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Hola, soy el tipo que publica las noticias. Me tienen esclavizado y no me pagan desde 2012. "Estamos teniendo una temporada mala, pero un par de partidas de Mafia y esto se estabiliza", me dijeron. ¿Puede alguien pedir ayuda por mí? Por favor

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Memorias de sangre y savia (I). RAÍZ y CORAZÓN. Epílogo.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 09 de Mayo de 2008, 12:51

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Khram Cuervo Errante


Ambos contendientes se miraron, midiendo sus fuerzas. Largamente se sostuvieron las crueles y aceradas miradas. El yskim trató de encontrar alguna brecha en la determinación del bortai, pero no la encontró. Lo único que encontró fue una fuerza capaz de taponar las grietas que había en su propio arrojo y crear otras en su cuerpo. Tragó saliva y sus ojos brillaron al comprender lo que veía en los de su enemigo. La fría resolución del bárbaro, tan heladora como la nieve que los rodeaba no se resquebrajaría, sólida como la roca de las Montañas Rojas. El yskim tuvo miedo de aquel hombre. ¿Qué iba a tener alguien que no temía perder nada porque no tenía nada que perder? En el interior del sureño pudo ver un enorme vacío creado a fuerza de tiempo y dolor, un agujero negro que amenazó con arrastrarlo a él a su interior. Y vaciló.

Lo suficiente como para que el que tenía enfrente abriera las fauces con intención de devorarlo o enviarlo a algún abismo para que algún terrible monstruo lo devorara. Ni siquiera oyó el sonido. Lo único que pudo hacer fue correr hacia atrás, poniendo el astil de su hacha entre la hoja sedienta de sangre y su cuerpo sediento de vida. La nieve del suelo entorpecía su retirada y no le quedó más remedio que luchar. El fuego de la mirada del Cuervo le hizo recular más y más. Khram avanzó hacia él, esgrimida el arma con notable intención de matarle. Hizo que la espada retrocediera unos cuantos palmos, antes de lanzarla con toda la rabia contenida durante los largos años de soledad e ira a la que había sido sometido. Su alarido hizo huir despavoridos a algunos búhos blancos que anidaban en la copa de los árboles más cercanos, con un ululato de protesta. Un conejo que también comenzó a huir decidió cambiar de opinión para quedarse a ver el final del combate entre los dos seres humanos. Y fue el único espectador de un espectáculo como el que no había visto jamás aquel bosque, nevado o no.

El bortai había querido atravesar de parte a parte al yskim, pero éste se apartó en el último momento, girando sobre su propio eje. Extendió el arma de hueso que blandía, con los nudillos blancos por el esfuerzo, y la pica que llevaba tallada en la parte trasera hirió la mano izquierda de Khram, que apenas notó el roce de la pulida osamenta. La sangre empezó a manar del agujero que el pincho había conseguido abrir en su mano, pero el sureño no se inmutó. Se limitó a sacudir las gotas que manaban profusamente de la espantosa herida, manchando el prístino e inmaculado manto invernal una vez más.

Si la historia de los bortai está escrita en sangre y dibujada con la sangre de sus enemigos, que se escriba mi historia con la mía propia, pensaba el bárbaro. Si la historia de mi pueblo ha sido un camino de destrucción y saqueo, que la mía lo sea más que ninguna. Si muchos cayeron por Bort, yo caeré por mí mismo; sólo por mí mismo. Volvió a armar el brazo, doblando el codo todo lo que pudo, sosteniendo en vilo la espada de mano y media que había heredado de su madre, paralela al suelo tal como debía estar bajo aquella pertinaz nevada. Mantuvo la posición tan sólo un segundo, para medir el siguiente golpe, que no habría de fallar. El yskim retrocedió, topándose con un inoportuno tronco de un secular abeto que parecía haberse aliado con el estepario. El Cuervo graznó horriblemente de nuevo y su pico, su afilada espada, saltó hacia delante con una fuerza inimaginable. El yskim quiso gritar, dar alguna voz de alarma, pero sería inútil. En primer lugar porque los sonidos de la pelea debían haberse oído hasta en los salones de los enanos, allá en Grejkham. Y en segundo porque, aunque hubieran oído algo, sus camaradas no llegarían a tiempo a ayudarle por muy deprisa que avanzaran en la nieve.

Restalló el trueno en la lejanía y brilló un relámpago en la superficie. Una plateada centella recorrió el corto espacio que le separaba de su destino y se estrelló contra el robusto tallo de un árbol que en su centenaria existencia sólo había recibido el arañazo de alguna rapaz nocturna al agarrarse en sus ramas para no caer derribada por el cruel viento de la helada tundra. Se resquebrajó la superficie de aquel abeto como si hubiera sido finísimo cristal soplado de Mydon. Había dos personas allí, contemplando la escena, pero sólo una de ellas se sorprendió.

El yskim contempló estupefacto el nuevo apéndice que parecía haberle crecido sin pedirle permiso en medio del pecho. Quiso tocarlo, comprobar que era real. Sus dedos, entumecidos y helados por la pelea, se encontraron con un material aún más frío. Tanto, que quemaba. Intentó moverlo, sacudirlo, arrancarlo. Pero aquella extraña extremidad estaba bien arraigada en su estructura. El frío de aquella materia extraña se extendió por sus venas, en las que la sangre dejó de circular, para escaparse por el lugar en el que había surgido aquella prolongación que no reconocía como suya. El precioso líquido vital se le escapaba por la costura. Y fue cuando comprendió.

A aquel apéndice se agarraba un extranjero. El cabello oscuro mecido por el viento le daba la apariencia de un animal salvaje. La terrible mueca de guerra le confería un aire casi demoníaco en aquella penumbra invernal, con el aura de una tea llameante abandonada tras él. Los blancos dientes cerrados en una feroz dentellada fueron para él la puerta al más negro de los abismos. Se volvió a sujetar de la espada con la que lo había atravesado, pero se dio cuenta de que era inútil. Y con aquel gesto de sorpresa, quedó congelado en el tiempo y el espacio, vivo para el olvido y la muerte, patéticamente asido al acero que había segado el hilo de su vida.

La punta de la espada sobresalía al otro lado del grueso tronco, clavando al hombre a la madera como si fuera uno de esos adornos que tanto les gusta colocar a los nobles entrovinos en sus casas. Las manos del cadáver estaban cerradas en torno a la hoja, con los gavilanes enterrados entre los dedos. El abeto aún retemblaba por el impacto y pequeños copos se deslizaban desde su copa hacia el suelo, lentamente, como si tuvieran verdadera pereza por llegar al suelo desde la altura en la que se habían acomodado para dormir durante largo tiempo.

Tiró de la hoja para sacarla del destruido cráneo del tercer enemigo. Sacudió el acero con desprecio, liberándolo de las gotas de sangre que aún quedaban pegadas al aguzado filo. La nieve, convenientemente fundida, le ayudó a completar la tarea. Miró a su alrededor con asco. Los tres cuerpos estaban desparramados a su alrededor, con horribles heridas por las que la vida y el espíritu habían huido a toda velocidad. Pero era tarde. Tan tarde que en el horizonte empezaban a despuntar algunos rayos del alba. El awen que había despertado en su interior no estaba saciado en absoluto y parecía querer matar más. Blandió la bastarda con impaciencia, buscando a su alrededor alguna víctima más, que hubiera permanecido escondida a sus ojos. Intentó buscar algún rastro, pero el claro estaba lleno de sus propias pisadas, mezcladas con las de los muertos y manchado de sangre por toda su extensión. No se había dado cuenta, pero estaba herido. Alguno de los huesos habría conseguido morder su piel y algunos arañazos sangraban profusamente en sus brazos. Se vendó como pudo, intentando contener la hemorragia. Envainó, de mala gana, sintiendo como suyas las protestas de su arma por volver a la vaina de la que estaba deseando salir. Pareció protestar más en su costado al tintinear a cada paso que daba. Khram gruñó. No estaba saciado.

Pero la sed de sangre no era lo único que le molestaba, aguijoneándole desde el interior como una enfermedad mal curada. Había algo más, que no sabía qué era. Aquel sentimiento incómodo era como una pulga en un lugar inaccesible, que cada vez picotea más, pero de la que uno no puede librarse. Sin abandonar la cautela, silbó. Ragnar acudió con Kora atrapada entre sus crines, tapándose del frío invernal. Montó y los animales notaron su malcontento. Kora se tapó aún más con el cabello de la montura, sin acercarse al hombre. Y Ragnar, muy a su pesar, se puso en marcha sin protestar ni una sola vez. Callado y taciturno, el bárbaro ponía rumbo al sol naciente de nuevo, para llegar al poblado de hielo, a disfrutar de una merecida cena y un descanso. Sin aquellos exploradores merodeando por los alrededores, tendría tiempo, sin duda, para advertir a sus nuevos compañeros y organizar alguna defensa.

Con un suave trote, el potranco bortai avanzó entre la nieve sin perder el paso ni un solo momento, plantando firmemente cada una de sus patas en el frío suelo, con seguridad. Los suaves ronquidos de la mangosta eran el único sonido que acompañaba al prensado de la nieve que el caballo producía cada vez que una de sus poderosas ancas golpeaba el gélido suelo. Khram llevaba una mano en las riendas, sueltas, para que el tintineo de las hebillas se amortiguara; la otra, puesta en la empuñadura de su bastarda, callando el suave entrechocar del acero contra su funda.

Las luces se hacían cada vez más evidentes. Llegaría al campamento con la alborada, justo para ver cómo la actividad comenzaba a hervir en aquellas extrañas yurtas abovedadas y construidas en hielo. Aeena lo estaría echando de menos y podría tranquilizar su ánimo. La abrazaría y desayunarían juntos. Después podrían salir a cabalgar, si Ragnar se prestaba a llevarlos a los dos.

Las luces, cada vez más intentas, calmaban la sangre de Khram, pero no su corazón. Su ansia parecía haberse enfriado un poco, con los primeros rayos del alba, deshecho el hielo que el awen hacía crecer dentro de sí. Pero su corazón no podía tranquilizarse. Tenía un punto de nerviosismo, una minúscula sensación que, en lugar de callar, parecía gritar con mucha más fuerza, haciendo retumbar sus oídos con la angustia de la que nacía.

Pronto se dio cuenta de su error.

No era su propia ansiedad lo que le hacía escuchar alaridos de terror y rabia. No era su sangre la que chirriaba en su interior, poniéndole nervioso. No era su corazón el que se negaba a tranquilizarse.

Tras los árboles, la pequeña aldea de hielo apareció iluminada por multitud de antorchas. La noche aún cerraba en torno a las Tierras de Hielo y no era el alba lo que, en la lejanía, había visto el bortai, sino el resplandor de las teas al consumirse, mientras las yurtas de nieve se fundían siseando. Muchos habían caído víctimas de aquel fuego que parecía no apagarse por mucho que se hundiera en la nieve y el agua en la que la convertía. Otros aún corrían envueltos en llamas, exhalando terribles aullidos de terror y tormento, corroída su piel por el calor de la hoguera. En el centro, aún resistía un valiente puñado de guerreros.

Se habían colocado hombro con hombro, cerrando un círculo en torno a los más débiles y a los heridos, que quedaban así protegidos por un puercoespín óseo, que los defendía de la muerte con todas sus fuerzas. Consiguió distinguir la aguerrida figura de Aeena, con un pesado mandoble entre sus manos, distinto de las amarillentas armas de hueso pulido que blandían los asediados y sus asediantes. La guarda, bruñida y moldeada en negro metal, hasta darle la forma de un ave en vuelo, hacía inconfundible aquella arma. Quizá la inteligencia y el arrojo de la joven habían salvado a más de uno, sabiendo que aquel acero podía destruir la mayoría de las armas que blandían sus enemigos. Pero no aguantaría mucho bajo el peso de aquella enorme hoja.

Su awen, que no había conseguido dormirse, despertó de nuevo en su interior. Inflamó de nuevo su savia, ardiendo en sus venas, acelerando su corazón. Un acceso de rabia reventó en sus riñones y el estallido de ira fue tal que hasta el desganado Ragnar relinchó, lleno de ira, y se puso de manos. Hasta la displicente mangosta gruñó en un intento de rugir como un león.

Un horrendo alarido puso los vellos de punta a defensores y atacantes. Al mirar al sitio del que había venido aquel feroz aullido, los primeros vieron a su salvación, recortada con la luz, ahora sí, de los primeros rayos que Brishna derramaba sobre aquella blanca tierra. A los segundos les pareció que un demonio, surgido de los mismísimos abismos de Malak, salía rugiendo del bosque, subido a una de las infernales bestias que domeñaban. El sonido combinado del relincho y el grito de guerra del bortai, hicieron temblar a los atacantes, que se dispusieron a defenderse del nuevo enemigo.

Algunos arqueros tensaron sus armas, disparando saetas al cielo, intentando acertar al bárbaro. Una fue a impactar contra uno de sus hombros, rebotando en el hueso. Otra se clavó más hondamente en la parte blanda de la articulación, haciendo sobresalir el emplumado astil del lado izquierdo del bortai. Afortunadamente, a ninguno se le ocurrió disparar al caballo. Mientras su amo aguantara, Ragnar galoparía furiosamente hacia delante, sin detenerse jamás. La sangre de los garañones de la estepa era tan guerrera como la de sus amos y se inflamaba en ellos ante la batalla de la misma forma que lo hacía la de los hombres que los montaban. Los cascos golpeteaban una y otra vez sobre la nieve y el hielo, levantando un reguero de blanca ira a su alrededor, como si un furioso leviatán se hubiera alzado de las oscuras profundidades del océano, llevando consigo la espuma de los mares. Los ollares dilatados del animal, los ojos abiertos en terrible mueca y los dientes afilados en desaforada hambre hicieron que más de uno derramara el contenido de sus vejigas en unos buenos pantalones de grueso cuero. Otros vaciaron además el contenido de sus barrigas cuando aquel extraño animal se les vino encima, destrozándolos con el poderoso pecho y pisoteándolos con las diamantinas pezuñas. Inútilmente, los asediantes intentaron levantar sus armas de hueso para destrozar al animal, pero entonces recordaban que el animal no había surgido solo de la oscuridad, sino que lo acompañaba un jinete, con una extraña ave tatuada en el rostro, los ojos inyectados en sangre y al que no parecían afectarle en absoluto las heridas que le infligieran. Las flechas rebotaban en su cuerpo y las que se hundían no provocaban dolor ni muerte. Cuando el jinete se les echaba encima, sus afiladas hachas y espadas saltaban en mil pedazos, destrozados por la poderosa hoja infernal que blandía. Aquí y allá, la lluvia de óseas esquirlas cayó sobre los yskim que habían osado levantarse contra lo que el bárbaro más apreciaba.

Esto fue una señal para los asediados. Levantaron sus armas y lucharon. El hueso chocó contra el hueso y el aire del alba se llenó con el seco raspar de uno contra otro y el cloqueo de las armas al encontrarse unas contra otras en el frío ambiente del amanecer. El viento meció cabelleras y capas, y la nieve se esparció por doquier mientras la batalla comenzaba a librarse de nuevo, renacida la esperanza para unos, concebido el miedo para otros.

El hueso mordió la carne y probó la sangre y sintió avidez de más precioso líquido vital. El hueso probó el hueso, y quiso destrozar aquello con lo que se encontraba. Pero por encima del hueso, sonó el acero. El acero no sólo mordió la carne, probó la sangre y el hueso. El acero consumió la carne, hizo desvirtuarse la sangre y destrozó el hueso. Y el acero fue el verdadero monstruo que desestabilizó la batalla. El diablo aparecido de los bosques se acercó a la diablesa que ya habitaba en aquella aldea y cambiaron sus armas.

Aeena, con la bastarda en la mano, adaptó sus dedos a aquella empuñadura mucho más cómoda para ella y cedió el mandoble al enorme jinete que se alzaba sobre ella. Y al mirarlo, hasta ella tembló.

Khram asió el arma de su padre, que un día permaneció enterrada en el suelo de la estepa y que ahora reclamaba recuperar las almas y la sangre que no había derramado durante aquellos interminables años de letargo. Su montura se alzó sobre sus ancas, maneó impaciente, y cargó de nuevo, alzando su vez al tiempo que su jinete, combinándose de nuevo en aquel demoníaco chillido que había llevado la zozobra a los ánimos de sus atacantes. Muchos huyeron ante esta nueva aparición, dejando a sus camaradas en la estacada. Los que se quedaron, se enfrentaron como pudieron al infierno que ellos mismos habían desatado.

Detrás de esta escena, como si el poder de un demonio hubiese creado otro, una diablesa alzaba una de las extrañas armas capaces de destrozar el duro hueso de yazteeh, que ni siquiera las herramientas de los ykeem trabajaban sin sufrir daños. Pulir aquel hueso era costoso en recursos y tiempo, pero sin duda, conseguir aquel material capaz de destruir las armas, era mucho más valioso. Los atacantes abandonaron su objetivo primario y se lanzaron hacia la mujer y el hombre que esgrimían el acero, intentando arrebatárselo. Sin duda, quien dominara aquellas armas, quien consiguiera doblegarlas a su voluntad, tendría todas las posibilidades de gobernar, no sólo las Tierras Heladas, sino todo el mundo que había detrás. Y aquel demonio sucumbiría a las fuerzas reunidas de los yskim. Y cuando acabaran con él y su diabólica concubina, acabarían también con las criaturas que los habían cobijado y sustentado. Así desterrarían el mal del mundo y, manejando sus armas con sabiduría, llegarían a dominarlo por completo.

En su ansia, olvidaron que alrededor, el mundo seguía girando y que los demás yskim, por vencidos que hubieran parecido, también tenían mucho que decir al respecto. Y los asediados se volvieron asediantes, y cambiaron las tornas. Ahora los atacantes tenían que defenderse de la pertinaz lluvia de hueso que los diabólicos guerreros provocaban y de la lluvia de hueso que habían suscitado en los que habían querido someter. Los gritos de guerra llenaron el campamento, y los atacantes comenzaron a ceder.

Diezmados, había docenas de cadáveres esparcidos por el suelo, cubiertos de grimoso fango sangriento, nieve, orina y sus propias heces. Tripas y entrañas bañaban los agonizantes despojos de unos. Miembros cercenados aún derramaban la sangre que había en ellos, a unos cuantos pasos de donde habían caído sus dueños. Cabezas abiertas como melones mostraban al frío invierno su coagulado contenido. El hedor de los moribundos al sucumbir comenzaba a embriagar a los que luchaban y los gritos de agonía se entremezclaban con el alborozo de las armas. Algunos cayeron en las incombustibles teas que habían lanzado a las indefensas yurtas, ardiendo como aquellos a los que habían asesinado a sangre fría. El nauseabundo olor a carne quemada se extendía por la tundra mientras la batalla cambiaba de signo y se decidía.

El enemigo comenzó a huir. Sólo unos cuantos guerreros, más inteligentes que valientes, escaparon de aquella carnicería. Los hombres y mujeres que habían sido asediados comenzaron a vitorear al sureño. Pero el bortai había desaparecido.

Aeena, con el miedo creciendo en su interior miró a su alrededor, llamó a gritos a su amante y buscó entre los cadáveres hasta que lo encontró. Abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la boca. Dos lágrimas quisieron brotar en sus ojos, pero el frío las heló antes de que se derramaran.

No era tristeza ni pena lo que provocaba aquel llanto. Sino el miedo.

El bárbaro había seguido cabalgando tras los fugitivos. Y Aeena, en la lejanía, veía como su corpulenta sombra, hacía subir y bajar aquí y allá los brazos, acompañados por la terrible arma de acero. Oscuros géiseres brotaban de los desdichados a los que alcanzaba y cada golpe era seguido por un terrible alarido de rabia, que flotaba en el nevado. Cada bramido inundaba los oídos de Aeena, que apenas podía oír los vítores de sus paisanos, abstraída por las acometidas del bortai.

Khram abatió al último yskim que huía. Una horrible sombra chinesca, recortada contra el horizonte, mostraba una testa saltando de su cuerpo, que caía inerme sobre el suelo, a los pies del bárbaro, para acabar destrozado entre los cascos de la montura. El aprendiz de mago abrió los brazos en victoria y gritó de nuevo. Y no era el suyo un grito de júbilo sino de dolor e ira. Era un desafío. Era una invitación al infierno.

Aeena sintió que el orgullo nacía en su corazón. Y algo que crecía en su interior, oculto a los ojos de los demás, rebulló inquieto.

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Khram Cuervo Errante

- ¡Gracias a...!

Con un gesto, el bárbaro calló las palabras de Aeena. Se movió deprisa.

Había vuelto cabalgando desde el lugar en que yacía muerto el último atacante, atravesado de parte a parte por la hoja del Cuervo y pisoteado el cráneo por los potentes cascos de su montura. Aún con la espuma del esfuerzo goteando de las quijadas, Ragnar se detuvo y Khram descendió de su grupa de un ágil salto. Quedó enfrente de la yskim, mirándola cara a cara y la agarró por los brazos.

- ¡No hay tiempo ahora! Estos no eran más que una partida de avanzada. ¡Hay que construir defensas!

- Pero... - balbuceó débilmente la mujer.

- Demasiado sabes, sureño – el hombre corpulento que una vez lo desafió se había introducido en la conversación sin ser invitado. – Tus amigos deben querer pasárselo en grande con nuestras mujeres y matando a nuestros niños.

Un rayo plateado cruzó la cara del guerrero, que empezó a gotear sangre profusamente. Una horrible herida se había abierto en su rostro, desde la frente hasta el labio, atravesando toda la nariz. Exhaló un estremecedor aullido de dolor y se cubrió el profundo corte con ambas manos.

- Si vuelves a abrir la boca, te juro que la próxima vez no perderás sólo unas cuantas gotas de sangre – el tono de la voz del aprendiz de mago parecía surgir de las entrañas de aquel blanco desierto, quemando sólo con su helor el ardor que inflamaba el ánimo de aquel yskim. – Ahora, necesito hombres y mujeres que sean capaces de cortar árboles bien rápido. Hay que levantar una empalizada aquí. Y los que sepan cortar bloques de hielo, como esos que usáis para las yurtas, que empiecen ya. Eso dará más consistencia a la barrera.

Empezó a impartir órdenes por doquier, disponiéndolo todo para que las tribus que llegaran encontraran bien pertrechado aquel campamento. No pensaba permitir que nadie en absoluto, por muy líder de la aldea que se tuviera, tomara el mando en aquella situación. Muy claro había quedado ya que no había nadie en el asentamiento que fuera capaz de llevar a cabo una acción defensiva con éxito, y mucho menos siguiendo a aquellos a los que seguían habitualmente. Si sólo se contaba con las dotes de mando, el mando no valía para nada.

Había que hacerlo valer.

- Verás, sureño – se acercó tímidamente un anciano, - por aquí, las cosas se hacen de distinto modo. No puedes llegar y disponerlo todo como si fueras amo y señor del poblado...

- Anciano, esos hombres volverán. Ahora hemos conseguido ahuyentarlos y darles una buena lección. Pero si no os ponéis en marcha, si no hacéis caso de lo que os digo, volverán y os aniquilarán. Están decididos a acabar con vosotros y no se van a rendir.

- ¿Cómo estás tan seguro? Tú y esa bestia tuya habéis conseguido infundir demasiado pavor en sus corazones. Tanto que, estando tú aquí, dudo que vuelvan a levantar las armas contra nosotros.

- ¿Dudas? – abrió un zurrón que llevaba sobre la grupa de Ragnar. Sacó dos bultos informes, cubiertos de sangre y los arrojó sobre los pies del anciano. –  ¡Estas son tus dudas! – las cabezas de dos de los hombres que había abatido en la espesura rodaron por la nieve. Su interlocutor palideció.

- ¿De dónde...?

- Del mismísimo corazón del bosque. En un claro se agolpan unas cuantas decenas de tiendas de piel, capaces de dar cobijo a cuantos han perecido hoy en vuestro poblado.

- ¿De qué preocuparse, pues? – el guerrero corpulento volvía a la carga. – Muertos la mayoría y fugitivos los supervivientes, ¿Quién vendrá a molest...

Un estúpido gorgoteo salió de la garganta del gigantón, como si quisiera aspirar el aire a la misma vez que lo expulsaba. Algo así como el zurreo de una paloma, combinando con el ronroneo de un gato resonó en la tundra. Una de las espadas de Khram, la que había sostenido Aeena, estaba ahora hundida en el garganchón de aquel fanfarrón. Khram ni siquiera lo miró. Tampoco se molestó en sacar la espada de su tumba temporal. Había cosas más importantes de las que ocuparse ahora.

- El líder, un hombre con una cicatriz en el rostro que le cruza sobre el ojo izquierdo – el bortai prosigió su relato como si acabara de matar una mosca y no a un hombre –  que no está entre los cadáveres, ni entre los fugitivos. Si ese hombre sigue dirigiendo sus huestes, donde quiera que esté, tened por seguro que volverán.

"Es hora de que recojáis de vuestras raíces lo que forjó vuestro pueblo. Es hora de que vuestro orgullo vuelva a florecer, fuerte, como antaño anidó en vuestros corazones y que os llevó a hacer conquista, a emprender lejano viaje a tierras que desconocíais, a alejaros de todo lo que os era querido y a fundar un pueblo del que yo desciendo. Es hora de que la llama que fundió la nieve y el hielo e instauró al gran pueblo de la estepa arda de nuevo y ruja en esta fría tundra para expulsar a todos los enemigos que os acorralan."

"¿Qué razón tendrán para atacaros? He visto que muchos os preguntáis esto. Y no puedo daros respuesta. Sin embargo, puedo entender en parte sus intenciones. Si realmente mi pueblo y el vuestro están emparentados, si verdaderamente vuestros ancestros y los míos fueron los mismos en la noche de los tiempos, entiendo que la sed de la guerra inflame sus corazones del mismo modo que inflama el mío o el de mis compatriotas, consumidos siempre por el deseo de hacer la guerra. Pero aquí no lucháis por mejores pastos. No lucháis por un pedazo de tierra."

"Dicen que el hombre que no es digno de vivir, muere. Dicen que los hombres que mueren sin más no son dignos de vivir. Y yo os digo que haré valer mi vida. Os digo que no dejaré que mi muerte sea una muerte más. No permitiré que mi muerte sea un grano de arena más en las inmensas playas del ir y venir del tiempo. Os juro que mi muerte será algo por lo que se canten canciones y de lo que los tiempos venideros dirán: este hombre fue digno de su existencia. Ya que mi vida no tiene sentido, que lo tenga mi muerte."

"Porque la batalla que hoy libráis no es por el emplazamiento en el que levantar unos cuantos bloques de hielo. La batalla que hoy se va a desencadenar aquí no es una batalla por la comida o el agua o las pieles o el calor. La batalla que está a punto de comenzar no es una batalla más. Vuestra batalla es por vuestra propia pervivencia. Luchad, y tendréis una posibilidad de sobrevivir. Quedaos quietos y morid como perros. Elegid: podéis seguirme ahora y probar que sois dignos de merecer la vida o bajar los brazos. Y si los bajáis antes de que yo os lo ordene, mi acero y mi caballo estarán tan lejos de vosotros como nos lo permitan las patas de mi animal."

Finalizó el discurso del bortai y el silencio invadió el frío aire. Se oían las entrecortadas respiraciones de los heridos y algunos lastimosos quejidos de los más graves. Hasta el incesante viento calló, al verse reflejado, aunque sólo fuera mínimamente en aquel duro alegato. Los yskim agacharon la cabeza y se quedaron contemplando las puntas de sus botas. Los ojos quedaron clavados en la deslumbrante blancura de la tierra, avergonzados por las palabras del sureño. Y no era para menos. Exiliados hace tiempo, abandonadas las tierras ancestrales, entre los yskim se pensaba que los que habían huido al sur tenían la sangre aguada, débiles para volver y luchar por los suyos, pero había sido más bien al contrario. La sangre diluida se había quedado en las Tierras de Hielo, mientras que el arrojo del león que una vez rugiera en el desierto de nieve descendió al sur, para fundar un país tan grande como orgulloso, perdiéndose para siempre en la tundra.

Aeena se movió lentamente hacia el bortai. Sacó la espada de la garganta del muerto, la limpió con la prístina nieve y habló.

- Enséñanos a recordarnos.

Le tendió la bastarda con ambas manos, arrodillándose, como señal de pleitesía. Khram la sostuvo por el brazo derecho, delicada pero firmemente, y la levantó.

- Ningún hombre o mujer debe arrodillarse ante otro. El hombre que caiga, debe hacerlo muerto, nunca humillarse. La mujer que se arrodille, debe hacerlo en su agonía, nunca doblegarse. Los hombres a los que seguir deben demostrar que deben ser seguidos. Pero nadie, por grande que sea, puede exigir a otros que se arrodillen ante él. Orgullo, Aeena. Orgullo.

Por primera vez, Aeena miró a los ojos de su amante. En ellos vio reflejados todo el dolor y la rabia que ardían en su corazón, revelados por la llama que Khram había llegado para encender en su historia, levantando los antiguos espíritus de sus mudos túmulos, llevando hasta ellos las voces que habían dejado de escuchar, resignados a llevar una vida de tormento entre la cellisca y el viento. Vio la fuerza de la raza que aún vivía en el corazón de los bortai, en el corazón de aquel bortai, que, pese a haber renunciado a lo que era, aún se conservaba a sí mismo. Aquella impronta estaba calada a fuego en su corazón, grabada profundamente en su sangre, palpitando furiosamente.

Alguna vez había oído decir: Sangre y clan.

Los yskim habían perdido la sangre, habían ignorado el clan. Y ahora pagaban el precio de haberse ignorado a sí mismos, de haberse olvidado de lo que eran.

La mujer cerró los ojos y se giró. Empezó a impartir órdenes, a organizar grupos de batida. Khram la acompañó y dio sus propias órdenes. Mientras Aeena organizaba la recogida de troncos fuertes y recios capaces de detener un ataque bien organizado y la construcción de sólidos bloques de hielo que reforzaran la estructura, el bortai organizó a los guerreros en escuadras. Descubrió que los yskim de aquel poblado no tenían ninguna cultura guerrera. Los arcos apenas les servían para cazar y las armas que utilizaban en la defensa eran más bien escasas.

Tomó a los arqueros en un aparte y construyó unos rudimentarios estafermos con algunos troncos de deshecho. Los dejó haciendo prácticas de tiro mientras reunía a todos los que sabían blandir una espada para rechazar las incursiones. Instruyó brevemente a los que podían servirle y les enseñó la forma bortai de hacer la guerra. Cada uno tuvo enseguida claro su papel. Pero el bortai no las tenía todas consigo. Quiso verlos en acción y el resultado no pudo ser más desastroso.

Consiguió que organizaran una línea suficientemente apretada como para que un batallón de caballería mydonita, con todos los aparejos y las filigranas, pasara entre un hombre y otro. Dando espeluznantes gritos, los hombres se reorganizaron y, al cabo de unos minutos, consiguió que se apretaran. Satisfecho con aquello, quiso que desenvainaran. Por precaución, les quitó las afiladas armas de hueso y les dotó de un gran surtido de varas de fresno nival, un árbol bastante común por los alrededores, de corteza blanca y flexible. Y fue todo un acierto. Aquí y allá, se oían quejas y zurriagazos. Más de uno dormiría aquella noche con las marcas de un latigazo en su cuerpo.

- ¡Los ancestros se avergonzarían de vosotros! ¿No habéis oído nada de lo que os he dicho antes? ¡Sangre y clan! ¡Sangre y clan sois, y si se derrama la sangre del que tenéis al lado es vuestra sangre la que se derrama, idiotas! Volved a envainar. ¡Desenvainad!

No cesó en aquel ejercicio hasta que lo que vio, le gustó. Finalmente, los yskim consiguieron comportarse como una fuerza bortai, disciplinada. Lo hicieron todos como un solo hombre, con un solo corazón. Al menos, en aquello, no había dejado la sangre de los bortai de correr por el interior de las venas de los hombres del hielo. Era la hora de la prueba de fuego.

Khram tomó esquirlas de hueso de los despojos de la batalla que habían vencido y las ató con tendones secos de pequeños animales, fuertes, resistentes y flexibles. Formó con ellos una especie de coraza ósea. Entre aquellas piezas había grebas y brazales que no servirían a ningún hombre vivo y piezas que no parecían humanas en absoluto. Los guerreros yskim seguían apretando filas, haciendo simulacros de organización y Khram los miraba orgulloso. Quizá no todo estuviera perdido.

Levantó la vista al ver movimiento a su alrededor. Una pelusa de gran tamaño se había acercado a él.

- Tú quedar. Tú hacer bien no dejar Aeena.

- Hola, Yurizh – saludó el hombre.

- Nosotros observar batalla. Gran miedo. Tú luchar bien. Pero ahora temer. Tú no ser guerrero normal. Awen apoderarse de corazón. Tú debe tener cuidado. O tú pierde lo que no sabe que tiene.

- ¿Y qué es eso que no sé que tengo, pequeñajo?

- ¡Yurizh no pequeñajo! – la vocecilla del ykeem sonaba indignada – Yurizh ya viejo cuando tú mearte aún en pantalones. Yo decir, pero yo promete Aeena que guarda silencio. Así que tú pregunta Aeena.

- No venías sólo a decirme otro de tus acertijos, ¿verdad? Leo en tu voz que tienes algo más que contarme. Habla.

- Yo quiere lucha. Ykeem quiere batalla – indudablemente, algo ardía en la voz del enano.

- Yurizh... - Khram hizo una pausa antes de seguir adelante. Tenía en la lengua una frase hiriente para el pequeño hombrecillo, pero algo le hizo detenerse. El deje de valor que había detectado en su voz le hizo pensar que quizá bajo toda aquella mata de grueso pelo, el corazón de daba vida al ykeem estaba inflamado de ira, lleno de horror. Los ykeem amaban todas las formas de vida y la muerte de sus amigos yskim les había llenado de pena y pesar. Y, por propia experiencia sabía que aquella profunda tristeza desataba la ira aprisionada en las entrañas, liberaba todo el torrente de rabia que una persona era capaz de desarrollar.

- Yurizh sabe que hombre sur preocupado. Yurizh preocupa que hombre sur preocupado. Pero Yurizh también preocupado por familia. Ykeem también morir si poblado desaparece. Ser pequeños. Si nadie protege, ¿quién ayuda pequeña gente? Nosotros sabe pelea.

Para dar énfasis a sus palabras, el ykeem tomó una especie de honda doble, como dos tiras unidas por un punto, en las que se podían colocar dos piedras. El enano colocó dos proyectiles perfectamente esféricos en cada una de las badanas de aquel instrumento y, con un movimiento de muñeca perfectamente estudiado y experto, soltó ambos pedruscos, lanzándolos a una distancia considerable, hasta que se incrustaron en uno de los bloques de hielo de la yurta que los había detenido.

Dejando lo que estaba haciendo, el bárbaro se levantó sorprendido. Caminó lentamente hacia el punto en el que se habían incrustado los dos peñascos y miró la perfección con la que habían traspasado el hielo, sin agrietarlo siquiera. Introdujo los dedos en los boquetes y aún así, no llegó a tocar aquellas esferas voladoras. Sorprendido, se volvió hacia Yurizh, que se acercaba como si reptara sobre la nieve.

- Yo sabe. Ykeem no muestra armas habitualmente. Ser secreto ancestros que tener que guardar. Ser instrumentos mortales que nunca usar a menos que vida en peligro. Y ahora ykeem ayuda. Tener que hacer.

- Yurizh... ¡esto es formidable!

- Entonces todos ykeem lucha. Todos ykeem ayuda. Por fin, ykeem útiles.

- Pero vosotros sois los que cazáis y proveéis a los yskim. Vosotros caldeáis sus tiendas, vosotros cuidáis sus hijos... Sois los que conseguís que salgan adelante.

- Eso no problema, hombre sur. Para ykeem no ser molestia. Para ykeem no ser trabajo. Pero yskim protege siempre ykeem. Ser hora que devolver todo que ellos hacer.

Khram lo vio alejarse progresivamente. El hombrecillo parecía ufano con su hazaña y comenzó a parlotear en aquella jerga tan incomprensible que era su idioma. Otros ykeem, con los cabellos más o menos largos, más o menos oscuros, comenzaron a surgir de la propia nieve, o eso le pareció al hombre. Parecía como si una capa de pieles hubiera cobrado vida de repente y se moviera hacia todas partes, en una peluda marea. Se reunieron con Aeena y comenzaron a ayudarla en sus tareas. Aquellos pequeños se movían rápido y con agilidad.

Volvió a su tarea. Observó las placas que había conformado y se dio por satisfecho con aquello, teniendo en cuenta los materiales con los que contaba. Cargó con la coraza y se reunió con Ragnar. Utilizando los tendones secos, amarró las planchas de esquirlas de hueso a las patas de su caballo, armando el poderoso pecho y protegiendo la orgullosa testa. Los flancos del caballo quedaron pertrechados y sus potentes ancas, salvaguardadas. Si algún yskim creyó alguna vez que su montura era un demonio salido de algún abismo, ahora le habría dado la razón. El aspecto de Ragnar era tan terrorífico que hasta él se asustaría. Miles de espinas aparecían en cada articulación, cientos de espolones habían crecido en su estructura, proporcionando formidables armas al óseo espectro en el que se había convertido el garañón.

Tironeando de las riendas, volvió al campo en el que los guerreros habían perfeccionado la técnica de apretar líneas. Eso le ahorraría trabajo. Había comprobado por sí mismo que eran buenos en el manejo de las armas y ahora sólo quedaba organizarlos.

Sin mediar palabra, asió la empuñadura de su bastarda y se puso frente a ellos. Ragnar abrió los ollares, expulsando dos nubes de vapor al congelado ambiente de la tundra, y bajó la testuz. Siguió un bramido.

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Khram Cuervo Errante

Khram se había lanzado a cargar contra sus soldados, acompañado por el potranco. Los yskim abrieron las líneas, se desorganizaron, corrieron. Olvidaron lo que habían aprendido aquella tarde, corriendo por sus vidas. Muchos temieron morir en aquella carga suicida. Habían visto pelear al bortai y no querían acabar ensartados en aquel enhiesto y acerado poste que encerraba a la propia muerte en sus entrañas.

- ¡Patético! ¿Así pensáis guardaros de los enemigos? ¿Acaso sois ratas, que huís cuando el peligro os pasa cerca? ¡Sois hombres y mujeres guerreros! ¡Sois la última línea de defensa de vuestro pueblo, maldita sea! Dará igual lo que cargue en vuestra dirección. Si os dispersáis así, franquearéis el paso de cualquier fuerza que os asedie y eso será vuestra perdición. ¡Apretad la línea y resistid, hijos de una hiena!

El bortai vomitó una orden y, al punto, volvían a formar en una única línea. Las espadas de hueso, una vez devueltas, en la confianza de que ya no serían dañinas para el camarada, rasparon las vainas al saltar de ellas. El bárbaro aprestó el acero.

- ¡Cargad!

Ninguno se movió. Khram repitió la orden. Al comprobar que ninguno obedecía, volvió a cargar él, azuzando a su caballo a embestir. Tanto animal como hombre cargaron. El resultado fue apenas poco menos desastroso que el primero. Alguno aguantó, pero el empuje del bortai acabó por hacerle desistir. Khram movió la cabeza en gesto de negativa. Aquellos hombres y mujeres peleaban perfectamente en el cuerpo a cuerpo, pero no sabían pelear juntos en bloque. Eran el reflejo del espíritu de aquellas tierras, en las que una tribu medraba por sí sola, plantaba cara al inclemente tiempo, ponía trabas al helador viento y sacaba provecho del yermo suelo. Una tribu, sola, era capaz de sobrevivir, de sacar adelante algunos vástagos, hacer nacer ramas, hojas y flores. Y sin embargo, dos o más tribus juntas no podían sino hacer la guerra, derramar la sangre que daba vida a aquella tundra. No había el sentimiento de hermanamiento que los bortai mamaban con la misma leche materna. No existía el punto de encuentro que eran los líderes.

Aeena, por su parte, lo llevaba mejor ahora que los ykeem se habían unido a los humanos para la lucha. Mientras que los yskim apenas acertaban a construir un parapeto aceptable, los ykeem trabajaban con denuedo, sin detenerse. Las murallas de hielo habían crecido bastante desde que se unieran a la partida de construcción y ya se apilaban bastantes troncos que se colocarían finalmente frente a los bloques de hielo. Los ykeem hacían un trabajo casi perfecto. Aeena paseaba arriba y abajo, con su mano izquierda cruzada sobre el vientre cada vez que comentaba algo con Yurizh. Se detenían, miraban hacia los muretes, departían un instante y continuaban. Esperaba que pudiera unírsele pronto o la desesperación acabaría con él.

Volvió a intentar formar un batallón con los guerreros que sabían manejar la espada. Los guerreros, al menos, formaron con presteza un único frente apretado. Khram los alentó. Si eran capaces de hacer aquello como un único hombre, debían ser capaces de arrostrar cualquier enemigo como un único ente. Amarró de nuevo la rudimentaria barda de Ragnar con los tendones, para protegerlo así de cualquier daño indeseado. Tomó distancia y lo miró.

Desde allí, bien parecía que el caballo era cualquier cosa menos un caballo. Era más bien un monstruo blanquecino, enorme, con armas y defensas en cualquier esquina y recoveco de su cuerpo, algún ser demoníaco, creado por Malak en su locura y que algún mago, aún más loco, hubiera traído a la tierra para dominarla por completo. Uno casi esperaría que en lugar de relinchar, rugiera, y que de sus fauces no exhalara aliento, sino el fuego más ardiente de las calderas del averno. Si aquella bestia lo hubiera atacado sin piedad, si aquel animal lo hubiera acuciado en la batalla, Khram estaba seguro de que él también habría sentido miedo en algún momento. Pero era lo que había y no podían perder demasiado tiempo.

Arengó de nuevo a los guerreros, repitió instrucciones, les infundió ánimos. Y volvió a probar.

Primero se lanzó él en feroz acometida. Y, aunque muchos guerreros mostraron pavor en sus ojos y sus labios delataron el terror que causaba el Cuervo en su corazón, aguantaron. Se mantuvieron firmes en la nieve, con los pies bien plantados en el hielo, resistiendo el embate de la fuerza del bortai. Desenvainó entonces y el acero cantó con el frío aire de la mañana. Se alzaron los escudos y detuvieron los golpes de la hoja. Y entonces fue el turno de Ragnar de entrar en acción. Armado con todo aquel exoesqueleto, avanzó entre la nieve, levantando una muralla blanca a su alrededor. Su pecho fue a estrellarse contra la primera línea. Con una carga más potente que la del ser humano, el animal derribó a dos o tres guerreros del frente, pero los demás resistieron impasibles aquel empuje inhumano. Por fin habían entendido lo que Khram quería decirles. Estaban casi listos.

Dejándolos que se acostumbraran a la nueva táctica, el bárbaro se dispuso ahora a entrenar a unos arqueros que, por certeros que fueran con las presas pequeñas, debían entender que ahora se enfrentaban a seres humanos, dotados de voluntad y consciencia, que se defendían de una manera o de otra. Y lo más importante. Que ellos serían el objetivo principal de casi cualquier ejército, precisamente por su peligrosidad.

Lo tendría algo más fácil que con los guerreros que combatirían a pie desnudo contra el grueso principal de los enemigos que los atacaran. Los estafermos parecían puercoespines, claveteados con decenas de flechas que se habrían clavado en lugares bastante dolorosos de haber sido seres humanos. Los ojos habrían desaparecido en un mar de saetas y los cuellos, ingles y hombros habrían sido atravesados por infinidad de puntas de hueso labradas. No cabía duda de que aquel cuerpo de arqueros estaba bien entrenado y a Khram le servirían, aunque no fueran una unidad de Halcones de vistas kilométricas y punterías legendarias. Les enseñó a disparar como harían los guerreros del clan bortai. Primero, una flecha en un ángulo ascendente. Después, el bortai montó de nuevo el arco con una flecha nueva y disparó de frente, contra el objetivo. El resultado fue que las dos flechas cayeron sobre el estafermo casi simultáneamente. Así el enemigo tenía muchas menos posibilidades de defenderse de un ataque de proyectiles de hueso emplumados. Una u otra flecha debía empalar el cuerpo del enemigo. Como había supuesto, no hubo problema en adiestrar a los hombres que disparaban los arcos. Enseguida consiguieron dominar aquella técnica de forma tan eficaz como los Halcón y las flechas llovían sobre los monigotes de madera en un incesante diluvio de muerte.

Los ykeem estaban terminando de levantar el parapeto de hielo. Aquellas extrañas y peludas criaturas podían trepar por el hielo con total facilidad, sin resbalar, y con su tesón y constancia, una muralla de color blanquecino rodeaba ya casi por completo toda la aldea. Aquí y allá veía el bárbaro levantarse troncos de cabezas afiladas, soportados por la firmeza de la construcción de los ykeem. Los yskim cortaban árboles con rapidez, los desbrozaban y los transportaban donde los ykeem levantaban la empalizada.

El aspecto que estaban consiguiendo darle al poblado le gustaba a Khram. No era inexpugnable, eso desde luego. Pero sabía que sus enemigos no contaban con máquinas de asedio ni con verdaderos estrategas, ni nadie que hubiera visto jamás aquel tipo de construcción. Y con aquella ventaja, jugarían.

Khram ordenó construir plataformas interiores y los ykeem contestaron algo así como que el hielo ya era suficiente plataforma. Así que el bortai calzó a uno de los enanos con una pieza de la armadura que había confeccionado para Ragnar y lo hizo trepar por el hielo. Cada paso que el ykeem trataba de dar era robado inmediatamente por aquella superficie resbaladiza y traicionera. Convencidos, los ykeem utilizaron las ramas desbrozadas para tapizar la superficie libre de los bloques de hielo y construyeron escalones para retreparse a lo alto de la muralla.

Por el lado de fuera, la muralla estaba erizada de lanzas y picas de madera y hueso, sembrada de enormes estacas que conseguiría que los atacantes se abstuvieran de realizar ningún temerario ataque que pudiera costarle la vida a alguno de los que habrían de cobijarse en el interior de aquella muralla. Se construyeron sólidos portones que habrían de cerrarse y mantenerse firmes. Una doble muralla de gruesos troncos, ramas y tripas de yazteeh secas conformaba cada una de las hojas del acceso y algunas de las armas arrebatadas a los vencidos hacían las veces de trancas que mantenían cerradas las puertas a cal y canto. No había aspilleras ni ventanucos, pero no importaba. Bastaba con subir a los arqueros y los ykeem armados con sus peculiares hondas para detener a una buena cantidad de asediantes.

Los que no podían luchar o construir se dedicaron a recoger todo el alimento que fueron capaces de encontrar. Si se instalaba un ejercito a las puertas de aquella muralla, era probable que tuvieran que pasar tiempo sin cazar o recoger cualquier cosa que aquella yerma tierra pudiera ofrecerles. El agua no sería un problema, así que en lo único que debían preocuparse era en llenar bien las barrigas.

Pensando en la barriga de su caballo, el bortai se dispuso a salir también del poblado, para encontrar algunas hierbablancas con las que alimentarlo y lisonjearlo cuando se quejara por no poder cabalgar libremente. Aunque protestaba por abandonar la comodidad de su actual establo, Khram sabía que su montura aún tenía sangre joven que ardía en deseos de arrancarle la vida a cualquier instante, para vivir con toda intensidad cada paso, cada galopada. Sabía que al garañón en el que se había convertido su joven potranco le gustaba sentir el viento de la tundra mesarle las crines, mientras desafiaba su fuerza con la potencia de cada una de sus patas, corriendo siempre en su contra, venciendo su fuerte soplo una y otra vez. Era un animal joven, falto de consciencia. Estaba en plena adolescencia, una etapa por la que Khram había pasado a hurtadillas, arrancado de sus brazos y sus vivencias por las mentiras en las que había sido criado. Y el Cuervo envidió al caballo.

Oyó tras él los leves pasos de Aeena. Atemperó su paso, para que ella pudiera alcanzarlo, mientras seguía buscando aquellas golosinas que tanto agradaban a Ragnar. La mujer llegó enseguida, trotando como una pequeña gacela. Sus pies apenas se hundían en la nieve, dejando sólo unas tenues huellas en la espesa capa de hielo que cubría el suelo. Le tomó una de las manazas y se la besó. Él alzó la cabeza para mirar aquel enigmático rostro. Las bellas facciones le sonreían y él le devolvió el gesto a su amante. Hasta en aquel momento, cuando la oscuridad parecía envolverlos, fue capaz Khram de observar la belleza que aquella tierra cruel guardaba en su interior y que tanto le costaba mostrar. Él había encontrado en la nieve, el frío y la inclemencia de los meteoros una paz que le habían negado tierras más benevolentes. Se había encontrado a sí mismo en el helor y el viento nocturno. Se había encontrado a sí mismo en aquella mujer.

Se alzó y la contempló desde toda su altura. Ahora fue Aeena la que tuvo que levantar la vista para poder escrutar el imperturbable rostro del bortai. Las huellas del sufrimiento poblaban una cara que debía haber estado llena de júbilo y ganas de vivir. La mirada, profunda como la de un anciano, estaba llena del saber de su pueblo, cargada de tradiciones, plena de dolor y contrariedad, rebosante de tormentos pasados. Pero también un profundo anhelo de felicidad y compañía.

Tenía que decírselo. No era justo que no compartiera aquello con él, que también tenía parte en ello.

Aunque no se arrepentiría, hubo algo que la detuvo, y sería el bárbaro quien cargara con las consecuencias de aquel momento de indecisión y duda. Algo en su interior aconsejó a la yskim callar aquel secreto que bullía y crecía en su interior, como un parásito que quisiera desgarrarla y abrirla desde dentro. Finalmente, en lugar de hablar, refugió su rostro en el pecho del bortai, que la abrigó tiernamente entre sus brazos.

Si alguno de los que tuvo la desgracia de ver al bárbaro luchar hubiera presenciado aquella escena, diría que estaba soñando; si alguno de los que habían caído, víctimas de la fiereza del Cuervo, estuviera en aquel instante contemplando la ternura con la que el bortai acariciaba el cabello de la mujer, habría creído que sus ojos le mentían. Era imposible que aquel demonio del sur, en cuyos ojos habitaban por igual la crueldad y la muerte, fuera capaz de demostrar belleza o apreciarla siquiera. Nadie habría sabido decir qué embrujo provocaba un cambio tal en el hombre que ahora besaba a la yskim, lleno de pasión, que lo convertía en un monstruo capaz de cometer la peor de las atrocidades, sediento de la sangre de los enemigos.

Y, probablemente, ninguno habría comprendido que, por mucho que se esforzara en intentar comprenderlo, jamás conseguiría vislumbrar qué latía con tal fuerza en el interior del bárbaro para conseguir que se obraran aquellos prodigios. Ni siquiera los bortai, que habían sido los primeros en demostrar que no estaban dispuestos a comprender al aprendiz de brujo. En el bárbaro ardían mucho más que la rabia y la ira que los dioses, los ancestros o los propios hombres habían hecho brotar en él.

Agarrada por el brazo del joven, Aeena caminaba hacia el campamento, llena de dicha, con una sonrisa perpetua, casi congelada, diríase que por el viento que se había levantado repentinamente. Los cabellos de ambos se enredaban, bailando al son que tocaban los seres del aire en sus oídos. Ella se refugió un poco más, escapando de los copos que el viento levantaba del suelo, arrojándoselos como verdaderos puñales a los caminantes. Él le dio mayor cobijo a ella, apretando el paso. En la aldea, el hielo y la nieve quedaban fuera de las yurtas de hielo, dejando dentro el calor de unos hogares sencillos.

Negras nubes se congregaron en la bóveda que el cielo tendía sobre sus cabezas, cubriéndolo todo con su sombra. No tardó mucho en comenzar a nevar profusamente, con esos enormes copos que sólo caen en las partes más frías del mundo, que caen girando, haciendo piruetas continuamente, bailando en su recorrido desde las oscuras y feas nubes hasta el límpido y claro suelo. El viento comenzó a utilizar también aquellos copos como armas arrojadizas, llenando a los dos únicos seres que aún caminaban por la tundra de un blanco manto. Cuando llegaron finalmente al campamento, la noche reinaba en las Tierras del Hielo, las teas ardían y los puestos de guardia estaban desprotegidos.

El bortai rió amargamente. Aquellos yskim no estaban avezados a la guerra. Atrancó los sencillos portones de madera, esperando que ningún ataque pudiera sorprenderlos en aquella noche y se encaminó hacia su yurta. Allí, dio unas cuantas de aquellas hierbas que había recogido a su caballo. La pequeña Kora, ajena a todo el jaleo que había tomado el campamento durante el día, rebullía ahora por toda la estancia, impaciente, matando la inactividad en la que había estado sumida durante horas. Sus pequeños gritos y gemidos se oían aquí y allá mientras se movía velozmente entre las blancas paredes. Se subió ágilmente a los hombros de Aeena y allí, se quedó dormida.

Khram preparó algo para comer y dio una parte a la mujer, que acariciaba interesada a la cálida mangosta. Fue una comida frugal, pues no había tiempo para más. Había decidido hacer él la guardia de aquella noche. Cuando el alba despuntara, tendría una charla con los guerreros. No convenía dejar desprotegido el poblado por la estúpida necesidad de dormir.

Terminó el aperitivo y tomó de nuevo su capa, abrochándola en el pecho. La bastarda que había sido de su madre pendía de nuevo en el costado izquierdo del Cuervo y el mandoble que Ragnar, su padre, dejara como único vestigio de su paso por este mundo, estaba cruzado, desde el hombro derecho hasta el costado izquierdo, en la espalda de Khram. Nodym vibraba con cada uno de los movimientos del bárbaro, como si estuviera impaciente por saltar de su prisión de cuero, dispuesta a matar y a entregar vidas y almas a la muerte, su verdadera dueña y señora.

- ¿Dónde vas?

- A la muralla – repuso sencillamente. – Si alguien nos ataca y estamos dormidos, el resultado de tanto trabajo será el mismo que si no hubiéramos hecho absolutamente nada. Y entonces sería vano todo por lo que lucháramos.

- ¿Cómo verás en la noche si acecha alguien?

- No lo veré. Pero él a mí tampoco. A quien esperamos es a un gran ejército, no a una o dos personas solas, y un número de gente tan grande deberá traer sus luces encendidas si no quieren perder efectivos antes de que se establezca la lucha ante nuestras puertas. Y, con lo cerrado de la noche, te aseguro que ningún explorador se atreverá a venir si no es con una tea encendida. Hoy la luna no preside el cielo, escondida su cara tras las nubes de la ventisca. Nadie podrá ver a nadie en esta oscuridad completa. Y mucho menos apuntar a matar a nadie.

- Iré contigo – dijo incorporándose. – No quiero dejarte sólo.

- Y yo no quiero dejar solos a mis animales. Además, ahí fuera hace frío. Debes quedarte aquí.

- Soy una mujer del hielo, sureño – dijo indignada la yskim. – Una noche de frío no me va a matar.

- Quizá el frío no te mate. Pero cuando arrecie la cellisca, cuando la nieve cubra tus hombros por el rigor de la vigilancia, cuando tus pies queden entumecidos y tus manos enrojecidas, el cansancio te vencerá. El sueño vendrá a por ti. Y entonces caerás. Y si caes hacia el poblado, del lado de la nieve, sólo te constiparás. Pero si caes del otro lado, mañana tendremos otro cadáver que recoger.

"Y yo preferiría que ese cadáver no fuera el tuyo."

"No, es mejor que te quedes. Yo te avisaré si hay algún peligro y tú darás la voz de alarma. Ahora, intenta descansar."

- Tú también has luchado hoy; has cabalgado y matado mucho hoy, hijo del sur. Tú también debes descansar.

El bortai se detuvo y sus hombros descendieron, con toda la carga que el sufrimiento de tantos años había depositado sobre ellos. Al volver el rostro para mirarla y despedirse, sus ojos mostraban los rastros que las interminables lágrimas habían dejado en ellos; la boca y los labios se torcían en una mueca de sufrimiento intenso, no olvidado. Había envejecido de golpe cuando intentó componer su desencajado rostro, esbozando una tenue sonrisa que tranquilizara a la mujer de un modo u otro.

- Se me ha negado el descanso, hija del norte. No descansaré hoy. Ni nunca.

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Khram Cuervo Errante

Recorrió los pocos cientos de metros que le separaban de la rudimentaria muralla con grandes zancadas. Su hazaña ya habría llegado al último confín de las Tierras de Hielo si es que los rumores viajaban tan rápido como en Bort. Ahora, el líder tuerto de los yskim que los atacaban estaría preparándose para un nuevo ataque o, incluso, dirigiéndose ya hacia la recién pertrechada aldea. Nadie se movía en la blancura bañada por la noche. Sólo Khram, ojo avizor a cualquier signo de luz que se divisara en algún horizonte, permanecía alerta, despierto al peligro como siempre había estado. Sus ojos escudriñaban la lejanía, sometiéndola al experto escrutinio del vigía, del que ha pasado tantas noches en vela esperando que ocurra algo que no debía ocurrir.

Ninguna fogata rugía en los primitivos hogares confeccionados con piedras dispuestas en círculos. Ninguna llama ardía en el campamento. Así lo había dispuesto él, cauto, precavido, intentando despistar así a cualquier atacante que, al no encontrar lo esperado se sintiera desorientado y perdido. Esperó que las nubes y las estrellas no lo traicionaran.

Los ojos pestañeaban insistentemente, retando al sueño una vez más, como hiciera durante tanto tiempo en aquella estéril tundra norteña. Era la única manera de mantener alejado al enemigo más peligroso que tendría aquella noche, el tenaz cansancio que minaría su resistencia y su ánimo lentamente, poco a poco, para apoderarse finalmente de cada uno de sus músculos y sus miembros, dueño y señor de los cuerpos en la oscuridad nocturna.

Se acuclilló sobre la plataforma superior de la tosca muralla, sosteniendo el frágil equilibrio de aquella postura con una mano. El frío del hielo que era el basamento de aquella tarima de ramas y hojas se filtraba a través del entramado vegetal congelando su piel con los vapores helados que exhalaba. Era un espectáculo fantasmal ver aquella empalizada humear en la noche, con una neblina blanquinosa como sólo los hielos perpetuos pueden originar. Pero lo verdaderamente espectral era verle a él caminar por la estructura, sombra entre sombras, recortado pálidamente contra la noche. Un observador que estuviera lo suficientemente cerca, habría salido corriendo despavorido al contemplar la infernal visión del espíritu demoníaco vagando por la altura de la muralla, como si fuera un alma en pena, a medio tránsito entre las estancias materiales y las estancias inmateriales de Druma.

Volvió a incorporarse, lentamente, sin apartar la mirada de las heladas planicies sumidas en la negrura más absoluta. En la bóveda del cielo, algunas nubes, tan negras como la propia noche, surcaban las alturas, dibujadas contra el halo lunar, tenues volutas de vapor a la deriva entre las estrellas. La impaciencia comenzaba a dominarlo y la templanza no era una de las virtudes que caracterizaban al Cuervo. Su ceño se fruncía una y otra vez, intentando ver algo en la lejanía, un signo de la presencia de sus enemigos, por débil que fuera. Quizá el caudillo enemigo de un solo ojo fuera mucho más prudente de lo que él pensaba y ahora estuviera encerrado en su yurta, aguardando a que las luces del alba rompieran el cerrojo que las nubes habían interpuesto a las luminarias de la noche, ofreciéndoles un paso seguro. Y un mejor blanco a los arqueros que esperarían junto al vigilante.

Pero Khram, que había sufrido tanto por la naturaleza humana conocía bien las intenciones de aquel líder. Si quería gloria, si buscaba verdadera gloria, aquel hombre atacaría aquella noche, sin preocuparse por las bajas propias, que, siendo grandes conocedores del terreno en el que se movían, a buen seguro serían escasas. Un ejército podría aguantar fácilmente con unas cuantas decenas de bajas. Él no había podido reunir muchos guerreros, pero tampoco había muchos más hombres en aquellas inhóspitas tierras, así que confiaba en que sus enemigos sólo los triplicaran, o como mucho, fueran cuatro veces los que ellos representaban.

A pesar de la desventaja, el bortai confió. Si fuera necesario, su caballo prestaría el mismo servicio que ya había prestado. Lo vestiría con aquella armadura de placas óseas, haciéndolo semejar a un verdadero demonio. Con la montura, el bárbaro tenía toda la ventaja sobre cualquier tropa de infantería. Y si dicha tropa tenía además armas de hueso, sus magistralmente forjadas hojas, darían cuenta del tétrico arsenal de sus oponentes. Nodym pareció vibrar ante la expectativa del combate, partícipe de los pensamientos del hijo de su legítimo amo. Si la hoja vivía para dar muerte, su dueño había vivido para llevarla hasta ella y su hijo era el mensajero de la Parca para el acero en aquel tiempo. Había mamado con la leche de urga el gusto por la guerra y, aunque le atrajera más el uso de la magia, el manejo de la espada y el hacha, el arco y la lanza corrían por sus venas junto con la fuerte sangre bortai que había hecho un hombre de él. Por eso no se sorprendió cuando, por puro instinto más que por percepción, su mano izquierda se posó sobre el cuerno que llevaba asegurado al costado derecho y sus labios soplaron un toque a las armas con una lúgubre nota de muerte y soledad que llenó la fría noche con los sonidos de los guerreros al levantarse y prepararse.

Por todas partes, salían los hombres de sus tiendas de hielo, vestidos con gruesas pieles, abrochándose las correas de rudimentarias armaduras de espeso cuero. El hueso cloqueó en los armeros al chocar contra la madera mientras era arrancado cruelmente de su reposo, igual que los hombres que lo empuñaban. Los arqueros se calaron los gruesos casquetes y clavaron en las plataformas de las murallas un número de flechas, tal como el bortai les había enseñado a hacer. Protegieron el costado del arco contra la madera, mostrando únicamente el arma y el venablo ya armado por las toscas aspilleras. Sólo haría falta un leve tirón y cientos de flechas oscurecerían aún más el cielo nocturno.

En la lejanía, la luz de cientos de antorchas comenzó a hacerse visible.

En lento avance, aquella pequeña aurora móvil apareció en lontananza justo cuando el cuerno emitió el último acorde de su triste llamada. Los yskim que lucharían a pie enjuto estaban ya colocados, con los escudos en ristre, cubriendo bien la exigua falange que componía aquel ejército defensor. Tras ellos, los pequeños ykeem, más disciplinados y entrenados, rebullían por todo el campamento, saliendo de los lugares más inverosímiles, armados por sus extrañas hondas dobles, cargando capazos llenos de aquellos letales proyectiles que serían capaces de atravesar un cráneo humano de parte a parte. Se dispusieron tras los arqueros, ligeramente desplazados hacia su derecha, para poder aprovechar también la parte más baja de la empalizada, haciendo saltar aquellas bolas a endiabladas velocidades.

Aeena llegaba ya, cubierta por una coraza negra de bellísima factura. El cuero estaba soldado por hermosísimas tachonaduras de plata que refulgían incluso contra la débil luz de las antorchas que se acercaban. Corría como alma que llevaran los diablos, de un lado a otro, impartiendo órdenes, organizando a los guerreros en un batallón que se organizara como un único ser. Yurizh la seguía, chillando en su incomprensible jerga, intentando llamar la atención de la mujer, pero sin éxito. Finalmente se detuvo. Era inútil corretear antes de lo señalado si no iba a conseguir nada.

Khram alzó una mano y la agitó. Yurizh hizo un leve asentimiento y corrió hacia él. Mientras el enano llegaba, él desabrochó las correas de la bastarda de su madre y liberó la hoja con su funda de la prisión de su cinto. La dejó caer sobre el níveo manto, de donde la recogió el ykeem. No medió palabra entre ellos, pues cada uno tenía muy claro lo que debía suceder a continuación.

El peludo enano agarró la pesada espada y la transportó corriendo hacia la amante del Cuervo. Yurizh sólo dio una voz. "Arma", gritó. Y Aeena, ahora sí, se frenó en su febril carrera y tomó la hoja y la funda. Abrochó las cinchas a su propio cinturón y la desenvainó, enarbolándola todo lo alto que pudo, saludando a quien le regalaba aquella poderosa hoja. En lo alto de la muralla, Khram sonrió.

Los ancianos, los niños y aquellos hombres y mujeres que no estaban en condiciones de pelear se retiraron a las yurtas más lejanas, donde aquella noche no dormía nadie, abandonados sus puestos para dejar sitio a los débiles y a los alimentos. Muchos niños pequeños lloraban y muchos niños mayores eran el azote de la paciencia de sus madres, dispuestos a morir en la defensa de su poblado si era necesario. Los ancianos no levantaban la voz, pendientes únicamente de alcanzar la insegura guarda de las tiendas de hielo. No habría defensa en retaguardia: si la guarnición de avanzada caía, ellos no tendrían más consuelo que la muerte.

Sólo cuando todo estuvo organizado, Khram bajó de la muralla. Corrió entre la nieve, dejando un evidente rastro tras de sí y levantando verdaderos muros de blanco polvo a su alrededor con cada poderosa zancada que largaba. Entró rápidamente a la yurta que habitaba y liberó a su montura de la lazada que lo atrapaba. Relinchó Ragnar de júbilo y el caballo se detuvo ante el Cuervo. Amarró la armadura que había confeccionado apenas unas horas antes al cuerpo de su animal, de su amigo. Tenía que protegerlo bien. Lo dejó libre, pero escondido, esperando a su llamada.

De nuevo regresó al frío y la noche. Se cerraba el pesado jubón mientras el pesado mandoble forjado por los Erizo tintineaba en el lecho que suponía su gruesa capa, que llevaba sobre el brazo izquierdo. Había salido a medio vestir, mientras una cota de mallas ceñía el falsete acolchado. Sobre ella, la túnica gris que una vez Burbath, su anciano maestro, le regalara. Y, por fin, las pieles que Dada le legara. Cerró la gruesa capa con el elegante broche y retrepó los escalones de dos en dos, colocándose en el centro de la guarnecida muralla. Ya se podían distinguir las teas, acercándose el temido enemigo cada vez más, en una espera tensa, que se hizo muy corta para los aterrados yskim, pero que fue una inmensa eternidad para el bortai.

Necesitaba la batalla. Anhelaba el combate. Deseaba la lucha.

No arengó a los guerreros. Tampoco dijo palabra alguna. Lo único que tuvo que hacer fue desenvainar la espada de su padre, que había vuelto a su lugar entre los omoplatos del Cuervo y sostenerla en alto para que el grito de guerra que dormía en los pechos de aquellos hombres y mujeres despertara de su larguísimo letargo. Un rugido interpretado al unísono por los yskim y los ykeem, tanto tiempo adormecidos, resonó en el aire invernal, restallando en los copos de nieve, que parecieron ascender, temerosos de enfrentarse a aquella horda sedienta de la sangre de sus enemigos. La sangre bortai salía entonces a relucir. Los guerreros del hielo se deshicieron por completo de la escarcha que se había adherido a sus ardientes corazones, haciéndolos hibernar en la autocomplacencia. La nieve podía matar la carne, pero el mismo espíritu llenaba las almas de los bortai y los yskim y era en ese momento, en ese preciso instante, en el que debía demostrarse que la sangre de ambos pueblos procedía de la misma raíz, entroncada en el mismo tallo tanto tiempo atrás. Si el tronco y la raíz son la misma, el fruto ha de ser el mismo y el alimento que dé lugar a ese fruto, también.

Y el alimento que da fruto en Bort es la guerra.

Una vez inflamada la llama, una vez encendido el fuego, aquella sangre guerrera no abandonaría jamás las venas de aquellos hombres y mujeres que ahora gritaban a la eterna oscuridad, desafiando al mismísimo destino, que se había quedado allí instalado en aquella fatídica noche, espectador no invitado a un espectáculo de títeres del que era el titiritero.

Sólo la oscuridad se atrevió a permanecer allí, silente. Las estrellas parecían querer el abrigo que les ofrecían aquellas oportunas nubes, manteniéndose ajenas a lo que allí iba a desatarse. La luna ocultaba su faz, avergonzada de lo que los hombres son capaces de hacerse los unos a los otros. Las únicas luces que arrojarían claridad sobre los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir serían las teas que los atacantes traían prendidas. Luces que, sin duda alguna, serían los verdaderos únicos testigos capaces de relatar lo que allí ocurriera verdaderamente. Luces que alumbrarían los movimientos de unos y otros. Luces que darían color y arrojarían sombras sobre los ángeles y los demonios a los que se daría rienda suelta sobre los filos de las hojas y las astas de los huesos que, en aquella noche se enfrentarían por la propia existencia.

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Khram Cuervo Errante

Por fin comenzaban a vislumbrarse rostros, vestiduras, botas y armas. Las luminarias que caminaban en dirección a la precaria muralla en la que se congregaban yskim, ykeem y el bortai amenazaban toda forma de vida que se encontraba del otro lado de la empalizada. Los que iban a pie, tiritaban. Pero no por el frío, no por el miedo. Tiritaban tensos, como una cuerda de cítara pulsada por el músico, vibrantes los músculos, expectantes, impacientes. Khram miraba a su pequeño ejército.

Si le invadió el desánimo, no lo demostró. Si le pudo la desazón, no lo evidenció. Su espada permaneció en alto, enhiesta, apuntando a los crueles cielos, que habían decidido derramarse sobre los hombres y mujeres que combatirían aquella noche por si mismos, en forma de gélidos copos que congelaban infinitesimales porciones de su piel, desprovista de los pertrechos con los que protegían sus puntos vitales. Aquella sensación les hacía sentir más vida que nunca, su sangre correr a raudales por sus arterias, su calor generarse en el interior de su cuerpo. Cuando más cerca estaban de su propia desaparición, más vida percibían en sí mismos.
Los pasos de los atacantes ya retumbaban en los oídos de los que estaban en la muralla. Un sordo murmullo que se unía al zumbido del viento del norte, que hacía caer la cellisca y el frío a plomo sobre todos los seres vivos que había allí.

El único que no parecía sentir aquello era el bortai.

Con el brazo extendido, cargada la mano con el arma paterna era la antorcha que iluminaba el camino de los guerreros que tenía a su alrededor. Aquella fría hoja prendió la llama de la esperanza en los corazones de los yskim y de los ykeem. Y si hubiera habido algún superviviente del ataque anterior, habría sido la señal para que ese superviviente temblara de auténtico pavor. El gesto del bortai no había cambiado desde aquella tarde de sangre. El gesto severo, adusto, remarcado por los trazos de aquel tatuaje ritual, símbolo ancestral de su clan, recuerdo indeleble de su procedencia y su identidad, era el perfecto pasaporte al infierno para cualquiera que osara enfrentarse a él.

Sus sentidos se agudizaron. Su vista comenzó a distinguir con claridad los más finos rasgos de los batallones que se aproximaban, lenta, pero inexorablemente. Su oído llegaba a percibir el impaciente piafar de su montura en su establo de hielo. Era capaz de olfatear el aceite que impregnaba las cada vez más cercanas teas al arder. El metálico sabor de la sangre y la bilis se hicieron notorios en su paladar. El vello de cada rincón de su cuerpo se erizo y hasta la última gota de sudor que manaba de sus poros describió un reguero que el hombre hubiera podido describir con todo lujo de detalles. Había sido concebido para momentos como aquel. Permanecía impávido, inmóvil, como si hubiera sido esculpido en granito, a golpe de escoplo y martillo. Los ojos permanecían fijos en los que marchaban para convertirse en su perdición, paso a paso, marcando uno tras otro la macabra música de la muerte.

Un paso más. Otro. Otro. Los crujidos de la nieve al prensarse se convertían en los heraldos del desastre. Fuera cual fuera el resultado, allí reinaría Druma sobre cualquiera de los demás dioses y se enseñorearía, ufana en su propia complacencia, del campo de batalla.

La espera se hacía eterna. Los arqueros esperaban la señal del bortai, de aquel director de orquesta que dirigiría una ópera de sangre vertida y miembros cercenados, de tripas derramadas y vidas segadas. Las cuerdas de los arcos resonarían en los atrios de la Seductora como una melodía mil veces ensayada, perfecta armonía para un espectador ocasional. Pero el sonido que más se repetiría serían los ayes y los estertores de los moribundos y los muertos. Y con aquella sinfonía parecía refulgir la hoja del aprendiz de mago, brillando los fantasmas de su filo bajo la luz de las teas que estaban ya prendidas frente a los defensores.

Todos contuvieron la respiración. Todos permanecieron quietos en sus sitios. La diferencia se hizo al fin evidente y la desesperanza comenzó a extenderse a ambos lados de la muralla. Entre los primeros, los que defendían su plaza, al ver la extensión de aquel ejército, temerosos de las consecuencias que su atrevimiento, de su alzamiento, pudieran acarrear sobre sus vidas y las de sus seres queridos. Todos los que estaban sobre la empalizada, con los arcos tensos y las hondas cargadas, temían por alguien que habían dejado atrás. Todos los que esperaban que aquella marea irrumpiera dentro del recinto tenían alguien que deseaba que continuara con vida.

Entre los atacantes la causa del desánimo era ese faro levantado por un solo hombre, compuesto por un solo hombre. Al ver aquella muralla, y aquel baluarte sobre ella, ninguno supo que pensar. Ninguno fue capaz de imaginar a qué se enfrentarían. Aunque más de uno debió pensar que no era más que un loco. Aquel hombre allí erguido era un blanco perfecto, pero sin la orden acordada, ni una sola flecha saltó de su carcaj para tensar el arco. En aquellos primeros momentos, pudo más la curiosidad que el sentido común, que a cualquier guerrero le habría dicho que había que doblegar a aquel torreón humano, peligroso por hallarse allí como símbolo de unión. Khram fue la primera bandera que unió a uno de los pueblos yskim que poblaban la yerma extensión de nieve y hielo que se había convertido en su hogar.

La señal había sido marcada. Todos los ojos estaban puestos en él. Las saetas estaban a punto de ser liberadas. Las cuerdas de los arcos habían dejado de vibrar. Las muñecas ya se apoyaban en los mentones de los que estaban sobre la muralla. Los ykeem tenían sus extrañas armas cargadas y comenzaban a hacerlas girar con hábiles movimientos. Abajo, a su espalda, las armas de hueso estaban ya listas y Aeena enarbolaba ya la ágil bastarda de su madre. El viento de la tundra comenzó a soplar, haciendo tremolar las llamas de las antorchas. La capa del hombre ondeó ferozmente, bailando una furiosa danza entre los rizos que el aire formaba al cruzar la empalizada. Y la muerte, se alió con él. La negrura tomó un pacto con un nuevo paladín.

Los guerreros atacantes se detuvieron a unos cientos de metros de la pared de hielo y madera, a una distancia que consideraron segura. Y un hombre con una cicatriz que le cruzaba el rostro de parte a parte se adelantó.

- ¿Quién es el que manda la muralla? – alzó la voz por encima del fragor del viento.

No hubo respuesta.

- He preguntado quién es vuestro líder. ¿Acaso os habéis vuelto sordos? -  el caudillo comenzó a perder la paciencia. Pero por segunda vez, no hubo respuesta. - Está bien. Entonces acamparemos aquí. Os derrotaremos por el hambre y la sed.

Y entonces sí que hubo una respuesta.

Un arquero soltó la primera flecha. Tímidamente, el proyectil recorrió una distancia, de forma recta, cayendo inofensivamente a unas cuantas decenas de metros de la primera línea de guerreros.

El estruendo de las carcajadas de los asediantes llenó los oídos de los defensores con un sonido que no pudieron describir. Y menos aún cuando surgió, de sus propias gargantas una carcajada igual o más estruendosa. Las risotadas de los ykeem, como cascotes entrechocando, se unieron a las de los yskim, provocando una cacofonía como jamás se escuchó en las tierras de hielo. Y aquello supuso una provocación para los atacantes.

La seca orden nació de los capitanes de los cuerpos de los arqueros que cruzaron la distancia que los separaba del punto de tiro. El caudillo esgrimió una gélida sonrisa que dedicó al único hombre visible desde aquel punto. Se adelantó con aquella terrible mueca y tocó en el hombro a uno de sus arqueros. Este levantó su arma y tensó la cuerda. El hombre de la cicatriz levantó el brazo y elevó dos dedos. No aguantó la posición mucho tiempo. El brazo describió un arco que para el hombre que estaba al lado bajó demasiado rápido. Pero para el que iba destinado el proyectil, aquel brazo atravesó una densa jalea.

No dio tiempo a que la señal de su rival llegara a su fin. Fue su extremidad la que trazó la curva con la espada en la mano y una lluvia de flechas oscureció aún más la gélida noche. Los guerreros del bortai dispararon como él les había enseñado. Y la primera descarga llegó hasta el centro de la enorme columna desplegada ante su emplazamiento, diezmando a cientos de hombres que esperaban estar a una distancia segura, lejos del alcance de las flechas de hueso de los defensores. Los primitivos escudos de planchas de madera entrelazadas con tendones apenas sirvieron de nada. La madera crujía al recibir los impactos de los proyectiles, que se incrustaban hondamente en las rodelas levantadas, consiguiendo, las más de las veces, arañar y probar la sangre de los brazos que sostenían aquellas tristes defensas.  Los ykeem lanzaron sus bolas en aquellas hondas dobles y por doquier estallaron cráneos como melones maduros, esparciendo sesos, sangre y moco allí donde impactaban, bastante lejos de la primera línea, donde se apostaban aquellos que debían iniciar el ataque. Los huecos que quedaban entre los broqueles eran demasiado grandes para detener el ataque de los peludos seres, e incluso así, las defensas en las que impactaban quedaban hechas astillas por completo, dejando a su poseedor desmadejado y gritando de dolor con uno de sus miembros partido.

El líder de la cicatriz observó boquiabierto la maniobra de su enemigo mientras la flecha de su guerrero recorría la distancia que la separaba del bortai. El tiempo transcurrió lentamente, demasiado lento para estar pasando a su velocidad normal. La lluvia de proyectiles, esféricos o no, pareció eternizarse en el lapso de tiempo que el ataque que él había mandado ejecutar llegaba a su destino. Se volvió sólo para ver cómo sus hombres caían a diestro y siniestro, eliminados por la letal precipitación. Casi parecía que los dioses hubieran estallado en ira contra ellos por levantarse contra sus hermanos y dirigieran aquellos venablos directamente hacia la carne de los hombres, haciéndoles pagar duramente su osadía. Mientras, su ataque parecía no alcanzar nunca aquel enhiesto poste que se había erigido con el único fin de hacerle fracasar en su empresa. La flecha se dirigía directamente al corazón del Cuervo, justo bajo la parte que la capa dejaba sin cubrir, pero sin impactar, recelosa de llegar al final de su macabra trayectoria. Pausadamente, la distancia llegó a su fin. El bárbaro no se apartó. Inexorablemente, la flecha alcanzó su objetivo, impactando en el cuerpo del sureño.

En el lado de la muralla que albergaba a los defensores se contuvo la respiración. Si su baluarte caía, estaban perdidos. Si aquel hombre moría, su esperanza moría con él. Se tensaron los rostros y las gargantas se obstruyeron. Se abrieron las bocas de par en par esperando que aquel temerario cayera de la muralla, sangrando, con el corazón atravesado, goteando baba desde la comisura de sus labios.

Pero no fue así. El hombre volvió a levantar el brazo con la enorme arma en su extremo. La flecha salió rebotada del pecho del hombre, como si hubiera rebotado contra la propia montaña viva. Acabaron los atragantamientos y de las laringes de sus guerreros brotaron ensordecedores vítores. Cundió la alegría entre sus hombres y las flechas volvieron a salir de sus aljabas, las cuerdas a tensarse y las hondas de los peludos ykeem a girar. Los cantos comenzaron a brotar en la noche y fue el hombre que los había provocado quien tuvo que acallarlos con severidad.

- ¡Silencio! ¡Hombres y mujeres! ¡Aún no habéis ganado ninguna batalla! Ya llegará el momento de cantar y festejar. Pero ahora tenéis ante vosotros un ejército con ganas de destruiros. ¡No dejéis a nadie con vida y que la maldición de los ancestros caiga sobre los que tengan piedad!

La sangre de la estepa estalló en su corazón. Como si el proyectil que había rebotado contra su cota de malla hubiera roto la barrera que la retenía, se había liberado en un furioso torrente en sus venas, alcanzando su cabeza y sus miembros. La crueldad que los bortai mostraban en la guerra hablaba por él y su ancestral herencia campó en su interior. Caudillo ocasional, la noche le mostró visiones que ya había tenido. Las volutas de humo que surgían de las maderas prendidas conformaban extrañas formas sobre la luz material de las teas, confundiéndose entre la fantasmal luminaria lunar velada por las nubes. El hombre de la armadura con forma de cuervo, el hombre que tantas veces había aparecido en sus sueños, se materializaba en voluble fumata.

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Khram Cuervo Errante

#45
Lo miró de frente. Encontró aquella forma familiar en la tundra y su identidad tomó forma. Su pasado, aquel que había puesto tanto esfuerzo en olvidar, regresó como un torrente en el deshielo, arrasando las murallas que tanto tiempo le había costado levantar. Algo tan inconsistente como el humo había derrumbado por completo todo lo que había conseguido interponer entre su conciencia y su identidad, devolviéndole de golpe a su pasado. Un relámpago recorrió su espina dorsal erizándole el vello. Bort reclamó lo que era suyo. Volvieron los sentimientos de clan, los viejos aromas a carne asada, las historias a la luz de las hogueras. Regresaron las tardes de espada y hacha, carreras y ejercicios. Incluso, volvieron los ancestros, clamando con sus voces de ultratumba por el vástago perdido. Y Khram lo aceptó. Cerró los ojos. Dejó que la estepa tomara posesión de su alma, como lo había hecho durante toda su vida. Era de nuevo un bortai. El humo se deshizo y el ruido de la guerra volvió a sus oídos.

Abajo claqueteaban miles de armas de hueso esperando a enfrentarse contra hermanas suyas. Los arcos restallaban junto a él al soltarse, mientras los atacantes, convertidos ahora en defensores, daban grandes gritos, atravesados por venablos. La sangre se mezclaba con la nieve, las entrañas se derramaban sobre la sangre y los intestinos de los muertos se aflojaban sobre la pestilente mezcla de tripas, sangre y nieve, llenando el aire de fetidez y muerte. Mientras los arqueros que estaban en la posición más baja se esforzaban en intentar llegar a acertar en algunos de los que defendían la muralla, los hombres que comandaba el bortai habían conseguido dominar la técnica que les explicara el aprendiz de mago. Sus flechas llegaban en mayor cantidad y más lejos. Los que estaban bajo la muralla no podían acercarse. Cada vez que daban un par de pasos hacia el muro de hielo y madera, una cellisca ósea, disparada desde los potentes arcos que los vigilaban desde lo alto, caía a plomo, diezmándolos. Pero además contaban con la ayuda de los ykeem.

Los pequeños seres peludos también sabían sacar ventaja de sus extrañas armas y sus proyectiles. Allí donde alcanzaba una de sus bolas se astillaba un hueso, se producía una hemorragia interna o era capaz de partir un cráneo.

Pronto, los arqueros, cuya misión era la de detener aquella incesante lluvia, quedaron anulados. A pesar de que los arcos eran similares, la técnica de disparo no podía compararse a la que el Cuervo había enseñado a sus hombres. Por cada flecha que disparaban los primeros, llegaban dos que habían disparado los últimos. Khram descubrió que, aunque numerosos y bien organizados, no había disciplina en aquellos hombres. Seguramente, a más de la mitad se los había engañado con promesas de botín fácil y habrían sido sacados de sus casas con falsas esperanzas. El resto estarían allí por miedo o, simplemente, obligados por los líderes de aquel ejército. Muchos de los hombres reculaban, se agachaban detrás de exiguos escudos que, cada vez más, se asemejaban a pequeños erizos. Otros, simplemente, corrían en todas direcciones. Aquellos recibirían castigo, por desertores. Pero a Khram le importaba bien poco. Le importó mucho más lo que podía hacer la gente que defendía. Y lo que de hecho hizo.

El ejército que asediaba a los hombres del bortai empezó a retirarse. A pesar de los caídos, los heridos y los desertores, la fuerza que ahora ponía espacio entre la muralla y ellos mismos aún era digna de temor. Los que habían quedado corrieron, ordenadamente, hacia la retaguardia.

Las flechas yskim ya no llegaban a alcanzar a sus objetivos, aunque los proyectiles esféricos de los ykeem seguían derribando guerreros, mutilando, hiriendo y matando. Aquella tregua llegaba en buen momento. Los defensores tenían que guardar cualquier proyectil que tuvieran a mano, pues ellos estaban encerrados y no podían salir de la muralla a menos que quisieran exponerse a los peligros de un enfrentamiento directo. Los guerreros eran escasos y estaban apenas entrenados para enfrentarse como falange única a los que estaban fuera, que, aunque no tenían la suficiente valentía y disciplina para aguantar en sus puestos, eran hombres bien adiestrados y formados en el combate colectivo. Khram sabía que sus hombres y mujeres en campo abierto tenían todas las de perder, aunque hubieran matado a muchos.

La retirada pronto cubrió un espacio de terreno lo bastante grande como para que los forrajeros pudieran salir a recoger las flechas de los cadáveres. Se abrieron unos cuantos bloques, colocados estratégicamente, para dejar salir a unos cuantos ykeem, rápidos sobre el hielo y de manos hábiles. Varios arqueros y guerreros ykeem permanecieron apostados en la muralla, defendiendo a los que habían salido. Abajo, entre las yurtas de hielo, se desató la euforia y los vítores estallaron en la garganta de los vencedores temporales. Los ancianos y los niños salieron de sus cobijos y bailaban junto a los vencedores de aquel lance. Las familias se reunían de nuevo. Las mujeres lloraban sobre el pecho de los maridos, los hijos se abrazaban a los padres, los padres a las hijas.

- ¡Callad, maldita sea! – la furia de la estepa aún estaba presente en cada fibra del ser de Khram. – ¡Esto no se ha acabado! Los supervivientes volverán, y aún quedan muchos. ¡Volved a reforzar la muralla! O mucho me equivoco, o las flechas y las piedras ya no nos servirán de mucho.

Dando grandes saltos, se bajó de su muro, abandonando momentáneamente su posición. Con la sangre martilleando sus sienes cogió un arco y una flecha y disparó sobre el muro. La flecha ascendió rápidamente, describiendo un arco altísimo, superando finalmente la muralla, cayendo fuera. Un grito de agonía de un moribundo resonó entre los bloques de hielo y una blasfemia brotó de los labios de un ykeem, en aquella dura jerigonza suya.

- ¿Queréis que pase esto? ¿Qué les impide volver y disparar sobre el muro, igual que yo? ¿Qué pasaría si os cayera a vosotros encima? ¡Volved a la muralla, malditos seáis!

Aeena se acercó al bortai, acompañada de Yurizh. La mujer llevaba la vaina de la bastarda del bárbaro amarrada a la cintura y el ykeem, ataviado con un justillo de cuero que tenía infinidad de salientes, parecía una versión peluda de esas mazas que los mydonitas, con su melódico lenguaje, solían llamar lucero del alba. El aprendiz de mago se dirigió a ellos.

- Yurizh, habéis sido de gran ayuda. Ahora, organiza a los ykeem. Lo siguiente que venga no podremos contenerlo con proyectiles a menos que seáis certeros con vuestras armas. O mucho me equivoco, lo siguiente no podremos derribarlo con flechas. El hombre de la cicatriz es un hombre cauteloso y curtido, avezado a la guerra. Pero lo primero es refugiar a los yskim. ¿Podríais trasladar las yurtas más atrás?

- Ykeem trabaja duro. Tiendas atrás en poco tiempo. Tú verá –
el chapurreo del enano aún divertía a Khram.

- Aeena – el bortai giró la cabeza hacia la mujer, – ahora es tu turno y el de tus hombres. El muro caerá y vosotros debéis estar listos. No dejes que se duerman y mantén la tensión, pero no los agotes.

- Khram, ¿qué es eso de que el muro caerá? –
la mujer miraba con desazón al sureño y sus palabras denotaban el nerviosismo que la orden del bortai le había inspirado. – ¿Acaso no es lo suficientemente sólido?

- Probablemente sí que lo sea, Aeena. Pero para retener hombres. Hay cosas que no pueden retenerse con muro alguno, sea de hielo, madera o piedra viva. Y si ese hombre ha retirado a los suyos no ha sido sólo por conservar sus vidas. Mucho me temo que sólo piensa en ellos como meros instrumentos para sus planes y le importa bien poco quien muera y de qué modo. Lo único que quiere es arrebataros el tesoro que guardáis.

- ¿Tesoro? –
la voz de la mujer adquirió un tinte sorprendido. – Bien sabes, hombre del sur, que no tenemos más que lo que cazamos y recogemos por nuestra cuenta – concluyó, satisfecha, con lo que había dicho. Con este argumento, ella dio por zanjada la discusión.

- ¡No seas boba, mujer! Dices que no tenéis fortuna ninguna. Pero yo te diré qué es lo que quiere ese hombre que le resulta tan valioso. ¡Vuestros ykeem! ¡La tribu a la que protegéis! Mira por encima de la muralla, Aeena, y contéstame a una pregunta. ¿Cuántos ykeem ves muertos o desangrados? ¿Cuántos has visto fuera de vuestras propias tierras?

La boca de la mujer se quedó abierta de par en par. ¿Sería verdad aquello?

- Por eso tiene que aniquilaros y haceros desaparecer de esta tierra, Aeena – continuó él. – Para ese hombre sois el único estorbo que existe entre él mismo y su presa. No quiere vuestras tierras de caza. No quiere la ubicación de vuestro campamento. Seguramente, con la cantidad de hombres que trae, no le falten sitios donde colocar sus yurtas ni bosques en los que hallar alimento en abundancia. Lo que no tiene son esclavos. O, si los tiene, se rebelan en tantas ocasiones, que lo desprecian. Habrá recordado que, una vez, los ykeem servían a los yskim. Y él quiere a sus propios lacayos.

- Pero, ¿cómo es eso posible? Yurizh me habría dicho... Yurizh me habría contado que...

- Yurizh lo habría hecho –
el sonido de piedras al raspar delató al ykeem, que los había escuchado. – Pero ykeem jura secreto. Y mantiene secreto siempre. Hombre sureño muy listo. Observa bien.

"Ykeem amigos de Aeena es últimos ykeem de todo mundo. Cuando yskim aún nuevos en Tierras Blancas, ykeem lleva viviendo aquí siglos. Muchas tribus de yskim coopera con ykeem y ayuda y protege. A cambio ykeem sirve a yskim. No trabajo para ykeem. Gratitud.

Pero otros yskim no importa. Otros yskim quiere solo ykeem trabaje para yskim. Y otros yskim crueles con ykeem. E ykeem muere, sin remedio. Ykeem sólo sobrevivir en Tierras Blancas porque yskim protege desde hace siglos. Cuando yskim llega, ykeem a punto de morir. Muchas cosas grandes mata ykeem y come ykeem, no sólo yazteeh. Pero yskim sabe hacer que animales queden fuera poblado. E ykeem agradece haciendo tareas que yskim considera duras. Para ykeem no nada duro. Menos muerte. Ykeem sobrevive gracias a yskim. Y ahora sólo queda ykeem que vive aquí.

Los señores de otras tribus yskim se quedaron con todos ykeem. Y aunque al principio esto gusta ykeem, ykeem ve que injusto. Y dice líderes que injusto. Y entonces otros líderes mata ykeem por rebelarse. Yskim fuera tribu Aeena crueles con ykeem. Mata ykeem porque quiere que ykeem no libre. E ykeem no sabe matar. Ykeem amigos Aeena aprende matar. Porque ykeem amigos Aeena no quiere morir como otros ykeem."


El pequeño ser calló. Khram nunca le había oído hablar tanto tiempo seguido excepto en su incomprensible jerga. Pero si esa es la historia de los ykeem, comprende por qué Yurizh no quiere hablar con nadie. Él también pensaba que era preferible no hablar con nadie, no relacionarse a desaparecer. Y quizá por eso había sentido tanto dolor a lo largo de su vida. Comprendía perfectamente lo que habría tenido que sentir el pequeño pueblo de las nieves perpetuas. Todos los que habían amado y conocido habían muerto. Igual que él. Exactamente igual que él.

Aeena, a un lado, derramaba lágrimas. Seguramente, había comprendido muchas cosas que al Cuervo aún le resultaban ininteligibles o le permanecían ocultas. Su relación había comenzado cuando ella apenas era una niña y había florecido hasta convertirse en una férrea amistad y fidelidad sin condiciones. Khram envidiaba lo que la mujer y el ykeem tenían entre sí, porque él no lo había tenido nunca. Se acercó pausadamente a la mujer y puso sus ásperas manos sobre el rostro de la yskim. Secó sus lágrimas con dos cálidos dedos y la miró desde encima.

Aeena sintió como si el bortai taladrara su cabeza con aquellos ojos oscuros. Su fuego ardió en su interior. Una sonrisa asomó temerosa a sus labios. No supo reaccionar de otra manera ante lo que leyó en aquella mirada. No era miedo, no era paz. Simplemente prendió una llama en ella misma. Una llama que, aunque ella pensaba que la caldeaba y calmaba sus angustias, había comenzado a devorarla por dentro.

Aunque ella no lo sabía.

Inconscientemente, le besó. Fundieron sus labios en una arrebatadora demostración de pasión, de verdadero amor, de un cariño furioso, que quemaba. Mientras sus labios estuvieron en contacto, el tiempo pareció congelarse. Sus manos se encontraban tras la espalda del hombre y ella sentía las de él en sus caderas. Lo habría tomado allí mismo si hubiera podido. Le habría abierto su alma, le habría confiado sus secretos, aquellos en los que él tenía parte y aquellos en los que no. Le habría contado cualquier cosa que su alma albergara porque ella quería que aquel hombre venido del sur había llegado para dar calor a su espíritu, tan congelado como la nieve en la que había florecido aquel sentimiento, que para ella era más puro que cualquier otro que había sentido jamás. Él la hacía sentirse viva. Y mantenerle ajeno a lo que ella albergaba era una traición. Quiso retirarse de aquel gesto que tanto le hacía sentir.

- ¡Regresan! – vociferó un vigía.

Se separaron y tomaron sus armas. Y los secretos, aquellos que matan y que jamás deberían quedar ocultos, quedaron sin revelarse.

No hubo despedida. Sólo acero.

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Khram Cuervo Errante

Dejó atrás a la mujer. Dando grandes zancadas se encaramó a la muralla y oteó en el horizonte. Las primeras luces de un alba real, no provocado por las antorchas de los enemigos, comenzaron a rayar la línea del amanecer. La aurora misma era un mal presagio, un signo que le hacía temer lo peor. Brishna no mostraba su mejor cara, pensó. "Pues a la mierda con Brishna. Otra prueba más de su inexistencia." Su propia mente rechazaba automáticamente cualquier idea relacionada con las deidades y blasfemaba por sistema.

Las sombras comenzaron a recortarse contra el sol. Y tras los hombres, o incluso a su misma altura, se recortaban sombras mucho más grandes, casi simiescas. Pero él supo lo que eran mucho antes de verlas.

Habían empezado a sonar voces de pánico en el campamento. Los que habían salido de sus escondrijos se estorbaban los unos a los otros en una atropellada huida entre la espesa capa de nieve. Las madres perdían a sus hijos pequeños, que lloraban entre el gentío que no dejaba de golpearlos. Khram dio una orden a Yurizh y los ykeem dirigieron a aquella turba como si fuera ganado. Los pequeños peludos recogían a los niños llorosos y abandonados y los llevaban con sus familias.

Aeena intentaba organizar a los guerreros. Muchos querían acompañar a sus mujeres y desataban las iras de la muchacha. El bortai observaba la escena desde la plataforma de la empalizada, intentando discernir dónde estaba el problema. Pero no era un problema que pudiera resolverse impartiendo unas cuantas órdenes. Era el problema de generaciones y generaciones de vida sumisa y pacífica, olvidada toda práctica bélica, la que los exponía a una muerte irremisible. Aeena se desgañitaba intentando organizar las filas de unos hombres y mujeres ajenos a toda formación militar, sin disciplina. Khram saltó sobre la mullida capa de polvo, levantando nieve a ambos lados de donde cayó, como una roca. Corrió tras los hombres que escoltaban a sus seres queridos y los empujó de nuevo al frente. Aeena tomó ejemplo.

Los ykeem correteaban también por todos lados, pero su movimiento era más organizado. Yurizh y los suyos se movían ágilmente por aquella alfombra blancuzca y se dispusieron para el combate de una forma mucho más ordenada y sistemática. Aquellos hombrecillos, que rechazaban de plano toda forma de lucha, sabían, cuando menos, cómo hacer la guerra. Si los yskim hubieran aprendido de ellos, en lugar de hacerlos esclavos, quizá algunos habrían llegado a Bort mucho antes y habrían fundado más clanes. Quizá hubieran arrancado más tierras a Mydon y el gigante dorado no amenazaría la estepa tanto y tan a menudo.

Siguió voceando, bramando órdenes. Consiguió que la mayoría de sus guerreros formaran como él les había instruido. Aeena los conducía a unos y a otros y repartía enormes escudos de huesos entretejidos. Frágiles y quebradizos, eran bastante más pesados que los broqueles y rodelas de madera que portaban sus enemigos, pero también resistían mejor las flechas que el ejército que enfrentaban haría llover, ahora sí, sin apenas descanso. El movimiento de aquellos escudos era lo que más había ensayado Aeena con esos hombres. Era una instrucción sencilla, una maniobra que ejecutaban a la perfección. Ahora, deberían maniobrar con los pequeños ykeem colocados entre ellos y cubiertos por los mismos pertrechos. Así esperaba Khram forrajear los proyectiles que desperdiciaban sus contendientes, quedándoselos para sí, utilizándolos en su propio provecho.

No habría arqueros esta vez. No serían necesarios ni útiles ante lo que se presentaba ante ellos. Aunque el Cuervo también esperaba que el hombre de la cicatriz no supiera como utilizar correctamente aquellos ingenios. Si sabía apostarlos como era debido, su pequeña falange no tenía esperanza ninguna de sobrevivir. Pero él contaba con la sorpresa que supondría el salir a campo abierto, en un único frente, dispuestos a matar o morir sin importar el resultado.

- ¡Abrid la muralla!

Fue su última orden. Dejó que Aeena dirigiera a los guerreros al exterior de la empalizada, mientras él regresaba a la retaguardia. Era la hora de liberar a su caballo y de llevar a la feroz mangosta con él. Nunca había entendido por qué un animal tan pequeño, podía enfrentarse a una cobra con un desprecio total por su vida, de la misma forma que era capaz de tirarse encima de los ojos de los enemigos de su humano favorito.

Tomó a Ragnar de las riendas para sacarlo de su confortable establo. Claqueteaba su armadura, la que había confeccionado el bárbaro con huesos y tendones, pero su aspecto era terrorífico. Los ollares, dilatados por la excitación del combate que el animal leía en los ojos de su jinete, expulsaban espesas vaharadas de aliento condensado, asemejándolo más a un dragón que a un caballo. Las espinas de su coraza le acercaban más desde luego a un wyvern sin alas que a un equino. El bortai montó en su grupa, con Kora sobre su hombro derecho, enhiesta, como los vigías de su especie que daban la voz de alarma ante un peligro. El animalito estaba en silencio. No había alarma que dar, porque ya había sido dada. Estaba allí para defender a su dueño.

Los cascos de Ragnar levantaron la nieve al impactar contra el congelado suelo, una polvareda de hielo que arañaba a los que se ponían cerca de las pezuñas del caballo. Los hombres que comandaba Aeena estaban parados, formando tres filas, en una estrecha columna. Estaban destinados a detener el avance del ejército atacante, aplastarlo. No eran gastadores, cuyo objetivo era resistir. No eran soldados, en definitiva. Khram sólo podía confiar en que aquellos hombres y mujeres supieran detener aquel avance, haciendo presión sobre los que avanzaban. Quizá esperaban que él los dirigiera, como cualquier comandante, delante de su ejército, con la espada extendida. Pero no lo hizo. Se colocó a un lado de los yskim y dejó que su montura resollara, acostumbrándose al hielo del ambiente, dejando que el frío lo empapara a él también. Al claqueteo de la armadura del caballo se le unió el claqueteo de las armas de hueso que portaban sus camaradas. Los escudos entrechocaban los unos con los otros, puestos al frente, colocados enfrentándose al enemigo, que cada vez estaba más cerca.

Esa vez no hubo orden de aviso. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, se oyó el crujido de los arcos al disparar. El bortai bramó una única palabra mientas aquellas funestas aves comenzaban a picar buscando sus presas. La mayoría acabó rebotando contra los escudos, astillándose al chocar el hueso contra el hueso. Un par de flechas arañaron algo de carne y se clavaron en algún músculo, pero no hubo daños de importancia. Se volvieron a retirar los escudos y Khram decidió que aquel era el momento de atacar.

Su arma voló de la vaina a su mano y en su garganta nació un grito de guerra espeluznante. Las huestes que lo acompañaban unieron sus voces a la del Cuervo y se lanzaron a una carrera furiosa contra los que avanzaban hacia el pequeño asentamiento. Los pequeños ykeem, más ágiles pero más lentos, quedaron atrás, blandiendo sus hondas dobles. Cientos de pequeños proyectiles redondos sobrepasaron a los hombres que cargaban, impactando en los enemigos que ya los esperaban con las armas dispuestas. Hombres y mujeres patearon la nieve, avanzando hacia su destino.

El choque fue tremendo. El impacto, ensordecedor. Las líneas de los yskim se confundieron en el primer ataque, pero sólo uno de los dos ejércitos mantuvo la posición. Se mezclaron los guerreros de uno y otro bando, pero sólo uno de ellos consiguió permanecer unido y atacar, para prevalecer sobre los demás. Las espadas de hueso subieron y bajando abatiendo la propia sangre, que se había vuelto contra sí misma. Y los que deberían haber sido aniquilados fácilmente, aniquilaban a los que habían llegado para sojuzgarlos. Los hombres y mujeres que comandaba el bortai cortaban brazos y piernas, sacaban ojos, cercenaban cabezas y partían cráneos. Muchos habían aprendido que el escudo no era sólo un arma defensiva y que, bien utilizado, resultaba tan contundente como una espada.

Los ykeem no necesitaron acercarse. Desde una posición relativamente segura, hicieron llover piedras sobre los enemigos de sus protectores, haciendo saltar vísceras y sangre por todas partes. Cargaban sus armas, las volteaban y las soltaban, realizando blancos que parecían imposibles de ser alcanzados. Los proyectiles zumbaban en los oídos de los que tenían la fortuna de ser olvidados por los pequeños peludos y se estremecían al escuchar el crujido de los huesos de los camaradas que recibían el golpe de las formidables armas ykeem, que no dejaban de vomitar aquellas bolas perfectas, esferas cargadas de muerte y dolor.

Aeena estaba toda cubierta de sangre antes de comenzar siquiera. Su arma, forjada en el lejano sur por maestros Erizo, no tenía ningún rival posible entre los huesos tallados y labrados por sus enemigos. El acero apenas vibraba al enfrentarse con el hueso y lo astillaba y partía. Los infelices que tenían la desgracia de encontrarse cara a cara con la mujer encontraban un estridente rugido, que jamás hubieran pensado que hubiera surgido del estilizado cuello de la bella mujer. Después, habían de vérselas con la mueca que desfiguraba aquel rostro angelical, un gesto de fiera sin domar, de animal salvaje que luchara por proteger la valiosa prole que quedaba detrás de ella. Y finalmente, nada. Pues los que no reaccionaban a tiempo, e incluso estos, lo que encontraban era la nada tras luchar contra la yskim. La sangre que cubría la figura de gacela de Aeena eran salpicaduras de los enemigos a los que había eliminado. Pringosos cuajarones se deslizaban por su cabello hasta el suelo cubierto de nieve que, a su alrededor, se había convertido en un charco de lodo rojizo y viscoso en el que ella se había hecho fuerte y nadie podía conquistar.

Poco a poco, las líneas de los yskim fueron haciendo mella en los yskim. Poco a poco, la sangre fue conquistando a la sangre. Poco a poco, los guerreros de Khram avanzaban entre los hombres del líder tuerto. Pero el Cuervo nada veía de todo esto.

A lomos de Ragnar, Khram había sobrepasado el frente enemigo como una espada atravesando manteca de cerdo. El poderoso pecho y los temibles cascos de su garañón eran argumentos suficientes como para que cualquier idiota se apartara antes de ser arrollado por aquel animal desaforado y con una sed de batalla sólo comparable a la de su jinete. La coraza de hueso había añadido cierta agresividad al caballo, consiguiendo además sembrar el miedo en los hombres que lo veían galopar con las crines revueltas y los ollares dilatados, expulsando densas nubes de vapor. Aquello, para los yskim que jamás habían visto un animal como aquel, era un monstruo surgido de los infiernos montado por un hombre que había hecho un pacto con el mismísimo Malak. Y muchos huían, atropellándose entre sí por encontrar un lugar seguro en el que estar a salvo de tan pavorosa aparición, cayendo al suelo torpemente y acababan por ser arrollados por el furioso avance de la terrible montura. Aquellos que conseguían reunir suficiente valor como para interponerse en semejante avance, lo menos que recibían era una contundente patada asestada por la bestia, si eran afortunados, o una horrible herida por la que sentían escaparse su alma rápidamente, herida provocada por el terrible jinete que hacía voltear el enorme espadón que era toda su heredad. Sólo tenía un objetivo y quería alcanzarlo antes de que se pusiera en funcionamiento aquella horrible maquinaria de guerra que sería imposible de detener.

Los ojos de su caballo estaban abiertos de par en par bajo el casquete de hueso. Y los suyos mostraban en las pupilas toda la negrura del abismo que estaba dispuesto a desatar. No podía perder más tiempo, tenía que acercarse más a su objetivo, tenía que poder eliminarlo, desarmarlo lo antes posible. Todo el que tuvo los redaños de salir a su encuentro e interponerse en su trayectoria acabó en el suelo, la mayor parte con algún miembro de menos y heridas de más. Los que tenían la mala fortuna de caer delante del caballo morían mientras las pezuñas del noble bruto descendían ya sobre la siguiente víctima, con las entrañas perforadas y aplastadas, vomitando la sangre que antes corría libre por sus venas y ahora abonaba el terreno de la guerra y la cólera del jinete.

Ya las tenía encima. Su meta estaba cercana y, como había barruntado, estaba a punto de descargarse aquel golpe terrible que cualquier ejército temería. Aquellos monstruos iban a ser liberados. Estaban ya listos para dar rienda libre a su furia y, si aquello ocurría, su pequeña falange quedaría reducida a una pulpa sanguinolenta en un corto lapso de tiempo. Y eso no iba a permitirlo.

En la retaguardia, aún se oían los ruidos de sus guerreros, luchando con denuedo. Podía distinguir el claro sonido del acero bortai resonando al enfrentar una de las armas óseas a las que tenía que medirse en aquel día. Podía oír el rugido de Aeena, más alto y fiero que ninguno por encima de todo el estruendo que los huesos al entrechocar y los gritos de los hombres al morir. Era su campana de plata, la señal de que todo podía ser salvado aún, de que valía la pena intentar aquello.

Muchos lo vieron y el nerviosismo que cundió fue un bálsamo para su ánimo y combustible para el fuego que lo conducía. Los enemigos que arrostraba entraron en pánico y corrían desesperados en todas direcciones, como gallinas a las que se ha cortado la cabeza, sin saber qué hacer ni tener claro como reaccionar. Por fin, uno de los que estaban enfrente de aquella máquina de matar en que se habían convertido animal y bestia, tensó un arco y disparó una flecha, sirviendo de ejemplo a los cinco hombres que se vieron convertidos en objetivo único y primordial del bortai. Pero Khram se deshizo de aquella saeta de hueso con su espada. Un golpe al aire acabó con el proyectil detenido sobre la nieve. Los demás, dispararon tanto al caballo como al jinete, pero el resultado no fue mucho mejor. Las flechas rebotaban en la coraza ósea que había confeccionado hábilmente el sureño o salían rebotadas en la cota de malla que llevaba el bárbaro, afianzando aún más la apariencia demoníaca que los enemigos ya habían emparejado con la imagen del Cuervo. Aquel era un ser al que las armas no le afectaban, cuya montura era tan invulnerable como él. Los seis hombres desenvainaron sus armas, vacilantes. El que parecía el que estaba al mando de aquel reducto de operarios se enfrentó el primero al bortai, pero aquel enfrentamiento duró poco. El sureño desmontó, alanceó con Nodym a su enemigo, casi partiéndolo en dos con el impacto y el hombre cayó a tierra, convertido en un amasijo de sangre, vísceras y heces derramadas en los últimos estertores.

Con el jefe muerto, los hombres que había allí no fueron enemigos para él. Simplemente tuvo que acercarse a aquellas impresionantes criaturas. El armazón era, sencillamente, enorme, tosco. Pero esto fue una ventaja. Khram sólo tuvo que cortar unas cuantas cuerdas y la primera catapulta estuvo desmontada enseguida.

Pero había otra.

Al ver claras finalmente las intenciones del bortai, los yskim que lo rodeaban se lanzaron hacia la máquina intacta, intentando protegerla del bortai. Inmediatamente, varias decenas de guerreros se interpusieron entre la máquina y el hombre, permitiendo que los encargados que la manejaban operaran con tranquilidad. Aunque hubo dos que no pensaban igual.

Montado por Khram, Ragnar era un arma formidable, pero sin el bárbaro a su grupa, la voluntad del garañón se desbocaba y trotaba libre por las praderas de su mente. Y los caballos bortai son guerreros tan temibles como sus criadores cuando estos no están para controlarlos. Se puso de manos, como suele decirse vulgarmente, apoyado sobre los recios cuartos traseros y agitando las ancas anteriores amenazadoramente. Relinchó con rabia y agachó la testuz, impactando en el casco de un guerrero que tuvo la mala suerte de encontrarse frente al animal. El impacto fue terrible. El sonido fue similar al de dos peñascos al partirse el uno contra el otro, pero lo único que se partió fue el cráneo del hombre, que se abrió como un melón maduro, expulsando parte de la masa cerebral por la nariz y los oídos en un géiser que salpicó a los camaradas que habían estado a su alrededor. Las quijadas de Ragnar se abrían y cerraban sin pausa, mordiendo manos y rostros; sus patas golpeaban aquí y allá y los cascos hacían blanco las más de las veces, causando estragos allá donde impactaran. Las armas de hueso de los yskim apenas podían tocarlo. Se movía como un rayo y, allí donde podían alcanzarle, siempre encontraban una pezuña o una placa ósea. Cuando encontraban la carne del animal, este relinchaba airado y respondía al ataque. Las heridas empezaban también a salpicar el cuerpo del caballo, pero la inmensa mayoría no eran más que arañazos y cortes poco profundos.

El otro guerrero que no había estado de acuerdo con los yskim fue Kora, la mangosta del bortai. Haciendo gala de sus habilidades innatas y su valor natural, el animalito se lanzó hacia el rostro de uno de los guerreros, arañándole en los ojos. Un torrente de sangre nubló la visión del desdichado, que había perdido los dos ojos. Intentó echarse las manos a la cara para retorcerle el pescuezo a aquella alimaña. No fue capaz. Endiabladamente ágil y rápida, la mangosta saltaba de un guerrero a otro, desfigurándolos, desconcertándolos, revolviéndolos. Khram tenía dos grandes aliados en aquellos dos animales y supo valorarlos en su justa medida. "El caballo y la mangosta se aliaron con el Cuervo", pensó.

Él, entre tanto, seguía con una única preocupación y era la catapulta que estaba casi cargada. Los hombres que se habían interpuesto en su avance estaban consiguiendo retrasarle. Si caía uno, acudía otro. Habían aprendido a batallar contra él. Por simple resistencia, aquel hombre tendría que caer rendido de tanto luchar en algún momento. Aquellos guerreros preferían morir uno a uno hasta agotar al bortai a morir simplemente. Y eran una molestia para Khram.

Nodym no tenía rival entre aquellos hombres, pero el peso del acero amenazaba con derrumbar al guerrero que la sostenía. Moverla le costaba cada vez más. Y su objetivo, la máquina de guerra, cada vez estaba más lejos de poder ser desmantelada antes de que las rocas, que a no tardar estarían cargadas en su cucharón, alcanzaran y diezmaran a sus hombres. Poco a poco, el brazo se iba combando hacia atrás, inexorablemente. Tenía que detenerlo o matar a cualquier hombre que se acercara a la balista. Y en ese momento, ambos objetivos se le  antojaban imposibles. No podría detenerla si los hombres que tenía alrededor no caían y si los hombres que lo rodeaban caían llegarían más para sustituirlas. Había sido una temeridad avanzar en solitario, confiado en la simpleza de aquellas gentes. Ahora tendría que enfrentarse a la muerte, y no sólo a la suya.

Definitivamente, ¿y qué más daba? Llevaba toda su vida enfrentándose a la muerte. Su madre, su padre, sus hermanos, su matrona, su maestro... La muerte era la verdadera ama de su vida. ¿Por qué no rendirse a ella, languidecer en sus cálidos brazos para siempre, hallar al otro lado a los que había perdido en vida y reencontrarse con ellos en los banquetes eternos prometidos por los ancestros durante tantas generaciones? ¿Por qué no entregarse a ese destino del que había estado huyendo desde el momento de haber sido engendrado? Su origen sellaba su destino y su vida sellaba su muerte. ¿Por qué no recibirla con los brazos abiertos, sin reservas, como quien recibe a una amante o a un viejo conocido?

Un bramido le dio la respuesta.

Aeena seguía batiéndose con cualquiera que se pusiera frente a ella. Sus gritos llenaban sus oídos. Su timbre confortaba su corazón.

Ella fue la respuesta. La única respuesta.

La muerte no podía con la vida. Lo mirara por donde lo mirara, no había victoria posible para la muerte, porque aunque la muerte arrebatara a la vida todo lo que esta creaba, la vida nacía de nuevo, surgía. La vida triunfaba. La vida era la verdadera señora del mundo. Y su vida, tan cambiante, tan llena de dolor, tan triste, había cambiado de nuevo. Su vida ahora era una mujer esbelta, de larguísimo cabello y ojos verdes. Su vida ahora era una guerrera que blandía su acero tan bien como debió hacerlo su madre. Su vida ahora era poder pelear a su lado, como su padre lo hiciera mil veces al lado de su esposa. Entregarse a la muerte se le antojó traicionar a la vida, a aquella mujer que luchaba por él. Le debía algo, aunque sólo fuera por todo el amor que ella había vertido sobre él. El único amor que había sentido de verdad. En toda su existencia.

El brazo de la catapulta ya estaba preparado. Los hombres que la manejaban empezaron a cargar con grandes peñascos aquellas máquinas. Khram se maravilló al pensar que aquellos hombres habían sido capaces de idearlas y manejarlas, mientras que en Bort, las catapultas eran un instrumento mydonita execrable y que había que derrotar. A nadie se le había ocurrido capturarlas y utilizarlas en propio beneficio. Sólo destruir. Destruir. El arrebato de estrategia se disolvió en la cabeza de Khram, arrastrado por la sangre bortai que corría por sus venas. Si no la destruía, sus hombres y mujeres perecerían. Debía desmontarla.

Apenas quedaba tiempo. Redobló sus esfuerzos, sacudiendo el mandoble a diestro y siniestro. Instó a sus animales a atacar con más fuerza y lo hicieron. Pero no bastaba. Aquel ejército al que se enfrentaban parecía no tener fin y los hombres no se acababan nunca. No podía contar los heridos y muertos que había ya en el suelo. Tampoco podía contar las heridas que acumulaba ya en su propia carne. Debilitado por la pérdida de sangre y el esfuerzo, Nodym casi caía ya de sus manazas, que la sujetaban cada vez con menos fuerza. Hasta Ragnar sudaba por el esfuerzo y Kora atacaba con menos ferocidad. El awen que le había servido anteriormente ahora le había abandonado y lo dejaba vendido ante sus contrincantes. Cuando entraba en aquel estado de furia no había nadie que pudiera detenerlo, ni ejército lo suficientemente grande que pudiera agotarlo. Simplemente estaba ciego a todo, mataba y mataba y no consideraba nada.

La gran roca estaba a punto de ser cargada. Se acabó. Perdería a sus hombres y los yskim a los que había conocido quedarían extinguidos, subyugados por las ansias de conquista de un loco que creyó que la tierra era más importante que la sangre. Perdería la vida. Perdería a Aeena.

Ya descansaba la piedra en el armazón de la catapulta. Khram la miró impotente, esperando verla saltar y volar, caer encima de los guerreros que seguían luchando, diezmándolos y eliminando toda posibilidad de resistencia. El mundo se paró para él, sólo podía observar aquella roca. El resto de los contendientes se había quedado congelado en la última mueca que vería antes de morir. Exhaló un suspiro de derrota, cargado de desánimo, aceptando que había querido cubrir una apuesta demasiado grande, tapar el sol con un dedo.

No supo hasta tiempo después qué había pasado. Ante sus ojos, las imágenes se sucedían incoherentemente. En lugar de saltar hacia delante, la gran roca saltó hacia atrás, en un recorrido mucho más corto que el que los operarios de la catapulta habían previsto, y con consecuencias mucho más funestas de lo que habían podido imaginar. Alcanzados por su propio proyectil, los que habían manejado y cargado aquella máquina, acabaron con los huesos machacados y aplastados los miembros bajo el enorme peso de la roca. Por todas partes saltaban astillas de la madera del armazón, al ser golpeadas por invisibles enemigos que estaban desintegrando aquel monstruoso aparato. Pronto, toda la estructura estuvo inservible, desmenuzada. Sus contendientes no podían creer que aquello estuviera ocurriendo y el asombro les hacía reventar los cráneos en una orgía de sangre y sesos que salpicaban a los que había alrededor. Los camaradas se miraban entre sí antes de caer muertos, incapaces de descubrir qué estaba pasando. No podía creer en aquella suerte después de haber sido tan desgraciado durante toda su vida, pero simplemente, arrimó el ascua a su sardina en aquella ocasión y volvió a empuñar la espada de su padre, ayudando a aquel amigo imprevisto y desconocido que había acudido a auxiliarlo en el mejor momento posible.

Mientras sus enemigos caían a sus pies, muertos o heridos mortalmente, conjeturó si aquello sería algún hechizo que Burbath le enseñara subrepticiamente o que había leído en alguno de aquellos sucios grimorios y ahora había evocado inconscientemente. Quiso convencerse a sí mismo de que había adquirido un poder inexplicable, algo que quizá había sido siempre innato en él y que sólo podía salir a la superficie cuando toda confianza en su acero había sido desterrada. Si aquello fuera cierto cabía la terrible posibilidad de que llegara a alcanzar un formidable poder que le diera la capacidad de arrasar a los enemigos de Bort.

Aunque sufrió un repentino desengaño. Al poco aparecieron varios ykeem, con las hondas girando rápidamente y vomitando aquellos durísimos proyectiles. Las bolas se incrustaban en la madera de las catapultas y hacían volar los sesos de los que lo cercaban. Aquellos pequeños seres tenían una puntería endiabladamente precisa, haciendo impactar sus esferas allí donde querían, sin fallar apenas más que unos pocos milímetros en muy contadas ocasiones. Caían a su alrededor los hombres y volaban las astillas. Ragnar hacía más esfuerzos que nunca en abatir guerreros a su alrededor y la pequeña Kora había herido terriblemente a muchos hombres. Khram estaba exhausto, pero satisfecho. Aquella pequeña victoria había sido suya, habían hecho caer las terribles máquinas de guerra que podrían haberlos diezmado. Y, a menos que aquellos que los atacaban tuvieran en retaguardia una guarnición completa compuesta por un batallón de ingenieros, no habría más catapultas. Ahora sólo hablaría el hueso. Y si él tenía aún algo que decir, también el acero y el cuero tendrían su parte en aquel discurso de sangre y muerte.

En la retaguardia, Aeena estaba tan agotada como él. Ella seguía moviéndose, lanzando estocadas, mandobles y fintando el cuerpo a las espadas que intentaban atravesarla. Los hombres y mujeres que luchaban hombro con hombro con ella, también se encontraban muy cansados. Los enemigos no acababan nunca. Cuando caía uno, le sustituían dos.

- ¡Replegaos! ¡Volved a la muralla!

La orden llegó cuando debía. Ni un instante antes ni un instante después. Los yskim retrocedieron con una organización que Khram no creía posible en un cuerpo entrenado sólo durante una tarde. Él tomó las riendas de Ragnar y, con un agudo silbido, llamó a la mangosta. El animalito trepó por su capa y se enroscó alrededor de su cuello, haciendo aún gala de una ira incontenida. Subió a la grupa del caballo de un único salto, encaramándose entre dos de las placas óseas que había amarrado al cuerpo del animal. Al galope, y llamando a los ykeem a cargar hacia la muralla, Khram llevó a su montura acorazada hasta donde se encontraba Aeena con el resto de los guerreros. En su camino, muchos intentaron detenerlo. Pero se encontraron con la dureza de su acero, la rigidez de la armadura de su garañón y la recia determinación de quien se sabe victorioso. Un reguero de heridos y caídos fueron quedando en el camino. Volvió a gritar a sus hombres y él se interpuso entre los suyos y sus enemigos, dejando que los yskim volvieran a su poblado. Aeena acompañó a sus hombres a la carrera, dejando que entraran por delante de ella en la muralla.

Llegaban ya a la pared de hielo cuando la voz de uno de los vigías retumbó en la tundra.

- ¡Flechas!

Una lluvia de astiles óseos empezó a jarrear. Khram espoleó duramente a Ragnar, para llegar fuera del alcance de los proyectiles. Gritó a sus hombres que se detuvieran y se cubrieran. Los que quedaron dentro del alcance de las saetas alzaron sus escudos de hueso hacia el cielo, esperando a recibir el impacto de las flechas. Un sonoro repiqueteo, cargado de amenaza, resonó en los oídos de los que quedaron bajo los broqueles, que resistían los mazazos de aquellos pesados proyectiles. Muchos brazos estaban entumecidos por los golpes y estuvieron a punto de quebrarse y desfallecer. Algunas flechas mordieron la carne en los puntos en que los pertrechos dejaban huecos.

Los bloques de hielo se abrieron finalmente y los guerreros yskim de Khram atravesaron la empalizada limpiamente. Se replegaron con diligencia y orden y se cerraron los bloques que les habían franqueado el paso. Los ykeem se habían encaramado ya a las pasarelas superiores, defendiendo la plaza con arrojo, haciendo saltar las alarmas entre los que perseguían a los que se retiraban. Quedaron atrás los perseguidores, disuadidos por las ráfagas ykeem.

No habían resultado tan bien parados los yskim en esta acometida. Khram pidió a Aeena que hicieran recuento. Y el panorama era desolador. Había casi un centenar de heridos y una treintena de muertos. Considerando las bajas que había tenido el ejército enfrentado, era una nimiedad, pero si se tenía en cuenta lo exiguo de la falange que comandaba el bortai, aquello era una catástrofe.
Si tenían que enfrentar de nuevo a los hombres del tuerto, no tendrían ninguna posibilidad de salir vivos, a menos que volvieran a ponerse bajo la muralla. Y el hombre de la cicatriz no era tan tonto como para caer por dos veces en la misma engañifa. Era demasiado listo para eso.

Los ykeem también habían sufrido bajas. Yurizh estaba contándole al bortai sus evoluciones, mientras se acercaban a Aeena.

- Ykeem cuenta veinte mueren – chapurreo el pequeño ser.

- Lo siento Yurizh. Lo siento sobre todo porque esta no es una causa vuestra, sino que os la hemos impuesto los demás. Espero que sepáis perdonarnos.

- Nada que perdona. Nosotros también lucha por ykeem. Yo cuenta antes. Nosotros lucha por ykeem torturados y muertos. Y alegra morir por amigos. Ahora tiene que rematar ejército. Ya muy mermado y oportunidad nuestra.

- No podemos –
se disculpó el hombretón. – No hay suficientes hombres. Tenemos muchos heridos y también hay varias decenas de caídos, Yurizh. Sé que estás deseoso de atacar, acabar con esto de una vez, y te aseguro que yo también.

- Yurizh sabe –
le interrumpió el enano. – Yurizh adivina en mirada. Tú duele que muere gente.

Khram sonrió al pequeño ser.

- Sí. Me duele. Es como si os viera a ti y a Aeena pelearos y mataros. No sé si me comprendes. Estos hombres y mujeres deberían estar unidos para salir adelante. Allí, en Bort, los hombres y mujeres luchan juntos por salir adelante.

- Tú enseña yskim cómo. Es única esperanza para detiene guerra.

- No puedo, Yurizh –
negó una vez más el bortai. – Y es que no sé cómo hacerlo. En mi tierra los hombres y mujeres luchan juntos, sí, pero también pelean entre ellos. Quizá hemos sabido elegir a aquellos que tienen el poder para dirigir nuestros destinos.

- ¿Cómo sabe pueblo sur quién líderes? ¿Y si hace mal?

- Creo –
comenzó el sureño – que no lo sabemos. Es decir, no a primera vista. Es más algo que nos dice el corazón. Y, a pesar de eso, hacemos que pasen pruebas para elegirlos como caudillos. Aún así, si uno de los líderes de clan considera que alguien no es apto para ser el líder entre los líderes, puede reservarse el derecho de retarlo y ocupar su puesto. O convocar un nuevo thing.

- Yurizh cree ya entiendo. Aunque corazón elige líder antes que pruebas, pruebas muestra que corazón no equivoca.

- Algo así, amigo mío
- se volvió hacia Aeena, que se sujetaba el costado. – Aeena, ¿cómo te encuentras?

Las rodillas de la mujer se flexionaron casi imperceptiblemente al principio, pesadamente después. Fue a caer en la nieve como un fardo, con todo su peso. El pelo alborotado, pegajoso por los coágulos de sangre seca, se desparramó alrededor de su cabeza, velando su expresión al hombre que no pudo reaccionar para sujetarla a tiempo. Una flor carmesí comenzó a teñir la nieve donde había quedado tendida la yskim. Estaba herida.

Khram gritó de terror y pánico. Un terror y un pánico que nacían de dentro, que nacían del corazón. A su voz se unieron las voces de Dada, Burbath, su padre, su madre y sus hermanos. De su garganta surgió el eco de los seres a los que había amado y había perdido. No quería perder también a Aeena. En un momento de lucidez llego a girarla. Una flecha había acertado a atravesar el costado izquierdo de la guerrera. La punta quedaba aún alojada en su cuerpo. El astil debió haberlo arrojado ella en algún momento de la lucha de aquel día.

El bortai la izó en sus brazos y, corriendo, la transportó hacia la yurta de hielo que habían comenzado a compartir. Yurizh corrió tras él llamando a varios de los suyos. Khram la depositó amorosamente en las pieles del yazteeh que había matado, las que tantas veces había compartido con ella, las que habían servido de cobijo a su amor y a su pasión, cubriendo su desnudez, cobijándolas con su calidez, transmitiéndose amor el uno al otro. Se arrodilló al lado de su cabeza, llamándola con estentóreos gritos, esperando su respuesta.

Se dio cuenta de que estaba llorando. Hacía tiempo que no lo hacía. No recordaba exactamente si había sido cuando murió Burbath o cuando abandonó su patria, pero no le importaba. Se había empeñado tanto en que no le importara nada ni nadie que las lágrimas se habían secado en sus ojos. Había luchado para que en su corazón no quedara nada más que rabia y resentimiento y había construido a su alrededor un sólido muro de indiferencia, unido con la argamasa de la ira y el dolor. Y aquella mujer, con una única mirada había desmoronado todos y cada uno de los sillares con los que había intentado proteger su alma y su corazón, había penetrado en ellos con una única sonrisa y se había aposentado allí con la fuerza de la costumbre y la cotidianeidad. Y lloró por haber sido tan idiota de haber dejado indefenso su morada más íntima.

Lloró porque volvió a sentirse abandonado.

Yurizh estaba a su lado, junto a dos ykeem más. Estaban examinando cuidadosamente la herida, analizando la situación. Hablaban en su propio idioma, como si quisieran que Khram no entendieran nada de lo que decían.

- Tú sale ahora, hombre sur. Nosotros necesita curar Aeena.

- No, yo no me voy de aquí, enano del demonio –
la ira de Khram salía por todos los poros de su piel.

- Yurizh no enano – fue la lacónica respuesta. Pero entendió la reacción del bortai y continuó. – Aeena bien. Sólo punta flecha en costado. Tenemos que sacarla o herida infecta y ella muere. Pero ella bien. Flecha no tocado nada vital. Ni tampoco tocado... - Yurizh se detuvo tarde.

Pero Khram no pareció haberse dado cuenta de aquel desliz del ykeem. Estaba más pendiente de la mujer que de la charla del pequeño ser peludo que estaba al cargo.

- Tú ve y descansa. Yurizh avisa cuando tú puede ver Aeena. Ahora necesita intimidad para que hace lo que tiene que hacer.

Con la vista empañada por las lágrimas, Khram asintió, aturdido, falto también de toda voluntad, doblegada ahora a las razones del ykeem, rendida toda su belicosidad por el dolor y la pena. Con toda la pena contenida durante tanto tiempo en el rostro, el bortai enjugó las lágrimas. "Los bortai no lloran", le decía en su interior la voz de su padre una y otra vez. "Lo siento, padre". Fue lo único que consiguió pensar Khram.

Se quedó fuera, de pie, con la cabeza gacha y los hombros caídos, colgando los brazos a ambos lados. El guerrero que había en él había sido derrotado. El mago que empezaba a crecer con él se había marchitado antes incluso de florecer de una manera u otra. Tanto tiempo pensando que en la magia encontraría la manera de vencer a sus enemigos y nunca pensó que su verdadero enemigo no era más que él mismo y lo que él construyera a su alrededor. Dejar que aquella costra de resentimiento y odio hacia todo ser humano había sido un error, un propio ataque contra sí mismo, que no había previsto que nadie disolviera aquella protección, dejándolo tan vulnerable como al principio. Crear aquella muralla tan rígida había sido su perdición, pues la misma rigidez de su defensa había sido el fallo que había cometido. Quebradiza, se rompió al primer contacto, con el primer envite que tuvo que soportar. Ansioso como estaba de olvidar su soledad y su dolor, olvidó que la defensa, como en un combate, estaba en ser flexible, en dejar entrever puntos en los que tu enemigo podía penetrar para luego atacarle justamente en esos puntos, haciéndole el daño que no pensaba que pudiera alcanzarle.

No volvería a ocurrir.

Y sin embargo, dejó de luchar contra aquello. Aceptó que amaba a Aeena con tanta claridad como sabía que su nombre era Khram. Aquello fue su coraza. Y aquel sentimiento fue lo que edificó alrededor de su alma. Rodeando dentro de la empalizada a la mujer que ahora yacía en el interior de aquella extraña yurta.

Pero él no lo supo. Ni lo sabría jamás.

Nunca había sido paciente. Se puso a quitarle la pesada coraza a su caballo, que había realizado un esfuerzo fuera de lo común. Bajo el hueso, Ragnar sudaba profusamente. Tuvo que introducirlo en una de las tiendas caldeadas para que el animal no enfermara. Lo cubrió con una de las pieles de Dada, tapándolo bien. Después le palmeó el cuello con cariño. También dedicó caricias a Kora, que se lamía con profusión las patas delanteras, llenas de erosiones y contusiones. Con mucho mimo, tomó un jirón de tela y vendó amorosamente los apéndices heridos del animalito, que le dio un lametón en la mejilla por todo agradecimiento. No podía pedirle más a aquellos dos seres que habían estado dispuestos a morir por él.

- ¡Sureño hijo de una hiena! ¡Muéstrate, perro cobarde!

La voz, gutural y amortiguada por los bloques de hielo, le parecía una burla al Cuervo.

- Sé que estás ahí dentro. ¡Ven aquí y lucha conmigo! Decidamos esto a la antigua usanza. ¡Que el líder que venza se quede con los hombres del otro!

Khram desabrochó la capa. Le pesaba. Dejó caer la vaina de la espada. Le estorbaba. Salió de la cuadra donde había aposentado a Ragnar blandiendo el acero. Hizo una señal a los yskim, que retiraron los bloques que servían de puerta en aquella empalizada de hielo y madera.

Con la espada firmemente asida entre sus dos manos, comenzó a correr hacia aquel hombre tuerto. No sentía la nieve al crujir bajo sus pasos. Pero sí que podía oír cantar a Nodym. Un lúgubre canto monocorde, única nota arrancada al viento del norte al pasar velozmente por su filo, recorrer el ancho del mandoble y salir por el filo contrario, entonando así un cántico de rabia, anuncio de lo que aún estaba por llegar.

El del parche en el ojo aprestó su arma de hueso, dispuesto a recibir el terrible impacto de aquel leviatán terrestre, con una sardónica sonrisa asomando en sus labios, entreabiertos, que dejaban entrever los blanquísimos dientes que había debajo. El costurón que era su cicatriz se contrajo en una mueca que sólo un demonio habría dejado de temer.

Y Khram se convirtió en un demonio.

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Khram Cuervo Errante

Obviando la cara de su enemigo, que era una invitación cordial a morir, el bárbaro cargó salvajemente contra el hombre de la cicatriz. Éste levantó su escudo, como tantas veces hiciera, sin dejar de sonreír. Viendo el ímpetu con el que cargaba el bárbaro cruzó la espada sobre el broquel, protegiendo más su cuerpo de aquella embestida, llena de toda la furia que era capaz de desarrollar el Cuervo. Y en aquel momento, la furia que podía liberar ese hombre era comparable a la de los maremotos que sacuden el mar del Sur, que separa los continentes entre sí. De lo más profundo del pecho del bortai surgía un bramido similar al del huracán más devastador que hubiera sacudido aquellas tierras jamás. Y su mueca, un devastador gesto de desafío y muerte, podía competir con la que componían aquel parche y aquel costurón en su propio rostro. Aquel monstruo, que parecía haber surgido de las entrañas de la tierra no se detenía. Sólo cargaba. Él gritó también.

Demasiado tarde.

El sureño descargó toda la potencia de la carrera, sus brazos y el dolor sobre el escudo y la hoja de hueso que su oponente había cruzado por delante de sí mismo, intentando proteger su cuerpo. Por poco, por unos cuantos milímetros, la hoja no cercenó ambas manos. El yskim sintió silbar el aire cuando el acero de Nodym cruzó por delante de sus propias barbas. El roce del plano de la hoja pasó suavemente sobre los vellos de los antebrazos. Cerró los ojos instintivamente, protegiéndoselos de la lluvia de esquirlas que saltó de los pertrechos que, inútilmente, había sostenido en alto. El hielo y la nieve también le salpicaron, tras la súbita parada que tuvo que hacer Khram al alcanzarlo. Su rugido no había cesado ni un solo instante, mientras sus brazos estaban completamente extendidos, en un terrible ademán que presagiaba el infierno que esperaba a los pecadores.

El yskim abrió los ojos de par en par. Aquella espada lo había desarmado, por mucho que él intentara no ser víctima de su filo. Había visto cómo sus hombres perdían sus armas de manera similar a como la había perdido él y por eso la había intentado reforzar con tendones secos. Pero aquello tampoco sirvió. Tendría que sacar provecho de lo que tenía escondido.

Khram apenas le dio tiempo a reaccionar. Volvió a plegar los brazos, giró sobre sí mismo y volvió a descargar un mandoble tremendo sobre el yskim, que tuvo que tirarse sobre la nieve y rodar sobre el frío manto para escapar del ajusticiamiento del sureño. El aprendiz de mago volvió a intentarlo con un golpe más imaginativo, intentando clavar a Nodym en la tierra, de la misma forma que un día reposó allá lejos, en las tierras del clan. Pero el tuerto era bastante más ágil de lo que había previsto Khram y volvió a zafarse. En el bortai todo era ciega ira y no prestaba atención a los movimientos del yskim, que una y otra vez escapaba a sus intentos por atravesarlo. Acabaría por cansarse y eso le daba ventaja.

El sureño atacó de nuevo, pero esta vez hizo una pausa. Quiso mirar a su enemigo al único ojo que le quedaba, escudriñar su alma. El tuerto temió que aquella mirada revelara más de lo que él quería. Los ojos del bárbaro se clavaban muy hondo, más allá de la línea de su cráneo, sondeando sus más oscuros secretos, extrayendo uno a uno todos los crímenes que planeaba. Intentó sostenerle la mirada, pero todo lo que pudo ver en los ojos de Khram fue desprecio, ira y muerte. Un fuego devorador que inflamó todos sus sentidos y llenó su ser, su cuerpo y su espíritu. Aquellas brasas, supo, nacían del propio corazón del que sostenía el acero y la nieve no las apagaría. Inflamado el espíritu con el awen de la guerra, lo único que calmaría las ansias de sangre de ese hombre sería su propia muerte.

Decidió dejar de guardarse ases en la manga y utilizar todas las posibilidades a su alcance. Lo primero, sería tener de nuevo el factor sorpresa a su favor. En un alarde de valentía o temeridad, según quien estuviera mirando, el yskim de la cicatriz en el rostro abrió los brazos en cruz y sonrió. Su jugada era desconcertar al bortai, hacerle perder la concentración, pero ni un solo músculo o tendón se contrajeron en el cuerpo de Khram. Si en algo había conseguido el tuerto su objetivo, no lo percibió. Con un gesto ensayado, teatralmente lento, deshizo el nudo que sostenía su capa en torno a sus hombros. Con deliberada parsimonia, la prenda cayó al suelo, desmadejada, convertida en un amasijo de pelo. Al caer, quedaron al descubierto dos empuñaduras de hueso labrado, rematadas en sendas cintas de cuero que colgaban flácidas desde su elevada posición. Las guardas, cortas y curvadas, estaban asomadas por encima de los hombros de aquel guerrero, a quien las armas le daban un aspecto imponente. Cruzando los brazos por encima de su cabeza, las armas saltaron de sus vainas, mostrando sendas hojas de acero forjado. Los afilados cantos de las espadas refulgieron cuando un rayo de sol los recorrió, perezoso, saliendo de entre las nubes con las que cubría, tímido, su fulgurante rostro. Casi como si la diosa Brishna estuviera seduciendo con un gesto a los presentes, sus dedos pasearon por aquellos filos.

La sorpresa se pudo oír en la empalizada, sobre las repisas que habían construido. El rumor recorrió el pequeño poblado como una chispa sobre un pasto demasiado reseco. Los hombres y mujeres se agolpaban junto a la muralla. Los pequeños ykeem intentaban entender lo que estaba pasando fuera por los comentarios que escuchaban. Aeena, dolorida, salió de la yurta, con un aparatoso vendaje cubriendo su vientre con ternura. Yurizh sabía cómo tenía que atender aquellas heridas con maestría, teniendo en cuenta las circunstancias de la herida. El pequeño ser salió detrás de ella, al sonido de los rumores. Un escalofrío recorrió el espinazo de la mujer y una plegaria murió en sus labios antes de ser pronunciada. El desaliento también llegó a su propio corazón. Ella tenía una de las hojas del bortai y era imposible entregársela. Sabía que el bárbaro no estaría pendiente del combate si ella salía por el portón de la muralla y ello podía suponer una enorme diferencia en el desarrollo de la batalla que no podía permitir. Subir a la muralla iba a ser imposible. Aparte de que la costura de la herida, la pérdida de sangre y el vendaje se lo iban a impedir, Yurizh, su cuidador particular tampoco permitiría que se subiera a aquellas alturas. Ya había hecho un gran esfuerzo de voluntad a la hora de dejarla abandonar el lecho y la había obligado a arrebujarse en las pieles en que la dejara recostada su amante. Estaba claro que no iba a conseguir subir a aquella repisa de ninguna de las maneras y con ello sería imposible devolverle aquella elegante arma a su legítimo dueño a menos que él regresara.

Fuera, el regreso era lo último en lo que pensaba Khram. La visión de las dos hojas de acero no había quebrantado su determinación lo más mínimo. Él ya se había medido a hojas de verdadero acero con anterioridad y no le suponía ningún cambio a la hora de combatir. El tuerto estaría más tiempo vivo, eso era todo. Hacer estallar una de las armas de hueso en mil añicos era algo bastante sencillo para el poderoso mandoble de Khram, pero el acero contra el acero no bastaba para reventar aquellas hojas. Si Burbath hubiera vivido un poco más, quizá le podría haber enseñado algún conjuro que lo consiguiera, pero, lamentablemente, su maestro había muerto y él no aprendería ningún conjuro a menos que consiguiera algún maestro en Shyrm.

Si quería aprender, más le valía salir vivo de allí.

Volvió a asir a Nodym con las dos manos y arriesgó una guardia demasiado alta. El tuerto no pensó. Actuó. Se echó a correr hacia el bárbaro, el cuerpo descubierto. Elevó la espada diestra por encima del hombro izquierdo, cargando con la siniestra adelantada. De nuevo aquella sonrisa demoníaca acudió a sus labios, intuyéndose gran vencedor de una lid que no había más que echado a andar. En el último segundo, cuando el cuerpo del Cuervo estaba ya condenado a la muerte, hizo un movimiento con las dos hojas, entrecruzándolas, para rebanar a su contendiente en dos, con una suerte de cizalla.

La espada de Khram estaba demasiado alta para poder atajar el ataque de aquella bestia de las nieves. Los espectadores contuvieron la respiración. Algunos se llevaron las manos a los ojos, temerosos de ver caer a su única esperanza. Otros incluso apartaron la vista, acaso aprensivos de ver salpicar la sangre de su adalid por toda la tundra. Pero lo que debieron taparse fueron los oídos.

Las hojas del tuerto se cerraron y encontraron resistencia. Los filos crujieron y chispearon. Los brazos temblaron con la fuerza del impacto y estuvo a punto de soltar sus armas. Frente a frente, con los ojos a la altura de los suyos, encontró los carbones encendidos del hombre al que había intentado asesinar. Aquel movimiento nunca le había fallado. Había matado infinidad de hombres y mujeres con aquella estrategia e invariablemente sentía la tibieza de la sangre que le salpicaba en el cuello y el rostro, una costumbre que había pasado progresivamente de asquearle a reconfortarle. El contacto viscoso de la sangre enemiga le anunciaba que su contendiente ya estaba fuera de combate y él podía relajarse, muerto su oponente, conquistado el campo de batalla. Pero en aquella ocasión no sintió más que un obstáculo en su camino. Sus espadas solían acabar con sus enemigos sin resistencia alguna. Sin embargo, aquel demonio del sur había conseguido sobrevivir. No entendía cómo aquella guardia tan elevada había conseguido un movimiento tal que se interpusiera en la cruz que conformaban sus armas. El bortai, casi tumbado, apoyado todo el peso sobre la pierna derecha, había hincado la punta de la espada en la nieve.

Ambos se retiraron con un salto. El tuerto intentó escudriñar de nuevo el rostro del bortai, buscando algún resquicio en su determinación. Pero se encontró con la misma frialdad, el mismo acero en su rostro y en su alma. Empezó a tener miedo. Si no encontraba ninguna grieta en aquel hombre, el muerto podría ser él mismo. Volvió a saltar hacia delante, intentando alcanzar al aprendiz de mago. La reacción de éste no se hizo esperar. Nodym atacó. Los dos brazos del hombre soltaron una descarga casi eléctrica, un único impulso potente y certero que consiguió alcanzar la trenza que revoleaba en la nuca del tuerto. El pelo cayó pesadamente al suelo.

Los yskim lanzaron un sonoro vítor al nublado cielo que sonó a victoria. Aeena echó a correr, pero Yurizh fue más rápido. La agarró del maltratado jubón con un gesto férreo. Ella se volvió con gesto inquisitivo hacia el ykeem que, por toda respuesta, sólo hizo rotar la cabeza a derecha e izquierda en gesto de negativa. No obtuvo más del enano, sólo una significativa mirada. La espera la carcomía.

El tuerto se echó la mano a la nuca y corroboró la ausencia de su más preciado don. Aquella coleta significaba el liderato de su gente, el guerrero nunca batido, nunca vencido. Y ahora había saltado por los aires. Khram aprovechó aquella pequeña ventaja y volvió a cargar. La espada descargó de nuevo, una y otra vez, y el tuerto tuvo que emplearse a fondo para atajar las acometidas del sureño. Por varias veces, el filo del mandoble alcanzó la carne del guerrero de la cicatriz, haciéndole cortes que no tuvo tiempo de acusar. Las hojas entrechocaban y resonaban en la tundra, arrancando al tiempo los sonidos que se enterraban en las venas de Khram, los sonidos que había mamado con la leche de urga. Los olores del cuero sudado, del acero chispeante, de la malla húmeda y la sangre caliente inundaban el campo de batalla, aromas que el bortai había conocido desde la cuna, en el propio útero de la madre a la que había matado al nacer. Aquellos sonidos habían sido olvidados en aquella parte de las Tierras Blancas, desterrados por el tiempo y la falta de costumbre, migrados con los hombres hacia el sur, buscando tierras más propicias que acabaron siendo tan bondadosas con los hombres como con la guerra. Aquellos olores no habían pisado jamás aquella gélida estepa hasta que Khram, mensajero de los ancestros que olvidaron la tierra a la que pertenecían, regresó para traer esperanza a unos y perdición a otros.

El tuerto tuvo que rodar por el suelo, derribando al Cuervo para obtener una pausa que le permitiera rehacerse. Empapado de la nieve que se derretía al contacto con su cuerpo, el bortai se levantó como un gamo. Aquel lance los había separado lo suficiente como para que el bárbaro no pudiera arremeter con nueva fuerza. Ambos contendientes se miraban. El yskim jadeaba. El bortai se encontraba en pie, enhiesto, sin señales de cansancio en su rostro o su cuerpo. El tuerto volvió a arremeter, pero a Khram le bastó una patada para desviar aquel envite. El yskim rodó por el suelo y el sureño saltó sobre él. En el aire volvió la espada y mientras caía quiso empalarlo. Hombre y arma se hundieron en la nieve, huido su objetivo. Éste lanzó los puños, armados con las empuñaduras de sus espadas. Alcanzó al bortai en la boca del estómago, clavándose las anillas de la cota de malla en los nudillos, que no tocaron la carne del aprendiz de mago: un falsete acolchado que escondía bajo el tabardo amortiguó el golpe. Llegó el turno del Cuervo y descargó dos golpes con la mano libre sobre la mandíbula del yskim, a quien se le antojaron sendos martillazos. Cayó sobre la nieve, el rostro entumecido y los nudillos sangrantes. El sureño se retiró calmosamente y se arrodilló ante el cuerpo del caído. Agarró la cabeza por el pelo y obligó a aquel hombre a mirarle.

No se dio cuenta de la señal, apenas imperceptible, que hizo a dos de sus hombres. Tampoco de cómo había soltado la espada izquierda y se llevaba la mano al costado. Pero sí acusó la mordedura del hueso en el muslo derecho. Dos flechas se incrustaron en el músculo al tiempo que el traidor yskim apuñalaba en la misma pierna al bortai. Un alarido nació en la garganta del sureño, roto de dolor. Un bramido que atravesó fronteras y derribó murallas. Un rugido que rompió ilusiones y esperanzas. Un grito que conmovió las entrañas de una mujer, que ya no pudo soportar más la impaciencia de la espera y echó a correr, olvidando los consejos de su galeno, el peludo ykeem Yurizh. Éste intentó correr tras ella, pero las larguísimas piernas de la mujer la impulsaban con la fuerza de la desesperación. Al enano sólo le dio tiempo a pedirles a los dioses que no se le abriera la herida y que la sutura aguantara aquella carrera.

El yskim de la cicatriz se levantó de la nieve sonriendo. Agarró sus dos espadas y se retiró del sureño que, con su magnífica Nodym aún asida, se retorcía en el hielo manchado con su propia sangre.

- ¿No quieres soltar tu arma? – le preguntó cuando intentó arrebatársela. – Está bien. Tus manos frías y muertas serán mucho más complacientes cuando te mate.

Cogió una nueva distancia, sopesando sus preciosas espadas de acero. Intentó hacerse una idea de lo que sería manejar aquel espadón. Quizá tuviera que hacerse a él matando a unos cuantos de sus hombres, pero ¿qué importaba? Era dueño y señor de las Tierras de Hielo. Unos cuantos hombres no diezmarían a los yskim y tampoco supondrían unas bajas excesivas para la empresa que se proponía después. Si todos los sureños eran igual que aquel, su objetivo sería más difícil de conseguir que aunar a todos los pueblos de la tundra bajo un solo liderazgo. Aunque siempre había alguien dispuesto a venderse, a traicionar a los suyos. Aquella baza siempre había jugado a su favor. Y si aquel sureño no hubiera irrumpido en aquel campamento, su topo le habría servido la victoria en bandeja. Llevaba años alentando el levantamiento, y si aquel hombre había supuesto algún problema, se le habría enfrentado con toda seguridad. ¿Lo habría matado? Daba igual. Estaba vencido, sangrando como un gorrino por aquellas heridas. Imaginó a los bortai como aquel, perdiendo su savia vital, derramándola profusamente sobre una tierra fértil y no aquel desierto de hielo y nieve y sonrió. Sería dueño de una extensión de tierra inimaginable. Él sólo.

Se volvió para arremeter de nuevo contra el bortai y tuvo que reprimir una reacción de sorpresa. No esperaba ver a aquel hombre en pie, sosteniendo de nuevo aquel enorme acero entre sus dos manos, en una posición cautelosa. Había arrojado las dos flechas lejos de su muslo, partidos los astiles. Tanto mejor. Las puntas le provocarían dolor y él sacaría partido de esa jugada. La sangre resbalaba aún por la pierna, cayendo sobre la nieve. El peso estaba apoyado sobre la pierna izquierda, con la pierna herida ligeramente atrasada, para proteger la herida. El yskim cargó con toda la rabia que había acumulado durante el combate y movió las armas, dispuesto a asestar un duro golpe. El bárbaro se cubrió, pero aquella vez, el yskim reaccionó muchísimo antes y descargó un puntapié al muslo herido. Khram soltó un alarido de dolor.

Aquella descarga eléctrica recorrió todo su cuerpo, pasó de la pierna a la cintura, ascendiendo por su espina dorsal para acabar incrustándose de lleno en su cráneo, como si el colosal mazo del Forjador, aquella faceta de Rugan que adoraban los enanos, se hubiera abatido sobre él. Volvió a caer, echando la rodilla izquierda sobre el hielo y llevándose la mano libre al muslo herido.

Aeena ahogó un grito. No podía gritar. Él la reconocería desde abajo y dejaría de dedicar aquella atención al combate. Y necesitaba poner todo el espíritu en vencer a aquel tuerto. Yurizh la contemplaba preocupado. Ella quiso bajar y recoger a su amante, ayudarle a ponerse en pie. Pero lo más que pudo hacer fue llevarse, en un gesto instintivo, la mano a su vientre.

El tuerto rió estentóreamente. Pensaba acabar con el sureño, pero antes iba a jugar con él. Había diezmado a varias centenas de hombres con su exiguo ejército. Había desmontado los artilugios que encontró, ya hacía tiempo, abandonados en la frontera y que tantas victorias le habían procurado. Aquel error había sido suyo. Pensó que vencería como tantas otras veces, por la fuerza del número de sus falanges, aplastando la sedición de los atacados por la simple superioridad del número de sus guerreros. Él se había quedado en la retaguardia, esperando que sus capitanes le trajeran la rendición de los únicos yskim libres que quedaban en bandeja. Y sin embargo, se había encontrado con un muro de hielo imposible de derrumbar, infranqueable, inquebrantable. La voluntad de aquel hombre se aferraba firmemente a algo que él no podía comprender. Pero daba igual.

Volvió a ponerse en pie, cojeando. Nodym volvió a alzarse en la tundra y el viento que recorría la helada estepa la hizo cantar. Resonó el aire en sus oídos y el cántico de la espada llegó a los oídos de quienes supieron escucharlo, infundiéndoles nuevos ánimos, nuevas esperanzas. Tres personas fueron las únicas que oyeron aquel sonido.

La primera fue Aeena. El vibrato del acero Erizo, heredado por Khram, hizo latir fuertemente su corazón, conmoviendo fuertemente sus entrañas, sintiendo nacer de nuevo el ánimo. La mujer se arrimó al parapeto de madera, cubriéndose como pudo, para evitar que la traición de aquel tuerto la alcanzara a ella también. Pero la razón principal era ocultarse de su amante, evitando que la viera, evitando que la mirara. Aunque sus ojos le buscaban y sus labios deseaban alentarlo y sostenerlo, sabía que no podía ponerle en peligro de aquella manera y darle al hombre del parche una nueva razón para desequilibrar al sureño. Su posición le daba oportunidad de observar la liza y también más allá. Hizo acopio de toda su voluntad y bajó de la repisa. Fue con todo el dolor de su corazón que lo hizo, pero en sus adentros tenía la absoluta seguridad de que debía hacerlo. Hizo una seña a Yurizh, que bajó acompañándola. Presionando el costado de la herida, empezó correr por el poblado, impartiendo unas órdenes sencillas y silenciosas, reuniendo a todo el que pudo reunir. Yurizh reaccionó de la misma manera, intentando reclutar a los ykeem que estaban ocultos.

La segunda persona a quien conmovió el resonar de Nodym fue al tuerto. Blandiendo sus dos espadas estaba totalmente convencido de que no podía perder. Había robado esas hojas a dos guerreros que se perdieron en las Tierras de Hielo hacía ya mucho tiempo. Y con ellas había repartido muerte entre la nieve, vertido sangre en el hielo y conquistado uno tras otro a todos los yskim que osaron rebelarse frente al poder de su acero. Lo que nunca pudo imaginar es que un extranjero pudiera unirse de aquella forma con ningún yskim, formando una alianza más fuerte que la propia sangre, una asociación arraigada en lo más profundo del tiempo, forjada en la memoria y la tradición, en la unión ancestral de dos pueblos que habían hecho de la guerra un modo de vida. Se maldijo por haber dado tantas concesiones a aquel sureño. Maldijo a dioses, ancestros y al propio mundo, como culpables de que Khram se encontrara en la tierra que él deseaba dominar. Si los dioses le hubieran sido favorables, si los ancestros le hubieran acompañado, el sureño habría muerto en las primeras refriegas. Pero el bastardo estaba empeñado en aferrarse a la vida con toda la fuerza de su alma y su espíritu. Ninguna de las triquiñuelas que había utilizado había dado resultado. Tenía a su enemigo malherido y a su merced. Sabía dónde tenía que golpear si quería hacerle daño y sólo tenía que ser rápido para matarlo.

Khram también había oído el cántico que su espada había entonado. La canción de la espada despertó en él voces dormidas, voces ocultas. Su padre, sus hermanos, Dada, su maestro, el propio Gwyran Ala Negra, el bardo serpiente... Todo aquello formaba parte de sí mismo, del mismo modo que Aeena y los yskim también eran parte de su vida. La voz de Nodym había traído a su memoria todo su ser. Se había esforzado en enterrar todos aquellos recuerdos, en apartar de sí todas aquellas vivencias. Pero por más que lo había intentado, no lo había conseguido. Una y otra vez volvían a su memoria todos los momentos que había vivido en Bort. Aquello había conformado su historia, su vida. Le había moldeado el alma, le había dado su espíritu. Aquello estaba mucho más lejos de su alcance de lo que él podía imaginar y, por esa misma razón, era por la que estaba más cerca. Era sangre y clan y aquello no podía cambiarlo nadie.

Ni siquiera él.

El sonido que produjo Nodym al vibrar se apagó. El tañido de campana que había iniciado al cortar el aire dejó de arrastrarse por la tundra. Y aquel silencio fue una señal. El tuerto volvió a lanzarse hacia el bortai. Las dos espadas se abrieron en un terrible arco que quería cerrarse sobre el cuerpo del bárbaro. Khram le mostró la pierna herida. Era un truco demasiado obvio. Si le alcanzaba, le daría la oportunidad de contraatacar ferozmente. Si no, le daría tiempo a atajar el golpe del atacante. El yskim lo sabía. Y Khram también.

El tuerto se giró en su ataque, sobrepasando al Cuervo, dirigiendo sus dos hojas hacia la espalda de su oponente. Khram no cambió su postura. El dolor le había entumecido la pierna y se le hacía imposible girarse hacia el yskim. Su costurón se contrajo en una fea mueca cuando sonrió. Se veía vencedor. Estaba seguro de poder atravesar el cuerpo del bortai. Pero no era el único que tenía trucos escondidos bajo la manga.

El bortai soltó el mandoble y lo sostuvo con la mano izquierda. Con un gesto que casi pareció ensayado, por la falta de costumbre, la mano derecha describió una curva hacia atrás, hasta quedar frente al tuerto.

Pronunció una palabra. Sólo una.

Burbath le había enseñado muy poco, pero le había enseñado bien. Su voz había llenado por un instante sus oídos y se trasladó hasta su boca con toda celeridad, estallando en sus labios, que le dieron forma hasta concretarse en aquella palabra que vino a salvarle. Un fogonazo restalló en la tundra, reflejándose por todas partes. El hielo y la nieve que los rodeaban amplificaron la intensidad de la luz que Khram había logrado conjurar. Él había conseguido cerrar los ojos. Pero su enemigo se vio alcanzado por el deslumbramiento en toda su plenitud. Con un alarido, soltó las armas y se derrumbó sobre la nieve. Se llevó ambas manos hacia la cara, doliéndose, intentando hacer que las lágrimas corrieran por sus mejillas para aliviar el dolor. La magia le había explotado en pleno rostro y el impacto, aparte de cegarle, le había dejado aturdido. Se restregó enérgicamente con los puños, pero no conseguía recuperar la visión.

Khram debió aprovechar aquella ventaja que la magia le había procurado. Y sin embargo, se detuvo. Se irguió sobre sus dos piernas, apretando los dientes, unos contra otros, intentando diluir de aquella forma el suplicio que le provocaba apoyar la pierna herida sobre la nieve. Su peso le hundía el pie en aquel manto blanco y aquello dificultaba que el dolor disminuyera. Cada vez que plantaba el pie en la nieve, este se hundía inexorablemente, produciéndole una tensión en la pierna herida que le recorría todo el cuerpo. Siguió acercándose lentamente, renqueando. Con cada paso, el dolor se iba apagando, hasta convertirse en un daño sordo, una laceración enmascarada que no dejaba de hacerse notar, diciéndole que aquello estaría ahí para siempre. Se detuvo a una distancia prudencial, con Nodym aún presta para defenderse. La pierna seguía incordiándole, pero aguantó. Apoyó todo el peso en la pierna buena, para aguantar más, y al liberar la tensión, el dolor volvió de nuevo a recorrer su espina dorsal. Reprimió tarde un gesto quebrantado y sus labios se fruncieron levemente, mostrando a sus enemigos que aún era humano. El que estaba en el suelo aún aullaba con la visión ennegrecida. Intentaba abrir los ojos, pero el sol de la tundra aún dañaba sus retinas al filtrarse por sus dilatadísimas pupilas. Veía la sombra de Khram a pocos pasos, pero él no veía. Así que volvió a repetir el gesto que ya había hecho con anterioridad.

Esperó oír el grito de dolor de su oponente, pero no oyó más que dos chasquidos, como si un hacha golpeara un bloque de hielo que reventara.

Yurizh, subido a la muralla, había percibido el gesto del yskim antes de que sus secuaces lo hicieran. En su mano aún estaba la honda doble que había utilizado para incrustar dos de sus proyectiles en los cráneos de los que habían de disparar las flechas. Yurizh había observado indignado la primera traición del yskim. Se dijo que no habría una segunda y se apostó tras una de las rudimentarias almenaras de la empalizada cuya construcción había dirigido. Al no tener poternas, aquella era la única manera de vislumbrar la lucha y vigilar al tiempo que el traidor no pudiera volver a jugar sucio.

Aeena había contemplado lo que había hecho Yurizh. Con la mano en la herida que el ykeem le había restañado tan amorosamente, impartía órdenes a los hombres y mujeres de aquel poblado. El silbido de las bolas que había lanzado su sanador particular la encontró encabezando la falange. Al convocar a aquella minúscula hueste, su ardor se contagió por todo el poblado. Los guerreros y guerreras asieron las armas de hueso y ocuparon su lugar en la columna. Incluso los heridos sacaron fuerzas de donde no las había y se dispusieron a presentar batalla. El pequeño ejército estaba completo y dispuesto a defender a su adalid si fuera necesario hacerlo.

Khram seguía fuera de la muralla, contemplando con frialdad a su oponente que, poco a poco, iba recuperando la nitidez de la visión. El yskim buscaba desesperadamente el puñal que tenía escondido y con el que ya había conseguido herir al sureño. Consiguió extraerlo. Lo blandió con intención de rematar el trabajo y cargó. El bortai se libró de la amenaza con un único puntapié. El puñal salió despedido y fue a caer sobre el tupido manto de nieve. El yskim bramó de rabia y dolor. Golpeó el suelo con el puño, levantando esquirlas de hielo.

- No sobrevivirás. Te mataré – comenzó a decir. – Me has tenido a tu merced y no has aprovechado lo que la suerte te ha dado – alcanzó sus dos hojas, – y ahora vas a lamentar no haberlo hecho.

Como una bestia, cegada por el odio y la rabia, el tuerto inició una carga salvaje, buscando la vida de su oponente, dispuesto a acabar con él de un solo golpe. Pero Khram no pensaba dejarse ganar con tanta facilidad.

Sus heridas eran graves. Le molestaban para pelear. Le hacían perder velocidad y capacidad de reacción. Le impedían moverse con agilidad. Pero aquellas heridas estaban sólo en su pierna. Dejarían alguna señal, una débil marca de su existencia o incluso llegarían a desaparecer. Lo más probable es que aquel dolor no desapareciera jamás del todo y supusiera un recuerdo permanente del enfrentamiento al que se estaba entregando en aquel momento, agazapado como un criminal en plena noche, dispuesto a asaltarlo cuando estuviera desprevenido. Pero ese dolor físico, esas heridas palpables no eran nada en comparación con las que había llevado en su corazón durante tanto tiempo. Si había sido capaz de sobreponerse a la indiferencia y el desprecio, las flechas y los puñales no supondrían reto ninguno.

Volvió a plantar el pie izquierdo en el suelo y el relámpago del dolor, que ya le era familiar, volvió a sacudirle. El yskim lo notó y quiso descargar las empuñaduras de sus espadas sobre la pierna dañada, cambiando ligeramente la orientación que llevaban sus hojas. El bortai supo anticiparse. Antes del impacto, el objetivo del yskim desapareció. El tuerto, desprevenido ante tal movimiento, perdió el equilibrio y no pudo recuperarlo, aunque puso todo su empeño en ello. Se dio de bruces contra el suelo, evitando por muy poco el filo de sus propios aceros. El bárbaro giró sobre la pierna buena, hizo ascender la espada por encima de su hombro y, en un lance más semejante al de una bailarina entrovina, descargó el golpe. La espada se hundió en la carne de la pierna izquierda del yskim, en el mismo punto en el que las flechas y el puñal se habían incrustado en el bortai.

- Parejos.

El tuerto sangraba profusamente. La herida que le había infligido Khram era bastante fea. El dolor sacudió ahora a quien pensó que no lo sufriría. Trató de ponerse de pie, pero no pudo. La pierna le fallaba. La sangre corría en caudalosos torrentes por su pantorrilla, tintando la nieve de enormes rosas carmesíes.

Renqueó hasta poder erguirse en toda su envergadura. Estaba frente a frente con el sureño y pudo ver lo enorme que era. Y también comprobar su juventud. En el combate, mientras las espadas hablaban y los hombres se contorsionaban para hurtar el cuerpo a la muerte una última vez, no podía ver nada, aparte de los borrones de los movimientos de su oponente. Ahora, cuando la danza mortal en la que se habían embarcado se había tomado una pausa, y la misma Druma parecía haberse dado un respiro en su eterna búsqueda de los hilos de las vidas de los mortales, pudo darse cuenta de que se enfrentaba a un crío. Sólo por experiencia debería haberlo matado a las primeras de cambio. Sólo por las batallas de más que había conseguido librar, aquel mocoso debía haber muerto en el primer contacto que tuvo con su ejército. Y sin embargo, parecía como si todos los demonios de infierno vivieran en su cuerpo, confiriéndole un poder sobre los asuntos de la guerra que él no era capaz de alcanzar. Y no lo sería nunca. Se le antojaba un agente de alguno de los dioses que se hubiese aliado con sus enemigos para derrotarle.

Pero sólo era un sureño.

Aquel detalle tan insignificante para ambos era el que marcaba la diferencia entre el yskim y el bortai. Aquel detalle lo suponía todo. Mientras el sureño había nacido de la sangre y la guerra, del agua y la savia, el norteño había nacido de una raza que había olvidado todo eso, un pueblo que había olvidado sus raíces, su corazón. Un pueblo que había vivido en el rencor hacia su pasado, en el temor a su futuro. Bort había sabido mirar hacia delante, con el odio enquistado en sus venas, pero sabiendo a quién odiaba. Bort era, como tantas veces se había repetido a sí mismo y tantas veces le habían dicho, sangre y clan. La misma sangre corría por las venas de cada uno de los guerreros y guerreras de la estepa. La misma savia que alimentaba aquellas tierras los mantenía unidos. Y aunque eran trece clanes, y las diferencias eran mucho mayores que las igualdades, sabían que eran un solo clan en la realidad. Cuando el líder de líderes convocaba a la guerra, los clanes eran uno sólo, el más temible ejército que se pudiera convocar. Armados y diestros, los bortai podían enfrentarse a ejércitos mucho mayores que ellos y salir triunfantes. Sabían que sangre y clan significaban mucho más que las palabras que pronunciaban.

Y aquel significado era lo que los yskim, que decían ser el orgulloso origen del pueblo bortai, habían perdido. Aquel significado era lo que obviaba el tuerto, que quiso someter a todas las gentes de las Tierras de Hielo bajo el miedo y el odio. Aquel significado es lo que hoy le impedía tomar la victoria con la misma facilidad que en infinidad de ocasiones anteriores. La sangre, diluida con el hielo y la nieve, había perdido su entidad. El clan, enterrado bajo la cellisca, había quedado olvidado en la noche de los tiempos.

La única sangre verdadera que había en el campo de batalla era la de Khram. El único clan, los que permanecían tras la muralla. La única savia, la que le unía a Aeena, Yurizh y los demás.

Sangre y savia. Raíz y corazón.

El tuerto intentó golpear una vez más a Khram en la pierna herida, pero éste asestó un puñetazo en su rostro. El yskim volvió a besar el suelo. De nuevo, el norteño estuvo a merced del bortai y el sureño se quedó quieto, con Nodym apretada en su puño derecho, expectante, contemplando al caído, esperando su siguiente movimiento. El que estaba en el suelo se levantó, lanzando un puñado de hielo y nieve al Cuervo. El aprendiz de mago lo esquivó como pudo sólo para encontrarse con las hojas del yskim a punto de rebanarle el pescuezo. Su mandoble volvió a volar para protegerle y el sonido del choque de los aceros estuvo acompañado por el brote de numerosas chispas que saltaron de las hojas de metal. Volvieron a cruzar las espadas que seguían ansiosas por cobrarse la sangre del oponente. La hoja del bortai aún resplandecía, arrancándole al triste sol de la tundra cada uno de los destellos que era capaz de producir. Las dos espadas del yskim, a fuerza de golpear contra el acero de los Erizo, aparecían melladas aquí y allá. Y aún así, aguantaban. El bortai sabía que aquel acero no era tan bueno como el suyo, pero sin embargo, reconocía la calidad de aquel metal. Volvieron a encontrarse el mandoble y las dos espadas del yskim y la tundra volvió a iluminarse con las chispas que los dos hombres le arrancaban al alma de aquellas dos armas. Khram volvió a revivir todos y cada uno de los momentos en que su padre y sus hermanos le enseñaron todos y cada uno de los golpes que sabía utilizar. Sus movimientos, mecánicos, automáticos, apenas se asemejaban al fluido baile que debían ser, pero eso no era impedimento para vencer. Sin embargo, los movimientos de su oponente eran erráticos, desmañados. Sólo buscaban el punto débil del bortai. Buscaba el golpe que le diera la ventaja definitiva para separarle la cabeza del cuerpo con uno de aquellos furiosos golpes que había utilizado tantas veces. Y una y otra vez se encontraba con el que bárbaro, anticipándose a sus movimientos le había retirado la pierna y el golpe iba a estrellarse contra ninguna parte. Perdía pie una y otra vez, dándole toda la ventaja al sureño, que, cada vez que se veía ganador, parecía recular, dejándole que se recobrara del traspiés, ofreciéndole de nuevo un camino hacia la confrontación cuando ya lo había perdido. Ahora fue el turno de Khram de perder pie.

Trastabilló el bortai con el hielo del piso, resbaló y la herida de su pierna izquierda le hizo caer. Pero el yskim aprovechó aquel lance para atacar con muchísima más saña. Con el bárbaro en el suelo, pisoteó el miembro dañado, haciendo reventar de dolor al sureño. Le dio uno, dos, tres pisotones, haciendo bramar al bortai, colmado de tormento, lleno de sufrimiento. Con él en el suelo y doliéndose, agarrándose el muslo asaetado, le dio un puntapié a Nodym, desarmándole.

- Has aguantado más de lo que merecías – torció el gesto con desagrado. – Es más de lo que esperaba de alguien como tú. Has resultado muy difícil de eliminar, hasta el punto que creí que eras de verdad un demonio. Pero sangras igual que yo. Y mueres, igual que yo.

Se giró y volvió a pisotear el muslo del bortai, en cuyo rostro aparecían ya lágrimas llenas de frustración y rabia.

- Eres un ser despreciable – continuó el yskim. - ¿Creías que podías vencerme? ¿Pensabas que tenías alguna posibilidad? – volvió a pisar a Khram, que respondió con un nuevo rugido. – Ahora, despídete de este mundo. Vas a irte al infierno del que nunca debiste salir.

Levantó las dos hojas y pisó el muslo dañado del hombre que había en el suelo. Así consiguió inmovilizarle, dejándole a su merced. Puso las dos hojas junto al cuello de Khram, cruzadas, con gesto de cortarle la testa al separar las hojas. El sureño le miró con desdén. Agarró su hoja antes de darle tiempo a reaccionar y descargó un golpe con el pomo en el tobillo del tuerto. Henchido de dolor, el yskim trató de completar su tarea, pero Nodym fue más rápida y las espadas del norteño no llegaron a tocar el cuello de Khram. Con un movimiento ágil y rápido se metió por la entrepierna del yskim y se puso de pie. Su única respuesta fue propinar un codazo en la espalda al caudillo de la cicatriz en el rostro. Este volvió a caer de bruces.

- El único ser despreciable eres tú. No tienes ni idea de lo que es ser despreciable. Yo no he tenido por objetivo subyugar a toda mi gente, un pueblo que era libre y cuya libertad era lo único que tenía. Tú eres culpable del olvido al que esta tierra inhóspita ha sido condenada. Tú has olvidado cual es el espíritu que mantuvo a tu gente en el mundo, el que le dio alas y fuerza para sobrevivir. Has condenado a los tuyos a olvidar eso mismo. Y por eso, habéis perdido la sangre. Habéis olvidado la savia – el discurso de Khram no impresionaba al yskim. – Sangre y clan, tuerto. Eso es lo que te ha perdido. Yo sé quién soy. Tú sólo puedes imaginar y remedar lo que quieres ser.

Se alejó poco a poco, renqueante, hacia la empalizada. El tuerto había sido vencido y ahora el ejército era suyo. Les dio una orden.

- Sois hombres otra vez. Volved a la raíz, donde tengáis el corazón – y su voz escondía, además del consejo, una decisión.

Los guerreros dudaron. Muchos hicieron caso de la orden de Khram que, según las condiciones de su adalid, ahora era su caudillo. Otros muchos no supieron si quedarse con su antiguo líder o abandonar también a su cabecilla, que se había incorporado de nuevo. Temblaba de ira y frustración. Los hombros tremolaban, sacudidos por la rabia que había sido capaz de acumular durante la liza. Estaba vencido. O no. Había un intento más.

Soltó una de las dos espadas que blandía y sujetó una con ambas manos. Se giró hacia el bortai y descubrió que éste le daba la espalda, alejándose de él. Cojeaba por las heridas que él le había provocado. Y aunque él también renqueaba, no sería difícil hacer lo que se proponía.

Cargó.

Silenciosamente, con la pierna muy dolorida, cargó. La punta de la espada le precedía, la había blandido como si fuera una lanza. Bastaría un ligero empujón en la carne de aquel bastardo para hacerle caer en el infierno. Un paso, otro. Cubrió en poco tiempo la distancia que los separaba. Nadie entre los que los rodeaba, ya fuera de uno u otro bando, pudo gritar o decir algo. Todos lo observaron atónitos.

Yurizh ahogó un grito. Aeena, al ver la reacción de Yurizh se llevó las manos al rostro, tapándoselo. El tuerto sonrió sardónicamente.

Un instante después, el acero atravesó un cuerpo de un lado a otro. La punta ensangrentada de la hoja sobresalió de la carne. La savia vital goteó hasta el suelo, tiñendo de rojo la nieve, derritiéndola con la tibieza que confería al cuerpo por el que corría. Una boca se entreabrió, dejando caer espesos cuajarones carmesíes en una cascada macabra. La espada salió bruscamente del cuerpo y giró. El hombre que la empuñaba dejó salir una frase de su garganta.

- Ni siquiera has sabido morir con honor.

La espada encontró un cuello y lo rebanó. La cabeza saltó del cuerpo, dejando tras de sí un rastro de sangre y moco que saltaron como de un surtidor. Los esfínteres se aflojaron y el hedor de la muerte tiñó la tundra. Sólo un cuerpo cayó con la cabeza separada del cuerpo.

- Os he dado una orden – dijo el vivo. – Cumplidla.

Las puertas de la empalizada se abrieron. Aeena salió a la carrera, al encuentro de aquel hombre. Yurizh gritaba órdenes en su jerga y un gran alboroto se desató entre las gentes que protegía la muralla de hielo y madera. Los yskim y los ykeem se movieron con diligencia y rapidez. Cada uno conocía su función y su papel y sabía cómo desempeñarlo. Se dispusieron a encontrarse al hombre que había sobrevivido.

Vencido por el dolor, Khram se sumió en la oscuridad entre los brazos de su amante.

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Khram Cuervo Errante

Ya no necesitaba las vendas.

El muslo mostraba feas cicatrices allí donde un puñal y dos flechas de hueso se habían hundido en la carne. A punto habían estado aquellas heridas de causarle la pérdida de la pierna, pero Yurizh era un gran sanador y fue capaz de atajar la infección. Había pasado cuatro días inmovilizado en el camastro, igual que cuando había conocido al entrañable ykeem, pero ahora no protestaba. Sabía que era necesario y no se quejó. Tampoco es que recordara haberlo hecho. La fiebre había sido tan alta que había pasado delirando la mayor parte del tiempo, teniendo ridículas ensoñaciones con tuertos que querían arrancarle las piernas, perros que blandían cuchillas y osos que se reían a carcajadas y hablaban a trompicones.

Aún dolía. Cada vez que su peso pasaba de una pierna a otra, el muslo derecho parecía gritar a todo su cuerpo que estaba ahí, que estaba dolorido y que era importante cuidarlo y mimarlo hasta que se repusiera del todo. Pero cada vez más, el grito quedaba ahogado por otras necesidades más imperiosas o el resto de su cuerpo había aprendido a hacer oídos sordos a los quejidos de la pierna izquierda.

Cojeando, abandonó el lecho. Hacía ya dos días que Yurizh había aceptado desabrocharle las cinchas y las correas que lo mantenían inmóvil, permitiéndole moverse por la yurta, con pasos cortos y durante poco rato. Aunque la verdad es que tampoco necesitaba caminar, sino descansar. La rigidez de la postura que le había impuesto el ykeem le acababa por agotar y necesitaba un sueño reparador. Recuperar el movimiento le permitió recuperar horas de reposo y algunos pensamientos que quería poner en orden. La tundra le había hechizado hasta un punto que él no era capaz de admitir. La nieve había purificado algunos de sus pecados, ahuyentado muchos de sus fantasmas y expiado muchas de sus culpas. Había dado todo lo que se esperaba de él y mucho más que él no habría esperado dar jamás.

La nieve volvía a caer en aquella tierra. Había pasado el tiempo de bonanza como un rayo. Se le había hecho ridículamente corto, como si el sol huyera de aquel gélido rincón del mundo, dándole toda la hegemonía a la tempestad y la nieve. Al principio había agradecido que fuera así. Le daba la oportunidad de tener compañía, una compañía agradable, que le cuidaba y le refería cosas del exterior. Ahora, el frío que parecía no entrar nunca en las yurtas glaciales estaba incidiendo con insistencia en sus cicatrices, que unieron a sus lamentos una insistente queja por las bajas temperaturas.

Se había enterado de que los demás yskim habían vuelto a sus tierras. Familias enteras habían quedado destrozadas, diezmadas por la guerra en la que se habían embarcado. Ahora, los supervivientes deseaban volver con esposas, hijos, madres y consolar a los que habían quedado despojados de tan valiosos tesoros por la locura de un hombre, de un único hombre con un único ojo. Cuando les pidieron que se llevaran el cadáver, ninguno de los guerreros que regresaba al hogar quiso portarlo, ni siquiera en andas.

- Que se lo queden los buitres y los lobos – comentaron al marchar. – No merece una sepultura digna de un hombre.

Dejándolo atrás, recogieron a los heridos y los muertos que pudieron llevar con ellos. Aquellos hombres, que nunca quisieron dejar sus familias atrás tenían aún un largo trecho que recorrer y el premio al final del recorrido era el más grande que podrían esperar. La ilusión llenaba aquella marcha hacia un destino que fue una vez el origen, cerrando el círculo de aquellos guerreros.

¿Cerraría él también su círculo?

A él no le quedaba familia que fuera la promesa de una vida renovada. Quizá quedara un trozo de tierra al que llamar hogar allá lejos, en el sur. Quizá hubiera alguien que le perdonara sus culpas, como él mismo había hecho, hasta cierto punto. Ya no se consideraba responsable de la muerte de ninguno de sus seres queridos. Pero ninguno de ellos volvería ya a Bort. Todos estaban más allá de su alcance, por el momento. Quizá habría sido mejor que las heridas de la pierna hubieran quedado sin restañar y la infección se lo hubiera llevado allí donde los suyos le esperaban. Eso es lo que habría deseado. Pero aquella bendita tundra le había atado a la vida de nuevo, amarrándole a algunos seres que le habían ofrecido una vida que él había llegado a añorar, una vida que sólo había conocido por los demás, pero no por experiencia propia. Lo más parecido a una familia que nunca había tenido era Dada. Y aún así, no era tal. Aeena y Yurizh encarnaban ahora para él algo mucho más parecido a lo que deseaba.

La gente se le cruzaba y le saludaba efusivamente. Muchos le consideraban un verdadero héroe. Era su salvador, alguien que había conseguido atajar una amenaza real. Los había salvado de la muerte y la condenación. Ahora le tenían por poco menos que un rey.

Pero a Khram no le gustaba aquello. Él había hecho lo que le dictaba su corazón. No estaba en su ánimo ser líder de ningún clan ni rey de ningún pueblo. Su corazón, que había sido criado en la sangre y el clan que era el pueblo de Bort, era el que había marcado el camino a seguir. Era mucho más profundo que todos los saludos y reverencias que le hacían los yskim, todas las voces que le felicitaban y que jaleaban efusivamente su lucha, las que narraban la historia de aquellas batallas. Exageraban deliberadamente, haciendo que las acciones que Khram había llevado a cabo fuesen mucho más colosales de lo que en realidad habían sido. El bárbaro no creía que él solo hubiera tumbado a más de mil hombres, ni que hubiera matado dos monstruos de metal, ni que hubiera sido capaz de unir a todos los hombres y mujeres de las Tierras Blancas en una única nación.

Sólo había derrotado a un hombre.

Eso que él había reducido a una única muerte, los yskim, que habían asistido asombrados al espectáculo que había ofrecido, sabían que no era lo único que había hecho. Haberle visto cabalgar sobre Ragnar, investido con aquellas placas de hueso, había sido algo digno de ver. Impresionante era lo mínimo que podía haberse dicho de aquella fantástica visión. Y los yskim, que habían perdido su propia tradición, que no contaban las cosas de padres a hijos, que habían olvidado su historia, comenzaron a contar verdaderas leyendas acerca de un hombre que, llegado desde un paraíso en el que brilla el sol, había puesto en fuga a un ejército inmenso con la única ayuda de una bestia cuyas patas eran capaces de romper el granito y un animalejo que se movía a la velocidad del rayo, obedeciendo a las mudas órdenes de su dueño. Muchos incluso comenzaron a decir que Kora era el alma del sureño, materializada en aquel pequeño animalillo, voraz, ágil y feroz como sólo los yazteeh podían llegar a ser. Y es que, había irrumpido en la tundra matando a uno de estos seres y había bebido su sangre, adquiriendo su fortaleza y su espíritu, transformándola a una forma pura y fácil de manejar.

Aeena había reído abiertamente al oír aquella comparación. Es cierto que Kora tenía cierta semejanza con aquellos temibles seres cuando se alzaba sobre los cuartos traseros. Pero no alcanzaba más allá de una posición, un ademán amenazante. El animalito había provocado las risas de la yskim con sus chillidos y sus movimientos. Pero no podía dejar de ver en ella al rayo en el que se había convertido durante la batalla de la Llanura del Hielo Rojo.

Ese era el nombre que los yskim habían decidido darle a aquel páramo nevado y estéril. La sangre de tantos había caído sobre el hielo, dándole un tinte bermellón que parecía no diluirse por mucho que las nieves intentaran borrar el paso de los guerreros y el daño que la locura de uno había causado a muchos. Aquella herida tardaría aún muchísimo tiempo en cerrarse y no le bastarían unas cuantas vendas y los cuidados atentos de Yurizh para sanar con rapidez. Aquella era la brecha que se había abierto entre los yskim y quedaba allí, mudo testimonio de lo que pudieron convertirse.

El frío arreciaba y la herida protestó de nuevo. Volvió a entrar.

Ragnar y Kora estaban a gusto. El noble bruto hasta había engordado, mimado hasta la saciedad por su ocioso dueño, un generoso ykeem que quería saberlo todo sobre los caballos y un puñado de niños que parecían maravillados con el animal. La mangosta ahora reposaba tranquila escondida entre los hatos de Khram. Los mismos niños que venían para admirar a Ragnar, acudían para molestarla a ella. El caballo, con su imponente alzada, podía permitirse el lujo de ignorar a aquellos renacuajos. Pero Kora, que apenas levantaba dos palmos del suelo, podía ser objetivo de las salvajes caricias de los mocosos yskim. Cada vez que los olía acercarse, se escondía entre las pieles del equipaje del bárbaro, que descansaban merecidamente en un rincón, enrolladas y dispuestas para salir de nuevo de viaje. Nodym estaba cruzada sobre ellas y esta era la señal para los chiquillos de que no debían tocar el fardo. Khram les había dicho, después de un desafortunado episodio, que la hoja la habitaba un diablillo y, que si se sentía irritado, lo cual ocurría con frecuencia, podía golpear en la cabeza a quien lo molestara. En realidad, el niño que había sido golpeado por la guarda en forma de cuervo había empujado sin querer la hoja, haciéndola perder el equilibrio, con tan mala pata que calló sobre él. El chichón le duró cuatro días. El primero estaba desconsolado por el dolor, pero al convertirse en el héroe que había tocado la espada demoníaca, empezó a exhibirlo con orgullo por todo el poblado, ante la hilaridad de ancianos y guerreros.

Al mirar el atado de paquetes, Khram se estremeció. Llegaba la hora que se había propuesto y sin embargo, aunque deseaba que llegara, cada vez la retrasaba más. Aún quedaba mucho por hacer y no podía dejar solos a aquellos hombres y mujeres que acababan de recuperarse a sí mismos.

- Hombre sur cavila mucho – la voz de Yurizh le sobresaltó. – ¿Buenos pensamientos o malos?

- No sabría decirte, amiguito –
contestó con una sonrisa.

- Yurizh viene pide consejo a hombre sur. ¿Cuál nombre para clan yskim?

- ¿Qué nombre? –
el bortai se sorprendió por lo directo de la pregunta. – No lo sé, Yurizh.

- Tú dice que allá en tierras sur clanes todos nombre animales. Animales representa clanes. ¿Qué animal escoge clan yskim ahora libre?

- No puedo ser yo quien lo elija, Yurizh –
repuso serenamente. – No es así como se escoge un tótem. Es más bien el tótem el que te escoge, amiguito. No puedes obligar a otro ser a dirigir tus destinos y a protegerte sin estar seguro de que dicho ser quiere hacerlo.

- Entonces, ¿cómo elige nombre clanes? Si tótem elige, debe elegir tótems varios para uno escoja clan...

- Verás, Yurizh, en el sur no se hizo así. Nuestra tradición dice que fueron los ancestros los que escucharon las voces de los animales en momentos de necesidad. Los shamanes Serpiente, guardianes de toda la tradición bortai, cuentan que, cuando los primeros de entre nosotros llegaron a este mundo, los cuatro primeros tótems, la cabra, la serpiente, el tigre y la salamandra se acercaron a cuatro hermanos que pidieron ayuda para resolver graves problemas y les aconsejaron y guiaron. Esos fueron los cuatro primeros clanes. Y después, se dividieron hasta dar los trece clanes que hoy tenemos. El único que se conserva es el clan Serpiente. Precisamente por ser un clan tan antiguo, guarda conocimientos que para los demás se han perdido. Son los únicos capaces de hablar con los ancestros.

"Pero aquí, nuestros shamanes no os servirían. Aunque la raíz de nuestros dos pueblos sea común y por nuestras venas corra aún la sangre de nuestros primeros padres y madres, Bort no es el pueblo que fue un día. Nuestros ancestros ya no son los vuestros. Y por mucho que los Serpiente se empeñaran en hablar con ellos, ninguno podría ayudaros. Ellos vigilan nuestra tradición y costumbres. Por desgracia, vosotros no tenéis shamanes."

- Entonces, si tradición pierde, ¿no pueblo y no clanes?

- Más o menos, Yurizh. El pueblo que ha perdido sus raíces se ha perdido a sí mismo.

- Yskim perdidos entonces. No más pueblo. Ahora sucumbir.

- No necesariamente –
Khram se acercó a su pequeño amigo. – Vosotros no tenéis nadie que haya guardado vuestra tradición, no tenéis shamanes y, desde hace generaciones, habéis perdido todo lo que sois. Pero aún os tenéis a vosotros mismos, os habéis ganado en justa recompensa por una guerra que ninguno quisisteis, pero afrontasteis como verdaderos hombres y mujeres. ¿Qué os impide, pues, ofreceros nuevamente al mundo? ¡Cread una nueva tradición! Sed de nuevo un pueblo, fundaos de nuevo y renovaos. Del mismo modo que la primavera renueva la savia que alimenta a las plantas, dándoles vigor y la sangre nueva de nuestros hijos e hijas reaviva nuestro pueblo dándole continuidad mediante su supervivencia, del mismo modo que vosotros habéis conseguido revivir desde el lodo y el hielo, haced que revivan vuestras tradiciones. Intentad recordar lo que os contaban vuestros ancianos. Y si no lo recordáis, haceos vosotros ancianos de vuestro pueblo y ofrecedle unas raíces fuertes sobre las que crecer y medrar, dadle un corazón robusto que sea capaz de alimentar una generación tras otra.

- Yurizh creo entiende lo que Khram dice. Y quizá saber escoger tótem a partir de esto. Deber escoger animal que completar ciclo, del mismo modo que yskim completar propio ciclo. Ser apropiado.

- No sé cómo lo consigues, Yurizh –
comentó el bortai – pero siempre me sorprendes.

El hombre se incorporó, mirando desde las alturas al peludo ser a los pequeños ojos que asomaban entre las largas hebras de grueso cabello. Aquellos pequeños puntos que asomaban entre aquellas cerdas mostraban una sagacidad que él nunca llegaría a comprender. Quizá aquellos dos ojos comprendían toda la sabiduría que Yurizh quería llegar a alcanzar, pero que necesitaba que alguien le recordara para comenzar a extraerla poco a poco. Parecía que el ykeem hubiera visto mucho más del mundo que él, a pesar de que, desde que naciera, él hubiera recorrido muchísimas más leguas que el enano. Profundos como el océano, a Khram no le incomodaba mirarse en aquellas simas y encontrar lo que andaba buscando. Lo que temía realmente no era encontrarlo. Sino ver que estaba allí esperando que lo encontrara.

- Esta noche habrá ceremonia grande. Celebra triunfo y unidad yskim con ykeem. ¿Tú viene?

- No lo sé –
el sureño eludió dar una respuesta al enano. – Khram no ykeem, no yskim – remedó.

Saliendo de nuevo afuera, contempló cómo el frío era incapaz de detener el entusiasmo y la felicidad de aquel pueblo. Diríase que hubieran encontrado el mayor tesoro que podía hallarse sobre la tierra. Y es posible que así fuera. Sonrió al recordarse, tiempo atrás, como uno más de su pueblo, orgulloso de sus raíces, ufano por pertenecer al pueblo más glorioso, el último pueblo libre sobre la faz de la tierra. ¿Habrían sido diferentes las cosas de vivir su madre? Aunque se lo preguntara mil veces no habría forma de saberlo nunca. Quizá si le hubiera quedado alguien a su lado, su vida habría transcurrido de otra forma y ahora no estaría allí, vitoreado, alabado y querido. Añoraba sentirse querido de aquella manera. Añoraba sentirse muchos.

Siguió caminando, ayudando a quienes se lo pedían a preparar cosas. Curiosamente, las celebraciones yskim no distaban mucho de las bortai. Aunque el fuego no existía, y la carne debía asarse con aquellos extraños peñascos que los ykeem sacaban de algún sitio que sólo ellos conocían, la disposición era muy similar. Los puestos de honor se reservaban a los que se habían hecho dignos acreedores de sentarse en ellos y desde el más grande hasta el más pequeño estaba colocado donde debía estarlo. Él tenía un puesto de honor, justo al lado de Aeena y de Yurizh, cerca del hornillo principal, donde se cocían los mejores platos.

El poblado hervía de actividad. Habían llamado mandar delegaciones de otros clanes y estaban llegando poco a poco. Muchos habían elegido ya sus nombres. Khram temía que más de la mitad los había elegido al azar, por el primer animal que habían visto. O simplemente porque les había gustado su librea cuando la admiraron por primera vez. Estaban copiando un modelo que él les había relatado, pero les había dejado bien claro que ese no tenía por qué ser su modelo. En Bort podía funcionar, pero dudaba que en aquellas tierras duras e inhóspitas algún animal pudiera servir de tótem a algún clan.

Muchos le habían confesado que hacían aquello por agradecimiento. Cuando se lo decían, el bortai daba media vuelta y los dejaba con la palabra en la boca. ¡Agradecimiento! No habían entendido nada de nada. Los ancestros no se manifestaban ante cualquiera, estaba claro. Y mucho menos a la gente que pretendía sacarles sus consejos a la fuerza, sin su consentimiento. ¡Los ancestros debían ser respetados y loados! Y entonces, si lo consideran oportuno, se comunicarán con la persona que ellos elijan y en sus labios pondrán las palabras que necesiten decir. ¡Los ancestros eran sagrados!

Se había obrado un cambio en su interior. Su corazón, apaciguado por la calidez del afecto que los yskim habían derramado sobre él, había abandonado una gran parte del resentimiento que había acumulado durante su vida anterior. Bort ya no era para él una condena, una prisión en la que le habían torturado y, cuando habían conseguido reducir su alma a la nada, lo habían expulsado. Ahora Bort se había enquistado en su ser, y su espíritu se rebelaba cada vez que alguien remedaba sus costumbres, sus usos... Bort estaba muy dentro de él, formaba parte de él mismo, por mucho que había querido desterrarlo del mismo modo que se había desterrado por voluntad propia. Aquello, igual que el instinto guerrero que se había despertado durante la batalla, lo llevaba en la sangre. Sangre y clan. Bort. Él era Bort, la sangre, el clan. Era todo lo que otros habían hecho de él, lo que habían querido que fuera y no lo que había querido ser él. Quería olvidarse de todo aquello y resultó que en lugar de olvidarlo, aquello había arraigado con más fuerza aún. Se sentía ultrajado por aquella intromisión de sus peores recuerdos en su alma y a la vez, se sentía agradecido por tener aquellas tradiciones enterradas en lo más hondo de su carne. Y, aunque no sería capaz de reconocerlo nunca, era aquello lo que lo atormentaba. La incapacidad para separar entre el odio a las personas que integraban la parte más oscura de su vida del fundamento de su propia existencia y su propio ser era lo que había hecho que el bortai abandonara su patria, dejando atrás decepciones, asesinatos, muertos y una herencia de pena, dolor y desolación, llevándose consigo una identidad racial, un hondo sentimiento tribal que le llevaba hacia la melancolía cuando estaba sólo y a buscar compañía que rechazaba inmediatamente que el cariño estaba haciendo mella en él.

Era una de esas ocasiones.

Ya había enrollado las pieles amorosamente alrededor de la hoja de su bastarda. Pero Nodym seguía en pie, testigo enhiesto de lo que había ocurrido, espectador paciente, esperando a que alguien la tomara entre sus manos para volver a la batalla. Había almohazado a Ragnar varias veces, quitándole los jaeces inmediatamente, arrepentido de marcharse sin más. Pero dejaba que Kora se solazara junto a las piedras que caldeaban el aire. No podía decidirse sobre qué hacer.

Echaba de menos cabalgar sin rumbo, con el viento enmarañándole el cabello, sacudiendo las crines de Ragnar y limpiándole el rostro con su soplo límpido. Quería sentir las corrientes de agua en su piel, las briznas de hierba acariciándole las piernas y los robustos troncos de los robles en las manos. Quería oír las historias de los ancianos y los shamanes alrededor de las rugientes hogueras, mirar a la noche estrellada y distinguir las constelaciones en el cielo, las constelaciones familiares y conocidas de la estepa y no aquellas tan frías y ajenas de la tundra nevada. Añoraba el furioso trapaleo de los garañones, el sonido de las rudimentarias fraguas y el golpeteo de los herreros al enderezar y afilar las hojas más melladas. Se echaba de menos a sí mismo.

No era imposible volver. Ala Negra no diría nada de su salida al exilio. Pero ninguno le habría perdonado aún el asesinato que había cometido cuando niño, la rebeldía que había mostrado, haciéndose discípulo de un hechicero... Había aún mucha gente en su clan que podía rechazarlo, oponerse a su vuelta... y matarlo. Podía volver a otro clan pero, ¿querrían acoger a un exiliado de otro clan, que debía lealtad a otro líder por mucho que jurara lealtad al líder del clan que lo adoptara? Además, en cuanto supieran de sus crímenes, lo echarían de nuevo.

No, Bort no era una opción. Quizá Shyrm. Quería ir a aprender la más alta magia en sus Altas Torres. Pero sabía que la raza de magos que las habitaba era una raza orgullosa y que no desvelaba sus secretos así como así. Estaba seguro de que él sería el primer bortai que intentara aprender algo de magia. Ninguno de los bárbaros soportaba aquellas artes y creía que era deshonroso atacar o defenderse de aquella manera. Si quería estudiar hechicería tendría que ser en otro sitio. Y aquellos páramos blanquecinos no eran el sitio más adecuado para hacerlo. ¿Y la Torre Roja de Uthgard, en Entrovia? Demasiado lejos.

Una vez más, se encontró con que los aparejos del caballo estaban en su mano, a punto de caer en el suelo, como tantas veces, anuladas todas las opciones. Quedarse en las Tierras de Hielo era la única opción capaz de convencerle. Aeena, Yurizh y tantos otros serían su clan, aunque no su sangre. Aunque, de todos modos, ¿cómo era aquello que solía decir Dada? "Sangre puedes encontrarla allí donde vayas, jovencito, pero el clan sólo lo encontrarás donde tu corazón se encuentre a gusto". Él había encontrado el clan con tanta gente que ya había olvidado lo que era eso. Y la sangre al fin y al cabo la había perdido hacía ya tanto tiempo...

- ¡Khram!

La voz de mujer le había sobresaltado. Con un instinto felino, rodó sobre su espalda y agarró el fardo en el que se encontraba la espada de palmo y medio, buscando la empuñadura frenéticamente. Al buscar la procedencia de la voz, el aprendiz de mago encontró el familiar rostro de Aeena, a la que había convertido en su amante.

- Lo siento, mujer – se disculpó mientras volvía a envainar, un poco molesto por la interrupción del hilo de sus pensamientos. – Me has asustado.

- Ya no deberías estar así de tenso. La guerra ha terminado.

- No, no te equivoques –
la corrigió el bortai, sonriéndole con ternura. – La guerra no acabará nunca. Quizá ahora, estos a los que hemos vencido, no vuelvan a molestarse en conquistar vuestras tierras. Pero vendrán otros.

- Los yskim hemos decidido no volver a batallar sangre contra sangre. Como tú mismo dijiste, es una pérdida de tiempo y hombres y mujeres que podrían ayudar a salir adelante.

- Aeena, ¿cómo vencerás a las ventiscas? ¿Cómo subyugarás a la nieve? El frío, las inclemencias del tiempo, el hambre... todos son enemigos, Aeena. El dolor, la pena, la muerte. Son parte de la vida, mujer norteña –
la yskim se sonrojó al escuchar aquel apelativo que sólo utilizaban en sus intercambios. – La vida es guerra. Apréndetelo pronto.

Una áspera mano acarició el rostro de la mujer y a su mente acudieron todos los momentos compartidos bajo las pieles, la suavidad de su vientre, las curvas de su cuerpo, vívidas imágenes desnudas de aquella belleza salvaje, indómita, que sólo podía encontrarse en las mujeres bortai. Ella la tomó con su mano y pudo sentir la ternura que emanaba de aquella amazona, fuerte y recia. Rememoró la calidez que le transmitía su piel, blanca y tersa y la dulzura de su intimidad. Un deseo reprimido, un anhelo que empujaba a su corazón a galopar como un caballo desbocado, nació en ambos. Habría tiempo para dar rienda suelta a aquella pasión refrenada. Ahora tenían que salir. El homenaje se ofrecía aquella noche en su honor y no podían faltar.

Fuera, ya lucían las nocturnas luminarias que daban claridad a la vida nocturna de aquel pueblo de hielo, esculpido en el frío. Había jolgorio y gritos. Los niños correteaban por todas partes, llenando el aire nocturno de sus vocecillas risueñas y sus carcajadas chillonas. Las mujeres se gritaban unas a otras las últimas instrucciones y los hombres se palmeaban las espaldas sonoramente a modo de saludo. Los ykeem chapurreaban el común con los yskim o chasqueaban con aquel duro lenguaje suyo entre sí. Los sonidos nocturnos llenaban la aldea. No habría animal que osara acercarse aquella noche a las yurtas congeladas, por poderoso y voraz que fuera. Cientos de hombres y mujeres festejaban aquella noche que estaban vivos, que eran libres y que seguían medrando en aquella estepa gélida. Nada ni nadie podría suspender aquella fiesta.

Se fueron acomodando en sus puestos. Aeena, Khram y Yurizh se sentaron juntos. A Yurizh se le notaba incómodo. Estaba rodeado por dos hombretones. A un lado tenía la hercúlea figura del bortai y al otro tenía a un colosal yskim que comía tres veces lo que él conseguía engullir duramente. Estaba sentado entre gente grande y su pequeño tamaño le hacía sentir ridículo. Aeena estaba orgullosa. Todo el mundo quería hablar con ella, la felicitaba, la jaleaba. Y si eso fuera poco, tenía a su lado al único hombre que había amado en toda su existencia. Estaba radiante. Sus mejillas se arrebolaban con cada palabra que decía, que oía. Y con los fuertes licores que servían los yskim con las comidas. No podía decirse que Khram despreciara aquellos brebajes, pero no probó una sola gota. Aquello no era la excelente cerveza negra que elaboraban los bortai ni uno de los refinados vinos requisados a los mydonitas, pero se podía tragar y se hacía agradable al paladar y la garganta cuando se ingería. Y tenía muchas cosas en común con sus bebidas favoritas. Cuanto más corría aquel cordial, más se elevaban las voces y más algarabía podía escucharse. Los vapores de aquel licor tardaban bastante menos en hacer su efecto y muchos eran los que acababan en su poder en un corto espacio de tiempo. Aeena también bebía con profusión, animada seguramente por la gente que tenía alrededor y por el ardor de la noche. La conversación le llevaba una y otra vez la mano al recipiente de licor y no tardó en vaciarla una decena de veces. Yurizh también lo hacía, pero por razones distintas. Lo que llevaba a Yurizh a beber tanto era la ausencia de alguien que hablara con él como hacía con Aeena. La sensación de estar fuera de lugar había podido con él. Y no había terminado de vaciar el contenido de su pichel cuando sucumbió a aquel néctar y cayó sobre la nieve, dormido. Los hombres y mujeres alzaban una y otra vez las copas, hacían brindis, jaleaban a los compañeros y comían toda la carne que pasaba por delante de sus bocas. Khram apenas le había dado unos cuantos bocados al primer pedazo de ciervo que le habían colocado delante. Quiso levantarse, pero la cortesía se lo impedía. Debía esperar al menos a que los que tenía alrededor hubieran manifestado evidentes signos de ebriedad. Y hasta ahora, sólo Yurizh parecía haber doblegado su voluntad a aquel aguardiente.

Aunque el complicado protocolo recogía que él debía ser el primero en levantarse y abandonar la reunión, la cantidad de licor que se había bebido aquella noche y la resistencia de la gente acabaron su particular batalla dando por vencedor al cordial. Varios hombres y mujeres abandonaron la fiesta, intentando no ser vistos, arrastrándose entre el hielo. Unos para abandonarse por fin al descanso etílico de los borrachos. Otros para abandonarse en los brazos de su acompañante, llenando el ambiento con sonoros susurros jadeantes. Era la señal que esperaba el bárbaro.

Silenciosamente, apartándose de Aeena y Yurizh, cuando ningún ojo estaba puesto en él, se incorporó y, meciéndose de derecha a izquierda, para que nadie se fijara en él, volvió a la yurta de hielo. Había tomado su decisión y, si se paraba a considerarla, no la llevaría nunca a cabo.

Entró en la cabaña y despertó a Kora. El animalillo gimió molesto, pero enseguida se retrepó a la crin de Ragnar, donde volvió a acostarse. El caballo, que ya se había acostumbrado a los continuos cambios de opinión de su jinete, se resignó y dejó hacer a Khram, que colocaba una albarda sobre su lomo antes de ajustar la silla. Las cinchas de cuero se ajustaron alrededor de su cuerpo, dejándola firmemente asegurada. Las alforjas llenas obsequios, pequeños objetos como puñales, vainas para los mismos, amuletos de hueso, colgaron a cada flanco del animal, crotorando como cigüeñas. Las pieles de Dada, aquellas que envolvían el acero de su madre, se acomodaron sobre las ancas, en la parte trasera de la silla, atadas a las cinchas de esta con fuertes cordeles de tendones secos. Sobre ella colocó un paquete bien prieto. En su interior se encontraba la coraza ósea que Ragnar llevara a la batalla. Por último, enganchó el bocado y pasó la rienda por encima de la cabeza del animal.

- Esta vez te va a tocar pasar frío, amigo mío. Ya no hay vuelta atrás – y más que una disculpa, aquello sonó como una despedida.

Los cascos de Ragnar resonaron al principio, cuando el hielo recibía el impacto de las herraduras. Después, cuando el caballo quedó expuesto a la noche norteña, la nieve, aguerrida enemiga otrora, se convirtió en una bendita aliada, cómplice de su huida. Se detuvo antes de terminar de salir y echó una ojeada a la gélida tienda de hielo. Su convalecencia primera y la primera vez que vio a Yurizh quedaban ya muy lejos de aquel instante, pero casi como si hubiera sido la primera vez, podía ver la velada sombra del ykeem rodear el borde de la extraña yurta. Su característico anadeo parecía acercarle a un jovencito que estaba postrado en una camilla de la que no podía moverse, sujeto por gruesas tiras de cuero. Recordó que la primera vez que vio a Aeena creyó que era un ángel.

Era la única a la que iba a echar de menos, la única a la que le dolía abandonar. Ella lo había sido todo para él. Era la que había recogido sus despojos de entre el hielo y el calcañar del yazteeh que había matado y le había salvado la vida. Era la que le había acogido en primer lugar entre los yskim. Sabía que ella le echaría de menos, le dolería que se fuera así. Podía esperarla y llevarla consigo. Podrían viajar así y permanecer juntos.

Pero enseguida desechó aquella idea. Le atraía tenerla junto a él todos los días, cabalgando de camino a ninguna parte, caminando sin rumbo. Se imaginaba abrazándola día tras día, atrayendo hacia sí ese cuerpo de diosa, su embriagador aroma, sintiendo contra su piel la suavidad y tersura de la tez femenina, atesorando su tibieza, señal de la pasión que se tenían mutuamente. Soñó con su larga melena acariciándole el rostro con su suave vaivén y aquellos dos ojos verdes absorbiéndole, ahogando su voluntad, sometiéndole al deseo. Y fue precisamente eso lo que le hizo renunciar a ella.

No podía permitir que ella pasara por lo mismo que los bortai le habían hecho pasar a él. Sabía que la mujer podía aguantar el frío y la cellisca, el camino y el cansancio. Pero ella era importante entre su gente. Tenía el cariño y el afecto de su pueblo, algo con lo que él no había contado nunca y que no estaba dispuesto a robarle. Además, ella sería mucho más importante ahora. Había un clan que necesitaría sus designios y su dirección. Su gente necesitaba ahora su guía y sus consejos para no volver a sucumbir al abandono y la desidia. Ella sería una buena líder. Tenía el carácter necesario para gobernarlos con mano de hierro, para obligarlos a responder cuando hiciera falta y al mismo tiempo, mantener la lealtad y la dignidad de todos y cada uno de los componentes de la tribu, unidos junto a ella para hacer frente a cualquier enemigo o dificultad que pudiera presentarse. Sólo esperaba que aquella virago que podía llegar a ser Aeena no se alzara como una mujer se había alzado una vez y llegara a fundar un clan exclusivo de mujeres. El matriarcado de las Mangosta podía llegar a ser demasiado agresivo y, aunque mantendría a las guerreras hermanadas, los hombres podrían rebelarse. Sobre todo si cundía el ejemplo de castrar a todos los varones que desearan quedarse en el clan.

Sonrió agachando la cabeza, como si hubiera alguien que pudiera haberle visto, mitad avergonzado, mitad divertido. Tironeó del ronzal de Ragnar, haciéndole bajar la orgullosa testa. Los oscuros ojillos, ocultos entre la brillante negrura de su suave pelaje le miraron suplicantes. "Cabalga o déjame entrar", parecían pedirle insistentemente. El bárbaro acarició la estrella de la frente del noble animal, rascándola. Sonrió.

- Ya vamos, amigo. A encontrar nuestro destino.

Agarrando la alta perilla de la silla de montar se encaramó al lomo de Ragnar, que piafó complacido. Relinchó y se encabritó. Poco después, apenas quedaron las huellas del furioso trote con el que rompió la quietud de la bella noche.

Y en la tundra quedaron suspendidos las emociones, la pasión y el amor.

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Khram Cuervo Errante

Dos figuras se recortaban frente al alba. La primera, la más pequeña, intentaba escudriñar el gesto y la actitud de la segunda. La figura más alta estaba oteando el horizonte, con expresión serena y tranquila. El suave viento matutino le mesaba el hermoso cabello largo. Los ojos eran lo único que demostraba que su actitud no era tan sosegada como quería dar a entender. Había cierta tristeza en ellos. El suave mar verdoso de sus iris estaba agitado por la congoja y por un rastro de dureza que no se atrevería a confesar jamás mientras viviera. No quería sentir rencor, no quería tener ningún resentimiento hacia la persona que se había marchado. Les había dado mucho. No. Les había dado todo. Les había dejado un legado que debían construir ellos mismos. Pero también les había abandonado y negado la guía que necesitaban para conseguirlo. Toda su vida viviría con aquella aversión enquistada dentro de su alma, en lo más profundo de su corazón. Aunque sólo la figura más pequeña de las que estaban en el cerro llegaría a comprenderlo, pues la mujer no lo confesaría jamás.

- ¿Tú cree él bien? – el inconsistente chapurreo de Yurizh llenó los silencios de aquel frío amanecer.

- Sí. Está bien – y no fue un deseo, sino una afirmación con toda la seguridad del que conoce lo que habla.

- ¿Tú cree él lejos?

- No me importa, Yurizh. Lo digo sinceramente. No me importa lo lejos que esté. Me importa que se hubiera quedado conmigo.


Un largo silencio siguió a aquella corta conversación. Ambos miraron más allá de lo que su vista podía alcanzar, intentando ver la sombra que ambos hubieran deseado que se hallara junto a ellos. Su trinidad se había roto. No sabían si sería un buen augurio o no, pero en ambos había quedado un vacío tan grande como él, un agujero tan inconmensurable como el corazón que se había llevado consigo. Los dos se quedaron con un hueco en sus almas, un hueco que sólo una persona había conseguido llenar. Y los dos intentaban buscarlo en un horizonte que cada vez quedaba más iluminado y escondido por los propios rayos del sol. Su insistencia estaba en buscar algún resquicio de sombra, alguna silueta recortada contra el alba que les indicara que aquel a quien aún esperaban ver.

- He encontrado un nombre – la voz de la mujer acabó por romper aquel silencio.

- Él dice ancestros habla por boca de futuro tótem. ¿Habla futuro tótem contigo?

- No. No lo ha hecho directamente. Pero creo que he escogido bien.


La mujer dejó de hablar, atragantado algún sentimiento en la garganta. Las palabras se atropellaron contra sus labios, que habían quedado cerrados en una línea inexpresiva, apretada. Una sombra cubrió sus bellas facciones, dándole un oscuro sentido a aquella mueca. Y, aunque quiso ahuyentarla, la sombra corrió a esconderse en su interior, enconándose en su corazón.

- ¿Cuál nombre? – volvió el ykeem a sacar las palabras de la mujer.

- Yazteeh. Es un animal poderoso, un ser que protegerá a nuestra tribu, sin duda alguna. No, Yurizh – cortó Aeena, pues veía que el ykeem iba a replicar, – no es un animal que cubra un ciclo, al menos que sepamos. Pero es el animal que nos ha traído la libertad.

- Yurizh piensa Khram trae libertad.

- No –
y su gesto volvió a tensarse. – A él nos lo trajo un yazteeh, uno que casi lo mata. Ese gesto fue lo que nos trajo al sureño aquí. Y debemos dar gracias a los dioses por ello.

- Él dice dioses no existen. Él dice que dioses son sólo lo mejor y peor que hombres pueden concebir y que hombres echan fuera de sí, para poder culpar de propios errores.

- También dijo que debíamos comenzar nuestra propia tradición. ¿Por qué debemos dejar de creer en los dioses?


Bajaron la colina lentamente, intentando no resbalar. El hielo se había apelmazado durante el frío nocturno y el sol, que ya empezaba a despuntar, lo estaba dejando demasiado resbaladizo. Con pasos inseguros, iban dejando la cresta de la colina atrás, entre risco y risco, procurando poner los pies en los posibles escalones que la naturaleza les ofrecía. Caminar por allí, sin embargo, era peligroso y Aeena lo comprobó. Trastabilló al dar un paso y a punto estuvo de caer al suelo con todo su peso. Yurizh estuvo ágil. Rápidamente agarró uno de sus brazos y la mantuvo en pie, evitándole el daño.

- Tú debe tiene más cuidado. No tú sola ahora.

- Lo sé, Yurizh. Ha sido un descuido.

- ¿Tú piensa un nombre?

- Creo que tengo el nombre perfecto para ella, amigo mío –
y las mejillas se le arrebolaron al pensarlo.

- ¿Ragnara, quizá?

- ¿Cómo lo sabes? –
la yskim se sorprendió al oír aquel nombre, que no había dicho a nadie.

- Es nombre padre Khram. Ser mejor nombre para hija Khram. ¿Aeena lo dirá a él algún día?

La mujer no contestó. Simplemente se dio la vuelta y siguió caminando, de vuelta al poblado.

Una gran nube de hielo y nieve se levantó del suelo, como si hubiera estallado. La gran mole se sacudió los restos de cellisca de entre los larguísimos pelos. Si se secaban allí podían llegar a molestar más de lo que molestaban los parásitos que se morían con aquel tratamiento de frío intenso. Dio un par de pasos vacilantes y después, con paso más firme, experto avanzó rápidamente hasta situarse detrás de Aeena y Yurizh.

El yazteeh no dejaría que nada ni nadie los dañara. Y sus garras estaban de acuerdo con él.

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