que mueren a gritos. Hoy no puedo escribir más.

Un caza alemán, desorientado o averiado, cayó al mar esa noche. No hay aguas más gélidas ni traicioneras que éstas, ni pueblo con el corazón más ardiente a la hora de aclamar a sus héroes: el imberbe Arthur, último superviviente del clan de los Levsen-Farquharson de Aberdeen, trajo de entre las olas el cadáver del piloto. La piel azulada y los labios morados del ahogado reflejaban que el alemán había fracasado luchando contra el mar que Arthur había vencido rescatándolo. Es una sensación compleja. Posiblemente sea la victoria más compleja de explicar en todo cuanto llevamos de guerra.

Martes, nueve de diciembre. He tenido que explicarle a mucha gente qué es Hawaii, donde es verano todo el año. La BBC radia el himno americano y los ocho minutos y medio del discurso de Roosevelt a las horas en punto. (tachón). Les hablo de las fábricas de Detroit, y de los pastos de mi Wisconsin natal, y del pavo de mi madre en Acción de Gracias. Les digo que, ahora yo también, tengo esperanza, y aunque su guerra hace tiempo que también era mía, desde hoy su coraje será un ejemplo para mi gente."

A día de hoy sabemos que en sus cartas, de las que aquí hemos leído un extracto, el agregado del embajador de Estados Unidos para Escocia, el señor Greysmither, mintió deliberadamente en algunos aspectos. Debido a los bombardeos sobre Aberdeen, donde se vio atrapado de viaje hacia Glasgow, y al bloqueo naval nazi, las cartas llegaron a Londres en 1945, cuatro años después de los hechos que narra.

Pero lo más llamativo del caso, es que él nunca escribió carta alguna al embajador en Londres para que llegasen a Washington. De hecho, él nunca vio la destrucción de la biblioteca, o la llegada del carguero holandés, ni mucho menos la proeza de Arthur Levsen-Farquharson. El agregado de la embajada estadounidense para asuntos escoceses, el señor Greysmither, falleció víctima de la explosión de gas del refugio de Northern Road, donde huía de la sirena que anunciaba un inminente bombardeo.

Las cartas las escribió Evelyn Shore, su secretaria, consciente de la importancia de mantener la comunicación con Washington de alguna manera e intentar influir a quien correspondiese para que Estados Unidos interviniese en Europa. Cuando las cartas salieron a la luz, no se les dio ninguna importancia, hasta que una investigación, ya en 2004,  del máximo rigor y respeto histórico, reconstruyó los hechos gracias a los mecanuscritos enterrados en el polvo de una buhardilla de la embajada americana en Londres.

La señorita Shore sí repartió víveres, tantos cuanto pudo, y ropa de abrigo, y whiskey, al que era muy aficionado el señor Greysmither, entre los habitantes del pueblo, pese a que tenía orden expresa de no hacerlo. También se supo que colaboró desde el primer momento con las 'pierce', compartiendo la poca información, aunque privilegiada, que tenía sobre el transcurso de la guerra en Europa; que ayudó cuanto pudo con sus conocimientos de enfermería y que, tras el ataque al hospital, gravemente herida, seguía en pie retirando cascotes con sus propias manos.

Se encontró a la señora Shore, ya anciana, en Milwaukee, Wisconsin, quien nos confesó que sí, que fue ella quien escribió las cartas, tan sutilmente firmadas al referirse a Pearl Harbour (el señor Greysmither era realmente de Hartford, Connecticut). Siempre temió que la acusasen de usurpar la identidad de su superior, y tenía previsto llevarse su secreto a la tumba si nadie lo descubría antes.

Quisimos invitarla al homenaje a su persona que le organizó el ayuntamiento de Aberdeen con motivo del sexagésimo aniversario de la victoria, pero motivos de salud se lo impidieron. Falleció por causas naturales en 2007, a los ochenta y nueve años de edad. Una esquela a página completa en el Milwaukee Today, de parte del pueblo de Aberdeen, Escocia, dedicada a una funcionaria de servicios sociales jubilada, dio mucho de qué hablar.

En la entrada de la casa donde se refugió durante aquel infernal invierno de 1941 puede leerse hoy una placa conmemorativa en su honor,  que reza así: "La voluntad de estas gentes es absolutamente (tachón) admirable". Mike Levsen, alcalde de Aberdeen, hizo entrega, visiblemente emocionado, de la medalla de plata de la ciudad, a título póstumo, a Evelyn Shore, por su espíritu y empeño en que los cruentos bombardeos que sufrió la ciudad tuvieran eco al otro lado del Atlántico.

Nos gustaría creer que habrá alguien que rebuscará en su embajada, o en su ayuntamiento, o en su sótano aunque sea. Quién sabe qué cartas se esconden en ella, y qué más ocurrió en aquellos aciagos años que nunca saldrá en los libros de historia.

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Khram Cuervo Errante

#9
Relato de Psyro:

CitarUna carta a la historia.

En la mañana de aquel lejano 13 de Diciembre, mi mundo se tambaleó por primera vez.
La artillería sacudió sin piedad el barco en que por fortuna o por desgracia había de hallarme. Luego llegó la respuesta alemana. Yo, pese a mi situación de testigo, atrapado entre ráfagas de proyectiles pero sabiéndome protegido tras los mismos muros del camarote que me negaban la visión de lo que ocurría, sonreí. Sonreí porque la ironía de la situación me abofeteó la cara sin tapujos. Que la Reina me perdone cuando digo esto, pero en aquel momento deseé con todas mis fuerzas que mis enemigos resistieran el embiste de mi entonces idolatrada marina británica.
Tenía dos buenas razones para pensar así. No es preciso adelantar acontecimientos que empañen mi historia, de modo que conténtense de momento con una de ellas: yo ni siquiera me encontraba en mi nave. Ni volvería a hacerlo jamás, sumergida como estaba en las profundidades del mar a varios cientos de kilómetros frente al estuario del Río de la Plata. Me veía retenido junto a mis camaradas en un barco que había sido declarado enemigo de mi nación. Temblando a cada nuevo disparo de los míos por miedo a no llegar a arribar jamás en unas costas desconocidas para mí, pero que suponían la única promesa estable (más o menos, a juzgar por los movimientos de la nave) de pisar tierra. Díganme si no es para mirar cara a cara a esa desvergonzada ironía y ponerle la otra mejilla. Porque a todo lo dicho debo añadir, con una mezcla de orgullo y pesar en mi corazón, que aquella sería además la primera vez de muchas en que alemanes y británicos intercambiaran sus respectivos proyectiles. Ningún inglés había sido partícipe hasta entonces de la contundencia naval de los germanos en guerra. Fue la primera vez en que mi mundo, el vuestro, se tambaleó antes de caer presa del horror más genuinamente inhumano. Aquel que es concebido por y para el hombre.

Cuando los primeros gritos de triunfo nos llegaron a través de las pesadas paredes que nos guarecían, nosotros lo celebramos también. No la victoria, que después de todo no compartíamos, sino ese sabor dulzón de la vida que vuelve a ti cuando ya la creías en fuga. En cuestión de minutos, un hombre de sonrisa dubitativa abrió la puerta y nos saludó, seguido de varios de sus lugartenientes.
-Gott mit uns -pronunció en su lengua natal. Luego, para que los que no comprendían el alemán de entre los míos, que eran casi todos, tradujo-. Dios está con nosotros.
-Ja -respondí yo, sin dejar de preguntarme si se referiría al mismo Dios al que yo elevaba mis plegarias cada noche.
-Acompáñeme -ordenó.
Le seguí sin dudar. Ninguna cadena o grillete me retenía. Tampoco es que las posibilidades de huída fuesen demasiadas en medio de la inmensidad del hogar de Neptuno, pero yo sabía que no era ese el motivo de aquella comodidad. Mientras me dejaba arrastrar por un centenar de pasillos, ya demasiado familiares para mí, pensé que la misma causa de que en ese momento me estuviera alejando de nuestro improvisado dormitorio y comedor también era lo que impedía que se nos tratara como simple carga.

Cuando llegué a las puertas de la alcoba del comandante Hans Langdorff, el sonido de algo desplomándose en cubierta flotó sobre nuestras cabezas, haciéndome recordar dónde me encontraba y qué acababa de ocurrir. Esperé a que el caballero que me escoltaba obtuviese permiso para entrar, y pasé.
No recuerdo con detalle el mobiliario del cuarto. Tampoco logro que los rasgos del comandante se ordenen en mi memoria. Sólo sus ojos han resistido en mi mente al duro paso de los años. Unos ojos cansados y satisfechos, propios del hombre que ha vivido mucho en poco tiempo y a pesar de ello se empeña en aferrarse al timón de su vida. Unos ojos orgullosamente tristes, del que sabe que la única persona conocedora de su destino es él mismo.
-Guten Morgen, Kommandant Langsdorff -pronuncié.
-Al menos para usted, sí. Buenos días.
-¿La batalla ha sido...?
-Su condición de prisionero me impide revelarle dato alguno. Sus camaradas se retiran, y nosotros debemos hacerlo también. Es todo lo que necesita oír.
-Entiendo. Se lo comunicaré a mis hombres.
El capitán suspiró. A su alrededor flotaba un derrotismo impropio de las circunstancias. Vi que se echaba una mano a la chaqueta para extraer algo, aunque no me di cuenta de qué era hasta que el arma me estuvo apuntando. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, retrocedí, como si eso fuera a servirme de algo encerrado en un cuarto poco espacioso y sin nada para defenderme. Para mi alivio, el comandante la depositó en la mesa que nos separaba, tomó asiento, y me invitó a hacer lo mismo.
-Espero no haberle asustado. A veces, me pesa el arma -yo negué con la cabeza mientras mi corazón recuperaba el ritmo-. De todas formas, estése tranquilo. Sólo le queda una bala, y lleva grabado el nombre del comodoro Harwood. ¿Le conoce usted?
Asentí. Pese a que mi embarcación no era militar, sino de aprovisionamiento, estaba familiarizado con los nombres de un buen puñado de naves de guerra aliadas. El mar es un vecindario. El más grande de todos, pero un vecindario, al fin y al cabo. Y uno demasiado revuelto, en los tiempos que nos tocaba vivir.
Harwood era el jefe del grupo G, formado por cuatro cruceros: Cumberland, Exeter, Ajax y Achilles. Si había sido él su rival, Langsdorff podía darse por satisfecho con el empate.
-Pronto volverá a tierra -afirmó el comandante-. Atracaremos en el puerto de Montevideo. Sus hombres y usted serán acogidos por el gobierno uruguayo hasta que alguno de sus compatriotas les recoja, igual que el resto de prisioneros.
-Gracias -respondí. En mi interior se las daba también a Dios.
-No las dé. Es mi misión.
-¿Eso es todo por lo que lo hace? ¿Por su misión?
-Me debo a mi misión, y la cumplo.
-Estamos en guerra, comandante. Usted lo sabe. También sabrá que es famoso en Reino Unido: se alertó a toda la marina real y los barcos mercantes de la zona acerca de un corsario alemán. Se rumorea que ha hundido ocho buques entre septiembre y diciembre.
-Nueve -me corrigió él. Mi memoria me falla, pero juraría que sonrió.
-Nueve -repetí. Y no ha causado ni una sola baja.
-Siendo marino como yo, conocerá las normas de asalto a barcos mercantes. Es lícito amenazar al navío para que no delate nuestra posición. Es lícito tomar a todos sus hombres y luego hundir el barco. Pero no matar.
-Pero estamos en guerra, comandante -repetí-. Desde hace apenas unos meses, pero en guerra. Y ya llegan desde mi tierra unas noticias de lo que ocurre en Polonia que... en fin, ya nos hemos enfrentado a Alemania antes. Y aún así, Alemania ha cambiado. Usted no sabe cómo hablan del régimen de Hitler en Inglaterra.
-Supongo que más o menos igual que como hablan de los suyos en mi hogar.
-No compare.
-¿Por qué? ¿Dónde está la diferencia entre el trato que recibe Polonia en guerra y el que recibimos nosotros tras la paz? A usted le parezco un héroe porque no puede creerse que sea alemán. Los alemanes son demonios que se comen a los niños, según vuestras radios. Bien, según las nuestras, los ingleses son cerdos manipuladores que nos condenaron a la miseria. El tiempo dirá quién tiene razón.
-¿El tiempo?
-Quien gana la guerra, lo gana todo. El que pierde como mucho puede escribir una carta después de muerto con la esperanza de que la historia la lea y le mire con mejores ojos. O sacar coraje de donde no hay y cargar de nuevo.
-Entonces, que sea el tiempo quien decida. Si me permite retirarme...
-Por supuesto. Y confíe en mí. En Montevideo será libre.
Por supuesto que confié en él. Dijera lo que dijera, aquel era un hombre que tuvo que equivocarse al elegir dónde nacer, si es que se nos brinda semejante oportunidad. Su sentido del honor representaba todo lo que nuestra marina se enorgullecía en representar. Pero nuestra marina buscaba a Langsdorff para matarlo. No fue sino hasta muchos años después, cuando el eco de la contienda tocó a su fin, cuando comprendí que la barbarie no llevaba el nombre de uno de los bandos, sino el de todos. Y, de igual modo, no todos los grandes hombres hablaban mi idioma.

Al día siguiente pisé tierra firme por primera vez en mucho tiempo. Sentí que hacía siglos que no caminaba por un suelo firme, pese a que ya había pasado jornadas mucho más largas en la mar. Claro que ninguna como aquella.
Recuerdo a la perfección el cálido abrazo del puerto de Montevideo. Las caras de mis hombres al verse fuera de todo peligro, aunque yo siempre supe que, si algo podía acabar con nosotros, ese algo era la propia marina inglesa y no el comandante.
Tampoco olvidaré el panorama que encontré a mis espaldas cuando me giré para contemplar el barco que se había convertido en mi prisión y mi hogar durante los últimos días. La embarcación había sufrido múltiples disparos (veinte, como descubrí mucho después). Al menos cincuenta hombres habían muerto. Todos marineros. Los prisioneros de guerra permanecimos a salvo repartidos entre el navío principal, llamado Graf Spee, y un buque de apoyo, el Altmark. Este último resultó ser el que albergaba mayor carga humana. Yo jamás había visto a aquellos hombres, y tuve que frotarme los ojos de pura incredulidad al darme cuenta de la cantidad de rehenes que albergaba el pequeño petrolero.
El gobierno uruguayo nos concedió alojamiento hasta que nos recogieran nuestros camaradas. Según se nos informó, había varios barcos ingleses bordeando ya las costas. De modo que era cuestión de tiempo. Entendí que aquello significaba que volvería a mi hogar pronto, pero también que el Graf Spee corría un riesgo elevado a cada día que pasara en tierra. Y tuve miedo. Tuve miedo por un barco que ya no era mi hogar ni mi prisión. Los médicos a los que, décadas más tarde, confesé mi historia, hablaron de Síndrome de Estocolmo. Yo hablaba de Síndrome de Cordura. Y, mientras me internaba de nuevo en tierra firme, confié en que no se repetirían los excesos de la Gran Guerra sólo con que existiera un puñado de personas como el comandante. Ese es el segundo motivo por el cual recé en silencio, encerrado junto a mis compañeros por orden de nuestros enemigos para protegernos de los proyectiles que nuestros aliados nos arrojaban.
Y no debí de ser el único. Al funeral de los marineros alemanes acudió hasta el último de los prisioneros. Algunos incluso ayudaron a llevar cuerpos. Siempre es más fácil portar el féretro de un extraño que el de un amigo. Aunque entonces no me explico por qué muchos de ellos lloraron bajo el peso de perfectos desconocidos. Ni siquiera nos pareció importar que las tropas alemanas realizaran el saludo nazi para despedir a sus compañeros por vez última. La memoria me falla de nuevo, pero estoy convencido de que el único que realizó el saludo tradicional de la marina fue Langsdorff.
Durante casi días estuve viendo al Graf Spee desde la ventana del modesto cuarto en el que me hospedé. Los daños debieron de obligarles a parar por un tiempo para corregir los desperfectos. Supe por un empleado del hotel que setenta y dos horas era el máximo que el gobierno uruguayo les concedía para no comprometerse demasiado con los ingleses. En efecto, cuando conté varios minutos para el vencimiento del tiempo dado, el barco se hizo a la mar de nuevo. No volví a hablar con el comandante en todo ese tiempo, ni volvería a hacerlo.
Corrí hacia el puerto con todas mis fuerzas. Junto a mí, al menos un centenar de personas veían alejarse al buque. La mayoría eran curiosos que, ante los rumores que hablaban de una emboscada británica, acudieron con la esperanza de ver un combate.
Oí gritos de júbilo cuando dos barcos se acercaron al Graf Spee ya en alta mar. Yo contuve el aliento varios minutos, incapaz de presenciar el espectáculo ni de apartar la vista. Después de media hora interminable, las dos naves volvieron a tierra, abandonando al corsario alemán. Muy pocos allí eran conscientes de lo que ocurría. La mayoría siguió esperando una explosión que ya tardaba mucho en aparecer.
Me dirigí al muelle en que habían de atracar, sin comprender una palabra. Sólo cuando tuve ante mí al Altmark y el Tacoma, un buque de suministro alemán que ya se encontraba en Montevideo a nuestra llegada, entendí. Aguardé a que la tripulación abandonara las embarcaciones para confirmar mis temores: eran los marineros del Graf Spee, que volvían a tierra en una nave que no era la suya.
Reconocí entre ellos, tras una búsqueda desesperada en la que ni yo mismo sé qué esperaba encontrar, al hombre que me había llevado hasta el comandante días atrás. Seguía teniendo la misma sonrisa dubitativa.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté, abandonando todo formalismo.
-Las últimas órdenes del comandante. Ante la imposibilidad de salvar el barco de tus camaradas...
-¿Qué? ¿Qué vais a...?
La multitud estalló en vítores. Oí la tan anhelada explosión, mientras una columna de humo ascendía confirmando el fin del navío alemán. Sus restos empezaron a hundirse de inmediato. El marinero seguía hablándome, pero no llegué a atender todo su discurso.
-Debíamos hacerlo en alta mar para que no cayera en malas manos.
-¿Y el comandante?
La sonrisa de aquel hombre se rindió a la evidencia.
-Le encontramos en su cama, envuelto en la bandera alemana. Murió de...
-Un disparó -aventuré. Él asintió.
-Ha decidido sufrir el mismo fin que su nave, puesto que era su responsabilidad. Dejó sus órdenes escritas en dos cartas.
Se alejó después de una despedida breve y vacía. Yo no le miré. Estaba hipnotizado por aquel monstruo metálico que vería pronto su muerte en el fondo del mar. Había entendido al fin las palabras de Langsdorff. "La bala lleva grabado el nombre de Harwood", dijo. Pero no porque quisiera matarlo, sino porque había comprendido su situación en ese mismo instante: el comodoro le había llevado por un camino de un solo sentido. Estaba atrapado y a merced de los ingleses. Harwood firmaba su fin.
Era un hombre que se sabía único conocedor de su destino y ya lo había asumido tiempo atrás.

Pasaron Años hasta que las cartas de Langsdorff salieron a la luz y pude leerlas. La ironía volvió a golpearme cuando oí al mismísimo Churchill proclamar el valor de aquél hombre a quien él mismo mandó matar. Alemania se debatía entre declararle un héroe o un imbécil, por perder su nave. La ironía y su prima mayor, la hipocresía.
Este es un extracto de la carta con la que se despidió del mundo. Le cedo a él el derecho de concluir mi historia.

Después de haber luchado largo tiempo, he tomado la grave decisión de hundir el acorazado Admiral Graf Spee, a fin de que no caiga en manos del enemigo. Estoy convencido de que, en estas circunstancias, no me quedaba otra resolución que tomar después de haber conducido mi buque a la trampa de Montevideo. En efecto, toda tentativa para abrir un camino hacia alta mar estaba condenada al fracaso a causa de las pocas municiones que me quedaban. Una vez agotadas esas municiones, sólo en aguas profundas podía hundir el buque a fin de impedir que el enemigo se apoderara de él. Antes de exponer mi navío a caer parcial o totalmente en manos del enemigo, después de haberse batido bravamente, he decidido no combatir, sino destruir su material y hundirlo... Desde un principio he aceptado afrontar las consecuencias que implicaba mi resolución. Para un comandante que tiene sentido del honor, se sobreentiende que su suerte personal no puede separarse de la de su navío... Ya no podré participar activamente en la lucha que libra actualmente mi país. Sólo puedo probar con mi muerte que los marinos del Tercer Reich están dispuestos a sacrificar su vida por el honor de su bandera. A mí sólo corresponde la responsabilidad del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee. Soy feliz al pagar con mi vida cualquier reproche que pudiera formularse contra el honor de nuestra Marina.


Quien gana la guerra, lo gana todo. El que pierde, como mucho puede escribir una carta después de muerto con la esperanza de que la historia la lea y le mire con mejores ojos. O sacar coraje de donde no hay y cargar de nuevo. Cuando entendí sus palabras, cuando entendí el destino que espera a los hombres como aquel, supe que la humanidad se había condenado a sí misma a un horror lleno de mentiras, de falsos culpables y falsos héroes, de conveniencias y deshonor. Supe que mi mundo, el vuestro, se desplomaba definitivamente. Y espero que la historia lea sus errores y mire al futuro con mejores ojos.

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