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Stalin invita a sus opositores a comer en unas nuevas marisquerías llamadas "Gulag". No hay razones para sospechar nada raro.

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Memorias de sangre y savia (I). RAÍZ y CORAZÓN. Epílogo.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 09 de Mayo de 2008, 12:51

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Khram Cuervo Errante

El inconveniente de aquella cacería era que acabaría más cansado que con el oso blanco, pero, sin duda alguna, iba a disfrutarla muchísimo más. Tendría más alimento que digerir y podría descansar muchísimo más tiempo en la calidez de su guarida. No es que el frío le afectara mucho, pero toda aquella nieve le cansaba sobremanera. Su peso le hundía en aquella blanda capa blanca. Su enorme musculatura paliaba en parte esta carencia, pero aún así, el cansancio le dejaría postrado un buen tiempo. El aroma avanzaba en su dirección y el ser, dotado de una inteligencia primitiva, se alegró. Aquello facilitaba las cosas. Sin perder más tiempo, excavó un gran agujero en la nieve, se tumbó panza abajo en él, volvió a taparse con la blanca sustancia, y quedó quieto, observando.

Khram no podía verlo, pero el ser sí le veía a él. Entre la cellisca y el viento, el bárbaro tenía muy complicado ver los ojos rojos que le observaban a ras de suelo. Y mucho menos las translúcidas emanaciones vaporosas que levantaba el cuerpo al entrar en contacto con el frío suelo. El ser humano siguió caminando en su dirección, sin advertir su presencia. Y cuando estuvo a punto de pisarlo, el ser se levantó.

El impulso del yazteeh elevó a Khram varias varas sobre el suelo y dio varias vueltas de campana antes de caer sobre el pecho. Sintió algo que crujía y escupió sangre. Dolorido, levantó la cabeza y, horrorizado, observó al monstruo. Casi tres metros de puro músculo y gruesa piel le observaban. Un espeso pelazo blanquecino cubría su cuerpo por completo, dándole el aspecto de una oveja que hubiera sido poseída por algún extraño y poderoso demonio capaz de transmutarla en una especie de cruce entre urgo, oveja y oso. Si era cierto la mitad de lo que contaban sobre estas bestias legendarias, la fuerza que era capaz de desarrollar era colosal. El impacto que había sufrido atestiguaba que todas las leyendas tenían su parte de verdad. Khram perdió toda esperanza de sobrevivir.

El yazteeh elevó al viento un estridente rugido, enseñando las fauces a los elementales del aire. En ellas pudo Khram observar dos pares de colmillos, uno en cada mandíbula, afilados como lanzas y listos para partirlo en dos. Los larguísimos brazos acababan en aguzadas garras con tres dedos, uno de los cuales era oponible, de forma que podía sujetarlo para comérselo. Los enrojecidos ojos de la bestia transpiraban odio y un irrefrenable deseo de despedazarlo. Casi era como si tuviera prisa por acabar con él, como Khram hubiera irrumpido en una parte importante de su vida, echándola a perder.

Una de las garras ascendió hacia el cielo e inició un inexorable descenso que habría acabado ensartando al bárbaro, de no haber girado sobre sí mismo a tiempo. Con dolor, comprobó que aquellas garras tenían un doble filo, pues aún pudo el animal desgarrar su carne en el costado derecho, que había quedado expuesto al ataque de la bestia. Empezó a sangrar, débilmente al principio, pero no tardó en hacerse profusa aquella hemorragia.

Desenvainó torpemente, protegiendo con su mano izquierda la zona herida. No podía usar la bastarda con las dos manos, así que descartó la idea de utilizar a Nodym, el pesado espadón de su padre. Ragnar la había dejado fuera de su alcance, y además no quería que el caballo sufriera daño alguno. El monstruo, consciente de que no había perdido toda su ventaja, intentó hacer valer su enorme volumen y su extraordinaria fuerza y comenzó a hostigar a su presa, que no tenía tiempo apenas para detener las embestidas del depredador. Las garras atacaban desde todos los ángulos y Khram, debilitado por la herida y los días de travesía, cada vez era más lento. Era cuestión de tiempo que una de aquellas formidables armas lo atravesara sin remedio. Tuvo que utilizar todas las fintas que conocía para huir de una muerte segura. El monstruo apenas dejaba expuesto su cuerpo, por lo que Khram no tenía oportunidades para poder contraatacar y ganar algo de tiempo, aunque sólo fuera para poder respirar. Pero el bárbaro no tenía que luchar sólo con el monstruo y la herida. El difícil suelo sobre el que se debatía era un enemigo más en aquella batalla por la supervivencia.

Khram cayó rendido, agotado por los continuos movimientos que hurtaban su cuerpo a aquellas cuchillas que clamaban por su vida. Afortunadamente, el yazteeh no había calculado aquel movimiento y perdió pie, haciéndole trastabillar y caer sobre una rodilla. Aquello dio un respiro a Khram, que se revolvió y acuchilló al ser en uno de los costados, en la parte que creyó era más blanda en la zona abdominal. Pero la gruesa capa de pelo y pellejo que cubría el cuerpo del animal sólo consiguió que la herida de Khram se abriera aún más, y le dejó el brazo adormecido, por la brutalidad del impacto. La bestia se quedó mirando su propio cuerpo, enseñando los dientes en una tenebrosa sonrisa, buscando alguna fisura con expresión estúpida. Khram giró a su alrededor, intentando devolverle la circulación al brazo dormido. El animal, poniéndose en pie, bramando salvajemente, giró como un trompo sobre una pierna, con una de aquellas temibles herramientas extendida. Si Khram hubiera sido más alto, le habría arrancado la cabeza de cuajo. El yazteeh acercó el hocico al bárbaro, dejando al descubierto una amenazadora dentadura que rezumaba una pegajosa saliva. El hombre tuvo que dar un salto atrás. Justo a tiempo, porque las potentes mandíbulas se cerraron un instante después en el mismísimo sitio en el que se había encontrado Khram, lo que le hubiera costado la vida. Con toda la sangre fría que fue capaz de reunir, desenvainó una de las larguísimas dagas que había encontrado en la yurta de Dada y ensartó con la aguzada hoja uno de los encarnados ojos del monstruo, que lanzó un agónico chillido, dolorido hasta el alma. El humano volvió a saltar, temiendo la reacción del monstruo, que no llegó. Se llevó una de las armadas extremidades a aquel rostro temible, intentando detener el dolor. En su torpe estupidez, el monstruo tiró de la hoja, con lo que lo único que consiguió fue arrancarse el globo ocular. Volvió a rugir de dolor y Khram vio una oportunidad de salvarse.

Se lanzó al contraataque, lanzando el acero una y otra vez contra aquella pared de músculo y piel, que más parecía granito, pues era imposible hacer mella en él. La pérdida del ojo no parecía importarle a aquella mole, pues se había sobrepuesto al dolor y ahora, más enfurecido que nunca, volvía a luchar contra el hombre. La presa no sólo le estaba suponiendo un cansancio con el que no contaba, sino que además, le había costado una mutilación. La visión le había cambiado, y ahora no calculaba bien las distancias, así que ahora la captura era más difícil, lo que le enfurecía aún más. Y para colmo, el humano había comenzado a bailar a su alrededor.

Aquella danza salvaje tenía un solo danzarín, pues el yazteeh se empeñaba en destruir las zonas de la pista de baile por la que pasaba el hombre. Herido, no podría mantener aquel ritmo frenético durante mucho tiempo. Notaba como la fatiga se hacía su dueño, debilitándolo mucho más rápido debido a sus heridas. Resuelto a acabar con aquello, decidió utilizar el impulso de su rival para hacer mella en aquella durísima armadura. Ambos lanzaron una sucesión de sus mejores golpes, en los que el yazteeh hizo gala de su colosal fuerza, despreciando la horrible herida que le había causado. Khram apenas podía detenerlo. Se defendió como pudo hasta que vio una apertura en la defensa de su rival. Haciendo una finta, engañó a la bestia, que quedó empalada hasta la guarda en la bastarda del bárbaro. Tirando de la hoja con todas sus fuerzas, Khram rasgó el duro cuero que protegía al animal, que se quejó con un ensordecedor rugido. Con el esfuerzo, la herida del bárbaro volvió a ensancharse. Su vista se nubló y la cabeza le daba vueltas. Tambaleándose, Khram intentó volver a la carga, pero el yazteeh simplemente le dio un manotazo que le lanzó a una nada desprecirable distancia.

El golpe le dejó sin resuello, tendido en el suelo y a merced de su verdugo. Que triste era pensar que había llegado allí a morir, lejos de los suyos, cuando su deseo había sido vivir. Era irónico pensar que el mismo animal que le iba a matar, le había cobijado durante la fría travesía en las Tierras de Hielo. La bestia se acercó a él, haciendo retumbar el suelo bajo la nieve en una alocada carrera. Khram sintió el suelo moverse incluso bajo aquella espesa capa y se encomendó a... ¿a quién iba a encomendarse? Su rebeldía, su orgullo, su tozudez, afloraron de repente, en su auxilio. Casi sin ver, malherido, y cansado, alzó de nuevo la bastarda de su madre, apoyándola en el suelo, en el justo momento en que el yazteeh intentaba aplastarlo bajo su peso. La hoja acertó en la herida abierta del animal, que volvió a rugir de dolor. Khram pudo sentir el hedor del aliento de la bestia, dejándolo casi sin conocimiento. Como pudo, retorció la hoja, agrandando la herida, en una lluvia de sangre y vísceras que amenazó con hacerle vomitar sus propias entrañas. Una extraña mezcla de sangre, baba y moco salió de las fauces del yazteeh. Los ojos de la bestia se apagaron. Khram se apartó justo antes de que el corpachón del ser cayera sobre él.

Había perdido la espada de su madre. Era curioso que pensara en ella en aquel último trance de su vida. Notó la calidez de la piel de Kora y el aliento de Ragnar en la cara. Quiso sonreírles, decirles de alguna manera que estaba bien, que aquello se iba a remediar. Pero estaba totalmente sin fuerzas.

Los animales vieron cómo sus ojos se cerraban. Un relincho de pena surcó la fría tundra.

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Khram Cuervo Errante

No podía decir que estuviera incómodo, ni mucho menos. Tampoco podía decir que se sintiera peor de lo que ya estaba. Y, por supuesto, tampoco podía quejarse. Cada vez que lo hacía, había dos o tres huesos que le recordaban que lo menos que podía hacer era estarse quieto. Para hacer honor a la verdad, era un precio muy bajo para el que podría haber pagado. Ahora podría estar muerto.

Tampoco podía decir que recordara mucho después de haber perdido por completo la consciencia. Cada vez que cerraba los ojos, a las horribles visiones que tenía habitualmente, tenía que sumarle las fauces del yazteeh y la lluvia de sangre y vísceras. La lucha había sido muy dura. Había perdido mucha sangre y el esfuerzo de pelear en la nieve, muchísimo más grande que el de una lucha normal, le había dejado extenuado. El cansancio acumulado, la falta de sueño y la pérdida de sangre le habían vencido y no el monstruo. Necesitaba descansar y lo sabía, pero estaba como loco por salir de aquella extrañísima yurta.

Khram no recordaba quién o qué lo había transportado hasta allí, y tampoco cuanto tiempo había pasado inconsciente, pero la sorpresa que se llevó al despertar fue mayúscula. Una vez que hubo asumido, lentamente, que seguía vivo, lo más difícil de asumir fue que la estancia, en lugar de estar negra como el tizón, estaba completamente blanca. Allí donde mirara, lo único que veía era blanco, como si estuviera viviendo en el interior de alguna luminaria que le cegara e inundara todo alrededor. No se veía nada más excepto una prístina capa nívea.

No pudo moverse. Cuando intentó mover los brazos o las piernas, notó que alguien las había amarrado con fuerza al lecho, que parecía estar sostenido sobre alguna especie de armazón, aislándolo así del gélido suelo sobre el que descansaba. Notaba varias cintas alrededor de las extremidades, y también del cuerpo, que lo mantenían allí aprisionado. Tensó los músculos, intentando romper sus ligaduras por pura fuerza, pero lo único que consiguió fue emitir un espantoso alarido de dolor. Aún tenía todos los huesos molidos por los impactos que había recibido del yazteeh. Esto también lo interpretó como una señal de que había sobrevivido a aquella batalla, pero no sabía si había salido del puchero para caer en las ascuas. Seguramente, aquel grito habría despertado hasta al último yazteeh de las Tierras de Hielo, y ahora no tenía libertad para moverse y luchar por su vida.

Dejó de lamentarse por sí mismo en el preciso instante en que se acordó de sus dos compañeros de viaje. Kora y Ragnar no estaban con él. ¿Los habría matado algún otro monstruo? Se desesperó y volvió a tironear de las tiras que lo sujetaban. El dolor volvió a invadirlo todo, pero el miedo a quedarse sólo de nuevo pudo más, y esta vez siguió forcejeando entre gemidos y gruñidos varios. Hasta que la sombra hizo su aparición.

De la blancura que lo rodeaba, surgió un ser que parecía deslizarse sin mover un solo músculo. Khram sólo lo vio con el rabillo del ojo al principio, pero después se hizo evidente que no había imaginado aquella sombra moverse a su alrededor. No sabía si callar o seguir intentando escapar. Si callaba, quizá entonces creyese que había muerto y lo soltaría. Cuando intentara sepultarlo, se haría con el control de la situación, lo mataría y luego iría en busca de sus animales. Si forcejeaba, quizá quedaría libre antes, pero acabaría tan dolorido, que las posibilidades de escapar se veían reducidas al mínimo. Optó por forcejear. De todos modos, la sombra, si es que oía, le habría oído gritar, así que no podía hacerse el muerto. La sombra cada vez se acercaba más al bárbaro, que redobló sus esfuerzos por liberarse.

De pronto, la sombra desapareció por un ángulo que Khram no alcanzaba a ver. Aquello mantuvo intrigado al bárbaro. ¿Dónde podría haberse metido aquel espectro? El nerviosismo creció, pero la curiosidad pudo más que los nervios y el forcejeo cesó. Intentó mover la cabeza hacia todos lados hasta que la sombra reapareció. Volvió a moverse alrededor de las inmaculadas paredes que los rodeaban, mientras su tamaño, poco a poco, iba menguando.

Hubo un momento en que la sombra dejó de menguar. Y en lugar de la sombra apareció un ser que podría ser un hombre, pero más bajito. Iba cubierto de arriba abajo con pieles de animales, con muchísimo frío. Khram apenas podía ver los astutos ojillos entre capas y capas de larguísima y lanuda piel. Una gruesa capucha cubría además la cabeza del desconocido. El cuerpo iba todo cubierto del pellejo de algún otro yazteeh que habría asesinado sin duda a aquél que consiguió abatirlo.

- Tú quieto – surgió de aquella maraña de espeso pelo.

- ¿Dónde estoy?

- Tú calla. Tú duerme. Descansa. Tú mal. Tú duerme y despierta mejor. Tú toma.


El pequeño hombrecillo hablaba con lentitud y el tono de su voz era más chillón de lo que había pensado en un hombre como aquel, Bien era verdad que tenía el tamaño de una mujer, pero eso no quería decir nada.

Le tendió un cuenco extrañísimo, de hueso, con un líquido que no olía nada mal. Parecía un caldo caliente que paladeó con fruición, saboreando hasta la última gota de aquel maná que había encontrado sin quererlo y lo disfrutó como si no hubiera tomado jamás nada caliente. Ciertamente, hacía muchísimo tiempo que no tomaba algo tan rico. Era excelente. Iba a preguntar qué era aquel caldo, pero en lugar de eso, su subconsciente hizo otra pregunta.

- ¿Dónde están mis animales? – jadeó. Hasta hablar era una tortura.

- ¿Animales? – el hombrecillo pareció dudar y a Khram le dio un vuelco el corazón. – ¡Ah! Tú dice rata grande con grandes colmillos y urgo afónico de largas patas... Sí, animales en khozas... en cuadra ahí – dijo señalando hacia su izquierda.

- ¿Están bien? Necesito saber si se encuentran bien...

- Animales bien. Tú mal. Tú calla y duerme ahora.


Aquella inquietante maraña de pelo se movió lenta, repitiendo la extraña procesión que la había conducido hacia el lecho en el que Khram yacía ahora. Detestaba quedarse solo. Soltó una sonora maldición, acordándose de no sé qué engendro en la parentela del hombrecillo. No temía que volviera para replicar a su exabrupto, pues tal como hablaba, se diría que había aprendido a hacerlo anteayer. Y sin embargo, volvió. Traía una especie de olla montada sobre una estructura de metal que rodeaba una extraña piedra brillante.

- Yo deja caldo caliente aquí. Tú come si tú despierta. Bueno para heridas.

- No puedo moverme para cogerlo –
rezongó el bárbaro, que cada vez tenía más ganas de retorcer el pequeño pescuezo a aquella pelusa parlante.

- Tú quieto. Yo pone rama. Tú – e hizo un significativo sonido para indicar lo que tenía que hacer – chupa. Caldo entra en boca. No enfría. Piedra de fuego debajo y no enfría – y le introdujo la caña a Khram en la boca a la fuerza.

Después de repetir otra retahíla de "tú duerme, tú mal, tú descansa", la bola de pelo volvió a desaparecer en la blancura del ambiente. Khram pensó que su aspecto debería ser bastante ridículo con aquel nuevo apéndice en su boca, pero tampoco quiso escupir la caña. Aquel ramajo era el único contacto que tenía con algún tipo de comida, y, por supuesto, no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de sorber de vez en cuando. Sabía que la comida le ayudaría a reponer las fuerzas, no el estar quieto sobre un camastro. Los bortai que eran heridos jamás eran sujetados de ninguna forma. Todo el mundo sabía que el movimiento venía bien, las heridas curaban antes. Pero de todos modos, acabó agradeciendo aquella inmovilidad, porque hasta el pestañear le dolía. Así que, inmóvil como estaba y sin compañía, lo único que podía hacer era pensar. Lo mismo que había hecho desde que saliera de Bort.

Quizá si repitiera algún tipo de insulto tan altisonante como el anterior, la pelusa volvería a aparecer con otro cuenco del delicioso caldo que le habían preparado. Tendría que preguntar qué era, no podía olvidarse.

Después de todo, aquella convalecencia iba a resultar una variación muy bienvenida a la rutina que se había convertido en habitual para Khram. Quizá hasta pudiera conversar con aquel hombrecillo, si es que realmente era un hombre, porque el aprendiz de mago no había visto más que pelo y ojos hasta el momento. Suponía que era un hombre, porque ningún elfo tendría tantísimo pelo y ningún enano sería tan alto. No podía ser un drak, que en aquellas tierras estarían eternamente aletargados. Y tampoco podía ser alguna especie de yazteeh enano, porque a esas horas ya se lo habrían merendado hace tiempo. Así que tenía que ser un hombre. Un tanto peculiar, pero un hombre. Al menos, cada vez que lanzara una pregunta al aire, obtendría alguna respuesta por parte de alguien y no simples gemiditos o algún sonoro relincho.

Volvió a preguntarse por sus animales. Kora y Ragnar eran sus mayores tesoros ahora que había perdido la espada de su madre. Al menos, Nodym seguía oculta entre los fardos de pieles que cargaba el caballo. No había quedado del todo indefenso, pero era muchísimo más complicado para él pelear con el espadón de su padre que con la bastarda de su madre. Ambas eran armas portentosas, pero Nodym pesaba más, desequilibraba mucho más si iba a caballo y hacía que Khram perdiera pie más a menudo en las peleas a pie enjuto. Si lograba restablecerse de aquella paliza, tendría que empezar a entrenar con Nodym, puesto que ahora era su única arma.

Volvió a pensar en Kora y en Ragnar. La pelusa había dicho que se encontraban bien, pero no sabía si creerle. En aquella lengua común chapurreada, nunca sabía uno lo que le habían dicho. Quizá el tener la cabeza embotada y aún más, magullada, le dificultaban la comprensión de lo que decía. Aunque fuera esto, a aquella pelamnbre con patas, era casi incapaz de entenderle. Hablaba como entre dientes, como si le diera miedo que las palabras que había pronunciado fueran alguna terrible profecía que se cumpliera sólo por decirlas. Era tal el desconcierto que tenía Khram que no se había dado cuenta de una cosa. En aquel inhóspito confín del mundo, con temperaturas que harían helarse la sangre en el mismísimo corazón... ¡había gente viviendo!

No podía imaginarse cómo aquello era posible, cuando él, que había vivido toda su vida en un ambiente tan cruel y despótico como el de las Tierras de Hielo, podía sufrir las inclemencias de los vendavales y los granizos a duras penas. Él estaba preparado para aquello, pero posiblemente, la pelusa lo estaría aún más. No le extrañaba en absoluto que todo ese pelo que lucía lo aislara del exterior, manteniendo su cuerpo caliente mientras la temperatura bajaba y bajaba fuera. Sus pieles deberían funcionar igual, pero no era así. A él, el frío se le colaba por cualquier rendija y le dejaba helado hasta el tuétano. Claro que la diferencia de tamaño también debía contar. Khram medía cerca de cinco codos, mientras que la pelusa no debía pasar de los tres. Mientras que a Khram las pieles del yazteeh no le cubrían por completo, a su peludo cuidador le sobraban faldones de pellejo por todos lados, que iban arrastrándose por el albero.

Sólo cuando se le cayó la caña de la boca, se dio cuenta Khram de que se había quedado dormido.

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Khram Cuervo Errante

Sobresaltado por haber perdido el contacto con la caña que el hombrecillo cubierto de pelo le había puesto en la boca, abrió los ojos. Intentó desperezarse, pero no pudo. Seguía atado al camastro, inmovilizado. Frustrado, resopló y rezongó, y hasta blasfemó. Se sorprendió, porque últimamente, casi todo lo que decía eran blasfemias de lo más originales. En aquella ocasión se acordó del coño de no sé qué puta que había parido a no sé qué pelos de no sé qué ser. Tener tanto tiempo para pensar agudizaba el ingenio. Y como tenía ingenio para todo, lo empleaba blasfemando.

Sin embargo, hubo otra cosa que le sorprendió. Definitivamente, se le había pasado por completo, pero la verdad era que no había soñado absolutamente nada en aquella helada gruta. Intentó recordar los sueños que le habrían visitado en aquella ocasión, pero por mucho empeño que pusiera en la remembranza de los mismos, ninguna de las imágenes que hostilmente lo acuciaban cada noche acudió a su mente. Por primera vez desde que dejara su clan se sintió feliz, libre de toda pena. Quizá hubiera sido por aquel caldo tan sabroso que le habían preparado. O quizá porque, tras varias semanas caminando sin un descanso adecuado, su cuerpo agradeció aquel agradable cambio en la rutina asentándose en el mundo de los sueños soñando cosas vacías, huecas y sin sentido, como debía de ser. Podía decir que su sueño había sido reparador. Y hacía tantísimo tiempo que había dejado de serlo.

Intentó echar una mirada al cuenco de hueso, pero las cintas que lo mantenían atado le impedían erguirse lo suficiente como para comprobar si quedaba algo de aquel magnífico elixir que tantísimo le había gustado. Tampoco pudo alcanzar la caña, por supuesto, con lo que la posibilidad de sorber también quedaba descartada. No sabía si gritar para llamar la atención de alguien que viniera a ayudarle. De momento, aquel peludo humanoide se había portado especialmente bien con él, por lo que no tenía razones para creer que los demás habitantes (si los había) de aquella zona fueran a mostrarse hostiles repentinamente. Empero, le pareció inoportuno romper la quietud de aquel lugar.

No le quedó más remedio que resignarse a que apareciera otra vez aquel ser peludo, aguantar su insoportable chapurreo y los modos tan delicados con los que le había puesto la caña en los labios y ver cómo desaparecía de nuevo entre las blancuzcas sombras que lo rodeaban.

En una ocasión pudo oír el relincho de un caballo, o eso le pareció. Si había oído un relincho, podía estar seguro de que Ragnar, al menos, estaba bien. Sabía que no dejaría a nadie acercarse a él, independientemente de las intenciones que llevara. Ragnar no quería que nadie tuviera contacto con él, excepto quienes él decidía que podían tenerlo. No era la primera vez que el caballo había propinado un buen mordisco a alguien que había intentado aproximarse a él o que había sacudido una buena coz a quienes habían intentado acariciarlo sin permiso expreso de la noble bestia. Era Ragnar un caballo demasiado orgulloso, demasiado presumido. Y la verdad es que su linaje le permitía serlo. No obstante, no es el carácter que se espera en un caballo, que, en una batalla, puede serle necesario a otro guerrero una vez su jinete haya caído. Sin embargo, Ragnar no era más normal que su jinete, siendo ambos extraordinarios en su clase. Tanto Khram como su montura eran bastante especiales. Y sin duda alguna, la pequeña Kora era la que ponía el contrapunto de equilibrio para ambos compañeros. Tampoco Kora pertenecía al grupo de los comunes entre los de su especie. Las mangostas que guardan amistad con un ser humano eran extremadamente raras, cuanto más las que la guardaban con dos o más. Pero sin embargo, era la más consecuente. Podría ser cierto que Kora no era una mangosta corriente, pero al menos, intentaba comportarse como tal, a pesar de su amistad con los seres humanos. Kora oteaba, gemía, gruñía y cazaba pequeños insectos y roedores que constituían su alimento. En aquellos lares era bastante difícil conseguir unos u otros, y aún así, siempre se las arreglaba para tener algo que echarse a la boca y masticar.

Pensar en masticar le dio hambre. Estaba empezando a desear más cantidad de aquel delicioso brebaje que había sorbido con la pajita. El problema, claro está, estribaba en su propia torpeza. Podía repetirse las veces que quisiera que su cuerpo no había aguantado más, que necesitaba descansar. Y que cuando se le había obligado a ello, lo había hecho. Pero no podía dejar de pensar que había cometido una estupidez al quedarse dormido. Aquel caldo podría haber sido el último o haberle sumido en un mundo del que no podría volver jamás, pero como estaba consciente, pensó que quizá no era más que un simple caldo. O quizá aquello era todo un sueño y sí que se encontraba muerto, con las zarpas del yazteeh atravesándole el cuerpo de parte a parte, y siendo devorado lentamente por este animal. Aquel pensamiento le espeluznó, pero comprendió que la posibilidad debería ser tenida en cuenta.

El silencio estaba volviéndolo loco. Prueba de ello es que empezaba a añorar el violento sonido del viento en sus oídos día tras día, desde que se internara en las nieves eternas del norte. Necesitaba oír y ver algo, saber que tenía algún nexo con alguien o algo en el mundo. Aquella privación de cualquier estímulo, viéndose abocado al hambre y la locura sí que le hacía perder la cabeza. Era como si, estando muerto, se le hubiera olvidado por completo aquel estado y permaneciera suspendido en algún absurdo lugar en el que los que le atendían eran enormes pelusas que chapurreaban el común y que preparaban deliciosos caldos. O quizá lo que se le había olvidado es que estaba vivo, y había ido a parar al mismo absurdo lugar.

En todo esto, vio Khram nuevas pruebas de que se estaba volviendo loco... o que se aburría sobremanera. Divagar era uno de los pasatiempos preferidos del bárbaro, pero nunca jamás había permitido que la divagación le llevara por aquellos derroteros más propios de un tarado que de sí mismo. Quiso pensar que era el tiempo de más que tenía, ocupado en darle vueltas a la cabeza en lugar de conseguir refugio y alimento para aquella noche, que se antojaba helada. Tiritó al recordar el infernal frío que subyacía en el exterior de donde quisieran los ancestros que se encontrase.

Oyó de nuevo ruidos en el exterior. Sonrió esperando a su pelusa y a sus "tú duerme", que vendrían acompañados de más líquido reparador y sabroso. Quizá se arrepentiría cuando su pelusa comenzara el incesante chapurreo sin sentido que se había convertido en el único esbozo de conversación que había intentado mantener en los últimos tiempos.

La sombra volvió a correr alrededor de la cápsula que lo envolvía, rodeando con fantasmal encanto la figura tendida del bárbaro. Esta vez no intentó huir. Ya sabía a quién pertenecía esa sombra y a lo que venía. Se preparó, esbozó la mejor de sus sonrisas y se dispuso a intentar razonar con el hombrecillo los términos para poder volver a ser libre y moverse como antes. La sorpresa fue mayúscula cuando no entró el hombrecillo.

Lo que entró fue un ser que no sabe de dónde habría salido. Una mujer con los cabellos como el tizón y los ojos verdes, como dos frondosas acacias que le observaran, incólumes, desde sus inabarcables alturas. Esbelta y, si lo que su ajustada vestimenta de cuero grueso dejaba entrever era cierto, fibrosa, se acercó al bárbaro. Tenía la mujer la salvaje belleza de las mujeres de la estepa, las mismas que habían convivido con Khram durante toda su existencia. Y aún así, algo tenía de diferente, como un gélido ardor que atravesara el entendimiento del exiliado, haciéndole perder sus sentidos. A muchas mujeres había deseado en su vida, pero aquella... oh, aquella podría estar llamada a compartir sus pieles con él. Allí, en las marcas heladas, no importaban las razones del exilio, ni siquiera la tradición y los ancestros. Todo aquello había desaparecido para él y no había mejor manera de demostrarlo que transgrediendo dichas tradiciones.

- ¿Nunca antes habías visto a una mujer? – no habría sabido decir qué le sorprendió más, si la pregunta o el hecho de que había sido formulada en perfecto idioma bortai.

- ¡Hablas mi idioma!

- Por supuesto.

- Veo que sabes bastante más de mí que yo de ti. Yo no conozco quién eres, ni siquiera cual es tu pueblo.

- Eso no tiene importancia ahora. Debes descansar –
Khram deseó con todo su corazón que aquella hermosa mujer no tuviera nada que ver con el enano pelusa.

- Ya estoy cansado de descansar. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

- Apenas tres días. El primero de ellos lo dedicaste a delirar, así que hubo que dormirte para que descansaras. Ayer Yurizh vino a darte algo que comer y hoy vengo a comprobar cómo te encuentras y a revisar tus heridas.


La mujer levantó las pieles que cubrían el cuerpo semidesnudo del bárbaro, y, por primera vez, pudo comprobar lo aparatoso de los vendajes que había recibido. Las vendas estaban colocadas muy primitivamente, pero de forma muy efectiva, evitando las posibles hemorragias. Su torso estaba cubierto casi al completo.

Una a una, las correas que amarraban a Khram a su lecho fueron cayendo, dejándole libre. Movió primero los brazos, lentamente, aún entumecidos por el frío y el largo reposo. Vio que los tenía heridos en varios sitios, surcados por feos costurones que dejarían honorables cicatrices en su piel. Quizá algún día podría contar a algún nieto que aquellas marcas las había hendido en su piel una temible bestia de las tierras nevadas. Después, la mujer liberó su tronco. Instintivamente, Khram intentó incorporarse. Pero tuvo que volver a acostarse, transido de dolor.

- Despacio, hombre de la estepa. Aún estás muy lastimado.

Con un gran mimo, la mujer ayudó al bárbaro a incorporarse, lentamente, evitando que se hiciera más daño. Exhaló un suspiro de alivio cuando por fin se encontró erguido sobre la cama. Ella comenzó a quitarle los vendajes que llevaba alrededor del cuerpo. Aquí y allá aparecieron zarpazos, marcas de cortes y feos verdugones tumescentes. Pero lo peor fue al mirar al costado que le había alcanzado el yazteeh. Allí faltaba un trozo de carne que su improvisada enfermera había reconstruido como buenamente había podido. Aquella herida sí que había sido grave y había estado a punto de costarle la vida. Quizá habría sido mejor así.

Por fin pudo Khram levantarse del lecho cuando las correas que sujetaban firmemente sus piernas se abrieron para liberarlo. Muy inseguro, el aprendiz de mago dio unos cuantos pasos alrededor de la sala que, según comprobó, era redonda. Cada vez que plantaba el pie en el suelo, le dolían hasta las pestañas, pero según caminaba, parecía recobrar fuerzas. Finalmente, tuvo que volver a sentarse, agotado. La mujer le ofreció otro cuenco de aquel sabroso caldo que Khram engulló con fruición.

- ¿Qué es esto que estoy tomando? – preguntó, inocentemente.

- Es tu enemigo. El yazteeh que mataste.

- ¿Acaso se come?

- Sí, se come. Y su esencia te dará vigor y fortaleza, como a él, como a su padre y a los padres de sus padres. .


Era un prosaico fin para un enemigo, pensó. Esperó que con los seres humanos no hicieran el mismo tipo de caldos. Otra cucharada entró por el gaznate. Siguió mirando a la mujer.

- Has hablado de un tal Yurizh – mencionó Khram, como casualmente. – ¿A quién te refieres? ¿A ese enano cubierto de pelo?

- ¿Enano? –
la mujer rió suavemente – No es un enano, es un Ykeem.

- Luego tú... eres...

- Exacto, una Yskim.

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Khram Cuervo Errante

#33
Khram miró a la hermosa mujer con la boca abierta, como si hubiera estado contemplando a un fantasma perdido en la lejanía de los siglos pasados. Según las leyendas de su pueblo, los ykeem y los yskim eran dos pueblos de las nieves, cuyos orígenes y cuyos finales, se perdían en la noche de los tiempos. En Bort, los bardos Serpiente contaban mil historias sobre aquellos seres que habían alcanzado un aura de mito, tanto como los fundadores de los Cuatro Clanes.

En las historias de las viejas, aquellas que habían oído alguna vez la voz de los bardos, los yskim eran seres humanos de extraordinaria belleza. Altos, bien formados y con una piel clarísima, casi albina, su rasgo más característico eran los ojos. Un verde esmeraldino, profundo, claro y sincero se asomaba a las ventanas de aquellos rostros perfectos, del mismo modo que se asomaban a los ojos de la mujer que Khram tenía delante de sí en aquel momento.

Los ykeem, se decía, eran una raza mágica, emparentada con los enanos de Grejkham. Por algún extraño conflicto, ambas ramas del linaje enanil se separaron y a partir de entonces, los ykeem fueron borrados de todas las historias de sus parientes sureños. Sólo los bortai guardaban algún conocimiento de su raza, pues, según contaban, los ancestros del pueblo estepario habían convivido con aquellos seres, a los que prestaban y tomaban prestada ayuda.

Yurizh volvió a entrar en la estancia donde se encontraban y murmuró algo ininteligible para Khram. La mujer contestó suavemente en la misma jerga que había utilizado el enano y volvió a trotar hacia fuera.

- Mi señora – se atrevió a hablar el bárbaro, – creo en vuestra palabra, lo digo con toda sinceridad. Pero si sois una yskim, si realmente lo sois... ¡¡lleváis viva más de 15 siglos!!

- Veo que lo que se cuenta de los sureños es cierto –
dijo la mujer con un deje de tristeza en la voz.

- No entiendo lo que queréis decir.

- Los ancianos llevan contándolo siglos, el rumor ha pasado de generación en generación durante tanto tiempo como tú mismo has dicho –
cada vez había más pesar en la muchacha. – Los hombres del sur os habéis olvidado de nosotros.

- No os hemos olvidado. Simplemente pensamos que habíais desaparecido –
el bárbaro intentó que su réplica pareciera una disculpa, pero más que eso, lo que sonó fue una especie de reproche.

- ¿Desaparecido? ¿Cómo así?

- Las leyendas cuentan –
Khram compuso una cara similar a la que ponía Dada durante los ratos que había pasado contándole historias sobre su pueblo – que hubo un gran cataclismo en las Tierras Heladas. Cuentan que, los dioses, contrariados porque los habitantes de estas marcas habían decidido abandonar su fe, lanzaron una gran masa de nieve sobre aquellos que no se retractaron de su herejía. La mitad de aquel pueblo se extinguió con aquel alud asesino. La otra mitad, volvió su vista hacia donde no podía encontrar los restos de la anterior vida que llevaron. De esos hombres y mujeres que huyeron de aquí nacieron los cuatro grandes clanes que fundaron Bort. Pero no se sabe qué pasó con los que quedaron atrás. Se supone que murieron.

- No, no murieron. Nosotros somos los descendientes de aquellos que decidieron quedarse en su maravilloso pueblo. Pero la ira de los dioses hizo sucumbir a los pocos que quedaron. Los yskim aún esperamos que nuestros hermanos que huyeron al sur, dejando atrás esta tierra fría e inhóspita vuelvan a por nosotros para llevarnos a ese prometido sur que mana alimento por todas partes –
la voz de la mujer se quebró, emocionada – ¡Y ahora tú has vuelto del sur para llevarnos a esa tierra que nos sacará de nuestras penalidades!

Khram agachó la cabeza, avergonzado. Si lo que había dicho la Yskim era real, el pueblo de Bort había traicionado a su propia sangre, dejándola atrás. Era cruel. Bort había dado la espalda a aquel pueblo, de la misma forma que le había dado la espalda a él tantas y tantas veces.

- No. Aquella tierra es algo menos fría y menos inhóspita que esta. Pero también es muy dura. No encontraréis allí nada que os convenga, os lo digo yo. Allí no hay nada que no podáis encontrar allí. Excepto por esta nieve, que allí no aparece más que durante el  invierno.

Un rostro de decepción se marcó en la cara de la yskim. Seguro que ella pensaba que Khram era una especie de vengador del cielo que los sacara de allí y los condujera a un extenso remanso de paz más allá del helor y el perpetuo blanco que bañaban su tierra natal. Khram no entendió aquel gesto. Más bien, lo malentendió.

- Veréis, mi señora. No soy lo que se dice pudoroso, pero – el tono del bárbaro se volvió casi lascivo – tú estás aún vestida y yo sólo estoy cubierto por estas vendas. Me tenéis en desventaja. Es más, ahora que caigo, ni siquiera sé vuestro nombre.

Como si hubiera oído lo que Khram decía, Yurizh apareció en ese mismo momento, como si hubiera surgido de un pliegue del espacio que era imposible de concebir, cuanto menos de construir. En sus brazos llevaba un fardo.

El enano peludo dijo algo en jerga a la mujer, que asintió y se ruborizó con castidad. Arreboladas las mejillas, su belleza se elevó exponencialmente y al joven aprendiz se le antojó que, si los dioses existieran, ella sería uno de estos seres divinos.

- Es para ti. Póntelo. Tu ropa estaba arruinada por el ataque del yazteeh – indicó ella.

Khram esbozó media sonrisa mientras desataba el fardo y descubrió una vestimenta muy similar a la de la yskim. Un pantalón ceñido, confeccionado seguramente con la piel del yazteeh al que había matado, igual que el jubón que iba a juego, poblados ambos de un largo y cálido pelaje. Una camisa de punto de lana, suave y gruesa, complementaba el atuendo que le habían prestado. La vestimenta superior era flexible pero dura, casi como una suerte de armadura de cuero endurecido convertida en un traje de gala. Unas suaves botas completaban el hatillo, pero Khram las rechazó.

- Supongo que mis botas seguirán intactas. No recuerdo haber pateado a aquella bestia.

Dando aún muestras de turbamiento, la yskim señaló bajo el catre en el que había estado postrado el bárbaro y descubrió las botas que Dada le regalara tanto tiempo atrás. Se las calzó y, aunque aún sentía algo de frío en sus pies, se dijo que nada podría sustituir el calor que guardaban aquellas botas y el cariño que las había confeccionado. Era una de las pocas cosas que aún le sujetaban a lo que había sido.

- Bien... ya estoy decente. Puedes volver a mirarme – bromeó el joven.

- Entonces creo que tienes dos amigos que desean verte – los ojos de la mujer seguían mirando al suelo.

Entre divertido y avergonzado, Khram siguió de cerca los pasos de la yskim que se dirigían hacia el mismo sitio por el que aparecía y desaparecía Yurizh.

Cuando salió fuera, sintió como cientos de ojos se clavaban sobre él. Enseguida, Khram notó las evidentes diferencias que había entre aquellos habitantes del hielo y él mismo, pero también se hicieron evidentes sus semejanzas. Algo más bajitos y más pálidos que el bortai, los yskim sin embargo mantenían la recia constitución de los bárbaros y su carácter, austero y serio. La estepa de Bort era dura, pero los yskim habían sobrevivido en otro tipo de estepa, más fría y más dura. Si de verdad había algo que unía a aquellos dos pueblos, era aquel fortísimo instinto de supervivencia que mostraban en las condiciones más adversas.

La mujer desapareció en un extraño edificio, abovedado, pero grande. Khram, quedándose atrás, puso la mano sobre la blanquísima estructura. Estaba fría, como si estuviera construida con el mismo hielo que parecía nacer de la tierra como en Bort brotaban los tomillos. En su interior, al aprendiz de mago le esperaban, como le había dicho la mujer, dos amigos.

Ragnar, su potranco y Kora, la mangosta que le había regalado Malthus saltaron de alegría al verle entrar. El pequeño mamífero trepó con felina agilidad por el pantalón y el jubón nuevos de Khram hasta hacerle cosquillas con los espasmódicos movimientos con los que recorría el cuello del bárbaro. Ragnar relinchó y correteó alrededor de ambos, manoteando y haciendo crujir el hielo bajo sus cascos. Khram sonrió abiertamente y, abrazando el cuello del equino, miró a la yskim, que le devolvió tímidamente aquella sonrisa.

- Te dije que se alegrarían de verte – susurró la mujer.

Khram acarició a sus animales y por primera vez desde que saliera de Bort, una risa clara y sincera. Sintió como si una losa cayera desde su corazón, liberando la presión que ejercía sobre su vida.

- Mi señora – comenzó Khram, – al entrar he notado que esta estancia está toda construida en hielo. Pero sin embargo, no noto frío alguno. ¿Es magia esto?

- No, no lo es. Por alguna extraña razón, el frío del exterior mantiene el hielo sólido, mientras que en el interior sólo hay calor. Es como si el propio frío mantuviera al frío fuera. Nuestros antepasados construían así sus viviendas y establos y nosotros mantuvimos su diseño.


Khram se quedó contemplando aquella extraña construcción que tanto se asemejaba a las yurtas que sus paisanos levantaban en las tierras por las que medraban y vagaban. Estas gélidas moradas no poseían travesaños ni varas que mantuvieran la estructura. Simplemente, los bloques que parecían formar aquella vivienda se mantenían juntos, haciendo fuerza unos sobre otros, consiguiendo que la estructura se mantuviera erguida y no cayera. El bárbaro se maravilló ante la perfección de aquella estructura y se preguntó por qué en la estepa de Bort habían perdido, si es que de verdad estaban emparentados con los yskim, la tecnología que podía mantener aquellas enormes estructuras. Dedujo que en la sequedad de la estepa bortai, aquellas estructuras no eran necesarias y que las pieles eran más ligeras para transportarlas. Claro que, en su tierra, el hielo no parecía brotar de la nada como en aquella prístina extensión. Allí aquellas viviendas parecían ser permanentes y si no lo eran, podían derribarse fácilmente y encontrar más hielo en otra parte para volver a levantarlas.

Khram se volvió hacia la silenciosa mujer y miró su arrebolada expresión en aquellas facciones que parecían esculpidas por algún maestro escultor que hubiese vislumbrado la belleza de alguna ondina en las cristalinas aguas de un torrente primaveral. Había algo en aquella mirada, nacida en el hielo y la nieve, parecía tener más fuego en su interior que las rugientes hogueras nocturnas de sus campamentos.

La mujer pareció notar la expresión de Khram y volvieron a sus mejillas aquellos colores que tanta belleza añadían, si es que era posible, a la yskim.

- Te avergüenzas de mí, mi señora.

- N... no... -
tartamudeó la muchacha. – Aún somos extraños, a pesar del tiempo que llevamos hablando juntos. Aún no nos hemos presentado – repuso tímidamente.

- Eso tiene fácil arreglo, mi señora. Mi nombre es Khram.

- Encantada Khram –
de nuevo el rubor asomó a sus mejillas – Yo soy Aeena.

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Khram Cuervo Errante

Khram estaba empezando a pensar que en aquel gélido paraje podría sentirse a gusto.

Olvidado de todo y por todos, los días que había pasado en el asentamiento yskim le habían proporcionado paz. Un sentimiento de paz que había olvidado sentir, ausente tanto tiempo de su corazón, que creyó que, por primera vez en su vida, todo se diluía a su alrededor mientras la vida, ajetreada y presurosa, simplemente pasaba. Era maravilloso poder sentarse con toda tranquilidad sobre un mullido y cálido montón de pieles en una de aquellas extrañas viviendas de los yskim mientras se recuperaba de sus heridas.

El poblado no era mucho más grande que los campamentos bortai. Según suponía el bárbaro, los yskim también se agrupaban en clanes y, dentro de cada clan, había familias que vivían bajo los mismos bloques de hielo. Numerosos integrantes de cada núcleo vivían en cada edificación, pero ni vivían hacinados ni ninguno sentía peligrar su intimidad. Sencillamente, la casa de hielo tenía varias dependencias con una entrada independiente cada una. Así no se molestaban los unos a los otros y gastaban menos calor en caldear menos número de viviendas.

Las mujeres se afanaban en las tareas cotidianas. Las ropas eran remendadas y lavadas escrupulosamente. Muchas mujeres se encontraban arrodilladas frente a unos barreños de piedra llenos de agua caliente, terminando el lavado de la vestimenta de los niños y los hombres. Aeena había explicado a Khram que así se perdía el olor de lo que habían comido.

- En el hielo hay depredadores más crueles y despiadados que el yazteeh, hombre del sur – le había dicho.

La vida cotidiana parecía transcurrir tal y como Khram recordaba que debía ser la vida cotidiana. Las mujeres se ocupaban de la crianza de los niños, los hombres de conseguir alimentos y, por lo que podía comprobar, ambos se dedicaban a la defensa de la aldea. En un extremo de la misma, había un campo llano, limpio, donde jóvenes de ambos sexos entrenaban para pelear con toscas armas de sílex y madera. Algunas parecían llevar engarzadas las garras o los dientes de adversarios tan formidables como los yazteeh. Sin embargo, verlos pelear con aquellas lascas era lastimoso. Khram se sintió orgulloso de que su pueblo pudiera fabricar armas con acero templado, flexibles y resistentes. Pronto cayó el bárbaro en su error, pues comprobó que aquellas armas eran sólo las de entrenamiento. A un lado, en un enorme armero, y disponibles para los entrenamientos de personas que, a todas luces eran muchísimo más hábiles que los jóvenes que acababa de ver, había enormes espadas de hojas anchísimas y lanzas bien templadas. Había hachas de una sola cabeza y varias "luceros del alba". Pero algo en ellas era diferente.

Efectivamente, aquellas armas no parecían reflejar la escasa luz del sol que las nubes perpetuas dejaban que se filtrara a través de ellas. Al acercarse, Khram sopesó una de ellas, tanteándola, balanceándola, intentando acostumbrarse a ella. Estaba hecha de hueso. El hueso había sido tallado y afilado hasta dejarlo tan agudo como uno de los filos de Nodym.

- ¿Te gustaría probarlo, hombre del sur?

El bortai aún no se había acostumbrado a aquel apelativo. Normalmente, él era el que procedía del norte y al que llamaban "hombre del norte". Ahora, la orientación había cambiado y aquello carecía de sentido. Era extraño. Se sentía como si el mundo hubiera empezado a girar muy deprisa y al pararse había quedado volteado.

- Claro, ¿por qué no?

Khram saltó ágilmente la valla que separaba el campo de entrenamiento del resto del campamento. Era una de las escasas estructuras que estaban construidas en madera. En su mano iba la espada de hueso que había elegido. En su costado, la espada de acero que había heredado de su madre.

- Es muy ligera – comentó el bárbaro.

- Y verás que es tan dura como ésa que llevas a tu costado. ¡Atento! – exclamó el yskim que le había llamado. Y sin aviso, se lanzó a pelear con el bortai.

El hombre del norte peleaba tan bien como el del sur, o al menos, eso parecía. Durante mucho rato, los dos hombres cruzaron las dos hojas de hueso, haciéndolas sonar con cada choque. El sonido le resultaba ajeno a Khram. Parecía similar al que había oído mientras entrenaba con las inocuas espadas de madera con las que le habían enseñado a pelear a él, pero más hueco, más sonoro, más rasposo. El sonoro cloc-cloc-cloc se extendió por todo el campamento y muchos acudieron a ver pelear al hombre del sur.

Comprobó que, a pesar de la inactividad y el dolor, su mano se adaptaba bien a la empuñadura de aquella bastarda y que podía pelear bien, resistiendo. El yskim no daba señales de debilidad, sino que parecía obstinado en encontrar un fallo en la guardia del bárbaro, como si quisiera demostrar algo. Para Khram, no tenía nada que demostrar. Con toda seguridad era un gran guerrero, saltaba a la vista con cada cruce de las armas, pero parecía que se sentía inseguro, como si considerara a Khram un enemigo del que debía deshacerse. Sin embargo, era Khram el que cada vez le encontraba más agujeros a su defensa y, disimuladamente, se los marcaba, para que pudiera taparlos antes de que la espada de hueso pudiera tocarle. Los embates del yskim se recrudecieron y Khram tuvo que poner más empeño en detenerlos. Los dos sudaban, lo que en aquella helada extensión era ya un milagro, pero el yskim sudaba aún más profusamente, quizá agotado por el esfuerzo. Khram bajó su guardia, hizo una seña con la mano y declaró acabado el entrenamiento.

- Peleas bien, hombre del sur – jadeó el yskim. – Ha sido un buen entrenamiento.

- La verdad es que ha estado muy bien, hombre del norte –
la voz de Khram no translucía tanto agotamiento como la del yskim. – Tienes una gran habilidad con la espada.

- Yo podría superarte –
una tercera voz se alzó en un fondo. – Es más, podría superar a tu pesada espada de acero.

Todas las miradas se dirigieron hacia el que había hablado, y por sus expresiones, pensaban que había hablado de más. El propietario de aquella cavernosa voz era un hombre corpulento, más alto que el bortai, pero también más musculoso. Llevaba la melena rubia recogida en el lado derecho de la cabeza, en una larguísima cola de caballo.

- Nuestras armas de hueso de yazteeh pueden derribar a tu acero, hombre del sur. Son más ligeras, son más resistentes y podemos moverlas con más fuerza.

- No tengo ningún inconveniente en luchar contigo, hermano. Estoy cansado ahora, pero soy vuestro invitado aquí y no puedo negarme a vuestras peticiones.

- Cortés, como todos los sureños. Tú has olvidado la dureza de la vida. Te has perdido... como todos ellos... ¡Vamos, aquí te espero!


El hombretón pasó la valla, que se combó bajo su enorme fuerza y escogió la espada más grande que había, un arma de casi tres palmos de ancha y más de diez de larga. La bastarda de la madre de Khram estaba en clara desventaja, pues apenas llegaba a los seis palmos. Pero aún le quedaba otra baza.

Dándose media vuelta y, dejando por el momento que el gigantón disfrutara de una breve victoria, se volvió al sitio en el que tenía su vivienda. Escuchando las bravatas del hombretón y las carcajadas de algún amigote, Khram buscó entre los fardos de pieles que habían transportado los ykeem para él. Allí encontró lo que buscaba. Sacó el fardo mejor enrollado y se dirigió al campo de batalla.

Al verle regresar, el bravucón cerró la boca, pero miró a Khram con una sardónica sonrisa, retándole. Khram ni siquiera cambió el gesto. Torva la mirada y cargada de una hondísima tristeza que nadie acertó a vislumbrar, fue deshaciendo con enorme reverencia, uno a uno, los nudos de las tiras de cuero que habían sujetado aquella piel primorosamente alrededor de un objeto alargado, de unos ocho palmos. El bortai extrajo lentamente la espada del fardo. La vaina era un estupendo trabajo de talabartero, con hermosos grabados a fuego y rematada en bronce. Asió la empuñadura y, tirando de la vaina, en lugar del arma, como le había enseñado su padre que había que mostrar una hoja noble, Nodym quedó libre de sus ataduras. Su hoja emitió un claro brillo metálico y el aire zumbó a su alrededor al acariciar su filo. Las alas negras de la guarda absorbían el resplandor de las eternas nieves, rivalizando en belleza con el bruñido de la esplendida hoja del padre de Khram.

Al verla, todos los yskim exclamaron atónitos e incluso el fanfarrón tuvo que admitir que era un arma extraordinaria, de bella factura. Pero le dio igual.

Es más, lo único que sintió aquel gigantón fue una rabia enorme, una desmesurada envidia, deseando aquel precioso objeto que el sureño poseía tan indignamente. Levantando el espadón de hueso, no dio tiempo a Khram de moverse. La hoja inició rápidamente su mortal descenso y el sonido fue desgarrador al acabar su bajada.

El hueso restalló y se partió en miles de pedazos, esquirlas tan pequeñas y que salieron despedidas con tanta violencia que fueron a clavarse en las varas de las vallas y los que contemplaban la escena tuvieron que protegerse de aquella nociva lluvia de fragmentos de afiladísimo hueso de yazteeh, duro como el pedernal y ligero como paja seca de otoño. Nodym se alzaba imponente, sobre la cabeza y el hombro izquierdo del bortai, cruzada, salvando su vida como tantas veces hiciera con la de su padre. A pesar del agotamiento, Khram pudo levantar con una sola mano, como había visto hacer a su progenitor, aquella enorme y pesada hoja, interponiéndola entre sí y su cazador.

De nuevo, sin demudar el gesto, Khram introdujo la hoja en la vaina, haciendo de nuevo el mismo movimiento con el cuero, en lugar del acero. Muy despacio, la vaina volvió a abrigar al aguzadísimo filo de Nodym, que no había sufrido ningún daño en absoluto. Khram volvió a atar las pieles a la espada, envolviéndola como si amortajara a un ser muy querido y volviendo a anudar las tiras de cuero cariñosamente a su alrededor. Más que una espada preparada para viajar, parecía un niño nacido del hielo al que había que abrigar y cuidar para que sobreviviera.

Sosteniendo la espada en sus dos manos, el bortai se levantó. Primero sobre una rodilla, luego en pie totalmente. Se giró y vio la cara de horror de su contrincante. Khram no dijo nada. Bastaba con lo que había pasado allí ya como para que se dieran cuenta de lo que tenían delante. Las risitas cómplices habían cesado, y sólo podía escucharse en el campamento un sepulcral y sobrecogido silencio. Nadie se movía.

El yskim que había retado a Khram en primer lugar fue el primero en hablar.

- Esa sí que es una buena hoja –  dijo admirado.

Aquella frase pareció devolver la vida al campamento y todos, quienes tenían que hacer y quienes no, volvieron a sus ocupaciones anteriores. Los únicos que parecían no haberse enterado de nada eran los ykeem, que seguían despreocupados ocupándose de algún tipo de juego que empleaba una pelota de cuero y tres estacas colocadas en el suelo.

El gigantón también desapareció, humillado y dejó a los dos guerreros solos en el campo de entrenamiento.

- Ándate con ojo, hombre del sur – la amistosa voz del yskim se tornó alarmante. – Hay quien no desea seguir viéndote por aquí. Será mejor que no respondas a sus provocaciones.

- Es grande como un oso y el doble de estúpido.

- Sí. Pero a pesar de su estupidez, no va a parar. Ha decidido que tienes que irte y lo harás.

- ¿Es, acaso, vuestro líder?
– inquirió Khram.

- Pues no, pero nuestro consejo le teme. Y suele seguir sus mandatos. Él dice que los sureños os habéis perdido, que nos habéis abandonado y que debemos vengarnos de vosotros. El consejo no lo niega. Sólo propugna lo que él aconseja y así mantiene a los yskim aislados del mundo. Y por eso, en lugar de ser vosotros los que os habéis perdido... somos nosotros los que nos hemos perdido para el mundo.

Cabizbajo, aquel fantástico guerrero, se alejó del bortai. Seguramente, también él había hablado más de la cuenta.

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Khram Cuervo Errante

El bortai siguió con la mirada a aquel joven. Quizá empezaba a sentirse identificado con ese guerrero. Quizá él también estuviera tan solo como se encontraba él antes de salir de Bort.

Se giró meneando la cabeza, apoyando contra el hombro izquierdo el pesado fardo y se encaminó hacia su tienda de bloques de hielo pesadamente, hundiendo su corpulenta figura en la blanda nieve. Pensó que era una analogía de lo que había sido su vida: un camino que no cesaba, pero en el que era muy complicado avanzar, casi como si se moviera entre la espesa capa de nieve que pisaba ahora. Los copos crujían al prensarse, calándole hasta el hueso. Le gustaba ese sonido.

Al levantar la vista, Aeena estaba allí, delante de él. Llevaba ahora un atuendo más claro, pero también más ceñido, dejando atisbar sus femeninas líneas. Sus ojos color esmeralda le sonreían ahora, con una ternura que pocas veces había visto en un ser humano. Su ardiente boca aparecía entreabierta, formando una sensual mueca que no pasó desapercibida para el bárbaro. Se plantó ante ella y con la mirada seria, sin apartar sus ojos de la mujer, se acercó lentamente. La espada pesaba en su hombro, pero no iba a soltarla ahora. Era su tabla salvadora.

- Has luchado bien, hijo del sur.

Ella no dijo nada más, simplemente espero a que él la respondiera, pero no lo hizo. Le dirigió una última fugaz mirada, mitad anhelo, mitad repulsión y, con el antebrazo apoyado en la empuñadura del arma, caminó hacia su gélida yurta. Ella se giró para contemplar su camino, extrañada por la desairada reacción de Khram. Sus ojos dibujaron ahora una expresión triste. El bárbaro debía tener ojos en la nuca, porque se detuvo y movió apenas la cabeza, girándola un ápice.

- Si hubiera luchado bien, tu clan contaría hoy con un guerrero menos, Aeena. Lucháis con armas potentes, pero vuestras hojas de hueso no valen nada al lado de las espadas de acero que forjan los demás pueblos que os rodean. Es grande, sí. Y fuerte. Pero es lento y sólo se perjudica a sí mismo en la batalla. Y eso en el mejor de los casos. Lo normal es que además estorbe a los que pelean a su alrededor.

- No entiendo –
la expresión de la mujer era de total incredulidad.

- ¿Qué es lo que no entiendes, Aeena? En una lucha, ese toro puede matar tanto a amigos como a enemigos. No tiene entendimiento para distinguir ni sus propias narices y, cuando las líneas se aprieten, las cuchilladas que aseste tanto podrán matar a los que le ataquen como a los que le apoyen.

- Creo, hombre del sur, que habéis olvidado como pelear. ¿Qué es eso de líneas que se aprietan? Nosotros no luchamos así. Nosotros peleamos frente a frente –
la muchacha apretó el puño contra el lado izquierdo del pecho, junto al corazón, intentando mostrar la honorabilidad de aquel estilo de lucha.

- ¿Cómo que lucháis frente a frente? ¿Quieres decir que lucháis hombre contra hombre, mujer contra mujer?

- Así exactamente, hijo del sur.

- Dime Aeena –
prosiguió el bárbaro, – ¿alguna vez habéis intentado viajar al sur, con las demás tribus?

- Sí, Khram. Muchas veces. Pero siempre hemos sido rechazados por las tribus que había en el camino. Aquí el terreno fértil es bastante escaso y cualquier intrusión en las parcelas de los demás puede considerarse invasión. Hay tribus que se paran a preguntar antes de echarte, pero otras tribus simplemente se lanzan contra los guerreros. Son muy pocas las veces que hemos conseguido rechazar a los demás en nuestro avance. Pero ahora, las voces que se alzan contra vosotros, los sureños, suenan más fuerte que nunca. Se han empezado a preparar viajes por las tierras más altas, aunque no haya apenas caza con la que alimentarnos, con el objetivo de invadiros. Y muchos son los que entrenan para venceros a ti y a los tuyos.


Khram esgrimió una amarga sonrisa y no intentó ahogar una carcajada. La mujer frunció el ceño, entre extrañada y asustada. El bárbaro dejó de reír y miró fijamente a las profundas lagunas que eran los ojos de la muchacha en su rostro. A su cabeza acudieron cálidos recuerdos de pertenencia y tribu. A su corazón acudieron imágenes de un pasado que no fue del todo infeliz. Y a su alma acudieron hechos no tan agradables, una voz triste y una llamada desamparada. ¿Era Aeena aquella mujer que tanto le había hablado en su infancia? ¿Era una llamada de socorro lo que le había llegado, desde más allá de las montañas, para buscar a los hermanos perdidos que habían dejado atrás hacía tantísimo tiempo, para buscar una vida mejor, al sur de aquella eternidad blanca? ¿Había sido llamado de algún modo a rescatar a aquellos que habían quedado en las Tierras Blancas, a llevarlos de nuevo con aquellos que fueron una vez sangre de la misma sangre, ramas del mismo tronco? Khram no quería creer en predestinaciones. Los hombres en Bort vivían su propio destino, forjaban sus propias vidas en fuego y sangre, en agua y vida, en tierra y sudor, en aire y muerte. Y, por mucho que se empeñara en negarlo, él era un bortai, dueño de su camino, que sólo se abriría ante él al andarlo, al dar un paso tras otro desde el día de su nacimiento hasta el día de su muerte, cuando fuera uno con la tierra.

Y sin embargo, había en aquellos ojos aquella familiaridad que había sentido desde que tenía recuerdos con aquella mujer triste, vestida de hoja y tierra, que había sido compañera de ensoñaciones, madre de sueños y causa de dolor. Si los ancestros podían aparecerse ante los serpiente, ¿qué podía impedir a los ancestros de los ancestros ponerse en contacto con él para reunir de nuevo a sus hijos, a los que habían permanecido en la dura tierra que los había visto nacer y a los que habían emigrado a la dura tierra que los había acogido en contra de su voluntad, obligada a alojarlos durante eones? Su viaje por aquellas tierras no había sido algo premeditado, si se ponía a recordar. Él no había querido ir al norte, y sin embargo, al norte se encontraba, perdido en aquella congelada extensión, buscando a saber qué.

Aquella mujer. No habría sabido decir por qué, pero Aeena tenía algo de aquella mujer que en sus ensoñaciones se había aparecido con tanta asiduidad. Si lo pensaba, hacía muchísimo tiempo que no había tenido ningún sueño, ninguna aparición de la dama verde que había tenido tanto protagonismo durante su infancia. Es posible que comprendiera el por qué.

La dama de sus ilusiones le había atraído hacia sí, hacia aquel incomparable paraje de hielo y nieve. Estaba seguro de que si se hubiera desviado un ápice del camino que ella había marcado, de nuevo se habría aparecido en su cabeza, en alguno de sus sueños. La posibilidad de que Aeena, aquella mujer con el verde de los frondosos bosques de coníferas de su tierra natal en los ojos, con la profundidad de los mares de los Nutria en la mirada, fuera aquella mujer de mirada triste y llamada anhelante que se le había aparecido en sueños durante tanto, tanto tiempo, llenó las venas del bortai con un fuego helador, con sensaciones que no habría sabido describir por mucho que lo hubiera intentado. El bortai se encontraba ante una premonición, algo que le había llamado a ser él mismo a encontrarse consigo mismo en un futuro que se había hecho presente con exagerada lentitud. Quizá Aeena representaba todo aquello que a Khram le había faltado en su infancia, todo aquello de lo que el bárbaro había carecido durante su existencia. Quizá Aeena conseguiría que los fantasmas de Khram desaparecieran de su vida.

Y sin embargo, había algo en ella que Khram no podía vislumbrar. Era casi como si aquella mujer hubiese ejercido algún tipo de poder maligno sobre él, algún tipo de atracción sobrenatural que, en la cortedad de su mente, el bortai no podía siquiera explicar. Para el bárbaro, esta sensación no era más que una aguja de pino que se hubiera colado en el jubón, pero sin embargo, le producía exactamente el mismo tipo de comezón eléctrica que precede al estallido de una tormenta, el mismo tipo de nerviosismo que antecede a una batalla.

Aeena se sonrojó. Debía llevar mucho tiempo mirándola fijamente y sus mejillas se arrebolaron con un color sanguíneo extraordinariamente bello.

- Lo siento – musitó.

- No es necesaria la disculpa, hijo del sur. Soy tímida y... - volvió a sonrojarse maravillosamente – nunca había estado sola con un hombre tanto tiempo seguido.

La timidez que Aeena decía que poseía descorrió un velo inexistente que el bárbaro casi pudo jurar que había estado ocultando la verdadera belleza de la mujer. Y, a pesar de ello, cuando el rictus de timidez apareció en su rostro, fue cuando menos tímida se le apareció a Khram. Si mirada era casi insinuante, sus labios entreabiertos parecían llamar al deseo y el casto sonrosado de sus mejillas encendió la sangre que corría por las venas del hombre que la miraba. Deseó tomarla, hacerla suya en una de las cálidas yurtas de hielo que construía aquel pueblo perdido hacía tantísimo tiempo, defendido por la blancura de la nieve y el hueso.

Khram esbozó una leve sonrisa por toda respuesta, intentando tranquilizar a la muchacha.

- Has luchado bien, hombre del sur – fue toda su despedida.

Khram retomó su camino hacia sus improvisados aposentos. La idea de establecerse allí, donde el hielo podía eliminar y purificar sus manchas, borrar todo rastro de sus abominables pecados, creció en su mente. Y en su alma. Allí había encontrado una paz que, normalmente, se negaba a los de su clase. ¿Quién habría de arrebatársela allí, tan lejos de quienes una vez intentaron matarle a él por huérfano, por niño, por asesino de niños? Allí, toda aquella blancura, toda aquella prístina capa de nueve parecía redimirle, devolverle a la raza humana de la que otros se habían empeñado en separarle, cruelmente la mayoría de las veces. Parecía como si la mismísima Brishna, la diosa que representaba todo el bien que había sobre la faz de este mundo y de cualquier otro que existiera, fuera o dentro de las fronteras del universo diera su beneplácito para que el bárbaro fuera acogido de nuevo en el seno de los seres cuya naturaleza alberga la luz de la bondad y no el oscuro limo que llena los corazones de aquellos que adoran al Caos y la malignidad.

Aquella nieve significaba vida para él.

Estaba seguro de que bajo aquella límpida capa de copos recién caídos, renovados, se hallaba la sangre de cientos de miles de valientes que habían peleado, luchado y muerto por sus tierras, su alimento, su gente contra otros iguales a ellos o contra criaturas de fantástico porte, como el yazteeh que casi había acabado con él en una ocasión que, inundado por aquella calma, parecía muy, muy lejana. Y, aunque también significaba sufrimiento y muerte, exactamente igual que su Bort natal, la nieve había borrado su rastro, igual que había hecho cada noche desde que se perdiera en aquel helado desierto, haciendo que se esfumaran los fantasmas que le perseguían pegados a su cuerpo como si fueran terribles rémoras que se alimentaran de sus más oscuros miedos. Khram allí no era nadie. Y eso, para él, era exactamente todo lo contrario. En las Tierras Blancas, ser nadie, le convertía en un individuo único, en un ser que era alguien. Alguien a quien nadie conocía, y que por tanto podía ser por el mero hecho de existir. Aquella vastísima soledad le había completado, dándole aquello que sistemáticamente se le había negado en su tierra de procedencia: una identidad individual.

Soltó el pesado fardo que contenía a Nodym con un estrépito que asustó a la adormecida Kora. Ragnar, su enorme corcel, resopló con sorpresa. El bortai se disculpó sonriente y sacó un par de golosinas para sus animales. Unas hojas de hierbablanca para su caballo y unos gusanos gordos y negros que parecían hacer las delicias de su mangosta. Los animales parecieron perdonar la ruidosa intromisión de Khram en sus vidas devorando con fruición los manjares que su compañero de viaje, pues el bortai no se consideraba su dueño, les había ofrecido.

Abrazó con fuerza el cuello de Ragnar, que le devolvió la caricia con un áspero lametón de su enorme y musculosa lengua y rascó la barriga de la mangosta, que agradeció arrellanándose en torno a su cuello con unos ruiditos que parecían una risa animal. Entonces fue él quien se sentó a disfrutar de algo de carne salada. Aunque el mundo no estaba dispuesto a dejarle que comiera con tranquilidad.

Fuera se desató un tremendo jaleo.

Se oían gritos de mujeres, chillidos de niños, y los truenos de los hombres llamando a voces a los demás hombres. Se oían las botas recrujir en la nieve y el hielo, carreras por todas partes. Se oía caer a la gente, se oían alaridos de angustia y Khram hasta pareció oír como la paz que instantes antes había palpado significativamente, se hacía pedazos. O quizá fue un cacharro de barro que alguien había roto en su huída. Se asomó por la estrecha abertura que hacía las veces de puerta en la yurta de hielo, para ver qué pasaba.

Se horrorizó. Una formación de guerreros bien alineados y mejor pertrechados avanzaba por la blanca planicie, acuchillando con aquellas duras armas de hueso a todos los que encontraban a su paso. Los niños y mujeres también morían, con indiferencia de lo que eran. Y los que los mataban hasta parecían disfrutar con aquello. La guerra se había desatado y una orgía de sangre, fuego  y muerte estaba desatándose alrededor de la isla de paz que había admitido en su seno a Khram.

Éste no supo cómo se vio envuelto en la refriega de repente. Sólo supo que el pequeño puñal que llevaba al costado derecho cortó las tiras de cuero que envolvían a Nodym y que la hebilla del cinto que la sujetaba pronto cruzó su pecho. La vaina golpeteaba insistentemente la espalda del joven a cada paso que llevaba en su carrera. Desenvainó la espada materna, que castañeteaba en su funda, al lado izquierdo del cuerpo del bárbaro y un relámpago metálico atravesó, del hombro hasta el hígado, el cuerpo de uno de los atacantes. El acero probó la sangre y ya no hubo manera de detener aquello.

Al ver al nuevo personaje en escena, varios guerreros lanzaron alaridos ininteligibles y desafiaron vociferantes al hijo del sur, que volvió su cabeza hacia ellos, desfigurado el rostro en un fiero gesto que habría de atemorizar a los enemigos. Los dientes visibles, el ceño fruncido y la nariz con los ollares dilatados eran la terrible mueca de muerte que Khram blandió como si su filo hiriese aún más que el que empuñaba en la diestra. Rugió al viento el antiguo grito de guerra que había aprendido tanto tiempo atrás en su propia tierra y blandió con las dos manos la empuñadura que apretara su madre en algún momento de su vida con la misma fuerza y coraje con los que él la empuñaba ahora. Emprendió veloz carrera, y la trápala de sus calzados en la nieve llegaba a tocar el lecho de roca viva donde descansaba. No resbalo. No se trabó. Tal era el vigor que sus piernas desarrollaban en aquel mismo instante y nada lo detuvo.

Sin tiempo para evitarlo, una cabeza saltó de su agarradero, dejando a su dueño bailando una patética jiga, mientras espurreaba sangre por doquier desde la horrible herida que ya olía a putrefacción e infierno abierto. Su compañero sólo pudo abrir la boca asombrado. Éste error le costó derramar los sesos por la boca: la espada del bárbaro había penetrado por ella, atravesado el cráneo, salido por la coronilla y se había retirado por el mismo sitio, dejando un amplio hueco por el que la inteligencia y el alma del hombre del norte se escaparon a toda velocidad.

El hueso claqueteaba por todas partes con su hueco y ominoso sonido. Unos y otros se defendían, mientras las filas de los atacantes, apretadas y organizadas seguían diezmando a los defensores. Khram buscó a Aeena.

La encontró bañada en sangre, la mayoría de la cual pertenecía a los seis cuerpos que yacían, ya sin hálito, sobre el suelo, derramando su hermosa savia carmesí en el prístino e inmaculado pavimento. Balanceaba una espada de palmo y medio, tallada en el fémur de alguna legendaria bestia, manteniendo a raya a los que la acosaban. El bortai gritó su nombre y, tanto la mujer como sus atacantes volvieron la cabeza al extraño que corría como si el mundo se estuviera colapsando sobre sí mismo justo a sus espaldas y con un rayo plateado en su mano derecha. A esa misma velocidad, el arma pasó a la mano izquierda y la derecha voló hacia la espalda del corredor, que desenvainó el mandoble más grande que los atacantes habían visto jamás. La espada más pequeña cambió de dueño y Aeena abrió el vientre de uno de sus enemigos con el acerado filo. Khram golpeó con Nodym y dos de los que aún quedaban en pie perdieron una mano. Otro perdió la vida. El filo del espadón quedó incrustado en el cuello del desdichado, que se había inclinado para evitar el ataque del bortai, pero sin tiempo alguno para poder sobrevivir. Los demás no corrieron mejor suerte. Aeena acabó con los dos que quedaban de forma espectacular, manejando ágilmente acero y piernas y ambos salieron corriendo del círculo de cadáveres que había quedado a su alrededor.

Fuera del espacio al que había quedado reducido el mundo de los dos humanos, la gente seguía cayendo, y no podía decirse que los defensores tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir. Khram se desesperó, pero tuvo tiempo de darle una única orden a Aeena antes de abandonar el campo de batalla.

La norteña gritó esa misma orden a sus paisanos, que en un principio creyeron que estaba loca. Otros alzaron la voz en contra del bárbaro, que había huido de forma tan cobarde. Muchos maldijeron el día de su nacimiento y juraron matarlo con sus propias manos si alguna vez volvían a encontrarlo, por haberlos traicionado de aquella manera. Ellos le habían prestado auxilio, le habían sanado y él, ahora, cuando ya había compartido con ellos pan y aceite, los había dejado en la estacada, abandonándolos para que murieran. Pero al ver al bárbaro subido en su corcel de guerra, con la enorme espada de su padre blandida sobre su cabeza, creyeron ver a un perdido dios de la guerra abalanzarse sobre ellos y siguieron las instrucciones de la mujer al pie de la letra.

El hombre, ahora montado sobre Ragnar, que galopaba incansable sobre la helada superficie, atacó uno de los flancos de la formación invasora. Varias decenas de guerreros intentaron aguantar en pie, pero la furia del caballo los apartó, dejando un reguero de cabezas y miembros partidos en el camino. Los que se dieron cuenta, intentaron detener el furioso galope del animal con sus armas talladas en hueso, pero todas acababan hechas añicos al chocar con Nodym. Jinete y montura bramaban. Parecían caballeros salidos de las mismísimas forjas de Malak y la misma destrucción iban dejando a su paso que si hubieran sido una horda de demonios comandados por el rey de los mismos.

Los norteños peleaban entre ellos, ahora organizados los dos bandos en filas, aguantando mejor los defensores los envites de los atacantes, perdiendo menos efectivos. Pero en primera línea, comandándolos, combatiendo con la furia de un huracán se encontraba Aeena, empuñando la bastarda del bortai. El acero refulgía cada vez que ella sacudía aquella hoja contra sus enemigos, regando con cada golpe a los que quedaban en pie con la sangre de los muertos, anunciándoles así lo que les podía corresponder si no se retiraban. Muchos de los que vieron aquello repetirían después que las huestes celestiales habían ido a combatir aquella tarde en la nieve y que les habían atacado con abrasadores relámpagos que cercenaban miembros y esparcían entrañas todo alrededor.

El jinete desmontó, dando rienda suelta al su montura para que acabara con la retaguardia. Para otro caballo, aquel gesto habría significado una oportunidad para huir de aquel horror, pero no para un garañón de los clanes. Aquellos caballos llevaban grabado a fuego el gusto por la guerra, por la batalla. Y podían pelear tan bien como sus jinetes. Protegerían bien los cadáveres de aquellos que murieran a sus grupas y servirían a cualquiera que los dirigiera al frente, sin detenerse jamás. Horrorizados, sin saber como responder a aquella bestia que jamás habían visto, muchos huyeron despavoridos, considerando una visión demoníaca aquella especie de perro patilargo que los pisoteaba y mutilaba con tanta rabia como si fuera uno de los seres humanos que combatían allí mismo entre sí.

Khram se situó junto a Aeena y, para los defensores, ahí acabó la batalla. El bárbaro y la mujer abatieron dos filas de atacantes ellos solos, sin que nadie pusiera una sola arma para defenderlos. Las armas de hueso restallaban contra los aceros, estallando en miles de esquirlas asesinas que dejaron tuerto a alguno, siendo éste el menor de los males que sufrirían muchos de los que allí combatieron. El hedor de las entrañas recién derramadas, la orina y las heces escapando del cuerpo que las contenía, el sudor sobre el cuero de las armaduras y el olor metálico de la sangre derramada empezaban ya a invadir el ambiente.

Pocos invasores volvieron por donde habían venido. Muy pocos habían sobrevivido a la carnicería que había desatado un único hombre. Huyendo desordenadamente, con la sangre pegada a sus ropas, no sería raro que alguna de las bestias que pululaban por los nevados bosques de coníferas los encontrara y devorara. No recogieron los cadáveres de sus compañeros ni se detuvieron a ayudar a los heridos que no podían moverse. Los defensores remataron a estos últimos antes de que sus gritos atrajeran a alguna manada de urgos salvajes capaces de acabar lo que sus compañeros no habían conseguido llevar a cabo. Los muertos se apilaron y se quemaron, y la nieve impregnada de la sangre de los caídos se guardo en sencillos recipientes de barro que también fueron echados al fuego para que ardiera con los cuerpos que la habían contenido. Todo debía ser eliminado para evitar que los monstruos de las Tierras Blancas no fueran el siguiente enemigo a abatir.

Los gritos de júbilo se extendieron entre los victoriosos supervivientes y los llantos de angustia prendieron como pólvora sobre los familiares y amigos de los muertos. Aquí y allá una madre lloraba la muerte de un hijo o un marido la de una esposa. No clamaban ni clamarían venganza. Ésta ya se había cumplido.

El helado campamento desbordaba alegría por los cuatro costados y fue Aeena quien más vítores recibió. Esto no debió sentar bien entre las filas del grandullón que había peleado con el bortai días atrás, pues se retiraron malhumorados y taciturnos, en tropel, hacia sus gélidas yurtas. Aeena levantó, triunfante, la bastarda del bárbaro por encima de su cabeza, arrancando vítores aún más vigorosos de sus compatriotas. Estos ya buscaban a Khram para darle la enhorabuena y agradecer su trabajo y el de su caballo en la batalla. Él había sido el que había ordenado formar filas y apretarlas, combatiendo de igual a igual con los que los habían invadido. Pero nadie, excepto Aeena, había visto donde había ido a parar el bortai.

Agarrando las riendas de su caballo, Khram había recorrido bastantes metros sobre la nieve, con Nodym aún desenvainada y chorreando sangre, que poco a poco se iba coagulando en el fantástico filo forjado por los maestros del Erizo. La ventisca y la nieve que no cesaban de caer habían tapado las huellas del bárbaro, pero Aeena había visto bien su camino y, cuando la agradecida multitud la dejó ir, siguió al bárbaro.

En un claro de uno de los bosques que rodeaban el asentamiento norteño, Aeena encontró al hombre. El caballo descansaba tranquilamente, a escasos metros del guerrero. Este se encontraba en pie, sosteniendo aún su magnífica hoja en la mano derecha. No se movía.

La muchacha corrió hacia el hombre con una franca y hermosa sonrisa dispuesta a felicitarlo. Extendió los brazos para abrazarle y regocijarse con él, satisfechos ambos por el resultado de la liza. Le devolvió el arma de su madre, ya limpia y pulida.

- Gracias por prestármela, hijo del sur. Nos ha sido de gran ayuda.

Como si no hubiera oído las palabras de la mujer, él recogió la espada por la empuñadura y la enfundó de nuevo en el pedazo de cuero que pendía de su costado. Recordando, casi como sorprendido, que aún blandía otra hoja, la sacudió con un golpe seco, dejando que la sangre coagulada en el filo se desprendiera por sí sola, dejando el acero de nuevo reluciente y listo para emprender otra carnicería. También la envainó. Pero no dijo nada, ni siquiera se movió.

Intrigada, Aeena escrutó su rostro. La mirada perdida, la sonrisa ausente, con la boca apretada en un rictus indescriptible. La muchacha se retiró del hombre, dándose cuenta de que había cometido un error. Donde había esperado ver una sonrisa resplandeciente y una expresión de inmensa alegría por haber conquistado el campo de batalla, por haber derrotado y puesto en fuga a los enemigos, Aeena había encontrado algo totalmente distinto. Y quizá fue eso lo que encendió un fuego en el corazón de la norteña.

Khram lloraba.

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Khram Cuervo Errante

Hacía varios días que se había producido el ataque y aún no había podido sobreponerse. Aún le asqueaba el contacto con cualquier otro ser humano.

La magnitud de la estupidez del ser humano no dejaría de sorprenderle jamás. ¿Cómo podían siquiera ser aquellas gentes parientes de los actuales habitantes de Bort? Khram no podía imaginar que aquel pueblo pudiera estar entroncado con la línea que hizo germinar el duro pueblo bárbaro del norte, era imposible que así fuera. Las gentes de Bort, guerreras, beligerantes y nunca contentas también tenían diferencias entre clanes y tribus, incluso entre las familias del mismo clan. Y sin embargo, todos responden ante la voz de un único líder, al unísono. El antiguo dicho repetía: Bort son los bortai, sangre y clan. Y realmente era así desde que se recordaba en la tradición bárbara, transmitida de labios a oreja desde que los hombres eran hombres. Ni la dureza de la estepa, ni siglos de aislamiento, ni una eternidad de lucha contra mydonitas, entrovinos y demás pueblos que consideraban que había que civilizarlos había conseguido separar esa sangre y ese clan. Pero la nieve sí. Algo tan insignificante, tan absurdo, tan débil que el mismo calor del cuerpo es capaz de fundirla y convertirla en un reguerillo de agua, había conseguido diluir aquellos lazos que unían al pueblo en lo más profundo del corazón y el alma, rompiendo los hilos que la propia existencia se había encargado de entretejer en los hombres y mujeres de aquel pueblo de supervivientes. La nieve, con su helada paciencia y su lenta evolución, había conseguido que la sangre de un pueblo que había permanecido fuerte a lo largo de tal cantidad de tiempo se volviera aguada, floja, algo menos que rocío. No había en aquellas gentes ningún atisbo de la fortaleza que en sus parientes del sur aún arraigaba en lo más profundo, llamando a un origen tan lejano y tan único que la voz de los líderes de clan y del líder de líderes tenían todavía el poder de reunir a todos los guerreros y guerreras en un único ejército, tan formidable, tan temible, que hasta las poderosas legiones del Brillante Imperio, retrocedían al oír el ensordecedor estruendo de millares de voces gritando a la vez los antiguos desafíos bortai, los aullidos de los urgos listos para la batalla y los relinchos de los salvajes garañones del Caballo, precedentes a su furiosa trápala. Uno eran, uno son, uno serán.

Un escalofrío lleno de orgullo racial recorrió la espina dorsal de Khram, henchido por la honra de sentirse uno de esos bárbaros de voz como el trueno y un único espíritu. Y enseguida, otro escalofrío de rabia lo partió en dos, un rayo caído en la inmensa vastedad del bosque de su alma. Él, Khram, hijo de Ragnar Viudo, el no enterrado, ya no era un bortai. Por propia voluntad. Nadie lo había expulsado. Y Gwyran habría comprendido su ira.

Se disculpó con la nieve. No había sido ella la que había dividido a los habitantes de las Tierras Blancas, eliminando cualquier vestigio de pertenencia a un mismo ente, sino la propia vanidad de la gente, el mismo orgullo que antes había aflorado a su piel. Sabía que aquel sentimiento lo llevaba escrito en lo más hondo de sí mismo y que sería harto complicado desterrarlo alguna vez, pero era aquello que lo había mantenido alejado del resto del clan, era aquello que le había llevado a abandonar la calidez de su conocida estepa por el frío de aquella tundra a la que el viento parecía no perdonar los pecados que contra él hubiera cometido.

¿Cómo era posible que la sangre se diluyera de aquel modo?

Khram no tenía respuesta para aquello. Para él, que en su vida había vivido muchas escaramuzas con otros clanes, no tenía sentido. Amargas discusiones, llenas de muertos y batallas había entre los trece clanes, pero aún así, sabían lo que eran, sabían a lo que pertenecían. Sabían quienes tenían delante. Aquellas peleas eran tan sangrientas como algunas guerras civiles, pero los bortai sabían que los guerreros mueren en la guerra. Él lo sabía bien, lo había vivido en sus propias carnes. Y nadie tenía en cuenta los muertos que habían regado el camino. Sólo valía el objetivo. El Caballo quería parte de los pastos del Lobo, el Zorro un pasillo por las tierras del Cuervo y el Caimán no quería a nadie en sus tierras. Mientras se consiguiera esto, los que cayeran no eran importantes. Y los caídos incluso lo comprendían y entregaban su vida gustosos, esperando que su muerte sirviera de algo. Si había algo de cierto en lo que contaban los shamanes Serpiente, ningún clan conseguiría jamás lo que quería, porque los muertos eran incontables en todos los bandos y la fuerza de los espíritus de unos y otros apoyaría a su clan. Aunque quizá fuera aquello también la base del poder de los bortai: los clanes, unidos bajo el puño de hierro de sus líderes, y del caudillo de todos ellos, eran capaces de desarrollar más fuerza, más potencia que cualquier enemigo. Los bortai no eran invencibles, por supuesto, pero venden caras sus vidas y sus muertes, incluso.

Lo que había visto en aquellas tierras heladas no era ni siquiera parecido a lo que había vivido en su infancia y reciente juventud. Allí los clanes preferían matarse entre ellos, competidores por los escasos pedazos de tierra y roca que la nieve no maltrataba y que permitían medrar a los yskim. Y, de no haber bajado por las Montañas Rojas, quizá los bortai no existirían tal como él los había conocido y sólo serían otros clanes más de los que malvivían en la tundra. Enterrados en aquel infierno de hielo, lo único que valía era la ley de los yazteeh: mata primero y pregunta después. El fuerte desplazaba al más débil y lo despedazaba antes de que pudiera quejarse.

A pesar de todas las diferencias que quería buscar entre los dos pueblos, Khram encontró muchas más semejanzas, muchos más puntos en común de los que habría deseado, muchas más cosas que los unían a aquellos salvajes. Khram había huido de todo aquello. Y, a pesar de la paz que su corazón había hallado allí, a pesar de que había empezado a amar toda aquella blanca extensión que le había concedido perdón y sosiego, tenía que volver a huir de aquello. Demasiado sufrimiento le había traído ya a su vida y no estaba dispuesto a volver a pasar por aquello. ¿Cuánto tiempo habría de pasar antes de que volviera a matar a alguien que no quería matar? ¿Cuántos caerían bajo el filo de su hoja, inocentes, sólo por estar en medio? No, no había posibilidad de permanecer allí sin que sus sueños volvieran a atormentarle en algún momento de su vida. Y tormento era precisamente lo que Khram no quería en absoluto.

Conjuró una débil luminaria que le permitiría hacer los preparativos para su viaje de una forma más rápida y eficaz. Puso mucho cuidado en que la luz fuera muy tenue, pues no quería despertar a nadie en el campamento y el hielo circundante era muy capaz de amplificar la intensidad de cualquier luz, volviéndola tan brillante como el sol de mediodía. Envolvió la espada de su padre en sus protecciones de cuero y lió de nuevo el atillo, recomponiendo como pudo las tiras que había cortado cuando habían sufrido el ataque. Nodym volvió a quedar protegida y fue cobijada de nuevo entre gruesas pieles y atada a la grupa de Ragnar. Aparejó con los rudimentarios jaeces bortai a su caballo y se dispuso a abandonar aquella yurta construida con bloques de nieve. Metió a la mangosta entre los pliegues de su manto, para que no pasara frío. Agarró las riendas de Ragnar y tironeó suavemente, para que el animal no protestara y despertara a alguien. Aunque dudaba de que aquella ventisca dejara oír algo más de lo que ella misma cantaba con su lúgubre y triste timbre de voz.

No había dado dos pasos cuando encontró una pelusa del tamaño de un perro en la puerta.

- ¿Tú dónde? ¿Tú marcha?

- Aparta, Yurizh – Khram intentó ser suave con el ykeem que una vez le salvó la vida. – Es necesario que me vaya ahora.

- Yurizh pensaba tú no tan cobarde. Yurizh ver tú luchando yazteeh. Tú valiente y fiero. Pero tú abandona Aeena. Tú no piensa en ella y marcha. Tú cobarde, grandísimo cobarde. Si hombres sur ser todos así, yo cree que mejor separados de yskim.

- No lo entiendes... – comenzó el bortai.

- Tú equivoca. Yo entiende todo. Tú miedo de ti. Y no hombre más cobarde que el que teme a si mismo. Tú huye de ti – y salió de allí sin mediar más palabra.

No entendía a qué venía aquel arranque de extraña ira en el enano, pero aquellas palabras habían turbado a Khram. ¿Tendría razón? ¿Huía de sí mismo? Los bortai no huían, siempre seguían adelante.

Khram dejó el pie izquierdo sobre el estribo de cuero que le apoyaría hasta encaramarse a la silla, con los brazos extendidos sobre la elevada perilla de cuero. Su rostro reflejaba un hondo pesar. Aquella maldita pelusa parlante había irrumpido en sus pensamientos, en su propia alma, arrojando luz sobre algo que había permanecido oscuro hasta que llegó él para desempolvar todo lo que había ido quedando encima de aquella certeza que amenazaba con volver loco al bortai. Porque, ¿era una certeza?

Khram bajó el pie, haciendo resonar el suave cuero contra el pavimento helado. Sus brazos bajaron y Ragnar volvió la cabeza, mirándole inquisitivamente. El hombre no miró hacia ningún sitio. Su mirada seguía clavada en la puerta, por la que había desaparecido la pelusa. No sabía qué hacer.

Pensó que podía irse. Sufrimiento y pesar había tenido ya para toda su vida. No había conocido a su madre, sus hermanos habían muerto en Gurthrak y su padre no había dejado siquiera cadáver que enterrar. Asesinó a un niño. Ninguno en su clan quiso relacionarse siquiera con él. Su yaya había muerto, dejándole solo. Su maestro había sucumbido a la rabia sin que él pudiera hacer nada, y quien pudo, no quiso. Los dioses en los que había confiado no existían y los ancestros parecían reírse de él como niños que asisten expectantes a una función de marionetas sirocitrias. Todo lo que era se había desmoronado, como un castillo de arena al batir las olas sobre la playa. Toda su existencia se había ido con la corriente continua del tiempo. Y esto, consideró Khram, que ya bastaba para cubrir todo el sufrimiento que un ser humano podía soportar durante toda su vida. Ya no quería sufrir. Quería que los obstáculos de su camino se los impusiera él, y que las dificultades que afrontara fueran las suyas propias y no las que otros tuvieran a bien interponerle. Quería ser el dueño de sus propios actos y dirigir su propia vida, no que fueran los errores de otro los que condicionaran sus propios tropiezos. No. Se iría.

Pero las palabras de Yurizh no dejaban de resonar en su cabeza. Era un cobarde. Si lo pensaba bien, lo que no quería Khram era enfrentarse a la pérdida de alguien a quien hubiera cogido aprecio entre los yskim. Realmente, lo que temía Khram, era a la pérdida. Una mala herida podía acabar con su caballo. Una estocada podía acabar con Aeena. Un pisotón podía acabar con la pequeña Kora. Había estado solo tantas veces que lo que acongojaba al bárbaro era quedarse solo. Si se iba, era para no tener que reconocer el cuerpo de algún amigo caído, para no tener que sufrir de nuevo el dolor de la muerte. Pensó en Aeena. ¿Y si era ella la que caía? Ella era la única que podía recordar cómo habían vencido aquella vez pero, ¿y si nadie la hacía caso en la próxima ocasión? Además, Khram sabía que una victoria engríe el corazón de los hombres que, llenos de vanaglorias por un triunfo anterior, se anclan en la sensación del ganador y se olvidan de que la batalla que queda por luchar es aún más importante que la que ya se ha ganado. Si los dejaba solos, estos yskim acabarían muertos, defendiendo lo que ya no podrán volver a conquistar, desafiándose entre sí por aquello que ya no podrán ganar de ninguna de las maneras. Aeena sucumbiría. Yurizh moriría. Y les debía algo, al menos a ellos dos. Debía quedarse. Debía enseñarles que el peligro acecha tras cada esquina, debía estar con ellos. Los invasores no se habrían rendido, pese a perder un gran número de compañeros, eso Khram podía verlo tan claramente como veía a Ragnar bajo el influjo de la luz mágica. El aprendiz de mago sabía, y en estos menesteres ya no era tal aprendiz, sino un sabio maestro, que los vencidos volverían a por venganza para sus caídos y revancha para sus pretensiones.

Y si querían volver, allí le encontrarían.

Intentando disculparse con Ragnar mediante la mirada, Khram comenzó el tedioso proceso de retirar los aparejos de su caballo, que lo miraba ahora con un gesto de amplia decepción. Kora pareció alegrarse más. Descendió con agilidad utilizando los pliegues de la ropa de Khram como escalones y volvió a acurrucarse al lado de la piedra que caldeaba el ambiente dentro de aquella extraña yurta. Pronto, en la quietud de la noche, pudieron escucharse los suaves ronquidos del animalito. El joven la envidiaba. Ella tenía paz en su corazón, mientras que él, aun cuando parecía que había encontrado algo de calma en su existencia, nunca parecía tener su alma tranquila. Incluso con la cantidad de depredadores que tenían, deseó ser una mangosta. Después de todo, un animal que era capaz de enfrentarse a una cobra, debía ser bastante respetable.

A pesar de que intentaba no armar demasiado escándalo, las hebillas de los aparejos del corcel tintineaban por todas partes. Incluso Nodym parecía haberse puesto en contra de Khram, resonando notablemente en su vaina, sin que el fardo de pieles que la protegía fuese impedimento como para que el ruido saliese de aquel envoltorio. Nada parecía amortiguar el estrépito que, a oídos del bortai, hacían aquellas piezas metálicas rebeldes. El propio caballo no contribuía a hacer aquello en silencio. Pateaba resignado y piafaba disgustado, como si estuviera dispuesto a que cualquiera que hubiera despertado de un feliz sueño rebanara una oreja a su dueño por haberle sacado de entre las pieles. Hasta los ronquidos de Kora, tan quedos, parecían a Khram una batahola de estrepitosos sonidos de batalla.

Nadie más apareció. Aparte de Yurizh, ninguno de los habitantes del poblado vino a quejarse o a decirle que se callara. O estaban demasiado dormidos, o realmente aquellas paredes de hielo aislaban demasiado bien todo el estruendo que había hecho al quitar todo el equipaje de la grupa de Ragnar, que piafó sonoramente de nuevo, como última pataleta por el cambio de opinión de su amo. El bortai imaginó que el animal debía estarle cogiendo a Yurizh el mismo cariño y afecto que él. Y estaba seguro de no equivocarse demasiado: el garañón era selecto en exceso con los que se arrimaban a él.

Tomó un par de hierbablancas de un pequeño zurrón y se las ofreció como disculpa a su montura, que aceptó ahora silenciosamente, congraciándose con el jinete. Dejó que disfrutara de su golosina y fue al lado de Kora. Apoyó la cabeza sobre la silla del caballo y tomó al pequeño animalito, que rebulló un poco y luego se tranquilizó, arrebujado sobre el amplio pecho del hombre, que acariciaba suavemente su librea parda y tersa. El calor y los rápidos latidos de su pequeña amiga confortaban el ánimo de Khram y le hacían sonreír, aunque fuera levemente. Poco a poco, el sueño fue venciendo al bortai, que no recordaría el modo en que abandonó el mundo de la consciencia y se adentró en un mundo en el que sólo él podía penetrar.

Y soñó. Después de mucho tiempo, después de haber tenido la conciencia tranquila, purificada por aquella nieve, soñó, y nada en sus sueños había cambiado. Un magnífico guerrero ataviado con una aún más magnífica armadura de cuero negro, surgía de entre las llamas de la guerra, blandiendo una espada con raros diamantes negros engarzados en la guarda y el pomo. Su porte era majestuoso y el manto de líder asomaba a su espalda, como si las negras alas del cuervo que había repujado en su armadura, lo llevaran volando hacia el frente de batalla, dispuesto a arrebatar todas las vidas que le fuera posible. El rostro, congestionado en una fiera mueca, estaba cruzado por una horrible cicatriz, que confería aún más ferocidad a aquel gesto temible. Acometía salvajemente, sin mirar, confiando en que su arma se hundía en carne enemiga y no en la de sus compañeros de batalla. Negras manos, surcadas por torrentes de sangre coagulada blandían aquella hoja que buscaba sin descanso las almas de aquellos que encontraba en su camino, una y otra vez.

Invariablemente, los vítores volvieron a llenar su sueño, los gritos de victoria de los guerreros conducidos por el hombre de la cicatriz hacia aquel resultado. Su cabello, poblado de hebras de plata, ondeaba al cálido viento, más bochornoso aún por los fuegos que ardían todo alrededor. Los gritos fueron subiendo en intensidad, ganando en tono y las risas inundaron aquellas llamas. La lluvia comenzó a caer fuertemente y el guerrero pareció dar las gracias por aquel maná que caía del cielo y que le ayudaba a ocultar las lágrimas que vergonzosamente derramaba. Sus dos rodillas se rindieron y, doblándose, hicieron caer al hombre sobre el barro, agotado, diríase, de su propia existencia. Lloró amargamente y sus gritos quedaron ahogados por los truenos que resonaban todo alrededor. Había rabia y tristeza en aquellos bramidos. Algo hablaba, algunas palabras transportaban los rugidos que la victoria había acallado, tapados por los vítores y las celebraciones. Palabras que Khram no llegó a entender.

Hasta las lágrimas que caían por sus mejillas sonaban en los oídos del bárbaro, que contemplaba la escena con estupefacción. Aquellas lágrimas parecían estar quemando el rostro del guerrero, por lo que él gemía. Pero no eran las lágrimas las que dolían en el corazón del arrodillado, sino el mensaje que claramente oía el bortai mientras las lágrimas repiqueteaban en el suelo, y que sólo él parecía oír: No me abandones.

Aquella triste voz era la que Khram había oído tantas y tantas veces y que, ahora, lejos de su tierra había llegado a añorar, a pesar del conflicto que desataba en su interior contra sí mismo. Aquella voz le había dado paz cuando la necesitaba, pero él mismo la había llegado a desterrar fuera de sí, porque su padre pensaba que aquello no eran sueños adecuados para un guerrero honorable. Aquella voz, que tantas veces había atribuido a su madre. Aquella voz, que salía de los charcos que se mezclaban con el agua de lluvia en la que se reflejaba aquella hermosa efigie que había visitado a menudo los sueños de Khram desde que tenía memoria. Aquella efigie que tanto le recordaba a Aeena.

No me abandones, dijo otra vez.

Empapado en sudor, un sudor frío y malsano, el bortai se incorporó, con la cara desencajada y ahogando un pavoroso alarido. Miró en derredor y, al comprobar que la blanca yurta seguía cubriendo su cabeza, mientras las estrellas eran azotadas por el gélido viento del exterior, se tranquilizó un poco. Fuera todo seguía oscuro. En el interior, la bola blanca de luz que había conjurado, inconscientemente, parpadeó dubitativa durante un par de instantes antes de apagarse. El bárbaro acompasó de nuevo su respiración y volvió a acariciar el suave pelaje de la mangosta, que apenas se había inquietado con el sobresalto. Pero ya no cerró los ojos, no quería seguir soñando, no quería seguir teniendo aquellos ridículos sueños suyos. Se conformó con velar el de Kora y Ragnar mientras el viento resonaba fuera con fuerza, entre la inmensa oscuridad del desierto de las Tierras Blancas. En la lejanía, se oyó un lastimero gañido, quizá un urgo que había pisado una espina. Pero lo que más oía era el sibilante sonido de la ventisca, que no cesaba ni un solo instante. Khram se había pasado su infancia oyendo fuertes vendavales silbar entre las rendijas de la tienda de Dada, pero aquello no eran más que apacibles brisas marinas en comparación con los huracanados soplos que corrían entre las yurtas de hielo de los yskim. Parecía que horribles monstruos de las profundidades de los avernos que gobernaba Malak se hubieran conjurado en el centro del asentamiento para atormentar a sus dormidos habitantes.

Khram había oído tales leyendas entre los suyos, pero nunca les prestó una atención exagerada. El viento era viento y a menos que te tirara un árbol encima, no podía matarte. Y sin embargo, temió el viento blanco que recorría aquellas tierras, pues no era el cálido viento de Entrovia o el fresco aire que corría desde los Bosques de Plata, sino un asesino invisible que podía congelarte hasta el tuétano si no te cuidabas bien de protegerte por la noche.

Cuando llegó la mañana, el viento había parado. Por completo. Era la primera vez que el bárbaro podía recorrer las planicies sin el zumbido de aquel molesto habitante de todas partes que no vivía en ningún sitio en particular. Parecía como si los sonidos de las criaturas vivas se hubieran multiplicado enormemente en aquella tregua que había pactado por sí mismo, sin contar con aquellos a los que azotaba salvajemente día tras día. Oyó extraños cantos de pájaros y los rasposos movimientos de pequeños topos reanudando la tarea de excavar sus intrincados túneles subterráneos. La inclemente meteorología de las Tierras Blancas apenas concedía un respiro a la tarea de la Dama Verde, pero cuando la furia de los elementos se aplacaba, parecía ser que aquella nobilísima mujer infundía una vitalidad inusitada en sus criaturas, que habrían de crecer y vivir deprisa si querían ver el sol antes de que la siguiente nevada cayera sobre sus cabezas y pudiera acabar con la siguiente generación de un plumazo. Los animales, igual que los seres humanos que penosamente arrancaban su sustento a aquella tierra inhóspita, debían vivir deprisa si querían hacerlo. Los depredadores más variopintos acechaban tras el largo periodo de hibernación y también ellos tenían que vivir deprisa, si querían hibernar con el estómago lleno de presas que tenían aún más prisa por vivir que ellos.

Salió al exterior y subió por la pared externa de su vivienda hasta poder ponerse de pie en la cúpula superior. El espectáculo del amanecer en aquellas tierras capaces de reflejar hasta el más mínimo rayo de luz fue hermoso. Miles de rayos de colores que Khram no hubiera imaginado jamás que existían rebotaban contra las paredes heladas de los yskim. Lentamente, la cara de Brishna fue caminando por las sendas celestiales, produciendo cada vez más curiosos juegos de luz al chocar contra las pulimentadas caras de los sillares de nieve de las yurtas del pueblo del hielo. Aquello era digno de contemplarse y el bortai se felicitó por primera vez en su vida. Había conseguido contemplar aquella belleza y se dijo si alguna vez volvería a contemplar algo más hermoso que aquella aurora.

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Khram Cuervo Errante

La actividad en el campamento iba aumentando poco a poco. Las madres salían a recoger las prendas que habían dejado secando a la ventisca de la noche anterior y preparaban los desayunos para sus hijos y maridos. Los ancianos se desperezaban y corrían a ponerse al sol, como arrugadas lagartijas que buscaran la mejor piedra sobre la que calentar su fría sangre. Los hombres salían rascándose las barbas, con cara de sueño, dormitando aún entre los sudores nocturnos, sacudiendo de las cabezas los malos sueños, intentando retener aquellos que les habían sido agradables. Los niños, yskim o bortai, seguían siendo niños y sólo pensaban en jugar y varias bolas de nieve habían volado ya por encima de las cabezas de adultos que se afanaban en activar sus entumecidos cuerpos para ponerlos en servicio para realizar las tareas diarias. Desde su pedestal, Khram podía observar la totalidad del campamento, que ya estaba hormigueando por doquier. Aquella estampa, aunque la hubiera visto desde otra perspectiva, le era familiar.

- Buen día, hijo del sur.

Aeena lo miraba desde apenas unos palmos más abajo, retrepándose a la bóveda sobre la que se encontraba el bortai. Cuando llegó allí, cruzó los brazos sobre su pecho y allí se quedó en silencio, observando el horizonte, igual que su huésped, disfrutando cómo el sol se levantaba definitivamente sobre la tierra e iluminaba a los seres que necesitaban de su energía para sobrevivir.

- ¿También trepabas en tu tierra sobre las tiendas para poder ver cómo salía el sol por el horizonte, hijo del sur?

- No – contestó brevemente. – Pero sin duda alguna, aunque lo hubiera hecho, jamás habría visto tal belleza ante mí, te lo aseguro. Aquella tierra es dura y reseca y la luz no podía llegar a los yermos pastizales con la misma intensidad que aquí llega al helado suelo. Allí esto no podrás verlo jamás, hija del norte. Alégrate de poder verlo cada mañana, pues es un regalo que no todos pueden disfrutar.

- ¿Nunca has visto amanecer antes?

- Muchas veces. Pero nunca me había parado a apreciarlo como ahora.

- Tienes suerte, hijo del sur. Aquí muchos no llegan a ver un segundo amanecer.

Tenía razón.

- No pienses, mujer, que en mi tierra muchos ven más amaneceres. Ese paraíso con el que tantos entre los tuyos sueñan no es tal. La hierba nace ya muerta, y son escasos los arroyos y los ríos que bañan nuestros cuerpos y dan de beber a nuestros hijos. La caza huye durante los meses fríos y en los meses cálidos sólo está de paso por nuestras tierras. Quizá Bort no sea tan duro como el país de los yskim, pero no pienses que allí llueven fruta y conejos.

"Bort es un secarral, una vastísima y yerma extensión a la que apenas pueden arrancársele unos cuantos hierbajos cada estación. Los bosques no están sino en nuestras lindes, donde los elfos los valoran por encima de sus propias vidas y sus flechas nos impiden cazar ni uno sólo de sus seres vivos. Y en los marjales, donde podríamos pescar, viven draks, criaturas con aspecto de reptil, que no tienen ningún respeto por los que no son como ellos. Adentrarse en sus dominios es enfrentarse a un destino mortal de necesidad y son pocos los que han sobrevivido al ataque de estos reptiles bípedos."

"Aquí apenas sobreviven unos cuantos animales escondidos en la nieve y las plantas que medran entre el hielo son casi inexistentes. Pero aún así, arrancáis de ella lo que podéis y prosperáis lo que la propia tierra os permite. Exactamente igual que nosotros, hija del norte."

"Si los bortai y los yskim son sólo ramas del mismo tronco, ambas ramas no han sufrido más que el mismo destino pero en direcciones opuestas. Nosotros apenas podemos sobrevivir con el sustento que nos proporciona nuestra estepa, mientras que vosotros bregáis por mantener vuestros pies hollando débilmente esta extensa tundra."

"El viento aquí no para de soplar y el granizo azota todas las noches vuestras yurtas, haciendo que añoréis los tenues rayos de sol que Brishna os ofrece cada día durante un escaso periodo de tiempo. En Bort, Brishna ofrece su cara menos amable, castigándonos con un calor extremo durante el día, tostando y curtiendo nuestra piel, para dejarnos sin calor alguno durante la noche, que roba la calidez de nuestros cuerpos casi tan deprisa como esta tierra vuestra tan dura. Las lluvias anegan nuestros asentamientos y ahogan las pocas plantas que podemos aprovechar para alimentarnos nosotros y nuestros animales."

"No, Bort no es ningún paraíso, Aeena, te lo aseguro. Y no es una tierra que prometa supervivencia, sino todo lo contrario. Promete muerte y lucha, lágrimas y sufrimiento. Y seréis pueblo al que diezmar para las gentes que os rodean. Gentes cuyas armaduras son tan recias y brillantes como el acero que empuñan y cuyo único objetivo es diezmar a los bortai por el mero hecho de existir, porque creen que es su derecho el convertirnos a su civilización, que dejemos de ser lo que ellos llaman bárbaros y seamos ridículos súbditos de reyes y emperadores que no se han ganado su título con el honor en la mano, sino bajo el yugo del asesinato, la corrupción y la deshonra."

- Exageras, hijo del sur. Sabemos que habéis prosperado. Sabemos que resistís a esos invasores. Y sabemos que, año a año, a pesar de lo que cuentas, seguís vivos, manteniendo vuestra tierra, manteniendo vuestro pueblo intacto.

- Tampoco te equivocas en eso que dices, Aeena. Y es que los bortai tienen algo que vosotros habéis perdido. Los bortai poseen un secreto que llevaron con ellos cuando descendieron de estas tierras y que vosotros habéis perdido.

- ¿Un secreto? – la mujer abrió los ojos todo lo que pudo, como si quisiera hacerlos saltar de sus órbitas. – Es algún tipo de magia poderosa, lo sé. Más poderosa que la de nuestros shamanes. Si no, ¿cómo podríais medrar en ese infierno? Entonces, ¡nos lo habéis arrebatado! ¡Finalmente tendrán razón las voces que se alzaron en contra de los sureños! ¡Sois traidores!

- No es ninguna magia, ningún hechizo o artificio, Aeena, tranquilízate – Khram agitó las manos con un gesto que intentaba calmar el encendido ánimo de la muchacha. – Es algo que tú tienes, algo que tenéis todos en este campamento, pero algo que habéis olvidado compartir con el resto de tribus.

- ¿Qué es, hijo del sur?

- Vosotros mismos – sentenció, dejando que aquella frase flotara un momento entre ambos, para que ella se diera cuenta de la magnitud de aquello que habían perdido y que los bortai habían guardado celosamente. – Lo único que tenéis es a vosotros mismos, Aeena. Y tenéis que daros cuenta. Las distintas tribus no sois distintos pueblos y vuestras tierras no son distintas. Vuestras tierras son las mismas y vosotros sufrís lo mismo que aquellos que nos atacaron hace poco. Lo único que varía entre unas tribus y otras es la forma en que os enfrentáis a la nieve y el hielo. Vosotros lucháis contra el inclemente tiempo, contra la ventisca y los grandes copos que caen del cielo incesantemente. Otros han preferido luchar con vosotros y otra gente como vosotros. Deben considerar que es mucho más fácil arrancaros a vosotros lo que vosotros arrancáis a la tierra que arrancárselo ellos mismos.

Aeena torció el gesto en una expresión decepcionada y triste. Agachó la cabeza, compungida, y se quedó un buen rato mirándose las puntas de los pies, sin moverse, sin decir nada. Khram la observó paciente. Sabía que tenía más preguntas que hacer, sin lugar a dudas.

- ¿Cómo es posible? – preguntó al fin.

- No sabría explicártelo. Quizá sea porque vosotros no tenéis quien os gobierne y dirija en absoluto. Tenéis un consejo consultivo, pero no tenéis un líder recto, justo, que sepa dirigir con mano firme vuestros destinos y, que a la vez, sea duro y sanguinario con los enemigos. Si uno alza la voz, los demás le seguís ciegamente. Tanto si ha demostrado su valía como si no. Para nosotros, nuestros líderes han de demostrar que son dignos de dirigirnos. No seguimos al primero que se levanta y dice lo primero que se le ocurre. En Bort, los líderes se eligen mediante pruebas, mediante un thing. En este thing, los candidatos han de superar combates cara a cara y con las manos desnudas, matar a un oso o demostrar su habilidad cantando las antiguas canciones. Sólo aquellos que superan más pruebas y con mayor margen son merecedores del manto del liderato. Y sólo a ellos seguiremos.

- Entonces ya no sois libres.

- Eso también es falso, Aeena – la corrigió. – Nuestro destino lo elegimos nosotros. Los líderes son los que deciden el camino, son nuestros guías y son caudillos militares. Cuidan de nosotros y nos llevan de la mano, como amantes padres de su pueblo. Pero nunca un caudillo ha negado la libertad de ninguno de sus hombres ni ha dado una orden fuera de la lucha o que no afectara a la batalla. Los bortai son libres de ir y venir, de hacer y deshacer. Y, a pesar de ello, un solo corazón latirá en toda la nación cuando el caudillo los convoque a todos a la guerra. El ejército será uno y los enemigos derrotados. Y cuando esto ocurra, cada mujer y cada hombre volverá a ser tan libre como sueñe.

"Vosotros no sois libres. Estáis sujetos a vuestro pedazo de tierra fértil, no vagáis, no variáis vuestros campamentos, siempre tan inmutables, tan fijos, tan silentes. Bort nunca instala sus tiendas más tiempo del que es necesario. Y cuando ese tiempo se agota, las yurtas son plegadas y recogidas de nuevo a la espalda o, con suerte, a la del caballo. A la noche, estarán en un nuevo sitio."
"Os habéis perdido, Aeena. No somos nosotros los que os hemos abandonado. Vosotros os quedasteis atrás."

Khram terminó su alegato final y Aeena se miró las manos.

- Quizá no haya mentira en tus palabras, hijo del sur. Quizá lo que dices sea cierto.

El bortai sonrió, condescendiente, como un padre que hubiera hecho comprender a una hija tozuda lo inconveniente de andar realizando ciertas acciones que, por más que le gustara realizar a la niña, eran perniciosas para su seguridad.

Khram estaba convencido de todo lo que había dicho era cierto. Aquel pueblo del frío se pasaba la vida lamentándose por lo que no tenían, en lugar de mirar lo que tenían, y deseando lo que otros habían ganado con todo el esfuerzo, en lugar de esforzarse en ganar lo que otros habían deseado. Las posesiones, las tierras... nada tenía sentido si no había vida para disfrutarlo. Nada tiene sentido si no existe quien disfrute de ello. Nada tiene sentido si todo se pudre sin haber llegado a ser admirado. El mundo está para que los hombres lo pueblen, no para que el mundo sea el que domine al hombre. Es el hombre quien tiene que domeñarlo, antes de que lo hagan los dioses o quien quiera que tenga intención de hacerlo sucumbir. Si desaparece, los hombres lo desearan, y si lo han tenido, se tirarán de los pelos por no haberlo degustado tal como se merecía.

Del mismo modo, el mundo no tiene sentido sin hombres que lo pueblen, que lo activen, que demuestren que es fértil y no huero, como un huevo sin fecundar. Toda la creación debe dar su fruto y un mundo sin hombres no podría fructificar, no podría culminarse en absoluto.

Clavados los ojos en el horizonte, Khram volvió a pensar en Bort. Girándose en redondo, volvió su mirada a lo que fue su tierra natal, a lo que se negó a ser su hogar tanto y tanto tiempo, a lo que había acabado por repudiarlo y expulsarlo de su seno. Y tomó una decisión.

A su lado, Aeena se movió intranquila. Parecía que todo lo que le había contado había hecho mella en su alma, dejándola llena de dudas, vaciando el espacio que el rencor hacia los que los habían olvidado había ocupado en ella. Aeena se daba cuenta de que fuera de aquellas tierras blancas existía todo un mundo que recorrer, toda una tierra a la que admirar y toda una pléyade de gentes y pueblos. Aeena se daba cuenta de que el mundo no era el que se había cerrado a ellos, sino que eran ellos los que, en un alarde de desatino, se habían cerrado al mundo. Y así, el mundo había olvidado por completo toda su existencia, convirtiéndolos en un cuento que las viejas contaban a sus nietos en las noches frías alrededor de una hoguera. Ella también tomó su decisión.

Ágilmente, la yskim resbaló por la pared externa de la yurta de hielo, aterrizando suavemente sobre la alfombra de nieve que la rodeaba, haciéndola crujir casi imperceptiblemente. Miró hacia arriba y sonrió a su compañero. Este, interpretó aquella sonrisa como una invitación a que la siguiera. De un salto, el enorme bortai bajó de su pedestal, causando una conmoción en el prístino suelo que hizo saltar cascadas de nieve a su alrededor, dejando un hueco vacío como señal de lo que había ocurrido.

Ella se adelantó al hombre, en dirección al borde del asentamiento. Convulsos movimientos sacudían sus hombros, espasmódicos, casi como si un ataque le hubiera sobrevenido a la mujer. Alarmado, el joven corrió entre aquella tupida capa de nieve, trastabillando, cayendo casi, intentando alcanzarla para reanimarla. Cuando la alcanzó, la giró bruscamente agarrándola por el hombro izquierdo, pero cuando consiguió verle la cara, a Khram se le mudó el rostro. Toda la congoja y la alarma fueron sustituidas por una expresión de indescriptible ignorancia, a lo que siguió una convulsión mucho más fuerte del cuerpo de Aeena.

- Pero qué torpe eres, hijo del sur.

Khram rió con ella.

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Khram Cuervo Errante

Khram se removió en las pieles, inquieto. Se despertó algo sobresaltado, pero sin hacer demasiado ruido. Aún sentía el calor junto a él y no quiso que se apartara. Era agradable tener aquella sensación antes de levantarse y quería disfrutarla a fondo. Era una de las pocas cosas con las que aún podía disfrutar. La noche le negaba el descanso, pero aquella tibieza al menos le reconfortaba y las pesadillas se habían reducido considerablemente. Ahora no soñaba. Quizá el tener en mente más cosas que sus propios crímenes fuera lo que necesitaba.

Decir que no soñaba no sería del todo correcto. Khram seguía soñando y las atrocidades que otros le habían hecho creer que había cometido seguían agobiándole cuando se acostaba y cerraba los ojos, impidiéndole descansar como debía. Pero cada vez eran menos recurrentes y podía, cuando menos, relajarse un mínimo.

Giró la cabeza. Casi no podía creer que estuviera viviendo momentos de paz. Casi había olvidado lo que era poder estar tranquilo, sentado frente a una hoguera, viviendo simplemente por el hecho de estar vivo. En Bort, el hecho de estar vivo suponía la posibilidad de morir en cualquier momento, presa de hombres, animales o elementos. Allí, en aquella helada extensión de tierra, aunque la presión era muchísimo mayor, aunque las dificultades eran más, había encontrado sosiego. Allí podía vivir. Y al comprobar este hecho, sonrió.

No era la sonrisa de Khram un bello espectáculo en el que su rostro se iluminara, como ocurría con otras personas. Más bien, cuando sonreía, se hacían mucho más evidentes las preocupaciones y la tristeza que habían sido dueñas de su vida durante tantísimo tiempo. Era como si esa sonrisa fuera un marco que resaltara aún más todo el sufrimiento que acarreaba sobre su espalda. Las arrugas de sus ojos, demasiado abundantes para su edad, se contraían forzadas, incómodas. Sus labios apenas se curvaban y sus dientes jamás se asomaban entre ellos cuando lo hacía. Y si llegaban a asomar, la mueca que componía Khram más que una sonrisa era una invitación a pasar al infierno.

Pero esa vez, Khram sonrió de verdad. Casi por primera vez en la vida, su sonrisa no llevaba la carga de pesar que solía hacer aflorar cuando se componía. Suponía que cuando era niño también había podido sonreír así, pero entonces creció. Y ahora, esa sonrisa había vuelto, después de haber estado ausente de su rostro durante tanto, tanto tiempo. Ahora tenía una razón para que volviera.

Su brazo izquierdo se plegó sobre lo que tenía al lado, responsable de ese calor que le había hecho permanecer en el lecho después de despierto. Con una gran dulzura, su mano, tan grande ya como lo fue una vez la de su padre, encontró el cuerpo que yacía plácidamente tendido de costado, abrazado a su pecho, y que subía y bajaba armónicamente, sumido en el sueño que la oscuridad negaba al bárbaro. Tímidamente, sus dedos se posaron en un brazo bien torneado, fuerte, pero de delicadas líneas. Suavemente, paseó su áspera mano por la blanca piel de la mujer, que a su contacto se estremeció levemente y gimió en sueños. Se removió para acomodarse mejor en el hombro del bortai y Khram reclinó su cabeza hasta que su rostro tocó el cabello de ella, en una romántica caricia que hizo más amplia la sonrisa del hombre. Volvió a cerrar los ojos y recordó cómo habían llegado allí.

Aeena acababa de bajar del techo de su extraña yurta. El amanecer de aquellas tierras, lleno de belleza, hacía mucho más bella toda aquella nieve y hielo, que poseía una hermosura salvaje, difícil de poder imitar. Khram había bajado tras ella y la había seguido.

Ella cogió un arco y una aljaba y se los echó al hombro. Con la gracia de una gacela, caminó lentamente hacia un bosquecillo cercano. Khram no supo decir, ni entonces ni tiempo después, qué había sido lo que le había impulsado a seguirla. Había algo en aquella felina mirada que le atraía, que le subyugaba. No habría sabido decir si por sus sueños, por sus recuerdos o por algo más. El caso es que los ojos de la yskim causaban en Khram el mismo efecto que la mirada de una serpiente sobre su presa. La diferencia radicaba en que Khram nunca se sintió atrapado por Aeena. O eso quería creer él. Cogió otro arco y corrió en pos de ella, llegando a su altura. Ella entornó los ojos y le sonrió, ofreciéndole secretos que nunca confiaría a otro hombre. Los árboles fueron sus confidentes y la espesa capa de piel de yazteeh que llevaba Khram encima, testigo de su frenesí. La helada fronda se llenó de tímidos gemidos y quedos susurros, únicas evidencias de lo que estaba ocurriendo. Allí quedaron, extenuados y llenos el uno del otro, entrelazados, buscando el descanso y el cobijo que les proporcionaba la piel de la persona que tenían al lado. Pasaron la noche allí, juntos, lejos del alboroto y la actividad que hacían bullir el campamento, ajenos a toda mirada indiscreta, encontrando inmenso placer en la mera presencia del otro cerca de sí mismos.

No fue hasta el día siguiente que ambos volvieron al círculo de extrañas yurtas. Nadie en el campamento pareció darse cuenta de lo que había pasado entre ambos. Tampoco ellos sentían necesidad alguna de comentarlo. Era algo suyo. No tenían por qué hacer partícipe de ello a nadie. Era algo que exclusivamente poseían ellos. Era algo que nadie más podía entender y que nadie más podía sentir. Aquello eran ellos y eran lo mismo.

Ese día, ambos siguieron sus rutinas. Aeena desapareció durante el resto del día, perdida en quehaceres varios. Khram volvió a su yurta y se dedicó a cuidar de sus animales, que eran los únicos que parecían haberle echado de menos. Casi podría decir que se sentía culpable por haberlos dejado solos. Tanto Ragnar como Kora le miraban con reproche, culpándole de algo que ni siquiera sabía lo que era. Arrepentido, el bárbaro les pidió perdón en voz alta, como cuando había viajado con ellos en la tundra, en aquellas cavernas que los habían cobijado. Quizá, pensó, no era justo dejar que aquellas dos criaturas, las únicas que le habían seguido, las únicas que jamás le habían acusado falsamente, quedaran fuera de lo que había tenido con Aeena.

De todos modos, se dijo el bortai, no ha sido más que un arranque de pasión. Él ya había tenido esos arranques con anterioridad y, por su experiencia, sabía que las mujeres bortai también los tenían. ¿Por qué iban a ser distintas las yskim? Muchos bortai sólo se encamaban para una única vez, para dar rienda suelta a la pasión tiempo refrenada y después seguían sus vidas. Después de todo, eran libres. Y nadie era quien para cuestionar lo que, en uso de su libertad, hiciera otro. Los bortai eran el último pueblo libre. Pero incluso aquello ya no era cierto. Había otro pueblo que hacía uso de su libertad tanto como ellos. Quizá era aquello lo que hacía sentir a gusto al bárbaro en aquella enorme estepa blanquecina. No, Aeena no podía compartir yurta y pieles con él. Era una mujer libre, que disfrutaba de su libertad. Tenía la salvaje belleza de las mujeres de la estepa y la convicción moral de las bortai. Ella no compartiría su vida con él.

Y sin embargo, había dentro de su corazón algo que le decía todo lo contrario. Él no quería hacerse la estúpida ilusión de que ella accedería a ser su compañera. Pero en el fondo, era lo que más deseaba. ¿Qué otra cosa podía desear una persona cuando durante toda su existencia ha estado sola? Alguien con quien compartir el resto de su existencia era lo único que deseaba. Y, estando claro que en su patria no iba a conseguirlo, ¿qué le impedía buscarlo fuera? Khram estaba seguro de que Aeena sería para él todo lo que la vida y Druma le habían negado hasta ahora. Compartir las pieles con ella era mucho más que agradable. Y sin embargo, el joven tenía la seguridad de que la yskim estaba fuera de su alcance. Tantos siglos de aislamiento entre unos y otros, tanto tiempo separados, aunque fueran de la misma casta, había creado barreras invisibles que eran más que insalvables. No porque fueran a tener híbridos que no sobrevivieran, como en el caso de los enanos y los elfos, sino porque se habían separado en dos razas distintas por decirlo de alguna manera.

A pesar de todas las dudas, Khram acarició el cabello de la yskim. Era la única que hacía acallar sus crímenes y remordimientos. No hacía mucho, habría dado el brazo de la espada por estar con alguien así. Y ahora había recibido lo que tanto había deseado.

De nada habría servido mantener el secreto. En aquel reducto de tiendas de hielo era casi imposible mantener algo oculto. Los yskim vivían apegados entre ellos, muchísimo más que los propios clanes y familias de Bort. No eran pocos los que, después de su aventura en los bosques colindantes, se sonreían y murmuraban al ver a uno o a otro. Khram estaba acostumbrado a los cuchicheos en los que oía su nombre o alguna otra referencia sobre él, pero no así Aeena, que, como confirmando los rumores, se sonrojaba cada vez que oía algún comentario que tratara sobre lo acaecido en el bosque. Esto daba lugar a aún más risas y comentarios, que poco a poco subían de tono, fantaseando sobre acciones y actitudes y agujas de pino clavadas en no sé qué partes.

Pero no todo eran comentarios jocosos y alegres por la suerte de los dos muchachos. Había también miradas torvas, cargadas de resentimiento y hasta de odio.

Khram sabía que su condición de bortai despertaba envidias y reacciones que no eran nada amistosas. Mientras que muchos le habían dado una cierta bienvenida con una cierta calidez, a muchos otros no les parecía más que una condena terrible tener que tratar con alguien venido del sur, allí donde ellos no habían podido llegar aunque lo pretendieran. Si se pensaba, de alguna forma, era hasta ridículo. O quizá no. Muchos hombres y mujeres yskim, curtidos de una forma más dura que los bortai, habían caído en el transcurso de las caravanas que, según los ancianos, habían sido enviadas a las tierras cálidas que los antepasados del aprendiz de mago habían ocupado hacía ya tantísimo tiempo. Según los registros de aquel pueblo de hielo, cientos de expediciones habían abandonado sus hogares en el desierto blanco para perderse en él y no regresar jamás. Cuando la natalidad comenzó a descender e incluso los niños que nacían, no llegaban más allá de dos o tres días, las partidas habían cesado su actividad. Ya no había nadie que quisiera recorrer el hielo y la nieve para pedir ayuda a aquellos que, aunque alejados, aún poseían su sangre. Y aquellas pérdidas se achacaban a la indiferencia de los bortai, a que ellos no habían querido volver a recoger a los que habían quedado atrás y ahora debían permanecer encerrados en aquella gélida tierra que se había convertido en su prisión. Muchos culpaban a Khram y a su pueblo de abandonarlos a su suerte.

Khram entendía lo que sentían. Comprendía perfectamente que se hubieran sentido abandonados. Pero jamás había oído en las leyendas y las historias que Dada le contaba que los yskim y los bortai estuvieran emparentados, que hubieran sido un mismo pueblo en algún momento de la historia. Dada había guardado en su corazón mucha de la tradición del pueblo bárbaro, pero nunca había mencionado parentesco con el pueblo legendario de los yskim, que sólo se nombraba en leyendas que se perdían en el amanecer de los tiempos, pero como un pueblo ya desaparecido y extinto, absorbido por interminables avalanchas de nieve que los habían aplastado y reducido a nada o menos aún. Cuentos. A eso había quedado reducido aquel magnífico pueblo que había sido fuente de toda la tradición y la historia que su yaya le había confiado desde que era un bebé. Quizá por eso, el joven aprendiz tenía la sensación de estar viviendo una de aquellas leyendas.

Pero lo que no podía comprender Khram era que le culparan a él de lo que los antepasados de los bortai hubieran hecho. Por más que se esforzaba en explicarles que él no tenía conocimiento de ningún parentesco o relación, ninguno de los que le había mostrado una mirada resentida podía, o más bien estaba dispuesto, a creerle. Todo el sufrimiento de su nación parecía haber sido originado por Khram y no había manera de que tendieran al sureño, cuando menos, un cabo de indiferencia o siquiera dejaran de mostrarle antipatía. Incluso en aquel remanso de paz que había encontrado, se sentía Khram perseguido.

Aunque la gran diferencia era Aeena.

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Khram Cuervo Errante

Enormes gotas de sudor le caían por la frente, resbalando hasta el grueso jubón, lleno ya de sangre. A su alrededor caían unos y otros, pero él no iba a dejar de pelear. Era su vida la que estaba en peligro y mucho más, su felicidad. Habían querido reclamarle todo aquello que durante meses le había llenado el corazón. La vida le había reclamado ya mucho, pero nunca le había dado oportunidad de luchar con ella. Ahora no dejaría que volviera a arrebatarle lo que era suyo.

Se dio cuenta del cambio que había experimentado. Hacía unos años, habría dicho que Druma le había quitado todo lo que Shan'dru le había dado. Pero ahora apenas mencionaba los nombres de los dioses. La última vez que lo había hecho era para maldecirlos. Nunca volvería a ensalzarlos.

Giró y otro tajo llenó sus ropas de sangre. La lluvia de aquella savia vital era continua. Y el devenir de los acontecimientos había llevado a la tribu de yskim a aquel punto. En aquel momento tan inoportuno, recordó qué había sido lo que les había traido desde el pasado hasta ese fatídico presente...

*****

Khram salió al frío con los ojos aún entrecerrados. Tenía que recuperar tantas horas de sueño que cada mañana le costaba una odisea levantarse. Tampoco es que hiciera nada particularmente importante o extremadamente imprescindible para su supervivencia o la de los yskim, pero tenía que comer y se negaba a que los ykeem le proporcionaran todo aquello que necesitara. Para el bortai, por mucho que los humanos protegieran a aquellas criaturas de leyenda, aquello era una forma de esclavitud consentida por los esclavos. La lacónica  respuesta de Aeena fue que los ykeem parecían estar contentos con aquello y que no iban a cambiar una situación que había permanecido inmutable durante siglos a menos que una de las dos partes se mostrara incómoda con la situación. Y era evidente que así, todos ganaban. El aprendiz de mago vio al pueblo bortai tan identificado en esa declaración que, por un fugaz instante, vio claro que ambos pueblos eran parientes. Tampoco los hombres y mujeres de Bort eran propicios a los cambios de cualquier clase. Y pensar que su pueblo había surgido por la necesidad de cambio de algunos que abandonaron aquel infierno de hielo...

Kora, la pequeña mangosta iba cubierta por la pesada capa de pieles del bárbaro. El único que parecía protestar cuando salía de la yurta de bloques de hielo era Ragnar. El caballo estaba acostumbrándose demasiado a la calidez de su nuevo hogar y cada vez que Khram quería sacarlo de allí para pasear o cazar, piafaba y corcoveaba con evidente disgusto. Finalmente, podía más la terquedad del humano que la del animal y Ragnar avanzaba trabajosamente entre la nieve. Aún habiéndose rendido, la pequeña revancha del potranco se materializaba en sus intentos por retener la marcha del bárbaro. Khram accedía a estos ataques de rebeldía como un padre displicente que permite a sus hijos alguna travesura, sabedor de que pasada la rabieta, volverían a sus quehaceres. Así, cuando el animal olvidaba su enfado, volvía a trotar alegremente, con toda la energía que le proporcionaban sus poderosos músculos.

Un ligero y flexible arco de alguna madera que el bortai no supo reconocer dio buena cuenta de algunas pequeñas presas. Estaba seguro de que los ykeem, conocedores del lugar y depositarios de un saber ancestral, reunido a lo largo de los tiempos, podrían haber encontrado piezas más grandes que el par de ardillas y el visón que acababa de matar, pero no tenía más remedio que comerse aquello. No soportaba tener que depender de nadie.

Mucho tiempo había dependido de otros y a lo único que le había llevado aquella dependencia era a sentirse sólo, vacío. Suponía que a todo el mundo que dependía de los demás le llenaba aquella sensación cuando se quedaba sin aquellos de los que dependía, era inevitable. Y sin embargo, todos encontraban un punto de apoyo mediante el que salir adelante. Él no. Su único apoyo era él mismo, pues no podía confiar en nadie. Incluso contando con Aeena, que últimamente era más su compañera que otra cosa, seguía estando sólo. No quería depender de ella ni de ningún otro yskim. Sabía que el día que le dejaran como Dada, como Burbath, la rabia volvería a ser el único sentimiento que tuviera. Y no quería sentir rabia.

Por eso mismo fue por lo que al ver las sombras que empezaban a moverse furtivamente entre los centenarios abetos, se sintió morir. Al principio pensó que era un yazteeh algo más inteligente que el que casi lo mata. Pero al fijar la vista en lo que se movía, decidió que ningún yazteeh, por inteligente que fuera, llevaría un arco tensado y se escondería furtivamente. Seguramente, aquella brutal inteligencia confiaría en su enorme fuerza y su superior agilidad para abatir a cualquier presa que encontrara.

La sombra soltó la cuerda del arco en la lejanía, que restalló entre los troncos de los árboles con un ominoso sonido. El bortai tuvo en tiempo justo de agacharse antes de que la flecha pasara zumbando encima de su cabeza. Una hábil maniobra puso a Ragnar en camino, advertido del peligro por una sutil señal de su amo. Avanzando furiosamente, levantando pesadas nubes de nieve tras de sí, el caballo se tiró encima del atacante, helado por la impresión. Igual que los yskim entre los que vivía, debía ser la primera vez que veía un animal como aquel. El bárbaro desenvainó la bastarda de su madre y atravesó a su atacante desde el hombro izquierdo hasta el costado derecho. No hubo tiempo para gritos. Así que esperaba que no hubieran advertido su presencia.

Se puso a registrar el cadáver, mientras aún caía la caliente sangre sobre el congelado suelo. Aquel hombre parecía ser uno de aquellos yskim que los habían atacado en cierta ocasión. Pieles claras, cabellos trenzados y bigotes largos y aceitados. Ocultó el cadáver, ayudado por su montura, bajo una montonera de nieve que hizo derribar de la copa de un árbol, pero la sangre la dejó allí, manchando la prístina nieve, silenciosa delatora de su crimen. Recogió el arco del caído y continuó a pie. Aquel inútil había olvidado borrar sus huellas y era muy sencillo recorrerlas a la inversa para averiguar de dónde había salido.

No tardó mucho en encontrar el campamento. Un buen grupo de tiendas de cuero, muy similares a las que usaban los bortai, se levantaba en el centro de un claro. Entre ellas se movían bastantes guerreros con afiladas armas de hueso. Sabía que contra sus espadas de acero no tendrían nada que hacer, pero en el campamento yskim en el que vivía no había más armas de acero que las suyas, y las armas de hueso que tenían eran insuficientes. Incluso hasta los arcos de caza que utilizaban, eran insuficientes contra un ataque organizado. Aquel campamento no debía ser mucho más que una avanzadilla. Aquel grupo de yurtas no podía ser capaz de albergar a un número de guerreros con intención de conquista y sumisión. Y sin embargo, ¿no habían los bortai sometido a ejércitos tres veces más populosos? La batalla de Gurthrak, de tan glorioso recuerdo para Bort y tan dolorosas evocaciones para Khram, así lo habían demostrado. Pero en este caso, las dos facciones eran bortai.

Khram seguía pensando que aquellas luchas entre hermanos eran una pérdida de tiempo y de vidas. Bastantes enemigos querían aniquilarlos ya, condenándolos a un poderoso olvido como para enfrentarse ya entre sí. Si ofrecían sus vidas para matar a otros como ellos, ¿cómo podrían ofrecerlas para protegerlos? La estupidez del guerrero algunas veces alcanzaba cotas tan elevadas como su valentía. Muchas veces los shamanes lagarto habían intentado que las rencillas entre clanes desaparecieran, pero los líderes no estaban dispuestos a escucharlos en según qué asuntos: que ellos se dedicaran a los ancestros, que de los vivos se ocuparían quienes habían sido considerados dignos de dirigirlos. Y así, a veces, la sangre se derramaba contra la sangre, en lugar de por ella. Dada consideraba aquello la mayor traición contra Bort y Khram además lo consideraba la mayor traición a uno mismo.

Volvió a mirar a las yurtas y contempló cómo las primeras hogueras se encendían. La noche empezaba a caer, pues en aquel frío norte, los días se acortaban sensiblemente. Pronto él no podría volver y correría un riesgo enorme si se quedaba allí pasmado. Y sin embargo, valía la pena correrlo. Si aquellos hombres planeaban destruir todo lo que había aprendido a amar y había aprendido a amarle a él, ya era un gran beneficio pasar frío y hambre.

En el centro del corro, se reunían tres hombres. Uno de ellos, tuerto del ojo izquierdo y un feo costurón que le cruzaba ese lado de la cara desde la frente hasta la oreja, parecía ejercer el caudillaje en aquel grupo de avanzadilla. Seguramente, empezaban a echar de menos al explorador que había salido hacía un par de horas y estaba organizando algún tipo de cuadrilla de búsqueda. Los otros dos, más altos que él y más ancianos, parecían aconsejarle el uno en contra del otro. Gesticulaban mucho, parecían elevar las voces y el que parecía el jefe miraba con su único ojo a un lado y a otro, intentando discernir cual de los dos consejeros tenía más razón. Cuando se cansó de aquella escenificación, mandó llamar a algunos guerreros y les dirigió un puñado de palabras, escasas pero enérgicas. Estaba claro que aquello eran órdenes y que si salían a buscar al ojeador desaparecido, no tardarían en encontrarlo a él.

No eran más que tres, pero él contaba con un caballo y una mangosta. No eran de mucha ayuda. Retrocedió, extendiendo tras de sí su pesada capa, para eliminar cualquier rastro que pudiera delatar su presencia allí. Cuando se reunió con su montura, ató la capa a la grupa del caballo para borrar las señales que los poderosos cascos del joven potranco iban dejando a su paso por la nieve. Cuando se hubo retirado lo suficiente de aquellos delatores árboles, desmontó. Dejó a Ragnar sin amarrar, concediéndole suficiente libertad de movimientos y volvió sobre sus pasos, seguro ya de que no le encontrarían. Tenía sed de sangre, el awen había vuelto a apoderarse de él y tenía que saciarlo.

Sabía más que de sobra que el asesinato de otros tres hombres pondría más de manifiesto que algo se sabía de sus planes en la pequeña aldea de hielo que le había acogido. Pero si los mataba, serían tres guerreros menos de los que preocuparse y, si tenía suerte, alguno sería un hábil arquero. Luchar entre aquella nieve con las espadas era difícil pero había alguna posibilidad. Sin embargo, verse empalado por una saeta que caía del cielo implacablemente era más que probable en un terreno en el que las piernas se hundían y quedaban atrapadas. Los arqueros eran su mayor peligro en aquel momento.

Con agilidad felina, el bárbaro se encaramó a un árbol, ayudándose de las gruesas ramas bajas. Varios níveos cuajarones cayeron al suelo al sacudirse el árbol. A Khram le daba igual que hubieran visto caer aquello. Así se acercarían antes. Sin embargo, se arrebujó en su capa de yazteeh, ocultándose aún más a la vista de sus perseguidores y protegiéndose de la llegada del frío nocturno. No sabía si los buscadores se aventurarían a llegar tan lejos cuando el bosque se volviera oscuro y más peligroso aún.

Su respuesta no tardó en llegar. A un par de centenares de varas vislumbró la luz de una tea encendida. Los yskim no se detendrían por un poco de oscuridad. Khram sonrió dentro de su capa. Se quedó muy quieto, expectante, vigilando cómo la antorcha se acercaba lentamente a la mancha de sangre que no se había cuidado de limpiar. Aquello les haría imaginarse lo ocurrido sólo unos segundos antes de caer sobre ellos y arrancarles el alma. Ya veía brotar el humo de la rama aceitada, destacándose sobre el frío blanco que la llama dejaba al descubierto al iluminar el suelo. Los rastreadores no conversaban. Sabían que en la espesura se escondían criaturas más terribles que los hombres, y a buen seguro que no querrían despertarlas.

Un búho entonó su ululato desde un árbol cercano. Los tres yskim dieron un respingo al escuchar el tenebroso sonido y miraron en derredor, atemorizados. El que llevaba la tea estuvo a punto de soltarla, para evitar revelar su posición. Era preferible pasar la noche allí que ser devorado por un yazteeh o un lobo. Al ulular del cazador nocturno se le unió un estremecedor y agudo chillido en la lejanía. De nuevo giraron, sobresaltados, ante la sonrisa de Khram. Ragnar había relinchado, como sabiendo lo que estaba observando su jinete e intervino en aquella lucha, añadiendo aún más miedo a los ya asustados corazones de los osados yskim.

Fue al girarse esta segunda vez cuando vieron el rastro de la muerte de su compañero. Parecía ser que la rabia sustituyó al miedo y aquella fue la señal que el bortai estaba esperando.

El bárbaro se dejó caer desde su posición, y lo que vieron los tres expedicionarios fue un denso borrón de materia blanquecina posarse justo delante de ellos, levantando un nubarrón de nieve y hielo que los cegó a medias. Pero les dejó los oídos libres para impregnarse del monumental horror que inspiraba el rugido de un guerrero Cuervo al lanzarse al ataque. Cualquiera que lo hubiera escuchado pensaría que si los animales que servían de tótem a aquel clan graznaran de aquella manera, no habría ningún otro ser en toda la creación que se atreviera a tocarlos. Se helaron los corazones de los recién llegados y, a pesar de las gruesas capas que llevaban, tiritaron al oír aquel horrendo sonido.

Uno de ellos no tuvo tiempo de rilar más de un par de sacudidas. Con los ojos aún salpicados de agua congelada, un agudo y cruel filo, más gélido aún que el hielo que le quemaba los ojos, sin disponer ya de existencia para enjugárselos, un chorro de espesa y oscura sangre brotó de la sien izquierda de aquel yskim. La bastarda que el bortai había heredado había entrado de lleno por el hueso temporal, abriendo en él una falla por la que resbalaban la savia de aquel hombre y varios cuajarones de sesos destrozados, cayendo en una patética imitación de la caída de su dueño, que, babeando espumarajos sanguinolentos y con los ojos vueltos hacia adentro, se arrodilló primero, llevándose una lastimosa mano a la boca intentando, inútilmente, detener aquel nauseabundo torrente. Khram retiró la hoja del cráneo de aquel infeliz y se volvió contra los dos que quedaban, que ya habían conseguido librarse de la cellisca que el corpulento bortai les había arrojado por sorpresa. Ahora enarbolaban dos enormes hachas talladas en hueso de yazteeh, tan duro como el acero, pero mucho menos resistente.

Los yskim sonreían. Tenían toda la ventaja del mundo. Quizá Khram fuera más grande que ellos dos, pero estaba hundido en nieve hasta las rodillas y ellos sabían moverse en aquel blanco limo. Sabían que tenían la ventaja para llevarse por delante a aquel extraño hombre de la capa de piel de yazteeh. Uno de ellos dio un salto enorme, emergiendo de su helada prisión para intentar acabar con Khram. Su hacha trazó una obscena trayectoria en el aire para ir a encontrarse con el filo de la espada del bárbaro. Sin inmutarse apenas, el bortai fue el que compuso ahora una sonrisa que dejó sin aliento a sus dos oponentes. El que estaba en el aire se horrorizó aún más al comprobar que la esplendida arma que portaba se desmigajaba por completo, lanzando por doquier dolorosas esquirlas de hueso en la nieve. El choque produjo un ruido sordo, parecido al que había hecho instantes antes la hoja al partir en dos la caja de los sesos del primer caído y fue un anuncio de lo que podría pasarles a los que quedaban. Desde luego, la mueca que tenía el de la espada de palmo y medio era una invitación inequívoca a una muerte que distaba demasiado de ser dulce.

El desarmado trató de huir mientras su compañero cubría su retirada, pero no le sirvió de demasiado. Al verlo escapar, el bortai saltó detrás de él, evidenciando una agilidad que era difícil de creer en un hombre de su envergadura, y más en aquella tupida alfombra que aprisionaba y entumecía los miembros por igual. Su salto fue tan enorme, que cubrió la distancia que lo separaba del fugitivo. El hombre que aún quedaba en pie saltó tras del bortai, intentando sorprenderlo por la espalda, pero la espada de la madre del estepario se cruzó accidentalmente en la trayectoria destinada a cortar en dos al bárbaro. El arma de hueso salió despedida de las manos del yskim, dejando la hoja emitir una vibración que retumbó en las copas de los árboles. El brazo del Cuervo quedó entumecido por el golpe, pero no cejó en su ataque y su arma sí completó el círculo que ya había comenzado a trazar cuando se interpuso el hacha del norteño en su camino. Una breve resistencia anunció a Khram que el filo había atravesado el pescuezo del que estaba tirado en el suelo. La cabeza rodó casi cómicamente por el suelo, como un melón que hubiera caído de la carreta de un descuidado comerciante. La sangre vertida, cálida y veloz, derritió la nieve en torno al cadáver, formando un barro hediondo y pegajoso en el que los dos hombres que ahora se enfrentaban en combate singular no quiso pisar, siquiera por accidente.

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