Mi nombre en sí es un enigma.
Nadie que lo haya escuchado alguna vez queda ya con vida; o estarán lejos de este mundo, los dioses sabrán... o no; o quizá, simplemente, hayan querido olvidarlo. Y no los culpo por ello. Shan'dru sabe que no los culpo...
Ya no queda nadie aquí, ninguno de los que amé o me amaron. Ni siquiera aquellos a los que odié o me odiaron. Hace mucho tiempo que ya no soy uno de ellos. Hace tiempo que observo, desde este frío pedestal de piedra, como el mundo ha cambiado. Vi la caída de los antiguos dioses y vi ascender a los nuevos, llenos de gloria, para volver a verlos descender, cargados de ignominia e infamia. He visto las maravillas del viejo mundo, y he visto las delicias del nuevo. He vivido y he muerto en uno y en otro. Y los he visto morir a ambos, deshechos en sus pedazos, destrozados, muertos, yermos..
Quise el poder y lo tuve, se me concedió bendición tras bendición. Y ¡oh, bendita! Vaya que lo utilicé... y quiero creer que bien. Pero como siempre, la responsabilidad me pesa, una maldición oscura entre el brillo de las bendiciones que se derramaron sobre mí, para que yo las derramara sobre los demás. Pero sólo soy un hombre, un ser imperfecto. Y creí que podría llevar la bendición allí donde se la necesitara y jamás dudé en ponerme en camino para hacerlo. Pero sólo los dioses pueden estar allí donde son necesarios porque son Los que Oyen, Los que Ven. Yo sólo podía estar en un lugar a la vez... y nunca donde realmente hacía falta.
He causado dolor. He sido origen de pena y pesar. He sido fin de alegrías y fortuna. Pero también he causado bien y he llevado felicidad en mi corazón para los demás. Alfa y omega. En mis manos, han tomado forma el fin del comienzo y el comienzo del fin. Una forma terrible, falta de piedad, inmisericorde. Una forma bella, seductora, atractiva. Hiel y vino, miel y agrazones. Soy el que estuvo y el único que estará cuando todo acabe, pues esa es mi dura condena. Permaneceré aquí, inmutable, mientras todo a mi alrededor cambia, avanza, muere y renace de nuevo. Aquí quedaré, impertérrito ante hombres y elementos, inmóvil en mi postura, sin pestañear jamás. Incluso el consuelo de las lágrimas se me ha negado. Nunca mas sentiré el calor de una mano humana en mi cuerpo, ni tampoco el frío tacto de los dedos de la muerte.
Fui filidh y daoi. Fui derwydd y anciano. Fui niño y padre, hija y madre. Acólito y prior, guerrero y general. Escudero, alquimista y mago. Herrero, rey y porquero. He sido nada y he sido todo, viviendo mil vidas y muriendo mill muertes. ¿Tan grande fue mi pecado, oh Madre, como para no merecer el descanso que guardas a tus hijos? ¿No soy digno de reunirme con todos tus amados, oyendo tu voz durante la eternidad insondable? Yo te serví bien, te entregué mi vida, mis pasos, mi juventud y mi madurez. Te entregué mi fuerza y mi debilidad. Te entregué mi alma y mi cuerpo. Te entregué lo único que tenía: a mí mismo.
Sí, grande es mi culpa Gran Madre. Tu decisión, largo tiempo tomada, es irrevocable. Sólo te pido, Dama Verde, que cuando este mundo acabe y todo pase, te acuerdes del más grande, perverso, fiel y amantísimo de todos tus siervos. Y una vez cumplido mi castigo, llévame a tu seno, bendita diosa.
¿Mi nombre? Mi nombre en sí es un enigma. Pero una vez, antes de recibir los dones que tan mal utilicé, las bendiciones con las que causé más desgracia que bien, tuve un nombre. Yo fui Khram. Khram Cuervo Errante Corazón de Piedra.
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- Papá, papá, ¡mira! ¡Ha venido un bardo! ¡Un bardo serpiente!
Corriendo por las tierras del Cuervo, cuando era apenas un chiquillo, llamaba a mi padre, uno de los jefes guerreros de un jovencísimo Gwyram Ala Negra (que Shan'dru tenga en su banquete eterno).
Mi padre se llamaba Ragnar. Se había casado con una hermosísima mujer, con el pelo del color del bronce bruñido, y grandes y francos ojos negros. Ragnar solía decir que de su boca salía la música de los mismísimos ancestros cuando se reía, pero también su ira y su furia cuando se enfadaba. Para mi padre, Frella, mi madre, era muchísimo más hermosa que las gráciles ondinas o que cualquier elfa que hubiera visto en el cercano Bosque de Plata. Para mi padre, Frella era un regalo de los ancestros y hasta de los propios dioses. Ella lo fue todo para él.
Yo no tengo recuerdos de este ser celestial que siempre me dijeron que fue mi madre. Ella murió nada más nacer yo, cuando apenas tenía una luna de edad. Cuando dio a luz, contrajo una extrañísima enfermedad que los druidas del Lobo no pudieron curar. Mi padre me culpaba en a mí en última instancia, pero en su corazón me quería. O yo sabía que me quería. Como jefe guerrero, no había disfrutado de su compañía durante mucho tiempo cuando fui un bebé. Un jovencísimo Ala Negra empezaba a mandar en mi clan, y Gunthar "el oso" aún no había ganado el thing que le convirtió en el gran caudillo que aún hoy recuerdan los mydonitas con amargura. Y Ragnar fue llamado a combatir a la rata invasora. Algunos años faltaban aún para la gran batalla de Gurthrak por el control de la marca de Brunak, pero esos amanerados hijos de un gusano ya empezaban a internarse en la ahora próspera tierra.
Así, pasé los primeros años de mi vida bajo la tutela de una pariente de mi madre que, por el aspecto que tenía, no debía de parecerse en nada a ella.
No digo que fuese una mala mujer, sino más bien al contrario; me crió como a uno de sus hijos. Aquella rolliza mujer de rostro sonrosado me colmó de todo el cariño que podía dar, que no era poco. También había criado a tres de mis hermanos mayores, cuando mi madre había ido a guerrear hombro con hombro junto a mi padre. Sus hazañas como guerreros no son muchas, pero Gwyram siempre les recordó como un furioso torbellino incapaz de detenerse una vez que empuñaban un hacha o blandían una espada.
Aquella matrona, que a su vez había sido madre de cinco hijos, todos ya guerreros, me amamantó con leche de urga, la hembra de los fabulosos perros de guerra que crían nuestros primos del clan Lobo. Me enseñó a caminar con seguridad en el escabroso terreno y a mantenerme erguido sobre un caballo, a tan temprana edad, que muchos podrían haber dicho que había nacido montado a caballo. Con tan sólo tres años sabía dominar mi montura como un guerrero más y podía bajarme de él sin detener su avance, sin sufrir daño alguno en la caída. Antes de cambiar los dientes de leche, ya sabía manejar la espada, el arco y el hacha, y no sólo para cazar. Había derrotado a niños más mayores que yo con espadas de madera y, por aquel entonces, yo no veía el momento de empuñar una de metal y matar. Porque a los bortai, desde pequeños, se nos enseña que la vida es un camino de sangre y muerte en el que la vida no es más que el instante que se nos ha concedido para dejar nuestra huella en los que aquí quedan.
La mujer, devota sirviente de la Gran Madre, me enseñó a creer en la divina Shan'dru, a darle gracias por sus dones y a respetar a todas sus criaturas. Me contaba historias de los ancestros a la par que me enseñaba a ser un bortai hecho y derecho, conocedor de nuestras costumbres y tradiciones. Me habló de los trece clanes: serpiente, alcaudón, albatros, nutria, caimán, caballo, oso, halcón, erizo, lobo, cuervo, zorro y mangosta. Me contó cómo nacieron de los cuatro clanes primitivos y me contó cuáles eran los poderes que los tótems nos conferían. Me hizo mi primer tatuaje, el que me identificaba con miembro del cuervo: un ave negra, en vuelo, con las alas abiertas a la altura de los ojos, volando majestuosa en busca del conocimiento, sin dejar de luchar jamás. O eso me dijo ella.
Y fue cuando recibí mi primera marca como guerrero cuando vi regresar a mi padre del campo de batalla, gravemente herido. Por mucho cuidado que puso mi matrona en evitar que lo viera, yo, pequeño y escurridizo como una anguila me escurrí de su férrea guardia y me encontré a junto a dos de mis hermanos mayores, mirando las lastimosas parihuelas en las que la enorme figura de mi padre venía postrada. Vi su negra melena, apelmazada en mechones manchados de sangre. Sus brazos, vigorosos y enérgicos, con la impresionante musculatura del veterano de guerra, colgaban inertes a ambos lados de la camilla. Mis hermanos, ciegos de ira, comenzaron a gritar con fuertes exclamaciones de rabia y frustración. Uno de ellos, el más joven, derramaba lágrimas de impotencia y apretaba los puños hasta dejar blancos sus nudillos. Pero yo no. Yo no derramé ni una sola lágrima. Yo fui tras mi padre y la comitiva que lo transportaba. Alguien intentó sujetarme, no sé quién fue... sólo recuerdo que me revolví entre sus manos y le di un mordisco en los dedos que me agarraban y me soltó inmediatamente. Corrí para ponerme a la altura de mi padre y con una de mis manos así una de sus grandes zarpas de oso, ensangrentadas y encallecidas. Caminé con orgullo a su lado, henchido de orgullo por ser el hijo de tan gran guerrero. Los porteadores llevaron el improvisado lecho a la tienda de uno de los druidas, cerca de donde nos encontrábamos.
Allí permaneció Ragnar, yaciente, durante cinco días antes de volver a despertarse. Los cinco días los pasé a la entrada de la yurta del sanador, durmiendo al raso cuando la rabia me dejaba, y rezándole a la diosa el resto del tiempo, para que nos devolviera el espíritu de mi padre, que todavía no le había llegado el día de ir a su lado, para sentarse en el banquete eterno de su gloria. Mis hermanos venían a traerme comida, que rechazaba porque no tenía hambre. Quisieron llevarme a nuestra yurta con ellos, pero para mí no existía el frío de la estepa en esos momentos. Escuchaba los leves gemidos de mi padre, provenientes del interior de la tienda. Aún inconsciente, rebullía, intranquilo, sin encontrar el tan merecido y necesario descanso que precisaba para su recuperación. Y durante cuatro días casi perdí la esperanza de volver a ver a mi padre a mi lado, cuidando de mí y de mis hermanos, volviendo exultante de alguna batalla, con aquella risa que era como un trueno en medio del fragor de la tormenta y el relámpago brillando en sus ojos alegres. Cuando al quinto día despertó de su trance, el curandero salió a avisarme de que ya podía entrar. Sin perder un solo instante, me adentré en la yurta, que olía a flores secas, a hierbas trituradas y a cosas algo menos agradables. Allí vi a mi padre, tendido en el duro suelo, sobre y cubierto por unas pocas pieles de oso raídas y viejas. Me acerqué lentamente a él mientras me sonrió, casi tranquilizadoramente y me tendió una de aquellas manazas suyas. Creo que pensaba que lloraría al verlo allí postrado y quiso ofrecerme el único consuelo que podía darme en aquel momento. Por eso, cuando le saludé a la manera del guerrero, asiendo como pude su gran antebrazo, con una de mis manitas, el cerró la suya alrededor del mío y pude contemplar por primera vez el orgullo que le hacía sentir a mi padre. Jamás, mientras Shan'dru me lo permita, olvidaré aquella mirada.
Hacía ya dos años de aquello, y yo contaba con unos ocho, cuando llegó el bardo a las tierras de nuestro clan. Mi padre y mi matrona me habían hablado de estos hombres y guardianes de las tradiciones y costumbres de Bort. No en vano, los mejores bardos de nuestro pueblo son originarios del clan de la Serpiente, uno de los cuatro clanes originales con que los ancestros bendijeron a nuestra gente. Mi matrona me había comentado que la visita de un bardo era un gran honor, puesto que es extremadamente extraño que visiten algún asentamiento o, incluso, que salgan de sus propias tierras
Toda una nube de chiquillos ansiosos revoloteaba alrededor del bardo, que acariciaba sus cabecitas mientras le gritaban. El bardo sonreía y les decía dulces palabras mientras caminaba lentamente, como se esperaba de él hacia la tienda de Gwyram Ala Negra. Al oír el jaleo, los gritos y el jolgorio, nuestro caudillo ya había salido de su yurta y, como también se esperaba de él, se dirigía hacia el bardo, para evitar que el anciano caminara más de lo necesario. Más adelante, cuando estuviera atardeciendo, Ala Negra montaría su tienda alrededor del anciano, para que los ancestros, que se decía guardaban al clan Serpiente, porque se comunicaban con ellos, no estuvieran molestos y nos perjudicaran. Aquella noche, se encendería una gran hoguera, habría un gran festín con carne de jabalí y de venado recién cazados y se cantaría y se bebería mucho y a los niños nos permitirían acostarnos tarde, porque los bardos eran sabios y venían a regalarnos toda su sabiduría, para que no anduviéramos sin guía en la dura estepa.
Yo no corrí alrededor del bardo, como aquellos chiquillos vocingleros y estúpidos. No. Yo ya era un hombrecito y tenía que hacer valer mi honor de hombre. Me quedé muy quieto, junto a mi matrona y mi padre, con los brazos cruzados imitando el mismo gesto que mi padre, sólo que a mí me salió un mohín de disgusto donde mi padre tenía una mueca feroz.
Esperaba que aquella noche, el bardo nos contara alguna historia fascinante de guerreros valientes o aguerridos líderes, o de la ascensión de los dioses y sus guerras por el dominio de la tierra y la gente. Me encantaban tales relatos y cuando daba rienda suelta a mi imaginación, todas las gestas, todas las personas, tomaban forma ante mí. Rugan y Korgath luchaban ante mis ojos, Shan'dru daba forma al mundo y Malak se hundía en su infierno. Qué grandes eran aquellas historias. Entonces nunca habría pensado que participaría en muchas de ellas...
Aquella noche, el joven Ala Negra recibió al bardo Serpiente con todos los honores que, según las costumbres de las tribus, había de recibir el visitante. Había que ofrecerle la hospitalidad del clan, protección y comodidad, además de todo lo que pidiera... hasta donde fuera razonable por supuesto. Al parecer, hacía muchísimo tiempo que no aparecía ningún bardo por las tierras del Cuervo, y aquella era una ocasión que, según me dijo mi padre, podría no volver a ver en la vida.
Se le ofreció comida y alojamiento y el bardo pasó toda la tarde descansando del larguísimo viaje que había hecho. Esto no hizo más que aumentar el nerviosismo de las gentes del clan. Unos comentaban por un lado que ojalá contara la historia de Klereth. Otros, que ojalá relatara la historia de los clanes. Otros, que nos volviera a contar el origen del Clan Cuervo, pues había muchos jóvenes que debían conocerlo, porque se estaba olvidando.
Pero yo no quería oír ninguna de esas historias. Yo quería oír una historia nueva, algo que nunca hubiera escuchado de los labios de nadie y que nadie me hubiera contado de una manera u otra. Estaba hasta dispuesto a oír historias de fuera de Bort. Bort era el mundo para mí por aquel entonces. Incluso el clan Cuervo era grande para un renacuajo como yo. Pero en mi interior ya sentía que el mundo, fuera de la seguridad del círculo de yurtas de mi clan, era mucho más grande que el pequeño reducto donde se aposentaban nuestras tiendas cada noche.
A mi cortísima edad, ya había oído hablar de Mydon, el país del Imperio. Ellos causaron las graves heridas que aquella vez había traído mi padre. Mydon es una vastísima extensión de tierras sembrada por edificios de piedra, encalados de distintos colores dependiendo de quien habite en ellos. Es un asfixiante nido de ratas sin honor, cuyo pasatiempo favorito es la traición. Varios emperadores mydonitas han sido depuestos antes de tiempo por sus propios familiares, con algún que otro contratiempo. Y por lo que yo sabía entonces, la familia imperial no era la única en la que acontecían estas cosas, sino en todas. Sólo que ellos, en lugar de llamarse "familias" se llaman "casas", como si el apego a aquellos horribles recintos apartados del aire libre fuese suficiente para mantener su linaje a lo largo de los siglos. Bien saben ya que, mientras exista un bortai, sus "casas" estarán siempre en peligro. Esas babosas cubiertas de apestoso perfume y sedas no respetan ni a sus propios hijos a la hora de conseguir lo único que anhelan: el poder. Son ricos, todos y cada uno de ellos y el más pequeño de todo el reino maneja más oro que el que un bortai verá en toda su vida, aunque sea de lejos. Sus hombres, en lugar de luchar honrosamente, dando la cara y con el filo de un hacha o una espada en la mano, frente a frente, prefieren luchar con el engaño, la adulación, la traición y el embaucamiento. No hay ni uno solo de entre estas ratas emperifolladas y pagadas de sí mismas que merezca ser salvado de las llamas del mismísimo infierno. Claro que, según los rumores que corren acerca de ellos, a algunos nada les gustaría más que reunirse con su oscuro señor en el averno superior. No tienen guerreros, sino soldados, que, a pesar de las brillantes y relucientes armaduras, y de los flamantes uniformes, ni son libres ni tienen disciplina ninguna. Puede que, nosotros, los bárbaros como ellos nos llaman, no seamos disciplinados, pero ante el grito de alarma de nuestros vigías formamos un frente de batalla tan apretado, que son contadas las ocasiones en que las famosas legiones mydonitas hayan conseguido atravesar nuestras líneas. Cuando el ejército de Bort se reúne al completo, los garañones del clan Caballo y los urgos del clan Lobo forman dos alas independientes. Son tan fieros estos animales que he visto falanges enteras retroceder ante el trapaleo de los cascos de nuestros caballos, que pelean incluso sin jinetes, o el pavoroso sonido del aullido de los perros de guerra de nuestros primos del Lobo.
Sus primos entrovinos no son mucho mejores que ellos. Mi clan siempre ha vivido bajo la sombra del gran reino de Entrovia. Entrovia no es un reino tan grande como Mydon, pero tiene mejor disposición al mundo que ese hatajo de alimañas. Hay quien cuenta que Entrovia no ha existido jamás, que no es más que una floja alianza entre renegados de otros países, exiliados de sus naciones, donde eran perseguidos, para formar una extraña amalgama de culturas que viven en un precario equilibrio. Hay en Entrovia kiltasis, mydonitas, shyrmis e, incluso en algunas partes, existen bortais. Son pocos, muy pocos los que viven o vivirán en el país vecino, puesto que no soportamos los espacios cerrados más allá de nuestras cálidas yurtas o una taberna provista de una buena cerveza. Espacio en el que, si podemos llevarnos la cerveza (y el barril, la carne, el queso y hasta la tabernera), tampoco permanecemos mucho tiempo. La principal baza de Entrovia está en sus, en apariencia, inagotables minas de diamante. Largo tiempo han codiciado los mydonitas esta riqueza sin límites. Una riqueza de la que los entrovinos no están dispuestos a deshacerse pero por la que sí están dispuestos a matarse entre sí. No son pocas las ocasiones en las que los propios entrovinos han luchado contra sus hermanos en guerras civiles por hacerse con ese poder, peleando contra los que lo detentaban en un momento dado.
No ocurre así con los kiltasis, gente pacífica (o no) entregada al estudio y la meditación (o no). Sirocitria-kiltasi es dos veces tan grande como Mydon y ocupa un vastísimo territorio que linda con Bort, Mydon y Entrovia a la vez, puesto que el país es el resultado de la unión de las dos naciones que lleva por nombre. Los kiltasis tienen un sentido exacerbado de la fe, alcanzando cotas insospechadas. No en vano, se le llama a Sirocitria el país de los sacerdotes. Su fe está volcada sobre la luminosa Brishna, la de la Bella Luz. La Blanca Diosa es la patrona de los sirocitrios y auspicia todos sus pasos. Asimismo, Rugan, su hijo, el de la Armadura Brillante, constituye la facción guerrera de los kiltasis. Los ruganitas suponen un trato sectario con todo y con todos. Son extremistas y xenófobos. Justo la contrapartida de los brishnitas, que son benévolos (no confundir con idiotas) por naturaleza. El dios de la Divina Justicia vela por el cumplimiento de las leyes de Brishna y a su vez, impone las suyas propias. El fervor religioso de los fieles de Rugan es inconmensurable, tanto, que llega a ser peligroso para ellos mismos. No sólo Rugan cuenta con paladines sagrados, a los que llaman shun'karith, los siervos de la justicia, sino que también los tiene su bendita madre. Los ksatriyas o "altos paladines" sujetan el ardor de sus hermanos ruganitas y bendicen los sitios por los que pasan curando enfermos, aliviando a los afligidos. Los brishnitas toleran casi cualquier cosa con paciencia, intentando iluminar los aminos de los demás y llevando paz, actitud que, en muchas ocasiones, les cuesta la vida. Los ruganitas en cambio, utilizarán inquisidores, torturadores y guerreros para extirpar el mal, incluso aunque tengan que imponerse por la sangre y el fuego, actitud que, en muchas ocasiones... les cuesta la vida. No es que no sean diestros y bravos guerreros, o que sean cobardes. En absoluto. Los shun'karith y los ksatriyas son enemigos formidables y bien entrenados que manejan sus armas con terrible eficacia. El problema radica en que los primeros tardan demasiado en desenvainar y sólo lo harán cuando comprenden que el peligro para su vida (y la de los demás) es extremo, cosa que ocurre a menudo cuando ya tienen una hoja entre sus costillas; los segundos desenvainarán demasiado pronto, actuarán con precipitación y tenderán a desobedecer a sus lideres, imbuidos de un sentimiento de fe tan profundo, tan íntimo, que, en su éxtasis, los convierte en auténticas máquinas inconscientes, olvidándose así de su propia seguridad, acabando empalados en las armas o tretas de sus oponentes. Y es que los ruganitas consideran oponente a cualquiera que no siga sus dictados y normas. Sin embargo, hay dos tipos a los que tanto brishnitas como ruganitas odian en lo más hondo de su ser: los magos y los seguidores de los dioses oscuros. Si bien con los magos los brishnitas pueden considerar útiles a los estudiosos de la escuela de hechicería (los magos de los elementos), los ruganitas perseguirán a estos seguidores de las "artes oscuras" allí donde vayan sin hacer distinción alguna. Pero a los seguidores de Malak y Korgath, tanto unos como otros, los detestan a muerte. No son pocas las batallas que se han librado entre los shun'karith de Rugan y los temibles y crueles sarkul'has de Korgath. Hace años que los sarkul'has ocupan el ducado de Valsol, ante la oposición de los shun'karith que habitan en Rivanegra, donde tienen establecido su mayor tempo en Entrovia, la Abadía de la Sagrada y Prístina Sangre de Rugan.
Pero no son solo humanos los que habitan esta tierra nuestra, tan hostil. Existen además elfos, enanos y draks. Por aquel entonces, yo apenas conocía algo de los draks, que vivían en las ciénagas que rodeaban las tierras de mi clan. Estos seres humanoides son como lagartos que hubieran descubierto algún tipo de ritual prohibido para asemejarse a los hombres. Son extremadamente fuertes, siendo aquellos drak conocidos como tanques, los más fuertes entre ellos. Esta "élite" constituye la guardia personal de su matriarca, a la que llaman reina. Poco más se sabe de estas extrañas criaturas, pues son hurañas y huidizas, con un carácter muy reservado. Y apenas se los ve para luchar con los elfos, sus ancestrales enemigos.
De los elfos se decía que eran los más hermosos de todos los seres, altos, esbeltos, como esculpidos en frío mármol. Son escurridizos y sólo si ellos quieren, pueden dejarse ver saltando de rama en rama o corriendo como cervatillos entre las frondas del Bosque de Planta.
Los enanos se ven aún menos que los elfos, siempre escondidos en sus salones de roca viva, de los que solo salen para suministrar al clan Erizo el metal con el que nos hacen las armas que consiguen que un hombre de Bort valga por tres hombres corrientes.
Pensaba en todas estas cosas mientras miraba con ansia a la entrada de la yurta que se había montado alrededor del bardo, esperando que saliera y nos contara aquello que había decidido compartir con nuestro clan.
Estaba aburrido, sin saber qué hacer, simplemente mirando pasar las nubes. Había tirado piedras a las ardillas, había molestado a las hormigas, había tirado moscas a las telas de araña, e incluso había ido a pescar. Pero no me había entretenido mucho en ello. En mi cabeza sólo había lugar para el evento de esa noche. Así que me había sentado a aguardar debajo de la sombra de un roble. La tensión me estaba matando; ¿qué querría contarnos el bardo? Desde mi posición veía al anciano, charlar animadamente con Ala Negra.
Cansado de esperar, y como me estaba quedando dormido, decidí zascandilear un poco por ahí. Y, con lo curioso que era a esa edad, lo único que se me ocurrió en ese momento, fue acercarme a la yurta de Gwyram para poder escuchar lo que decían. Si no iba a haber historia hasta la noche, al menos podría saber lo que se contaban. Ambos parecían muy serios y de alguna manera, parecían discutir. Aquello aumentó aún más la intriga que sentía. Poniendo en práctica todo lo que mi matrona me había enseñado, me acerqué a la tienda poco a poco, haciendo menos ruido que un gato al pasar sobre la tierra blanda. Me encogí todo lo que pude, intentando pasar desapercibido, para que nadie que me viera rondar por allí pudiera preguntarme acerca de lo que estaba haciendo, ni nadie fuera capaz de verme. Obviamente, no lo conseguía, porque todos los que pasaban a mi lado me saludaban, riéndose, como si estuviera jugando.
Yo no jugaba. Para mí, en mi infantil inocencia, estaba emulando a los grandes guerreros de mi tribu, a mi padre, al caudillo de mi clan. No era un juego. Era mi primera gran misión y yo ya era un gran guerrero de renombre. Mi padre estaría orgulloso de mí y Ala Negra me felicitaría. Bueno, no... Ala Negra no.
Tenía que oír lo que estaban diciendo. Así que me esmeré más en pasar desapercibido. Decidí recostarme contra uno de los postes traseros que sujetaban la urdimbre y la piel que resguardaban al anciano y al guerrero, como si durmiera. Cerré los ojos y abrí los oídos, intentando escuchar algo de lo que se decía en el interior. Prestando toda mi atención, a sus palabras, escuché la cascada voz del anciano bardo y el poderoso trueno del caudillo de mi clan. El primero estaba tranquilo. El segundo transpiraba nerviosismo en sus palabras.
- ... de modo que es así como están las cosas, ¿no es así, Hakan?
- Pues sí, así es, joven líder. Es la voluntad de los ancestros que este personaje esté por aquí – dijo el anciano con solemnidad.
- ¿Y qué querría de nosotros? Los bortai no le interesamos a nadie, más que a Mydon, y todos sabemos por qué: son idiotas.
- Yo no subestimaría a los mydonitas. En el pasado nos han retado y han luchado bien. Y no tengo que recordarte que, a veces, incluso nos han derrotado.
- Ya, ya... Aún así, no comprendo por qué los ancestros han tenido a bien bendecirnos con tan gran honor.
-¿Acaso los ancestros tienen que darte cuenta a ti, mortal, de lo que hacen o dejan de hacer con la tierra a la que protegen? – la voz del anciano bardo sonaba irritada.
- ¿Acaso tengo que darte yo cuenta a ti, anciano, de lo que hago o dejo de hacer? Escúchame bien: sólo rindo cuentas ante los jueces mangosta o los mismísimos ancestros... así que no me sermonees. Creo que soy libre de ir y hacer lo que me venga en gana.
- Se dice que ya no eres tan libre, que te has sometido... Se dice que has abrazado otra fe...
- ¡Bah! – replicó desdeñoso Ala Negra. – Si prestas oídos a todo lo que se cuenta en Bort, me habríais dicho que los nutrias cagan oro. Por lo visto están forrando con él sus nuevos barcos. Me gustaría comprobar si flotan – rió el hombretón.
- Creo que el oro de los nutrias es lo que menos debería importarte en este momento, Gwyram.
- Eso es cierto... si de verdad forran los barcos con ese oro, el problema lo tienen ellos.
- Tú tienes problemas más serios en las lindes de tus tierras.
- ¿Un problema? – tronó la potente voz del líder. – Tú no sabes lo que es un problema. Tengo la sombra de Entrovia sobre mi cuello a cada día, cuando me despierto huelo la peste de los draks que quieren salir de sus ciénagas y por si eso fuera poco, los caballos y los zorros quieren darme por el culo. ¿Qué me importa a mí lo que haga o deje de hacer un viejo chiflado? Si quiere levantar una casucha en el lindero de mis tierras, ¿a mí qué? Como si quiere hacer un agujero en el suelo y esconderse en él para toda la eternidad. No nos molesta. Ni a mí ni a los míos.
- Creo que no sabes lo que dices – replicó, con ánimo de apaciguar el humor del guerrero, el bardo. – Todo eso que me cuentas no será más que polvo en los caminos comparado con lo que se te viene encima.
- ¿Y qué daño puede hacernos ese vejestorio chiflado? Según tú, le han exiliado por loco, despojado de toda su fuerza.
- Harías bien en escuchar mis advertencias. Nunca te fíes de ese tipo de hombres. Aún sin estar en la plenitud de su poder, creo que ese "vejestorio chiflado" – remedó Hakan – puede causarte más de un dolor de cabeza. Y entonces desearás que de verdad los caballos te hayan dado por culo.
- Creo que deberías abandonar tu desazón. Hay un mago elfo, un tal Narcam, Ulyk creo que se llama, que nos ha prestado su ayuda en alguna ocasión. Y nadie en los clanes alzó una sola voz para quejarse.
- Esto es distinto. Los elfos del Bosque de Plata son amigos de los bortai y llegan, hacen lo que tengan que hacer y se van. Este anciano se quedará. Y será mucho tiempo el que se quede.
- Entonces que lo haga. Que yo sepa, no ha cometido ningún mal.
- ¿Y por qué crees que le han expulsado de su país? Aún tendrán razón quienes dicen que te estás volviendo descuidado... – el proyectil dio en el blanco.
- ¡Ja! ¡Qué sabrán ellos! Ni ese mulo de Dutar ni ese perrillo de Ulban me tienen en cuenta. Pero ya se darán cuenta de que no estoy tan acabado. Además, si por blando fuera, Ulban es más blando que yo. Se sienta bajo el coño de la virreina a lamerle el polvo de las botas, y quién sabe qué más, por un poco más de grano y unas miserables hierbas... ¡Grano, Hakan! El zorro ha perdido sus dientes o ha olvidado cómo se caza.
- Ese zorro es astuto... y está haciendo más que tú por los bortai.
- ¡Y una mierda! ¿Cuánto tiempo hace que no ves un drak merodeando ansioso por recuperar las ciénagas que atesoráis tú y los tuyos en tus tierras? ¿Cuánto que no hay noticias de movimientos de su reina y esos tanques suyos? ¿Y quién te crees que los mantiene a raya?
- Lo sé, Gwyram. Pero aún así, te pido que lo tengas en cuenta.
- No te preocupes – concedió finalmente el caudillo, resoplando de mala gana. No convenía perder el favor de los ancestros. – Haré que lo vigilen. Pero no pienso tomar cartas a menos que haya un peligro real.
Si en ese momento hubiera sabido de quién hablaban, me habría echado a reír en sus caras, como si una hormiga se riera de la ridícula trompa de un elefante. Pero para mí solo existían las dos últimas palabras de mi líder: peligro real. Aquellas dos palabras me habían llenado de terror. Me puse a temblar incontrolablemente, con el estómago encogido ante la perspectiva del peligro. Me había repetido a mí mismo que aquello no era un juego, que era un ejercicio de guerra real; pero ahora me daba cuenta que nunca llegaría a ser más que un juego, una tontería. Una tontería que me había acarreado un gran disgusto. Me arrepentí inmediatamente de haber escuchado aquella conversación.
Me arrepentí como digo porque con el miedo que tenía encima, intenté echar a correr. Pero una de mis piernas había decidido que no estaba bien eso de hacerse el dormido sin estarlo de verdad, y decidió dormirse por su propia cuenta. Como resultado, en lugar de echar a correr hacia delante, me caí hacia atrás, sacudiendo patéticamente los brazos, ahogando un grito para evitar que me descubrieran. Hecho un ovillo, rodando como una roca torpona y fofa y echando abajo uno de los postes de la tienda, atravesé por debajo las pieles de la cobertura de la yurta. Los dos hombres, que habían estado tensos en extremo, pegaron un respingo, levantándose ambos de las pieles que les servían para asentarse como por ensalmo, con velocidad felina, algo que era difícil de creer en un anciano de aquella edad y en un hombre de la envergadura de mi jefe.
El anciano enseguida echó a reír estentóreamente, con la carcajada limpia de los abuelos, esa risotada afable y franca, congestionándose. Gwyram también se congestionó. Primero se puso rojo, luego azul. Las venas de su cuello y su frente palpitaban al frenético ritmo de su asustado corazón.
Me puse en pie como pude, pidiendo perdón a los dos hombres, avergonzado. Pero eso no le bastó a mi caudillo que tuvo a bien enseñarme una lección de cómo caminar que mi trasero recordó durante mucho, mucho tiempo. Me saco de su tienda con un único puntapié que me hizo volar una nada despreciable distancia y me hizo caer de bruces en el suelo. No sé si fue eso, o mis infructuosos intentos de volar, braceando inútilmente en el aire, pero el anciano rió aún con más fuerza si cabía, teniendo incluso que llevarse los brazos al estómago, que parecía amenazar con salírsele del cuerpo si no lo sujetaba.
- ¡Y ay de ti si vuelvo a pillarte dentro de mi tienda sin haber sido invitado! – y tapó la entrada con una gruesa piel de ciervo.
Me levanté herido en mi orgullo, frotándome las posaderas. Y creía haberme librado ya de la vergüenza cuando se acercó una niña, algo mayor que yo.
- Mira que eres tonto – la mocosa no tenía pelos en la lengua – no sabes ni caminar, como un bebé.
- Sí que sé, loba – sus tatuajes demostraban que pertenecía a tal clan.
- Si supieras, no habrías rodado dentro de la tienda de Ala Negra.
- ¿Y qué? Además, no sé que haces tú aquí, loba. Este no es tu clan.
- He venido con mi padre y mis hermanos, Erika y Lothar. Me llamo Drawen.
Dirigiéndole una furibunda mirada me alejé de ella. ¡Será descarada! Echándome en cara lo que hacía o dejaba de hacer... ¡en mi propio clan! Si entonces hubiera sabido tantas cosas...
Me enfadé tanto con aquella mocosa que volví a mi tienda hecho una furia, refunfuñando y barbotando los insultos más originales que conocía a mi edad. Y os aseguro que no eran ni pocos ni suaves los improperios que iba desparramando por todo el camino. Estaba tan herido que decidí que no salir de la yurta en toda la tarde sería una gran idea. Pero nunca fui partidario de permanecer mucho tiempo parado sin dedicarme a nada y mi mente, siempre activa, no me dejaba de atormentar con los desafortunados acontecimientos de aquella tarde, a los que no dejaba de dar vueltas.
Y la verdad, lo que más me dolía no era el trasero, ni haber entrado de aquella manera tan poco digna en la yurta del líder de clan, sino los ojos de aquella mocosa que me había mirado con tanto desprecio como si hubiera sido un mydonita leproso. "Como un bebé". Tenía aquellas tres palabras grabadas a fuego en mi mente. Cuando más deseaba haber demostrado que era un hombre hecho y derecho, un meritorio guerrero del Cuervo, había cometido un error estúpido y una niña de otro clan se había reído de mi.
Cansado de autocompadecerme, agarré una fisga, y me encaminé al río, decidido a coger algunas truchas. Las truchas en salazón siempre han sido mis favoritas, y hacía tiempo que no las comía. Así que me propuse pescar unas cuantas, para poder salarlas y después, comerlas. Desechando casi por completo los torpes pensamientos, corrí con la fisga en la mano hasta la orilla del río que cruzaba nuestro asentamiento. Me quité las botas y me metí hasta las rodillas en las gélidas aguas del Río Ancho.
Me quedé parado intentando acostumbrarme a la sensación de frío del agua corriendo alrededor de mis piernas, mientras me concentraba para fundirme con el río, como me habían enseñado a pescar. Tomé una posición alerta y me quedé bien quieto, permitiendo que los peces y demás criaturas del río se acostumbraran a mi presencia. El agua corría entre mis pies y movía las finas y largas algas fluviales, que me hacían cosquillas entre los dedos de los pies. Cerré los ojos y acompasé mi respiración para hacerla más acorde al flujo de las aguas. Abrí mis sentidos, dejando que el sonido del agua empapara mis oídos, haciéndose más y más claro, hasta oír el más ligero movimiento en el lecho del río. Oía pequeños moluscos moverse entre la tierra y a los insectos deslizarse por la superficie de las claras aguas del Río Ancho. Oía las tencas nadar con rapidez y cómo, tras mi brusca intromisión en sus vidas, los seres acuáticos recuperaban su monotonía habitual. Oía cómo las truchas se iban confiando más y más, acercándose con cautela a mis piernas, inmóviles, quietas, fijas. A no tardar, tuve varias truchas dándome pequeños mordiscos en la desnuda piel. Musité una plegaria silenciosa a la Madre y hundí la fisga.
No había sido uno de mis mejores ataques, pero saqué una trucha de un tamaño decente, que decidí dejar para una cena en lugar de salarla. Tras mi pequeña agitación, el río había vuelto a sumirse en el caos y tendría que volver a repetir toda la operación. Pero no me importaba. Hasta que oscureciera, y el bardo comenzara su relato, aún quedaban unas horas, así que disfrutaría de la jornada de pesca, aunque no fuera mucho lo que me quedaba por disfrutar.
Con pasos lentos y medidos, intentando agitar lo menos posible las ya encabritadas aguas del remanso, volví a adoptar una posición de ataque, con la fisga levantada sobre mi hombro derecho, la rodilla izquierda ligeramente flexionada y la mano izquierda extendida, para mantenerme en equilibrio. Cerré de nuevo los ojos y abrí el oído, dejándome cautivar por las palabras de la Madre, escuchando sus susurros en las aguas y en los árboles.
Y oí. Entrelazadas entre el sonido de la tranquila corriente del Río Ancho, en las hojas y ramas de los sauces y robles que rodeaban aquel meandro, en las briznas de hierba que se rozaban entre sí en las márgenes. "Ven, ven conmigo" parecía decir la voz, una voz femenina, de extraordinaria belleza. "Ven". Agucé el oído, esperando escuchar algo más. "Ven conmigo". Había un deseo extraordinario en aquella voz, un impulso como no había oído jamás. "Acércate". Las palabras transmitían una soledad inconmensurable, insondable, una añoranza que dolía en lo más hondo del corazón, como si se hubiera perdido lo más preciado que se tenía en el mundo. "Estoy aquí". Me invadió una gran tristeza, como si una pena guardada durante milenios me hubiera alcanzado de lleno. "Ven, yo soy tu Madre. Acércate." Mi primer impulso fue el de abrir los ojos y echar a correr. Mi madre, la mujer a la que mi padre tanto amaba... quería conocerla. Quería que me abrazara, ver aquellos ojos de los que tanto me había hablado mi padre. "Ven". Y los abrí.
Y lo que vi, me asustó. Ante mí se alzaba un enorme can, con el pelo erizado, calado hasta el pellejo, con la lengua fuera, babeando sobre las claras aguas. Olvidándome de mi pesca, de las truchas en salazón y de la voz en el agua, alcé la afilada fisga y la blandí como si fuera un arma. El perrazo soltó un ladrido profundo, que parecía salir de las propias cavernas de Korgath y que olía igual de mal. No retrocedí. Me mantuve allí, impertérrito, tragando saliva, dispuesto a atravesar a aquel animal de parte a parte si me hacía algo. El animal dio un paso adelante y yo me apresté a lanzar la fisga.
- ¡Eh! – la voz sonó tan cercana, que durante mucho tiempo, juré que fue el perro el que había hablado. – ¿Qué haces? Wrolf sólo quiere jugar.
Ante algo que escapaba de aquella manera a mi comprensión, alcé la cabeza para mirar hacia la cruz del perro, que quedaba bastante por encima de mi cabeza y, cuál no fue mi sorpresa al encontrarme a un niño de unos cuatro años que iba subido a la grupa del animal. Un urgo. Un perro de guerra del clan Lobo.
Bajé la fisga lentamente, para no espantar al urgo, y como compensación recibí una pedrada en mi ya maltratado trasero.
- ¡Ay!
- ¡Eh, tú! ¡Deja de maltratar a nuestro urgo!
Era una muchacha ya bastante mayor. Debería tener unos diecisiete o dieciocho años. Ya era una guerrera hecha y derecha, y de su costado derecho colgaba una espada de palmo y medio, muy estrecha, pero que ya contaba con numerosas muescas. Su clan era el del lobo, como demostraban sus tatuajes. Por eso seguramente llevaban aquel animal.
- Tranquila, Erika – dijo el mocoso que montaba al perrazo, – le hemos asustado sin querer.
- ¡Vaya! – sonó otra voz detrás de la jovencita – ¡Si es el bebé!
- ¿Tú otra vez?
Me indigné. Allí estaba otra vez aquella descarada. Venía sonriendo, con un gesto de autocomplacencia, muy pagada de sí misma, como si hubiera hecho un chiste. No dejé que me humillara. Mantuve la calma.
- Por favor, Lothar, ¿te llamas Lothar? ¿Puedes sacar a tu urgo de aquí? Me gustaría pescar un poco más.
- ¿Estás pescando? ¿Me dejas probar?
- No sé. ¿Sabrás usar la fisga sin hacerte daño?
- Claro que sabré.
- No sé... – miré a su hermana mayor, Erika. – Perdona, ¿tú crees que lo hará bien?
- Eres muy pequeño, Lothar. Además, padre me dará un buen coscorrón si te pasa algo.
- Vamos, hermanita – intervino Drawen. – Seguro que lo hace bien, ya sabes cómo es... parece que tiene a la Madre siempre tocando su hombro.
Le alargué la fisga al niño, que bajo de la grupa de Wrolf, que, a modo de saludo, le dio un lametón que casi pareció que fuera a arrancarle la cara y que el niño recibió con una alegre carcajada. Agarró la vara titubeante, tanto, que me dio miedo que se le resbalara y se le cayera al río, perdiéndola en la corriente. Pero la asió firmemente.
Adoptó la misma postura que me había visto poner a mí anteriormente, con los ojos cerrados y el oído alerta. Alzó el arma y movió levemente los labios. Pronto vi arremolinarse a su alrededor varias truchas, de un tamaño considerable, como si hubiera formado parte del paisaje toda su vida. Notó cómo los peces le hacían cosquillas en sus piernecitas y ahogó una risilla que los hubiera espantado, y permaneció en absoluta quietud y silencio, con aquella sonrisa maliciosa en sus labios.
Descargó la fisga una, dos, tres veces. Echó la fisga al agua con la velocidad de un rayo y sacó tres peces, más grandes que el mío, con una risa descontrolada, como sólo pueden hacerlo los niños pequeños. Agitó la vara en su mano, exhultante y se la enseñó a sus dos hermanas, que sonrieron mirándole. Yo estaba alucinado.
- Bravo – logré decir. – Nunca había visto nadie que la manejara con tanta soltura y velocidad – concedí a despecho de mi orgullo.
- Ha sido fácil. Shan'dru me ayuda.
- ¿Cuántas veces te hemos dicho que no blasfemes, Lothar? – bramó la mayor de sus hermanas – Tú no hablas con la diosa. ¡No eres un druida! ¡Eres un guerrero!
- ¡Pero es verdad! ¡Yo la llamo y me habla!
Erika le cruzó la cara a su hermano con una mano rápida, dándole un golpe tan fuerte, que le tiró al agua. Lothar ni siquiera pestañeó.
- Algún día seré líder, y haré que me pagues cada bofetón. – cuántas veces se arrepentiría de decir esta frase algún día...
Erika se dio la vuelta y dejó allí plantados a sus hermanos. Drawen se apresuró a ayudar a su hermano a levantarse, que me dio la fisga con las truchas y volvió a montar en su urgo, alejándose taciturno de allí y volviendo a murmurar.
- Yo le creo. A mí también me habla. Y también yo hablo con ella. Pero Lothar no puede callarse.
- ¿De verdad hablas con la diosa? Debes considerarte muy afortunada.
- No lo sé. Algún día tendré que decidir si seré guerrera o seguiré los pasos de la Madre. No quiero decepcionar a Erika. Pero si la diosa me llama...
Por su rostro cruzó la sombra de una gran duda, una oscuridad que no debería ensombrecer su rostro. Era demasiado joven para soportar aquella presión y no correspondía a su edad tener tan altas preocupaciones.
Como si aquello pudiera aliviarla, le tendí la fisga con los peces que había cogido su hermano. Ella cogió uno y me sonrió, espantando aquella sombra de su gesto.
- Venga, – me dijo – vamos a asar un par de éstas y merendamos.
Y en aquel momento, mirando el tamaño de los peces de Lothar, me dio un escalofrío.
Me desperté recostado sobre el tronco de un sauce, a la orilla del río, cuando ya estaba anocheciendo. Los rescoldos de la hoguera de la merienda de aquella tarde aún seguían encendidos. Había pasado un rato agradable con aquella chiquilla del Lobo, aunque en aquel entonces me habría dejado cortar una mano antes de reconocerlo. Mi altanería podía medirse con la de muchos príncipes a pesar de no abultar más que un gusarapo.
Soñoliento y tambaleante, recorrí el camino hacia mi yurta, que ya empezaban a iluminar las teas y las hogueras en las que se habían puesto los espetones a girar. El aroma a madera quemada empezaba a inundar el asentamiento mientras los hombres destripaban y despellejaban venados y jabalíes y las mujeres atizaban los fuegos, ponían las pieles a secar y disponían el cerco donde aquella noche celebraríamos la llegada del bardo.
Restregándome los ojos, llegué hasta mi yurta, donde mi padre me esperaba. Me sonrió, me dio un pequeño pescozón y me dijo que quién me había enseñado a rastrear tan mal como para que hasta el zopenco de Ala Negra me descubriera. Después de relatarle toda la aventura, Ragnar se echó a reír escandalosamente, me acercó el jubón bueno (que mi madre había conseguido durante un saqueo; llevaba bordado un cuervo negro y ciertos trabajos de pasamanería cosidos a los bordes del cuello, el faldón y las mangas) y me puse las botas nuevas, unas suaves botas de piel de ciervo que mi padre había cosido para mí durante su convalecencia. Completaron mi atuendo un pantalón de cuero que había heredado de uno de mis hermanos y unos pequeños brazales de cuero que me había regalado mi matrona. Como buen bortai, me coloqué un arma al cinto. No era más que un cuchillo, si bien es verdad que bastante largo. Hecho este que, dado mi tamaño, la hacía semejar a una espada corta más que a una daga. Y así, llegué al círculo de la celebración hecho todo un veterano de guerra, ufano de llevar un arma a mi costado, acentuando el parecido con mi padre.
Allí ya se encontraban los ancianos, sentados alrededor del bardo, en un puesto privilegiado, junto al sitio que ocuparía Ala Negra. También estaban las mujeres, en el papel de solícitas anfitrionas, disponiendo a todo el mundo que llegaba como debía estar, para que nadie se sintiera ofendido por no estar lo suficientemente cerca del círculo de honor o lo suficientemente lejos como para que Gwyram no se sintiera amenazado.
Vi como a mi alrededor iban pasando enormes fuentes de barro y madera llenas con trozos de carne aún chorreantes, calientes, desprendiendo un aroma que hacía la boca agua. Aquella noche además teníamos distintas variedades de pescado que los nutrias nos habían enviado. Había también frutas del Bosque de Plata, tortas de maíz entrovino, exóticos dulces de Sirocitria y, todo ello, regado con los excelentes vinos saqueados a Mydon y la exquisita cerveza negra bortai, espumosa y espesa.
Mucho se bebió aquella noche, incluso los niños. También se comió mucho. Enormes ruedas de queso de leche de urga, recio y sabroso, jugosos salchichones de jabalí y venado, fragantes y bien curados, chorizos de carnes inimaginables. Y todo ello, alrededor de la fantasmal y bailarina luz las hogueras del asentamiento. Hubo canciones, juegos, competiciones... la gente rió, cantó, bebió y comió, no necesariamente por este orden. Muchos jóvenes abandonaron el círculo para sumirse en la caricia de los susurros y los gemidos apagados, entre los tupidos arbustos de la estepa. No serían pocos los bortai que se engendrarían aquella noche en el clan Cuervo.
Los ancianos, el bardo y nuestro caudillo hablaban entre sí, animadamente. Pero yo me di cuenta que Gwyram no miraba al bardo a la cara. Sólo le hablaba, cortésmente, pero desde la distancia. ¿Tendría algo que ver la discusión que habían mantenido esa tarde? Al clan lo amenazaba algo. El bardo sabía qué, pero Ala Negra no parecía darle la importancia que merecía, o no parecía darse cuenta de la importancia que tenía.
Yo no tenía miedo. Confiaba en Ala Negra. Y si él pensaba que no había razón alguna para temer a lo que quiera que fuera que asustaba tanto al bardo, yo no veía razón alguna para creer lo contrario. Es más, me gustaría ver qué podía hacer tan poderoso ente contra un clan entero plagado de guerreros duros y curtidos armados hasta los dientes. Seguro que sería un espectáculo digno de ver.
Las risas y las chanzas llegaron a su punto más álgido, lanzando a la noche toda la algarabía de un clan satisfecho y contento con su vida, añorante de la guerra que, a no mucho tardar, acabaría por desatarse en las fronteras. Los amigos batían las mandíbulas en sonoras carcajadas, las parejas se hacían arrumacos, y los niños corríamos por doquier... éramos niños.
Y por fin se levantó el bardo de su sitio. Los huesecillos que llevaba anudados en sus larguísimas trenzas, que según se decía, jamás se cortaban los de su clase, claquetearon al alzarse de las pieles en las que reposaba. Se apoyó en un larguísimo y nudoso cayado, y cerró los párpados, mostrando unos intrincadísimos tatuajes. Inspiró profundamente y, con un majestuoso gesto, hizo silenciar a toda la asamblea, que instantes antes jaleaba y gritaba.
- Hombres y mujeres de Bort – tronó su voz, que no ya no tenía el cascado deje que había oído aquella tarde, sino el poderoso y potente bramido de las olas en los acantilados, – ancianos y jóvenes. Escuchad hoy mi voz, que os traigo la sabiduría de los ancestros y las palabras de los que murieron.
"Y una vez acabada la fórmula os diré que hoy no será así. Hoy os traigo la sabiduría del presente, los hechos que afrontáis. Pues no se debe vivir anclado únicamente en las costumbres, sino que la vida nos llama a mucho más en nuestros días."
"¡Bortai! Hijos de los Cuatro Clanes, habitantes de la dura y fría estepa. Clamo hoy a los ancestros que me den entendimiento y facilidad de palabra para relataros lo que acontece fuera de la seguridad de vuestras fronteras, lejos de vuestras cálidas yurtas y del frío abrazo del acero de vuestras hachas, entre los demás pueblos de este vasto mundo. Pues no sólo hemos de conocer a los nuestros, sino también a los ajenos, para poder enfrentarnos a ellos y negociar cuando sea necesario."
"Conocimiento y sabiduría os traigo hoy sobre el pueblo shyrmi, que habita más allá del erial, en el interior de altísimas y oscuras torres más allá del océano de arena, entregados a su propia manera de extraer el conocimiento de montones de pieles secas de ovejas grabadas por otros que obtuvieron el conocimiento antes que ellos, para lograr después su propio discernimiento y añadir pellejos al montón."
Para mí, en mi niñez no hubo cosa más absurda que ésta. ¿Quién querría guardar montones de pellejos secos de oveja? ¿Quién en su sano juicio esperaría obtener de aquellas pieles la más mínima perla de sabiduría. A los pocos niños que sobrevivíamos en Bort senos enseñaba, como yo había aprendido dolorosamente, que el verdadero conocimiento llega de la experiencia. La guía de nuestros mayores era verdaderamente apreciada y muy valorada; pero en ocasiones, desoída. Y esto es lo que realmente nos hacía aprender, a veces muy a pesar nuestro; otras, con alegría. Pero siempre, en las cosas importantes, tenían los ancianos razón absoluta en todo. Ellos no nos ponían trabas a nuestras propias decisiones. Pero pusiéramos a prueba sus palabras o no, invariablemente tenían razón.
Aquel primer contacto fugaz con la lectura había terminado por minar mi interés por la historia del bardo, no sé si por la borrachera que llevaba (los niños bortai no beben leche: sólo cerveza), o por lo estúpido de la idea, y ahora la veía como un simple cuento de viejas, como los que me contaba mi nodriza cuando era más crío.
- Estamos separados de ellos por medio del Desierto de la Locura, pero que no os engañe su aparente lejanía. Cierto es que nunca han sido un problema para Bort. ¿Qué querrían de nosotros, de la ancha estepa, si ya tienen su propio erial? ¡Que se queden con su repugnante magia, cuyo contacto repugna a los hombres de alto honor!
"Pues es Shyrm un país de magos. Aquí y allá se alzan sus poderosísimas torres de hechicería, donde no menos poderosos archimagos realizan sus innumerables experimentos. Estos hombres y mujeres no creen en la existencia y poder de los dioses, y por esta causa, por ser tan descreídos han entrado muchas veces en guerra con los kiltasis. Fue tras una de estas guerras cuando apareció el Desierto de la Locura. Los sirocitrios a punto estuvieron de conquistar Shyrm. Pero antes de que ocurriera, los magos shyrmis unieron sus fuerzas para echar a perder toda una generación de paladines y damas de la fe bajo toneladas de ardiente arena. En su destrucción, se dice, los magos atraparon los espíritus de los kiltasis muertos en aquella masacre para atormentar a aquellos que, sin permiso ni poder, intentaran atravesar sus frontera, vengándose así de aquellos que a punto estuvieron de fraguar su completa desgracia."
"Shyrm es un pueblo poderoso, capaz de guardar su rencor durante siglos y, una vez retomado ese odio, darle rienda suelta y hacerlo estallar con el mismo furor que el primer día. O más incluso. Esto lo saben los propios shyrmis y lo utilizan en su favor. Así como también lo saben sus enemigos. Deberíais dar gracias por que no se hayan fijado aún en nosotros."
"No son una raza estúpida y falta de seso. Los shyrmis tienen en su poder armas formidables, mucho más peligrosas que las hachas y espadas que utiliza nuestro pueblo. Son armas invisibles, que pueden herir desde lejos y causar gran daño."
- ¡Cobardes! ¡Ratas! – se oyó decir.
- ¡Calla y escucha, cabeza de granito! – rugió Ala Negra. – Más te convendría oír con los oídos bien abiertos para saber como luchar con los shyrmis – se sintió el restallido de un fuerte pescozón que me hizo llevarme la mano al cuello, instintivamente, casi en solidaridad con el receptor del golpe.
- No son en absoluto cobardes. Ni lo penséis siquiera. Muchos se arrojarán con sus manos desnudas ante cientos de guerreros armados y aullantes y los devastarán con unas pocas palabras. No es una lucha noble pero, ¿quién entre vosotros se lanzaría contra una cohorte de mydonitas a pecho descubierto y con sus solas manos? – algunos gritos de exaltación comenzaron a elevarse – No dudo de vuestro arrojo – continuó el Serpiente, – pero no expresan las palabras de vuestro corazón, pues todos teméis caer en la deshonra de haber sido vencidos por mydonitas.
"Para los shyrmis la deshonra sería la misma: no vencer. Son diestros en sus conjuros y hechizos. Son capaces de controlar mentes ajenas, reavivar a los muertos, convocar demonios y dominar los elementos a placer. Son verdaderas fuerzas arrasadoras que pueden destruir lo que quieran con facilidad, si se les da la tranquilidad y tiempo suficientes. Por eso, si os encontráis ante un shyrmi, haced lo posible por que rompa su concentración o no le dejéis hablar. Porque si una sola palabra sale de sus labios, habréis muerto sin remedio antes de poder empuñar siquiera vuestras armas. Calcinados, locos, llevados por los demonios o devorados por muertos vivientes sedientos de sangre caliente."
El bardo siguió hablando sobre los shyrmis, pero a mí me dio igual. Contó historias de magos famosos, de renombrados hechiceros que habían logrado grandes hazañas. Y en todas esas historias, yo era el protagonista.
En mi costado, la daga comenzó a pesarme demasiado.
- ¡Yargh!
Ya no podía más. Estaba extenuado, tan cansado que no podía ni tenerme en pie. Me dejé caer sobre la dura tierra, con cuidado de no dañar la herramienta.
- ¿Ya te has cansado? ¡Eres un maricón! – rió Ragnar.
La vez anterior consiguió aguijonearme. Pero ya no me dejé engañar.
- No, padre. Pero es la hora de comer, y tú siempre tienes hambre.
- Pues andando, que seguro que Dada tiene algo bueno en el fuego.
Envainé la herramienta. Mi espada. Mi primera espada. Sólo tenía ocho años y ya tenía un arma. A mi edad, era absolutamente impensable que pudiera levantar alguno de los pesadísimos mandobles o enormes hachas de batalla con las que acostumbra a luchar mi pueblo. Por eso llevaba en una funda anudada a la espalda una bastarda que había sido herramienta de todos mis hermanos antes de llegarme a mí. Y a pesar de su "experiencia" llegaba a mis manos impoluta, con las marcas y magulladuras que dejaron mis hermanos grabadas en ella, pero con el filo y el pulido que le dieran los herreros del Erizo. Y aunque hubo pertenecido a mis hermanos, y antes que a ellos, a mi madre, yo anhelaba a Nodym, la hoja de mi padre. Un mandoble con una hoja de un palmo de ancho y más de siete de largo. Una belleza, una obra maestra de los Blodox, artistas del metal del clan Erizo, con la guarda en forma de cuervo alzando el vuelo y una empuñadura que una vez estuvo bellamente labrada y que ahora aparecía deslustrada por el uso frecuente. El osazo que fue mi padre la manejaba con la sola ayuda de su mano izquierda, blandiendo el hacha en la derecha. Con el descomunal mandoble colgando de su cadera derecha, plantó una de sus zarpas en mis delgados hombros, conduciéndome al campamento.
- Aprendes deprisa. Voy a tener que hacer azotar a Dada. Le dije claramente que quería enseñarte yo.
- Tú no estabas entonces, y yo tuve que aprender algo.
- ¡Vieja bruja! Siempre acaba teniendo razón la jodía.
No pude evitar reírme.
Dada tenía preparado un puchero con caldo de venado y patatas a la cerveza. Ese inconfundible aroma nos hizo salivar a ambos demasiado pronto. Mi matrona nos recibió con una sonrisa y comimos abundante. Había que aprovechas las sobras del festín, puesto que nunca se sabía cuando podríamos volver a comer en condiciones, como solía decir la vieja Dada, y era mejor sacar provecho de lo que se tenía en ese momento.
Llenos los estómagos y con la calima, no era bueno seguir entrenando. Así que, aprovechando que mis hermanos estaban ausentes (los Caballo andaban metiendo jaleo por unas tierras de pasto que limitaban con las nuestras y que reclamaban para sí), mi padre se tumbó a la sombra, en el suelo de la fresca yurta. Yo tampoco tenía ganas de hacer nada, por lo que también terminé por tumbarme. Pero fue un error.
Y fue un error porque no había hecho más que comenzar a cerrar mis párpados cuando noté que mi padre rebullía y se levantaba. Rezongando las blasfemias más originales que había oído yo en mi corta vida, retiró la solapa de la tienda y salió fuera. Había una túnica que asomaba bajo la piel de carnero que tapaba la entrada de nuestra yurta y, más abajo, unos pies que se movían intranquilos.
Podría decir que me armé de valor y corrí a escuchar lo que se decían mi padre y los pies que atisbaba, pero de lo que me armé fue de la desmedida curiosidad que tienen los niños a esa edad.
-...ninguno de sus hermanos comenzó tan pronto, Ragnar – era la voz de Dada
- Porque ninguno de sus hermanos fue como él – mi padre no estaba nada contento. – Todos quisieron blandir el acero antes de nacer.
- Ninguno nació bajo las señales que le auspiciaron a éste. Ragnar, sabes que está destinado. Así ha sido siempre.
- ¿Qué sabrás tú, mujer? Los hombres nacen para ser guerreros, no druidas. Y mucho menos, hechiceros – Ragnar hizo un gesto para ahuyentar el mal agüero.
- Y sin embargo, ¿a quién pides ayuda cuando estás herido? No menosprecies a la madre, guerrero.
- No lo hago, mujer. Pero tampoco se lo ofreceré como quien le ofrece un recental o un lechón. Será guerrero. Como lo fue mi padre. Y el padre de mi padre antes que él.
- No se puede huir del destino – prosiguió Dada. – Tú lo sabes bien, Ragnar. La diosa todo lo puede y tarde o temprano reclamará para sí lo que es suyo. No lo olvides nunca.
- Un druida no es un hechicero.
- No. Shan'dru no lo quiera. Pero ya oíste al bardo el otro día. Le oíste hablar de los shyrmi. Tú como yo oíste lo que puede conseguir un mago instruido. ¿Acaso eso no salvaría a Bort? ¿Acaso un comando de guerreros que supieran combinar el acero con la magia no podría librarnos de las apestosas comadrejas de Mydon?
- Los hombres luchan con acero, vieja. Y él será un hombre. Será un hombre de honor que luche sus batallas cara a cara, blandiendo la hoja, haciendo sangrar a sus enemigos y cobrando sus vidas después. No hay más lucha que esta.
- ¡Y por eso Mydon está sometido desde hace siglos!
- ¡Cállate, te digo, mujer! Se hará lo que yo diga.
- Claro, tú sabrás. Es tu hijo.
Así que se trataba de eso. En ese momento vinieron a mi cabeza todos los recuerdos de la noche anterior, con los que me fui a acostar. Todo lo que nos había contado el bardo tomó forma en mi mente. Y sentí el deseo de tener entre mis manos todo aquel poder con el objetivo de doblegar a mis enemigos.
Mi mente se maravilló tanto con los cuentos del bardo, que veía ante mis ojos estallar relucientes bolas de fuego, estrellándose contra las legiones mydonitas, calcinando sus cuerpos, haciéndolos estallar en mil pedazos. Vi a los gardecorps corriendo, con los sesos idos o perseguidos por demonios del abismo que sólo yo podía controlar. Y quise con todas mis fuerzas ser uno de aquellos fantásticos seres que podían doblegar a sus enemigos con tan simples argumentos como unas cuantas palabras. Y así se lo hice saber a mi padre cuando volvíamos.
La cara que puso mi padre fue de hilaridad completa. Supongo que debió pensar que estaba borracho (como estaba en realidad) y que me habían trastornado las palabras del serpiente. Así que me cogió en sus brazos y, por el efecto de la negra cerveza, me quedé dormido en su portentoso pecho.
Pero a la mañana siguiente, a mi padre no debió olvidársele aquellas intenciones que le había demostrado por la noche, porque lo primero que hizo, fue darme aquella bastarda que ahora yacía a mi costado derecho, con la empuñadura hacia mis pies, como me habían enseñado para reaccionar velozmente en caso de ataque nocturno.
Acaricié su puño, mimoso, como si acariciara un juguete muy preciado. Pero aquel tacto me resultaba extraño, ajeno. Los demás niños de Bort llevaban jugando con espadas de palo mucho tiempo, y, a pesar de ser capaz de vencerles, nunca se movió la madera entre mis manos como entre las suyas, como si fueran un miembro más de su cuerpo. No diré que me manejaba mal con la espada, pero mis movimientos resultaban antinaturales, desmañados. No como los suyos, que parecían felinos, verdaderos pasos de baile de la macabra danza de la muerte que traíamos los bárbaros entre nuestras manos.
Así la espada y la desenvainé. La enarbolé dispuesto a acometer a enemigos imaginarios que pudieran darme la confianza que necesitaba para meter en cintura a mi desbordante imaginación.
Bajo el sudor que perlaba mi frente, en la asfixiante atmósfera que reinaba a media tarde sobre el asentamiento, ensayé paradas, acometidas, tajos y estocadas. Centenares de golpes acudían a mis brazos, prestos, diligentes. Y aún así no conseguí darles la fluidez que había visto en mi padre o en otros niños del clan. En mis manos, el acero cumplía una función casi mecánica, pausada, como si un golpe no siguiera a otro. Parada. Estocada. Giro. Pero nada de lo que hacía se acercaba, siquiera ligeramente a los ágiles movimientos de mis torpes compañeros de juego. Intenté encadenar rápidas series de movimientos con la hoja, pero ni siquiera así conseguí el efecto que buscaba.
Frustrado, lancé la hoja contra un roble, enfadado conmigo mismo. El roble quedó empalado hasta la empuñadura, lo que me hizo repetir la blasfemia que había oído aquella tarde a mi padre, y que me pareció de lo más apropiada, aunque por aquel entonces no tenía ni una remota idea de lo que significaba. Me acerqué a por ella, agarrando la empuñadura.
Y entonces el robledal que me rodeaba desapareció. Los árboles se disolvieron ante mis ojos y me encontré sólo, agarrado a una espada clavada en una densísima oscuridad que me envolvía, y de la que no podía extraerla. Sentí...
Paz.
No sentí miedo. Mi corazón latía tranquilo y mi mente estaba despejada. Sin soltar el único nexo que me unía a la realidad tangible de mi clan, miré a mi alrededor, pero seguí sin ver nada.
- ¿Quién me daña, oh, quién?
Esa voz...
- ¿Por qué? ¿Qué mal hay?
Tristeza inmensa. Mezclada con el dolor que sólo puede producir la añoranza de lo perdido.
- No me mutiles. Yo te elegí...
- ¡Sal! – grité. – Muéstrate...
- Tú ya me conoces. Sabes quién soy...
La voz vino de mi espalda, me giré bruscamente para ver a mi interlocutora. Abrí los ojos (no me había dado cuenta de que los había cerrado).
Lo único que encontré a mi espalda fue el roble, ahora libre de mi herida.
- L... lo... lo siento – conseguí musitar.
¡Acababa de pedirle perdón a un roble!
Y sin embargo, sentía que debía hacerlo. No sabría decir qué o por qué me sentí movido a hacerlo. Sólo me quedé allí, estupefacto conmigo mismo, boquiabierto, mirando la punta de mi arma, allá lejos, a la máxima distancia que me permitían mis brazos, mis enormes brazos.
¿Enormes? Me asusté. Me miré, pero no me Vi. Vi algo muchísimo peor. Vi un hombre alto, casi tanto como mi padre. Con el fuego en la mirada, blandía un espadón y vestía los mantos de líder. Un hacha sobresalía a su espalda, sobre la capa que llevaba sujeta sobre las hombreras de cuero, repujado hasta darle la forma de un cuervo con las alas y las garras extendidas. Envainó la hoja a su izquierda y tiró de las garras de la armadura, extrayendo dos poderosas y afiladas dagas. Las lanzó con maestría, haciendo blanco en dos de sus enemigos. A uno le atravesó el ojo con una de ellas, cayendo muerto en el acto. Al otro se la clavó justo en la nuez, haciéndole retorcerse por robarle el aire al aire y sin poder respirarlo. Sacó los dos cuchillos y los sacudió con un gesto de desprecio, volviéndolos a envainar, para acto seguido, enarbolar el hacha que llevaba a su espalda.
Daba gusto verle luchar. Y sin embargo, había algo familiar en aquellos movimientos automáticos, estudiados, faltos de instinto. Mecánicos.
- Ven
Y me desmayé.
- Bienvenido, muchacho.
Me desperté con un dolor de cabeza bastante considerable. No quería ni abrir los ojos. Pero, desobedientes, se abrieron al mundo que me rodeaba, consiguiendo que la luz aumentara mi sufrimiento. Mi padre y Dada estaban a mi alrededor, mirándome. Ragnar exhaló un suspiro de alivio cuando volví en mí, que no trató de ocultar en absoluto.
- Eres un inconsciente, Khram, hijo de Ragnar. ¿No sabes que no se puede entrenar cuando el sol está tan alto? Se te fríen los sesos... aunque tú los debías de traer ya fritos.
Callé. No quería revelar por qué había ido a entrenar solo y a aquella hora. Y muchísimo menos quería tener que contar nada referente a mis visiones. Pero había algo en el aire que me decía que sabían algo. Sobre todo, aquel rostro inquisitivo, lleno de arrugas, de la vieja Dada. A ella nunca podía engañarla. Siempre lo sabía todo.
Mi padre posó una de sus manos sobre mi frente, tapándome también los ojos, lo que le agradecí en silencio. A pesar de que la yurta tenía la piel de carnero echada, aún entraba más luz de la que en ese momento estaba dispuesto a soportar.
- No tienes fiebre. ¡Valiente susto nos has dado, pequeño idiota! Pero bueno, ya estás de vuelta, y supongo que habrás aprendido bien la lección.
- ¡Ragnar! – se oyó una voz desde la entrada – ¡Ragnar! Gwyram te ha mandado llamar – a la puerta se veía a un muchacho pecoso, con una pelusilla incipiente en los mofletes de la que debía sentirse muy ufano, pues no paraba de tocársela. – Es urgente.
- Gracias, Baras – contestó mi padre, sin volverse a mirar al rapaz. Luego, dirigiéndose hacia Dada, prosiguió: - Cuida de él, Dada.
Yo, por supuesto, no quería quedarme a solas con Dada en aquel momento. Estaba convencido de que ella sabía algo, que tenía en mente algo referente a mis visiones. Lo adivinaba por la forma en que me miraba. Y eso me avergonzaba. Un guerrero no debe tener tales visiones. Hizo la temida pregunta.
- ¿Qué has visto?
Fingí que no estaba allí.
- Khram, sé que sabes a qué me refiero. Así que pórtate como un hombre y contéstame.
Intenté hacerme el distraído, como si no la hubiera oído. Miré hacia otro lado, como ido, intentando parecer lo más ausente posible. Pero mis ojos me traicionaban una y otra vez.
- Khram, yo te he criado. Así que no me vengas con tonterías ahora. Sé que has visto algo. Sólo quiero saber qué.
- No puedo decírtelo, Dada. Un guerrero no debe hablar de estas cosas.
- ¡Qué sabrás tú, lagartija! – se alejó de las pieles en las que estaba recostado, pero enseguida vino con una tralla y parecía muy dispuesta a usarla. – O me dices qué has visto o no tendré reparo en usar esto contigo del mismo modo que se usa con un zopenco.
- P... pero Dada... – tartamudeé – padre dice...
- ¡Al cuerno con tu padre! Tú me vas a contar lo que has visto ahora mismo.
Sin saber por qué, se lo conté. No fue la tralla. Ni siquiera los gritos de Dada. Simplemente, al empezar a contarlo, sentí que me invadía una sensación indescriptible que sólo volví a sentir una vez en mi vida.
- Verás Dada... yo... estaba entrenando, ya lo sabes. Quiero ser como mi padre, como mis hermanos. Pero no veo en mis movimientos la agilidad que tienen ellos. Los míos son demasiado mecánicos. Y me enfadé. Tiré la espada contra el roble más cercano que había. Y se incrustó en su tronco.
Hasta ese momento no me había dado cuenta. Pero al ver la sonrisa de Dada, caí. ¿Cómo iba a poder yo, un niño de ocho años, meter aquella hoja en el grueso y poderoso tronco de aquel roble?
- Todo fue muy extraño, Dada – seguí. – Porque en el momento en que me acerqué a sacarla, todo desapareció y se volvió oscuro.
"No me asusté, Dada. Se quedó oscuro pero no me asusté. Me sentí muy tranquilo, a gusto. Aunque sonara la voz. Sí, Dada, sonó una voz. No la conocía, pero me gustaba su sonido. Era como cuando tú me cantabas cuando era pequeño, Dada. Había algo familiar en esa voz, pero no pude reconocerla. Estoy seguro de que la he escuchado muchas veces antes, y no sé quién es.
La voz lloraba. Alguien debía estar haciéndole daño, porque había una tristeza muy grande en la voz. ¿Te acuerdas cuando perdí el caballito de madera que me hizo mi padre? Pues mucho más triste. Como si hubiera perdido algo mucho más importante.
Al principio no vi nadie que me hablara. Pero miré en todas direcciones y entonces fue cuando la vi. Caminando serena, venía hacia mí una mujer hermosísima. Tenía en los ojos la belleza de los lagos cristalinos, el arrebatador embrujo del fuego en las hogueras nocturnas, la solidez de las viejas tierras y la frescura de la brisa del invierno. Venía vestida de hojas, que conformaban una túnica larga que la cubría hasta los pies, unos pies menudos y esbeltos que traía desnudos. Extendió sus brazos hacia mí y, sin querer, cerré los ojos.
La voz no dejó de hablarme, pero la oscuridad se fue, Dada. Vi luz otra vez, aunque no sabía donde estaba. Ahí sí que sentí miedo. No conocía nada de lo que había a mi alrededor, no veía el campamento por ningún lado. Pero sí que vi algo."
Me detuve. Aquello me costó más recordarlo. No porque hubiera decidido enterrar aquel recuerdo, sino por lo que evocaba el traerlo de nuevo a mi mente. Había algo de doloroso en aquel recuerdo, pero también de orgullo. Un orgullo guerrero como sólo podía sentir un bortai. Mi corazón comenzó a latir más fuertemente, tanto, que casi se me salía del pecho. Levanté la cabeza y miré fijamente a los ojos de mi matrona.
- Vi un guerrero a mis espaldas. Un hombre bien parecido, con el color de las alas del cuervo en el cabello, que llevaba recogido en una larga cola. Era un guerrero alto, de casi cinco codos, fuerte. Una barba corta enmarcaba su rostro, tostado por el sol, y lleno de marcas de preocupaciones. Llevaba el manto de líder sobre sus hombros, sujeto a las hombreras de cuero de una armadura confeccionada con la forma de un cuervo volando, con las garras extendidas. Estaba en pie, al frente de muchísimos hombres que formaban una única línea que no habría de romperse. Aulló con todo el poder de su garganta y se lanzó contra sus enemigos.
"No puede verlos bien. No sabría decirte quienes eran, porque se confundían entre sí. No había ni una sola marca que los distinguiera a unos de otros. Sólo eran sombras. Pero al guerrero no dejé de verlo nunca.
Había desenvainado y en sus manos tenía ahora un espadón enorme. A su espalda yacía un hacha, sujeta por correas y que tintineaba en su arnés al moverse el hombre. Ante mis ojos, vi como ejecutaba a dos de las sombras con la espada, sin pestañear. Tenía dos dagas escondidas en la armadura, camufladas. Las lanzó y mató a otros dos. Y ya no dejó de matar, Dada.
En sus ojos vi locura, crueldad. Vi un fuego abrasador que lo consumía todo. Tenía la boca torcida en un gesto feroz, despiadado, desafiando a sus enemigos con cada paso y cada grito. Sus hombres le seguían fieles, sin cuestionarle, enardecidos por el furor con el que combatía su líder. Corría entre las filas enemigas, desbordándolas, deshaciéndolas, como el agua que entra en los diques de los castores en los ríos, desmoronándolos. En poco tiempo quedó con el pelo y los brazos cubiertos de sangre.
Gritaba. Con cada golpe de espada, con cada caída de su hoja, daba un alarido estremecedor que me hizo temblar hasta los huesos. En ese grito debía llevar el infierno y su furia, porque al oírlo, hasta sus enemigos salían corriendo, despavoridos.
No sé si sería un demonio, pero lo parecía. Parecía un torbellino, de rápido que se movía. Sus ataques eran precisos y salvajes, como los torrentes en primavera, cuando arrastran a su paso todo lo que encuentran. Sólo se detuvo en su matanza una vez. Y fue para mirarme. Sentí sus ojos clavándose en los míos, taladrando mi cabeza. Sentí como si pudiera ver a través de mí.
No debió verme, porque siguió luchando. Y cómo luchó. No quedó enemigo con vida. Los gritos de victoria llenaron el campo de batalla y resonaron en mis oídos durante mucho tiempo. Los hombres ahogaron los quejidos de los moribundos con sus vítores. Reían y alborotaban. Pero el líder no.
El líder se quedó aparte. Él no celebró nada. Se quedó congelado, con la espada en la mano, mirando a su alrededor. Deambuló entre los cadáveres de los caídos. Yo supuse que buscaba a algún compañero muerto, a alguno de sus hombres. Miró varias pilas de cuerpos inertes, pero no se agachó ante ninguna. Mientras sus hombres saqueaban a los vencidos y encontraban corazas, mallas y armas, él no. Él sólo miraba. Y lloraba.
Sí, Dada. Lloraba. Lloraba sin fin, desconsolado. Y entonces volví a mirar a sus ojos y ya no había furia, ni crueldad. Sólo pena y dolor. Rabia. Y pérdida. ¿Quién sería ese guerrero, Dada? ¿Sería a él a quién había perdido la mujer de la voz?"
- No te hagas preguntas ahora, hijo. Y más cuando no tienen respuesta.
Me cerró los ojos en un intento de que me durmiera. Y, vencido como estaba por el cansancio, agradecí que me dejara dormir.
Fuera, estaba mi padre, esperándola. Entre sueños, sus voces me llegaban lejanas, como si estuviera espiando a alguien desde larga distancia. Mi padre taconeaba el suelo con una de sus botas e hizo resonar a Nodym en su vaina, impaciente.
- ¿Te marchas? – preguntó Dada. – Te veo bien pertrechado.
- Sí. Me voy. Gunthar el oso ha convocado a los ejércitos de los clanes. Los mydonitas atacan la marca de Brunak. Dicen que quieren invadirla, arrebatárnosla.
- Si eso es cierto, andaos con ojo. No me fío de que sus únicas intenciones sean la marca de Brunak.
- Lo sé, Dada. Y como siempre, tienes razón. – Ragnar calló un instante y luego preguntó: – ¿Cómo está el chico?
- Duerme tranquilo. No lo despiertes, tiene que descansar.
- Pídele que me perdone por no despedirme. Y dale esto de mi parte.
- ¿Estás loco? ¡Aparta eso de mí ahora mismo! – Dada parecía muy alterada.
- ¿Qué te pasa, mujer? Es un regalo para mi hijo. Quiero que lo tenga. Es posible que...
- Es posible que nada. Escúchame bien, cabeza hueca. Si le das este regalo a tu hijo es posible que nunca llegue a ser lo que tiene que ser. Si le das esto a tu hijo, matarás su alma.
El tono de Dada había sido firme. Tanto, que no llegué a oír la réplica que esperaba de mi padre.
- Deshazte de eso, Ragnar. Regálalo, quémalo, entiérralo o échalo al fondo de un lago. Pero no se te ocurra dárselo a tu hijo.
Antes de quedarme dormido, buscando una paz que se me negaba, vi pasar la sombra de un cuervo sobre la yurta.
Finta. Parada. Paso atrás y golpe. Tajo, tajo, golpe. Estocada y molinete. Nada. Aún seguía sin conseguir la fluidez de movimientos que deseaba. No conseguía convertirme en ese relampagueante huracán que eran mis hermanos o mi padre, a los que apenas se podía detener en un combate. Mis movimientos eran torpes, casi desmañados. Y sobre todo, secos, sin enlace alguno, mecánicos. Así llevaba ya más de dos años. Y empezaba a ser insoportable.
Podría haber dicho en mi descargo que mi padre no estaba allí para enseñarme, que se había ido a hacer lo que mejor sabía: la guerra. Podría haber dicho en mi defensa que mi madre había muerto y que no tenía nadie que me hubiera entrenado. Pero todo lo que hubiera podido alegar habrían sido burdas excusas y mentiras para librarme de mi propia responsabilidad. No, no podía hacerlo. Debía reconocer que lo mío no era la espada y punto. Y para un bortai, esto es como estar muerto.
Dada llevaba ya al menos dos estaciones que no salía de la yurta. Decía que, por fin, el frío había hecho presa de ella y se le había metido en los huesos. Pero yo me imaginaba que no era sólo reuma. Cada día estaba más débil, tenía menos ganas y pasaba más tiempo arropada bajo pesadas pieles, aunque hiciera calor. Todos los días, empero, seguía cocinando y realizando todos los quehaceres. Y además, ahora me enseñaba...
A leer.
Odiaba dedicar tiempo a aquellas negras hormigas retorcidas y guardadas sobre pieles resecas, pegadas a dichas pieles como si fueran los percebes que se pegaban a los cascos de los drakkares de los Albatros. La primera vez que las vi, sacudí todos los pellejos, para limpiarlos de lo que parecían inmundos insectos inertes que se hubieran podrido sobre el cuero. Pero lo único que conseguí fue que Dada se riera de mí escandalosamente. Así que las lecciones comenzaron con risas y continuaron con capones. A mí no me interesaba demasiado la lectura y además me resultaba muy complicado, pero Dada estaba empeñada en que aprendiera. Que así no me engañarían los ladinos entrovios y podría viajar más lejos. Yo no entendía para qué podía querer viajar o tratar con los entrovios, teniéndolo todo como lo tenía en la estepa, por dura que fuera. Por otra parte, los bortai no guardamos la tradición por escrito, sino que va pasando de boca de unos a oídos de otros, como debe ser. ¿Quién guardaría algo tan importante en algún sitio que puede romperse, quemarse o perderse? La única forma segura de guardar las tradiciones ha sido siempre, y siempre será el boca a boca, y de este modo, nada se perderá. Así que tuve que aprender el común. Según Dada, los sonidos y la forma de combinarlos se dibujaban de la misma forma, aunque lo que para los entrovios era "pan", para nosotros era "hunsa". Y esto era lo que más me costaba entender y me desconcertaba. Es más, temía olvidarme de mi idioma materno para aprender otro que sólo yo entendiera. Y así se lo hice saber a Dada, cuya única respuesta fue una nueva y más sonora carcajada.
Pero de esto hacía, como digo, ya más de dos años. Dada comenzó a enseñarme sus lecciones al irse mi padre, que había partido hacia la marca de Brunak junto con mis hermanos, que ya tenían edad para guerrear, y, aunque gracias a Dada tenía menos tiempo para entrenar, el tiempo que me quedaba lo utilizaba en ponerme en forma y mejorar mis golpes. Aunque por lo visto no estaba teniendo mucho éxito.
Finta. Molinete. Ruedo por el suelo y estocada. ¡Mal otra vez! Con furia clavé mi bastarda en el suelo. ¿Cómo podía haber vencido a niños mayores que yo sin encadenar los golpes? ¡Otra vez! Esto empezaba a resultar frustrante. Resultaba muy molesto el intentar tener una fluidez y no conseguir encadenar más de un golpe en la misma secuencia. Intenté recordar lo que me decía mi padre: "Respira, detente. No pienses en nada que no sea la espada. No pienses en el oponente. Es el oponente el que debe pensar en ti, el que debe preocuparse por tus movimientos. Tú sólo muévete."
Así que lo intenté. Me detuve y me relajé. Me olvidé del resultado, me olvidé de lo que quería o tenía que conseguir. Sólo vi mi brazo y la espada. Aire y árboles empezaron a desdibujarse a mí alrededor y todo el mundo se disolvió ante mí. Era yo, y sólo yo. Tomé aire y me puse en guardia. Y todo volvió a empezar de nuevo.
Tajo y golpe y vuelta. ¡Bien! Estocada y giro ¡Bien! Golpe. Estocada y golpe. Ruedo y tajo. Golpe, finta y...
¡Clang!
El golpe fue tan brusco y repentino que la vibración que siguió al chasquido me entumeció el brazo.
- ¡Mirad! Una rata con un pincho.
- Apártate de en medio, Günnar. No te he llamado para que entrenes conmigo.
- ¡Entrenar contigo! - se carcajeó – Para entrenar contigo deberías tener algo de habilidad. No quiero humillarte – volvió a reír. – Además, últimamente lo único con lo que te entrenas es con una pluma. ¿Vas a hacerme daño con tu pluma?
El tal Günnar sí que era una rata. Tenía casi cuatro años más que yo y, mientras mis hermanos habían partido a matar y morir, él, quejándose de una disentería, como si fuera una vieja (aunque yo dudaba de que existiera tal disentería), se había quedado atrás gimiendo y retorciéndose tristemente en su yurta, dando un lastimoso espectáculo para un bortai. Ahora, milagrosamente recuperado, acaudillaba a una pandilla de cuatro o cinco mocosos no menos despreciables que él, pero tan pequeños como yo, o incluso más.
- ¡Qué ridículo! ¿Acaso tu papaíto no te enseñó a blasfemar? – rió aquel grandísimo idiota. Le respondí con una sonora expresión, sobre los gustos de sus padres en materia sexual, de las favoritas de Dada, que dejó boquiabierto a Günnar. – Vaya... algo te enseña esa vieja chocha en esas pieles, después de todo – y volvió a reír.
Pero se le heló la sonrisa. Acabé de levantarme y, sin saber cómo (ni yo tampoco), mi hoja bailó alrededor de su cuerpo, sin tocarle, sólo mostrando mis habilidades ante él. Y cuando menos se lo esperaba, cuando la sonrisa volvía a dibujarse en su rostro, le aticé en el cogote con el plano de la espada, con tanta fuerza que casi lo eché de cara a los brazos de la Madre.
- Eres el bastardo de una puerca.
¡Clang! Otro cogotazo.
- Vas a maldecir hasta el día en que nacieron tus ancestros – gruñó furioso.
Y acto seguido, desenvainó y comenzó la tormenta.
No lo vi venir. No supe por dónde descargaba, porque no lo vi. Y sin embargo, me moví para esquivarle, casi sin notarlo, como si hubiera sido otro el que me hubiera movido, con gesto enérgico pero suave. Günnar hizo una pirueta y atacó de nuevo, pero volví a apartarme. Dejé mi pierna izquierda más atrasada que el cuerpo, poniéndole la zancadilla a aquel animal, y cayó de bruces, cuan largo era, lo que provocó las risas de uno de los secuaces más pequeños. El abusón le lanzó una mirada que hizo encogerse al muchachillo, que presagiaba que no le ocurriría nada bueno cuando acabara conmigo. Se levantó y volteó la espada, más cauto esta vez. Me esperó con el arma sujeta entre las dos manos, con la cuchilla por encima de la cabeza, en una guardia muy arriesgada. Me acerqué lentamente, marcando los movimientos, para darle tiempo a reaccionar, a calcular mi siguiente paso. Sus dientes volvieron a brotar en la fea cara de Günnar cuando, teniéndome ya al alcance de su hoja, la descargó brutalmente sobre el aire. Con una pirueta había salido de su alcance y el impulso le desequilibró, dejando vía libre a mis movimientos para volver a golpearle, esta vez en los riñones, haciéndole caer de rodillas.
Se puso en pie bufando de rabia, supongo que esperando verme sonreír, pero yo ni siquiera le miraba mientras estaba a cuatro patas en el suelo. En ese momento, yo estaba pendiente de algo que se me antojó peor que un niñato con ganas de tocarme con una espada. Hacía ya un rato que sentía una presencia que no lograba localizar. Era como si alguien estuviera tanteándonos para llevarnos con él a algún templo. Tales historias no eran poco comunes en aquellos días. Se hablaba de oscuros siervos de Korgath que se llevaban a jóvenes espadachines para corromperlos y pervertir sus artes. Los de Rugan antes preguntaban. Después, excusándose en apartar del mal al muchachillo, se lo llevaban igualmente.
¡Clang! El nuevo choque entre las espadas me sacó de mi ensoñación. Günnar no consiguió romper mi guardia. ¡Clang, clang! Ahora lo intentó con la fuerza que a mí me faltaba y que a él le sobraba. Pero yo era más pequeño y más escurridizo. Me aparté y volvió a dar un traspié, tiempo suficiente para volver a sentir aquella comezón en la nuca. Miré en derredor mientras mi atacante volvía a levantarse del suelo, lleno de rabia.
- Ya está bien de juegos – anuncié.
Y comencé a atacar yo. Golpe tras golpe, Günnar tuvo que ir retrocediendo, parando, atajando, esquivando. Me había convertido en un torbellino.
No fui consciente de lo que pasaba realmente a mi alrededor. Ya no veía a Günnar. Veía a un monstruo impío ante mí, con el que tenía que acabar a toda costa. A mi alrededor todo eran gritos y fuego, humo y oscuridad en el cielo. En ese momento vivía para luchar, vivía para matar. Y luché. Sin parar. Un golpe. Otro. Un tajo y una salvaje estocada. Todo ello, pausada y mecánicamente. No veía nada más. Y entonces volví a atacar. Oí gritos a mi alrededor. Y mi atacante sólo podía retroceder y volver a retroceder. Era como un mero espectador. Me veía guarnecido con brazales y grebas y un pectoral de cuero repujado con una extraña forma. Mis brazos se movían al compás de alguna macabra música, que me obligaba a matar, a asesinar. Estaba en un awen, el awen guerrero.
No había nada a mi alrededor: sólo la espada y mi brazo. No sé qué pasó en ese mismo instante, pero no me vi a mí mismo, sino a otra persona. Vi mis antebrazos cubiertos por brazales de cuero tachonados. Cada una de mis piernas tenía sendas grebas a juego. A mi espalda colgaba una capa de pesada piel de oso que bailaba al son que tocaban las espadas al entrechocarse. En mi gesto había una furia y una ira incontenibles, llenas de muerte y fuego. Y entonces me rebelé y me detuve. No quería matar sin razón.
Y ese fue mi error. Detenerme. Debí haberlo derrotado, desarmado y humillado. Pero tuve piedad. Y entonces fue cuando terminó todo. Sus compinches me rodearon y me sujetaron a un gesto de Günnar. Y él aprovechó para tomarse la revancha. Me golpeó brutalmente, como si no fuera a hacer otra cosa en toda su vida. Intenté revolverme, pero no pude. Me tenían bien sujeto. Así que lo único que pude hacer era encogerme para que me hicieran el menor daño posible mientras me pateaban y golpeaban.
Me sacudí, propinando algunos golpes como podía, pero no pude liberarme de la presa que tenían ejercida en mis brazos y piernas. Günnar utilizaba las piernas y los brazos, sin honor ninguno. Una lucha entre personas, singular, de hombre a hombre habría sido lo honorable. Pero este bastardo no conocía el honor. Su padre se avergonzaría de él y sus hermanos lo repudiarían y eso sería su final. El exilio.
Pero no pude pensar nada más. Recibí un golpe en la cabeza y todo fue oscuridad.
Cuando me desperté, tenía un dolor de cabeza bastante importante. Abrí los ojos, o pensé que los abría, porque no vi más que oscuridad durante unos instantes. Poco a poco se fue abriendo la luz en mi cabeza y pude observar, entre penumbras, que me encontraba en una choza de techo bajo, construida de madera. Estaba tumbado en un jergón de paja, boca arriba, mirando al techo intentando que los sesos, que me palpitaban dentro del cráneo, no se me salieran por las orejas.
Quise incorporarme, pero no pude. Nada más levantar la cabeza, me sobrevino un mareo que me obligó a postrarme de nuevo en mi jergón. Tuve que continuar tumbado durante un rato, hasta que mi cabeza quiso parar y detenerse ante el mundo que giraba vertiginosamente a mi alrededor. Volví a levantarme, con bastante menos ímpetu, para evitar otro nuevo desvanecimiento, y observé lo que tenía a mi alrededor.
Y la vista fue bastante más desagradable que la punzada de dolor que recorrió toda mi espalda al incorporarme. La cabaña estaba oscura, con los postigos atrancados y la tenue luz de unas cuantas velas repartidas por la única habitación era lo único que me permitía escudriñar la penumbra. La pequeña construcción estaba llena de objetos inimaginables. Sobre la pared que tenía enfrente, había múltiples estanterías llenas de objetos que no alcanzaba a ver por completo, pero la vela que estaba allí colocada estaba sostenida por un pequeño cráneo de forma humanoide y cuyo origen no quise preguntarme. A su alrededor, se adivinaban formas sólidas y compactas que yo no sabía aún que eran y tampoco tenía ninguna gana de conocer. Debajo de los anaqueles había un gran baúl con una singular cerradura sin ojo alguno y sobre el que se ubicaban gran variedad de objetos y dos candelabros enormes en los que sólo ardía una vela en cada uno. Entre ellos, había diversos tarros de cristal, unos vacíos y otros que nunca supe lo que contenían, aunque pienso que es mejor que nunca lo haya averiguado.
En el muro de la derecha se abrían dos grandes ventanales, que ahora estaban cerrados a cal y canto y que no dejaban translucir ni un solo rayo de luz. Se adivinaban en los tablones que los obstruían múltiples símbolos extraños que, aunque parecían letras, debían ser de un idioma desconocido o rudimentario, porque a mí no me recordaba a ninguna de las que había visto en los pergaminos en los que me enseñaba a leer Dada. En las maderas que lo componían había excavados varios huecos que debían alojar algún tipo de criatura repulsiva, pues veía brillar sus ojos en la oscuridad.
Enfrente, había otro jergón, pero este, en lugar de ser de paja, parecía más sólido, y estaba construido sobre una base de madera. Comparada con aquella, mi cama parecía haber sido preparada de forma apresurada y temporal. Frente a la cama, entre las dos paredes, había construida una chimenea que yo había visto dibujada en algunos de los textos que me había enseñado Dada para aprender a leer. En el hogar había un pequeño fuego encendido, que calentaba un caldero que humeaba con un desagradable tufillo a col cocida. Un vejete vigilaba el fuego con la mirada atenta a cada una de las evoluciones de las llamas.
Sus enormes ojos estaban fijos en las llamas, observando como se rizaban y se elevaban hacia el cañón de la chimenea en juguetonas volutas de humo, escapándose de su anhelante mirada, como si quisiera atraparlas en el fuego de sus ojos. Sus labios estaban rígidos, congelados en un rictus de seriedad, que le daban un aire nostálgico, como si echara de menos las caprichosas formas del fuego que desaparecían tan cerca de él, pero que le quedaban tan lejos. Parecía como si añorara el mismo fuego que tenía tan cerca.
Volví a recostarme sin hacer ruido alguno, para no llamar la atención del viejo. ¿Quién sería? ¿Por qué me había llevado allí?
Recordaba vagamente una pelea con un matón y sus secuaces, pero después de aquello no recordaba nada. Tampoco es que hiciera demasiados esfuerzos por ello, porque cada vez que intentaba pensar una oleada de dolor me recorría el espinazo y el cráneo. Me llevé la mano a la cabeza y llegué a ahogar el gemido cuando ya había salido de mi garganta.
- ¡Ah, hola! – una gran sonrisa se dibujó ahora en el rostro del anciano. –¿Cómo estás, amiguito?
- ¿Quién es usted?
- Conmigo no te hagas el duro, amiguito. Algún día serás un gran guerrero, pero aún no. Y aunque sea mucho más viejo que tú, aún podría tumbarte – el deje jovial del anciano se borró de su voz y murmuró: - Ni aún despojado de todo mi poder.
- Me voy ahora mismo – le espeté, sin hacer demasiado caso de su amenaza.
- No vas a poder moverte, amiguito. Tus compañeros de juego te han hecho bastante daño, aunque por cómo te golpeaban, no te quieren demasiado bien. Claro que podría decirte que te lo has ganado, primero has humillado tú a ese grandullón. ¡Lo que debe haberle escocido!
Y entonces escuché uno de los sonidos más horrendos que había oído en mi vida. Sonaba como si alguien quisiera romper los huesos de un caimán aporreándole con los cantos rodados del lecho de un río. Al principio me asusté, porque los hombros de mi anfitrión convulsionaban arriba y abajo, pero después me di cuenta de que no era un ataque, sino que aquel hombre se estaba riendo.
- No te preocupes, pronto volverás con los tuyos. Pero ahora tienes que descansar. Tienes un hombro dislocado y me temo que al menos dos costillas rotas – llenó un cuenco de aquel líquido apestoso y me lo ofreció. – Ten. No huele demasiado bien, pero está caliente y te ayudará a descansar. Que en este momento es lo más importante.
Tomé el bol de sus manos y tuve que retirar la mano, porque quemaba. Agarré de nuevo el cuenco y lo miré con asco. El líquido era clarucho y llevaba flotando unas masas informes que el anciano me dijo que era pan. Pero si realmente lo era, su aspecto lo había perdido mucho tiempo atrás, porque tenía un color parduzco que lo desmejoraba bastante. Además tenía atrapadas en su interior algunas sustancias más oscuras cuya procedencia no quise plantearme siquiera, para no tener que acabar vomitando. Cerré los ojos y tomé un sorbo del recipiente, sorprendiéndome a mí mismo dando un segundo sorbo.
Me limpié con el brazal.
- Aún no me ha contestado.
- ¿Ah, no? Pensaba que ya lo había hecho... es pan integral, amiguito.
- No me refiero a eso, señor – refunfuñé, – sino a quién es usted.
- Oh, bueno. Eso no tiene importancia.
- Si voy a quedarme aquí durante un tiempo, para mí sí que la tiene.
- Claro, visto así, tienes toda la razón...
- Por supuesto que la tengo.
Hubo un tiempo de silencio en el que el anciano pareció pensar la información que me iba a dar, porque frunció el ceño y me miró fijamente.
- ¿Y bien? – volví a insistir.
- ¿Y bien qué?
Empezaba a exasperarme.
- ¿Usted escucha cuando le hablo?
- Sí, te oigo. ¿Qué me decías?
- Que quiero saber quién es usted.
- Acabo de decírtelo.
Aquello ya fue demasiado para mí. Tenía un dolor de cabeza demasiado intenso como para soportar además los delirios de aquel viejo. Me incorporé y me eché debajo de mi jergón de paja dispuesto a irme, pero al girarme noté el dolor de las dos costillas rotas y tuve que tumbarme de nuevo, con un sonido parecido al que hacían las flechas del clan Halcón al surcar los cielos.
- Te lo he dicho ya pequeño. Vas a tardar unos días en poder moverte.
- Pero me están esperando... - me excusé.
- No te preocupes por tu Dada. Ya la he avisado yo. Y está de acuerdo con que te quedes aquí el tiempo que necesites.
¿Conocía este tipejo tan extraño a Dada? ¿Cómo era posible que Dada, con toda su sensatez, se relacionara con semejante loco? Me quedé boquiabierto. Este viejo sabía mucho más de mí que yo mismo. ¡Y yo ni siquiera le había visto en mi vida! Y al paso que iba, tampoco iba a conocerlo mucho más, pues aquel hombre ignoraba cualquier pregunta que se le hiciera relacionada con su identidad. Hasta ahora le había preguntado ya varias veces su nombre, pero había olvidado (consciente o inconscientemente, aunque dudaba seriamente que fuese esto último) decírmelo.
Claro que también había olvidado decirme que conocía a Dada.
- ¿Qué hacía usted observándonos?
- Hombre, siempre es divertido ver una pelea de bárbaros. Aunque sean niños. Resultáis tan brutos...
- ¿Acaso conoce usted otra manera de pelear
Debí tocar alguna fibra sensible, porque el anciano volvió a demudar el rostro, trocando de nuevo su semblante afable y sonriente por una mueca de nostalgia y añoranza.
- Para ti, mi pequeño amigo, soy Burbath. Hace algunos años que he llegado aquí e instalé esta pequeña cabaña en los lindes de vuestro bosque. Ninguno de los países por los que he pasado quería tenerme cerca, por mucho bueno que haya hecho por ellos. Aunque supongo que bueno o malo depende de los ojos del que lo mira...
"Soy un exiliado. En mi país no me querían. Debí hacer algo horrible, porque me expulsaron de una forma más horrible aún y me condenaron a muerte si volvía a asomar mi larga nariz por aquellas tierras. Decidí viajar, malvendiendo mi arte a aquellos que lo necesitaban, y durante algún tiempo, aquello funcionó. Así que decidí establecerme."
"Y debe ser que la tierra donde me asiento no me quiere cerca, porque al poco tiempo de construirme una humilde cabaña como la que ves, la gente del pueblo más cercano vino a apalearme. Y sólo pude huir por los pelos."
"Y desde entonces mi vida ha sido eso: una huida. He intentado varias veces fundar una casa, pero todas las veces que lo he hecho, los lugareños me han expulsado injustamente. Quizás por mi forma de ganarme la vida."
Empezó a darme pena. No conocía a nadie que hubiera estado exiliado de Bort, y tampoco quería conocerlo (el exilio en Bort era peor que la muerte, porque te enviaban a morir en una tierra extraña, inhóspita, que desconocía a los ancestros y que no te reclamaría como suyo). Pero por la humedad que comenzó a brotar en los ojos de aquel anciano me hice una idea de lo triste y lastimoso que debía ser abandonar tu patria, obligado a hacerlo y deshonrado por los tuyos, que son los que te expulsan de allí. Aquel hombre reflejaba una infinita soledad, que había dejado una indeleble huella alrededor de sus ojos, donde las arrugas se curvaban más a menudo en muecas de preocupación que en gestos alegres. Ahora comprendía por qué tenía aquella mirada cargada de recuerdos y experiencias perdidos, de memorias cargadas de dolor y de pena, de un pasado atormentado por la penuria de la adversidad de unas circunstancias que, seguramente, de forma injusta, le habían colocado en la posición en la que hoy se encontraba.
Sus ojos volvían a estar cargados con toda esa pena que los años le habían tirado encima. Cada vez que traslucía el dolor en sus ojos, el anciano parecía menguar, como si llevara encima el peso de dos corzos sobre sus hombros.
- La vida lo ha tratado muy injustamente. Creo que si ha sido usted una buena persona con los que le rodeaban, no tenían derecho a portarse así. Pero la gente, fuera de nuestras fronteras, sólo se dedica a envidiarse los unos a los otros, para tener más que el vecino, en lugar de compartirlo. Nosotros no dejamos que nuestro vecino muera de hambre si tenemos con qué alimentarlo.
- Por eso me vine a Bort, amiguito. Muchos os consideran verdaderos brutos, pero tú eres un claro ejemplo de que hasta los niños bortai son mucho más sabios que los ancianos y eruditos de otras culturas.
- Ha dicho que le han condenado por su forma de ganarse la vida. ¿A qué se dedica usted?
El anciano volvió a reírse con aquel sonido cascado y horrendo.
- ¡Parecías más listo, muchacho! Está claro: soy mago.
Debí sufrir una conmoción bastante fuerte al oír aquello, porque lo siguiente que recuerdo fue incorporarme, acompañado de mis atroces dolores, y al echar una ojeada a la pobre choza, no encontré allí a mi anciano protector. Intenté salir del humilde jergón y a punto estuve de no conseguirlo, pues cada vez que hacía un movimiento sentía que la propia vida me pesaba. Era como si el mismísimo Korgath en persona estuviera alanceándome desde dentro con una legión de sus infernales esclavos abrasándome las entrañas desde dentro. Pero me resistí. Apreté los dientes y finalmente me puse en pie.
Entre el dolor y el tiempo que llevaba en la cama, mis piernas tomaron la decisión de no sostenerme a menos que mis brazos participaran en ello, y al principio me costó muchísimo moverme. No podía dar dos pasos seguidos porque las rodillas me temblaban igual que un mydonita al que se le ha vencido en batalla y espera la muerte, y yo no me atrevía a poner las manos en ningún sitio. Todo lo que allí había me espeluznaba y me hacía sentir realmente acongojado. Múltiples pergaminos esparcidos por todas partes me recordaron que no había tomado mis clases de lectura. No es que las echara de menos, pero estaría fuera de aquella lúgubre penumbra en la que hasta mi propia existencia e identidad parecían diluirse y desaparecer. Las cuatro paredes de la choza se cernían sobre mí mismo, amenazando con aplastarme bajo su peso. El techo parecía zozobrar sobre mi cabeza, dispuesto a desplomarse si nadie lo evitaba. El suelo se ondulaba y elevaba bajo mis pies. Empecé a sudar y a temblar. Tenía un calor terrible que duraba algunos cortos y agobiantes instantes al que sustituía un gélido y mortal helor que me congelaba la sangre en las venas y que, cuando volvía a correr, volvía a subirme aquella horrible fiebre. Los pulmones no acertaban a darme suficiente aire y jadeaba intensamente, con la boca seca, tan seca que me dolía inspirar la menor bocanada de aire y me abrasaba la garganta cuando lo conseguía. El corazón me palpitaba rápidamente, como queriendo abandonar mi cuerpo. La extenuante habitación comenzó a girar a mi alrededor. No sé donde me agarré para no caerme, pero enseguida retiré la mano. Seguía jadeante, medio loco por salir de allí. No podía encontrar la salida. Más temblores y más calor. Las paredes comenzaron a combarse y el techo y el suelo cada vez estaban más cerca. El aire, que se obstinaba en no entrar en mis pulmones, se onduló a mi alrededor y comenzó a quemarme en la piel. Perdí la noción de mí mismo y ya no supe más si era yo el que giraba dentro del escaso espacio de la cabaña o era la propia casucha la que rotaba alrededor de un eje que era yo mismo. Hasta que la vi.
Al principio no vi más que dos siniestros jirones de luz brillando en una densa negrura. Conseguí detenerme yo o detener el giro de la cabaña, tanto da, y aquellas dos líneas se ensancharon para mostrarse ahora como dos tenebrosos ojos de un diablo que escudriñara la oscuridad dispuesto a devorar mi alma y mi cuerpo.
- ¡Vete de aquí, por todos los ancestros! – conseguí balbucear con un tartamudeo susurrante.
Los ojos emitieron un gañido y retrocedieron unos pocos pasos. Como estaba casi seguro de que un demonio no retrocedería ante la vaga amenaza de un mocoso, se despertó mi curiosidad infantil y quise comprobar cual era aquella criatura diabólica sobre la que un niño imberbe tenía tal poder. Así que vencidos mis temores de quedar enterrado entre aquel amasijo de madera y barro, sustituidos por el creciente interés, tomé un candelero en el que ardía una carcomida y avejentada vela y me acerqué a aquellos ojos que ahora me miraban a mí temerosos. Aproximando la luz vi una cabeza pequeña y chata provista de dos cortas y puntiagudas orejas que se movían nerviosas en todas direcciones. El fino y esbelto cuerpo estaba cubierto de un corto y suave pelaje listado en el lomo y con pequeñas manchas en el resto del cuerpo.
- ¡Una mangosta!
El animalito estaba aún más asustado que yo. Se acurrucaba en el fondo de su jaula, temblando y sin querer mirar a ningún sitio. Metí la mano entre los barrotes y acaricié suavemente el sedoso lomo de la bestezuela, que pegó un respingo al sentir mi primer contacto. Le hablé con voz dulce y pausada, intentando ganarme su confianza. Abrí la jaula, encastrada en aquella pared y saqué al animal tembloroso del hueco. Lo asenté sobre uno de mis brazos y con el otro sostuve la vela para guiarme hasta el jergón de paja que había instalado Burbath para mí en un rincón de la choza, mientras el asustado animalito no dejaba de mirar en derredor, aterrorizado.
Me recosté con la espalda sobre la pared y coloqué a la mangosta sobre mi regazo, acariciándola con movimientos lentos y calmos. Poco a poco, y del mismo modo que había desaparecido mi propio temor sin siquiera darme cuenta, el animalillo dejó de rielar y se desperezó un poco, enseñando bien abiertos aquellos ojos redondos y grandes. Parecía un gano al que hubieran estirado, porque ahora comenzó a ronronear. Se incorporó, me miró a los ojos, giró levemente la cabeza, como evaluando si fuera amigo o enemigo, y se echó sobre mi pecho. Al poco tiempo se quedó dormida con un leve ronquido.
La miraba dormir mientras la acariciaba y no podía dejar de pensar que yo sabía cómo se sentía ella, del mismo modo que suponía que ella sabía cómo me sentía yo allí dentro. Ambos estábamos encerrados en la cabaña, privados de nuestra libertad, del aire fresco y del agua pura que eran parte de nuestras vidas, alejados de los campos abiertos de la estepa, de todo lo que conocíamos, confinados en la oscura y lúgubre penumbra de la choza, sin los dorados rayos del sol de mediodía.
- Veo que has hecho migas con mi pequeña Kora
- Sí – fue lo único que puede articular. Aquella voz había sido tan repentina, que me había estremecido de puro miedo.
- Pensaba ir a soltarla un día de estos – siguió el anciano, – pero me hace mucha compañía. Y me he estado poniendo como excusa que su hábitat está muy lejos de aquí y yo ya soy viejo para emprender tal viaje.
- No está tan lejos, señor. El clan Mangosta tiene tierras que lindan con nuestro clan. No serán más de dos jornadas a caballo, y su amiga tendrá compañeras allí con las que jugar.
El anciano me miró acariciar a Kora. De repente sonrió y dijo:
- Te la regalo.
- ¿De verdad? – abrí los ojos todo lo que pude.
- ¡Pues claro! ¿O eres demasiado orgulloso para aceptar el regalo de un mago?
Lo había olvidado por completo. Estaba viviendo en casa de un mago ¡Un mago! Y por si fuera poco, estaba allí con el consentimiento de Dada. ¿Cómo era posible que mi matrona, tan celosa de la tradición y la costumbre, pudiera relacionarse con semejante gente? No concebía aquello, no resultaba normal, ni lógico, ni nada de nada. Los bortai no teníamos, ni queríamos tener contacto alguno con los brujos. Y sin embargo, sentía como si realmente fuera lo que tenía que pasar. Algo en mi interior me tranquilizaba, como una vocecilla que me dijera: "No pasa nada, es lo que estaba destinado a ocurrir".
Miré al anciano con extrañeza y el se me quedó mirando fijamente, como si buscara una respuesta negativa, un rechazo, miedo o cualquier reacción similar. Pero algo debió gustarle en mi expresión, porque lejos de decepcionarse, sonrió ampliamente mostrando una sonrisa abierta y amarillenta. Definitivamente, aquel no era un mago normal. Claro que, en mi situación, yo tampoco era un bortai normal.
- ¿Por qué me miras así?
- Bueno – contesté, – nunca antes había visto un mago... Y aunque había oído hablar de ellos, no es usted como nos habían contado. Imaginaba que rezumaría algún tipo de fuerza que se sintiera en su presencia.
- Eso te habría impresionado más, ¿verdad, amiguito? – rió Burbath. – Créeme, los magos no somos menos normales que los demás.
Le miré extrañado a los ojos. ¿Cómo un hombre que podía hacer fuego sólo con pensar en el calor podía decir aquello? ¡Normales! Yo había deseado todo ese poder para darle a mi pueblo una vida mejor, sin tener que luchar contra los apestosos vecinos del norte, sin tener que mendigar a los entrovinos, sin tener que malvivir de nuestra estéril estepa. ¡Mydon sería nuestra!
- Pues yo creo que debe ser extraordinario conjurar el fuego, llamar a los muertos o hacer que los demonios te sirvan.
- Sí, puedes creerlo. Porque lo es – el rostro de Burbath se demudó en una mueca de seriedad. – Pero no sólo el poder es para disfrutarlo y hacer uso de él. El poder también hace uso de ti y no te entregará nada si tú no le das nada a cambio.
Se quedó en silencio, muy serio, como meditando estas últimas palabras, quizá pensando que había hablado demasiado. No sé si ese silencio trató de protegerme frente a un futuro, pero el caso es que se quedó callado, pensativo. Como si aquellas últimas palabras pudieran contener una horrible maldición que podría acabar conmigo y con mi existencia. Movía la mandíbula inferior mientras cavilaba, no sé si sopesando lo que había dicho o considerando que me lo había dicho a mí.
Una horrible sombra cruzó por su rostro mientras pensaba. Sus ojos, antes llenos de una llama de vida, ahora se mostraban fríos y vacíos, ausentes de todo atisbo de ilusión y esperanza. La boca, antes sonriente, estaba torcida en una mueca de repugnancia, de odio, como si yo le hubiera arrebatado cualquier cosa que fuera que él había perdido y sabía que no iba a poder recuperar jamás. En aquel oscuro ambiente, un helor espantoso había ocupado el espacio entre nosotros, y hube de acercarme a la pequeña mangosta al cuerpo, para darle el calor que la sombra que había caído sobre el anciano nos había arrebatado a todos, tan de improviso como había aparecido allí.
Burbath giró la cabeza de nuevo hacia donde yo estaba. Me sonrió y me dijo:
- Bueno, muchacho – el tono afable había vuelto a su voz. – Es hora.
- ¿Hora de qué?
- Hora de empezar a aprender. Tráeme ese pergamino de allí. No, ese no. El de más abajo. Bien... Ahora mira aquí. Esta runa se llama "sulth"...
Y así fue como, sin darme cuenta, el anciano Burbath me iniciaba en su arte.
- ¡Luz!
Comenzaba a desesperarme.
- ¡Luz!
Ya no sabía como hacerlo. Estaba demasiado nervioso pero tenía que hacerlo. Agité de nuevo nerviosamente el pequeño trozo de piedra rojiza que tenía en la mano.
- ¡Luz!
Allí no pasaba nada.
Había decidido que ya era hora de empezar a tener algo de poder en mis manos. Burbath se había pasado los dos años anteriores enseñándome las runas shyrmis y ahora, aparte de las letras que me había enseñado Dada, tenía un jaleo mucho mayor por culpa de aquellos intrincados símbolos absurdos que para mí no tenían más sentido que el de pronunciar las palabras de poder. Y algo debía estar haciendo mal, porque no conseguía iluminar ni lo que tenía delante de mis narices.
Frustrado, lancé la piedra contra la pared, asustando a Kora, que se escabulló corriendo por donde pudo. Enseguida le pedí perdón, pues me miraba con cara de reproche. No pude hacer otra cosa más que hablarle a la pobre mangosta dulcemente.
Sin embargo en mi mente sólo se dibujaba una y otra vez aquella palabra. Una y otra vez lo único que me salía era la maldita palabra shyrmi. "Luz". "Luz". "Luz". Se había convertido en una obsesión. El mago decía que era el hechizo más sencillo. Y si aquel conjuro tan simple no me salía, nunca dominaría ningún otro. Burbath me había dicho que aquello era normal.
- No te preocupes, hijo. Todos los shyrmis necesitan años de estudio y práctica antes de ser capaces de conseguir tan sólo una chispa minúscula. Y aún así, ninguno es capaz de ejecutar este hechizo a la edad que tú tienes.
Pero a mí los shyrmis me importaban un ardite. Yo no era shyrmi. Era bortai. ¡Y por los ancestros que iba a conseguir conjurar la luz mágica!
Todo lo que conseguí fue que Burbath se riera a carcajadas y que hasta Kora me mirara divertida mientras mascaba el caparazón de alguna cucaracha que hubiera encontrado en algún rincón de la casucha.
- ¡Pues por eso mismo! La magia no es algo que conseguirás a fuerza de espada, con el hacha en ristre o pegándote como con los que te trajeron por primera vez aquí – un recuerdo doloroso atravesó mi mente. – A la magia se la seduce, se la enamora, se la embauca para que te sirva. Los magos no obligamos a la magia a servirnos, sino que es más bien la magia la que se sirve de nosotros para aparecer en este mundo que nos rodea.
Aquello ya superaba todas mis posibilidades. ¡Rogar! ¡Pedir! Un bortai no mendiga caridad de nadie, y muchísimo menos de algo que te utiliza para expresarse en un mundo en el que de otra manera no existiría. La simple idea ya era demasiado complicada para mí en aquel momento de mi vida, así que decidí no devanarme los sesos en intentar comprenderla. Lo único que me importaba en aquel momento era que no podía ejecutar un hechizo de luz. Y si no conseguía eso, jamás conseguiría hacer llover fuego sobre los mydonitas.
Rebusqué la piedra entre los trastos de Burbath. En las dos semanas que había pasado convalenciente hacía tiempo en aquella cabaña ya había curioseado lo suficiente, y cogido suficiente confianza como para saber que todas aquellas tenebrosas figuras y horrendos perfiles que había distinguido desde mi febril postración en mi camastro de paja no eran más que los recuerdos de un anciano, guardados con nostalgia y cariño, procedentes de tiempo atrás: libros, pergaminos, retratos enrollados y atados cuidadosa y primorosamente, anotaciones varias, diarios y diversos útiles de herbalismo, una de las aficiones que volvía loco a Burbath. Pasaba horas y horas rebuscando las plantas más raras que podía encontrar y después hacía dibujos de los individuos que recogía, con detalladísimas descripciones. Después secaba una parte de la planta, que invariablemente era siempre la que mejor conservada estaba, y reservaba los tallos y hojas peor preservados para experimentos que nunca me explicaba. Todo lo más que me había dicho es que de algunas plantas puede obtenerse un beneficio y que para saber qué beneficio se podía obtener de ellas había que someterlas a algunos experimentos, para comprobar cuales eran sus "principios activos" como él los llamaba.
Encontré por fin mi foco de poder – otra expresión que había aprendido de Burbath – escondido detrás de una arqueta de madera que estaba cerrada con un enorme candado. Recordaba vagamente que Burbath me había dicho que no la tocara, pero ahora mismo se me había olvidado el por qué y mis manos se lanzaron en rauda carrera a manipular el candado.
Súbitamente, la habitación desapareció. Sólo hubo oscuridad todo alrededor y lo único que quedaba en medio de la negrura era yo. Bueno, y Kora, que había cogido la costumbre de subirse por mi camisa hasta mis hombros y allí descansaba, pegada a mi cuello, con la cabeza reposando sobre mi hombro derecho y la cola sobre el izquierdo. Sólo sentía el cálido tacto de la mangosta en mi nuca. No recordaba haber soltado la arqueta, pero el hecho era que no la sentía entre mis manos.
Me asusté. No era la primera vez que me pasaba aquello, y, si estaba en lo cierto, lo siguiente que vería no me gustaría.
"No sigas por ahí, pequeño".
Esa voz...
"Vuelve a mí, ven a mí. No te me vayas."
Ya había oído otras veces aquella voz cargada de amargura y tristeza. Aquella mujer me incitaba a ir con ella, a volver a ella. ¿Me habría perdido a mí? ¿Era yo lo que buscaba y por eso se me aparecía en sueños?
- ¿Quién eres? – pregunté. No obtuve respuesta alguna de la oscuridad – ¿Cómo quieres que vaya si no me dices dónde estás, a quién tengo que ir?
La oscuridad se onduló a mi alrededor y se aclaró. Estaba rodeado de llamas.
Por todos lados había fuegos encendidos. Las bailarinas llamas amarillas y rojas saltaban de un árbol a otro, prendiéndolos, jóvenes y viejos, como si fueran yesca seca. Empecé a asfixiarme de calor, aunque realmente no sentía las llamas sobre mi cuerpo. Miré en derredor para ver si veía a alguien más. Pero no vi nada. Grité, pero tampoco obtuve respuesta.
No quería moverme de donde estaba. Sentía que si me movía, si corría tan sólo un poco en alguna dirección, me perdería para siempre y no sería capaz de encontrar el camino de vuelta a mi propia conciencia. Pero entonces Kora se bajó correteando por mi espalda. Se quedó en el suelo, se hizo un ovillo y se durmió.
Pensando que me bastaría con encontrar a Kora para regresar, decidí correr hacia los árboles que ardían, siniestros y amenazantes. La hierba pasaba por debajo de mi cuerpo a cierta velocidad y me parecía que cada vez más. Era como si pudiera volar y recorrer enormes distancias. Abrí los brazos en mi carrera y allí, entre la destrucción que me rodeaba, grité de júbilo. Salté y me regocijé entre las llamas y desdeñé al sol, oculto entre la humareda que emitía el propio bosque, maldiciéndolo por no poder atravesar algo tan incorpóreo como el humo. Y me reí de la tierra, por no poder detener el avance de las llamas y salvar a sus hijos los árboles. Y también imprequé al infierno, menospreciando a todos los demonios porque ninguno había causado jamás tamaña destrucción. Y olvidé a todos los dioses por completo.
Entonces le vi. Me era familiar. Llevaba de nuevo aquella armadura con forma de cuervo a punto de levantar el vuelo. Y sin embargo, era diferente. Había envejecido.
Había algunas arrugas ya en el otrora terso rostro del guerrero. También se veían algunas hebras blancuzcas entre las trenzas que le caían por delante y detrás de la leonina cabeza, con el pelo fuerte y negro encrespado al ardiente viento de la destrucción del bosque. Tenía una cicatriz que le cruzaba desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula derecha que, lejos de afear sus equilibrados rasgos, resaltaba aún más su carácter guerrero y el reflejo del fuego en sus ojos negros y brillantes, como rubíes en medio de brasas.
Se giró hacia mí sin verme, como ya había ocurrido en otras ocasiones. Desenvainó una extraña bastarda, más larga y delgada de lo normal, con una guarda ricamente recamada con negros diamantes y guarnecida en plata y ónice. Alzó la espada por encima de su cabeza y rugió como sólo lo haría un líder guerrero de Bort, levantando su voz hacia las lejanas estrellas, en un intento de que los dioses vieran su furia, capaz de competir con la de ellos mismos en aquel momento. Se le unió una multitud de voces que surgían de un número igual de grande de gargantas. Y Bort tronó aquel día en una tempestad de fuego, dirigidos por el extraño hombre de la armadura con forma de cuervo.
Los hombres glorificaron a los victoriosos caídos y les dedicaron un último réquiem, un último cántico de orgullo bárbaro, duro y lleno de recuerdos. Y luego se dispusieron a enterrar a sus muertos, cuyas caras también me resultaban extrañamente familiares. Aquí y allá aparecían Gwyram, Dada o mi padre. Los miré hacerlo, congelado por mi propio temor, solícitos y concentrados en su tarea, levantando un túmulo de piedras por cada muerto, y cuantos más enemigos había derrotado en vida, más alta era la tumba en la que descansaría.
Y de nuevo, como aquella vez, al envainar la espada y dejar de gritar, vi como de aquel rostro hermoso resbalaban dos lágrimas de pesar y de profundo dolor, sin contraer el rostro en una mueca, sólo llorando. Y me miró.
- No pierdas tu camino. Podrás perder el tiempo en tu viaje. Podrás dejar atrás compañeros o amantes. Pero nunca pierdas el camino.
Y tan repentinamente como surgió, volví a la choza de Burbath, con la arqueta entre las manos y Kora dormitando a mis pies. Extrañamente, la arqueta parecía tener más tamaño que antes de que comenzara mi ensoñación.
Asqueado y molesto, dejé caer sonoramente la arqueta sobre el suelo, despertando a la pequeña mangosta, que por única respuesta abrió las pequeñas mandíbulas mostrando sus agudos colmillos. Me alejé retrocediendo de la caja, sin dejar de mirarla en ningún instante, lentamente, como si pudiera absorberme sólo con tocarla. Todo parecía haber menguado, excepto la arqueta.
Como reforzando mis temores, entró una luz súbitamente en la cabaña, perforando la penumbra en la que le gustaba vivir a Burbath, taladrando aquella lúgubre oscuridad en la que me había visto inmerso en las últimas semanas. Di un gran respingo, asustado, y en mi mente la caja saltó conmigo.
- ¡Khram!
Era Burbath. Su voz estaba teñida por un indescriptible desasosiego. Azorado, entró en la cabaña y me di cuenta de que por primera vez me había llamado por mi nombre.
- No pierdas tiempo, chiquillo. Corre a tu asentamiento. Tu Dada te espera. Tan pronto como estés listo para volver, regresa. Tienes que seguir con tu aprendizaje – hizo una larga pausa, como para coger el resuello que había perdido desde el campamento. – Lo siento, muchacho.
- ¿Qué ocurre, Burbath?
- Es tu padre. O más bien, lo que queda de él.
No pude oír qué más me decía porque ya había echado a correr, con el animalillo colgado de mis hombros, lacerándome la piel con sus afiladas garrillas, luchando por mantenerse asido a mí. Y corrí. Corrí como en mi sueño.
Dada me estaba esperando. Y lloraba.
- Khram, hijo... - fue lo único que consiguió articular.
Y me mostró una espada. Un enorme mandoble lleno de muescas allí donde había parado los golpes de numerosos enemigos, pero con el filo aún aguzado y listo para matar. Una guarda en forma de cuervo con las alas extendidas me hizo saber de quién era. Nodym. La espada de mi padre.
Miré a Dada pidiéndole una explicación, pero fue una voz grave la que me contestó.
- Es todo lo que hemos encontrado de él. Tu padre peleó como un héroe. Y gracias a muchos como él, la marca de Brunak aún es nuestra.
Ala Negra fue el encargado de darme la mala noticia, porque Dada se había quedado sin habla. Tampoco lloré. Los guerreros mueren en la guerra. Y mi padre era uno de los mejores guerreros del mundo. Sostuve a Nodym, que pesaba sobre mis manos más que cualquier otra cosa que hubiera sostenido anteriormente. Cargado con ella, me desplacé lentamente hacia donde había estado la tienda de druida que le sanó aquella vez. Y justo en ese mismo punto, clavé a Nodym, tan fuerte, que cuando luego quise sacarla, no pude. No tendría a mi padre para enterrarle. Pero su espada quedaría como testigo de su memoria en nuestro asentamiento, desde ese momento y para siempre. Me arrodillé ante ella, esperando decir algo, para enviarle a Shan'dru lo más rápido posible, pero las palabras se me atropellaban en la garganta. Y no supe qué decir. Sólo me levanté y salí corriendo en dirección a la cabaña de Burbath.
Entré en la cabaña abriendo la puerta de un golpe, sobresaltando con ello a mi maestro y agarré la piedra.
- ¡Luz! – bramé; y de mis labios brotó el rugido de mi padre.
Y en ese momento, toda la cabaña se iluminó.
Aquella misma noche volví al campamento, sin saber qué esperar de los míos. En ese momento, no había "míos". Simplemente estaba yo. Y Dada. Y luego, el clan. Pero, aunque el clan era como una familia, y bajo su maternal protección estábamos todos cobijados, yo estaba sólo. No tenía más familia. Ni siquiera tenía el cadáver de mi padre para honrar su memoria. Lo único que tenía era su espada y ni siquiera pude sacarla del sitio donde, en mi rabia y desesperación, la había dejado enhiesta, como testigo de la valentía de mi progenitor.
Caminaba con el corazón vacío, sin emoción alguna, como un muerto animado y levantado para vagar entre los vivos. No había tenido a mi padre junto a mí mucho tiempo a lo largo de mi vida, casi no lo conocía. Pero era mi padre. Me había enseñado a luchar, había cuidado de mí, y yo de él. No podía decir que mi padre fuera todo mi mundo para mí, pero sí que con él se fue una parte importante de mi vida. Debería de haber festejado su muerte, ensalzada por la victoria en la batalla, haberme sentido henchido y ufano por haber nacido de padre tan heroico. Pero no podía. Lo único que era capaz de sentir era vacío. Y ni siquiera eso. No era capaz de sentir.
Cabizbajo, con el paso lento y sin ánimo, llegué al asentamiento, andando entre la gente que me miraba pasar, cuchicheando entre ellos, como si realmente estuvieran viendo un fantasma. Entré en la yurta y me encontré lo que sí podía esperar: a Dada, ultimando los detalles del funeral de mi padre.
- ¿Y mis hermanos? – pregunté, como recordando de repente que tenía más familia.
Dada me miró con una gran tristeza en el rostro, que no derramó ni una sola lágrima. En sus ojos se había quedado para siempre ese pesar que se instala en los que, a causa de la guerra, han perdido mucho. Ella había perdido hacía mucho tiempo a su marido, pero jamás la había visto triste por aquello sino más bien al contrario. Orgullosa por haberle dejado escapar entre los dedos de la guerra, arrojado, valeroso, fuerte y heroico. Pero ahora, que los muertos no eran suyos, parecía sufrir de verdad.
- En la pira.
Sin esperar a que me dijera nada más, di media vuelta y salí hacia el centro del círculo de tiendas, que en un día como aquél, tenía una gran plataforma de madera alrededor de la que se reunirían los ancianos y los niños, las madres y los hijos para dar la despedida a los restos mortales de los héroes caídos en la batalla. Los ancianos cantarían, los niños gritarían, las madres plañirían y los hijos clamarían venganza. Un shaman prendería fuego a la madera seca, para entregar los cuerpos de nuevo a la tierra a la que habían pertenecido y los druidas encomendarían a los fieles de Shan'dru al cuidado de la diosa, pidiéndole que les permitiera entrar en sus atrios por toda la eternidad.. Y mientras los demás cantaríamos un réquiem de venganza contra aquellos que nos habían arrebatado a los nuestros: hijos, padres, esposos. Una vez los cuerpos hubieran ardido, celebraríamos su vida, festejando sus hazañas, ensalzando sus virtudes y restándole importancia a sus defectos. Se bebería, se reiría y se recordaría a los muertos por Bort y habría alegría por ellos, porque recibirían el banquete eterno.
Di varias vueltas alrededor de la funesta plataforma, pero no pude ver a mis hermanos. Miraba desorientado, aquí y allá, fijándome en los rostros que preparaban la madera y en los que empezaban a agolparse en primera fila, deseosos de ver el espectáculo. Sabía que después de los interminables meses que habían pasado en la batalla estarían cambiados. Quizá alguno luciera ya con orgullo numerosas cicatrices y abultados costurones e incluso, un ojo de menos. Pero allí no había ningún guerrero. Sólo ancianos, niños pequeños y mujeres. Ningún guerrero había venido a despedir a mi padre.
- Lo siento, muchacho.
La cavernosa voz del caudillo del clan resonó en mi cabeza como el lejano eco de un débil recuerdo ahogado entre los pensamientos que abotargaban mi entendimiento con fúnebres promesas de muerte y gloria de guerreros sólo recordados por sus proezas en el campo de batalla. Me giré lentamente hacia él y bajé la cabeza como forma de agradecimiento por su pésame.
- Ala Negra, ¿dónde están mis hermanos?
Dada había dicho "en la pira". Pero fue el gesto de Gwyram lo que dio una nueva dimensión a tal expresión. Había dado varias vueltas alrededor de la plataforma de madera y no los había visto. Los había buscado entre la gente y había gritado sus nombres, pero no contestaron. Y sin embargo, había pasado junto a ellos todo el tiempo, sin apartarme demasiado de sus cuerpos: no había mirado sobre la madera que ardería irremediablemente en unos instantes.
Agaché la cabeza, abatido. Cerré los ojos para no llorar. Pero la pena pudo más que cualquier determinación que pudiera reunir y las piernas me fallaron. Caí sobre el polvo, de rodillas, lacerándome la piel con la ardiente arena. No sé si fue Gwyram o no, pero alguien me cogió por debajo de los brazos y tuvo que ponerme en pie, porque yo no conseguía encontrar las fuerzas suficientes para volver a levantarme. Tuvieron que incorporarme como quien intenta incorporar un muñeco de trapo y dejarlo en pie sobre sus blandas extremidades, pues las mías tardaron en querer sostenerme siquiera. Cuando al fin, tras bregar conmigo y con mi desesperación, consiguieron erguirme, el líder puso una mano sobre mi hombro izquierdo y me dijo:
- Es costumbre que, cuando muere un hijo, sea el padre quien lance la primera antorcha a los cuerpos. También es costumbre que cuando muere un padre, sea el primogénito quien encienda el fuego. Pero tú no eres ni padre ni primogénito.
- Tanto da – contesté sin pensar. – Yo mismo lo haré.
Se me hizo un nudo en la garganta cuando dije aquello. Mi voz tembló y renqueó, pero conseguí decirlo sin titubear, sin mostrar nada del dolor y la tristeza que se habían despertado en mí. Levanté la vista para mirar al caudillo de mi clan a los ojos y pude ver las ojeras y las marcas de preocupación que sembraban su rostro. Sin duda, había sido una triste travesía la que había hecho desde Gurthrak hasta las tierras del Cuervo, con los cadáveres de mi familia, desaparecido el del patriarca. Parecía ahora mucho más viejo que cuando se fueron a pelear contra el invasor. Y, haciendo cuentas, no había transcurrido tanto tiempo como para que el enérgico líder del clan se hubiera convertido en un anciano achacoso.
- Entonces, yo ya no soy necesario aquí. Y me esperan.
Ala Negra se alejó de mí sin decirme nada más, sin atreverse a consolarme o a acrecentar mi pena. Fue entonces cuando noté que el peso de la muerte de mi familia caía sobre sus hombros, porque no era ya el mismo. Sus pasos, otrora largos trancos decididos y firmes, parecían haberse acortado, como si los años se le hubieran venido encima antes de tiempo. También habían perdido su seguridad, haciendo avanzar a aquel osazo a trompicones, lentamente. Cojeaba además. Seguramente había caído en el campo de batalla. O quizás bajo el peso impuesto de la catástrofe que se había cebado conmigo.
Cuando el corpachón del líder desapareció entre los árboles, montado a todo galope, huyendo de allí, con desesperación, como si los cuerpos de mis hermanos y la espada clavada de mi padre fueran testigos mudos del gran fracaso que llevaba sobre sus hombros, comenzó a llover. Era una lluvia titubeante al principio, fina, como avergonzada de aparecer en una fiesta a la que no había sido invitada. Después, se hizo más constante y firme, y antes de empezar con las exequias, ya estábamos todos calados hasta los huesos.
Mientras las gotas de agua no dejaban de golpetear en el suelo, en mi cuerpo, en mi cabeza, el shaman, un viejo Halcón que había perdido los dos ojos en una pelea dejándole incapacitado para tirar con arco, comenzó a hacer las preces, mirando hacia el infinito, extasiado, ignorando a los vivos perdido en las sombras de lo ignoto, para que los ancestros acompañaran a mis hermanos hasta el reino de los muertos y les dieran el descanso merecido por sus hazañas. De mi padre no dijo nada. Tampoco de mis hermanos. Sus palabras sólo eran palabras de muerte, vacío y gloria. Pero nada se dijo en aquel momento sobre los guerreros caídos, que para él debían ser como las piedras que rodeaban la pira, algo presente, pero que nunca había tenido vida.
Acercándose a la madera apilada, el shaman prendió la hoguera mientras la lluvia arreciaba. Las primeras llamas lamieron los humedecidos troncos y amenazaron con apagarse, hasta que al fin, el propio fuego desafió a la lluvia y se levantó rugiente, entre los aireados espacios que se formaban entre uno y otro madero. Se levantó un viento del norte, frío, que helaba el alma misma y cuyo sonido competía con el crepitar del fuego que lamía ya los cuerpos inertes de mis hermanos. El druida, venido del clan Lobo expresamente para el funeral, encomendó los cuerpos de mis dos hermanos mayores, creyentes en la diosa, al cuidado de la Gran Madre. Dio su bendición, corta y sobria, tan escasa de sentido como de palabra y, aparentemente muy incómodo con aquella escena, se apartó de la pira apresuradamente, marchándose precipitadamente y olvidándose de que había dos fieles de Shan'dru que se dirigían ahora mismo directamente hacia sus atrios. Con rabia, arrojé la tea que sostenía sobre la plataforma. Una vez hecho esto, los ancianos, quejándose de una lluvia que cada vez caía más fuerte, se retiraron. Las mujeres, aduciendo que sus niños se resfriarían, se los llevaron de allí. Y me quedé sólo, con mis muertos. Sólo con mis muertos ardiendo ante mí.
Quise llorar, pero no pude. Quizá tanto tiempo aguantándome las lágrimas, como me habían enseñado que hacía un hombre de verdad, las había congelado dentro de mí y no podía sacarlas. Aunque, para qué quería llorar... Nadie había allí que me consolara. Era como si todo se hubiera quedado vacío, como si hasta el propio suelo que me sostenía se hubiera evaporado en la negrura dejándome ante el ardiente sepelio en medio de la estéril nada. La lluvia incluso parecía haberme dejado de mojar. Y tampoco sentía la calidez de la hoguera sobre mi piel al acercarme a la pira. No podía sentir nada, sólo vacío, soledad. Era como si me hubieran sacado del mundo junto con la pira funeral, dejándome flotando en la inmensidad del océano celestial, sin estrellas que me guiaran. O peor aún: como si hubiera sido el mundo al que habían retirado y sólo me hubieran dejado a mí y a las cenizas de mis hermanos abandonados a nuestra suerte en el temporal.
La lluvia no había dejado de martillear mi cabeza, insistente, ora más flojo, ora más fuerte. Era el único contacto que había tenido durante el funeral. Solo el agua de la diosa, como si fuera la única que se hubiera querido tomar la molestia de desearme lo mejor, como si fuera la única que se hubiera dado cuenta de lo que había ocurrido, y fuera la mejor manera que había encontrado de consolarme ya que mi clan no había sido capaz de dedicarme ni una sola palabra de cariño o ánimo. Tronó y, a la par, como si la tormenta hubiera venido también a despedir a unos hijos de mortales, un rayo cruzó el oscuro firmamento.
No estaba sólo.
Había dos figuras allí. Una de ellas estaba a mi derecha, a unos cien codos de distancia. Era rechoncha y recia, como si fuera un enano de Grekhjam fascinado por el fuego funerario y llevaba los brazos en jarras, como si estuviera esperando a alguien o algo con impaciencia. La otra, más alta y esbelta estaba a mi izquierda y se acercaba en la oscuridad.
Así la empuñadura de mi bastarda, levantando la trabilla que la dejaba fija en su funda. La figura siguió avanzando en mi dirección. Otro relámpago cruzó el cielo y la ví con total claridad.
Era una mujer, aunque no debía tener más de dieciséis años. Por aquel entonces, teniendo yo doce, no me interesaban demasiado las chicas, pero aquella tenía algo especial. Sus formas, que poco a poco se iban haciendo evidentes, ya saltaban a la vista de un observador un poco avezado. Y no tan avezado. Realmente era una belleza.
- Volvemos a encontrarnos.
- Diría volvemos si supiera quién eres. Pero como no tengo ni idea, di mejor que nos encontramos – no sabía ni lo que decía. Estaba tan ofuscado que respondí lo primero que se me ocurrió.
- Pero sí nos conocemos, pequeñajo
¡Drawen!
- ¿Qué haces tú aquí? – pregunté, totalmente sorprendido. - Estás bastante lejos de tu clan.
- He venido con mi maestro. Pero se ha debido de ir sin mí... no le gusta mojarse. Se pone enfermo enseguida.
- ¿Tú maestro? – aquello me intrigaba cada vez más.
- Sí... - empezó a decir Drawen, como distraida. – Voy a ser druidesa. He decidido seguir su llamada.
- Ya... bien... - realmente no sabía qué decirle. Para mí, un druida era alguien bastante lejano. ¿Qué se le decía a alguien que se estaba preparando para seguir los pasos de la madre?
- He venido a celebrar el funeral de tus hermanos. Mi maestro ha creído que debía comenzar a conocer los ritos funerarios de nuestra fe.
A mí aquello me sonaba a locura.
Drawen se acercó un poco más a mí y me cogió un brazo. Sentí su contacto en mi piel y fue como si algo se encendiera dentro de mí, una calidez que no había conocido nunca. La miré a la cara y vi algo. Como un destello de un futuro. Algo me decía que aquella no era la última vez que nos veríamos. Y la próxima vez, sería un encuentro que no olvidaríamos ninguno de los dos.
- Créeme que lo siento, Khram. Pero los guerreros mueren en la guerra. Y nosotros tenemos que honrar sus memorias. No pienses en el vacío que dejan, sino en lo plena que fue su vida. Vivieron y murieron como guerreros. Su vida y su destino se cumplieron como hombres de Bort.
Y tenía razón. Se dio media vuelta mientras intentaba balbucear una respuesta que, seguramente, carecería de toda coherencia. Levantó una mano blanca en señal de despedida, y salió corriendo hacia un caballo tordo que había amarrado a una estaca, en la linde del campamento. Montó de un salto y se marchó al galope, buscando las sombras.
Y yo hice lo mismo. Me alejé de las escasas brasas que quedaban ya de la pira funeraria de mis hermanos buscando las sombras de mi propia soledad, para arroparme entre ellas e intentar comprender la pérdida de mi familia, aunque sabía que me iba a resultar bastante complicado. Eran guerreros, habían luchado como tales y habían muerto como tales. En Bort aquello bastaba para comprenderlo. Pero a mí no me servía. Yo necesitaba algo más, algo que diera sentido a aquella pérdida tan brutal. Me había quedado solo.
- Una buena tarde, ¿verdad? El viento se ha llevado las cenizas de los muertos. Que por algo lo estarán. Debían ser demasiado torpes con las espadas. Seguramente se las clavaron entre sí.
Oí una carcajada horrorosa. Y en aquel momento, aquella risa me resultó el sonido más espantoso que había oído en toda mi vida. Me volví y vi a aquella figura rechoncha que me había sorprendido entre la lluvia y los relámpagos aquella tarde.
- ¿Te has quedado sin palabras? Normal, eres tan inútil como ellos. O como tu padre, que ni siquiera ha sabido dejar un cadáver que enterrar. ¡Y esos son los guerreros del Cuervo!
Reconocí la voz enseguida. Era el bastardo de Günnar.
- Sí, quizá no fueran hábiles. Al menos, no tanto como tú, que te libraste de ir a cumplir con tu deber – le espeté con toda la inquina de la que fui capaz. – Al menos – continué, - murieron con honor. Algo que tú nunca harás, porque no conoces el honor.
- ¿Con honor, dices? - dijo entre risillas - ¡Vaya un honor! Ser devorado por las llamas, pasto de la propia ineptitud. Si hubieran sido los guerreros que dices que eran, ahora estarían bebiendo y festejando su triunfo. ¡Pero están muertos, quemados y barridos por el viento! – y volvió a soltar aquella nauseabunda carcajada.
La trabilla ya estaba suelta, así que yo no me sorprendí de ver mi hoja pegada a su cuello. Pero él sí, a juzgar del ligero temblor que sacudió sus piernas.
- ¡Günnar! – se oyó gritar una voz femenina. - ¡Eres una alimaña! ¡Vas a hacer que te maten, hijo mío!
- No te preocupes, madre. Los cobardes mueren, no matan.
- Y cualquier día tendrás ocasión de demostrarlo – contesté. Y envainando mi espada, me di media vuelta.
Casi instantáneamente, sentí un dolor lacerante en el antebrazo derecho. Sentí caer algo cálido, espeso, que se mezclaba con el agua de lluvia que me empapaba de pies a cabeza y lo sentía resbalar hacia los dedos, y después, caer hacia el suelo.
- ¡No, Günnar! ¡Hijo!
La madre de aquel bastardo sabía lo que había hecho. A traición, sin opción a la defensa, había sacado su arma de su vaina y había tirado una mala estocada que, lejos de matarme, como suponía que había sido su intención, sí que había conseguido herirme en el brazo del arma. Sonrió socarronamente, reconociendo su ventaja: si me negaba a luchar, sería tachado de cobarde; si luchaba, tendría mermadas mis facultades, y él tendría más posibilidades de vencer.
Sin más pensamiento que honrar la memoria de mis hermanos y padre desaparecidos eché el brazo herido a la empuñadura de la espada, que volvía a pender de mi costado izquierdo. Con un amplio movimiento circular le hice retroceder. Perdió un collar hecho con colmillos de oso que había sido más remolón que él.
Si el corte había sido profundo, a mí me fue indiferente. En aquel momento era totalmente insensible al dolor. Bastante había sufrido ya aquella noche. Una lesión como aquella no minaría ni mi determinación ni mi pena. Y por eso no me detuve.
Con la mano herida comencé a lanzar golpes a Günnar. Incluso así, el fanfarrón tuvo que agarrar su espada con las dos manos, para resistir los embates de la bastarda que empuñaba, única herencia de mi madre. Quizá ella blandía también la hoja, junto a mí, junto a mi padre, para responder a las provocaciones de las que habían sido objeto. Los aceros resonaban ahora en mis oídos más que la lluvia que no había parado de repiquetear en mi cráneo aquella noche. Arreció de nuevo y los relámpagos y los truenos se multiplicaron a nuestro alrededor, quizá pidiéndonos a uno y a otro la sangre de nuestro contrincante, apostando por uno o por otro, como si sólo fuéramos peones de un juego mucho más complejo de lo que podíamos nosotros imaginar. Las chispas recorrían los filos de las armas, compitiendo con los rayos ante mis ojos en luminosidad y furia, arrancadas de su matriz por la locura de un niñato.
Enzarzados, enganchadas las hojas, chirriaron los filos al juntar los rostros por detrás de las afiladas espadas: yo, apretando los dientes, en una mueca de feroz sed de venganza; él con aquella sardónica y cínica sonrisa de autosuficiencia que no conseguía borrar de su rostro. Movió los labios, diciendo algo, intentando que perdiera mi concentración, provocándome para que cometiera un error, pero no podía oírle. Sólo tenía oídos para el acero y mi entrecortada respiración bajo la incesante lluvia que nos anegaba los ojos y hacía que el cabello se nos pegara en el rostro, impidiéndonos la visión.
Un empujón bastó para separarme de la garra que Günnar había ejercido sobre mí y para traerme de vuelta a la realidad y a los sonidos que nos rodeaban. Los niños nos jaleaban, pidiendo sangre a voces. Los ancianos movían la cabeza afirmativamente, observando dos ardorosos guerreros que, sin duda alguna, traerían gloria y reconocimiento al clan. Aunque sólo quedara uno. Y las mujeres pedían que nos detuvieran. Unas por Günnar y su pobre madre, que lo quería como a nada en este mundo. Otras por mí y para que mi familia no desapareciera para siempre en aquel día.
Volvimos ambos a la carga, cruzándonos golpes, tirándonos estocadas, parando ataques y deshaciendo la guardia del contrario. Yo ya no podía parar. Estaba embriagado con el sudor mezclado con el cuero de la empuñadura de mi bastarda, absorto en el cuerpo de mi rival, que ya contenía numerosos besos de mi filo, simples mordeduras del metal, pero que le hacían sangrar. Seguramente yo tenía un aspecto similar después del tiempo que llevábamos entrechocando las armas y sangraba tan profusamente como él. Pero había una diferencia: a mí no me importaba morir defendiendo mi honor y el de mis parientes perdidos. Él tenía demasiado miedo a encontrarse cara a cara con Druma la Seductora.
Günnar giró a mi alrededor, intentando ganar mi espalda para ensartarme a traición, pero interpuse el regalo de mi madre entre él y mi retaguardia, haciendo vibrar aquella fea hoja de la que tan orgulloso estaba mi enemigo. Ahora fue mi turno y, con un salto felino golpeé su sien izquierda con el plano de la espada, haciéndolo caer al barro, en el que chapoteó tan sólo un instante antes de volver a la carga, con la hoja por delante, intentando romper mi guardia por la pura fuerza de la embestida. Se deshizo en golpes por uno y otro lado, en series rápidas y largas, buscando un fallo en mi protección, pero no lo encontraba. Yo sabía que sólo tenía que esperar, que aquella no era forma de pelear. Mi padre me había enseñado que de aquella manera sólo conseguiría agotarse antes de tiempo y la lucha terminaría con el enemigo desplomado en el suelo y a mi merced.
Günnar se detuvo para recuperar el resuello y entonces fue el momento de lanzarme a su garganta. Reaccionó tarde, pero fue más que suficiente para detener mi acometida. Se retiró de nuevo y volvió a reír. Bajo la lluvia, con el pelo pegado a sus carrillos, lleno de sangre y barro, parecía más una bestia que un ser humano.
- ¡Eres basura! Jamás podrás conmigo. Soy más grande, he peleado más que tú y soy más fuerte. Si quieres vivir, ríndete.
- No quiero vivir. Quiero matar.
- Estoy seguro de que la puta de tu madre muerta no querrá tenerte a su lado en el más allá.
Quizá debí hacer oídos sordos a su provocación. De todos modos, yo no llegué a conocer a mi madre. Tampoco fue el insulto. ¿Qué sabía él de mi madre más que yo? Nada. No sé que fue, ni siquiera ahora podría decirlo. Pero aquello me hizo enrojecer de ira. Sentí mi piel arder, hacer evaporar la lluvia que se acumulaba en mi cuerpo después de tanto tiempo sintiéndola caer. Sentí un arrebato de cólera y no recuerdo nada más.
Algunas viejas lo llamaron awen. Un trance. El trance del guerrero. Estaba fuera de mí. Sólo podía atacar, golpear, tajar y estoquear. Los que me vieron pelear, me dijeron que mis ojos estaban fuera de las órbitas, que mi boca no revelaba emoción alguna y que no podía apartarme de Günnar. Sólo quería luchar, en aquel momento sólo vivía para luchar. Sólo veía a mi enemigo, mi hoja y la suya. Sólo sabía dónde estaba mi propio cuerpo.
Para mí, el mundo se detuvo. Toda vida quedó suspendida, como si hubieran decidido pararse todos para observarme pelear. Incluso Günnar había dejado de moverse como si observara mis evoluciones, atento a mis movimientos, como si fuese un huracán que se hubiese formado allí delante. Todos estaban como absortos, fijos en mis movimientos.
De pronto, el mundo volvió a su ritmo original, saliendo de aquella pasta en la que se había introducido. De pronto, ví a mi contrincante parando sin cesar, con dificultades, retrocediendo, cansado y sudoroso. De pronto, dejé de ser humano. De pronto, Günnar hizo un ruido extraño, como un gorgoteo, como si fuese el arrullo de una paloma. Un hilo de sangre y baba fluyó desde las comisuras de sus labios, y su cuerpo se vio sacudido por fuertes convulsiones, hasta que se quedó quieto, inerte.
Tenía mi bastarda clavada en su cuello, hasta la mismísima guarda.
Tiré de la empuñadura con rabia y sacudí la hoja para limpiarla de sangre, salpicando a mi alrededor. El cuerpo del muerto cayó pesadamente a tierra, como si fuera un fardo de paja lanzado desde lo más alto del montón, hundiendo el rostro, contraído en un rictus de sorpresa y terror, en el húmedo fango en el que chapoteaban mis pies. Cuando tocó el suelo, oí un grito desgarrador, seguramente de su madre, pero no me importó. Oí un verdadero clamor, no sé si de admiración, de terror o de rechazo, pero no me importó. Vi un gran revuelo a mi alrededor, gritos, brazos y piernas agitándose. Pero ni supe a qué se debía en ese momento, y la verdad sea dicha, tampoco me interesé lo más mínimo en conocer la razón. Había sido una lucha honorable, a pesar de cómo había comenzado, y uno de los dos había caído. No había más que hablar. Muchos hombres morían y vivían así en Bort y jamás había visto poner tantos gritos en el cielo por causa de un combate.
La lluvia no aflojaba. Unos tremendos goterones se deslizaban desde mis codos al suelo, alimentados por un copioso aguacero que parecía no querer amainar jamás. El chaparrón hacía que el ambiente fuera mucho más pesaroso de lo que ya era. Es más, parecía ser la que traía la muerte consigo, dejándonos tras de sí sólo amargos recuerdos. Primero, mi padre y hermanos. Después, a Günnar.
Con todo el ajetreo, aún hubo alguien que tuvo tiempo de investirme con una peluda capa de algún desdichado animal que, en aquel preciso momento, compartía mucho más con Günnar que yo mismo, que vestía ahora sus galones. No me hizo falta mirar al manto para saber la responsabilidad que significaba aquel manto: acababa de llegar a mi mayoría de edad. Era un hombre hecho y derecho. Ya había matado, y eso, para los bortai, es signo de que uno está ya preparado para ir a la guerra. Y a las guerras, todo el mundo lo sabe, sólo van los hombres y mujeres adultos. Quizá era uno de los más jóvenes bortai en conseguir aquello. Pero, cuando tus enemigos te cercan, y hasta tus propios hermanos vuelven las hachas contra ti, la edad a la que mueres no importa, sólo la edad a la que matas. Oí protestas contra aquel que me había concedido el honor del manto. Muchos alzaron sus voces contra él y otros muchos, en contra de los primeros. Unos argumentaban que aún era un crío y había matado a otro crío y eso no es de ser hombres; otros, por simple respuesta, preguntaban que desde cuando había importado la edad de los contendientes a la hora de concederle la adultez a un bortai. Muchos habían muerto con apenas pelusilla en la barba y otras, apenas comenzaban a sangrar la sangre lunar, ya tenían en su haber numerosas víctimas. ¿A los bortai nos importaba acaso la edad de nuestros enemigos? ¿Eran menos enemigos los que tenían menos edad? ¿Eran menos hábiles los más jóvenes? Aquella tarde, Günnar y yo nos habíamos encargado de despejar estas dudas, dejando constancia de que dos diestros guerreros podían contar con cualquier edad. Y ganarse su nombre de adulto matándose entre sí. ¿Cuántos de los que allí había se habían forjado su identidad de aquella manera? Muchos callaron al sentirse respuesta a esta pregunta.
La madre de Günnar recogió su inerte cuerpo de un suelo en el que el barro se entremezclaba con la sangre derramada, aún sollozante. Su abuela, una de las ancianas del clan, le imprecaba y le reprochaba su displicencia para con su hijo, que había faltado a todas las reglas del combate honorable.
- Tu hijo no merece ni las piedras de su túmulo. ¡Traidores en mi propia casa! Si los ancestros tuvieran a bien llevarme consigo... ¡Qué vergüenza haber vivido para soportar esta deshonra! – la anciana hablaba con verdadera rabia.
Con la sangre del caído aún manando desde la terrible herida, me puse a pensar en Günnar. Había deseado matarlo en múltiples ocasiones, haberle procurado la más dolorosa y lenta de las muertes imaginable, para que sufriera en sus propias carnes lo que había sufrido yo a lo largo de toda mi vida, sin madre que me orientara y con un padre que estaba, las más de las veces, fuera del clan, haciendo la guerra a otros para que aquella sabandija tuviera una vida mucho más segura. Pero, ¿ahora qué? Había conseguido por fin librarme de él. Pero seguía igual de vacío que antes. Sin embargo, la lucha... ¡la lucha me había llenado! Los envites de uno y otro, las acometidas, los molinetes y paradas, las fintas y las esquivas... Todo me había hecho hervir la sangre, casi como una virgen que ocupa por primera vez el tálamo con su compañero. Aquello me había hecho sentirme vivo por un breve lapso de tiempo, me había demostrado que dentro de mí aún quedaba algo más que vacío, como si mi vida hubiera llegado hasta aquel punto sólo para experimentar aquella euforia imposible de contener que era el combate.
- Madre – me dirigí hacia la anciana, tendiéndole mi mano derecha, - no seáis tan dura. Günnar luchó honorablemente, peleó sin desfallecer, sin dejar nunca de combatir, confiando en poder sacarme ventaja y acuchillarme. Fue un digno enemigo y, si nadie quiere hacerlo, yo mismo honraré su memoria como merece el gran guerrero que Bort ha perdido.
Mirándome a la cara, directamente, alzando su vista poco más de un palmo, vi el agradecimiento que afloraba en aquellos sabios ojos de los que la vergüenza se fue, como descorriendo un velo que hubiera afeado el rostro surcado de arrugas y cicatrices, que aún guardaba entre aquellos múltiples pliegues una gran parte de la belleza que había hecho de aquella mujer una terrible compañera y una amantísima esposa para algún afortunado guerrero, muerto ya hacía tiempo.
-¡Escuchadme ahora, hijos del Cuervo! – la anciana elevó su voz por encima del griterío de los que discutían. - Que nadie más se atreva a negar a este chico su adultez, pues es honesto y noble de corazón, tanto como el mejor de nuestros guerreros. Ha probado serlo en combate y acaba de demostrarlo en la victoria, ofreciendo el campo conquistado al hermano caído para que repose en él – hizo una breve pausa y luego me señaló con un huesudo y largo dedo. – No hay duda de que éste está llamado a un gran destino y que no regirá sólo el suyo, sino el de muchos.
La gente miró anonadada a la anciana, la gran mayoría boquiabiertos. La matriarca de aquella familia había dado el honor de la victoria al asesino de su nieto. Con aquello se acabó toda la discusión.
Cogí de los brazos de su madre el pesado calcañar de Günnar y, trastabillando en el cada vez más húmedo barro de la estepa, llevé a mi enemigo hasta en centro del círculo de tiendas. Allí, amontoné como pude la suficiente leña como para levantar una pira funeraria que diera testimonio de lo gran guerrero que había sido aquél que yacía entre agua y barro con un agujero de más, un boquete que yo había abierto con mis propias manos. Y consideraba, en justicia, que debía ser yo quien preparara sus exequias. Le había asesinado, sin pararme siquiera a considerar las consecuencias de mis actos, embriagado por el espíritu de la guerra, poseído por el deseo de victoria, de aplastar a los que se atrevieran a poner en duda mi dignidad.
Aquella idea me atormentaba. Una vocecilla en mi interior me decía: "¡Asesino! ¡Criminal! Ahora caminarás por las oscuras sendas del dolor". E inmediatamente oía la voz de Drawen que me decía que los guerreros mueren en las batallas. Y los bortai, niños o no, somos todos guerreros. Desde el primero hasta el último. Desde el más arrugado anciano hasta el más tierno infante, éramos supervivientes. Y nada ni nadie nos habría de detener jamás si permanecíamos fieles a nosotros mismos, a nuestra dividida nación, a nuestro clan, a nuestra familia.
Asesino.
Aquella vocecilla interior no dejaba de atormentarme.
Los guerreros mueren en la batalla.
Era como si varias personas se hubieran colado en mi cabeza, diciéndome frases inconexas, repitiéndose una y otra vez; unas me acusaban, otras me justificaban. Mil vidas estaban ahora mismo disponiendo mi conciencia dentro de mí y yo ni siquiera tenía voz o voto en aquellas disposiciones que otros emprendían sin mi consentimiento, como si no me incumbieran para nada o no pudiera inmiscuirme en mi propio devenir. Quizá los miles de ancestros que habían dado forma al Bort actual, que nos habían llevado, a través del tiempo, montados sobre la tradición y la costumbre, a aquel punto fatídico en el que nos habíamos enfrentado Günnar y yo. Quizá los mismos dioses habían encontrado un hueco en mis pensamientos, para reprocharse uno a uno y entre todos la responsabilidad de nuestros actos y queriendo ganarse a las tabas las almas de uno y otro.
... en la batalla.
El trapaleo de la lluvia sobre los maderos no ayudaba en nada a silenciar aquella retahíla de rezos y susurros inconexos y sin sentido alguno. La batalla ahora se libraba en mi propio corazón y no ante mis ojos. El resultado de aquella pugna no dependía de mi habilidad con el acero o de la habilidad de un contrincante. Dependía de la invisibilidad de aquel terrible enemigo, de la conciencia de que no tenía corporeidad alguna contra la que arremeter. Aquella abstracción, aquel fantasma, iba a acabar conmigo antes de lo que muchos pensaban y bastante después de lo que otros hubieran deseado que fuera mi final. Los palos seguían ajustándose unos sobre otros, la lluvia seguía limpiando mis heridas. Pero ninguno de los dos podía lavar lo que había hecho.
Más relámpagos alumbraron la oscura y cerrada noche en que aquel funesto día se había convertido. A la lúgubre luz de aquellas centellas, me rodeaban rostros fantasmagóricos, horripilantes, terroríficos. Miles y miles de rostros atormentados se giraban para mirarme la cara. Descarnados dedos me apuntaban, acusadores, culpándome, negándome un perdón que los seres terrenales ya me habían concedido, al menos en sus bocas. Cientos de desdentadas aberturas susurraban contra mí, cuchicheando maldades; cientos de horribles dientes reían mi desdicha, insistentes, negándose a abandonarme aquella noche, Aquellos espíritus, ancestros o no, habían surgido sólo para martirizarme, para demostrar que ellos eran muchísimo mejores que yo porque ninguno había matado a ningún niño. Al menos, ningún niño bortai.
Cerré los ojos y sacudí la cabeza, intentando librarme de aquellas visiones, pero las visiones se mezclaron con la gente que me rodeaba, confundiéndose el mundo real y el otro en aquella pira que estaba a punto de arder. Unos reclamarían el alma del vivo. Otros llevarían consigo la infamia y la gloria del muerto. Unos seguirían con sus vidas al día siguiente. A los otros no podría olvidarlos jamás en mi larga existencia, testigos mudos de un crimen que no fue tal, parte acusadora de un juicio que decidió el acero, con su fría mordedura.
Me alcé del barro, con las piernas enfangadas hasta media pantorrilla, perdidos de barro los faldones de mi túnica. Derramé con reverente calma los óleos sobre el cuerpo de mi enemigo y tomé la antorcha de la mano de Dada, que me dirigió una enigmática mirada. Fue como si no nos conociéramos, como si aquel fuera el primer encuentro de dos desconocidos que estaban destinados a entrelazar sus vidas, aunque ninguno desearía la manera en la que se habían entrelazado. Parecía como si Dada mirase más allá de mis ojos, intentando atisbar algo dentro de mis pensamientos, taladrando mis pupilas con las suyas, y viendo mucho más con su cansada y sabia vista de lo que yo podía alcanzar a ver en mi propio interior. Soltó la antorcha con una mezcla entre alivio, satisfacción y honda pena, camuflados entre un cejo fruncido de preocupación, esperándose algo mucho más terrible de lo que ya habíamos tenido la mala suerte de encontrar.
Me separé al fin de ella, prendida aún la mirada en la misteriosa máscara de Dada, con la antorcha encendida ardiendo por encima de mi cabeza. Oía sisear las gotas de agua al caer sobre la antorcha.
- Hermanos de Bort, hijos de la guerra, vástagos de la sangre de la propia Madre – grité, imitando al druida que sería el maestro de Drawen. – Hoy devolvemos a su seno a uno de sus hijos, montado en el corcel de la muerte; esperamos que Shan'dru lo recoja antes de que Druma lo haga desaparecer en el olvido y lo reúna con los ancestros.
Dicho esto, arrojé la antorcha a la hoguera.
- ¡Tú te habrás de ir con él, bastardo!
La madre de Günnar se había lanzado hacia mí con una maza de guerra, dispuesta a matarme. El terror me había paralizado y no acerté a desenvainar mi bastarda. Ni siquiera pude cerrar los ojos, anticipando el miedo. Y entonces, un palmo de blanco acero sobresalió entre los pechos de la mujer, que se miraba horrorizada aquel nuevo apéndice, crecido por arte de magia.
Fue la abuela de Günnar quien me salvó. Le dijo algo a su hija, llorando, que no pude entender. Y sin dejar de llorar dijo:
- Qué maldición ha caído sobre mi casa... – y acto seguido, de un tajo, se abrió las entrañas.
Nada volvió a ser igual desde entonces.
Aquellos hechos parecieron marcar el declive de una época, como si todo hubiera estado predestinado para causar una inflexión en mi propia vida, como si algún ser superior hubiera tramado todo aquel dolor, toda aquella desgracia por el mero hecho de ver cómo reaccionaría en los años siguientes. Me sentí como un peón de algún cruel dios que se divertía a costa de mi sufrimiento.
Tras haber recibido mi manto de adulto, todo fue de mal en peor. El clan me había redimido de toda culpa, puesto que los ancestros habían tenido a bien el permitirme vivir, librándome del oprobio que acabó con la vida de toda la familia de Günnar, dejando su casa desierta e inexistente. Según la ley, sus posesiones debían pasar a su verdugo. Literalmente, su verdugo había sido la propia matriarca, pero como el que desencadenó toda aquella pena había sido un chiquillo que apenas contaba con doce inviernos, lo poco que habían atesorado pasó a mi yurta sin que nadie protestara por ello. Yo no me sentía a gusto con aquellos objetos, ganados por la sangre, una sangre innecesaria, y, lo que debía haber sido el principio de una pequeña fortuna que muchos empezaban ya a envidiar, acabó en manos de aquellos que más me envidiaban. Sin poder poner la vista siquiera en todos los cachivaches y enseres que había heredado, debido a los recuerdos que despertaban en mí, pedí a Dada que los regalara en mi nombre, a quienes más los necesitaran o quisieran. Eso era lo de menos. A mí lo único que me importaba era recuperar la paz que aquellos objetos me habían arrebatado, como un ladrón furtivo abrigado por la oscuridad de la noche. Hubo quien no culpó a los objetos de aquella intranquilidad, sino a mí, pero ya no me importaba. Desde el momento en que maté a Günnar apenas me importaba nada. Y casi había sido mejor así.
Ningún chiquillo quería acercarse y, mucho menos, jugar conmigo. Y los adultos no comprendían que yo no quisiera dedicarme a cosas de adultos, sino a jugar. Pero para ellos era bastante simple decidir si era un niño o un adulto. El que lo tenía mucho más difícil era yo, atrapado entre dos mundos. Como único superviviente de mi casta, y como adulto además, tenía voz en los asuntos del clan. Pero, ¿qué iba a decir yo en los consejos, que me quedaban tan lejos las decisiones de mis mayores? ¿Qué podría alegar yo, ajeno a sus idas y venidas, sólo coronado por una muerte que me era aún más ajena?
Y con los niños era peor. Muchos me insultaban. Me señalaban y me llamaban criminal o asesino. Otros muchos me tiraban piedras para que me alejara de ellos, temerosos de que les hiciera daño. Pero estos no eran los peores. Estos se enfrentaban a mí, abiertamente, con o sin razón, amparados en el miedo o en el absurdo valor que confieren las apuestas entre mozalbetes, del tipo de a ver quién se acerca más al hacha más afilada.
Los peores eran lo que ni siquiera cruzaban la mirada conmigo. Los peores eran los que, al ver que me encaminaba hacia donde ellos estaban, pegaban media vuelta, volvían a su yurta y esperaban a que hubiera pasado. Los peores eran los que daban inmensos rodeos para no cruzar sus pasos con los míos. Podía soportar los insultos, las pedradas, las burlas y el daño físico. Era fuerte, lo había demostrado, y no tendría que volver a demostrarlo mientras viviera. Los moratones se volvían amarillos y después desaparecían. Las palabras acababan arrastradas por el viento en los dioses saben qué sitio. Pero la indiferencia, el rencor silencioso, permanecen siempre. Se enconan en el corazón del que la siente, como una herida mal curada, pero lo hacen aún más en el corazón del que la padece. Por que el que se hiere por propia voluntad no puede más que encoger los hombros y cargar con el daño, pero el que se hiere por voluntad de los demás, sufre. Y no vive. Se siente como debieran sentirse los fantasmas, aquellos que quedan en el mundo sin transitar hacia el otro lado, atrapados por su hondísima pena. Y así estaba yo: atrapado entre la pena de saberme ignorado y la angustia de sentirme valorado.
Intenté apoyarme en Dada, pero tampoco podía ayudarme. No porque no quisiera, la pobre. Sino porque no podía. Sus huesos cada vez se quejaban más, y ella también, aunque en silencio. Pocas veces oí a mi querida anciana proferir algún quejido, algún sonido de dolor. Pero cada vez era más evidente que hasta los más leves movimientos le producían fuertes dolores. Ella se quedaba en la yurta, arropada entre sus pieles, sonriéndome mientras me decía que para ella ya había llegado el largo invierno. Después volvía la cabeza y suspiraba sin perder aquella sonrisa preocupada. Y yo tenía que salir a buscar algo de comer.
Tampoco me servían mis clases en la cabaña de Burbath. El anciano me enseñaba más y más runas con cada día que pasaba, pero nada de magia. Si hubiera aprendido una pizca más de magia, quizá hubiera levantado un poco más el ánimo. Pero lo único que hacía allí era mirar los firmes y bellos trazos del anciano mago, intentando desentrañar un significado que no encontraba sentido alguno en mi cabeza. Cuando le preguntaba por la hora en la que haría magia de verdad me decía: "Confórmate, por el momento, con conjurar tu propia luz, mozalbete. Los arcanos esconden secretos que podrían acabar con tu juvenil intelecto mucho antes de lo que puedas suponer."
Todo esto sólo servía para añadir más carga aún a las que ya llevaba sobre mis hombros. Y cada día me sentía mucho más triste, más sólo. Era un extraño para mi clan. Un adulto que tenía el cuerpo de un niño, un niño que encerraba una mente de adulto. Un asesino al que temer, un criminal al que castigar. Víctima de las circunstancias y víctima de mí mismo, de mi propia arrogancia, de mi propia falta de mí mismo. Poseído por un awen incomprensible había matado. Esto me hacía diferente a ojos de los demás, y los demás me querían ver diferente, deseaban verme distinto a ellos, alejado de todo lo que ellos significaban para sí mismos, separado del clan, al que no era digno de pertenecer un monstruo como yo, asesino de niños. Y aunque los ancestros me perdonaran. Y aunque el clan me hubiera dado su beneplácito, yo no era más que un parásito entre ellos, un tumor al que extirpar, sin sitio en una cerrada sociedad de la que ellos mismos me habían expulsado cercados por sus propias leyes.
Me paré a la orilla del río, deseando tranquilidad, pero hasta sus aguas parecían correr hoy más turbias y tempestuosas, como si quisiera alejarme de él, por miedo a que le cortara en dos. No encontré descanso bajo el viejo roble en el que solía cobijarme durante las calurosas horas del verano. Sin hojas aún, sin haber comenzado aún la primavera, el cielo aparecía entre las desnudas ramas del árbol, que dejaban entre ver las nubes que viajaban ligeras, flotando en el aire, acunadas y llevadas por el fresco viento del final del invierno. Tampoco la Madre me ofrecía su cobijo.
Todo lo que había amado desde pequeñito, todo lo que había sido mi vida se había disipado. Todo lo que había significado algo, todo lo que hubiera tenido alguna importancia había sido borrado, sustituido por aquel insondable vacío lleno de pena y soledad. Ni siquiera los dioses me querían. Shan'dru parecía retirarse de mí, puesto que ni sus hijos vegetales podían ofrecerme una confortante sombra. Su sangre, el agua que corre por las venas de sus ríos, que corre calma y tranquilizadora por las riberas, me increpaba mi horrible crimen, haciéndome sentir culpable por lo que habían desencadenado las circunstancias.
Realmente no era culpable de nada. Según nuestras leyes, según nuestros códigos, Günnar se había arriesgado a perder su vida y había perdido una apuesta demasiado alta que no había podido cubrir. Él quiso mi alma como ofrenda a los ancestros y lo que tuvo fue un palmo de acero entre el gaznate y la coronilla, encajado en el estirado cuello. Algunos guerreros dicen que los ojos de aquellos que matan en el combate les persiguen toda su vida, al cerrar los ojos, exigiéndoles el pago por la vida que les arrancaron. Pero eso no es nada comparado con el horror que me infundían a mí los ojos de Günnar cada noche, incrustados en mis sueños, llenos de odio, rabia y sorpresa, casi fuera de sus órbitas, queriendo aspirar el aire que el acero impedía que pasara a sus pulmones. Aquellos borbotones de sangre manando de su nariz y su boca, torcida en una macabra media sonrisa, sombra de la mueca que tanto había odiado en Günnar. Los regueros de sangre que fluían por su pescuezo, descendiendo tímida y lentamente desde los filos de mi espada, burlones, casi cantarines, riéndose de mi desgracia y a la vez, incitadores, clamando por la sangre que aún quedaba dentro de mi víctima, sedientos de un caudal que yo no estaba dispuesto a derramar en tal cantidad. El sonido de sus lastimosos quejidos, apenas un gorgoteo, reprochándome un asesinato que no fue tal, reclamándome una vida arrebatada en una liza limpia.
¿Cómo permitía Shan'dru, la Dadora de Vida, que aquello ocurriese? Dada se había pasado la mitad de mi vida aleccionándome sobre la bondad de la Madre, imbuyéndome la doctrina de los druidas, que, aunque escasa por ser mi pueblo como es, existe, enseñándome la supremacía de Shan'dru por encima de los demás diosas y dioses. ¿Cómo es posible que, si tan poderosa era, permitía que las huestes de Druma, la Seductora, cabalgaran en las entrañas de uno de sus hijos, nublándole el sentido y el entendimiento, para convertirse en el brazo ejecutor de la diosa de la Noche? ¿Acaso hasta los dioses se habían vuelto locos, perdido el seso en la vorágine de caos que me había arrastrado? ¿O eran ellos los que habían provocado aquél caos cuya vorágine había acabado por arrastrarme? Desentrañar tales misterios me dio dolor de cabeza. Si apenas era capaz de desentrañar los misterios de mi propia existencia, tanto más era incapaz de vislumbrar siquiera las intenciones de los dioses, cuyas voluntades se me hacían antojadizas, como las de un mocoso que se encapricha con el juguete de otro y no para de llorar y patalear hasta que lo consigue. Y cuando lo consigue, descubre que el placer de jugar con él no es tan grande como él creía y acaba abandonando el juego en un rincón, despreciándolo y olvidándose de él.
Harto de pensar, cansado de jueguecitos de dioses y estupideces de humanos, me levanté y fui a dar un paseo. Lo único que me había quedado de mi padre, aparte de Nodym, que permanecía como testigo de su existencia, hundida hasta casi la mitad de la hoja en la tierra, era un caballo, un potro a decir verdad.
El mismísimo Dutar, señor del clan Caballo, había criado aquel garañón hasta convertirlo en un joven alazán del que muchos reyes y reinas se sentirían orgullosos. De enorme alzada, aquél corcel de guerra estuvo lejos de mi alcance hasta que cumplí los catorce días del nombre, en el que, como si la mismísima Shan'dru me hubiera regado, me di cuenta de que me había convertido en un espigado jovencito, de apariencia desmañada y de miembros desproporcionadamente largos, como ocurre a cualquier adolescente en esa etapa de su vida. El caballo debía estar en la misma etapa de su vida que yo, encontrándose extraño en cualquier lugar y, si tal cosa fuera posible, preguntándose por el sentido de su aburrida existencia, confinado en aquel redil, esperando a que alguien lo montara. Así que, cuando por fin decidí acercarme a él, congeniamos enseguida, e hicimos buenas migas. A los pocos minutos, ya estaba montando sobre su elevada grupa, a la que, a pesar de mi ya imponente altura, me costaba sudores encaramarme sin golpearme con las paletas, el cuello o la columna del noble animal y no mencionaré en qué partes de mi anatomía. Cuando conseguía subirme, estaba tan cansado que apenas me apetecía ir al paso sobre mi caballo, pero como suponía que sus ansias de salir de allí eran similares a mi angustia, me aguanté y salí del redil con un ligero trotecillo, que, me puso tan eufórico que acabó por convertirse en una furiosa cabalgada.
Aquel mismo animal era ante el que me encontraba entonces. El potranco había crecido un poco más, con lo que su tamaño era realmente impresionante. El pelo negro brillaba a la tímida luz invernal con un destello azabache. Sus ojillos, avezados y atentos, presentaban ese chispeo de inteligencia y picardía que hacen de algunos animales más humanos que muchos. Con la larguísima crin coronada por un mechón plateado, el alazán me miraba expectante, y sacudió la melena, orgulloso, demostrando que se sabía poseedor de una deslumbrante belleza.
Me acerqué a él con unas cuantas hierbablancas, unas matas pequeñas y de color lechoso que parecían gustarle mucho, y le acaricié el aterciopelado penacho plateado que le caía sobre la frente, mientras mantenía baja la testuz, pendientes los ojos de la golosina. Supongo que esbocé media sonrisa, porque me sorprendí tensionando los músculos de la cara al escuchar el tímido relincho de satisfacción del potranco. Terminado su regaló, piafó impaciente, esperando que mi peso cargara su grupa para poder salir y estirar un poco sus poderosas ancas.
- Hoy iremos despacio. No estoy de ánimos...
Como si hubiera comprendido lo que le había dicho, el caballo me miró como diciéndome: "eso ya lo veremos". Volví a ver aquel destello de impaciencia en los redondos ojillos negros, que parecían reír divertidos ante la expectativa de una nueva y rápida cabalgada, a través de las estepas del clan, de camino a Shan'dru sabía donde.
Y no esperó mucho. Apenas asenté mis posaderas en su lomo, el caballo lanzó su propio y furioso galope, haciendo trapalear los cascos en el reseco suelo de Bort, levantando inmensas nubes aullantes de polvo, que asustaban a todos cuantos nos veían, pensando que el Apocalipsis había llegado y que los enviados de Druma ya habían venido a pedirles cuentas de sus vidas, para enviarlos ante la luz de Brishna o a la oscuridad de Malak. Pero el que aullaba era yo. Aullaba de excitación, elevando mi voz por encima de las voces de los pájaros, los ríos y el propio viento, que peinaba suavemente mis cabellos y acariciaba mi desnudo torso al pasar a mi alrededor, mientras el poderoso pecho de mi bestia atravesaba veloz los campos, como si quisiera escaparse de un mundo que, también a él, le había marginado y apartado, como un trasto viejo que no quiere nadie más.
Me agarré a sus crines y volví a sentirme libre, aliviado de la carga que pesaba sobre mis hombros, liberado de mis propios fantasmas. Espoleé al animal, que respondió animoso, intentando dejar atrás los malos recuerdos, como si poniendo tierra de por medio pudiese olvidarme de ellos para siempre. Sentí la calidez del animal, moviéndose salvaje, indómito, y me reconfortó, sabiéndome acompañado en mi desgracia, aunque fuera por un animal que, en este caso, había demostrado muchísima más piedad y comprensión que muchos seres humanos de los que conocía. Los árboles pasaban a nuestro alrededor relampagueantes, sin dar tiempo a distinguir siquiera sus troncos u hojas. Eran meras sombras que desparecían en la oscuridad del miedo, quedándose atrás, impidiendo el paso a todos esos fantasmas que yo había temido. El suelo temblequeaba ante el poderoso trapaleo de las pezuñas del animal que, como si fuera un remero en una galera mydonita, redoblaba sus esfuerzos con cada retumbo de la trápala, con la diferencia de que aquí no había látigo para que corriera más. El caballo daba todo lo que tenía y más, sin negarse nunca a nada, sin racanear con el esfuerzo.
No sé cuanto tiempo duró aquella excursión, y mucho menos el espacio que habría recorrido con aquella escapada infernal. El caballo no daba muestras de estar más cansado. Sólo corría. Buscaba un destino que ambos sabíamos que no existía en absoluto, pero que nos llamaba inexorablemente, con un clamor que no podíamos desoír y que nos apremiaba a llegar cuanto antes mejor. El animal relinchó, relanzando un galope mucho más rápido y desbocado que antes, y el mundo a mi alrededor giró a una velocidad de vértigo.
No sé cuando di la orden de paro. Tampoco sé cuando desmonté y mucho menos si había dormido algo. Sólo me encontré tirando de la brida del ronzal del noble bruto, guiándolo hasta un apacible y pacífico cabo, en el que poder descansar, tanto montura como jinete, y tener un poquito de sombra y agua que disfrutar durante algunos momentos. Estábamos en las cercanías de las ciénagas donde viven los draks, esos misteriosos seres humanoides con pinta de lagarto. Los Cuervo estábamos en relativa paz con ellos, pero, si no me equivocaba, aquello pertenecía al clan Caimán y su caudillo, Ogol, un impresionante hombretón de cerca de dos metros y medio de estatura e imponente musculatura, gustaba de adornar sus pertrechos y su cuerpo con dientes y garras de aquellos. Y tampoco era mucho más tolerante con los extraños que invadían sus tierras. Y si esos extraños invasores contribuían a su atuendo personal creando un conflicto con los drak, entonces sus cráneos adornarían la entrada de su yurta.
Cuando llegamos a los marjales, vi a Burbath, mi maestro. Estuve a punto de darle una voz, de llamarle a grito en cuello y que se sentara conmigo un rato, a descansar en la fresca atmósfera de aquellos estanques. Pero no estaba sólo. Burbath estaba conferenciando con otras dos personas.
Una de ellas era un anciano bajito y regordete, con un problema de papada múltiple, que le caían en cascada desde la barbilla hasta el mismísimo pecho. En la frente parecía llevar incrustadas tres piedras rojas, símbolo de la escuela de Hechicería, una de las cuatro dispuestas por el consejo de los shyrmis. Lucía una amplia túnica de color vino, recogida en la cintura con una estrecha correa, que parecía a punto de saltarle un ojo a mi maestro en cuanto se descuidara. El rostro estaba tan encarnado como la túnica, y parecía igual de congestionado que su cinturón. El otro era un hombre alto, corpulento, fornido. Llevaba el rostro embozado por una tupida capucha de un color negro como ala de cuervo, pero sus gestos denotaban que era un personaje importante. Manoteaban mucho y el anciano movía opulentamente las papadas arriba y abajo. Mi maestro parecía nervioso. El de la capucha negra parecía mucho más sosegado y mucho más tranquilo, moviendo las manos con mucha majestuosidad.
Decidí acercarme a escuchar. No era la primera vez que intentaba algo así, pero ahora estaba dispuesto a no fracasar. Ala Negra me había encontrado entonces y me había dado un puntapié. Si estos personajes llegaban a descubrirme, lo más seguro es que acabara creyéndome una gallina o convertido en un tizón reseco, cuando menos. Así que dejé a mi caballo alejado de aquel grupo y me acerqué sin hacer el menor ruido. El agua acumulada en los bordes de las ciénagas amenazaba con delatarme si pisaba con más fuerza de la debida. Avancé evitando los pequeños charcos, pisando sólo en las montoneras de hierba más tupidas, para que amortiguaran el crujido de mis botas de suave cuero. Algo se asomó por el borde del agua, oteando a los cuatro seres humanos que se habían reunido por allí cerca. Vi unos ojos saltones hundirse en las cenagosas aguas. Temí que fuera un drak y su reacción diera al traste con mi plan de espionaje. El corazón parecía que me iba a saltar del pecho, de lo rápido y fuerte que me latía, como si uno de aquellos fuera el último latido que diera y quisiera irse al más allá habiendo dejado atestiguada su presencia en este mundo con una última pulsación perfecta. Pero no sucedió nada y, por fin, pude soltar una exhalación de alivio, que había estado conteniendo sin darme cuenta, y seguí avanzando hasta llegar a una distancia segura desde la que pudiera escuchar la conversación.
- Pero es que no puedes hacerlo, Malthus – dijo el gordo. Fue lo primero que pude oír de toda la conversación
- Que yo sepa, el Consejo me ha prohibido practicar la magia, no enseñarla.
- Pero, ¿es que no lo entiendes? El único sitio en el que se enseña el Arte es en las torres de Shyrm. Si acaso, en la Torre Roja, y esto es ya un atrevimiento. Y debe ser enseñada por maestros.
- Yo soy un maestro, por mucho que el Übbermeister se empeñe en lo contrario. Además, ¿y si hubiera otra Torre Roja aquí?
- Tú poder te fue retirado...
- Pero no mi entendimiento.
- ¡Pues parece como si te hubieran secado el seso, viejo cabezota!
- Calma, hermanos – habló el de la capucha negra. Y fue un sonido horrendo, casi demoníaco, que me hizo echarme a temblar. – No ganamos nada discutiendo entre nosotros. Pero has de entender esto, Arsstadtheldt: el Bundschlag no te permitirá hacer lo que te dé la gana. La magia es sólo una, y como una sola ha de tratarse, aunque se estudie desde cuatro disciplinas distintas. Tú, como yo, sabes que son muy pocos los que consiguen realmente dominar la magia pura, y los más sólo logran dominar uno de los aspectos de las esencias. Y esta sólo se enseña a unos pocos elegidos. Tú pasaste por aquellas pruebas, exactamente igual que yo. Aquello nos cambió para siempre. Y ahora tú, ¿quieres escoger a los llamados para el arte por tu propia cuenta? Has cometido muchos errores en tu vida, Malthus, pero este los supera a todos con creces. El Bundschlag se pide que ceses en tus actividades.
- El Bundschlag pide muchas cosas. Y la mayoría de ellas son estúpidas. ¿Por qué hay que negarles la magia a los demás? ¿Acaso es propiedad nuestra? ¿No está en el mundo de la misma forma que lo estamos nosotros? Pues, si está en el mundo, ¿qué impide a los demás utilizarla? Sólo el afán del Consejo por controlar algo en un mundo que ha olvidado a los magos, aislados durante siglos tras ese inmenso desierto. Si nuestras torres estuvieran de nuevo sembradas por todo Hirkam...
- No ocurriría nada – le interrumpió el gordo. - Volveríamos a ser perseguidos, tendríamos que volver a aislarnos y ese sí que podría ser el fin de los artesanos de las esencias. Así que desiste de tus ansias. Estás advertido, Malthus – volvió a hablar, tras una pequeña pausa, - así que tú sabrás lo que haces.
Los dos extraños se dieron media vuelta, sumergiéndose en los tóxicos vapores de las ciénagas. Salí de allí con el mismo cuidado que había llegado y fui a reunirme con mi montura, que se había quedado allí quieta, esperándome.
Lo que había visto me había desconcertado. Había dos magos extraños con mi maestro, que lo había sido antes. Pero no le llamaban Burbath, sino Malthus; y habían hablado de una especie de conquista mágica. ¿Planeaban los shyrmis invadir todo Hirkam? Si las historias que había oído una vez, al amparo de una hoguera de campamento, arropado por un calor que ya se había ido, los shyrmis podrían hacerse con el control de todo el mundo. Los bortai no teníamos armas suficientes para enfrentarnos a todo un ejército de conjuradores que podían calcinarte con sólo mirarte. Y para mí, esto solamente significaba una cosa: si Shyrm había decidido apoderarse de todo el mundo conocido, no había fuerza en el mundo capaz de detener su avance. Los clérigos lo habían hecho una vez, pero a qué precio... Y si lo que se decía era verdad, los ksatriyas habían acabado por tolerar la presencia en el mundo de los magos y a los Sai'mara, los sumos sacerdotes de Korgath, y a los Vaadhan, los altos clérigos de su padre Malak, habían llegado a aliarse con ellos. Los únicos que seguían oponiéndoles férrea resistencia eran los Shun'karith, y no eran muchos. A los druidas y a los drumitas les traían sin cuidado los magos. Existían y punto.
Sólo habría una solución y era la que el propio Malthus o Burbath o como demonios se llamase había apuntado: entregar la magia a los demás, hacerlos partícipes de ese inmenso y desatado poder que llenaba las venas de los magos, para poder armar una buena defensa. Y yo quería participar en esa defensa.
Volví a montar en mi caballo, o mejor dicho, en el caballo de mi padre. Los acontecimientos de los que había sido testigo habían mermado mi espíritu, pero no los de mi montura, por lo que me vi obligado a centrar todos mis esfuerzos en refrenar su ardor, dejándome muy poco tiempo para concentrarme en los problemas que habían surgido de repente. Al hacerlo, comprendí la dificultad que Dada había tenido al educarme o cualquier otro adulto en educar a un niño. Es muy complicado sujetar el ardor por la vida de un ser que apenas comienza a disfrutarla y que quiere absorber y agotar todos sus momentos, extrayendo cada una de las sensaciones, paladeándolas, saboreándolas y pidiendo que aquellas sensaciones fueran cada vez más fuertes y más estimulantes.
Con una sonrisa, me sorprendí a mí mismo meditando el asunto, ¡Shan'dru bendita! ¿Querría decir aquello que me estaba haciendo mayor, que maduraba y que el manto de la adultez había caído sobre mí en el momento oportuno? Yo no había notado ningún cambio, ni tampoco había habido un punto de inflexión en mi vida que me indicara que había dejado de ser un niño para convertirme en un adulto, por mucho que me hubieran impuesto aquel manto cuando pasó lo que pasó. ¿Sería el peso del manto lo que había provocado que mi mente se llenara de aquellas reflexiones más propias de un anciano que de alguien que apenas contaba con un manojo de inviernos en su haber?
Volví a sujetar a mi animal. Necesitaba tranquilidad para meditar y el caballo no quería tranquilidad. Sólo quería galopar y correr, desentumecer sus músculos. Y lo que yo necesitaba desentumecer era mi embotado raciocinio. ¿Las vidas de los adultos estaban siempre llenas de preocupaciones como las mías? Yo había visto hormiguear a los adultos de mi clan durante toda mi vida. Todos iban de acá para allá, ocupados en tener algo que comer, en cocinarlo, en tener buen cuero, en tener la yurta preparada y buenas pieles que ponerse sobre el cuerpo, eludiendo así el frío que siempre nos acechaba tras cada piedra de aquella dura estepa. Siempre había pensado que aquellas eran las preocupaciones de los mayores, mientras no había guerra. Y cuando la había, sus tareas se reducían a engrasar filos de espadas y hachas, preparar recias armaduras de duro cuero, tener listas botas y escudos, y acondicionar sus cuerpos al esfuerzo. Claro que, todo esto, lo había visto protegido bajo las alas de Dada y nunca había tomado parte en una guerra. Supongo que los hombres afilaban sus armas acuciados por el atroz miedo a dejar atrás a los que amaban, que había nerviosismo oculto en las mujeres que se ajustaban armaduras al pecho y escudos en los brazos, que había intranquilidad bajo los cascos y yelmos preparados y que los entrenamientos estaban llenos de inquietud. Aún ahora, que he librado muchísimas batallas, no puedo saber qué es lo que pasaba por las cabezas de mis mayores.
Mi potranco seguía tratando de liberar toda su juvenil energía y cabeceaba impaciente, queriendo retomar la furiosa cabalgada que nos había llevado a las tierras de Ogol, caudillo del Caimán. Volví a refrenarlo, y el animal dio otro tirón. Desistí. No había caso. El joven animal quería liberarse, estallar en su jubilosa carrera y yo no veía razón alguna para seguir sujetando su ardoroso ánimo. Aflojé la rienda y el caballo relinchó burlón. "Te gané", parecía decir aquel agudo y penetrante sonido que pretendía, sin lugar a dudas reírse de mí y de mis miedos. Sus cascos volvieron a tronar, el polvo volvió a levantarse detrás de nosotros y la Madre, señora de libertad y vida, llenó mis venas de un irrefrenable deseo de liberarme de las ataduras de aquel mundo mortal y ver a los dioses cara a cara y desafiarlos a singular duelo. Quería volar, escapar de aquella pesada gravidez y liberarme de mis propios impedimentos. Mis disquisiciones se habían quedado arrinconadas por el momento, desterradas por el ardiente anhelo de vida que ahora me llenaba. Aquel animal sabía mejor que yo lo que me convenía y así me lo hacía saber. Decidí abandonarme a su buen juicio y solté un poco más las riendas. Mi montura soltó un leve relincho de agradecimiento y arreció la tempestad de su galope, con una trápala de la que hasta los dioses podían temer. Era libre. Allí no había nada. El mundo se había difuminado en confusas sombras y sólo el animal y yo estábamos allí para observar cómo todo se había emborronado. Por primera vez en mi vida me sentía yo mismo, liberado de pesos y preocupaciones, sin carga alguna. Parecía flotar, arrastrado por un furioso viento, rumbo a ninguna parte, y tampoco tenía que tomar decisión alguna sobre el mismo. El mundo ya no era parte de mí, y yo tampoco era parte del mundo. Jamás he vuelto a sentirme de aquella manera. Quizá esa libertad tan exagerada era la señal de que iba a estallar una tormenta en la que me vería atrapado sin desearlo, que me llevaba sin remedio hacia donde yo no quería y esta era la única tregua que iba a concederme. Si me hubiera dado cuenta entonces, seguramente habría actuado de otra manera, pero no lo hice. Y quizá fueron mis decisiones posteriores las que me encadenaron a un destino que, de alguna manera, estaba ligado a mí. Quizá fue que yo escogí ligarme a dicho destino, que esperaba allí agazapado a que pasara alguien y lo aceptara. Pero fui yo el que sufrió sus juegos y sus torturas.
Reía incansable. El viento jugaba en mis cabellos, me acariciaba, como si la Madre estuviera reprendiendo con ternura a un hijo travieso. El agradable calor del caballo entre mis músculos me hacía sentir vivo, unido al mundo, a salvo de que mi espíritu decidiera volar libre hacia las Eternas Estepas. Las largas crines del noble animal me hacían cosquillas cada vez que mi montura cabeceaba para ganar más velocidad. Nada podía dañarme entonces, nada. Me sentía invencible, Me sentía casi inmortal.
Poco a poco fueron vislumbrándose las primeras sombras de las abigarradas yurtas del campamento. Algunas hogueras habían comenzado a arder, preparando las primeras cenas, dedicadas a los más pequeños, que quedarían arropados por gruesas pieles, al abrigo de los precarios hogares, pero a salvo de todo peligro, mientras los adultos cantaban y reían. A pesar de las muertes, a pesar de la guerra, los bortai no dejábamos de festejar. La vida misma es un festejo, la propia libertad. Somos el último bastión de la misma en este mundo, el último pueblo libre. Y cada día puede convertirse en una celebración dedicada a los héroes que cayeron para defendernos, a los ancestros que nos guían y nos vigilan o a los propios vivos que aquella noche se reunían bajo las estrellas. Estar vivo también era motivo de celebración.
Sonreí y decidí aceptar aquella noche mis honores de adulto, envuelto en mi manto, acompañando a la vieja Dada. La llevaría del brazo y allí nos contaría cuentos, como cuando yo era pequeño. Y como seguía haciendo. Dada era excelente relatando historias y lo hacía de una manera tan aleccionadora que no podías menos que guardar en tu memoria todas y cada una de aquellas historias llenas de una secular sabiduría que habíamos recogido los bortai durante milenios de existencia tribal y sociedad familiar. Bort son los bortai, sangre y clan. Y Dada representaba aquella sangre y clan mejor que nadie.
No sé qué fue lo que me hizo volver la cabeza hacia aquel lado, pero vi humo en la cabaña de Burbath. Aquello hizo volver a mi cabeza los acontecimientos de aquella tarde y cómo aquellos dos siniestros personajes amenazaban a mi maestro. Entonces las preocupaciones cayeron de nuevo sobre mí como una maldita losa. ¿Y si habían cumplido su amenaza? ¿Y si le habían prendido fuego a la cabaña con él dentro?
Di un tirón del ronzal y el caballo giró. Molesto al principio, después pareció comprender la necesidad de aquel inesperado giro y emprendió de nuevo su furioso galope. Las piedras retumbaban con su trápala, pero no parecía cansarse jamás. Velozmente me fui acercando a la cabaña del mago. No vi los típicos resplandores rojizos de las llamas vivas, ni olí el característico aroma de los pinos al quemarse. Únicamente humo que salía de la chimenea del shyrmi. Al ver aquello me tranquilicé un tanto, pero no del todo. Aún podrían estar quemando beleño negro, cuyo humo era inodoro, pero altamente tóxico y letal.
Llegué a la precaria vivienda de mi maestro y atravesé la puerta como un vendaval, sorprendiendo a Burbath, que estaba absorto en un grueso volumen que tenía abierto sobre la atestada mesa, de la que había apartado cuidadosamente diversos objetos, para no romperlos. En el rostro llevaba un curioso aparato de metal que yo ya había roto en una ocasión. El enfado de Burbath fue bastante grande. Decía que aquel aparato le ayudaba a ver, que su vista ya no era la de un jovenzuelo y que necesitaba aquellas lentes, como él las llamó.
Mi corazón se asemejaba bastante al caballo que me había transportado hasta allí. Corría y se aceleraba igual que mi montura se había desbocado, sintiéndose libre y contagiándome a mí su sensación de libertad. Solo que mi corazón lo que me contagiaba no era libertad, sino angustia.
- Vaya, muchacho – dijo Burbath, una vez repuesto del susto. – No sabía que mis lecciones te interesaran tanto. Estaba empezando a pensar que ya habías abandonado, porque hoy no has aparecido por aquí.
- ¿Está usted bien, maestro?
- Mi ingenuo muchacho – rió mi maestro.- ¿Quién iba a hacer daño a un mago como yo en esta tierra? Los bortai seréis brutos, pero no sois idiotas y no buscáis confrontación a menos que sepáis que tenéis una posibilidad, por mínima que sea, de salir victoriosos. Es curioso, pero de entre todos los pueblos de Hirkam sois los únicos que valoráis la vida en su justa medida.
- Entonces – insistí, sin demasiado convencimiento de lo que me decía Burbath. – ¿no le ha pasado nada?
- No, muchacho, pero tú si estás empezando a asustarme. ¿Por qué debería haberme pasado algo?
- No lo sé. Vi humo, empecé a figurarme cosas... no sé. Quizá solo fuera mi imaginación – mentí. Burbath me miró inquisitivo, intentando, suponía, leer mis pensamientos.
- Ya. ¿No te he enseñado yo a refrenar esa imaginación? Bueno, bueno, ya que estás aquí, vamos a hacer algo provechoso – cerró el volumen que estaba consultando y abrió otro aún más grande si cabe. Era otra vez el libro sobre métodos mágicos que me había servido para aprender lo poquito que sabía sobre el arte. – Comienza a leer. Aún queda mucho camino por recorrer.
Agaché la cabeza sobre la interminable procesión de runas y letras de los ajados pergaminos del libro. Defensa, pensé. Tengo que aprender a defenderme de aquellos dos magos.
La fiesta nocturna podía esperar.
Dada murió al siguiente invierno.
El deterioro de mi estimada yaya había ido acrecentándose poco a poco desde la última vez que vi a mi padre. Otrora siempre atareada, con algún quehacer entre manos, Dada iba de un lado para otro, incansable, imparable. Era una de las más ancianas del asentamiento y todo el mundo le pedía ayuda. Igual remendaba una piel, que montaba una yurta, que reparaba un caldero o ponía un fuego. Jamás la había visto ociosa, ayudando siempre a los demás o cuidándome a mí, de quien había estado siempre pendiente. Ella, más que nadie, más que el propio Ragnar, había sido mi padre y mi madre, mis hermanos y hermanas. Ella lo había sido todo desde que mi padre y hermanos habían muerto en las tierras de Brunak.
Ella parecía creer que, entre las lecciones del viejo Burbath, las eternas cacerías o los paseos con mi caballito, que ahora casi se había convertido en un verdadero corcel de guerra, no me daba cuenta de nada. Pero sí que lo había notado. Y en mi inocencia pensé que si le daba a ella el mejor bocado, se recuperaría y volvería a ser la Dada alegre y dicharachera de los buenos tiempos. Quizá eso retrasó su tránsito. Y quizá eso me benefició, puesto que no me dejó sólo hasta que me convertí en un auténtico adulto de la comunidad. Y quizá eso también me perjudicó, pues ahora era muchísimo más consciente de la pérdida, del vacío que dejaba en mí.
Sus hijos e hijas lloraron. Sus nietos lloraron. Sus biznietos lloraron. Pero el que más lloró fui yo. Ellos se tenían los unos a los otros. Yo sólo tenía a Dada.
Ninguno quiso hacerse cargo de sus escasas pertenencias. Dada había atesorado poco a lo largo de su vida. Decía que nada era nuestro, que todo era un regalo, y que de la misma manera la Madre nos lo había donado, debíamos donarlo nosotros a los demás. Nunca tuvo nada realmente suyo. Si veía una familia con dificultades, se quitaba la comida de la boca y la repartía con aquellos que tenían hambre. Si un marido estaba herido y la esposa no podía mantener el hogar, ella lo mantenía. Una vez le regalaron un arco que un joven guerrero miró con ansia. Nada más tocarlo y montarlo, Dada se lo regaló a su vez al muchacho. "Tú le darás mejor uso que yo", le dijo. Y el muchacho se fue con una sonrisa en la boca y una canción dedicada a la anciana en la garganta.
Por eso, cuando murió, lo único que tenía era la yurta en la que había vivido yo los últimos años. Una excelente tienda de cuero exquisitamente curtido y especialmente preparada para no dejar entrar el aire frío del exterior en invierno, pero sí dejar salir el cálido desde el interior en verano, montada sobre fuertes travesaños de madera de roble, regalo de los elfos del Bosque de Plata, según decían algunos y confirmaban sus propios hijos. Estos, que ya tenían sus propias tiendas, sus propias pieles, y sus propias familias, y que no querían pelearse entre ellos por poseer un travesaño de más o de menos, me la legaron gustosamente a mí. Sólo se quedaron una cosa: unos pequeños aretes de madera de tejo negro que habían tallado para ella con exquisitos relieves, y que llevaba, en el borde, una pequeña representación de cada uno de los hijos. Convinieron que estuviera una luna en la tienda de cada uno de los hermanos, teniendo así una pequeña parte del espíritu de su madre en sus hogares cada cierto tiempo.
Y, aunque les agradecí aquel espléndido y útil regalo, en mi corazón no dejaba de pensar que era una de las cosas más tristes que había vivido nunca. Me parecía inconcebible que, teniendo a su madre con ellos como la habían tenido, la hubieran dejado morir sola, acompañada únicamente por un extraño como yo, ajeno a su propia vida, y ahora atesoraran aquellos pobres zarcillos como si fueran el mayor legado de su madre a su prole. Era, sencillamente, ridículo. Y un síntoma de lo que, algunos años más tarde, sucedió.
De mi mente aún no se han borrado aquellos últimos días tristes de la vida de la generosa Dada. Faltaba un cuarto de luna para el solsticio de invierno cuando se desencadenó todo. Dada había pasado una noche malísima, revolviéndose en la cama, retorciéndose de dolor y gimiendo quedamente para evitar despertarme. Me levanté finalmente y me fui hacia ella.
- Dada, ¿qué tienes?
La anciana sólo me miró, lastimeramente, con los ojos entornados, intentando buscar la luz en una noche llena de oscuridad.
- No es nada, hijo. La edad.
- Vamos, Dada... otros ancianos tienen más edad que tú y no se retuercen ni gimen tanto.
- Vaya con el muchacho... - me espetó. – Así que ahora también eres sanador además de mago...
- No Dada... – la miré avergonzado, como si al estudiar con Burbath hubiera cometido un crimen. Un crimen que ella misma me había inducido a cometer, dicho sea de paso. – Yo... yo sólo digo...
- Ya, ya sé lo que tú dices. Pero, ¿lo dices tú o es tu soledad la que habla por ti? – la agudeza de la anciana no disminuía, aunque estuviera a punto de morir. – No, Khram, no temas nunca quedarte sólo. La diosa te protegerá. Aunque tú no te des cuenta, ella te proporcionará aliados con los que compartir tu vida.
Esas fueron las últimas palabras que pude escuchar de boca de la anciana, porque después cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Yo sabía que estaba viva, porque la veía respirar, pero su alma pugnaba ya por volver con los ancestros, los orgullosos antepasados que guían a mi pueblo.
Durante tres días más, Dada agonizó en su lecho. Se contorsionaba entre las pieles, sin emitir el más leve sonido, creo que intentando no alarmarme. Tampoco yo quise que su tránsito fuera duro, por lo que ni tan siquiera le tomé la mano. Sabía que si se la agarraba, ella intentaría luchar, revolverse contra aquello que la estaba carcomiendo, para retrasar un poco más el desenlace de su vida. Así que me quedé allí, mirándola, con la pena atravesada en un incómodo nudo en mi garganta que me impedía hasta llorar. No podía dejar de observarla, de mirar a la persona que había sido mi única familia durante tantísimo tiempo. Me había enseñado a ser un bortai y se sentía orgullosa de mí, a juzgar por cómo me miraba. Era la única que me miraba así, y yo sabía que los demás se avergonzaban de compartir conmigo el honor o la deshonra de llamarse bortais. Un agujero negro de pena y rabia creció en mi interior, hasta llenarlo todo, dejándolo absolutamente vacío. Pena porque una mujer como Dada no merecía morir entre aquellos temblores, acunada entre los terribles dolores que debía estar sufriendo en aquellos momentos, llevada al más allá entre angustia y tormento. Rabia porque me dejaba desamparado, a sabiendas de que no tenía a nadie más. Y rabia por mi egoísmo, por haber sido capaz de desear que se quedara conmigo, por mucho que sufriera, para no estar solo; rabia por saberme capaz de albergar tal sentimiento. Cuando un caballo se parte una pata y ya no vale para cabalgar sobre la dura estepa, cuando un amigo o enemigo que han luchado con honor no pueden levantarse, los bortai acabamos con su agonía, los conducimos ante la Madre con nuestras propias manos, en un último acto de misericordia con ellos. Pero yo no era capaz de tener misericordia con Dada.
Al tercer día, dejó de removerse. Al verla descansar tranquila, mi alma pareció sosegarse, esperando que aquello fuera la evidencia de que la noble mujer mejoraba y que se quedaría a mi lado un poco más. Pero al poco tiempo, la anciana abrió los ojos de par en par, sus labios se separaron y exhaló su último aliento con una beatífica sonrisa, quedando en una eterna paz.
Con los ojos inundados de unas lágrimas que no quería derramar, cerré los de mi yaya. Salí de la tienda, resuelto y decidido, e hice sonar el cuerno con una melancólica nota de duelo. Muchos fueron los que salieron de sus yurtas a comprobar qué había pasado. Muchos salieron aún descalzos, con los pies hundidos en la espesa nieve, que no había parado de caer en los últimos días. Los niños bostezaban, preguntándoles a sus madres qué ocurría. Los hombres dejaron de afilar sus armas. Hasta los caballos y los perros dejaron de hacer sonido alguno. Aquella nota, grave, larga, sostenida en el aire por el mismísimo dolor de la muerte, era conocida para todos y cada uno de los miembros del clan, desde el más joven hasta el más anciano; desde el hombre hasta la bestia. El silencio que se hizo en el campamento, que apenas había comenzado a bullir de vida y actividad fue la primera piedra que se puso en el túmulo de Dada.
Casi pareció que aquella nota había despertado a los héroes de antiguo, pues una gran polvareda se había levantado en el horizonte y una escandalosa trápala de cascos de caballo comenzó a deshacer el respetuoso silencio que se había hecho al conocerse la muerte de la anciana. Los jinetes llegaban. Nuestros guerreros regresaban a casa, y sus hijos no encontrarían a su madre esperándola, como antes había hecho innumerables veces, para darles la bienvenida como los triunfantes campeones que regresaban victoriosos a su hogar. Sus nietos no le presentarían ya sus primeros trofeos de guerra y sus biznietos no volverían a oír sus cuentos e historias de la rica tradición bortai.
Ala Negra llegó el primero, con la cara agitada por la ira y la barba llena de sangre cuajada, restos de las batallas libradas hacía ya algún tiempo y que no había podido despegarse. Al oír el cuerno, habían cesado los cánticos que traían en la garganta desde los llanos de Brunak y habían lanzado a sus caballos a galope tendido, temiéndose lo peor. Y cuando llegaron, la mitad de los guerreros bajaron la cabeza apesadumbrados al conocer la identidad de la fallecida.
Sólo uno derramó lágrimas. Yo.
Gwyran me vio ataviado con el manto de adulto y me llamó. Como acreedor de un puesto en el consejo debía saber que la invasión mydonita había sido repelida y que la marca de Gurthrak aún pertenecía a los nuestros. Pero yo no le oía. Mis oídos estaban con Dada, esperando oír aún algún estertor que confirmara que no me había quedado solo, que aún tenía una esperanza de tener a alguien en este mundo. Porque seguro que los guerreros me repudiarían cuando supieran de qué modo había ganado mi manto. Gwyran intentó consolarme, del mismo modo que lo intentó cuando trajo los cadáveres de mis hermanos para ser quemados en la pira.
Para Dada no habría pira. Dada volvería a la tierra que la vio nacer, la tierra por la que lo había dado todo. Dada se alojaría en uno de los altos túmulos funerarios de los bortai, que sólo se construyen para los líderes y los héroes. La anciana no había ganado importantes batallas. Tampoco había derrotado a más enemigos que nadie en su vida. No había llevado sobre sus hombros en manto de líder. Pero había sido, con mucho, la más grande de los Cuervo en los últimos tiempos. Todos, quien más y quien menos, habían recibido ayuda de Dada cuando la habían necesitado y gracias a ella, muchos habían salido de muchos apuros. Pero ninguno lloraba.
Sólo uno derramó lágrimas. Yo.
Todos los hijos, hijas, nietos, nietas, biznietos y biznietas de Dada fueron a contribuir con su piedra al túmulo. Poco a poco, el cadáver de mi yaya, aún dormido con aquella placentera mueca de felicidad congelada en el mortecino rostro, fue quedando cubierto de piedras, colocadas por todos y cada uno de los Cuervo. El joven al que había regalado aquel arco de tejo negro hacía tanto tiempo, ahora un guerrero hecho y derecho, le devolvió aquella pieza a la anciana y la dejó enclavada en el túmulo, como símbolo de su generosidad. Sólo quedaba por colocar la última piedra, la que correspondía al líder. Y, en lugar de tomar una piedra entre sus manazas para coronar aquella sepultura, me tomó a mí, me alzó sobre sus hombros y, dándome la última piedra me dijo:
- Si alguien se ha ganado el derecho a colocar la última piedra, ese eres tú, Khram, hijo de Ragnar el Viudo, el no enterrado, a quien dedicó los últimos años de su vejez, a quien cuidó como si fueras uno de estos, sus hijos, y quien, sin duda alguna, la ha cuidado como a la madre que nunca conociste.
Conteniendo las lágrimas, sobrecogido el corazón por la pena y la sorpresa por igual, miré a los que eran de verdad sus familiares y me sonreían. Me habían considerado un hermano y por eso mismo me entregaron su yurta en herencia. Yo era el menor de sus hijos, mucho menor que la mayoría de sus nietos y sólo un poco mayor que el mayor de sus biznietos. Pero ya era su tío y su tío abuelo.
Hubo muchos en el campamento a los que no gustó este gesto de su familia y del caudillo. Otros, simplemente, no dijeron nada, pero se guardaron para mí la peor de las inquinas y los odios más profundos. Pero yo ya no estaría solo.
Dada tenía muchos hijos e hijas. Pero sólo uno derramó lágrimas. Yo.
Al entierro no sólo asistieron bortais.
Entre las sombras, mientras volvía a la yurta, vi el rostro compungido de Burbath. Sus facciones estaban tristes y algo brillaba desde sus ojos, resbalando por su barba hasta el borde del mentón. Nunca había visto a mi anciano maestro llorar. Pero si alguien había querido entre los bortai, tanto dentro como fuera del clan, esa era Dada. Ojala Dada me hubiera hablado de Burbath. Yo estaría algo menos confuso y podría hacer frente a la situación de otra manera. Pero, aunque intuía que algo había entre los dos, para mí eran dos perfectos desconocidos que no tenían nada que ver el uno con el otro. Y ninguno me ayudaría si el otro desaparecía.
También vi elfos entre los árboles, y muchos los oyeron cantar con sus lentas y melódicas voces un bellísimo tributo a Dada. Sus melosos y armónicos cantos llenaban los corazones de una tristeza inconmensurable, de un hondo pesar cuyo origen estaba mucho más allá de cualquier acontecimiento, cuyas raíces estaban hundidas tan dentro en todos y cada uno de los corazones de todos y cada uno de nosotros, que sólo aquellas voces hicieron aflorar los sentimientos que habían sido enterrados largo tiempo ha. Muchos lloraron, sintiendo todo esto aflorar en un incontenible torrente de emociones que explotaban desde su propio corazón.
Alguien comentó que hasta los enanos de Grejkham habían estado por allí aquel día para darle su último adiós a Dada y que los truenos de sus graves voces añadían peso a toda la pena que los elfos ponían en los corazones de los presentes, cual espectros de ultratumba que llamaran a los mortales a reunirse con los muertos en aquel momento en el que los mundos quedaban conectados en el funeral. Aquellas voces de barítono parecían los cánticos de las rocas vivas, el tumulto de los propios huesos de la Madre Tierra, el murmullo del último receptáculo de los restos de mi buena Dada.
Cuando entré en la yurta, me derrumbé en el suelo y me invadieron unos violentos sollozos que hacían que se me estremeciera todo el cuerpo. Me abracé a sus pieles, como si fuera un niño al que le habían arrebatado su juguete favorito y se lo habían devuelto roto, intentando captar el último rastro del tranquilizador aroma que la anciana exhalaba.
Poco a poco me fui calmando. Ella misma me había enseñado, hacía mucho tiempo ya, que todo ser vivo debía volver a la Madre algún día y rendirle tributo por la vida que había llevado. Si la vida había sido aprovechada, la Madre lo devolvía al clan, para que lo guiara y lo cuidara, para que fuera compañero, amigo y estricto padre en el largo caminar de nuestra vida en esta aciaga tierra. Y yo estaba convencido de que Dada habría de volver más pronto que tarde a nosotros, porque, sin duda alguna, ella había aprovechado su vida más que ninguno de los bortai que haya existido jamás, al servicio siempre de la diosa Verde.
Cerré los ojos, enjugándome las lágrimas y sentí un tacto húmedo en la mejilla. Volvía restregarme los ojos, para detener las lágrimas, pero aquel tacto húmedo no se apagaba. Noté como algo se movía sobre mis hombros y di un manotazo, asustado. Algo cayó sobre las pieles de Dada que soltó un pequeño ruidillo indignado y me miraba con ojos acusadores.
- ¡Kora! – la pequeña mangosta que me había regalado Burbath hacía tiempo, y que había liberado, había vuelto a mí. – Perdóname, pequeña. Me has asustado.
Acaricié su suave lomo, intentando congraciarme con ella, hasta que empezó a emitir algo similar a un suave ronroneo y volvió a lamerme la mano. Me sorprendí sonriendo en el triste día de la muerte de mi yaya, al mirar a aquel pequeño animalillo que me había servido de compañero en otras ocasiones.
- ¿Aún la conservas? Creía que me habías dicho que la habías liberado...
Me giré sobresaltado y me levanté de un salto. Kora trepó hábilmente por mis hombros, erizando su parda librea en el mismo movimiento con el que desenvainé la espada que llevaba a mi costado izquierdo. No tuve que preguntar. Contra la luz que entraba por la piel que hacía las veces de puerta de mi yurta (o de la yurta de Dada, aún caliente su cadáver) se recortaba una silueta bastante familiar.
- ¿Maestro? – pregunté. Los magos pueden utilizar trucos muy sucios para ocultar su verdadera identidad. – Me alegro de veros por aquí, maestro Burbath.
- Hola, chico. Vine... vine a las exequias de tu yaya.
- Lo sé. Le vi entre las sombras, como si temiera acercarse a nosotros – noté un deje de tristeza en sus últimas palabras, como si hubiera estado unido a Dada por un lazo tan invisible y poderoso como el que la había unido a mí.
- Vaya, por fin empiezas a ver con otros ojos el mundo, chico. Ya era hora. –murmuró, casi inaudiblemente. – Y ahora que ves con los ojos verdaderos, ¿cómo sientes el mundo?
Me quedé mirándole, sorprendido, sin saber de qué hablaba o qué contestarle. Hasta Kora, el pequeño animalillo parecía estupefacta al escuchar las palabras del anciano hechicero.
- No comprendo, maestro.
- Ya lo harás, chico, ya lo harás...
Burbath apenas utilizaba nombres propios. Cuando hablaba de gente del poblado se refería a ellos como "tu yaya", "el caudillo", "el anchombre", "el gordo". Sólo había oído pronunciar el nombre de Dada, y aún ese, bastantes pocas veces. Yo le repetía constantemente los nombres de las personas que él me señalaba, pero no conseguía, o no parecía conseguir, aprendérselos.
El maestro sonrió, musitó una débil despedida y comenzó a girar para marcharse, con un movimiento de mano demasiado teatral, como si lo llevara ensayando toda su vida, hasta que le saliera totalmente perfecto.
- Maestro – Burbath se detuvo en seco ante el cuadro de luz que era la entrada de la yurta de Dada – me gustaría... me gustaría saber... - tartamudeé, dubitativo – ¿qué relación tenía usted con Dada?
- ¿Relación? – el maestro encogió los hombros, como si se extrañara de aquella pregunta, supongo que intentando eludirla más que nada. Pronto se dio cuenta de que daba igual lo que dijera: ya me había dado cuenta de que entre ellos había algo, fuese lo que fuese – No sabes lo que dices muchacho, pero tienes razón. Entre tu Dada y yo había algo más que una amistad.
- ¿Quiere decir que han sido compañeros de pieles?
- No exactamente, chico. Digamos que tu yaya y yo habíamos trabado una especie de sincera y profunda amistad que nos unía más allá del simple afecto.
- Eso sí que no lo entiendo, maestro.
- Ya te lo advertí.
Burbath calló y volvió a girarse, eludiendo la verdadera respuesta. Kora bajó brincando por mi espalda y emitió un lastimero chasquidito con su pequeña lengua. Burbarh rió con aquella cascada carcajada que tenía, y se volvió para despedirse del pequeño animalillo con una caricia en la pequeña cabecita y una golosina.
- Maestro, no ha respondido.
- ¿Ah, no? Vaya... que contratiempo... - puso un mohín de desconcierto, pero no respondió.
- Burbath – apeé el tratamiento por una vez, para llamar su atención, - me gustaría que me lo dijeras. Al fin y al cabo, era la única familia que he tenido en mi vida.
- En fin – suspiró, – supongo que tienes razón, chico – se quedó pensativo un instante y prosiguió. – Verás, voy a planteártelo de esta forma: ¿qué piensas de tu diosa ahora, Khram?
- ¿De mi diosa? – ¿a qué venía aquella pregunta? – Pues lo que he opinado siempre. Es la Madre, nos da la Vida.
- A ti sólo te ha dado muerte. Tu madre, tu padre, tus hermanos, tus enemigos, tu yaya...
- No es Shan'dru la que da muerte – fruncí el ceño, obstinado, si no Druma. Shan'dru es Vida.
- ¿Acaso la muerte no es el fin de la vida? Y si es Shan'dru quien da la vida, ¿por qué la hace tan corta? ¿Por qué le da fin a aquello que da? Si tan poderosa es, ¿qué le impide darnos una vida eterna?
No entendía qué quería decir mi maestro. Dada siempre me había enseñado que Shan'dru era Vida, que daba, que regalaba. Bien es cierto que también me había dicho que sus dones tenían un precio, pero nunca desorbitado. No era del tipo de diosa que exigía sacrificios sangrientos cada cierto tiempo para no debilitarse ni nada por el estilo. Tampoco necesitaba las almas de los muertos o de sus fieles: las devolvía a la tierra. Las devolvía al clan. "Sangre y clan", me decía, "son los bortai. La sangre de los caídos, los héroes y los que dan su vida en servicio de los demás para proteger al clan". Dada creía firmemente que algún día, ella volvería de entre los muertos, en forma de cuervo de negras alas, brillante el plumaje, para guiar a uno de los futuros líderes de la nación bárbara. Quizá no fuera una ayuda maravillosa o digna de epopeyas y canciones, pero estaba segura de que, quien hablara o cantara la vida de ese líder, debía de mencionarla a ella en alguna estrofa, ya fuera como mujer o como espíritu guía. Siempre sonreía al decirlo, y su voz sonaba tan convencida como de que la noche seguía al día y el día a la noche. Si Shan'dru actuaba así, ¿por qué dejaría morir a aquellos que, como Dada, merecían seguir vivos sin lugar a duda?
- No sé qué contestarle, maestro.
- Claro que no. Pero cuando lo sepas, entenderás cual era la relación que yo tenía con tu yaya.
Aquello tenía menos sentido aún. Burbath, uno de los temidos y admirados shyrmis, había sido educado sólidamente en la teoría de que los dioses no existen. Ni los alineados con la luz, ni los alineados con la oscuridad. Ni siquiera los dioses intermedios, neutros, sin lealtad expresa. Para Burbath, y según sus propias palabras, los dioses no eran más que la personificación de las más altas virtudes y los más oscuros miedos del hombre, que necesitaba extraerlos de sí mismo antes de enfrentarse a ellos. "Es más fácil tirarle piedras a una estatua de Rugan que a la justicia que yace en el interior de uno mismo", me había dicho en una ocasión. Burbath no necesitaba creer en los dioses. Creía en sí mismo, en su magia, en las esencias de los poderes y en el poder mismo. Pero no creía en los dioses.
Dejando aquella pregunta flotando en el ambiente, el anciano maestro abandonó la yurta silbando una triste canción que yo ya había oído antes. En los labios de Dada. La tonada hablaba sobre campos yermos y praderas devastadas, de muerte y destrucción, de guerra y héroes. No recordaba la letra, y nunca la recordé. Sólo recordaría la música y la tararearía cientos de veces en lo sucesivo, inconscientemente, llamando a mi presencia a las dos personas que más influencia tuvieron sobre mi infancia y mi adolescencia.
Kora volvió a encaramarse a mis hombros, con aquellos movimientos ágiles, fluidos, elegantes. Lamió mi oreja izquierda, haciéndome cosquillas y arrancándome una sonrisa en aquel triste día. Rasqué su lomo distraídamente y comencé yo también a silbar, despreocupado.
Después de todo, Dada no hubiera querido verme triste jamás.
- ¡Coño! – exclamé.
- ¡Controla esa boca, malhablado!
Tres años habían pasado ya desde la muerte de Dada. Apenas pasaba ya por el campamento. La mayor parte del tiempo la pasaba en la cabaña de mi maestro, intentando aprehender algo sobre los oscuros poderes que tenía escondidos en algún sitio. Hasta ahora no había vislumbrado sino un pequeño bosquejo de lo que podría llegar a hacer con un poco de tiempo, disciplina y paciencia. Pero si bien los bortai andamos sobrados de lo primero, lo segundo nos es escaso en demasía y nos cuesta muchísimo ser disciplinados. Sólo en la guerra respondemos a una voz que no es la nuestra y a una voluntad que nos es totalmente ajena. Y aún así, sólo contestamos si esa voz ha demostrado que merece la pena ser escuchada. No nos entregamos nunca a ciegas a nada. Y yo desde luego, menos aún. Y parecía que esa impronta la llevábamos a fuego grabada en nuestra sangre, pues hasta a un ser tan poderoso y cuya autoridad me había demostrado, le estaba costando hacerme aprender lo más mínimo en cuestión de magia.
Otro zurriagazo con la punta del cinto me hizo volver a blasfemar.
- ¡Los cojones de Malak!
Otro golpe.
- ¿Qué te he dicho yo de los dioses?
- Que no existen.
- ¿Entonces?
- Blasfemo como me da la gana.
No había sido difícil dominarme hasta entonces, pero ya hacía un tiempo que era un adulto, y no sólo por los honores de la tribu. Contaba ya con dieciséis años en mi haber y nunca había sido tan rebelde como entonces. Mis compatriotas no se acercaban a mí. No era extraño: desde que gané mis honores de adulto era bastante raro ver a nadie acercarse hasta mí, aunque sólo fuera para comentarme alguna cosilla sin importancia, como el buen color del cielo para empezar una guerra o lo clara que bajaba el agua en el río ancho. Como ellos no mostraban interés alguno en mí, yo dejé de mostrar interés en ellos. Esto fue lo que me arrastró a dejar plantada mi tienda, la mayor parte de las veces sin vigilancia ninguna. No es que temiera por mis pertenencias, pues las únicas pertenencias que me importaban era el caballo que Dutar había regalado a mi padre y que ahora pastaba frente a la casa de Burbath y Kora, la pequeña mangosta que había vuelto a mi lado tras haberla liberado en las tierras del clan que lleva su nombre. Aparte de eso, mi espada, la espada de mi madre, no abandonaba nunca mi costado izquierdo, ahora que era suficientemente alto como para llevarla acostada en ese lado y no cruzada tras la espalda. Burbath decía que había crecido mucho y que ahora debería empezar a tener cuidado con las madres del clan. Y pronto entendí por qué.
Muchas jovencitas del Cuervo empezaban a sonreír estúpidamente, haciendo comentarios insulsos al pasar que tapaban con unas blancas y delicadas manitas, dedicados a mí, pero que sólo compartían con sus amigas o allegadas. Aunque lo peor no eran las jovencitas, como me había advertido mi maestro, sino sus progenitoras. Las muchachas, sea como fuere, no osaban acercarse a mí, sino tímidamente, pero sus madres se acercaban a mí a ofrecerme a sus hijas, que eran tal o cual, hacendosas, buenas guerreras, buenas cocineras o, incluso, describían las habilidades que podían desplegar bajo las pieles. Aunque esto me llamaba la atención, no tenía verdadera intención de saber como habían llegado las madres al conocimiento de tales habilidades.
Ni qué decir tiene que me había negado a compartir tienda, pieles, alma y vida con ninguna de ellas, aunque sí que había llegado a acostarme con casi todas, comprobando así el despliegue de artes que sus madres me habían descrito. Yo obtenía lo que quería, que por aquel entonces, aparte de éxito en mis estudios, era placer.
Pero mucho mejor que el placer de una hembra en la entrepierna era el placer de rechazar a todas aquellas gallinas cacareantes que me habían rechazado a mí con anterioridad. Ellas me habían rechazado cuando apenas era un niño, habían separado a sus hijos e hijas, las mismas que me ofrecían ahora, de mi presencia, porque era un niño asesino de niños. Ahora me tocaba a mí sentir el placer de su soledad, de tener esperando por mí a toda aquella caterva de madres inquietas, anhelantes de agarrar un poquito de la inmensa fortuna que me había correspondido a la muerte de Dada. A pesar de su inmensa generosidad, Dada había sabido escoger muy bien las pertenencias con las que se había quedado. A decir verdad, había hecho muy buen trabajo escogiéndolas. Había varias sedas y brocados ricamente compuestos en diversos arcones de maderas de ébano y boj. Bajo sus enormes pieles de oso blanco, había un lecho fabricado con espesa lana de yazteeh, los increíbles monstruos que habitan las tierras de las nieves, al norte de Bort. Mucho le agradecí aquellas pieles a mi querida nodriza en muchos inviernos, pues me mantuvieron caliente a pesar del intensísimo helor del ambiente. La magnífica yurta que me había legado parecía contener todo Bort en su interior: juegos de herraduras fabricados por los herreros del Caballo; yelmos de fabulosa hechura fabricados por los artesanos del Erizo; arcos de tejo negro que le habían regalado los hombres del Halcón; medicinas preparadas por los Caimán; rarísimas semillas recolectadas por los Serpiente; dos puñales muy ligeros, realizados con las zarpas de un oso por guerreros del mismo clan; talismanes con el símbolo de Shan'dru, realizados en la sagrada madera de los bosques del Lobo; cuernos hechos con enormes caracolas, regalos de algún Nutria; marineros arpones de los Albatros; piezas de oro y plata, traídas de lejanas tierras por los comerciantes del Zorro; brazales y grebas ricamente repujados por los Alcaudón; fundas de espada y armaduras de cuero endurecido de las Mangosta... Pero lo que más me llamó la atención fue el Cuervo. Escondida entre unas pieles que Dada tenía por si el invierno era más frío de lo esperado, encontré una armadura completa de cuero tachonado, negra toda ella. El pectoral estaba repujado para darle la forma del pico y el pecho de un cuervo que ataca. La pieza del dorso era recta y acababa en un faldón que simulaba la cola del ave, que se abrochaba con hebillas a la parte delantera y que poseía trabillas para poder enganchar el cinturón de la espada. Las amplias hombreras iban remachadas a la espalda de la armadura y se abrochaban a la parte anterior, semejando las alas abiertas de un cuervo en vuelo. Las grebas y los brazales estaban unidos entre sí, derecha a derecha e izquierda a izquierda, imitando la forma de las patas. Los brazales acababan en una suerte de guanteletes en los que podían introducirse el pulgar, el dedo corazón, el anular y el meñique, dejando así el índice libre, para tantear mejor el puño de la espada.
La primera vez que la vi, en aquel oscuro lugar de la yurta, tan oculta, pensé que era algo que no debía tocar. Aquella armadura parecía una estatua, de tan real que era el cuervo que representaba. Con la cabeza, las alas y las garras extendidas, parecía que aquella pieza de cuero tachonado saltaría hacia mis ojos de un momento a otro. Cuando la toqué, sentí un extraño calor en aquel cuero, como si me hubiera estado esperando durante largo tiempo. Una a una, fui descolgando todas las piezas. Y una a una, me las fui colocando. Primero, los complicados brazales con sus guanteletes. Después, las fuertes grebas. Y por último, el pectoral y el espaldar, enganchadas por las hombreras. El pico del animal, plegado sobre el pecho, podía desprenderse de la pieza principal y utilizarse como yelmo, uniéndole uno de aquellos que habían regalado los Erizo a mi yaya. Entre los pliegues del pecho podían esconderse los puñales del Oso. Los ojos del cuervo podían alojar sendos talismanes de Shan'dru de los druidas Lobo. A la espalda, podía llevarse un carcaj y un arco de los Halcón. El faldón podía dar cabida a frasquitos llenos de las medicinas de los Caimán. Y en el costado izquierdo, había un hueco perfecto para alojar una de las vainas de las Mangosta, en la que encajaba como un guante la espada bastarda de mi madre. Debía parecer todo un guerrero, una aparición de otro tiempo, bendito por el tótem de mi clan, preparado para llevar la gloria a mi pueblo. Sentí un escalofrío al mirarme a mí mismo y verme embutido en aquella vestimenta. Poco a poco, con cierta renuencia, fui despojándome de mi heredada armadura y colocándola tal cual estaba cuando la encontré, formando la espléndida y majestuosa esfinge del cuervo. La miré orgulloso.
- ¡Por los pelos del coño de Druma! – grité al sentir de nuevo el beso del cinturón de Burbath. El anciano volvió a descargar ante mi blasfemia.
- Estás distraído, Khram. Así es muy difícil aleccionarte. Tienes que tener disciplina, concentración. Si no, nunca serás un buen mago. Tienes que saber olvidarte de todo y sólo tener en tu mente el torrente de magia que te invade. ¿En qué pensabas?
- En nada – mentí. – Estaba distraído, eso es todo.
Me volvió a arrear.
- Mientes mal, pero al menos reconoces que no estabas pendiente de tus estudios. Mira, la luz aprendiste a conjurarla muy pronto, pero la luz es un don que se concede hasta al aprendiz más novato. Tú, que ya llevas estudiando algunos años, debes ser capaz, no sólo de dominar la luz, sino de encontrar la magia por ti mismo. En este mundo hay objetos que son mágicos por sí mismos, como algunos metales o rocas. Esos elementos, hijo, son los que te servirán como fuente de poder, como la piedrecita que sostienes ahora mismo en la mano.
- Entonces, maestro – pregunté – ¿cuánto más grande sea el foco de mi poder, más poder tendré? Esta pequeña piedra sólo me ha permitido conjurar luz, pero quizá una piedra más grande me permita conjurar más cosas.
- Eso podría parecer, jovencito, y es una pregunta que otros aprendices se hacen muchísimo más tarde que tú, y que otros, no llegan a hacerse en toda su vida. Simplemente aceptan su fuente y la utilizan toda su vida. Pero no. No por más grande tendrás mayor poder. Hay piedras que, con todo su tamaño, no podrían darte ni un ápice de poder y otras que, como las extremadamente minúsculas amatistas rojas, podrían hacerte reventar si canalizas mal su energía, hijo.
- Luego, cuanto más rara es la fuente del poder, más energía puede canalizar.
- Así es – asintió mi maestro. – Bravo, Khram. Estas piedras tan raras de las que te hablo son restos de la creación de este mundo, tan antiguas como el propio universo. Y en su interior, aún guardan esa fuerza creadora que impulsó el nacimiento de nuestro mundo y de otros muchos. Es, para que lo entiendas, como si hubieran capturado un ápice del poder de los dioses.
- ¿Cómo puede encerrar una piedra el poder de un dios, maestro?
- Cuando sepas la respuesta a esa pregunta, estarás listo para saber por qué los dioses no existen. Y ahora, sigue leyendo.
Burbath era muy dado a cerrar las discusiones con aquellas frases tan lapidarias y contundentes que no dejaban lugar a réplica ninguna. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme vencer así.
- No lo entiendo, maestro. Si los dioses no existen, ¿cómo es posible que haya algo de su poder encerrado en elementos materiales tan corrientes como una piedra?
- Y si existiesen y fueran tan poderosos, ¿cómo dejarían parte de su poder en esas piedras? ¿Con qué objetivo?
- Quizá para que los magos pudieran extraerlo de ellas. Para que otros usaran su poder en su lugar en caso de necesidad.
- Si eso es cierto, ¿por qué la variedad de piedras poderosas es tan amplia? Un dios no iría por ahí olvidándose de porciones de su poder del mismo modo que una ardilla olvida dónde ha enterrado sus bellotas, ¿no crees?
- Quizá esas rocas más abundantes estuvieron en algún momento en contacto con alguna de esas otras más raras y más poderosas. Si pueden darnos poder a nosotros, ¿por qué no a otras rocas?
- Se te olvida, muchacho, que las otras rocas no tienen voluntad, algo que es necesario para controlar la magia.
Satisfecho, Burbath cruzó los brazos sobre su pecho, esgrimiendo una sonrisa ufana, como si hubiera ganado una gran batalla. Humillado, agaché la cabeza y volví a mi libro, concentrándome sobre la maraña de runas. Nunca conseguiría derrotar a mi maestro en una de estas discusiones. Era muchísimo más erudito que yo. Y, mientras cavilaba sobre su sabiduría, se me ocurrió.
- Quizá, maestro, es voluntad de las rocas primigenias el transferir su energía a las rocas más comunes. Después de todo, si encierran el poder de los dioses, este querría dispersarse lo más posible.
Ahora fue Burbath el que intentó balbucear una respuesta, pero no pudo.
- Bortais inteligentes – masculló entre dientes. – Lo que me faltaba por ver...
Esbocé una amplia sonrisa al oír el dolido comentario de mi maestro, ufano por haber conseguido salirme con la mía. Ante mi pobre argumento, que yo mismo habría desmontado en cuestión de breves instantes en los tiempos que siguieron, había dejado inerme a todo un hechicero de Shyrm, que se suponía versado en tales saberes y en posesión de vastos conocimientos sobre la mentira de los dioses.
- Maestro, estaba pensando en Dada – Burbath frunció el ceño, extrañado. – ¿Qué relación tenía usted con ella?
- Esa pregunta ya me la has hecho antes, hijo.
- Lo sé. Y también recuerdo que me dijo que cuando supiera responder a las razones de Shan'dru para quitarnos la vida, entendería la relación que tenían ustedes.
- ¿Y estás preparado para responder? – enarcó una poblada ceja blanca.
- Pues no. No lo estoy. Como tampoco lo estaba Dada.
Aquella respuesta le satisfizo. Cierto rictus alegre volvió a su rostro al oír aquello.
- ¿Imaginas siquiera por qué no lo estaba?
- Supongo que por la misma razón que no lo estoy yo – continué. – Ningún ser humano está preparado para entender las razones de los dioses. Si lo hiciéramos, si fuéramos capaces de entender el por qué los dioses hacen lo que hacen, nosotros mismos seríamos dioses. Y nada en este mundo nos maravillaría. Lo entenderíamos todo. E incluso su magia dejaría de ser un misterio para nosotros, porque sabríamos de dónde sale, de dónde procede. Tendríamos la explicación para las tormentas de fuego que, según usted, pueden conjurar los archimagos más poderosos. Y los hombres dejarían de sorprenderse con el mundo. Y el mundo dejaría de tener interés para ellos. Se olvidarían de él. Y quedaría yermo, vacío. Y entonces, hasta los propios dioses desaparecerían.
- ¿Cómo puede desaparecer algo que no existe, Khram?
- Los hombres si existen. Y si comprendieran a los dioses, ellos mismos serían dioses, luego existirían.
Burbath soltó una sonora carcajada, con aquella especie de tos cascada que asustaba al más pintado. La pequeña Kora, mi mangosta, corrió a refugiarse sobre mis hombros, a pesar de estar acostumbrada a aquel sonido incluso antes que yo.
- Sí. Veo que vas comprendiendo la relación que había entre Dada y yo.
Sonreí y volví a mi libro. En aquel momento me sentí en comunión tanto con Dada como con mi maestro. Y sentí un conocimiento en mí mayor que el de ambos. Tenía el punto de vista de la fe y el punto de vista de la magia, algo que muy pocos conseguían atesorar en su vida. Y yo, con apenas dieciséis años, había conseguido aunar aspectos teosóficos que muchos eruditos jamás llegan a acariciar. Tan especial había sido el vínculo entre Dada y Burbath, que entre ambos, habían llegado a una especie de éxtasis del conocimiento, cada uno en su creencia de la existencia o no de esos seres superiores que rigen nuestra vida. Y a la par que ese conocimiento del que podía sentirme orgulloso, nació en mí la certeza de que jamás sería capaz de conciliar las dos partes de la misma moneda. Eran extremos opuestos de un mismo camino, tan alejados del punto medio, que ambas posturas se habían olvidado de dónde se encontraba éste, si es que había existido alguna vez.
Salí de la cabaña con Kora, con los ojos enrojecidos, a airearme un poco. Los bortai nos acartonamos encerrados demasiado tiempo entre cuatro paredes y yo necesitaba sentir el viento de la estepa en el rostro, a lomos de mi potranco. Ragnar le había puesto, en honor a mi padre, pues fue suyo antes que mío. Y fue un buen nombre en verdad, porque demostró mucho del carácter de mi padre, tan bonachón con los suyos y tan rebelde y duro con los ajenos.
Había dejado al caballo en un pequeño corral que Burbath había construido cerca de su cabaña. Allí tenía todo el pasto que quisiera y podía correr para desfogarse. A veces, durante mis lecciones le oía relinchar y entonces mi corazón ardía en deseos de subir a su grupa y cabalgar, cabalgar, cabalgar...
Pero allí no estaba. Extrañado, busqué por los alrededores. Ragnar no había saltado nunca el vallado, pero, estando la primavera a la sazón como estaba, y siendo un macho fogoso y joven como era, si había olido alguna hembra salvaje, habría ido a probar suerte enfrentándose a algún garañón. Lo llamé a voces, silbé, e incluso la pequeña mangosta que llevaba enroscada en mi cuello parecía silbar de vez en cuando para llamar la atención del noble bruto. Cuando, después de un buen rato, no lo hallé, comencé a asustarme. No son raros los cuatreros por las tierras de los clanes, puesto que saben que criamos caballos muchísimo más briosos y aptos para la guerra que cualquier otro criador, por mucha tradición que tenga en la cría estabulada de animales. Los bortai los criamos en libertad, para que puedan desarrollar por completo el gusto por una buena cabalgada, sin importar las condiciones en las que se dé. Incluso, empecé a sospechar que algún envidioso había robado mi caballo. Blasfemé sólo de pensar en ello y me juré a mi mismo que le sacaría la piel a tiras si llegaba a encontrarlo alguna vez.
Y se escuchó un trueno.
Miré al cielo, pero no había ni una sola nube en aquel cielo primaveral y cálido. Pero volví a escuchar aquel sonido atronador, ahora más cerca... y con una cadencia continuada, no pausada, como los truenos de una tormenta. Poco a poco, el inconfundible sonido de la furiosa trápala de un caballo bortai, se hizo evidente. Me giré hacia el sitio de donde venía y entonces lo vi. Ragnar llevaba un brioso galope contra el viento, haciendo remover su espesa crin, que no había recortado jamás, disfrutando con aquella carrera inesperada. Lo llamé y redujo la marcha, corcoveando a mi alrededor, dándome la bienvenida al exterior, donde debía de haber estado esperándome durante mucho tiempo.
- Vaya, muchacho. ¿Tan impaciente estabas como para no esperarme?
Palmeé su cuello, rascándolo, a modo de saludo y entonces fue cuando me fijé en que no estaba sólo. Una muchachita se alzaba sobre la grupa de Ragnar, desafiante.
- ¿Quién eres tú y por qué te has llevado mi caballo? – un ominoso sonido metálico al raspar la hoja de la espada el cuero de la vaina llenó el ambiente, como si cortara la bucólica tranquilidad primaveral. Un abejorro zumbó desafiante.
- Guarda eso, guerrero. Todos los hombres sois iguales. Lo primero que hacéis es desenvainar – y soltó una estúpida risilla, como si se riera de una broma privada. – Soy Lhia, la hija pequeña de Dhomarg.
Dhomarg había sido un amigo de juventud de mi padre. Desgraciadamente, el tal Dhomarg había cometido el error de lanzarse en feroz contracarga contra un batallón entero de las legiones mydonitas... solo. Cuando murió, acribillado por casi una decena de estocadas, a su alrededor había por lo menos ocho veces más mydonitas muertos. Había oído a mi padre decir que, de no haber muerto, Dhomarg habría sido líder en lugar de Gwyran, pero que no había podido ser. Después solía reírse a mandíbula batiente diciendo que aquella batalla sí que habría sido digna de verse.
La muchacha no era tan pequeña. Debía contar con unos catorce años y, si no me equivocaba, su doncellez aún no había sido cortada. Era pequeñita y menuda, por eso apenas la había vislumbrado tras el poderoso cuello de Ragnar. Tenía un aspecto travieso, con una mirada pícara escondida tras sus ojos color verde mar, que se movían rápido, como intentando absorber cada uno de los elementos del paisaje, queriendo verlo todo a la vez. Y, a pesar de su escasez de constitución, no podía decirse que ésta estuviera mal formada, ni mucho menos. Para su tamaño, tenía unas redondeces que muchas otras más grandes habrían querido para sí más de una ocasión y más de dos. La pequeña cota de cuero dejaba entrever unos hombros blanquecinos, suaves y mostraba un abdomen liso, fuerte, que me hacía hervir la sangre.
Bajó de un salto de la grupa de Ragnar, haciendo ondear el cabello castaño mientras se elevaba en el aire y caía. El animal parecía estar a gusto con ella. Cayó justo delante de mis narices y me miró con cara de extrañeza.
- Tú eres el dueño de este caballo. ¡Y le has puesto el nombre de tu padre! – se rió a carcajadas.
No entendía donde estaba la broma. Mi padre había sido un gran hombre y el caballo había sido suyo después de todo, así que me parecía que no había mejor nombre para el animal. Sin embargo, no me molestó la cristalina risa de aquella niña. A mis oídos sonaba bien. Y muy pocas veces había sentido aquella sensación desde que tenía memoria. Sin saber por qué, me sorprendí sonriendo ante aquella escena. La muchacha se acercó a mi y palmeó uno de mis brazos.
- Vaya, eres fuerte. Digno hijo de tu padre.
- ¿Lo conociste?
- No. Pero mi madre me ha hablado mucho de ti.
Así se aclaraba el misterio. Si ella quería jugar, yo jugaría el doble. Claro que la apuesta también sería el doble. Me dejé querer, dejé que ella pudiera interesarse por mí. Dejé que ella tuviera esperanza. Me agarró de la mano y me dijo:
- Vamos a dar un paseo a caballo.
Monté a Ragnar y ella montó tras de mí, agarrándome de los hombros. Le bajé las manos hasta mi cintura y dejé que apoyara su cabeza entre mis hombros. Rozó mi espalda con su pecho y azoté al caballo con las riendas. Se encabritó, maneó y se lanzó a un furioso galope. Ella apretó su presa y me hizo sonreír. Tontamente, pensé que ella también sonreiría al hacerlo. Quizá pensé, aunque sólo fuera por un momento, que había alguna posibilidad de que ella y yo pudiéramos compartir nuestra vida, nuestra tienda y nuestras pieles. A lo mejor podríamos haber pronunciado juntos los votos, encender juntos la pira y engendrar muchos guerreros y guerreras, herederos de su belleza y mi fuerza. Quizá.
Dejé a Ragnar en su pequeña cuadra y llevé a Lhia al interior de mi yurta. Ella dejó caer su indumentaria y empezó a deshacer los lazos de la mía mientras no paraba de besarme y acariciarme. Sentía sus erguidos pezones en mi vientre y me lancé hacia ella. Rodamos por toda la yurta, sin dejar apenas rincones sin explorar en nuestra explosión de lujuria. Las pieles de yazteeh cayeron y se revolvieron. Ella levantó la cabeza gimiendo, con la boca abierta como si le hubieran clavado una afilada espada en las entrañas. Se recogió el pelo castamente en la nuca, se tapó vergonzosa y, sin dejar caer ni pieles ni cabello, me abofeteó. Pero no me dolió. Ya no. Había sufrido tanto por tantos y por tan poco, mi alma había sido desgarrada tantas veces, que el dolor físico para mí ahora no existía. Simplemente sonreí. Y debió ser algo tan horrible que su rostro adquirió un tono macilento. Abrió la boca y los ojos, horrorizada. Y no me detuve. Ella forcejeó, pero no me pude contener. Quiso resistirse pero yo era casi el doble de grande que ella y me senté a horcajadas sobre ella. Hubo gritos. Me arañó, me arrancó la piel en los brazos y en los hombros, dejando profundas heridas que enarbolé con orgullo cuando se convirtieron en cicatrices. Me escupió, pataleó... y finalmente, lloró.
Por alguna extraña razón, fue la visión de sus lágrimas lo que me hizo detenerme. La había tomado salvajemente, la había hecho daño. Pero sólo aquella demostración de dolor sirvió para que me contuviera. Salí de bajo las pieles y le entregué dócilmente su ropa. Ella se ajustó el justillo de cuero, intentando tapar los feos verdugones que le había dejado en la blanca piel. Se los acabé de cubrir yo, regalándole una cota de malla de los elfos Venhya, forjada en plata y bronce.
- Esto es mi justa recompensa.
- ¿Justa recompensa? No, Lhia. Tu justa recompensa habría sido la muerte. Viniste aquí, quisiste yacer conmigo, y, de repente, te resististe. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué querías de mí? Me robas mi caballo, me seduces y, como por arte de magia, quieres irte. Quisiste robarme. Y tu pago debía ser la muerte.
- Soy hija de Bort. Te habría costado hacerlo – repuso, altanera.
- Quizá. Pero ante los ancianos y el consejo, tú serías la culpable. Y entonces, no sólo te habría matado. Sino que además habría sido más que cruel contigo. No soporto que se rían de mí.
- Yo no me río de ti. Eres un monstruo – señaló hacia la armadura con la forma de cuervo. – Nadie en su sano juicio tendría tan abominación en su cabaña.
- Vas a tener que explicarme eso, porque no te sigo.
- Sólo los demonios son capaces de realizar tales armaduras.
La carcajada que entoné debió parecerle salida de la mismísima antesala del trono de Malak. Retrocedió temerosa, mientras mis mandíbulas batían, ante tal afirmación. Me miraba con extrañeza mientras más lágrimas fluían de mis ojos de las que ella había derramado antes.
- Esta armadura – continué, cuando pude calmarme – estaba ya aquí cuando yo heredé la yurta. Debía ser de Dada. Y creo que Dada tiene muy poco que ver con demonio alguno.
- Eres un inconsciente. ¿Nadie te ha contado la historia de esas armaduras?
- No – dije enarcando una ceja. – ¿Debería?
- Sin duda. Verás, en la noche de los tiempos, cuando el sol aún no era sol y los trece clanes acababan de dividirse en trece y los bortai descendieron a estas tierras, no había nada que pudiera domar esta estepa. Las pocas hierbas que daba no podían alimentar las monturas y mucho menos albergar piezas más grandes que un conejo. Los bortai volvieron sus ojos a sus líderes y estos sólo pudieron encogerse de hombros ante la petición de su pueblo.
"Hambrientos, desarrapados y sin rumbo fijo, toda la nación bortai naufragó por la estepa, repartiéndose como pudo el vasto erial que era entonces. Osos, Cuervos, Alcaudones... todos tomaron lo que necesitaban sin robárselo a nadie. Cuanta más gente componía un clan, más tierra recibía. Y nadie hubo queja de ello. Los líderes asintieron satisfechos y se fueron a sus tiendas. Pero la estepa seguía siendo hostil a los bortai y se negaba a dejarse arrancar unas miserables briznas de hierba que pudieran servir como alimento a Caimanes, Erizos y Zorros. La gente comenzó a morir.
Nuestro orgulloso pueblo de guerreros comenzó a morir bajo el peso de un enemigo invisible y duro de derrotar. Pero había otro. Otro más tangible, más cercano y amenazador. Hombres con el pecho como de piedra, a los que algunas de las armas de los bortai no podían dañar, hombres con caparazones tan duros que ni el martillo mejor forjado podría haber hecho mella en aquellas corazas. Fue el primer enfrentamiento entre Mydon y Bort. Y no fueron los bárbaros los que acabaron victoriosos.
Heridos, maltrechos y moribundos, los bortai volvieron a la estepa, mientras los mydonitas los empujaban más y más hacia las tierras de hielo y el mar. Entrovia no existía aún, y los elfos acababan de llegar al Bosque de Plata. No teníamos apoyos apenas y tampoco teníamos a quién pedirle ayuda. Sólo nos teníamos a nosotros mismos y, ya entonces, eran profundas las heridas que separaban a los clanes. No sólo eso, sino que costaba seguir a los líderes. En aquel tiempo, los líderes apenas tenían autoridad y cada uno era señor en el clan. Nuestros guerreros empezaron a vagar por su cuenta, a desertar, y las huestes de Bort menguaron drásticamente por aquello. La situación no pintaba nada bien y los propios ancestros dejaron de hablar a los Serpiente. El pueblo estaba sin guía o protección. Y los ojos de los Serpiente se volvieron a los totems.
Varios chamanes invocaron poderosas magias, perdidas ya para nosotros y pudieron reunir a los trece animales de los trece clanes. Y les pidieron ayuda desesperadamente. Ellos hablaron por la voz de los ancestros.
- Indignos habéis sido para los ancestros – proclamó Halcón. – y por eso os niegan su ayuda. Pero no temáis. No desean veros aniquilados.
- Pagaréis un precio por la ayuda prestada – continuó Erizo. – Nunca más los favores de los ancestros serán gratuitos.
- Ahora, debéis escoger trece guerreros, uno por clan – dijo Mangosta.
- Cada uno de ellos – siguió Zorro – recibirá los poderes de su clan. Y será casi invencible.
- Sin embargo, esto debéis advertirles – y Cuervo pronunció la terrible sentencia: – No regresarán jamás al mundo de los vivos.
- Habrán de volver con nosotros al limbo, permaneciendo allí para siempre, sin posibilidad de acercarse de nuevo a la tierra que amaron – y la voz de Nutria concluyó la tarea de los Trece.
Ahora, ante los chamanes, aparecieron trece bellísimas armaduras de cuero endurecido, cada una con la forma de uno de los animales de Clan. Y los chamanes comprendieron que quienes vistieran esas armaduras en combate, nunca regresarían de dicho combate.
Enviaron mensajeros a las tierras de cada uno de los clanes, proclamando la nueva a los caudillos. Doce de los líderes de antaño se ofrecieron para morir por su pueblo y ganar gran gloria antes de ello. Sólo uno se negó. Sólo uno dejó de vestir su armadura, renunciando a la posibilidad de salvar a su clan, que habría de extinguirse. Sólo uno se negó a sí mismo y habría de caer en vergüenza. El Cuervo. El Cuervo trajo sobre sí mismo la ignominia y la infamia y condenó a la extinción al clan. Se dio media vuelta y dejó la armadura sin tocar, tal cual la había traído el chamán. A pocos les importó lo que hiciera su líder. Al fin y al cabo, era el caudillo y podía hacer lo que le viniese en gana. Y ellos eran bortai. Sobrevivirían sin lugar a dudas.
Cuando llegó la hora de combatir, sus doce hermanos salieron al campo de batalla cabizbajos, pensando que si no estaban los trece, la victoria no estaría de su lado. Los magníficos guerreros, enfundados en sus lórigas infundían confianza a los bortai que los seguían y se notaba miedo en las filas enemigas. Los doce se adelantaron a la inmensa hueste que había seguido a aquella nueva esperanza. Pero se adelantó otro más.
El decimotercer clan, el Cuervo, había aparecido al fin. Brillante armadura negra, con el rostro cubierto, enarbolaba un hacha gigantesca de dos hojas y gritaba a voz en cuello los gritos de guerra de nuestra tribu. Al verlo, los hombres elegidos por los clanes, enardecidos por aquella súbita aparición, gritaron a los cuatro vientos el ancestral desafío. Y se lanzaron a la carga, los trece al unísono. Oso despedazaba hombres sin utilizar el acero. Mangosta los acuchillaba rápida y sin parar. Halcón asaetaba coraceros sin fallar un solo tiro. Y Cuervo mataba a sus enemigos dejándoles una mueca de congelado terror en el rostro que habría de durar para siempre jamás. No resonaron las espadas. No daba tiempo. Los guerreros bendecidos por los totems mataban sin piedad, sin oportunidad. Aquello no fue un combate, sino una carnicería. Casi diez mil mydonitas fallecieron aquel día. Y casi tres mil bortai.
Cegados por la ira, por la sed del combate, los benditos se dejaron llevar y se volvieron hacia sus compatriotas.
Cuando finalmente se deshizo el trance en el que estaban sumidos, se dieron cuenta de su crimen y se quitaron la vida. El único que resistió fue el Cuervo. Desde entonces, el que se pone esa armadura vaga sin descanso por el mundo, sin poder morir jamás, sin poder descansar el largo sueño merecido por los héroes.
Nadie supo nada de los Trece que murieron aquel día. Tampoco se sabía nada de las trece armaduras. Y resulta que tú tienes una.
Adiós, Khram. Espero que nunca tengas que usar esa pieza. Pero si la usas, yo espero estar bien lejos de ti."
Lhia salió de la yurta, recompuesta su dignidad y menos enrojecida su magullada carne. Aquella historia sobre héroes caídos y tenebrosas sentencias totémicas me había dejado perturbado. La tarde había comenzado bien, con la promesa de un placer casi asegurado y terminaba con la siniestra amenaza de ser poseído por demonios ancestrales, tan antiguos como el propio Bort. Me acerqué con cautela al hermoso cuervo negro de cuero, casi temiendo que saltara sobre mí para arrancarme los ojos. La vez anterior, cuando me la había puesto, no había notado nada especial, excepto quizá aquella desazón al quitármela, como si supiera que esa armadura había estado hecha para mí desde el principio de los tiempos y que yo debía vestirla.
Lentamente, me fui acercando de nuevo a ella, seducido por una nueva curiosidad. No hacía mucho, mi maestro me había enseñado a distinguir las piedras mágicas de las que no lo son. Quizá aquel sencillo conjuro sirviera también con otro tipo de objetos que no fueran rocas. Agitando los dedos levemente en dirección al cuero musité la corta fórmula que me haría saber si había alguna magia en aquella armadura.
El resultado fue una oleada tan inmensa de poder que caí al suelo, entre fuertes dolores, como si las entrañas quisieran salírseme del cuerpo para entrar en la armadura, como si estuvieran llamándose entre sí. Indudablemente, aquel objeto era mágico. Y la magia que poseía era poderosa, muy poderosa. Burbath debía conocer aquello, debía saber que tal fuente de poder estaba tan cerca de él, que había un manantial de energía en el clan. Alegremente, volví a tapar aquella armadura con las pieles del yazteeh y me encaminé hacia la cabaña de mi maestro.
Monté sobre la grupa de Ragnar de un salto, lo que él entendió como un juego y se lanzó a un trote desbocado, como si yo le hubiera dado la orden de volar y él tratara de obedecerla aún sabiendo que sin alas no podría elevarse del suelo. El aire me azotaba en la cara y las crines del caballo se agitaban furiosas, con seductoras ondulaciones llenas de una extraña y primigenia belleza. Abrí mis brazos al aire del atardecer, abrazando toda la creación mientras me asía a mi montura con la mera fuerza de mis piernas. Ragnar empezaba a disfrutar con aquella cabalgada y relinchó jubiloso, uniéndose a mí en el goce que era simplemente cabalgar.
Protestó cuando le hice frenar frente a la cabaña de mi maestro. Deseoso de continuar el frenético paseo, se encabritó, corcoveó y piafó. Quería seguir disfrutando de su libertad y le entendía. Bajé de su lomo y con palabras suaves, le sujeté. Le prometí que estaríamos allí poco tiempo. El justo para decirle a Burbath lo que había encontrado y que debía venir a mi tienda aquella noche, para examinarlo y estudiar el tipo de magia que emanaba. El caballo pateó en el suelo para mostrar su malcontento e impaciencia, pero se mantuvo a la espera.
Algo fue naciendo en mi interior, algo que poco a poco se tornó en intranquilidad y desasosiego. Algo había que no estaba bien. Encontré la puerta de la cabaña de Burbath entreabierta. No podía decirse que mi maestro fuera un hombre cauto, pero nunca dejaba su puerta abierta a los desconocidos. Y aún a los conocidos les permitía pasar en muy contadas ocasiones. Sin apenas hacer ruido, desenvainé mi bastarda e irrumpí en la oscura caseta dispuesto a llevarme por delante a cualquiera que hubiera entrado allí sin permiso.
Encontré a Burbath tirado en el suelo, temblando y sudando de fiebre. Apenas podía moverse. Me incliné sobre él para levantarlo, pero no pude. Estaba rígido y aquel peso muerto era demasiado para mí. Envainé y, como pude, me las arreglé para acostarlo entre sus pieles, sin poder subirle al camastro. Tiré el colchón al suelo y, empujando como pude, lo subí allí. Le puse una mano en la frente. Quemaba. Le puse agua fría para bajarle la frente. Aquello le reanimó un poco.
- Khram – musitó, – debes protegerla. No dejes que nada perturbe su descanso. Guárdala.
- ¿Qué debo guardar, maestro?
- El Cuervo. Debes guardar el Cuervo.
Y no dijo nada más.
La fiebre de Burbath no bajaba.
Lo había tendido en su camastro, el pobre jergón de paja que me había servido a mí cuando estuve convaleciente, después de la paliza que me dieron un muchacho insensato y sus secuaces. Allí tendido, el archimago, que debía esconder aún mucho más poder del que yo habría podido imaginar, era como la desmadejada muñeca que todas las guerreras dejan atrás al comenzar a sangrar cada luna. La rigidez había remitido, pero volvía a campar por sus fueros cada poco tiempo y Burbath apenas podía descansar mientras sus músculos se tensaban sin remedio. Su cara adquiría una mueca de intenso sufrimiento, sus amarillentos dientes se apretaban los unos contra los otros, rechinando, y enormes gotas de sudor recorrían el enjuto cuerpo de mi maestro. Cuando cesaban los ataques y la fiebre remitía, aunque muy poco, conseguía hilar algunas frases, inconexas. Repetía incesantemente que guardara al Cuervo, que lo protegiera. Pero lo peor era cuando, en sus terribles delirios, convocaba algún conjuro.
Sin la fuente de su poder, su foco de energía, la magia no podía fluir en él y los intentos de convocar llamas que hacía en sus enfebrecidos arrebatos lo frustraban.
- Maldito sea el Bundschlag. ¡No podrán alejarme de Shyrm jamás! Malthus Arstadteldt es uno de los más grandes archimagos de su historia. ¡No se atreverán esos ancianos a expulsarme de mi torre!
Malthus, o mejor dicho, Burbath, como yo le había conocido, parecía rememorar hechos de su pasado cuando el cuerpo se le relajaba después de encontrarse en esa situación de contracción sostenida. Cada ataque duraba más y yo había empezado a temer por su vida. Empecé a ponerle paños de agua fría sobre la frente al principio, y después, cuando la calentura no le abandonaba, por todo el cuerpo. Eso conseguía devolverle la lucidez durante un corto espacio de tiempo. Me miraba, sonreía, y caía rendido, en un sueño que no podía llamarse reparador, pues se agitaba en angustiosos sueños que sólo él llegaría a conocer. En una de esas ocasiones abandoné la cabaña para dirigirme al asentamiento.
- ¡Lhia! – grité por todo el perímetro – ¡Lhía, hija de Dhomarg! ¡Sal, por favor! ¡Atiéndeme!
La jovencita salió de una yurta, con su sugerente justillo a medio colocar y con el cabello revuelto y las mejillas arreboladas. Me miró con extrañeza y me contestó con desprecio.
- Te dije que no quería saber nada más de ti.
- Esto es importante, Lhia. Necesito que me hagas un gran favor.
- No – lo dijo como escupiéndolo, como si le hubiera estado quemando en la punta de la lengua. – Ayúdate a ti mismo, poderoso guerrero. Tienes poder para ayudarte. No me necesitas.
Sin siquiera media palabra más, sin siquiera haberse sentido ligeramente dispuesta a escuchar mi petición, la hija del amigo de mi padre volvió a su yurta, de donde, a no mucho tardar, emanaron unas risitas ahogadas y unos tiernos susurros que yo conocía demasiado bien. Dirigiendo una última mirada, cargada de ira y resentimiento, a aquella tienda, corrí hacia la tienda de Gwyran. Sabía que no estaría allí, pero alguien habría que quisiera ayudarme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando no sólo me topé con el caudillo de mi clan, sino que además encontré ropas femeninas dispersas a la entrada de su tienda. Eché una rápida ojeada dentro y vi un espeso cabello negro. Éste, caía ondulado sobre una espalda morena flanqueada por unos hombros bien torneados que subían y bajaban con la respiración acompasada de los que descansan perdidos en apacibles sueños.
- Gwyran, necesito que me ayudes. Es urgente.
- ¿Qué puede ser tan urgente, muchacho? ¿Acaso te mueres sin remedio?
- Yo no. Pero sí el mago que vive en el lindero del bosque.
Aquel comentario hizo demudar el rostro del guerrero, que se puso lívido como la cera. Enseguida empezó a bramar órdenes.
- ¡Baras, aparéjame un caballo! ¿Dónde está Nora? ¡Despiértala! ¡Y ay de ella si no aparece en menos de lo que canta un gallo! Por los cuernos de Korgath, ¿dónde está ese maldito caballo, Baras, sarnoso hijo de un cerdo y una cabra?
- Puedo prestarte mi caballo, Gwyran.
- Espero que sea rápido, o no llegaré a tiempo. Necesitas un druida y las tierras del Lobo están lejos.
- Lo es – repuse, henchido de orgullo por el excelente animal que poseía. – Es el caballo que Dutar regaló a mi padre.
- ¿Ese jamelgo? Creía que Dutar le había endosado a tu padre un rocín de mala monta. Tu padre decía que se convertiría en un gran caballo con los cuidados adecuados, pero un jamelgo es siempre un jamelgo. Y si es rápido, es que yo no se nada de caballos.
Llevándome dos dedos a la boca silbé. Ragnar apareció entre las yurtas al poco tiempo, a galope tendido, haciendo retumbar el aire con su furioso trapaleo. Las larguísimas crines, que yo no había osado cortar jamás, le azotaban el cuello, con lo que parecía que el animal se estaba fustigando a sí mismo, animándose con cada golpe a adquirir más velocidad que el mismísimo viento. Gwyran admiró aquel majestuoso corcel boquiabierto, sorprendido por la evolución de mi caballito, de aquel pequeño e indomable potranco que había sido mi único compañero de juegos durante tanto tiempo.
- Si algo ha quedado claro aquí – dijo Gwyran con un carraspeo – es que tu padre entendía mucho más de caballos que yo. ¿Tiene nombre?
- Se llama Ragnar.
- Es el mejor nombre que podría llevar este caballo – sonrió y montó a la grupa de mi animal, que reculó nervioso, poco acostumbrado a llevar tanto peso sobre su lomo. Un par de palmadas en el hocico y en la testuz, hicieron que se calmara. Le hice un gesto, y el animal pareció comprender que aquel jinete con exceso de carga era tan importante como yo.
El caudillo hizo girar a mi caballo y éste no esperó a que clavara los talones en sus ijares. Se lanzó a su briosa carrera tan pronto como quiso, sin esperar a que el anonadado jinete diera siquiera la orden. Sea como fuere, bien por habilidad o más bien por voluntad de mi caballo, el caudillo se mantuvo firme a la grupa de Ragnar y en la lejanía, hasta pareció sentirse cómodo con la fogosidad de mi animal.
Una vez los hube perdido de vista en la lejanía, corrí a la cabaña de Burbath. Había pasado algún tiempo fuera y temía que le hubiera dado otro ataque de rigidez que no pudiera sobrellevar. Cuando yo estaba allí para ayudarle, parecía aguantar mejor aquella extraña enfermedad que había aparecido de repente. Dada había ido deteriorándose poco a poco, perdiendo su vitalidad como la pierden los ancianos. Pero Burbath, a pesar de ser anciano, no había perdido vigor. Al menos desde que yo lo conocía. Encontrarle tirado en el suelo de la cabaña había sido un gran contratiempo para mí. Pensé en lo peor, que volvía a quedarme solo, que volvía a encontrarme sin nadie que estuviera conmigo o quisiera estarlo. La pequeña mejoría que presentó con los paños helados me dio algo de esperanza. Pero cada día que pasaba era un paso más hacia una oscura certeza que estaba seguro que no tardaría en hacerse palpable.
Al entrar, me temblaban las piernas, pero no habría sabido decir si por miedo a encontrarme algo desagradable o del esfuerzo que había hecho corriendo desde el asentamiento. En la mortecina luz que dejaban pasar los postigos echados, vi a mi maestro tumbado sobre el jergón de paja, con una beatífica sonrisa en el rostro y una plácida y dulce mirada. Aquello me animó.
- Maestro, ¿cómo os encontráis? – me acerqué a él con cautela, esperando no asustarlo?
- Khram – la voz enronquecida era como si estuvieran serrando robles con una sierra de hueso, – acércate. No queda mucho y hay algo que tienes que saber.
- Las clases pueden esperar, maestro, hasta que mejore. Ahora debe reposar, para recuperar las fuerzas.
- No te hablo de clases ahora, amigo mío – era la primera vez que me llamaba así. Traté de no mostrar sorpresa, pues yo también le consideraba mi amigo. – Esto es mucho más importante. Tanto, que podría estar en juego tu propio futuro. O eso es lo que temía Dada.
"Hay en tu yurta un tesoro escondido. Sé que no lo has visto aún, pues he acudido en secreto a tu tienda varias veces, y el lugar donde tu yaya lo había escondido permanece inmutable, en reposo. Parece como si no quisieras saber lo que has recibido en herencia, Khram. Quizá sea mejor así.
Ese tesoro consiste en una antigua armadura negra, con la forma de un cuervo. Existe una estúpida leyenda, como todas las que contáis los bortai, sobre su origen, pero lejos de la magia y los ancestros, esa portentosa pieza es un objeto de grandísimo poder. De él emanan hilos de energía que, aún en mi cabaña y en mi estado, puedo sentir fluir desde donde se encuentra, retorciéndose en el aire, esperando que alguien los recoja.
Sí, Khram. Tenías razón al decir que la magia quería ser recogida. Pero esta es tan primigenia, tan antigua, que los verdaderos poderes aún residen en su interior, y la fuerza que fluye desde ella es intensa. Como si un río descargara su furia sobre los tiernos brotes de la primavera, arrasándolos. Tal es el poder que despliega esa armadura, hijo mío"
Entrecerró los párpados, sintiendo otra punzada de dolor. Apretó los dientes y dejó escapar un sonoro quejido. Temí que volvieran los ataques, pero la espalda, que se había arqueado, se relajó enseguida y el dolor pasó.
- Sé que intentarás usarla, porque eres un bortai. Y como tal, no puedes resistirte a la tentación de querer ponértela y entrar en combate. Pero también confío en tu buen juicio. Por eso te advierto ahora: no te la enfundes.
"Con ella puesta podrás parecer todo un señor de la guerra, como Gwyran, como tu padre, y todos los héroes que veneráis en vuestra rica tradición oral. Con ella, quizá lo llegaras a ser, imbuido de un poder que no conoces y que no llegarías a controlar. Con ella, podrías convertirte en el mayor guerrero de toda la historia de tu nación. Con ella, te destruirías a ti mismo.
Esa armadura no es un regalo, hijo. Sino más bien una tortura. Si sientes deseos de ponértela, acuérdate de lo que te dice este pobre anciano moribundo, y no desabroches sus hebillas, no te ajustes sus correas. Es la última advertencia que puedo hacerte.
También es lo último que puedo enseñarte, Khram, amigo mío. Por desgracia para ti, no aprenderás más magia de este viejo archimago despojado de todo su poder. Y por desgracia para mí, no te veré convertido en un poderoso hechicero, como sin duda habrías llegado a convertirte. Es indudable que tienes aptitudes, lo sé, lo he visto. Eres el discípulo más joven que he tenido, pero también el que mayores logros ha conseguido en menos tiempo. He conseguido enseñarte el idioma shyrmi y conoces algunos retazos de khorulés. Y eso es mucho más de lo que haya aprendido un bortai jamás."
Volvió a retorcerse bajo un latigazo de dolor. De nuevo la espalda volvió a describir aquella ominosa y desagradable curva y los dientes volvieron a rechinarle. Burbath gemía en su sufrimiento más de lo imaginable. Aún en aquella rigidez, contorsionaba su cuerpo, alanceado por las terribles punzadas que sufría. Aquello fue lo único con sentido que Burbath dijo esa noche. Después, sólo divagaría, con delirios constantes de lo que podría haber sido una feliz infancia rodeado de maravillas mágicas, estantes llenos de pergaminos con conjuros y eternos anaqueles que contenían innumerables libros llenos de sabiduría y poder.
Cayó otro día y otra noche más y Burbath no mejoraba. Sus febriles sueños, antes salpicados de momentos de lucidez, ahora se habían convertido en lastimeros gañidos, como los de un perro apaleado por algo que, definitivamente, no era culpa suya. De cuando en cuando, las crisis de rigidez se habían visto acompañadas de sanguinolentos espumarajos, que salían violentamente entre las mandíbulas del mago y que caían en copiosos torrentes por sus blanqueadas barbas, otrora cascada de plata cristalina, y ahora salvaje y seca espesura salpicada por los restos de los enfermizos cuajos que brotaban sin cesar. Los espasmódicos ataques de mi maestro eran cada vez peores. Podía quedarse rígido como una tabla durante horas, respirando muy levemente, tanto, que no concebía como un cuerpo moribundo que lucha contra la enfermedad podía aguantar tantísimo tiempo debatiéndose por su vida con tan poquito hálito, con esa escasa cadencia. Hubo una vez que pensé que había muerto. Me había quedado dormido velándole, pues llevaba ya una semana comiendo mal y durmiendo peor, si es que había dormido algo, y mi propio cuerpo tuvo que rendirme para que no cayera enfermo yo también. Al despertar, no oí la quejumbrosa respiración de Burbath, que, aunque leve, el aire que pugnaba por llenar los maltrechos pulmones, hacía retronar algo en el interior de aquellas enjutas costillas. Miré el maltratado cuerpo y no pude vislumbrar signo alguno de respiración. Por último, me levanté alarmado y corrí a tocarlo. Estaba caliente. Si estaba muerto, había sido hacía poco tiempo. Puse la cabeza en su pecho y escuché. El corazón seguía latiendo pausada, rítmica, continuamente. Exhalé un suspiro de auténtico alivio. Todavía había una esperanza de ganarle aquella batalla a Druma, que tanto me había quitado ya.
Cansado de estar encerrado, salí afuera, apenas a la puerta de la choza. Añoraba el sol en la cara y aún lo añoraría más, y no sólo porque fuera de noche. Aquella primavera se auguraba lluviosa. Los pastos estarían verdes al llegar el verano y, aún así, el Caballo no dejaría de quejarse por las tierras del Lobo y el Cuervo, tan ricas en pastos y tan pobres las suyas. Los lamentos de los Nutria y los Albatros se oirían hasta en Sirocitria, pues con aquel tiempo no había quién se hiciera a la mar, y los Oso y las Mangosta se aburrirían hasta la muerte sin nada que hacer excepto quedarse en sus yurtas a dormir, en lugar de preparar sus cuerpos a la guerra. Y todos los clanes se quejarían de que los Serpiente no salían a dar sus consejos. Como dice el viejo dicho: "La lluvia moja el cuerpo y seca la razón".
Miré hacia el cielo, sin saber por qué. No sé qué esperaba ver allí. Vi multitud de estrellas, como un campo sembrado de diminutos frutos blanquecinos. La luna estaba crecida, de un tono amarillento nada halagüeño. Con aquella luna, los bortai no salíamos a pelear, ni siquiera entre nosotros. Algunos la llaman la "luna de muerte", pues se cuenta que los bortai pelearon entre sí bajo aquella espectral iluminación y se aniquilaron entre sí. Se perdieron dos generaciones enteras y, con ellas, gran parte de los seculares conocimientos tradicionales de las estepas. Quizá eran los espíritus de todos aquellos guerreros los que nos observaban desde allá a lo alto. O quizá no. Burbath decía que eran enormes globos que ardían y ardían constantemente, sin apagarse durante miles y miles de años. Y que, aunque nos llegaran las lumbres de aquellos sempiternos incendios, era probable que ya estuvieran extinguidos y que lo que nosotros veíamos no eran más que los ecos de las llamas de tal magnitud que podían verse a muchísimos mundos de distancia.
Había sido mi maestro un pozo sin fondo de sabiduría. Por lo general, se dice que los magos y hechiceros son bastante eruditos, y bien es cierto que muchos de los grandes sabios de este mundo nuestro han sido magos. Pero mi maestro se reía cada vez que yo le mencionaba aquello.
- Muchacho – decía tras haberse reído a gusto durante tiempo y hasta saciarse, habríase dicho que para siempre,– no juzgues antes de conocer. Muchos de los magos que yo conozco son tan cerrados de mente como los bortai más amplios de miras.
No puede decirse que aquello fuera una ofensa para mi pueblo. El bortai de más amplias miras podría plantearse si era mejor matar a una mujer mydonita antes o después de violarla, o si el venado estaba mejor cocinado con cerveza negra o cerveza rubia. Los demás, por lo general, no se hacían preguntas. Mataban, violaban, comían y bebían, y no necesariamente por este orden. Otros, como Gwyram, Dada o mi propio padre, gente que había viajado por otros lugares, sabían que sin aquella apertura de mente, el mundo nos acabaría engullendo, a pesar del hermetismo con el que intentábamos protegernos. Algunos llegaban aún más lejos y proclamaban que esta cerrazón nos llevaría al desastre y a la extinción. Normalmente, estos solían cerrar la boca gracias a una jarra de cerveza, ya sea porque con ella se llenaran la boca o se la vaciaran de dientes. O las dos a la vez. El argumento más manejado entonces era que la tan temida extinción llegaba antes a unos que a otros, y que la mejor forma de no extinguirse era dejar una buena ristra de vástagos sembrada por toda la estepa. Y allá que iban las fogosas huestes a engendrar retoños bortai. La mitad de las mujeres que concebían aquella noche lo harían contra su voluntad, pero se resignaban. Después de todo, los hijos de grandes guerreros tendían a ser grandes guerreros, y orgullos de sus madres. A quienes les parecía que tales arrebatos eran salvajes se les hacía callar por el consabido método de la jarra de cerveza.
Recordando tales cosas, me sorprendí sonriendo a la fantasmal luna, que a su vez, parecía sonreírme a mí, cargada de ironía y sarcasmo, como si quisiera recordarme aquellos pocos momentos felices de risas sin freno antes de asestarme un golpe mortal. Bajé la vista del cielo y la encontré frente a mí.
- Hace días que no pasas por tu yurta.
- No creí que eso fuera a preocuparte. Ya tienes quien te caliente las pieles y a quién calentárselas. ¿Por qué habrías de interesarte por mí?
- Cuando te vi la última vez parecías muy preocupado.
No supe qué contestarle. Lhia se había plantado allí delante de mí, con los brazos cruzados sobre el justillo de cuero, como si esperase una respuesta. Después de todo, había sido ella quien había dicho que no quería saber nada más de mí. Y aún seguía sin saber por qué aquella dichosa armadura era tan mal presagio para mí y tenía tan negativas connotaciones para ella. Era ridículamente absurdo y, sin embargo, desde que oí su relato y las advertencias de Burbath, sentía cierta aprensión a volver a mi yurta, por no ver aquella estatua modelada para servir al Cuervo en la guerra.
Estaba claro que en su interior corría la magia en un torrente desbocado y casi imposible de domeñar, para canalizarlo en provecho propio. Si las enseñanzas de mi maestro eran ciertas, el que la llevara puesta podría conjurar una y otra vez, una y otra vez sin temor a que el cansancio corporal y mental lo consumiera y lo aniquilara. Aquella armadura era una fuente de poder enorme y un mago que supiera, o mejor dicho, pudiera poner diques a aquella enorme corriente de energía, que parecía fluir constantemente de un manantial inagotable de poder mágico. Si alguien lo controlara, algo que, por supuesto, yo no estaba preparado para intentar, podría mandar sobre los elementos, los espíritus, los demonios y las mentes y hacerse con un supremo poder sobre toda especie, de toda la tierra. Tal ambición solo podía ser atribuida a los magos, sobre todo a los de bajo nivel: todos deseaban tener una predisposición a la magia como aquella, siempre listos, siempre preparados para que al mínimo vestigio de un hechizo en sus labios, la magia fluyese rápida, como un gran río, materializando el conjuro en su máxima expresión. Después, decía Burbath, muchos se conformaban con llegar a ayudar a otros a llegar donde ellos no habían llegado. Estos se convertían en maestros de magos más jóvenes. Otros, parecían no cejar en ese ansia de controlarlo, como si estuvieran dominados por su propia ambición, controlados por el impío deseo de dominar el mundo conocido mediante la extorsión y el miedo.
Aquella armadura era un objeto de grandísimo poder y estaba en mis manos.
- Khram, ¿estás bien? – me puso una mano en el brazo, trayéndome al mundo de los vivos de vuelta con aquel tibio contacto.
- Sí. Sólo estaba... recordando. Eso es todo.
- ¿Aún te duele el rechazo del otro día? – sonrió pícaramente, como acordándose de algún chiste que yo no debía conocer.
- No. Recordaba mejores tiempos, eso es todo.
- Nunca los hubo mejores.
- Quizá para ti. Es fácil vivir cuando lo tienes todo. Es muy fácil hablar de tiempos mejores cuando tienes quien cuide de ti. Es muy fácil decir que no hubo tiempos mejores cuando nunca has conocido la soledad y el rechazo. Es muy fácil decir que todo va bien cuando los pocos momentos malos que has pasado hablan más de los que te acompañaron en ellos, que de ti.
Ella se acercó lentamente y me tomó de la mano.
- Por eso quiero que tengas a alguien.
- No – le dije, desasiéndome desabridamente del leve intento que hizo de abrazarme. – No quiero tenerte a ti. No me buscas a mí, no buscas mi soledad. Sólo buscas el provecho que puedes sacar de mí. Cuando fui niño y nadie me habló, tú no estuviste conmigo. Cuando maté a Günnar, me llamaste asesino igual que los demás. Cuando estuve solo, tú no te acercaste a hacerme compañía.
"Solo ahora, cuando me veis con posesiones, heredero de posesiones que yo no reclamé, que me fueron cedidas, a las que los herederos por derecho renunciaron por mí. Ahora todos reclamáis atención del asesino de niños. Todos intentáis haceros un sitio en mi vida. Pero te digo una cosa a ti y a todos los que lo intentan: ya no vais a poder conmigo. Quizá no sea la mejor manera de evitar la soledad, quizá no sea la mejor manera de ser apreciado en el clan. Pero desde luego, es la mejor manera de manteneros fuera de mi vida, tal como vosotros habéis decidido hasta ahora.
Antes no era nadie, sólo alguien a quien evitar, como si tuviera las pestes o las fiebres rojas. Ahora soy alguien de quien aprovecharse, alguien con quien casar a las hijas o alguien con quien compartir un pichel de cerveza a cambio de favores o de riquezas. ¿Qué quieres tú? ¿Pieles? ¿Sedas? ¿Perlas? ¿O quizá alguna de las maravillosas armas de Dada? ¿No será que lo que ansías es esa extraña armadura que tanto pareces tener?
No, Lhia. No pienso dejarme embaucar por ninguno de vosotros. Ya no. Vosotros me habéis traído hasta este punto. Ahora afrontad las consecuencias."
Fui yo quien la dejó con la palabra en la boca en aquella ocasión. Me di media vuelta y entré en la choza de Burbath, enojadísimo. Rumiaba lleno de ira las pobres reacciones de las mezquinas y mediocres gentes de la estepa. Quizá fuera aquella durísima estepa la que provocaba el nacimiento de esa pobreza de espíritu de los bortai, que quizá buscaran atesorar todo lo que pudieran en la pobre vida a la que estábamos abocados. Quizá aquello fuera el principio de la decadencia de nuestro pueblo, seducido por la más baja codicia, olvidadas ya las ancestrales tradiciones de un pueblo tan antiguo como el mismísimo mundo. Quizá, algún día, Bort se convertiría en una Entrovia o un Mydon cualquiera. Quizá ese era el destino de todos los pueblos. Quizá era el precio a pagar por una civilización que avanzaba día a día, inexorable, como una enfermedad que corroía al propio mundo, buscando el vulnerable punto que lo sometiera de una vez por todas, inundándolo por completo de la autocomplacencia y autosuficiencia de todas las civilizaciones que nos rodeaban por todas partes. Bastiones de inmemoriales tradiciones, se erigían los Serpiente, recordándonos cada tanto quienes éramos, de dónde veníamos y quienes nos cuidaban desde añejos tiempos. Pero allí, tan cerca de la corrupta Entrovia, rodeados por Mydon y el Bosque de Plata, los ancestros parecían tener dificultades en llegar. Y las tradiciones se olvidaban, se relegaban a un segundo plano, y el oro y las posesiones llegaban a valorarse más que la identidad propia, el sentimiento de tribu que habían tenido los bortai desde siempre. Y esto, empezaba a pasar factura. Graves disensiones se estaban asentando en el seno de nuestro pueblo, y ni siquiera el puño de hierro de Gunthar el Oso podía desterrarlas. Hermanos y hermanas empezaban a luchar por el último pedazo de tierra reseca. Clan contra clan, sangre contra sangre, comenzaban a predicar los Serpiente. Se podía sentir cómo el fantasma de la decadencia comenzaba a reptar por entre las bajas matas, elevándose hacia todos y cada uno de nosotros, corrompiéndonos en nuestros corazones. A no mucho tardar, Bort estaría listo para quedar fuera de la haz de la Tierra, recogido en el seno de Shan'dru que quizá hasta nos despreciara por habernos olvidado por completo de todo lo que nos debía ser preciado. En aquel tiempo comenzaron a fraguarse tantas cosas, que a la vista de los hechos, no puedo menos que pensar que fueron demasiado leves las consecuencias para algunos y demasiado gravosas sobre otros.
La espesa penumbra de la choza engulló todos estos nefandos pensamientos, llenándolos de más oscuridad aún. Todo aquello, en conjunto, acabó por ennegrecer mis pensamientos. Burbath postrado y yo solo. ¡Vaya dúo! Era poco más que lastimoso el resultado de la cooperación entre ambos. Uno acabado, sobre un lecho de paja y otro acabado, en pie, pero con el ánimo fulminado, destrozado, por la pena y la soledad. No éramos, ni mucho menos, una pareja de guerreros que pudieran ser recordados por toda la eternidad, alabados por las generaciones venideras. Ni llegaríamos a ser siquiera personajes secundarios en las canciones que se cantarían en tiempos posteriores a los nuestros. Tampoco seríamos ilustres en nuestro tiempo. Simplemente pasaríamos, como insulsas motas de polvo, al desierto del olvido, arrastrados por los vientos del transcurrir del tiempo. Tristes pensamientos para momentos tristes. Solía decir Dada que el corazón que no tiene alegría no alegra estancias. Y bien cierto que era. Yo había conocido muy poca felicidad en mi aún corta vida y eso no me convertía en un gran compañero con el que compartir los últimos momentos, sino más bien todo lo contrario. En lugar de aliviar el peso del tránsito, sólo lograría añadir más carga al momento de abandonar esta tierra en la que los hombres nos afanamos por salir adelante, mientras que son los poderosos los que manejan los hilos, manejando con ellos nuestros destinos, títeres en sus manos. Muchos jugaban a ese juego, mientras los bortai permanecíamos casi inmutables, permanentes en el tiempo, anclados en las antiguas costumbres que nos daban identidad como pueblo y que ningún otro debería haber olvidado. Para nosotros, el progreso sólo traía decadencia, la desaparición y el olvido, del mismo modo que se olvidarían los nombres de los pobres reyes de Entrovia o los mil veces derrotados emperadores mydonitas. Sólo permanecían en las historias aquellos que habían ganado un puesto en la gloria. Y para ganar la gloria sólo existía un camino: el de la sangre. Porque, ¿a quién recordarían los volúmenes de historia? ¿A los justos? ¿A los sabios? No. Más bien a los héroes, a los intrépidos. A los que morían, pero no sin antes llevarse a la tumba una épica leyenda que circularía de boca en boca durante eones. Daba igual como murieras. Si en el proceso te habías llevado contigo un centenar de enemigos, ¿a quién le importaba que hubiera sido por tirarte un pedo especialmente potente? Así eran los juglares, que componían las canciones más románticas y poéticas, obviando detalles que, sin duda alguna, habrían cambiado de cabo a rabo la historia, convirtiéndola en algo que no era.
Me dormí y soñé. La penumbra me arropó, cálida, tierna, amantísima amante que me cuidara como una madre. Soñé con estepas y fantasmas. Soñé con batallas y guerras. Vi las caras de mi familia, de mis hermanos, de mi yaya. Miles de rostros se volvían hacia mí, asustándome. Ellos movían los labios, me miraban acusadoramente, instándome a hacer algo que no podía comprender qué era. Se sacudieron, se removieron, y aquello no presagiaba nada bueno. Vi a gentes vivas, cuyos rostros ocultaban toda emoción. Vi a Lhia reírse de mí, señalándome con el dedo, igual que las mujeres que me habían servido para un fin u otro, no pocas para el placer. Y ví una cara que no me resultó familiar.
Una bellísima mujer me contemplaba con semblante serio, casi triste. Sus ojos color esmeralda me cautivaron sin pensarlo. La miré y ella comenzó a llorar desconsolada. Se dio media vuelta y la seguí, pero ella corría más que yo. Apreté el paso en pos de ella, pero ella también lo apretó y la distancia se mantuvo. Añoré mi caballo, que tan generosa y estúpidamente había prestado a Gwyran. Cuán útil me hubiera resultado en la empresa que me ocupaba en es mismo instante. Pero tonto de mí, había dejado que se lo llevara y tenía que seguir mi persecución a pie. La oía sollozar aún en la lejanía, como si una hondísima pena la atenazara el alma.
No sé por qué razón, en mi sueño seguí corriendo. En la realidad, casi con toda seguridad me habría detenido, pensando que no merecía la pena toda aquella carrera para detener a una hermosa mujer, por muy hermosa que fuera. Habría desistido, aún deseando haber probado sus mieles y ser el único que volviera a probarlas. Pero continué, resistí los golpes de mi razón, que me instaba a detenerme, descansar y volver. Sin embargo, mi corazón necesitaba, anhelaba descansar al lado de aquella bellísima moza. Finalmente, y sin dejar de correr, la perdí de vista. Desapareció en la espesura, pero tampoco me quejé. Doblé recodos sin fin, caminé larguísimas rectas, pero ya no volví a verla. Cansado, apoyé las manos sobre las rodillas dobladas y oí tronar una voz.
- Recuerda, puedes abandonarlo todo. Pero no abandones tu camino.
Cuando me volví para mirar, apenas alcancé a oír los ecos del relincho de un caballo y un revolotear de enormes alas que subia hacia el cielo. No vi nada más. Lo siguiente que vi, fue a Burbath, que se ahogaba de nuevo.
Calmé al maestro como pude. Le susurré palabras dulces, le apliqué paños humedecidos en las gélidas aguas de nuestros ríos, le canté sobre la Madre. Intenté mantenerle despierto como pude, pues parecía más lúcido cuanto más despierto estaba. Pero se me habían acabado los trucos. Era hora de partir y el anciano cuerpo de Burbath había empezado a barruntarlo. Era hora de irse y el ángel de la ya iba retrasado en el cobro de su trabajo.
Entonces, a raíz de mi sueño, me acordé de Gwyran. A él le había correspondido hacer el viaje de ida y vuelta, y no porque yo se lo hubiera dicho. Fue él quien se prestó a ir, sin objeción alguna, excepto por sus caballerizos, que sí que se quejaron amargamente cuando vieron que, una vez aparejado uno de los rápidos sementales del caudillo, se había largado ya, a todo galope, con un rocín que no tenía la categoría que le correspondía. Baras escupió al suelo lanzando maldiciones a diestro y siniestro y Nora no dejó de despotricar acerca de la volubilidad del carácter de Gwyran Ala Negra. Por primera vez, estaban de acuerdo en algo.
Pero Gwyran no llegaba. No me quedaba ya apenas paciencia, a pesar de que, instantes antes, ni siquiera me había acordado de él. Su mero recuerdo me indujo un estado de nerviosismo tal que pasé del abatimiento en el que me había sumido, a un estado de euforia nerviosa que me impedía permanecer quieto. Meneé las piernas arriba y abajo sin cesar, sentado a la enorme mesa que había utilizado como mesa de estudios, paseé arriba, abajo y alrededor de la cabaña, mirando cada poco tiempo, por si viera aparecer, a lo lejos, una densa polvareda, como sabía que mi animal levantaría, deseoso de volver a su precario establo para librarse de la pesada carga que el corpulento Gwyran habría echado sobre su grupa.
Al principio pensé que tal polvareda no era más que otro sueño, que seguía dormido en el interior de la cabaña de Burbath o que era más mi deseo de verla que la realidad que se abría ante mí. Pero aquel trueno inconfundible que era el trapaleo de los cascos de mi caballo llenó el aire con su sonido y sonreí triunfante. Si Gwyran regresaba, no regresaría solo. Habría traído un druida que pudiera sanar a mi maestro. Y aquella batalla, por fin, se la habría ganado a Druma, arrebatándole de sus siniestras garras la vida de mi maestro.
Entré en la casucha, exultante de alegría. Me arrodillé a los pies de la cama de Burbath, sonriente.
- Maestro, maestro – mi optimismo era enorme – ya vienen a ayudarnos. Aguante. Esto sólo quedará en un mal sueño. Ya lo verá. Aguante, Malthus.
Salí de nuevo a la puerta. La humareda era cada vez más grande y, entre el polvo, por fin conseguía vislumbrar una figura. Debía ser Gwyran montado sobre Ragnar. Pero no veía a nadie más. Quizá viniera más retrasado. Ragnar podía ser muy rápido, más que cualquier otro caballo. No en vano, había sido criado por el mismísimo Dutar y eso era tener una garantía de que el caballo iba a ser un gran animal. Mi pecho se hinchió de orgullo. Tenía suerte de haber recibido una herencia como aquella. Quizá no era solo una herencia, sino un amigo. Pocos seres humanos habían sido tan nobles conmigo como aquel caballo. Y aquéllos llamaban noble bruto a éste.
La nube de polvo siguió creciendo y la sombra que había en su centro también creció. Y con ella, mi esperanza menguó. En el centro de la humareda sólo aparecían mi animal y mi caudillo, montado sobre él. No había nadie más, ni detrás ni escondido entre el polvo que Ragnar podía levantar. Ragnar frenó frente a mí y le palmeé el cuello, como símbolo de reconocimiento. Mi frente tocó la suya y relinchó suavemente, agotado por la durísima galopada.
- Vienes sólo.
- No. Un druida del Lobo se adelantó. Debe llevar al menos dos días en el poblado.
- No he salido de aquí desde que te fuiste – comenté con extrañeza. – Pero aún así, debería haber oído algo.
- Es extraño. Dijo que vendría directamente. Iré a buscarle.
- ¡Date prisa! – exclamé. – No queda mucho tiempo.
Vi a Gwyran correr hacia el poblado. O mejor dicho, vi como mi caballo corría con él a cuestas. Ragnar parecía cansado por el esfuerzo que, seguramente, había exigido el caudillo de él. Bajo su corpulenta figura no le debía resultar tan fácil cabalgar con aquella furiosa cadencia a la que estaba acostumbrado cuando era yo el que transportaba a su grupa. Esperanzado, esperando que el druida del Lobo pudiera ayudar a Burbath, volví a la cabaña, a socorrer al anciano archimago.
El rostro de mi maestro estaba cada vez más macilento, lo que no auguraba nada bueno. Las venas de su rostro se hacían cada vez más evidentes, como si su piel estuviera volviéndose transparente, dejando translucir todo lo que había bajo ella. La carne iba consumiéndose poco a poco, dándole la apariencia de un muerto viviente, con la descomposición sobre sus pómulos estirándole el afable rostro de abuelo que yo conocía en él. Las manos, siempre huesudas, parecían ahora rastrillos, con los ahusados dedos congelados en aquella rigidez que le había sobrevenido. Los ojos que parecían dos pozos de insondable sabiduría, ardientes ascuas de conocimiento, habían perdido todo el brillo de su lucidez, apagado el fuego de su cordura. Burbath se marchitaba mucho más deprisa de lo que yo había temido. Se marchaba.
Sabía que Burbath me dejaba, no podía ser de otra manera. Pero no dejé de luchar en ningún momento. Druma no se lo llevaría y yo agotaría todos los recursos que, humanamente, estaban a mi disposición. Nada podría derrotar a una diosa, pero ¿y si realmente los dioses no existían, tal y como defendía Burbath?
No, los dioses debían existir. La misma vida es un milagro que sólo unos seres con un inimaginable poder podrían crear. Mi maestro nunca pudo explicar la vida como tal. No encontró nunca una explicación a que estuviéramos sobre la faz de esta tierra inhóspita, medrando, creciendo, sobreviviendo. Simplemente, para él, era así. Decía que si alguien nos había creado no sería capaz de hacernos pasar por tan duras pruebas como pasábamos muchos y muchos habrían de pasar aún. Pero yo seguía confiando en lo que Dada me había enseñado siempre. Y Shan'dru era aún faro en la mar de mi vida, fuente de luz en mi oscuro porvenir.
Allí tumbado, tan despojado de su jovial vitalidad y su cascada y honda voz, mi maestro no era más que un muñeco roto, algo que no se puede arreglar. Estaba desmadejado, anegado en el sudor de la fiebre, perdido en la enfermedad que lo consumía lenta pero incansablemente. Burbath estaba pudriéndose por dentro y yo no podía hacer nada por él, que había hecho tanto por mí. Yo no podía crear ninguna medicina como podría haberla creado él. El más mínimo error en su elaboración podría causar un daño irreparable a quien menos lo deseara. Los alquimistas más experimentados podían cometer errores. Y yo, que apenas era un iniciado en el conocimiento de la alquimia podía causar muchísimo más daño que bien a un moribundo como el anciano. No sabía mezclar las proporciones. Y sin embargo, tenía la ligera impresión de que, aún sin saberlo, debería haberlo intentado. En mi interior, algo me decía que debía poner manos a la obra e intentar elaborar una medicina. Pero otra voz más fuerte me decía que no, que no lo intentara, que era una locura.
Hacía horas que Burbath ya no se contorsionaba. Se había quedado rígido como una estaca y no había manera humana de que volviera a su estado natural. Lo había intentado casi todo ya, pero aquel ataque parecía haber hecho presa de mi maestro y lo devoraba lentamente, como un fiero depredador que, una vez cobrada la pieza, se enfrentara a viento y marea para defender lo que por derecho se había ganado. Lo que fuera que tenía un hambre voraz y estaba destruyendo al único ser querido que me quedaba en aquel mundo. Observé a mi maestro y me arrodillé a su lado.
- Shan'dru bendita – comencé, – tú que eres vida, tú que eres luz, que eres belleza, que eres la Madre, por favor, ayúdale. Es un hombre bueno que no merece que te lo lleves ahora, que no merece que su alma sea arrebatada por el Segador aún para entregársela a la Muerte. No me dejes solo de nuevo, Madre.
Noté algo húmedo resbalar por mis mejillas desde mis ojos. Noté el sabor salado en las comisuras de mis labios. No era la primera vez en mi vida que lloraba, pero entonces los ojos parecían quemárseme de tristeza y desolación. Era como si la soledad hubiera prendido un fuego en mis cuencas, intentando dejarlas vacías, derritiendo su contenido por haber visto más dolor del que podían soportar. Era como si el llanto me fuera a consumir a mí también, llevándome con mi maestro. Y quizá eso fuera lo mejor. Morir, morir también, dejarme llevar por Druma y descansar siempre, descansar. Volver a ver a los míos, conocer por fin a mi madre y reunirme con Ragnar y con Dada, dejando atrás este mundo que me despreciaba como si fuera un chancro que hubiera que desterrar a toda costa. Volvería a la tierra y renacería, para conocer una vida que, a todas luces, debiera ser mucho mejor que la que había vivido hasta ese mismo momento.
Druma se rió de mí.
- Estamos aquí.
La voz de Gwyran me despertó. Supuse que tanta divagación me habría sumido en un sueño inquieto, perturbador, lleno de figuras oscuras que se acercaban a Burbath y que mi hoja no era capaz de ahuyentar. El druida del Lobo pasó a mi lado, sin siquiera mirarme, y fijó sus ojos en el maltrecho hechicero.
No era un hombre mayor, pero ya habría pasado la cuarentena. En su cabello comenzaban a hacerse patentes las plateadas marcas de la edad. Su rostro, agradable y franco, mostraba también algunas arrugas alrededor de los ojos, azules como el cielo de verano. Largos bucles pelirrojos caían en una cascada de fuego desde lo alto de su cabeza hasta casi la cintura.
Con movimientos pausados, lentos, pero certeros, examinó a mi maestro detenidamente. Hizo un símbolo en su frente y musitó una breve y silenciosa plegaria. Hundió la cabeza en su pecho, la sacudió de un lado a otro, y se levantó.
- Se muere – y la sentencia pesó en el aire.
- ¿Cómo que se muere? ¿Eso es todo? ¿Dónde está todo tu poder? ¡Haz algo!
- No puede hacerse nada por él – continuó el druida, – lo que podía haber hecho, hecho está. Pero su espíritu ya ha emprendido el viaje de vuelta a los suyos y mi participación aquí ya está de más.
- ¡No es posible! – grité. La ira crecía en mi interior como un torrente que amenazara con desbordarse. – Lleva enfermo menos tiempo que muchos que se han salvado.
- Otros quizá no hubieran emprendido ese último camino.
- ¡Hágale volver! – exclamé, con los ojos llenos de lágrimas. Agarré al druida del tabardo y lo sacudí enérgicamente. – ¡Te ordeno que le hagas volver!
- Muchacho, es la rabia y el dolor el que te hace olvidar quién y qué soy – el Lobo se desasió tranquilamente y me hablo con aquel tono condescendiente que utilizan los sabios con los ignorantes. – Y es la rabia la que consume a tu maestro. He visto otras veces esos espumarajos saliendo de la boca de otros y el desenlace siempre es el mismo. Quizá, si hubiese llegado dos días antes...
Aquello acabó de encender la mecha. Aquella última frase desbordó el torrente de cólera que había estado acumulándose en mi interior, haciéndose más y más fuerte, creciendo más y más cada vez, llenando mi ser de una furia incontrolada. El mundo se volvió rojo, como si hubiera caído un velo ante mis ojos que distorsionaba mi visión de la realidad. Grité, más bien aullé o rugí. Mi cabeza estalló de ira. Y no hubo nada más que la sed de venganza.
Sin pensarlo, mi espada saltó de su vaina, arrancada la trabilla que la mantenía firme en la funda. Sin pensarlo, trazó un amplísimo arco que segó todo lo que tenía a su alcance. Un anaquel completo, lleno de los hechizos de Burbath estalló en miles de pedazos ante la violencia del choque. Las jaulas de la pared, donde había encontrado a Kora hacía tantísimos años, saltaron, destruidas. Decenas de raros objetos acumulados en aquella cabaña, recuerdos de toda una vida, acabaron hechos añicos ante tal despliegue de ira. Y un hombre, un druida del Lobo, perdió su cabeza. La testa saltó alto, dejando un rastro de sangre en su ascenso, regando toda la destrucción que había causado. La cabeza siguió subiendo, lentamente, como si el tiempo se hubiera ralentizado en aquel instante. Y, tan lentamente como había ascendido, cayó. Gwyran me sujetó por detrás, temeroso de que le hiriera a él también. Forcejeamos, pero él era más corpulento y más hábil que yo y no pude zafarme. Finalmente, la cabeza del druida fue a dar junto al lecho de Burbath, y el sonido de su golpeo contra el suelo coincidió con el último aliento de mi maestro.
En ese momento, mi corazón estalló. Mi mundo se colapsó sobre sí mismo. Todo en lo que había creído me había fallado, me había decepcionado. Todo estaba mal de repente. Me sentía engañado.
Pensé en las lecciones de Burbath. "Los dioses no existen. ¿Qué dios sería tan cruel de hacerte sufrir de la manera que estás sufriendo?". Los dioses, tenía razón mi maestro, no existían. Shan'dru para mí ahora no era más que una mentira más de aquel falso mundo en el que había vivido hasta entonces. Sólo existía entonces la realidad tangible. Y la realidad tangible era que estaba solo otra vez y había asesinado a un druida.
Los dioses no existen. Toda mi fe, todas mis creencias, la educación que mi yaya me había inculcado habían desaparecido. Los dioses no eran más que un engaño, algo donde poner esperanza cuando no se encuentra. Y a mí ya no me quedaba ninguna esperanza. Me sentí derrotado, vencido, como jamás me había encontrado. Me había sentido vacío muchas veces en mi vida, pero ahora me sentía muerto, estéril, yermo.
Los dioses no existen. Nadie dejaría morir así a sus criaturas. Los bortai no dejamos morir a nuestros caballos, no dejamos morir a nuestros urgos, no dejamos morir a nuestros hijos. ¿Qué clase de ser acoge en su seno a otras criaturas, las hace crecer, las cría, las cuida y, un buen día, decide que han de morir? No, los dioses no existen.
Gwyran me soltó por fin. Libre, corrí hacia mi yurta, la yurta de Dada y agarré un hato de pieles que había en un rincón apartado, como olvidado. Con rabia, lo até y me lo eché a la espalda. Volví a salir corriendo, cargado con las pieles y llegué a la cabaña de Burbath.
- Espero que sepas lo que esto significa.
- Lo sé. No te preocupes.
- ¿Y qué vas a hacer?
Toda la respuesta que obtuvo Gwyran se materializó en cuestión de instantes. Cogí una tinajilla que había en la choza y la estrellé contra una de las paredes. Acto seguido, sin detenerme siquiera a echar la vista atrás, sin siquiera despedirme de mi querido Burbath, de mi desconocido Malthus y de mi admirado maestro, tiré una de las numerosas velas que ardían en una estantería. El óleo prendió con fuerza y las llamas enseguida lamieron los maderos de la choza. Gwyran salió corriendo de allí, mirándome con cara de loco.
Se puso a gritarme, a imprecarme. Pero no pudo detenerme. Monté a Ragnar y fui de nuevo a mi yurta. Recogí varias cosas, pieles, armas y algunos objetos que me eran queridos. Volví a montar a Ragnar y salí a galope tendido de allí. Gwyran no pudo alcanzarme. Sé que venía detrás de mi, intentando decirme algo, pero yo no frené la furiosa carrera de mi caballo, que ahora me llevaba fuera de mi clan, arrastrado por el horrible crimen que había cometido. Mi bastarda había cercenado la cabeza de un druida, cegado por una ira asesina que no creía que pudiera haber albergado jamás. Apreté los talones contra los ijares de Ragnar, que protestó por el trato recibido. Nunca había sentido el espoleo y ahora protestaba. Como mi padre, que nunca se sometió.
Mi padre...
Sin parar el avance del animal bajé de su grupa y, a la carrera, regresé al círculo de tiendas que era el asentamiento del clan Cuervo. Nómadas por costumbre, volvíamos a los mismos emplazamientos cada año, cíclicamente. Y en ese momento, el destino hizo coincidir la muerte de Burbath y el lugar donde me había sido arrebatado mi padre. Si me llevaba su caballo, debía llevarme su espada.
Allí estaba Nodym, enhiesto testigo de la vida de mi padre. Pero no estaba sola.
- Sabía que vendrías a por ella.
- Apártate, Ala Negra – el tono de mi voz parecía salir del mismísimo infierno. – No me gustaría que tú corrieras la misma suerte.
- Sabes que conmigo no podrás – la hoja silbó al ser desenvainada. – Pero yo tampoco quiero pelear contigo, Khram.
- Entonces, apártate. Me voy.
- No es necesario. Por lo que a mí respecta, ese druida iba a matarte. En el asentamiento no le habían hablado demasiado bien de ti. Ni de tu anciano maestro.
- No tienes ni idea de por qué me voy – le escupí las palabras. – Me voy porque aquí no he encontrado más que sufrimiento. Me voy porque aquí no he encontrado más que soledad. Me voy porque aquí ya no me queda nada.
Con rabia, arranqué a Nodym tan fácilmente como la había clavado tiempo atrás, y ahora sí pude llevármela, como si el espíritu de mi padre la hubiera soltado de su presa. Silbé llamando a Ragnar y, cuando se aproximó a mí, metí la espada de mi padre en el petate, escondida entre las pieles que me había llevado de la yurta. Monté y me volví hacia Ala Negra.
- Lo siento, Gwyran – me disculpé. – Lamento mi reacción. Pero me voy. Soy un extraño aquí. Cuida de la yurta de Dada por mí. Puede que algún día vuelva a por ella.
- Sé que volverás. Que los dioses te acompañen.
- Los dioses no existen.
Inmediatamente, como respondiendo a mi desafío, comenzó a llover mientras comenzaba mi camino. El agua que caía del cielo apagó el incendio de la casa de Burbath. Entre las cenizas, desafiante, un trozo de brillante cuero negro destacaba sobre las encendidas ascuas.
Fue lo último que vi de mi clan.
Aquí acaba el relato de Khram. Descreído, falto de fe, abandonado por los suyos, abandona la tierra que le vio nacer. Los dioses, si es que existen, le guardarán o no, según sea su voluntad. Aquí acaba su parte en esta historia, pues sólo él recordaría estos hechos. Los que se relaten a partir de ahora son meras referencias que él negará siempre, otros habrán olvidado y otros sufrirán en sus más horribles pesadillas.
El rastro era más que evidente. Hondas pisadas en la espesísima nieve delataban por dónde había pasado el hombre. Acompañado por un caballo, sin duda alguna, pues la blanca delatora que cubría el suelo también tenía marcas de cascos en su superficie. Si hubiera esperado a que se levantara viento, quizá no se verían aquellas huellas, arrastradas por el gélido soplo que recorría aquellas tierras sin descanso alguno. Claro que, si hubiera esperado, casi con toda seguridad habría muerto congelado en su propio sudor, que perlaba su cuerpo con cada paso. El esfuerzo de moverse en la nieve era enorme.
El cansancio iba haciendo mella en él y en su montura. No se atrevía a montar por miedo a perder a su compañero y quedarse solo. Aquello habría supuesto para él un castigo muchísimo más duro que la misma muerte.
Apenas hablaba. Hacía algún tiempo que había hablado por última vez con un ser humano y, si no fuera por el incesante rugido de la ventisca que lo sacudía cada noche, habría dicho que se estaba quedando sordo. La nieve amortiguaba suavemente tanto sus pasos como los del caballo, y apenas se oían signos de vida en aquel inhóspito desierto de hielo. Y apenas se veían. Podía pasar días enteros sin ver rastro alguno de animales, y no digamos ya de seres humanos. En el caso de los primeros, deseaba encontrarlo, pues supondría una bien recibida variación en sus hábitos alimenticios y en sus reservas de comida, que iban menguando poco a poco. El caballo era el único que parecía encontrar sustento. Cuando paraban, escarbaba con las patas en la nieve y encontraba hierbablancas frescas y algún que otro retoño de tomillo nival que empezaba a brotar.
En el caso de los humanos, no deseaba encontrarse con ninguno.
La última vez que tuvo contacto con seres humanos casi se le había olvidado ya. Cuando comenzó su vagabundeo por las tierras blancas, recordaba hasta las caras de los que había oído hablar. Ahora ya no recordaba ni dónde los había visto. Si atendía a su recorrido, habría sido en el Oso o el Alcaudón. O quizá entre los pocos que se habían establecido entre las montañas Rojas. Qué más le daba...
Lo único que había obtenido él en su vida era el repudio de toda su gente. Que ahora tuvieran ellos su rechazo.
Dio otro costoso paso y tosió. Llevaba varios días tosiendo como un perro. Las bajísimas temperaturas, que al principio no parecían ser un problema, estaban comenzando a pasarle factura. Y en el peor momento. Se estaba alejando demasiado de cualquier confín de las Tierras de Hielo, que parecían tan deshabitadas como cualquier desierto, sólo que este, además de muerto, era aterrador. Por las noches, las ventiscas resoplaban reclamando su alma, transportando los ecos de algún dios vengativo, ofendido por la presencia de aquellos seres en unos dominios que les estaban vedados. Bueno, dios no. Los dioses no existían para él. Los había rechazado y desterrado de su vida. Para él, sólo existía el hombre y su propia voluntad. Y era su voluntad lo que le había llevado a sobrevivir en la tierra más dura de Hirkam, más incluso que la estepa que le había visto crecer y medrar, convertirse en un joven adulto que, al reclamar su sitio en aquella nación, había sido expulsado por sus habitantes. La voluntad le había llevado allí y la voluntad lo sacaría con vida de allí.
En otro tiempo, quizá habría rezado a Shan'dru. Ahora no rezaba. Ahora sólo caminaba. Un paso tras otro. Era un desterrado y por lo tanto, toda la tierra era suya, todo Hirkam estaba bajo sus pies, para recorrerlo sin descanso. Incluso había soñado, diríase que delirado, con atravesar Mydon a pie enjuto, con la única ayuda de su caballo y su hoja, y convertirse así en una leyenda que cantaran los bardos, fantasma de otra época, de otro tiempo, que consiguió lo que nadie había conseguido jamás. Que cantaran que había tenido que ser un exiliado quien atravesara de punta a punta el imperio enemigo, el maldito invasor que los oprimía a fuerza de acero y malas artes. Que cantaran que había sido Khram el hechicero, Khram el asesino, Khram el sin patria.
En lontananza divisó una enorme sombra. "Montañas", pensó. Seguramente habría alguna cueva en ellas en la que pasar la noche más resguardado y cobijarse durante un día o dos, para recuperar fuerzas. Con suerte, habría algún animalejo escondido allí al que matar y devorar después. No tenia que preocuparse por cómo conservar la carne. El frío que reinaba en aquellos parajes conservaba bien todo lo que mataba, si bien, las piezas que conseguían eran escasas y bastante exiguas, por lo que se veía obligado a racionarse hasta el último bocado. El agua tampoco era una de sus mayores necesidades. Bastaba con agitar un poco de aquella espesa capa de nieve en su maltrecha cantimplora para derretirla y poder beber aquella riqueza líquida. Khram no tenía oro, pero con toda el agua que podía conseguir allí, en Bort habría sido todo un potentado.
Penosamente, llegaron al final a la cordillera que habían divisado entre la neblina que dejaban los copos al caer. Copos, aún más gruesos si cabe, comenzaban a caer cuando finalmente entraron en una cueva que podía dar cobijo a jinete y montura. La humedad de la nevada le impedía encender fuego, amén de que las escasas plantas que habitaban por allí no parecían combustibles en absoluto. Frío no pasarían. Las gruesas pieles de yazteeh que había recogido antes de abandonar su tierra le daban el suficiente calor como para sobrevivir una noche más.
- Ya puedes salir – la frase le sonó vacía. No esperó respuesta
De entre sus abrigos, salió un pequeño animal listado con una expresión astuta en el diminuto rostro. Emitió un ligero ruidito, como desperezándose.
- Espero que hayas dormido bien – más que un deseo, era un reproche. – Los demás hemos tenido que caminar durante horas.
La pequeña mangosta no se molestó por el tono de voz de su humano preferido. Se había acostumbrado a aquel timbre de voz resentido y enfadado de Khram. En los últimos tiempos, le hablaba con malos modos más a menudo de lo que sería deseable, pero aparte de eso, la trataba bien. Tenía calor y comida asegurados. Durante el día, Kora iba envuelta entre los numerosos pliegues del abrigo de pieles de Khram. Durante la noche, hacía las veces de sigilosa centinela, apostada en pie junto a la cabeza del hombre, para no apartarse del delicioso calorcito que desprendía.
Espesas nubes de vapor emanaban de los ollares de Ragnar. El caballo resoplaba ruidosamente, agotado por la larguísima travesía y la dificultad de caminar en la nieve. Khram lo miró con tristeza, mascando un trozo congelado de carne de conejo como podía.
- Aguanta, amigo mío. Pronto llegaremos a algún sitio, ya lo verás.
A donde llegarían no podía saberlo. Ningún bortai se había adentrado jamás en las Tierras de Hielo y había vuelto para relatar sus andanzas. Tampoco ningún bortai había salido de su dividida nación para algo que no fuera saquear, matar y violar. Por norma, los bortai eran Bort y Bort eran los bortai. Pero él ya no era bortai, así que tanto daba. Nunca había imaginado morir lejos de su tierra, ni siquiera en sus más oscuras pesadillas. Pero la certeza de que sus huesos no reposarían jamás en la estepa que le vio nacer, se hacía cada vez más evidente para él. El repudio que su gente le había mostrado era el mismo repudio que había mostrado él. Que los ancestros se los llevaran a todos.
Se recostó sobre el frío y duro suelo, echándose sobre una de las pieles más gruesas y cubriéndose con el resto. Apoyó la cabeza sobre uno de los flancos del caballo y les dio las buenas noches a los dos animales que le acompañaban. Ragnar recogió la cabeza contra su cuerpo, exhalando un aire tan cálido como bien recibido. Kora se irguió sobre sus patas traseras y sus redondos y enormes ojos escudriñaron la oscuridad que empezaba a reinar en el exterior de la caverna. Khram la miró unos instantes y sonrió. Nunca había sonreído demasiado, pero ahora lo hacía menos. No recordaba haberlo hecho desde que saliera del Cuervo, habiendo quemado la cabaña de Burbath. Pero el cariño que recibía de sus dos animales, le reconfortó el corazón, aunque sólo alivió su pena una mínima parte. Nunca había recibido cariño de nadie. Su madre no le había conocido, su padre siempre estaba fuera, sus hermanos no tenían tiempo para él, y los demás niños del Cuervo huían de él. Luego sus hermanos murieron, su padre desapareció y los niños comenzaron a llamarle asesino. No tenía razones para apreciar a la raza humana, desde luego que no. Sólo había habido una persona que había sabido quererle, apreciarle. Y aún esa, había sido una farsa bien interpretada. Se había pasado toda la vida engañándole, embaucándole, contándole asquerosas mentiras acerca de una inexistente diosa y de sus bondades. Había metido en su juvenil cabeza un montón de ideas absurdas sobre seres sobrenaturales, poderes y destinos que no eran mejores que las boñigas que Ragnar soltaba a diario. Había amado con locura a Dada, pero ahora la odiaba a rabiar, por haberle infundido todas aquellas falsas esperanzas, toda aquella falsa fe. Y eso era, quizá lo que más le dolía.
Un hombre no puede sobrevivir solo. En una tierra tan dura como aquella se necesitaban aliados, amigos con los que pudieras contar en caso de necesidad. Pero sus únicos aliados eran un caballo joven que no pasaba de potranco y una pequeña mangosta con aires de líder. Y sin embargo, no podía quejarse. Era mucha mejor compañía que cualquier otro ser humano. Los animales no podían mentir, no podían engañarle. Si se sentían incómodos con uno, lo abandonaban y nunca volvían. Por eso confiaba en ellos. Porque no podía confiar en nadie más.
Fuera, el viento de la helada tierra yerma que había convertido en su nuevo hogar, empezaba su rugido nocturno, entonando una cantinela mortal para quien se encontrara fuera de cualquier sitio resguardado o no tuviera con qué cubrirse. La oscuridad lo envolvió como un pesado manto y Khram sintió que se asfixiaba en el cerrado ambiente de la caverna, con los ojos ciegos y los oídos bramándole con el estentóreo aullido de la cellisca nocturna. Las fuerzas naturales habían dado rienda suelta a su ira aquella noche y verdaderos vendavales azotaban la extensión de blanca tierra sobre la que había pisado durante horas. Aquello borraría sus huellas, aunque tampoco era necesario. ¿Quién se aventuraría a seguirle hacia el gélido abrazo de la muerte blanca? Y si lo seguían, que lo encontraran. Una vez que lo encontrasen, estaría preparado para morir... o para matar.
El cansancio embotó sus sentidos más rápidamente de lo que lo hubiera hecho el vino o la cerveza. La vista se le tornó borrosa y el viento pareció perderse en una lejana distancia. Pestañeó, queriendo permanecer despierto. A pesar de su joven edad, Khram tenía muchísimas pesadillas que le acosaban en la oscuridad de la noche, negándole el reparador descanso que tanto necesitaba. Había visto muchísimas veces el rostro de Dada, de Burbath, del druida al que había asesinado. Pero el que más le miraba, acusador, era el rostro de Günnar. Desde los doce años, aquel rostro pidiendo justicia era recurrente en sus sueños, turbando su descanso, reclamando una venganza de ultratumba que no le correspondía. Luchó con honor, murió con honor. Aquel había sido el desencadenante de rechazo que había sentido, aquella la decisión que no debía haber tomado.
Rielando de pavor ante la perspectiva de ver pudriéndose ante sí la cabeza de Günnar, sostuvo en alto su foco de poder. Era uno de los extremadamente raros diamantes verdes que Burbath tenía en su cabaña. No era tan potente como las amatistas rojas, pero Khram aún no había aprendido a canalizar aquel torrente de energía mágica y tuvo que conformarse con aquel cristal verdoso. Pronunció una única palabra y al instante, una beatífica luz lo inundó todo. Sin darse cuenta, exhaló un suspiro de alivio y notó como el ritmo de su corazón, acelerado por la angustia, volvía a la normalidad. Cerró los ojos, más tranquilo. No conseguiría descansar, y lo sabía. Pero al menos debía intentarlo.
La noche solía llevarse consigo muchas de las penas del día, pero la pena que constreñía el alma y el corazón de Khram era algo que ni la propia oscuridad se atrevía a llevarse.
Cuando amaneció, apenas nada había cambiado. Seguía haciendo el mismo frío, o quizá más. La nieve seguía cubriéndolo todo. El viento seguía soplando. Lo único nuevo que había eran los copos que caían, que, por fuerza, habían de ser distintos a los que ya habían caído. El paisaje seguía sin verse completamente, dejando sólo entrever sombras y penumbras de lo que parecían resistentes coníferas y heladas rocas. La visión era desoladora, y transmitía el desánimo a cualquiera que la observara, cuanto más a quien llevara tiempo caminando sin ver más que aquella triste estampa durante días y días.
Tampoco el inicio del día había sido distinto del resto de los días que había pasado en las Tierras de Hielo. Su mangosta, Kora, había saltado sobre él alegremente, como cada mañana, con aquel sonido que parecía una risilla, para despertarle. Pero, como cada noche, él no había dormido. Y si lo había hecho, había sido a trompicones, a intervalos cortos, por miedo a que sus pesadillas hicieran presa de él y lo arrastraran al tenebroso mundo del vacío que poblaban, secuestrándolo como pago a sus crímenes. Cada mañana se helaban en sus ojos las lágrimas que no podía derramar. Y sin embargo, la pequeña bestezuela lograba, con sus saltos y sus monerías, arrancarle la única sonrisa que podía esbozar.
Khram había sido un bortai especial porque era demasiado dado a cavilaciones, predispuesto a la meditación. Antes, mientras estaba ocupado, estudiando, aprendiendo a leer, cazando o lo que fuera, habría querido tener más tiempo para reflexionar, para divagar sobre aspectos que sólo él y su maestro tenían en cuenta en aquella dura tierra que los cobijaba. Y ahora tenía demasiado tiempo. En realidad, tenía todo el tiempo del mundo. Su única ocupación era caminar. Y, curiosamente, mientras caminaba, era cuando más reflexionaba el hombre. Cada paso que daba era una gota más en el amplio mar de su desesperación. Cada paso que daba era una herida más que se abría. Cada paso que daba era un recuerdo doloroso más que añadir a la inmensa colección de ellos que atesoraba el aprendiz de mago. Había salido de Bort intentando olvidar su pasado, levantar un enorme túmulo que lo aislara de todo lo que había sido alguna vez, para intentar renacer lejos de allí como una persona nueva. Intentaba interponer barreras a su propia identidad. Pero a pesar de ser especial, Khram era un bortai. Y el orgullo de su raza supone una herencia de la que es difícil deshacerse. Su pasado, por muy oscuro y doloroso que fuera, siempre le acompañaría. Y jamás, por mucho que intentara negarse a sí mismo, por mucho que intentara olvidar quién era, podría dejar de ser Khram del Cuervo, hijo de Ragnar el Viudo.
Se detuvo a pensar que no tenía un apellido. No le había dado tiempo. Quizá ya le habían dado uno. Quizá no era digno de recibirlo, qué más daba. Ahora sí que daba igual. Había abandonado toda aquella vida así que, ¿era tan importante tener un sobrenombre? Algo en su interior, como una vocecilla trémula, que teme levantar la voz para no atraer la atención sobre sí, le decía que sí, que era importante. Era la misma voz que cada noche le repetía que no se abandonara a sí mismo.
Tozudo, desechó enseguida estos estúpidos pensamientos. Desgraciadamente, la tozudez también era legado de su raza, por lo que Khram resultaba realmente paradójico.
Se volvería loco. Sumido en aquellos peculiares pensamientos suyos, y faltándole con quién desahogarse, la razón no le acompañaría durante mucho tiempo. Y no sólo por la intrincada complejidad de sus razonamientos, sino porque él mismo era su único interlocutor. Sin nadie que lo acompañara, hablándole sólo a Kora y a Ragnar, acabaría por perder la cordura. Necesitaba oír hablar a algún otro ser humano. Oírse uno a sí mismo era agradable de vez en cuando. Pero cuando contestarse uno a sí mismo comienza a convertirse en una costumbre, es que hay algún problema. Por eso Khram intentaba no contestarse, como intentando oír las palabras que pasaran por la mente de sus dos extraños compañeros de fatiga, por mucho que supiera que ni podía entender sus pensamientos ni podía esperar obtener una respuesta de ellos, ni siquiera por gestos.
La mangosta volvió a emitir aquella risilla lamiéndole una mejilla y tironeando de una de las orejas del bárbaro. Desperezándose y restregándose los ojos, se incorporó, dejando caer al suelo las pesadas pieles que le cubrían. Ragnar ya estaba despierto al parecer. Enormes volutas de vapor manaban de sus ollares y relinchaba suavemente, saludando al nuevo día.
- Buenos días a ambos – musitó.
Recogió el lecho donde había dormido y lo enrollo, sujetándolo en las tiras de cuero que le servían para aparejarlas sobre la grupa del caballo. Sacó una de sus escasas tiras de carne seca y comenzó a mascarla. Fuego era lo que le hacía falta. Por más que mascara, aquella carne tardaba mucho en aportarle algo de sustento, y añoraba las rugientes hogueras que iluminaban la noche del Cuervo, alrededor de las cuales había aprendido tantas y tantas cosas y oído tan fantásticas historias. Alrededor de la hoguera del campamento, bajo la luz de la luna y las estrellas que le habían visto nacer, había decidido seguir los caminos de la misteriosa magia, para, con su poder, derrotar por fin a Mydon. ¡Qué inocente era! Mydon era muchísimo más grande de lo que él podía imaginar y, si los rumores eran ciertos, había mucho más que magos en su vasta extensión. Él sólo no podría con todos, pero si, como Burbath había hecho con él, enseñaba a otros a utilizar las esencias, quizá sí podrían sobrevivir a la continua amenaza que era Mydon. Y la conquista del Imperio dejaría de ser un sueño. Los bortai podrían por fin vivir en paz, para contar historias de valor y honor, en el centro del círculo de yurtas, reunidos en torno a las hogueras donde, estaba seguro de que algún día, un bardo recordaría que empezó todo.
Ahora añoraba su calor y su luz... y por supuesto, la carne que se asaba lentamente en ellas. No recordaba cuando había comido algo caliente por última vez. La madera que podía conseguir por allí estaba tan fría y tan húmeda que era casi imposible conseguir apenas unas volutas de humo. Una vez intentó secar madera envolviéndola en una de las pieles que llevaba, pero lo único que consiguió fue estropear una estupenda pieza y madera mojada. Se maldijo por no haber pensado en aquello antes de adentrarse en aquella helada tundra.
Salió de su refugio al nuevo día, que no se distinguía demasiado de la noche. Brishna permanecía con su rostro oculto en aquel reino, y apenas unos cuantos afortunados rayos llegaban a tocar la superficie de la nevada tierra. Miró a un lado y a otro, intentando orientarse. La nieve caída durante la noche había tapado sus huellas del día anterior, impidiéndole conocer el camino que habían seguido. Escudriñó las sombras, intentando reconocer algún perfil, algún relieve, y no encontró nada familiar. Los juegos de luces que el sol creaba en aquella tierra plagada de nieve impedían reconocer nada. Miró hacia la izquierda y hacia la derecha, y decidió salir hacia la izquierda, siguiendo hacia el norte. No sabía con qué objetivo, pero había algo que lo llevaba al norte.
En un principio, Khram había proyectado dirigirse al este, al Desierto de la Locura. Según su maestro, todo aquel que quisiera mostrarse digno del arte, todo aquel que quisiera dominar las esencias con autoridad debía enfrentarse con sus ardientes arenas y sus terribles espectros y alucinaciones, sobrevivir a su travesía llegando finalmente a Shyrm y así demostrar ser digno de estudiar magia con los más poderosos hechiceros. Era tentador llegar a la cuna de la hechicería de Hirkam, entrar en sus altas torres y aprender todo lo que Burbath no había podido enseñarle antes de morir. Había otra posibilidad de aprender todo aquello: la Torre Roja de Uthgard, en Entrovia. Empero, en ese lugar, sólo había un señor de la torre, un poderoso archimago, que debía antes evaluar la valía del candidato. Khram pensaba que él valía para entrar en aquel enclave mágico, pero los bortai no eran bien recibidos en ningún sitio. Seguramente, aquella torre y sus secretos se harían inaccesibles al bárbaro, como tantas otras cosas. Así pues, eligió el este y la durísima prueba que iba a suponer el Desierto de la Locura.
Pero pronto abandonó la idea de entrar en Shyrm. Sus pasos, por mucho que los dirigiera hacia el este, acababan siempre encaminándose al norte, hasta que se encontró con las Montañas Rojas. Se sintió empequeñecido ante la inmensidad de sus altísimas paredes y lo abigarrado de sus escarpadas formas. Allí, ante las imponentes murallas que se alzaban ante él, pareció ver un reto de los mismísimos dioses. Empecinado en su creencia de que no existían, se lanzó a atravesarlas por su propio pie, sin pudor alguno, buscando los desfiladeros más recónditos y difíciles de transitar, como si con eso respondiera al inexistente desafío divino que en su desesperación se había planteado a sí mismo. "Aquí me tenéis. Quisisteis detenerme y aquí me hallo, plantándoos cara. Este es todo el poder que tenéis sobre mí... ¡Ninguno!" Este pensamiento le acompañaba durante todo el camino, como si fuera el látigo que lo espoleaba a continuar, sintiendo sus golpes en su espíritu a cada momento. Y desde entonces, cada paso que daba era un reto más duro que el anterior. Nunca habría imaginado que tras aquellos impertérritos centinelas de roca maciza existiera una tierra como aquella, sumida en eternas nieves. Si hubiera creído en dioses, habría pensado que era su castigo por haberlos desafiado. Pero sin embargo, se encogió de hombros, miró hacia el norte y casi oyó como este le llamaba. Sin pensarlo, volvió a ponerse en camino.
Esa vez, la extraña llamada que sentía le llevó a seguir la pared de granito que se levantaba a su izquierda. Ignorando el peligro de avalancha, Khram fue al abrigo del farallón de roca, agradecido por encontrar algo que cortara el gélido soplo que recorría el inhóspito norte que estaba recorriendo y que helaba hasta la mismísima sangre en el interior de su cansado cuerpo.
Era imposible avanzar sigilosamente. A pesar del rugido del viento en sus oídos, no dejaba de escuchar sonidos que delataban su posición. Los suaves ronquidos de Kora, la respiración entrecortada del caballo, su propio aliento parecían levantar un estruendo que se podría oír hasta en la lejana Khitai. Nodym, enfundada en su pesada vaina, recostada entre los aparejos de Ragnar, tintineaba a cada paso del animal, como un cascabel que señalara la ubicación de una oveja perdida. La bastarda que llevaba al costado claqueteaba a la par que los huesos del bárbaro al tiritar, aterido de frío. Y tanto el caballo como el hombre, hacían crujir espantosamente la espesa capa de nieve sobre la que caminaban.
Khram sabía que esto les traería problemas. Lo supo muchísimo antes de que se desataran. Era como una picazón en la nuca que no dejaba de molestar, ese sentimiento electrificante que se siente antes de que se desate la catástrofe.
Pero el ser que le observaba, oculto entre las espesas capas de nieve, protegido por su gruesísima piel, no sabía nada de catástrofes. Normalmente, él era la catástrofe para sus víctimas. Aunque quizá, podría considerarse nefasto el doloroso vacío del hambre que sentía. Y hoy tenía un enorme dolor en el estómago que le indicaba que era hora de comer. El oso blanco que había comido hacía unos días ya había sido digerido. Había sido fácil cazarlo, hibernando como estaba, pero la digestión de una presa como aquella siempre era pesada, y se hacía mejor dormido. Había sido el hambre, con su tenaz punzada, la que lo había despertado.
Había salido de su confortable y cálida cueva y había olisqueado el aire. El aroma que traía era bastante delicioso. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que se había merendado un humano. Éste parecía grande, por la intensidad de su olor. Y además, le traía un caballo de regalo. Había otro olor que no podía identificar, pero mucho menos evidente. También podía sentir el frío aroma que despedían las garras de los humanos, aquellas débiles ramitas que apenas conseguían rasguñar su poderosa armadura de pelo y piel. Aquella captura y su posterior digestión le iban a costar más.
El inconveniente de aquella cacería era que acabaría más cansado que con el oso blanco, pero, sin duda alguna, iba a disfrutarla muchísimo más. Tendría más alimento que digerir y podría descansar muchísimo más tiempo en la calidez de su guarida. No es que el frío le afectara mucho, pero toda aquella nieve le cansaba sobremanera. Su peso le hundía en aquella blanda capa blanca. Su enorme musculatura paliaba en parte esta carencia, pero aún así, el cansancio le dejaría postrado un buen tiempo. El aroma avanzaba en su dirección y el ser, dotado de una inteligencia primitiva, se alegró. Aquello facilitaba las cosas. Sin perder más tiempo, excavó un gran agujero en la nieve, se tumbó panza abajo en él, volvió a taparse con la blanca sustancia, y quedó quieto, observando.
Khram no podía verlo, pero el ser sí le veía a él. Entre la cellisca y el viento, el bárbaro tenía muy complicado ver los ojos rojos que le observaban a ras de suelo. Y mucho menos las translúcidas emanaciones vaporosas que levantaba el cuerpo al entrar en contacto con el frío suelo. El ser humano siguió caminando en su dirección, sin advertir su presencia. Y cuando estuvo a punto de pisarlo, el ser se levantó.
El impulso del yazteeh elevó a Khram varias varas sobre el suelo y dio varias vueltas de campana antes de caer sobre el pecho. Sintió algo que crujía y escupió sangre. Dolorido, levantó la cabeza y, horrorizado, observó al monstruo. Casi tres metros de puro músculo y gruesa piel le observaban. Un espeso pelazo blanquecino cubría su cuerpo por completo, dándole el aspecto de una oveja que hubiera sido poseída por algún extraño y poderoso demonio capaz de transmutarla en una especie de cruce entre urgo, oveja y oso. Si era cierto la mitad de lo que contaban sobre estas bestias legendarias, la fuerza que era capaz de desarrollar era colosal. El impacto que había sufrido atestiguaba que todas las leyendas tenían su parte de verdad. Khram perdió toda esperanza de sobrevivir.
El yazteeh elevó al viento un estridente rugido, enseñando las fauces a los elementales del aire. En ellas pudo Khram observar dos pares de colmillos, uno en cada mandíbula, afilados como lanzas y listos para partirlo en dos. Los larguísimos brazos acababan en aguzadas garras con tres dedos, uno de los cuales era oponible, de forma que podía sujetarlo para comérselo. Los enrojecidos ojos de la bestia transpiraban odio y un irrefrenable deseo de despedazarlo. Casi era como si tuviera prisa por acabar con él, como Khram hubiera irrumpido en una parte importante de su vida, echándola a perder.
Una de las garras ascendió hacia el cielo e inició un inexorable descenso que habría acabado ensartando al bárbaro, de no haber girado sobre sí mismo a tiempo. Con dolor, comprobó que aquellas garras tenían un doble filo, pues aún pudo el animal desgarrar su carne en el costado derecho, que había quedado expuesto al ataque de la bestia. Empezó a sangrar, débilmente al principio, pero no tardó en hacerse profusa aquella hemorragia.
Desenvainó torpemente, protegiendo con su mano izquierda la zona herida. No podía usar la bastarda con las dos manos, así que descartó la idea de utilizar a Nodym, el pesado espadón de su padre. Ragnar la había dejado fuera de su alcance, y además no quería que el caballo sufriera daño alguno. El monstruo, consciente de que no había perdido toda su ventaja, intentó hacer valer su enorme volumen y su extraordinaria fuerza y comenzó a hostigar a su presa, que no tenía tiempo apenas para detener las embestidas del depredador. Las garras atacaban desde todos los ángulos y Khram, debilitado por la herida y los días de travesía, cada vez era más lento. Era cuestión de tiempo que una de aquellas formidables armas lo atravesara sin remedio. Tuvo que utilizar todas las fintas que conocía para huir de una muerte segura. El monstruo apenas dejaba expuesto su cuerpo, por lo que Khram no tenía oportunidades para poder contraatacar y ganar algo de tiempo, aunque sólo fuera para poder respirar. Pero el bárbaro no tenía que luchar sólo con el monstruo y la herida. El difícil suelo sobre el que se debatía era un enemigo más en aquella batalla por la supervivencia.
Khram cayó rendido, agotado por los continuos movimientos que hurtaban su cuerpo a aquellas cuchillas que clamaban por su vida. Afortunadamente, el yazteeh no había calculado aquel movimiento y perdió pie, haciéndole trastabillar y caer sobre una rodilla. Aquello dio un respiro a Khram, que se revolvió y acuchilló al ser en uno de los costados, en la parte que creyó era más blanda en la zona abdominal. Pero la gruesa capa de pelo y pellejo que cubría el cuerpo del animal sólo consiguió que la herida de Khram se abriera aún más, y le dejó el brazo adormecido, por la brutalidad del impacto. La bestia se quedó mirando su propio cuerpo, enseñando los dientes en una tenebrosa sonrisa, buscando alguna fisura con expresión estúpida. Khram giró a su alrededor, intentando devolverle la circulación al brazo dormido. El animal, poniéndose en pie, bramando salvajemente, giró como un trompo sobre una pierna, con una de aquellas temibles herramientas extendida. Si Khram hubiera sido más alto, le habría arrancado la cabeza de cuajo. El yazteeh acercó el hocico al bárbaro, dejando al descubierto una amenazadora dentadura que rezumaba una pegajosa saliva. El hombre tuvo que dar un salto atrás. Justo a tiempo, porque las potentes mandíbulas se cerraron un instante después en el mismísimo sitio en el que se había encontrado Khram, lo que le hubiera costado la vida. Con toda la sangre fría que fue capaz de reunir, desenvainó una de las larguísimas dagas que había encontrado en la yurta de Dada y ensartó con la aguzada hoja uno de los encarnados ojos del monstruo, que lanzó un agónico chillido, dolorido hasta el alma. El humano volvió a saltar, temiendo la reacción del monstruo, que no llegó. Se llevó una de las armadas extremidades a aquel rostro temible, intentando detener el dolor. En su torpe estupidez, el monstruo tiró de la hoja, con lo que lo único que consiguió fue arrancarse el globo ocular. Volvió a rugir de dolor y Khram vio una oportunidad de salvarse.
Se lanzó al contraataque, lanzando el acero una y otra vez contra aquella pared de músculo y piel, que más parecía granito, pues era imposible hacer mella en él. La pérdida del ojo no parecía importarle a aquella mole, pues se había sobrepuesto al dolor y ahora, más enfurecido que nunca, volvía a luchar contra el hombre. La presa no sólo le estaba suponiendo un cansancio con el que no contaba, sino que además, le había costado una mutilación. La visión le había cambiado, y ahora no calculaba bien las distancias, así que ahora la captura era más difícil, lo que le enfurecía aún más. Y para colmo, el humano había comenzado a bailar a su alrededor.
Aquella danza salvaje tenía un solo danzarín, pues el yazteeh se empeñaba en destruir las zonas de la pista de baile por la que pasaba el hombre. Herido, no podría mantener aquel ritmo frenético durante mucho tiempo. Notaba como la fatiga se hacía su dueño, debilitándolo mucho más rápido debido a sus heridas. Resuelto a acabar con aquello, decidió utilizar el impulso de su rival para hacer mella en aquella durísima armadura. Ambos lanzaron una sucesión de sus mejores golpes, en los que el yazteeh hizo gala de su colosal fuerza, despreciando la horrible herida que le había causado. Khram apenas podía detenerlo. Se defendió como pudo hasta que vio una apertura en la defensa de su rival. Haciendo una finta, engañó a la bestia, que quedó empalada hasta la guarda en la bastarda del bárbaro. Tirando de la hoja con todas sus fuerzas, Khram rasgó el duro cuero que protegía al animal, que se quejó con un ensordecedor rugido. Con el esfuerzo, la herida del bárbaro volvió a ensancharse. Su vista se nubló y la cabeza le daba vueltas. Tambaleándose, Khram intentó volver a la carga, pero el yazteeh simplemente le dio un manotazo que le lanzó a una nada desprecirable distancia.
El golpe le dejó sin resuello, tendido en el suelo y a merced de su verdugo. Que triste era pensar que había llegado allí a morir, lejos de los suyos, cuando su deseo había sido vivir. Era irónico pensar que el mismo animal que le iba a matar, le había cobijado durante la fría travesía en las Tierras de Hielo. La bestia se acercó a él, haciendo retumbar el suelo bajo la nieve en una alocada carrera. Khram sintió el suelo moverse incluso bajo aquella espesa capa y se encomendó a... ¿a quién iba a encomendarse? Su rebeldía, su orgullo, su tozudez, afloraron de repente, en su auxilio. Casi sin ver, malherido, y cansado, alzó de nuevo la bastarda de su madre, apoyándola en el suelo, en el justo momento en que el yazteeh intentaba aplastarlo bajo su peso. La hoja acertó en la herida abierta del animal, que volvió a rugir de dolor. Khram pudo sentir el hedor del aliento de la bestia, dejándolo casi sin conocimiento. Como pudo, retorció la hoja, agrandando la herida, en una lluvia de sangre y vísceras que amenazó con hacerle vomitar sus propias entrañas. Una extraña mezcla de sangre, baba y moco salió de las fauces del yazteeh. Los ojos de la bestia se apagaron. Khram se apartó justo antes de que el corpachón del ser cayera sobre él.
Había perdido la espada de su madre. Era curioso que pensara en ella en aquel último trance de su vida. Notó la calidez de la piel de Kora y el aliento de Ragnar en la cara. Quiso sonreírles, decirles de alguna manera que estaba bien, que aquello se iba a remediar. Pero estaba totalmente sin fuerzas.
Los animales vieron cómo sus ojos se cerraban. Un relincho de pena surcó la fría tundra.
No podía decir que estuviera incómodo, ni mucho menos. Tampoco podía decir que se sintiera peor de lo que ya estaba. Y, por supuesto, tampoco podía quejarse. Cada vez que lo hacía, había dos o tres huesos que le recordaban que lo menos que podía hacer era estarse quieto. Para hacer honor a la verdad, era un precio muy bajo para el que podría haber pagado. Ahora podría estar muerto.
Tampoco podía decir que recordara mucho después de haber perdido por completo la consciencia. Cada vez que cerraba los ojos, a las horribles visiones que tenía habitualmente, tenía que sumarle las fauces del yazteeh y la lluvia de sangre y vísceras. La lucha había sido muy dura. Había perdido mucha sangre y el esfuerzo de pelear en la nieve, muchísimo más grande que el de una lucha normal, le había dejado extenuado. El cansancio acumulado, la falta de sueño y la pérdida de sangre le habían vencido y no el monstruo. Necesitaba descansar y lo sabía, pero estaba como loco por salir de aquella extrañísima yurta.
Khram no recordaba quién o qué lo había transportado hasta allí, y tampoco cuanto tiempo había pasado inconsciente, pero la sorpresa que se llevó al despertar fue mayúscula. Una vez que hubo asumido, lentamente, que seguía vivo, lo más difícil de asumir fue que la estancia, en lugar de estar negra como el tizón, estaba completamente blanca. Allí donde mirara, lo único que veía era blanco, como si estuviera viviendo en el interior de alguna luminaria que le cegara e inundara todo alrededor. No se veía nada más excepto una prístina capa nívea.
No pudo moverse. Cuando intentó mover los brazos o las piernas, notó que alguien las había amarrado con fuerza al lecho, que parecía estar sostenido sobre alguna especie de armazón, aislándolo así del gélido suelo sobre el que descansaba. Notaba varias cintas alrededor de las extremidades, y también del cuerpo, que lo mantenían allí aprisionado. Tensó los músculos, intentando romper sus ligaduras por pura fuerza, pero lo único que consiguió fue emitir un espantoso alarido de dolor. Aún tenía todos los huesos molidos por los impactos que había recibido del yazteeh. Esto también lo interpretó como una señal de que había sobrevivido a aquella batalla, pero no sabía si había salido del puchero para caer en las ascuas. Seguramente, aquel grito habría despertado hasta al último yazteeh de las Tierras de Hielo, y ahora no tenía libertad para moverse y luchar por su vida.
Dejó de lamentarse por sí mismo en el preciso instante en que se acordó de sus dos compañeros de viaje. Kora y Ragnar no estaban con él. ¿Los habría matado algún otro monstruo? Se desesperó y volvió a tironear de las tiras que lo sujetaban. El dolor volvió a invadirlo todo, pero el miedo a quedarse sólo de nuevo pudo más, y esta vez siguió forcejeando entre gemidos y gruñidos varios. Hasta que la sombra hizo su aparición.
De la blancura que lo rodeaba, surgió un ser que parecía deslizarse sin mover un solo músculo. Khram sólo lo vio con el rabillo del ojo al principio, pero después se hizo evidente que no había imaginado aquella sombra moverse a su alrededor. No sabía si callar o seguir intentando escapar. Si callaba, quizá entonces creyese que había muerto y lo soltaría. Cuando intentara sepultarlo, se haría con el control de la situación, lo mataría y luego iría en busca de sus animales. Si forcejeaba, quizá quedaría libre antes, pero acabaría tan dolorido, que las posibilidades de escapar se veían reducidas al mínimo. Optó por forcejear. De todos modos, la sombra, si es que oía, le habría oído gritar, así que no podía hacerse el muerto. La sombra cada vez se acercaba más al bárbaro, que redobló sus esfuerzos por liberarse.
De pronto, la sombra desapareció por un ángulo que Khram no alcanzaba a ver. Aquello mantuvo intrigado al bárbaro. ¿Dónde podría haberse metido aquel espectro? El nerviosismo creció, pero la curiosidad pudo más que los nervios y el forcejeo cesó. Intentó mover la cabeza hacia todos lados hasta que la sombra reapareció. Volvió a moverse alrededor de las inmaculadas paredes que los rodeaban, mientras su tamaño, poco a poco, iba menguando.
Hubo un momento en que la sombra dejó de menguar. Y en lugar de la sombra apareció un ser que podría ser un hombre, pero más bajito. Iba cubierto de arriba abajo con pieles de animales, con muchísimo frío. Khram apenas podía ver los astutos ojillos entre capas y capas de larguísima y lanuda piel. Una gruesa capucha cubría además la cabeza del desconocido. El cuerpo iba todo cubierto del pellejo de algún otro yazteeh que habría asesinado sin duda a aquél que consiguió abatirlo.
- Tú quieto – surgió de aquella maraña de espeso pelo.
- ¿Dónde estoy?
- Tú calla. Tú duerme. Descansa. Tú mal. Tú duerme y despierta mejor. Tú toma.
El pequeño hombrecillo hablaba con lentitud y el tono de su voz era más chillón de lo que había pensado en un hombre como aquel, Bien era verdad que tenía el tamaño de una mujer, pero eso no quería decir nada.
Le tendió un cuenco extrañísimo, de hueso, con un líquido que no olía nada mal. Parecía un caldo caliente que paladeó con fruición, saboreando hasta la última gota de aquel maná que había encontrado sin quererlo y lo disfrutó como si no hubiera tomado jamás nada caliente. Ciertamente, hacía muchísimo tiempo que no tomaba algo tan rico. Era excelente. Iba a preguntar qué era aquel caldo, pero en lugar de eso, su subconsciente hizo otra pregunta.
- ¿Dónde están mis animales? – jadeó. Hasta hablar era una tortura.
- ¿Animales? – el hombrecillo pareció dudar y a Khram le dio un vuelco el corazón. – ¡Ah! Tú dice rata grande con grandes colmillos y urgo afónico de largas patas... Sí, animales en khozas... en cuadra ahí – dijo señalando hacia su izquierda.
- ¿Están bien? Necesito saber si se encuentran bien...
- Animales bien. Tú mal. Tú calla y duerme ahora.
Aquella inquietante maraña de pelo se movió lenta, repitiendo la extraña procesión que la había conducido hacia el lecho en el que Khram yacía ahora. Detestaba quedarse solo. Soltó una sonora maldición, acordándose de no sé qué engendro en la parentela del hombrecillo. No temía que volviera para replicar a su exabrupto, pues tal como hablaba, se diría que había aprendido a hacerlo anteayer. Y sin embargo, volvió. Traía una especie de olla montada sobre una estructura de metal que rodeaba una extraña piedra brillante.
- Yo deja caldo caliente aquí. Tú come si tú despierta. Bueno para heridas.
- No puedo moverme para cogerlo – rezongó el bárbaro, que cada vez tenía más ganas de retorcer el pequeño pescuezo a aquella pelusa parlante.
- Tú quieto. Yo pone rama. Tú – e hizo un significativo sonido para indicar lo que tenía que hacer – chupa. Caldo entra en boca. No enfría. Piedra de fuego debajo y no enfría – y le introdujo la caña a Khram en la boca a la fuerza.
Después de repetir otra retahíla de "tú duerme, tú mal, tú descansa", la bola de pelo volvió a desaparecer en la blancura del ambiente. Khram pensó que su aspecto debería ser bastante ridículo con aquel nuevo apéndice en su boca, pero tampoco quiso escupir la caña. Aquel ramajo era el único contacto que tenía con algún tipo de comida, y, por supuesto, no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de sorber de vez en cuando. Sabía que la comida le ayudaría a reponer las fuerzas, no el estar quieto sobre un camastro. Los bortai que eran heridos jamás eran sujetados de ninguna forma. Todo el mundo sabía que el movimiento venía bien, las heridas curaban antes. Pero de todos modos, acabó agradeciendo aquella inmovilidad, porque hasta el pestañear le dolía. Así que, inmóvil como estaba y sin compañía, lo único que podía hacer era pensar. Lo mismo que había hecho desde que saliera de Bort.
Quizá si repitiera algún tipo de insulto tan altisonante como el anterior, la pelusa volvería a aparecer con otro cuenco del delicioso caldo que le habían preparado. Tendría que preguntar qué era, no podía olvidarse.
Después de todo, aquella convalecencia iba a resultar una variación muy bienvenida a la rutina que se había convertido en habitual para Khram. Quizá hasta pudiera conversar con aquel hombrecillo, si es que realmente era un hombre, porque el aprendiz de mago no había visto más que pelo y ojos hasta el momento. Suponía que era un hombre, porque ningún elfo tendría tantísimo pelo y ningún enano sería tan alto. No podía ser un drak, que en aquellas tierras estarían eternamente aletargados. Y tampoco podía ser alguna especie de yazteeh enano, porque a esas horas ya se lo habrían merendado hace tiempo. Así que tenía que ser un hombre. Un tanto peculiar, pero un hombre. Al menos, cada vez que lanzara una pregunta al aire, obtendría alguna respuesta por parte de alguien y no simples gemiditos o algún sonoro relincho.
Volvió a preguntarse por sus animales. Kora y Ragnar eran sus mayores tesoros ahora que había perdido la espada de su madre. Al menos, Nodym seguía oculta entre los fardos de pieles que cargaba el caballo. No había quedado del todo indefenso, pero era muchísimo más complicado para él pelear con el espadón de su padre que con la bastarda de su madre. Ambas eran armas portentosas, pero Nodym pesaba más, desequilibraba mucho más si iba a caballo y hacía que Khram perdiera pie más a menudo en las peleas a pie enjuto. Si lograba restablecerse de aquella paliza, tendría que empezar a entrenar con Nodym, puesto que ahora era su única arma.
Volvió a pensar en Kora y en Ragnar. La pelusa había dicho que se encontraban bien, pero no sabía si creerle. En aquella lengua común chapurreada, nunca sabía uno lo que le habían dicho. Quizá el tener la cabeza embotada y aún más, magullada, le dificultaban la comprensión de lo que decía. Aunque fuera esto, a aquella pelamnbre con patas, era casi incapaz de entenderle. Hablaba como entre dientes, como si le diera miedo que las palabras que había pronunciado fueran alguna terrible profecía que se cumpliera sólo por decirlas. Era tal el desconcierto que tenía Khram que no se había dado cuenta de una cosa. En aquel inhóspito confín del mundo, con temperaturas que harían helarse la sangre en el mismísimo corazón... ¡había gente viviendo!
No podía imaginarse cómo aquello era posible, cuando él, que había vivido toda su vida en un ambiente tan cruel y despótico como el de las Tierras de Hielo, podía sufrir las inclemencias de los vendavales y los granizos a duras penas. Él estaba preparado para aquello, pero posiblemente, la pelusa lo estaría aún más. No le extrañaba en absoluto que todo ese pelo que lucía lo aislara del exterior, manteniendo su cuerpo caliente mientras la temperatura bajaba y bajaba fuera. Sus pieles deberían funcionar igual, pero no era así. A él, el frío se le colaba por cualquier rendija y le dejaba helado hasta el tuétano. Claro que la diferencia de tamaño también debía contar. Khram medía cerca de cinco codos, mientras que la pelusa no debía pasar de los tres. Mientras que a Khram las pieles del yazteeh no le cubrían por completo, a su peludo cuidador le sobraban faldones de pellejo por todos lados, que iban arrastrándose por el albero.
Sólo cuando se le cayó la caña de la boca, se dio cuenta Khram de que se había quedado dormido.
Sobresaltado por haber perdido el contacto con la caña que el hombrecillo cubierto de pelo le había puesto en la boca, abrió los ojos. Intentó desperezarse, pero no pudo. Seguía atado al camastro, inmovilizado. Frustrado, resopló y rezongó, y hasta blasfemó. Se sorprendió, porque últimamente, casi todo lo que decía eran blasfemias de lo más originales. En aquella ocasión se acordó del coño de no sé qué puta que había parido a no sé qué pelos de no sé qué ser. Tener tanto tiempo para pensar agudizaba el ingenio. Y como tenía ingenio para todo, lo empleaba blasfemando.
Sin embargo, hubo otra cosa que le sorprendió. Definitivamente, se le había pasado por completo, pero la verdad era que no había soñado absolutamente nada en aquella helada gruta. Intentó recordar los sueños que le habrían visitado en aquella ocasión, pero por mucho empeño que pusiera en la remembranza de los mismos, ninguna de las imágenes que hostilmente lo acuciaban cada noche acudió a su mente. Por primera vez desde que dejara su clan se sintió feliz, libre de toda pena. Quizá hubiera sido por aquel caldo tan sabroso que le habían preparado. O quizá porque, tras varias semanas caminando sin un descanso adecuado, su cuerpo agradeció aquel agradable cambio en la rutina asentándose en el mundo de los sueños soñando cosas vacías, huecas y sin sentido, como debía de ser. Podía decir que su sueño había sido reparador. Y hacía tantísimo tiempo que había dejado de serlo.
Intentó echar una mirada al cuenco de hueso, pero las cintas que lo mantenían atado le impedían erguirse lo suficiente como para comprobar si quedaba algo de aquel magnífico elixir que tantísimo le había gustado. Tampoco pudo alcanzar la caña, por supuesto, con lo que la posibilidad de sorber también quedaba descartada. No sabía si gritar para llamar la atención de alguien que viniera a ayudarle. De momento, aquel peludo humanoide se había portado especialmente bien con él, por lo que no tenía razones para creer que los demás habitantes (si los había) de aquella zona fueran a mostrarse hostiles repentinamente. Empero, le pareció inoportuno romper la quietud de aquel lugar.
No le quedó más remedio que resignarse a que apareciera otra vez aquel ser peludo, aguantar su insoportable chapurreo y los modos tan delicados con los que le había puesto la caña en los labios y ver cómo desaparecía de nuevo entre las blancuzcas sombras que lo rodeaban.
En una ocasión pudo oír el relincho de un caballo, o eso le pareció. Si había oído un relincho, podía estar seguro de que Ragnar, al menos, estaba bien. Sabía que no dejaría a nadie acercarse a él, independientemente de las intenciones que llevara. Ragnar no quería que nadie tuviera contacto con él, excepto quienes él decidía que podían tenerlo. No era la primera vez que el caballo había propinado un buen mordisco a alguien que había intentado aproximarse a él o que había sacudido una buena coz a quienes habían intentado acariciarlo sin permiso expreso de la noble bestia. Era Ragnar un caballo demasiado orgulloso, demasiado presumido. Y la verdad es que su linaje le permitía serlo. No obstante, no es el carácter que se espera en un caballo, que, en una batalla, puede serle necesario a otro guerrero una vez su jinete haya caído. Sin embargo, Ragnar no era más normal que su jinete, siendo ambos extraordinarios en su clase. Tanto Khram como su montura eran bastante especiales. Y sin duda alguna, la pequeña Kora era la que ponía el contrapunto de equilibrio para ambos compañeros. Tampoco Kora pertenecía al grupo de los comunes entre los de su especie. Las mangostas que guardan amistad con un ser humano eran extremadamente raras, cuanto más las que la guardaban con dos o más. Pero sin embargo, era la más consecuente. Podría ser cierto que Kora no era una mangosta corriente, pero al menos, intentaba comportarse como tal, a pesar de su amistad con los seres humanos. Kora oteaba, gemía, gruñía y cazaba pequeños insectos y roedores que constituían su alimento. En aquellos lares era bastante difícil conseguir unos u otros, y aún así, siempre se las arreglaba para tener algo que echarse a la boca y masticar.
Pensar en masticar le dio hambre. Estaba empezando a desear más cantidad de aquel delicioso brebaje que había sorbido con la pajita. El problema, claro está, estribaba en su propia torpeza. Podía repetirse las veces que quisiera que su cuerpo no había aguantado más, que necesitaba descansar. Y que cuando se le había obligado a ello, lo había hecho. Pero no podía dejar de pensar que había cometido una estupidez al quedarse dormido. Aquel caldo podría haber sido el último o haberle sumido en un mundo del que no podría volver jamás, pero como estaba consciente, pensó que quizá no era más que un simple caldo. O quizá aquello era todo un sueño y sí que se encontraba muerto, con las zarpas del yazteeh atravesándole el cuerpo de parte a parte, y siendo devorado lentamente por este animal. Aquel pensamiento le espeluznó, pero comprendió que la posibilidad debería ser tenida en cuenta.
El silencio estaba volviéndolo loco. Prueba de ello es que empezaba a añorar el violento sonido del viento en sus oídos día tras día, desde que se internara en las nieves eternas del norte. Necesitaba oír y ver algo, saber que tenía algún nexo con alguien o algo en el mundo. Aquella privación de cualquier estímulo, viéndose abocado al hambre y la locura sí que le hacía perder la cabeza. Era como si, estando muerto, se le hubiera olvidado por completo aquel estado y permaneciera suspendido en algún absurdo lugar en el que los que le atendían eran enormes pelusas que chapurreaban el común y que preparaban deliciosos caldos. O quizá lo que se le había olvidado es que estaba vivo, y había ido a parar al mismo absurdo lugar.
En todo esto, vio Khram nuevas pruebas de que se estaba volviendo loco... o que se aburría sobremanera. Divagar era uno de los pasatiempos preferidos del bárbaro, pero nunca jamás había permitido que la divagación le llevara por aquellos derroteros más propios de un tarado que de sí mismo. Quiso pensar que era el tiempo de más que tenía, ocupado en darle vueltas a la cabeza en lugar de conseguir refugio y alimento para aquella noche, que se antojaba helada. Tiritó al recordar el infernal frío que subyacía en el exterior de donde quisieran los ancestros que se encontrase.
Oyó de nuevo ruidos en el exterior. Sonrió esperando a su pelusa y a sus "tú duerme", que vendrían acompañados de más líquido reparador y sabroso. Quizá se arrepentiría cuando su pelusa comenzara el incesante chapurreo sin sentido que se había convertido en el único esbozo de conversación que había intentado mantener en los últimos tiempos.
La sombra volvió a correr alrededor de la cápsula que lo envolvía, rodeando con fantasmal encanto la figura tendida del bárbaro. Esta vez no intentó huir. Ya sabía a quién pertenecía esa sombra y a lo que venía. Se preparó, esbozó la mejor de sus sonrisas y se dispuso a intentar razonar con el hombrecillo los términos para poder volver a ser libre y moverse como antes. La sorpresa fue mayúscula cuando no entró el hombrecillo.
Lo que entró fue un ser que no sabe de dónde habría salido. Una mujer con los cabellos como el tizón y los ojos verdes, como dos frondosas acacias que le observaran, incólumes, desde sus inabarcables alturas. Esbelta y, si lo que su ajustada vestimenta de cuero grueso dejaba entrever era cierto, fibrosa, se acercó al bárbaro. Tenía la mujer la salvaje belleza de las mujeres de la estepa, las mismas que habían convivido con Khram durante toda su existencia. Y aún así, algo tenía de diferente, como un gélido ardor que atravesara el entendimiento del exiliado, haciéndole perder sus sentidos. A muchas mujeres había deseado en su vida, pero aquella... oh, aquella podría estar llamada a compartir sus pieles con él. Allí, en las marcas heladas, no importaban las razones del exilio, ni siquiera la tradición y los ancestros. Todo aquello había desaparecido para él y no había mejor manera de demostrarlo que transgrediendo dichas tradiciones.
- ¿Nunca antes habías visto a una mujer? – no habría sabido decir qué le sorprendió más, si la pregunta o el hecho de que había sido formulada en perfecto idioma bortai.
- ¡Hablas mi idioma!
- Por supuesto.
- Veo que sabes bastante más de mí que yo de ti. Yo no conozco quién eres, ni siquiera cual es tu pueblo.
- Eso no tiene importancia ahora. Debes descansar – Khram deseó con todo su corazón que aquella hermosa mujer no tuviera nada que ver con el enano pelusa.
- Ya estoy cansado de descansar. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
- Apenas tres días. El primero de ellos lo dedicaste a delirar, así que hubo que dormirte para que descansaras. Ayer Yurizh vino a darte algo que comer y hoy vengo a comprobar cómo te encuentras y a revisar tus heridas.
La mujer levantó las pieles que cubrían el cuerpo semidesnudo del bárbaro, y, por primera vez, pudo comprobar lo aparatoso de los vendajes que había recibido. Las vendas estaban colocadas muy primitivamente, pero de forma muy efectiva, evitando las posibles hemorragias. Su torso estaba cubierto casi al completo.
Una a una, las correas que amarraban a Khram a su lecho fueron cayendo, dejándole libre. Movió primero los brazos, lentamente, aún entumecidos por el frío y el largo reposo. Vio que los tenía heridos en varios sitios, surcados por feos costurones que dejarían honorables cicatrices en su piel. Quizá algún día podría contar a algún nieto que aquellas marcas las había hendido en su piel una temible bestia de las tierras nevadas. Después, la mujer liberó su tronco. Instintivamente, Khram intentó incorporarse. Pero tuvo que volver a acostarse, transido de dolor.
- Despacio, hombre de la estepa. Aún estás muy lastimado.
Con un gran mimo, la mujer ayudó al bárbaro a incorporarse, lentamente, evitando que se hiciera más daño. Exhaló un suspiro de alivio cuando por fin se encontró erguido sobre la cama. Ella comenzó a quitarle los vendajes que llevaba alrededor del cuerpo. Aquí y allá aparecieron zarpazos, marcas de cortes y feos verdugones tumescentes. Pero lo peor fue al mirar al costado que le había alcanzado el yazteeh. Allí faltaba un trozo de carne que su improvisada enfermera había reconstruido como buenamente había podido. Aquella herida sí que había sido grave y había estado a punto de costarle la vida. Quizá habría sido mejor así.
Por fin pudo Khram levantarse del lecho cuando las correas que sujetaban firmemente sus piernas se abrieron para liberarlo. Muy inseguro, el aprendiz de mago dio unos cuantos pasos alrededor de la sala que, según comprobó, era redonda. Cada vez que plantaba el pie en el suelo, le dolían hasta las pestañas, pero según caminaba, parecía recobrar fuerzas. Finalmente, tuvo que volver a sentarse, agotado. La mujer le ofreció otro cuenco de aquel sabroso caldo que Khram engulló con fruición.
- ¿Qué es esto que estoy tomando? – preguntó, inocentemente.
- Es tu enemigo. El yazteeh que mataste.
- ¿Acaso se come?
- Sí, se come. Y su esencia te dará vigor y fortaleza, como a él, como a su padre y a los padres de sus padres. .
Era un prosaico fin para un enemigo, pensó. Esperó que con los seres humanos no hicieran el mismo tipo de caldos. Otra cucharada entró por el gaznate. Siguió mirando a la mujer.
- Has hablado de un tal Yurizh – mencionó Khram, como casualmente. – ¿A quién te refieres? ¿A ese enano cubierto de pelo?
- ¿Enano? – la mujer rió suavemente – No es un enano, es un Ykeem.
- Luego tú... eres...
- Exacto, una Yskim.
Khram miró a la hermosa mujer con la boca abierta, como si hubiera estado contemplando a un fantasma perdido en la lejanía de los siglos pasados. Según las leyendas de su pueblo, los ykeem y los yskim eran dos pueblos de las nieves, cuyos orígenes y cuyos finales, se perdían en la noche de los tiempos. En Bort, los bardos Serpiente contaban mil historias sobre aquellos seres que habían alcanzado un aura de mito, tanto como los fundadores de los Cuatro Clanes.
En las historias de las viejas, aquellas que habían oído alguna vez la voz de los bardos, los yskim eran seres humanos de extraordinaria belleza. Altos, bien formados y con una piel clarísima, casi albina, su rasgo más característico eran los ojos. Un verde esmeraldino, profundo, claro y sincero se asomaba a las ventanas de aquellos rostros perfectos, del mismo modo que se asomaban a los ojos de la mujer que Khram tenía delante de sí en aquel momento.
Los ykeem, se decía, eran una raza mágica, emparentada con los enanos de Grejkham. Por algún extraño conflicto, ambas ramas del linaje enanil se separaron y a partir de entonces, los ykeem fueron borrados de todas las historias de sus parientes sureños. Sólo los bortai guardaban algún conocimiento de su raza, pues, según contaban, los ancestros del pueblo estepario habían convivido con aquellos seres, a los que prestaban y tomaban prestada ayuda.
Yurizh volvió a entrar en la estancia donde se encontraban y murmuró algo ininteligible para Khram. La mujer contestó suavemente en la misma jerga que había utilizado el enano y volvió a trotar hacia fuera.
- Mi señora – se atrevió a hablar el bárbaro, – creo en vuestra palabra, lo digo con toda sinceridad. Pero si sois una yskim, si realmente lo sois... ¡¡lleváis viva más de 15 siglos!!
- Veo que lo que se cuenta de los sureños es cierto – dijo la mujer con un deje de tristeza en la voz.
- No entiendo lo que queréis decir.
- Los ancianos llevan contándolo siglos, el rumor ha pasado de generación en generación durante tanto tiempo como tú mismo has dicho – cada vez había más pesar en la muchacha. – Los hombres del sur os habéis olvidado de nosotros.
- No os hemos olvidado. Simplemente pensamos que habíais desaparecido – el bárbaro intentó que su réplica pareciera una disculpa, pero más que eso, lo que sonó fue una especie de reproche.
- ¿Desaparecido? ¿Cómo así?
- Las leyendas cuentan – Khram compuso una cara similar a la que ponía Dada durante los ratos que había pasado contándole historias sobre su pueblo – que hubo un gran cataclismo en las Tierras Heladas. Cuentan que, los dioses, contrariados porque los habitantes de estas marcas habían decidido abandonar su fe, lanzaron una gran masa de nieve sobre aquellos que no se retractaron de su herejía. La mitad de aquel pueblo se extinguió con aquel alud asesino. La otra mitad, volvió su vista hacia donde no podía encontrar los restos de la anterior vida que llevaron. De esos hombres y mujeres que huyeron de aquí nacieron los cuatro grandes clanes que fundaron Bort. Pero no se sabe qué pasó con los que quedaron atrás. Se supone que murieron.
- No, no murieron. Nosotros somos los descendientes de aquellos que decidieron quedarse en su maravilloso pueblo. Pero la ira de los dioses hizo sucumbir a los pocos que quedaron. Los yskim aún esperamos que nuestros hermanos que huyeron al sur, dejando atrás esta tierra fría e inhóspita vuelvan a por nosotros para llevarnos a ese prometido sur que mana alimento por todas partes – la voz de la mujer se quebró, emocionada – ¡Y ahora tú has vuelto del sur para llevarnos a esa tierra que nos sacará de nuestras penalidades!
Khram agachó la cabeza, avergonzado. Si lo que había dicho la Yskim era real, el pueblo de Bort había traicionado a su propia sangre, dejándola atrás. Era cruel. Bort había dado la espalda a aquel pueblo, de la misma forma que le había dado la espalda a él tantas y tantas veces.
- No. Aquella tierra es algo menos fría y menos inhóspita que esta. Pero también es muy dura. No encontraréis allí nada que os convenga, os lo digo yo. Allí no hay nada que no podáis encontrar allí. Excepto por esta nieve, que allí no aparece más que durante el invierno.
Un rostro de decepción se marcó en la cara de la yskim. Seguro que ella pensaba que Khram era una especie de vengador del cielo que los sacara de allí y los condujera a un extenso remanso de paz más allá del helor y el perpetuo blanco que bañaban su tierra natal. Khram no entendió aquel gesto. Más bien, lo malentendió.
- Veréis, mi señora. No soy lo que se dice pudoroso, pero – el tono del bárbaro se volvió casi lascivo – tú estás aún vestida y yo sólo estoy cubierto por estas vendas. Me tenéis en desventaja. Es más, ahora que caigo, ni siquiera sé vuestro nombre.
Como si hubiera oído lo que Khram decía, Yurizh apareció en ese mismo momento, como si hubiera surgido de un pliegue del espacio que era imposible de concebir, cuanto menos de construir. En sus brazos llevaba un fardo.
El enano peludo dijo algo en jerga a la mujer, que asintió y se ruborizó con castidad. Arreboladas las mejillas, su belleza se elevó exponencialmente y al joven aprendiz se le antojó que, si los dioses existieran, ella sería uno de estos seres divinos.
- Es para ti. Póntelo. Tu ropa estaba arruinada por el ataque del yazteeh – indicó ella.
Khram esbozó media sonrisa mientras desataba el fardo y descubrió una vestimenta muy similar a la de la yskim. Un pantalón ceñido, confeccionado seguramente con la piel del yazteeh al que había matado, igual que el jubón que iba a juego, poblados ambos de un largo y cálido pelaje. Una camisa de punto de lana, suave y gruesa, complementaba el atuendo que le habían prestado. La vestimenta superior era flexible pero dura, casi como una suerte de armadura de cuero endurecido convertida en un traje de gala. Unas suaves botas completaban el hatillo, pero Khram las rechazó.
- Supongo que mis botas seguirán intactas. No recuerdo haber pateado a aquella bestia.
Dando aún muestras de turbamiento, la yskim señaló bajo el catre en el que había estado postrado el bárbaro y descubrió las botas que Dada le regalara tanto tiempo atrás. Se las calzó y, aunque aún sentía algo de frío en sus pies, se dijo que nada podría sustituir el calor que guardaban aquellas botas y el cariño que las había confeccionado. Era una de las pocas cosas que aún le sujetaban a lo que había sido.
- Bien... ya estoy decente. Puedes volver a mirarme – bromeó el joven.
- Entonces creo que tienes dos amigos que desean verte – los ojos de la mujer seguían mirando al suelo.
Entre divertido y avergonzado, Khram siguió de cerca los pasos de la yskim que se dirigían hacia el mismo sitio por el que aparecía y desaparecía Yurizh.
Cuando salió fuera, sintió como cientos de ojos se clavaban sobre él. Enseguida, Khram notó las evidentes diferencias que había entre aquellos habitantes del hielo y él mismo, pero también se hicieron evidentes sus semejanzas. Algo más bajitos y más pálidos que el bortai, los yskim sin embargo mantenían la recia constitución de los bárbaros y su carácter, austero y serio. La estepa de Bort era dura, pero los yskim habían sobrevivido en otro tipo de estepa, más fría y más dura. Si de verdad había algo que unía a aquellos dos pueblos, era aquel fortísimo instinto de supervivencia que mostraban en las condiciones más adversas.
La mujer desapareció en un extraño edificio, abovedado, pero grande. Khram, quedándose atrás, puso la mano sobre la blanquísima estructura. Estaba fría, como si estuviera construida con el mismo hielo que parecía nacer de la tierra como en Bort brotaban los tomillos. En su interior, al aprendiz de mago le esperaban, como le había dicho la mujer, dos amigos.
Ragnar, su potranco y Kora, la mangosta que le había regalado Malthus saltaron de alegría al verle entrar. El pequeño mamífero trepó con felina agilidad por el pantalón y el jubón nuevos de Khram hasta hacerle cosquillas con los espasmódicos movimientos con los que recorría el cuello del bárbaro. Ragnar relinchó y correteó alrededor de ambos, manoteando y haciendo crujir el hielo bajo sus cascos. Khram sonrió abiertamente y, abrazando el cuello del equino, miró a la yskim, que le devolvió tímidamente aquella sonrisa.
- Te dije que se alegrarían de verte – susurró la mujer.
Khram acarició a sus animales y por primera vez desde que saliera de Bort, una risa clara y sincera. Sintió como si una losa cayera desde su corazón, liberando la presión que ejercía sobre su vida.
- Mi señora – comenzó Khram, – al entrar he notado que esta estancia está toda construida en hielo. Pero sin embargo, no noto frío alguno. ¿Es magia esto?
- No, no lo es. Por alguna extraña razón, el frío del exterior mantiene el hielo sólido, mientras que en el interior sólo hay calor. Es como si el propio frío mantuviera al frío fuera. Nuestros antepasados construían así sus viviendas y establos y nosotros mantuvimos su diseño.
Khram se quedó contemplando aquella extraña construcción que tanto se asemejaba a las yurtas que sus paisanos levantaban en las tierras por las que medraban y vagaban. Estas gélidas moradas no poseían travesaños ni varas que mantuvieran la estructura. Simplemente, los bloques que parecían formar aquella vivienda se mantenían juntos, haciendo fuerza unos sobre otros, consiguiendo que la estructura se mantuviera erguida y no cayera. El bárbaro se maravilló ante la perfección de aquella estructura y se preguntó por qué en la estepa de Bort habían perdido, si es que de verdad estaban emparentados con los yskim, la tecnología que podía mantener aquellas enormes estructuras. Dedujo que en la sequedad de la estepa bortai, aquellas estructuras no eran necesarias y que las pieles eran más ligeras para transportarlas. Claro que, en su tierra, el hielo no parecía brotar de la nada como en aquella prístina extensión. Allí aquellas viviendas parecían ser permanentes y si no lo eran, podían derribarse fácilmente y encontrar más hielo en otra parte para volver a levantarlas.
Khram se volvió hacia la silenciosa mujer y miró su arrebolada expresión en aquellas facciones que parecían esculpidas por algún maestro escultor que hubiese vislumbrado la belleza de alguna ondina en las cristalinas aguas de un torrente primaveral. Había algo en aquella mirada, nacida en el hielo y la nieve, parecía tener más fuego en su interior que las rugientes hogueras nocturnas de sus campamentos.
La mujer pareció notar la expresión de Khram y volvieron a sus mejillas aquellos colores que tanta belleza añadían, si es que era posible, a la yskim.
- Te avergüenzas de mí, mi señora.
- N... no... - tartamudeó la muchacha. – Aún somos extraños, a pesar del tiempo que llevamos hablando juntos. Aún no nos hemos presentado – repuso tímidamente.
- Eso tiene fácil arreglo, mi señora. Mi nombre es Khram.
- Encantada Khram – de nuevo el rubor asomó a sus mejillas – Yo soy Aeena.
Khram estaba empezando a pensar que en aquel gélido paraje podría sentirse a gusto.
Olvidado de todo y por todos, los días que había pasado en el asentamiento yskim le habían proporcionado paz. Un sentimiento de paz que había olvidado sentir, ausente tanto tiempo de su corazón, que creyó que, por primera vez en su vida, todo se diluía a su alrededor mientras la vida, ajetreada y presurosa, simplemente pasaba. Era maravilloso poder sentarse con toda tranquilidad sobre un mullido y cálido montón de pieles en una de aquellas extrañas viviendas de los yskim mientras se recuperaba de sus heridas.
El poblado no era mucho más grande que los campamentos bortai. Según suponía el bárbaro, los yskim también se agrupaban en clanes y, dentro de cada clan, había familias que vivían bajo los mismos bloques de hielo. Numerosos integrantes de cada núcleo vivían en cada edificación, pero ni vivían hacinados ni ninguno sentía peligrar su intimidad. Sencillamente, la casa de hielo tenía varias dependencias con una entrada independiente cada una. Así no se molestaban los unos a los otros y gastaban menos calor en caldear menos número de viviendas.
Las mujeres se afanaban en las tareas cotidianas. Las ropas eran remendadas y lavadas escrupulosamente. Muchas mujeres se encontraban arrodilladas frente a unos barreños de piedra llenos de agua caliente, terminando el lavado de la vestimenta de los niños y los hombres. Aeena había explicado a Khram que así se perdía el olor de lo que habían comido.
- En el hielo hay depredadores más crueles y despiadados que el yazteeh, hombre del sur – le había dicho.
La vida cotidiana parecía transcurrir tal y como Khram recordaba que debía ser la vida cotidiana. Las mujeres se ocupaban de la crianza de los niños, los hombres de conseguir alimentos y, por lo que podía comprobar, ambos se dedicaban a la defensa de la aldea. En un extremo de la misma, había un campo llano, limpio, donde jóvenes de ambos sexos entrenaban para pelear con toscas armas de sílex y madera. Algunas parecían llevar engarzadas las garras o los dientes de adversarios tan formidables como los yazteeh. Sin embargo, verlos pelear con aquellas lascas era lastimoso. Khram se sintió orgulloso de que su pueblo pudiera fabricar armas con acero templado, flexibles y resistentes. Pronto cayó el bárbaro en su error, pues comprobó que aquellas armas eran sólo las de entrenamiento. A un lado, en un enorme armero, y disponibles para los entrenamientos de personas que, a todas luces eran muchísimo más hábiles que los jóvenes que acababa de ver, había enormes espadas de hojas anchísimas y lanzas bien templadas. Había hachas de una sola cabeza y varias "luceros del alba". Pero algo en ellas era diferente.
Efectivamente, aquellas armas no parecían reflejar la escasa luz del sol que las nubes perpetuas dejaban que se filtrara a través de ellas. Al acercarse, Khram sopesó una de ellas, tanteándola, balanceándola, intentando acostumbrarse a ella. Estaba hecha de hueso. El hueso había sido tallado y afilado hasta dejarlo tan agudo como uno de los filos de Nodym.
- ¿Te gustaría probarlo, hombre del sur?
El bortai aún no se había acostumbrado a aquel apelativo. Normalmente, él era el que procedía del norte y al que llamaban "hombre del norte". Ahora, la orientación había cambiado y aquello carecía de sentido. Era extraño. Se sentía como si el mundo hubiera empezado a girar muy deprisa y al pararse había quedado volteado.
- Claro, ¿por qué no?
Khram saltó ágilmente la valla que separaba el campo de entrenamiento del resto del campamento. Era una de las escasas estructuras que estaban construidas en madera. En su mano iba la espada de hueso que había elegido. En su costado, la espada de acero que había heredado de su madre.
- Es muy ligera – comentó el bárbaro.
- Y verás que es tan dura como ésa que llevas a tu costado. ¡Atento! – exclamó el yskim que le había llamado. Y sin aviso, se lanzó a pelear con el bortai.
El hombre del norte peleaba tan bien como el del sur, o al menos, eso parecía. Durante mucho rato, los dos hombres cruzaron las dos hojas de hueso, haciéndolas sonar con cada choque. El sonido le resultaba ajeno a Khram. Parecía similar al que había oído mientras entrenaba con las inocuas espadas de madera con las que le habían enseñado a pelear a él, pero más hueco, más sonoro, más rasposo. El sonoro cloc-cloc-cloc se extendió por todo el campamento y muchos acudieron a ver pelear al hombre del sur.
Comprobó que, a pesar de la inactividad y el dolor, su mano se adaptaba bien a la empuñadura de aquella bastarda y que podía pelear bien, resistiendo. El yskim no daba señales de debilidad, sino que parecía obstinado en encontrar un fallo en la guardia del bárbaro, como si quisiera demostrar algo. Para Khram, no tenía nada que demostrar. Con toda seguridad era un gran guerrero, saltaba a la vista con cada cruce de las armas, pero parecía que se sentía inseguro, como si considerara a Khram un enemigo del que debía deshacerse. Sin embargo, era Khram el que cada vez le encontraba más agujeros a su defensa y, disimuladamente, se los marcaba, para que pudiera taparlos antes de que la espada de hueso pudiera tocarle. Los embates del yskim se recrudecieron y Khram tuvo que poner más empeño en detenerlos. Los dos sudaban, lo que en aquella helada extensión era ya un milagro, pero el yskim sudaba aún más profusamente, quizá agotado por el esfuerzo. Khram bajó su guardia, hizo una seña con la mano y declaró acabado el entrenamiento.
- Peleas bien, hombre del sur – jadeó el yskim. – Ha sido un buen entrenamiento.
- La verdad es que ha estado muy bien, hombre del norte – la voz de Khram no translucía tanto agotamiento como la del yskim. – Tienes una gran habilidad con la espada.
- Yo podría superarte – una tercera voz se alzó en un fondo. – Es más, podría superar a tu pesada espada de acero.
Todas las miradas se dirigieron hacia el que había hablado, y por sus expresiones, pensaban que había hablado de más. El propietario de aquella cavernosa voz era un hombre corpulento, más alto que el bortai, pero también más musculoso. Llevaba la melena rubia recogida en el lado derecho de la cabeza, en una larguísima cola de caballo.
- Nuestras armas de hueso de yazteeh pueden derribar a tu acero, hombre del sur. Son más ligeras, son más resistentes y podemos moverlas con más fuerza.
- No tengo ningún inconveniente en luchar contigo, hermano. Estoy cansado ahora, pero soy vuestro invitado aquí y no puedo negarme a vuestras peticiones.
- Cortés, como todos los sureños. Tú has olvidado la dureza de la vida. Te has perdido... como todos ellos... ¡Vamos, aquí te espero!
El hombretón pasó la valla, que se combó bajo su enorme fuerza y escogió la espada más grande que había, un arma de casi tres palmos de ancha y más de diez de larga. La bastarda de la madre de Khram estaba en clara desventaja, pues apenas llegaba a los seis palmos. Pero aún le quedaba otra baza.
Dándose media vuelta y, dejando por el momento que el gigantón disfrutara de una breve victoria, se volvió al sitio en el que tenía su vivienda. Escuchando las bravatas del hombretón y las carcajadas de algún amigote, Khram buscó entre los fardos de pieles que habían transportado los ykeem para él. Allí encontró lo que buscaba. Sacó el fardo mejor enrollado y se dirigió al campo de batalla.
Al verle regresar, el bravucón cerró la boca, pero miró a Khram con una sardónica sonrisa, retándole. Khram ni siquiera cambió el gesto. Torva la mirada y cargada de una hondísima tristeza que nadie acertó a vislumbrar, fue deshaciendo con enorme reverencia, uno a uno, los nudos de las tiras de cuero que habían sujetado aquella piel primorosamente alrededor de un objeto alargado, de unos ocho palmos. El bortai extrajo lentamente la espada del fardo. La vaina era un estupendo trabajo de talabartero, con hermosos grabados a fuego y rematada en bronce. Asió la empuñadura y, tirando de la vaina, en lugar del arma, como le había enseñado su padre que había que mostrar una hoja noble, Nodym quedó libre de sus ataduras. Su hoja emitió un claro brillo metálico y el aire zumbó a su alrededor al acariciar su filo. Las alas negras de la guarda absorbían el resplandor de las eternas nieves, rivalizando en belleza con el bruñido de la esplendida hoja del padre de Khram.
Al verla, todos los yskim exclamaron atónitos e incluso el fanfarrón tuvo que admitir que era un arma extraordinaria, de bella factura. Pero le dio igual.
Es más, lo único que sintió aquel gigantón fue una rabia enorme, una desmesurada envidia, deseando aquel precioso objeto que el sureño poseía tan indignamente. Levantando el espadón de hueso, no dio tiempo a Khram de moverse. La hoja inició rápidamente su mortal descenso y el sonido fue desgarrador al acabar su bajada.
El hueso restalló y se partió en miles de pedazos, esquirlas tan pequeñas y que salieron despedidas con tanta violencia que fueron a clavarse en las varas de las vallas y los que contemplaban la escena tuvieron que protegerse de aquella nociva lluvia de fragmentos de afiladísimo hueso de yazteeh, duro como el pedernal y ligero como paja seca de otoño. Nodym se alzaba imponente, sobre la cabeza y el hombro izquierdo del bortai, cruzada, salvando su vida como tantas veces hiciera con la de su padre. A pesar del agotamiento, Khram pudo levantar con una sola mano, como había visto hacer a su progenitor, aquella enorme y pesada hoja, interponiéndola entre sí y su cazador.
De nuevo, sin demudar el gesto, Khram introdujo la hoja en la vaina, haciendo de nuevo el mismo movimiento con el cuero, en lugar del acero. Muy despacio, la vaina volvió a abrigar al aguzadísimo filo de Nodym, que no había sufrido ningún daño en absoluto. Khram volvió a atar las pieles a la espada, envolviéndola como si amortajara a un ser muy querido y volviendo a anudar las tiras de cuero cariñosamente a su alrededor. Más que una espada preparada para viajar, parecía un niño nacido del hielo al que había que abrigar y cuidar para que sobreviviera.
Sosteniendo la espada en sus dos manos, el bortai se levantó. Primero sobre una rodilla, luego en pie totalmente. Se giró y vio la cara de horror de su contrincante. Khram no dijo nada. Bastaba con lo que había pasado allí ya como para que se dieran cuenta de lo que tenían delante. Las risitas cómplices habían cesado, y sólo podía escucharse en el campamento un sepulcral y sobrecogido silencio. Nadie se movía.
El yskim que había retado a Khram en primer lugar fue el primero en hablar.
- Esa sí que es una buena hoja – dijo admirado.
Aquella frase pareció devolver la vida al campamento y todos, quienes tenían que hacer y quienes no, volvieron a sus ocupaciones anteriores. Los únicos que parecían no haberse enterado de nada eran los ykeem, que seguían despreocupados ocupándose de algún tipo de juego que empleaba una pelota de cuero y tres estacas colocadas en el suelo.
El gigantón también desapareció, humillado y dejó a los dos guerreros solos en el campo de entrenamiento.
- Ándate con ojo, hombre del sur – la amistosa voz del yskim se tornó alarmante. – Hay quien no desea seguir viéndote por aquí. Será mejor que no respondas a sus provocaciones.
- Es grande como un oso y el doble de estúpido.
- Sí. Pero a pesar de su estupidez, no va a parar. Ha decidido que tienes que irte y lo harás.
- ¿Es, acaso, vuestro líder? – inquirió Khram.
- Pues no, pero nuestro consejo le teme. Y suele seguir sus mandatos. Él dice que los sureños os habéis perdido, que nos habéis abandonado y que debemos vengarnos de vosotros. El consejo no lo niega. Sólo propugna lo que él aconseja y así mantiene a los yskim aislados del mundo. Y por eso, en lugar de ser vosotros los que os habéis perdido... somos nosotros los que nos hemos perdido para el mundo.
Cabizbajo, aquel fantástico guerrero, se alejó del bortai. Seguramente, también él había hablado más de la cuenta.
El bortai siguió con la mirada a aquel joven. Quizá empezaba a sentirse identificado con ese guerrero. Quizá él también estuviera tan solo como se encontraba él antes de salir de Bort.
Se giró meneando la cabeza, apoyando contra el hombro izquierdo el pesado fardo y se encaminó hacia su tienda de bloques de hielo pesadamente, hundiendo su corpulenta figura en la blanda nieve. Pensó que era una analogía de lo que había sido su vida: un camino que no cesaba, pero en el que era muy complicado avanzar, casi como si se moviera entre la espesa capa de nieve que pisaba ahora. Los copos crujían al prensarse, calándole hasta el hueso. Le gustaba ese sonido.
Al levantar la vista, Aeena estaba allí, delante de él. Llevaba ahora un atuendo más claro, pero también más ceñido, dejando atisbar sus femeninas líneas. Sus ojos color esmeralda le sonreían ahora, con una ternura que pocas veces había visto en un ser humano. Su ardiente boca aparecía entreabierta, formando una sensual mueca que no pasó desapercibida para el bárbaro. Se plantó ante ella y con la mirada seria, sin apartar sus ojos de la mujer, se acercó lentamente. La espada pesaba en su hombro, pero no iba a soltarla ahora. Era su tabla salvadora.
- Has luchado bien, hijo del sur.
Ella no dijo nada más, simplemente espero a que él la respondiera, pero no lo hizo. Le dirigió una última fugaz mirada, mitad anhelo, mitad repulsión y, con el antebrazo apoyado en la empuñadura del arma, caminó hacia su gélida yurta. Ella se giró para contemplar su camino, extrañada por la desairada reacción de Khram. Sus ojos dibujaron ahora una expresión triste. El bárbaro debía tener ojos en la nuca, porque se detuvo y movió apenas la cabeza, girándola un ápice.
- Si hubiera luchado bien, tu clan contaría hoy con un guerrero menos, Aeena. Lucháis con armas potentes, pero vuestras hojas de hueso no valen nada al lado de las espadas de acero que forjan los demás pueblos que os rodean. Es grande, sí. Y fuerte. Pero es lento y sólo se perjudica a sí mismo en la batalla. Y eso en el mejor de los casos. Lo normal es que además estorbe a los que pelean a su alrededor.
- No entiendo – la expresión de la mujer era de total incredulidad.
- ¿Qué es lo que no entiendes, Aeena? En una lucha, ese toro puede matar tanto a amigos como a enemigos. No tiene entendimiento para distinguir ni sus propias narices y, cuando las líneas se aprieten, las cuchilladas que aseste tanto podrán matar a los que le ataquen como a los que le apoyen.
- Creo, hombre del sur, que habéis olvidado como pelear. ¿Qué es eso de líneas que se aprietan? Nosotros no luchamos así. Nosotros peleamos frente a frente – la muchacha apretó el puño contra el lado izquierdo del pecho, junto al corazón, intentando mostrar la honorabilidad de aquel estilo de lucha.
- ¿Cómo que lucháis frente a frente? ¿Quieres decir que lucháis hombre contra hombre, mujer contra mujer?
- Así exactamente, hijo del sur.
- Dime Aeena – prosiguió el bárbaro, – ¿alguna vez habéis intentado viajar al sur, con las demás tribus?
- Sí, Khram. Muchas veces. Pero siempre hemos sido rechazados por las tribus que había en el camino. Aquí el terreno fértil es bastante escaso y cualquier intrusión en las parcelas de los demás puede considerarse invasión. Hay tribus que se paran a preguntar antes de echarte, pero otras tribus simplemente se lanzan contra los guerreros. Son muy pocas las veces que hemos conseguido rechazar a los demás en nuestro avance. Pero ahora, las voces que se alzan contra vosotros, los sureños, suenan más fuerte que nunca. Se han empezado a preparar viajes por las tierras más altas, aunque no haya apenas caza con la que alimentarnos, con el objetivo de invadiros. Y muchos son los que entrenan para venceros a ti y a los tuyos.
Khram esgrimió una amarga sonrisa y no intentó ahogar una carcajada. La mujer frunció el ceño, entre extrañada y asustada. El bárbaro dejó de reír y miró fijamente a las profundas lagunas que eran los ojos de la muchacha en su rostro. A su cabeza acudieron cálidos recuerdos de pertenencia y tribu. A su corazón acudieron imágenes de un pasado que no fue del todo infeliz. Y a su alma acudieron hechos no tan agradables, una voz triste y una llamada desamparada. ¿Era Aeena aquella mujer que tanto le había hablado en su infancia? ¿Era una llamada de socorro lo que le había llegado, desde más allá de las montañas, para buscar a los hermanos perdidos que habían dejado atrás hacía tantísimo tiempo, para buscar una vida mejor, al sur de aquella eternidad blanca? ¿Había sido llamado de algún modo a rescatar a aquellos que habían quedado en las Tierras Blancas, a llevarlos de nuevo con aquellos que fueron una vez sangre de la misma sangre, ramas del mismo tronco? Khram no quería creer en predestinaciones. Los hombres en Bort vivían su propio destino, forjaban sus propias vidas en fuego y sangre, en agua y vida, en tierra y sudor, en aire y muerte. Y, por mucho que se empeñara en negarlo, él era un bortai, dueño de su camino, que sólo se abriría ante él al andarlo, al dar un paso tras otro desde el día de su nacimiento hasta el día de su muerte, cuando fuera uno con la tierra.
Y sin embargo, había en aquellos ojos aquella familiaridad que había sentido desde que tenía recuerdos con aquella mujer triste, vestida de hoja y tierra, que había sido compañera de ensoñaciones, madre de sueños y causa de dolor. Si los ancestros podían aparecerse ante los serpiente, ¿qué podía impedir a los ancestros de los ancestros ponerse en contacto con él para reunir de nuevo a sus hijos, a los que habían permanecido en la dura tierra que los había visto nacer y a los que habían emigrado a la dura tierra que los había acogido en contra de su voluntad, obligada a alojarlos durante eones? Su viaje por aquellas tierras no había sido algo premeditado, si se ponía a recordar. Él no había querido ir al norte, y sin embargo, al norte se encontraba, perdido en aquella congelada extensión, buscando a saber qué.
Aquella mujer. No habría sabido decir por qué, pero Aeena tenía algo de aquella mujer que en sus ensoñaciones se había aparecido con tanta asiduidad. Si lo pensaba, hacía muchísimo tiempo que no había tenido ningún sueño, ninguna aparición de la dama verde que había tenido tanto protagonismo durante su infancia. Es posible que comprendiera el por qué.
La dama de sus ilusiones le había atraído hacia sí, hacia aquel incomparable paraje de hielo y nieve. Estaba seguro de que si se hubiera desviado un ápice del camino que ella había marcado, de nuevo se habría aparecido en su cabeza, en alguno de sus sueños. La posibilidad de que Aeena, aquella mujer con el verde de los frondosos bosques de coníferas de su tierra natal en los ojos, con la profundidad de los mares de los Nutria en la mirada, fuera aquella mujer de mirada triste y llamada anhelante que se le había aparecido en sueños durante tanto, tanto tiempo, llenó las venas del bortai con un fuego helador, con sensaciones que no habría sabido describir por mucho que lo hubiera intentado. El bortai se encontraba ante una premonición, algo que le había llamado a ser él mismo a encontrarse consigo mismo en un futuro que se había hecho presente con exagerada lentitud. Quizá Aeena representaba todo aquello que a Khram le había faltado en su infancia, todo aquello de lo que el bárbaro había carecido durante su existencia. Quizá Aeena conseguiría que los fantasmas de Khram desaparecieran de su vida.
Y sin embargo, había algo en ella que Khram no podía vislumbrar. Era casi como si aquella mujer hubiese ejercido algún tipo de poder maligno sobre él, algún tipo de atracción sobrenatural que, en la cortedad de su mente, el bortai no podía siquiera explicar. Para el bárbaro, esta sensación no era más que una aguja de pino que se hubiera colado en el jubón, pero sin embargo, le producía exactamente el mismo tipo de comezón eléctrica que precede al estallido de una tormenta, el mismo tipo de nerviosismo que antecede a una batalla.
Aeena se sonrojó. Debía llevar mucho tiempo mirándola fijamente y sus mejillas se arrebolaron con un color sanguíneo extraordinariamente bello.
- Lo siento – musitó.
- No es necesaria la disculpa, hijo del sur. Soy tímida y... - volvió a sonrojarse maravillosamente – nunca había estado sola con un hombre tanto tiempo seguido.
La timidez que Aeena decía que poseía descorrió un velo inexistente que el bárbaro casi pudo jurar que había estado ocultando la verdadera belleza de la mujer. Y, a pesar de ello, cuando el rictus de timidez apareció en su rostro, fue cuando menos tímida se le apareció a Khram. Si mirada era casi insinuante, sus labios entreabiertos parecían llamar al deseo y el casto sonrosado de sus mejillas encendió la sangre que corría por las venas del hombre que la miraba. Deseó tomarla, hacerla suya en una de las cálidas yurtas de hielo que construía aquel pueblo perdido hacía tantísimo tiempo, defendido por la blancura de la nieve y el hueso.
Khram esbozó una leve sonrisa por toda respuesta, intentando tranquilizar a la muchacha.
- Has luchado bien, hombre del sur – fue toda su despedida.
Khram retomó su camino hacia sus improvisados aposentos. La idea de establecerse allí, donde el hielo podía eliminar y purificar sus manchas, borrar todo rastro de sus abominables pecados, creció en su mente. Y en su alma. Allí había encontrado una paz que, normalmente, se negaba a los de su clase. ¿Quién habría de arrebatársela allí, tan lejos de quienes una vez intentaron matarle a él por huérfano, por niño, por asesino de niños? Allí, toda aquella blancura, toda aquella prístina capa de nueve parecía redimirle, devolverle a la raza humana de la que otros se habían empeñado en separarle, cruelmente la mayoría de las veces. Parecía como si la mismísima Brishna, la diosa que representaba todo el bien que había sobre la faz de este mundo y de cualquier otro que existiera, fuera o dentro de las fronteras del universo diera su beneplácito para que el bárbaro fuera acogido de nuevo en el seno de los seres cuya naturaleza alberga la luz de la bondad y no el oscuro limo que llena los corazones de aquellos que adoran al Caos y la malignidad.
Aquella nieve significaba vida para él.
Estaba seguro de que bajo aquella límpida capa de copos recién caídos, renovados, se hallaba la sangre de cientos de miles de valientes que habían peleado, luchado y muerto por sus tierras, su alimento, su gente contra otros iguales a ellos o contra criaturas de fantástico porte, como el yazteeh que casi había acabado con él en una ocasión que, inundado por aquella calma, parecía muy, muy lejana. Y, aunque también significaba sufrimiento y muerte, exactamente igual que su Bort natal, la nieve había borrado su rastro, igual que había hecho cada noche desde que se perdiera en aquel helado desierto, haciendo que se esfumaran los fantasmas que le perseguían pegados a su cuerpo como si fueran terribles rémoras que se alimentaran de sus más oscuros miedos. Khram allí no era nadie. Y eso, para él, era exactamente todo lo contrario. En las Tierras Blancas, ser nadie, le convertía en un individuo único, en un ser que era alguien. Alguien a quien nadie conocía, y que por tanto podía ser por el mero hecho de existir. Aquella vastísima soledad le había completado, dándole aquello que sistemáticamente se le había negado en su tierra de procedencia: una identidad individual.
Soltó el pesado fardo que contenía a Nodym con un estrépito que asustó a la adormecida Kora. Ragnar, su enorme corcel, resopló con sorpresa. El bortai se disculpó sonriente y sacó un par de golosinas para sus animales. Unas hojas de hierbablanca para su caballo y unos gusanos gordos y negros que parecían hacer las delicias de su mangosta. Los animales parecieron perdonar la ruidosa intromisión de Khram en sus vidas devorando con fruición los manjares que su compañero de viaje, pues el bortai no se consideraba su dueño, les había ofrecido.
Abrazó con fuerza el cuello de Ragnar, que le devolvió la caricia con un áspero lametón de su enorme y musculosa lengua y rascó la barriga de la mangosta, que agradeció arrellanándose en torno a su cuello con unos ruiditos que parecían una risa animal. Entonces fue él quien se sentó a disfrutar de algo de carne salada. Aunque el mundo no estaba dispuesto a dejarle que comiera con tranquilidad.
Fuera se desató un tremendo jaleo.
Se oían gritos de mujeres, chillidos de niños, y los truenos de los hombres llamando a voces a los demás hombres. Se oían las botas recrujir en la nieve y el hielo, carreras por todas partes. Se oía caer a la gente, se oían alaridos de angustia y Khram hasta pareció oír como la paz que instantes antes había palpado significativamente, se hacía pedazos. O quizá fue un cacharro de barro que alguien había roto en su huída. Se asomó por la estrecha abertura que hacía las veces de puerta en la yurta de hielo, para ver qué pasaba.
Se horrorizó. Una formación de guerreros bien alineados y mejor pertrechados avanzaba por la blanca planicie, acuchillando con aquellas duras armas de hueso a todos los que encontraban a su paso. Los niños y mujeres también morían, con indiferencia de lo que eran. Y los que los mataban hasta parecían disfrutar con aquello. La guerra se había desatado y una orgía de sangre, fuego y muerte estaba desatándose alrededor de la isla de paz que había admitido en su seno a Khram.
Éste no supo cómo se vio envuelto en la refriega de repente. Sólo supo que el pequeño puñal que llevaba al costado derecho cortó las tiras de cuero que envolvían a Nodym y que la hebilla del cinto que la sujetaba pronto cruzó su pecho. La vaina golpeteaba insistentemente la espalda del joven a cada paso que llevaba en su carrera. Desenvainó la espada materna, que castañeteaba en su funda, al lado izquierdo del cuerpo del bárbaro y un relámpago metálico atravesó, del hombro hasta el hígado, el cuerpo de uno de los atacantes. El acero probó la sangre y ya no hubo manera de detener aquello.
Al ver al nuevo personaje en escena, varios guerreros lanzaron alaridos ininteligibles y desafiaron vociferantes al hijo del sur, que volvió su cabeza hacia ellos, desfigurado el rostro en un fiero gesto que habría de atemorizar a los enemigos. Los dientes visibles, el ceño fruncido y la nariz con los ollares dilatados eran la terrible mueca de muerte que Khram blandió como si su filo hiriese aún más que el que empuñaba en la diestra. Rugió al viento el antiguo grito de guerra que había aprendido tanto tiempo atrás en su propia tierra y blandió con las dos manos la empuñadura que apretara su madre en algún momento de su vida con la misma fuerza y coraje con los que él la empuñaba ahora. Emprendió veloz carrera, y la trápala de sus calzados en la nieve llegaba a tocar el lecho de roca viva donde descansaba. No resbalo. No se trabó. Tal era el vigor que sus piernas desarrollaban en aquel mismo instante y nada lo detuvo.
Sin tiempo para evitarlo, una cabeza saltó de su agarradero, dejando a su dueño bailando una patética jiga, mientras espurreaba sangre por doquier desde la horrible herida que ya olía a putrefacción e infierno abierto. Su compañero sólo pudo abrir la boca asombrado. Éste error le costó derramar los sesos por la boca: la espada del bárbaro había penetrado por ella, atravesado el cráneo, salido por la coronilla y se había retirado por el mismo sitio, dejando un amplio hueco por el que la inteligencia y el alma del hombre del norte se escaparon a toda velocidad.
El hueso claqueteaba por todas partes con su hueco y ominoso sonido. Unos y otros se defendían, mientras las filas de los atacantes, apretadas y organizadas seguían diezmando a los defensores. Khram buscó a Aeena.
La encontró bañada en sangre, la mayoría de la cual pertenecía a los seis cuerpos que yacían, ya sin hálito, sobre el suelo, derramando su hermosa savia carmesí en el prístino e inmaculado pavimento. Balanceaba una espada de palmo y medio, tallada en el fémur de alguna legendaria bestia, manteniendo a raya a los que la acosaban. El bortai gritó su nombre y, tanto la mujer como sus atacantes volvieron la cabeza al extraño que corría como si el mundo se estuviera colapsando sobre sí mismo justo a sus espaldas y con un rayo plateado en su mano derecha. A esa misma velocidad, el arma pasó a la mano izquierda y la derecha voló hacia la espalda del corredor, que desenvainó el mandoble más grande que los atacantes habían visto jamás. La espada más pequeña cambió de dueño y Aeena abrió el vientre de uno de sus enemigos con el acerado filo. Khram golpeó con Nodym y dos de los que aún quedaban en pie perdieron una mano. Otro perdió la vida. El filo del espadón quedó incrustado en el cuello del desdichado, que se había inclinado para evitar el ataque del bortai, pero sin tiempo alguno para poder sobrevivir. Los demás no corrieron mejor suerte. Aeena acabó con los dos que quedaban de forma espectacular, manejando ágilmente acero y piernas y ambos salieron corriendo del círculo de cadáveres que había quedado a su alrededor.
Fuera del espacio al que había quedado reducido el mundo de los dos humanos, la gente seguía cayendo, y no podía decirse que los defensores tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir. Khram se desesperó, pero tuvo tiempo de darle una única orden a Aeena antes de abandonar el campo de batalla.
La norteña gritó esa misma orden a sus paisanos, que en un principio creyeron que estaba loca. Otros alzaron la voz en contra del bárbaro, que había huido de forma tan cobarde. Muchos maldijeron el día de su nacimiento y juraron matarlo con sus propias manos si alguna vez volvían a encontrarlo, por haberlos traicionado de aquella manera. Ellos le habían prestado auxilio, le habían sanado y él, ahora, cuando ya había compartido con ellos pan y aceite, los había dejado en la estacada, abandonándolos para que murieran. Pero al ver al bárbaro subido en su corcel de guerra, con la enorme espada de su padre blandida sobre su cabeza, creyeron ver a un perdido dios de la guerra abalanzarse sobre ellos y siguieron las instrucciones de la mujer al pie de la letra.
El hombre, ahora montado sobre Ragnar, que galopaba incansable sobre la helada superficie, atacó uno de los flancos de la formación invasora. Varias decenas de guerreros intentaron aguantar en pie, pero la furia del caballo los apartó, dejando un reguero de cabezas y miembros partidos en el camino. Los que se dieron cuenta, intentaron detener el furioso galope del animal con sus armas talladas en hueso, pero todas acababan hechas añicos al chocar con Nodym. Jinete y montura bramaban. Parecían caballeros salidos de las mismísimas forjas de Malak y la misma destrucción iban dejando a su paso que si hubieran sido una horda de demonios comandados por el rey de los mismos.
Los norteños peleaban entre ellos, ahora organizados los dos bandos en filas, aguantando mejor los defensores los envites de los atacantes, perdiendo menos efectivos. Pero en primera línea, comandándolos, combatiendo con la furia de un huracán se encontraba Aeena, empuñando la bastarda del bortai. El acero refulgía cada vez que ella sacudía aquella hoja contra sus enemigos, regando con cada golpe a los que quedaban en pie con la sangre de los muertos, anunciándoles así lo que les podía corresponder si no se retiraban. Muchos de los que vieron aquello repetirían después que las huestes celestiales habían ido a combatir aquella tarde en la nieve y que les habían atacado con abrasadores relámpagos que cercenaban miembros y esparcían entrañas todo alrededor.
El jinete desmontó, dando rienda suelta al su montura para que acabara con la retaguardia. Para otro caballo, aquel gesto habría significado una oportunidad para huir de aquel horror, pero no para un garañón de los clanes. Aquellos caballos llevaban grabado a fuego el gusto por la guerra, por la batalla. Y podían pelear tan bien como sus jinetes. Protegerían bien los cadáveres de aquellos que murieran a sus grupas y servirían a cualquiera que los dirigiera al frente, sin detenerse jamás. Horrorizados, sin saber como responder a aquella bestia que jamás habían visto, muchos huyeron despavoridos, considerando una visión demoníaca aquella especie de perro patilargo que los pisoteaba y mutilaba con tanta rabia como si fuera uno de los seres humanos que combatían allí mismo entre sí.
Khram se situó junto a Aeena y, para los defensores, ahí acabó la batalla. El bárbaro y la mujer abatieron dos filas de atacantes ellos solos, sin que nadie pusiera una sola arma para defenderlos. Las armas de hueso restallaban contra los aceros, estallando en miles de esquirlas asesinas que dejaron tuerto a alguno, siendo éste el menor de los males que sufrirían muchos de los que allí combatieron. El hedor de las entrañas recién derramadas, la orina y las heces escapando del cuerpo que las contenía, el sudor sobre el cuero de las armaduras y el olor metálico de la sangre derramada empezaban ya a invadir el ambiente.
Pocos invasores volvieron por donde habían venido. Muy pocos habían sobrevivido a la carnicería que había desatado un único hombre. Huyendo desordenadamente, con la sangre pegada a sus ropas, no sería raro que alguna de las bestias que pululaban por los nevados bosques de coníferas los encontrara y devorara. No recogieron los cadáveres de sus compañeros ni se detuvieron a ayudar a los heridos que no podían moverse. Los defensores remataron a estos últimos antes de que sus gritos atrajeran a alguna manada de urgos salvajes capaces de acabar lo que sus compañeros no habían conseguido llevar a cabo. Los muertos se apilaron y se quemaron, y la nieve impregnada de la sangre de los caídos se guardo en sencillos recipientes de barro que también fueron echados al fuego para que ardiera con los cuerpos que la habían contenido. Todo debía ser eliminado para evitar que los monstruos de las Tierras Blancas no fueran el siguiente enemigo a abatir.
Los gritos de júbilo se extendieron entre los victoriosos supervivientes y los llantos de angustia prendieron como pólvora sobre los familiares y amigos de los muertos. Aquí y allá una madre lloraba la muerte de un hijo o un marido la de una esposa. No clamaban ni clamarían venganza. Ésta ya se había cumplido.
El helado campamento desbordaba alegría por los cuatro costados y fue Aeena quien más vítores recibió. Esto no debió sentar bien entre las filas del grandullón que había peleado con el bortai días atrás, pues se retiraron malhumorados y taciturnos, en tropel, hacia sus gélidas yurtas. Aeena levantó, triunfante, la bastarda del bárbaro por encima de su cabeza, arrancando vítores aún más vigorosos de sus compatriotas. Estos ya buscaban a Khram para darle la enhorabuena y agradecer su trabajo y el de su caballo en la batalla. Él había sido el que había ordenado formar filas y apretarlas, combatiendo de igual a igual con los que los habían invadido. Pero nadie, excepto Aeena, había visto donde había ido a parar el bortai.
Agarrando las riendas de su caballo, Khram había recorrido bastantes metros sobre la nieve, con Nodym aún desenvainada y chorreando sangre, que poco a poco se iba coagulando en el fantástico filo forjado por los maestros del Erizo. La ventisca y la nieve que no cesaban de caer habían tapado las huellas del bárbaro, pero Aeena había visto bien su camino y, cuando la agradecida multitud la dejó ir, siguió al bárbaro.
En un claro de uno de los bosques que rodeaban el asentamiento norteño, Aeena encontró al hombre. El caballo descansaba tranquilamente, a escasos metros del guerrero. Este se encontraba en pie, sosteniendo aún su magnífica hoja en la mano derecha. No se movía.
La muchacha corrió hacia el hombre con una franca y hermosa sonrisa dispuesta a felicitarlo. Extendió los brazos para abrazarle y regocijarse con él, satisfechos ambos por el resultado de la liza. Le devolvió el arma de su madre, ya limpia y pulida.
- Gracias por prestármela, hijo del sur. Nos ha sido de gran ayuda.
Como si no hubiera oído las palabras de la mujer, él recogió la espada por la empuñadura y la enfundó de nuevo en el pedazo de cuero que pendía de su costado. Recordando, casi como sorprendido, que aún blandía otra hoja, la sacudió con un golpe seco, dejando que la sangre coagulada en el filo se desprendiera por sí sola, dejando el acero de nuevo reluciente y listo para emprender otra carnicería. También la envainó. Pero no dijo nada, ni siquiera se movió.
Intrigada, Aeena escrutó su rostro. La mirada perdida, la sonrisa ausente, con la boca apretada en un rictus indescriptible. La muchacha se retiró del hombre, dándose cuenta de que había cometido un error. Donde había esperado ver una sonrisa resplandeciente y una expresión de inmensa alegría por haber conquistado el campo de batalla, por haber derrotado y puesto en fuga a los enemigos, Aeena había encontrado algo totalmente distinto. Y quizá fue eso lo que encendió un fuego en el corazón de la norteña.
Khram lloraba.
Hacía varios días que se había producido el ataque y aún no había podido sobreponerse. Aún le asqueaba el contacto con cualquier otro ser humano.
La magnitud de la estupidez del ser humano no dejaría de sorprenderle jamás. ¿Cómo podían siquiera ser aquellas gentes parientes de los actuales habitantes de Bort? Khram no podía imaginar que aquel pueblo pudiera estar entroncado con la línea que hizo germinar el duro pueblo bárbaro del norte, era imposible que así fuera. Las gentes de Bort, guerreras, beligerantes y nunca contentas también tenían diferencias entre clanes y tribus, incluso entre las familias del mismo clan. Y sin embargo, todos responden ante la voz de un único líder, al unísono. El antiguo dicho repetía: Bort son los bortai, sangre y clan. Y realmente era así desde que se recordaba en la tradición bárbara, transmitida de labios a oreja desde que los hombres eran hombres. Ni la dureza de la estepa, ni siglos de aislamiento, ni una eternidad de lucha contra mydonitas, entrovinos y demás pueblos que consideraban que había que civilizarlos había conseguido separar esa sangre y ese clan. Pero la nieve sí. Algo tan insignificante, tan absurdo, tan débil que el mismo calor del cuerpo es capaz de fundirla y convertirla en un reguerillo de agua, había conseguido diluir aquellos lazos que unían al pueblo en lo más profundo del corazón y el alma, rompiendo los hilos que la propia existencia se había encargado de entretejer en los hombres y mujeres de aquel pueblo de supervivientes. La nieve, con su helada paciencia y su lenta evolución, había conseguido que la sangre de un pueblo que había permanecido fuerte a lo largo de tal cantidad de tiempo se volviera aguada, floja, algo menos que rocío. No había en aquellas gentes ningún atisbo de la fortaleza que en sus parientes del sur aún arraigaba en lo más profundo, llamando a un origen tan lejano y tan único que la voz de los líderes de clan y del líder de líderes tenían todavía el poder de reunir a todos los guerreros y guerreras en un único ejército, tan formidable, tan temible, que hasta las poderosas legiones del Brillante Imperio, retrocedían al oír el ensordecedor estruendo de millares de voces gritando a la vez los antiguos desafíos bortai, los aullidos de los urgos listos para la batalla y los relinchos de los salvajes garañones del Caballo, precedentes a su furiosa trápala. Uno eran, uno son, uno serán.
Un escalofrío lleno de orgullo racial recorrió la espina dorsal de Khram, henchido por la honra de sentirse uno de esos bárbaros de voz como el trueno y un único espíritu. Y enseguida, otro escalofrío de rabia lo partió en dos, un rayo caído en la inmensa vastedad del bosque de su alma. Él, Khram, hijo de Ragnar Viudo, el no enterrado, ya no era un bortai. Por propia voluntad. Nadie lo había expulsado. Y Gwyran habría comprendido su ira.
Se disculpó con la nieve. No había sido ella la que había dividido a los habitantes de las Tierras Blancas, eliminando cualquier vestigio de pertenencia a un mismo ente, sino la propia vanidad de la gente, el mismo orgullo que antes había aflorado a su piel. Sabía que aquel sentimiento lo llevaba escrito en lo más hondo de sí mismo y que sería harto complicado desterrarlo alguna vez, pero era aquello que lo había mantenido alejado del resto del clan, era aquello que le había llevado a abandonar la calidez de su conocida estepa por el frío de aquella tundra a la que el viento parecía no perdonar los pecados que contra él hubiera cometido.
¿Cómo era posible que la sangre se diluyera de aquel modo?
Khram no tenía respuesta para aquello. Para él, que en su vida había vivido muchas escaramuzas con otros clanes, no tenía sentido. Amargas discusiones, llenas de muertos y batallas había entre los trece clanes, pero aún así, sabían lo que eran, sabían a lo que pertenecían. Sabían quienes tenían delante. Aquellas peleas eran tan sangrientas como algunas guerras civiles, pero los bortai sabían que los guerreros mueren en la guerra. Él lo sabía bien, lo había vivido en sus propias carnes. Y nadie tenía en cuenta los muertos que habían regado el camino. Sólo valía el objetivo. El Caballo quería parte de los pastos del Lobo, el Zorro un pasillo por las tierras del Cuervo y el Caimán no quería a nadie en sus tierras. Mientras se consiguiera esto, los que cayeran no eran importantes. Y los caídos incluso lo comprendían y entregaban su vida gustosos, esperando que su muerte sirviera de algo. Si había algo de cierto en lo que contaban los shamanes Serpiente, ningún clan conseguiría jamás lo que quería, porque los muertos eran incontables en todos los bandos y la fuerza de los espíritus de unos y otros apoyaría a su clan. Aunque quizá fuera aquello también la base del poder de los bortai: los clanes, unidos bajo el puño de hierro de sus líderes, y del caudillo de todos ellos, eran capaces de desarrollar más fuerza, más potencia que cualquier enemigo. Los bortai no eran invencibles, por supuesto, pero venden caras sus vidas y sus muertes, incluso.
Lo que había visto en aquellas tierras heladas no era ni siquiera parecido a lo que había vivido en su infancia y reciente juventud. Allí los clanes preferían matarse entre ellos, competidores por los escasos pedazos de tierra y roca que la nieve no maltrataba y que permitían medrar a los yskim. Y, de no haber bajado por las Montañas Rojas, quizá los bortai no existirían tal como él los había conocido y sólo serían otros clanes más de los que malvivían en la tundra. Enterrados en aquel infierno de hielo, lo único que valía era la ley de los yazteeh: mata primero y pregunta después. El fuerte desplazaba al más débil y lo despedazaba antes de que pudiera quejarse.
A pesar de todas las diferencias que quería buscar entre los dos pueblos, Khram encontró muchas más semejanzas, muchos más puntos en común de los que habría deseado, muchas más cosas que los unían a aquellos salvajes. Khram había huido de todo aquello. Y, a pesar de la paz que su corazón había hallado allí, a pesar de que había empezado a amar toda aquella blanca extensión que le había concedido perdón y sosiego, tenía que volver a huir de aquello. Demasiado sufrimiento le había traído ya a su vida y no estaba dispuesto a volver a pasar por aquello. ¿Cuánto tiempo habría de pasar antes de que volviera a matar a alguien que no quería matar? ¿Cuántos caerían bajo el filo de su hoja, inocentes, sólo por estar en medio? No, no había posibilidad de permanecer allí sin que sus sueños volvieran a atormentarle en algún momento de su vida. Y tormento era precisamente lo que Khram no quería en absoluto.
Conjuró una débil luminaria que le permitiría hacer los preparativos para su viaje de una forma más rápida y eficaz. Puso mucho cuidado en que la luz fuera muy tenue, pues no quería despertar a nadie en el campamento y el hielo circundante era muy capaz de amplificar la intensidad de cualquier luz, volviéndola tan brillante como el sol de mediodía. Envolvió la espada de su padre en sus protecciones de cuero y lió de nuevo el atillo, recomponiendo como pudo las tiras que había cortado cuando habían sufrido el ataque. Nodym volvió a quedar protegida y fue cobijada de nuevo entre gruesas pieles y atada a la grupa de Ragnar. Aparejó con los rudimentarios jaeces bortai a su caballo y se dispuso a abandonar aquella yurta construida con bloques de nieve. Metió a la mangosta entre los pliegues de su manto, para que no pasara frío. Agarró las riendas de Ragnar y tironeó suavemente, para que el animal no protestara y despertara a alguien. Aunque dudaba de que aquella ventisca dejara oír algo más de lo que ella misma cantaba con su lúgubre y triste timbre de voz.
No había dado dos pasos cuando encontró una pelusa del tamaño de un perro en la puerta.
- ¿Tú dónde? ¿Tú marcha?
- Aparta, Yurizh – Khram intentó ser suave con el ykeem que una vez le salvó la vida. – Es necesario que me vaya ahora.
- Yurizh pensaba tú no tan cobarde. Yurizh ver tú luchando yazteeh. Tú valiente y fiero. Pero tú abandona Aeena. Tú no piensa en ella y marcha. Tú cobarde, grandísimo cobarde. Si hombres sur ser todos así, yo cree que mejor separados de yskim.
- No lo entiendes... – comenzó el bortai.
- Tú equivoca. Yo entiende todo. Tú miedo de ti. Y no hombre más cobarde que el que teme a si mismo. Tú huye de ti – y salió de allí sin mediar más palabra.
No entendía a qué venía aquel arranque de extraña ira en el enano, pero aquellas palabras habían turbado a Khram. ¿Tendría razón? ¿Huía de sí mismo? Los bortai no huían, siempre seguían adelante.
Khram dejó el pie izquierdo sobre el estribo de cuero que le apoyaría hasta encaramarse a la silla, con los brazos extendidos sobre la elevada perilla de cuero. Su rostro reflejaba un hondo pesar. Aquella maldita pelusa parlante había irrumpido en sus pensamientos, en su propia alma, arrojando luz sobre algo que había permanecido oscuro hasta que llegó él para desempolvar todo lo que había ido quedando encima de aquella certeza que amenazaba con volver loco al bortai. Porque, ¿era una certeza?
Khram bajó el pie, haciendo resonar el suave cuero contra el pavimento helado. Sus brazos bajaron y Ragnar volvió la cabeza, mirándole inquisitivamente. El hombre no miró hacia ningún sitio. Su mirada seguía clavada en la puerta, por la que había desaparecido la pelusa. No sabía qué hacer.
Pensó que podía irse. Sufrimiento y pesar había tenido ya para toda su vida. No había conocido a su madre, sus hermanos habían muerto en Gurthrak y su padre no había dejado siquiera cadáver que enterrar. Asesinó a un niño. Ninguno en su clan quiso relacionarse siquiera con él. Su yaya había muerto, dejándole solo. Su maestro había sucumbido a la rabia sin que él pudiera hacer nada, y quien pudo, no quiso. Los dioses en los que había confiado no existían y los ancestros parecían reírse de él como niños que asisten expectantes a una función de marionetas sirocitrias. Todo lo que era se había desmoronado, como un castillo de arena al batir las olas sobre la playa. Toda su existencia se había ido con la corriente continua del tiempo. Y esto, consideró Khram, que ya bastaba para cubrir todo el sufrimiento que un ser humano podía soportar durante toda su vida. Ya no quería sufrir. Quería que los obstáculos de su camino se los impusiera él, y que las dificultades que afrontara fueran las suyas propias y no las que otros tuvieran a bien interponerle. Quería ser el dueño de sus propios actos y dirigir su propia vida, no que fueran los errores de otro los que condicionaran sus propios tropiezos. No. Se iría.
Pero las palabras de Yurizh no dejaban de resonar en su cabeza. Era un cobarde. Si lo pensaba bien, lo que no quería Khram era enfrentarse a la pérdida de alguien a quien hubiera cogido aprecio entre los yskim. Realmente, lo que temía Khram, era a la pérdida. Una mala herida podía acabar con su caballo. Una estocada podía acabar con Aeena. Un pisotón podía acabar con la pequeña Kora. Había estado solo tantas veces que lo que acongojaba al bárbaro era quedarse solo. Si se iba, era para no tener que reconocer el cuerpo de algún amigo caído, para no tener que sufrir de nuevo el dolor de la muerte. Pensó en Aeena. ¿Y si era ella la que caía? Ella era la única que podía recordar cómo habían vencido aquella vez pero, ¿y si nadie la hacía caso en la próxima ocasión? Además, Khram sabía que una victoria engríe el corazón de los hombres que, llenos de vanaglorias por un triunfo anterior, se anclan en la sensación del ganador y se olvidan de que la batalla que queda por luchar es aún más importante que la que ya se ha ganado. Si los dejaba solos, estos yskim acabarían muertos, defendiendo lo que ya no podrán volver a conquistar, desafiándose entre sí por aquello que ya no podrán ganar de ninguna de las maneras. Aeena sucumbiría. Yurizh moriría. Y les debía algo, al menos a ellos dos. Debía quedarse. Debía enseñarles que el peligro acecha tras cada esquina, debía estar con ellos. Los invasores no se habrían rendido, pese a perder un gran número de compañeros, eso Khram podía verlo tan claramente como veía a Ragnar bajo el influjo de la luz mágica. El aprendiz de mago sabía, y en estos menesteres ya no era tal aprendiz, sino un sabio maestro, que los vencidos volverían a por venganza para sus caídos y revancha para sus pretensiones.
Y si querían volver, allí le encontrarían.
Intentando disculparse con Ragnar mediante la mirada, Khram comenzó el tedioso proceso de retirar los aparejos de su caballo, que lo miraba ahora con un gesto de amplia decepción. Kora pareció alegrarse más. Descendió con agilidad utilizando los pliegues de la ropa de Khram como escalones y volvió a acurrucarse al lado de la piedra que caldeaba el ambiente dentro de aquella extraña yurta. Pronto, en la quietud de la noche, pudieron escucharse los suaves ronquidos del animalito. El joven la envidiaba. Ella tenía paz en su corazón, mientras que él, aun cuando parecía que había encontrado algo de calma en su existencia, nunca parecía tener su alma tranquila. Incluso con la cantidad de depredadores que tenían, deseó ser una mangosta. Después de todo, un animal que era capaz de enfrentarse a una cobra, debía ser bastante respetable.
A pesar de que intentaba no armar demasiado escándalo, las hebillas de los aparejos del corcel tintineaban por todas partes. Incluso Nodym parecía haberse puesto en contra de Khram, resonando notablemente en su vaina, sin que el fardo de pieles que la protegía fuese impedimento como para que el ruido saliese de aquel envoltorio. Nada parecía amortiguar el estrépito que, a oídos del bortai, hacían aquellas piezas metálicas rebeldes. El propio caballo no contribuía a hacer aquello en silencio. Pateaba resignado y piafaba disgustado, como si estuviera dispuesto a que cualquiera que hubiera despertado de un feliz sueño rebanara una oreja a su dueño por haberle sacado de entre las pieles. Hasta los ronquidos de Kora, tan quedos, parecían a Khram una batahola de estrepitosos sonidos de batalla.
Nadie más apareció. Aparte de Yurizh, ninguno de los habitantes del poblado vino a quejarse o a decirle que se callara. O estaban demasiado dormidos, o realmente aquellas paredes de hielo aislaban demasiado bien todo el estruendo que había hecho al quitar todo el equipaje de la grupa de Ragnar, que piafó sonoramente de nuevo, como última pataleta por el cambio de opinión de su amo. El bortai imaginó que el animal debía estarle cogiendo a Yurizh el mismo cariño y afecto que él. Y estaba seguro de no equivocarse demasiado: el garañón era selecto en exceso con los que se arrimaban a él.
Tomó un par de hierbablancas de un pequeño zurrón y se las ofreció como disculpa a su montura, que aceptó ahora silenciosamente, congraciándose con el jinete. Dejó que disfrutara de su golosina y fue al lado de Kora. Apoyó la cabeza sobre la silla del caballo y tomó al pequeño animalito, que rebulló un poco y luego se tranquilizó, arrebujado sobre el amplio pecho del hombre, que acariciaba suavemente su librea parda y tersa. El calor y los rápidos latidos de su pequeña amiga confortaban el ánimo de Khram y le hacían sonreír, aunque fuera levemente. Poco a poco, el sueño fue venciendo al bortai, que no recordaría el modo en que abandonó el mundo de la consciencia y se adentró en un mundo en el que sólo él podía penetrar.
Y soñó. Después de mucho tiempo, después de haber tenido la conciencia tranquila, purificada por aquella nieve, soñó, y nada en sus sueños había cambiado. Un magnífico guerrero ataviado con una aún más magnífica armadura de cuero negro, surgía de entre las llamas de la guerra, blandiendo una espada con raros diamantes negros engarzados en la guarda y el pomo. Su porte era majestuoso y el manto de líder asomaba a su espalda, como si las negras alas del cuervo que había repujado en su armadura, lo llevaran volando hacia el frente de batalla, dispuesto a arrebatar todas las vidas que le fuera posible. El rostro, congestionado en una fiera mueca, estaba cruzado por una horrible cicatriz, que confería aún más ferocidad a aquel gesto temible. Acometía salvajemente, sin mirar, confiando en que su arma se hundía en carne enemiga y no en la de sus compañeros de batalla. Negras manos, surcadas por torrentes de sangre coagulada blandían aquella hoja que buscaba sin descanso las almas de aquellos que encontraba en su camino, una y otra vez.
Invariablemente, los vítores volvieron a llenar su sueño, los gritos de victoria de los guerreros conducidos por el hombre de la cicatriz hacia aquel resultado. Su cabello, poblado de hebras de plata, ondeaba al cálido viento, más bochornoso aún por los fuegos que ardían todo alrededor. Los gritos fueron subiendo en intensidad, ganando en tono y las risas inundaron aquellas llamas. La lluvia comenzó a caer fuertemente y el guerrero pareció dar las gracias por aquel maná que caía del cielo y que le ayudaba a ocultar las lágrimas que vergonzosamente derramaba. Sus dos rodillas se rindieron y, doblándose, hicieron caer al hombre sobre el barro, agotado, diríase, de su propia existencia. Lloró amargamente y sus gritos quedaron ahogados por los truenos que resonaban todo alrededor. Había rabia y tristeza en aquellos bramidos. Algo hablaba, algunas palabras transportaban los rugidos que la victoria había acallado, tapados por los vítores y las celebraciones. Palabras que Khram no llegó a entender.
Hasta las lágrimas que caían por sus mejillas sonaban en los oídos del bárbaro, que contemplaba la escena con estupefacción. Aquellas lágrimas parecían estar quemando el rostro del guerrero, por lo que él gemía. Pero no eran las lágrimas las que dolían en el corazón del arrodillado, sino el mensaje que claramente oía el bortai mientras las lágrimas repiqueteaban en el suelo, y que sólo él parecía oír: No me abandones.
Aquella triste voz era la que Khram había oído tantas y tantas veces y que, ahora, lejos de su tierra había llegado a añorar, a pesar del conflicto que desataba en su interior contra sí mismo. Aquella voz le había dado paz cuando la necesitaba, pero él mismo la había llegado a desterrar fuera de sí, porque su padre pensaba que aquello no eran sueños adecuados para un guerrero honorable. Aquella voz, que tantas veces había atribuido a su madre. Aquella voz, que salía de los charcos que se mezclaban con el agua de lluvia en la que se reflejaba aquella hermosa efigie que había visitado a menudo los sueños de Khram desde que tenía memoria. Aquella efigie que tanto le recordaba a Aeena.
No me abandones, dijo otra vez.
Empapado en sudor, un sudor frío y malsano, el bortai se incorporó, con la cara desencajada y ahogando un pavoroso alarido. Miró en derredor y, al comprobar que la blanca yurta seguía cubriendo su cabeza, mientras las estrellas eran azotadas por el gélido viento del exterior, se tranquilizó un poco. Fuera todo seguía oscuro. En el interior, la bola blanca de luz que había conjurado, inconscientemente, parpadeó dubitativa durante un par de instantes antes de apagarse. El bárbaro acompasó de nuevo su respiración y volvió a acariciar el suave pelaje de la mangosta, que apenas se había inquietado con el sobresalto. Pero ya no cerró los ojos, no quería seguir soñando, no quería seguir teniendo aquellos ridículos sueños suyos. Se conformó con velar el de Kora y Ragnar mientras el viento resonaba fuera con fuerza, entre la inmensa oscuridad del desierto de las Tierras Blancas. En la lejanía, se oyó un lastimero gañido, quizá un urgo que había pisado una espina. Pero lo que más oía era el sibilante sonido de la ventisca, que no cesaba ni un solo instante. Khram se había pasado su infancia oyendo fuertes vendavales silbar entre las rendijas de la tienda de Dada, pero aquello no eran más que apacibles brisas marinas en comparación con los huracanados soplos que corrían entre las yurtas de hielo de los yskim. Parecía que horribles monstruos de las profundidades de los avernos que gobernaba Malak se hubieran conjurado en el centro del asentamiento para atormentar a sus dormidos habitantes.
Khram había oído tales leyendas entre los suyos, pero nunca les prestó una atención exagerada. El viento era viento y a menos que te tirara un árbol encima, no podía matarte. Y sin embargo, temió el viento blanco que recorría aquellas tierras, pues no era el cálido viento de Entrovia o el fresco aire que corría desde los Bosques de Plata, sino un asesino invisible que podía congelarte hasta el tuétano si no te cuidabas bien de protegerte por la noche.
Cuando llegó la mañana, el viento había parado. Por completo. Era la primera vez que el bárbaro podía recorrer las planicies sin el zumbido de aquel molesto habitante de todas partes que no vivía en ningún sitio en particular. Parecía como si los sonidos de las criaturas vivas se hubieran multiplicado enormemente en aquella tregua que había pactado por sí mismo, sin contar con aquellos a los que azotaba salvajemente día tras día. Oyó extraños cantos de pájaros y los rasposos movimientos de pequeños topos reanudando la tarea de excavar sus intrincados túneles subterráneos. La inclemente meteorología de las Tierras Blancas apenas concedía un respiro a la tarea de la Dama Verde, pero cuando la furia de los elementos se aplacaba, parecía ser que aquella nobilísima mujer infundía una vitalidad inusitada en sus criaturas, que habrían de crecer y vivir deprisa si querían ver el sol antes de que la siguiente nevada cayera sobre sus cabezas y pudiera acabar con la siguiente generación de un plumazo. Los animales, igual que los seres humanos que penosamente arrancaban su sustento a aquella tierra inhóspita, debían vivir deprisa si querían hacerlo. Los depredadores más variopintos acechaban tras el largo periodo de hibernación y también ellos tenían que vivir deprisa, si querían hibernar con el estómago lleno de presas que tenían aún más prisa por vivir que ellos.
Salió al exterior y subió por la pared externa de su vivienda hasta poder ponerse de pie en la cúpula superior. El espectáculo del amanecer en aquellas tierras capaces de reflejar hasta el más mínimo rayo de luz fue hermoso. Miles de rayos de colores que Khram no hubiera imaginado jamás que existían rebotaban contra las paredes heladas de los yskim. Lentamente, la cara de Brishna fue caminando por las sendas celestiales, produciendo cada vez más curiosos juegos de luz al chocar contra las pulimentadas caras de los sillares de nieve de las yurtas del pueblo del hielo. Aquello era digno de contemplarse y el bortai se felicitó por primera vez en su vida. Había conseguido contemplar aquella belleza y se dijo si alguna vez volvería a contemplar algo más hermoso que aquella aurora.
La actividad en el campamento iba aumentando poco a poco. Las madres salían a recoger las prendas que habían dejado secando a la ventisca de la noche anterior y preparaban los desayunos para sus hijos y maridos. Los ancianos se desperezaban y corrían a ponerse al sol, como arrugadas lagartijas que buscaran la mejor piedra sobre la que calentar su fría sangre. Los hombres salían rascándose las barbas, con cara de sueño, dormitando aún entre los sudores nocturnos, sacudiendo de las cabezas los malos sueños, intentando retener aquellos que les habían sido agradables. Los niños, yskim o bortai, seguían siendo niños y sólo pensaban en jugar y varias bolas de nieve habían volado ya por encima de las cabezas de adultos que se afanaban en activar sus entumecidos cuerpos para ponerlos en servicio para realizar las tareas diarias. Desde su pedestal, Khram podía observar la totalidad del campamento, que ya estaba hormigueando por doquier. Aquella estampa, aunque la hubiera visto desde otra perspectiva, le era familiar.
- Buen día, hijo del sur.
Aeena lo miraba desde apenas unos palmos más abajo, retrepándose a la bóveda sobre la que se encontraba el bortai. Cuando llegó allí, cruzó los brazos sobre su pecho y allí se quedó en silencio, observando el horizonte, igual que su huésped, disfrutando cómo el sol se levantaba definitivamente sobre la tierra e iluminaba a los seres que necesitaban de su energía para sobrevivir.
- ¿También trepabas en tu tierra sobre las tiendas para poder ver cómo salía el sol por el horizonte, hijo del sur?
- No – contestó brevemente. – Pero sin duda alguna, aunque lo hubiera hecho, jamás habría visto tal belleza ante mí, te lo aseguro. Aquella tierra es dura y reseca y la luz no podía llegar a los yermos pastizales con la misma intensidad que aquí llega al helado suelo. Allí esto no podrás verlo jamás, hija del norte. Alégrate de poder verlo cada mañana, pues es un regalo que no todos pueden disfrutar.
- ¿Nunca has visto amanecer antes?
- Muchas veces. Pero nunca me había parado a apreciarlo como ahora.
- Tienes suerte, hijo del sur. Aquí muchos no llegan a ver un segundo amanecer.
Tenía razón.
- No pienses, mujer, que en mi tierra muchos ven más amaneceres. Ese paraíso con el que tantos entre los tuyos sueñan no es tal. La hierba nace ya muerta, y son escasos los arroyos y los ríos que bañan nuestros cuerpos y dan de beber a nuestros hijos. La caza huye durante los meses fríos y en los meses cálidos sólo está de paso por nuestras tierras. Quizá Bort no sea tan duro como el país de los yskim, pero no pienses que allí llueven fruta y conejos.
"Bort es un secarral, una vastísima y yerma extensión a la que apenas pueden arrancársele unos cuantos hierbajos cada estación. Los bosques no están sino en nuestras lindes, donde los elfos los valoran por encima de sus propias vidas y sus flechas nos impiden cazar ni uno sólo de sus seres vivos. Y en los marjales, donde podríamos pescar, viven draks, criaturas con aspecto de reptil, que no tienen ningún respeto por los que no son como ellos. Adentrarse en sus dominios es enfrentarse a un destino mortal de necesidad y son pocos los que han sobrevivido al ataque de estos reptiles bípedos."
"Aquí apenas sobreviven unos cuantos animales escondidos en la nieve y las plantas que medran entre el hielo son casi inexistentes. Pero aún así, arrancáis de ella lo que podéis y prosperáis lo que la propia tierra os permite. Exactamente igual que nosotros, hija del norte."
"Si los bortai y los yskim son sólo ramas del mismo tronco, ambas ramas no han sufrido más que el mismo destino pero en direcciones opuestas. Nosotros apenas podemos sobrevivir con el sustento que nos proporciona nuestra estepa, mientras que vosotros bregáis por mantener vuestros pies hollando débilmente esta extensa tundra."
"El viento aquí no para de soplar y el granizo azota todas las noches vuestras yurtas, haciendo que añoréis los tenues rayos de sol que Brishna os ofrece cada día durante un escaso periodo de tiempo. En Bort, Brishna ofrece su cara menos amable, castigándonos con un calor extremo durante el día, tostando y curtiendo nuestra piel, para dejarnos sin calor alguno durante la noche, que roba la calidez de nuestros cuerpos casi tan deprisa como esta tierra vuestra tan dura. Las lluvias anegan nuestros asentamientos y ahogan las pocas plantas que podemos aprovechar para alimentarnos nosotros y nuestros animales."
"No, Bort no es ningún paraíso, Aeena, te lo aseguro. Y no es una tierra que prometa supervivencia, sino todo lo contrario. Promete muerte y lucha, lágrimas y sufrimiento. Y seréis pueblo al que diezmar para las gentes que os rodean. Gentes cuyas armaduras son tan recias y brillantes como el acero que empuñan y cuyo único objetivo es diezmar a los bortai por el mero hecho de existir, porque creen que es su derecho el convertirnos a su civilización, que dejemos de ser lo que ellos llaman bárbaros y seamos ridículos súbditos de reyes y emperadores que no se han ganado su título con el honor en la mano, sino bajo el yugo del asesinato, la corrupción y la deshonra."
- Exageras, hijo del sur. Sabemos que habéis prosperado. Sabemos que resistís a esos invasores. Y sabemos que, año a año, a pesar de lo que cuentas, seguís vivos, manteniendo vuestra tierra, manteniendo vuestro pueblo intacto.
- Tampoco te equivocas en eso que dices, Aeena. Y es que los bortai tienen algo que vosotros habéis perdido. Los bortai poseen un secreto que llevaron con ellos cuando descendieron de estas tierras y que vosotros habéis perdido.
- ¿Un secreto? – la mujer abrió los ojos todo lo que pudo, como si quisiera hacerlos saltar de sus órbitas. – Es algún tipo de magia poderosa, lo sé. Más poderosa que la de nuestros shamanes. Si no, ¿cómo podríais medrar en ese infierno? Entonces, ¡nos lo habéis arrebatado! ¡Finalmente tendrán razón las voces que se alzaron en contra de los sureños! ¡Sois traidores!
- No es ninguna magia, ningún hechizo o artificio, Aeena, tranquilízate – Khram agitó las manos con un gesto que intentaba calmar el encendido ánimo de la muchacha. – Es algo que tú tienes, algo que tenéis todos en este campamento, pero algo que habéis olvidado compartir con el resto de tribus.
- ¿Qué es, hijo del sur?
- Vosotros mismos – sentenció, dejando que aquella frase flotara un momento entre ambos, para que ella se diera cuenta de la magnitud de aquello que habían perdido y que los bortai habían guardado celosamente. – Lo único que tenéis es a vosotros mismos, Aeena. Y tenéis que daros cuenta. Las distintas tribus no sois distintos pueblos y vuestras tierras no son distintas. Vuestras tierras son las mismas y vosotros sufrís lo mismo que aquellos que nos atacaron hace poco. Lo único que varía entre unas tribus y otras es la forma en que os enfrentáis a la nieve y el hielo. Vosotros lucháis contra el inclemente tiempo, contra la ventisca y los grandes copos que caen del cielo incesantemente. Otros han preferido luchar con vosotros y otra gente como vosotros. Deben considerar que es mucho más fácil arrancaros a vosotros lo que vosotros arrancáis a la tierra que arrancárselo ellos mismos.
Aeena torció el gesto en una expresión decepcionada y triste. Agachó la cabeza, compungida, y se quedó un buen rato mirándose las puntas de los pies, sin moverse, sin decir nada. Khram la observó paciente. Sabía que tenía más preguntas que hacer, sin lugar a dudas.
- ¿Cómo es posible? – preguntó al fin.
- No sabría explicártelo. Quizá sea porque vosotros no tenéis quien os gobierne y dirija en absoluto. Tenéis un consejo consultivo, pero no tenéis un líder recto, justo, que sepa dirigir con mano firme vuestros destinos y, que a la vez, sea duro y sanguinario con los enemigos. Si uno alza la voz, los demás le seguís ciegamente. Tanto si ha demostrado su valía como si no. Para nosotros, nuestros líderes han de demostrar que son dignos de dirigirnos. No seguimos al primero que se levanta y dice lo primero que se le ocurre. En Bort, los líderes se eligen mediante pruebas, mediante un thing. En este thing, los candidatos han de superar combates cara a cara y con las manos desnudas, matar a un oso o demostrar su habilidad cantando las antiguas canciones. Sólo aquellos que superan más pruebas y con mayor margen son merecedores del manto del liderato. Y sólo a ellos seguiremos.
- Entonces ya no sois libres.
- Eso también es falso, Aeena – la corrigió. – Nuestro destino lo elegimos nosotros. Los líderes son los que deciden el camino, son nuestros guías y son caudillos militares. Cuidan de nosotros y nos llevan de la mano, como amantes padres de su pueblo. Pero nunca un caudillo ha negado la libertad de ninguno de sus hombres ni ha dado una orden fuera de la lucha o que no afectara a la batalla. Los bortai son libres de ir y venir, de hacer y deshacer. Y, a pesar de ello, un solo corazón latirá en toda la nación cuando el caudillo los convoque a todos a la guerra. El ejército será uno y los enemigos derrotados. Y cuando esto ocurra, cada mujer y cada hombre volverá a ser tan libre como sueñe.
"Vosotros no sois libres. Estáis sujetos a vuestro pedazo de tierra fértil, no vagáis, no variáis vuestros campamentos, siempre tan inmutables, tan fijos, tan silentes. Bort nunca instala sus tiendas más tiempo del que es necesario. Y cuando ese tiempo se agota, las yurtas son plegadas y recogidas de nuevo a la espalda o, con suerte, a la del caballo. A la noche, estarán en un nuevo sitio."
"Os habéis perdido, Aeena. No somos nosotros los que os hemos abandonado. Vosotros os quedasteis atrás."
Khram terminó su alegato final y Aeena se miró las manos.
- Quizá no haya mentira en tus palabras, hijo del sur. Quizá lo que dices sea cierto.
El bortai sonrió, condescendiente, como un padre que hubiera hecho comprender a una hija tozuda lo inconveniente de andar realizando ciertas acciones que, por más que le gustara realizar a la niña, eran perniciosas para su seguridad.
Khram estaba convencido de todo lo que había dicho era cierto. Aquel pueblo del frío se pasaba la vida lamentándose por lo que no tenían, en lugar de mirar lo que tenían, y deseando lo que otros habían ganado con todo el esfuerzo, en lugar de esforzarse en ganar lo que otros habían deseado. Las posesiones, las tierras... nada tenía sentido si no había vida para disfrutarlo. Nada tiene sentido si no existe quien disfrute de ello. Nada tiene sentido si todo se pudre sin haber llegado a ser admirado. El mundo está para que los hombres lo pueblen, no para que el mundo sea el que domine al hombre. Es el hombre quien tiene que domeñarlo, antes de que lo hagan los dioses o quien quiera que tenga intención de hacerlo sucumbir. Si desaparece, los hombres lo desearan, y si lo han tenido, se tirarán de los pelos por no haberlo degustado tal como se merecía.
Del mismo modo, el mundo no tiene sentido sin hombres que lo pueblen, que lo activen, que demuestren que es fértil y no huero, como un huevo sin fecundar. Toda la creación debe dar su fruto y un mundo sin hombres no podría fructificar, no podría culminarse en absoluto.
Clavados los ojos en el horizonte, Khram volvió a pensar en Bort. Girándose en redondo, volvió su mirada a lo que fue su tierra natal, a lo que se negó a ser su hogar tanto y tanto tiempo, a lo que había acabado por repudiarlo y expulsarlo de su seno. Y tomó una decisión.
A su lado, Aeena se movió intranquila. Parecía que todo lo que le había contado había hecho mella en su alma, dejándola llena de dudas, vaciando el espacio que el rencor hacia los que los habían olvidado había ocupado en ella. Aeena se daba cuenta de que fuera de aquellas tierras blancas existía todo un mundo que recorrer, toda una tierra a la que admirar y toda una pléyade de gentes y pueblos. Aeena se daba cuenta de que el mundo no era el que se había cerrado a ellos, sino que eran ellos los que, en un alarde de desatino, se habían cerrado al mundo. Y así, el mundo había olvidado por completo toda su existencia, convirtiéndolos en un cuento que las viejas contaban a sus nietos en las noches frías alrededor de una hoguera. Ella también tomó su decisión.
Ágilmente, la yskim resbaló por la pared externa de la yurta de hielo, aterrizando suavemente sobre la alfombra de nieve que la rodeaba, haciéndola crujir casi imperceptiblemente. Miró hacia arriba y sonrió a su compañero. Este, interpretó aquella sonrisa como una invitación a que la siguiera. De un salto, el enorme bortai bajó de su pedestal, causando una conmoción en el prístino suelo que hizo saltar cascadas de nieve a su alrededor, dejando un hueco vacío como señal de lo que había ocurrido.
Ella se adelantó al hombre, en dirección al borde del asentamiento. Convulsos movimientos sacudían sus hombros, espasmódicos, casi como si un ataque le hubiera sobrevenido a la mujer. Alarmado, el joven corrió entre aquella tupida capa de nieve, trastabillando, cayendo casi, intentando alcanzarla para reanimarla. Cuando la alcanzó, la giró bruscamente agarrándola por el hombro izquierdo, pero cuando consiguió verle la cara, a Khram se le mudó el rostro. Toda la congoja y la alarma fueron sustituidas por una expresión de indescriptible ignorancia, a lo que siguió una convulsión mucho más fuerte del cuerpo de Aeena.
- Pero qué torpe eres, hijo del sur.
Khram rió con ella.
Khram se removió en las pieles, inquieto. Se despertó algo sobresaltado, pero sin hacer demasiado ruido. Aún sentía el calor junto a él y no quiso que se apartara. Era agradable tener aquella sensación antes de levantarse y quería disfrutarla a fondo. Era una de las pocas cosas con las que aún podía disfrutar. La noche le negaba el descanso, pero aquella tibieza al menos le reconfortaba y las pesadillas se habían reducido considerablemente. Ahora no soñaba. Quizá el tener en mente más cosas que sus propios crímenes fuera lo que necesitaba.
Decir que no soñaba no sería del todo correcto. Khram seguía soñando y las atrocidades que otros le habían hecho creer que había cometido seguían agobiándole cuando se acostaba y cerraba los ojos, impidiéndole descansar como debía. Pero cada vez eran menos recurrentes y podía, cuando menos, relajarse un mínimo.
Giró la cabeza. Casi no podía creer que estuviera viviendo momentos de paz. Casi había olvidado lo que era poder estar tranquilo, sentado frente a una hoguera, viviendo simplemente por el hecho de estar vivo. En Bort, el hecho de estar vivo suponía la posibilidad de morir en cualquier momento, presa de hombres, animales o elementos. Allí, en aquella helada extensión de tierra, aunque la presión era muchísimo mayor, aunque las dificultades eran más, había encontrado sosiego. Allí podía vivir. Y al comprobar este hecho, sonrió.
No era la sonrisa de Khram un bello espectáculo en el que su rostro se iluminara, como ocurría con otras personas. Más bien, cuando sonreía, se hacían mucho más evidentes las preocupaciones y la tristeza que habían sido dueñas de su vida durante tantísimo tiempo. Era como si esa sonrisa fuera un marco que resaltara aún más todo el sufrimiento que acarreaba sobre su espalda. Las arrugas de sus ojos, demasiado abundantes para su edad, se contraían forzadas, incómodas. Sus labios apenas se curvaban y sus dientes jamás se asomaban entre ellos cuando lo hacía. Y si llegaban a asomar, la mueca que componía Khram más que una sonrisa era una invitación a pasar al infierno.
Pero esa vez, Khram sonrió de verdad. Casi por primera vez en la vida, su sonrisa no llevaba la carga de pesar que solía hacer aflorar cuando se componía. Suponía que cuando era niño también había podido sonreír así, pero entonces creció. Y ahora, esa sonrisa había vuelto, después de haber estado ausente de su rostro durante tanto, tanto tiempo. Ahora tenía una razón para que volviera.
Su brazo izquierdo se plegó sobre lo que tenía al lado, responsable de ese calor que le había hecho permanecer en el lecho después de despierto. Con una gran dulzura, su mano, tan grande ya como lo fue una vez la de su padre, encontró el cuerpo que yacía plácidamente tendido de costado, abrazado a su pecho, y que subía y bajaba armónicamente, sumido en el sueño que la oscuridad negaba al bárbaro. Tímidamente, sus dedos se posaron en un brazo bien torneado, fuerte, pero de delicadas líneas. Suavemente, paseó su áspera mano por la blanca piel de la mujer, que a su contacto se estremeció levemente y gimió en sueños. Se removió para acomodarse mejor en el hombro del bortai y Khram reclinó su cabeza hasta que su rostro tocó el cabello de ella, en una romántica caricia que hizo más amplia la sonrisa del hombre. Volvió a cerrar los ojos y recordó cómo habían llegado allí.
Aeena acababa de bajar del techo de su extraña yurta. El amanecer de aquellas tierras, lleno de belleza, hacía mucho más bella toda aquella nieve y hielo, que poseía una hermosura salvaje, difícil de poder imitar. Khram había bajado tras ella y la había seguido.
Ella cogió un arco y una aljaba y se los echó al hombro. Con la gracia de una gacela, caminó lentamente hacia un bosquecillo cercano. Khram no supo decir, ni entonces ni tiempo después, qué había sido lo que le había impulsado a seguirla. Había algo en aquella felina mirada que le atraía, que le subyugaba. No habría sabido decir si por sus sueños, por sus recuerdos o por algo más. El caso es que los ojos de la yskim causaban en Khram el mismo efecto que la mirada de una serpiente sobre su presa. La diferencia radicaba en que Khram nunca se sintió atrapado por Aeena. O eso quería creer él. Cogió otro arco y corrió en pos de ella, llegando a su altura. Ella entornó los ojos y le sonrió, ofreciéndole secretos que nunca confiaría a otro hombre. Los árboles fueron sus confidentes y la espesa capa de piel de yazteeh que llevaba Khram encima, testigo de su frenesí. La helada fronda se llenó de tímidos gemidos y quedos susurros, únicas evidencias de lo que estaba ocurriendo. Allí quedaron, extenuados y llenos el uno del otro, entrelazados, buscando el descanso y el cobijo que les proporcionaba la piel de la persona que tenían al lado. Pasaron la noche allí, juntos, lejos del alboroto y la actividad que hacían bullir el campamento, ajenos a toda mirada indiscreta, encontrando inmenso placer en la mera presencia del otro cerca de sí mismos.
No fue hasta el día siguiente que ambos volvieron al círculo de extrañas yurtas. Nadie en el campamento pareció darse cuenta de lo que había pasado entre ambos. Tampoco ellos sentían necesidad alguna de comentarlo. Era algo suyo. No tenían por qué hacer partícipe de ello a nadie. Era algo que exclusivamente poseían ellos. Era algo que nadie más podía entender y que nadie más podía sentir. Aquello eran ellos y eran lo mismo.
Ese día, ambos siguieron sus rutinas. Aeena desapareció durante el resto del día, perdida en quehaceres varios. Khram volvió a su yurta y se dedicó a cuidar de sus animales, que eran los únicos que parecían haberle echado de menos. Casi podría decir que se sentía culpable por haberlos dejado solos. Tanto Ragnar como Kora le miraban con reproche, culpándole de algo que ni siquiera sabía lo que era. Arrepentido, el bárbaro les pidió perdón en voz alta, como cuando había viajado con ellos en la tundra, en aquellas cavernas que los habían cobijado. Quizá, pensó, no era justo dejar que aquellas dos criaturas, las únicas que le habían seguido, las únicas que jamás le habían acusado falsamente, quedaran fuera de lo que había tenido con Aeena.
De todos modos, se dijo el bortai, no ha sido más que un arranque de pasión. Él ya había tenido esos arranques con anterioridad y, por su experiencia, sabía que las mujeres bortai también los tenían. ¿Por qué iban a ser distintas las yskim? Muchos bortai sólo se encamaban para una única vez, para dar rienda suelta a la pasión tiempo refrenada y después seguían sus vidas. Después de todo, eran libres. Y nadie era quien para cuestionar lo que, en uso de su libertad, hiciera otro. Los bortai eran el último pueblo libre. Pero incluso aquello ya no era cierto. Había otro pueblo que hacía uso de su libertad tanto como ellos. Quizá era aquello lo que hacía sentir a gusto al bárbaro en aquella enorme estepa blanquecina. No, Aeena no podía compartir yurta y pieles con él. Era una mujer libre, que disfrutaba de su libertad. Tenía la salvaje belleza de las mujeres de la estepa y la convicción moral de las bortai. Ella no compartiría su vida con él.
Y sin embargo, había dentro de su corazón algo que le decía todo lo contrario. Él no quería hacerse la estúpida ilusión de que ella accedería a ser su compañera. Pero en el fondo, era lo que más deseaba. ¿Qué otra cosa podía desear una persona cuando durante toda su existencia ha estado sola? Alguien con quien compartir el resto de su existencia era lo único que deseaba. Y, estando claro que en su patria no iba a conseguirlo, ¿qué le impedía buscarlo fuera? Khram estaba seguro de que Aeena sería para él todo lo que la vida y Druma le habían negado hasta ahora. Compartir las pieles con ella era mucho más que agradable. Y sin embargo, el joven tenía la seguridad de que la yskim estaba fuera de su alcance. Tantos siglos de aislamiento entre unos y otros, tanto tiempo separados, aunque fueran de la misma casta, había creado barreras invisibles que eran más que insalvables. No porque fueran a tener híbridos que no sobrevivieran, como en el caso de los enanos y los elfos, sino porque se habían separado en dos razas distintas por decirlo de alguna manera.
A pesar de todas las dudas, Khram acarició el cabello de la yskim. Era la única que hacía acallar sus crímenes y remordimientos. No hacía mucho, habría dado el brazo de la espada por estar con alguien así. Y ahora había recibido lo que tanto había deseado.
De nada habría servido mantener el secreto. En aquel reducto de tiendas de hielo era casi imposible mantener algo oculto. Los yskim vivían apegados entre ellos, muchísimo más que los propios clanes y familias de Bort. No eran pocos los que, después de su aventura en los bosques colindantes, se sonreían y murmuraban al ver a uno o a otro. Khram estaba acostumbrado a los cuchicheos en los que oía su nombre o alguna otra referencia sobre él, pero no así Aeena, que, como confirmando los rumores, se sonrojaba cada vez que oía algún comentario que tratara sobre lo acaecido en el bosque. Esto daba lugar a aún más risas y comentarios, que poco a poco subían de tono, fantaseando sobre acciones y actitudes y agujas de pino clavadas en no sé qué partes.
Pero no todo eran comentarios jocosos y alegres por la suerte de los dos muchachos. Había también miradas torvas, cargadas de resentimiento y hasta de odio.
Khram sabía que su condición de bortai despertaba envidias y reacciones que no eran nada amistosas. Mientras que muchos le habían dado una cierta bienvenida con una cierta calidez, a muchos otros no les parecía más que una condena terrible tener que tratar con alguien venido del sur, allí donde ellos no habían podido llegar aunque lo pretendieran. Si se pensaba, de alguna forma, era hasta ridículo. O quizá no. Muchos hombres y mujeres yskim, curtidos de una forma más dura que los bortai, habían caído en el transcurso de las caravanas que, según los ancianos, habían sido enviadas a las tierras cálidas que los antepasados del aprendiz de mago habían ocupado hacía ya tantísimo tiempo. Según los registros de aquel pueblo de hielo, cientos de expediciones habían abandonado sus hogares en el desierto blanco para perderse en él y no regresar jamás. Cuando la natalidad comenzó a descender e incluso los niños que nacían, no llegaban más allá de dos o tres días, las partidas habían cesado su actividad. Ya no había nadie que quisiera recorrer el hielo y la nieve para pedir ayuda a aquellos que, aunque alejados, aún poseían su sangre. Y aquellas pérdidas se achacaban a la indiferencia de los bortai, a que ellos no habían querido volver a recoger a los que habían quedado atrás y ahora debían permanecer encerrados en aquella gélida tierra que se había convertido en su prisión. Muchos culpaban a Khram y a su pueblo de abandonarlos a su suerte.
Khram entendía lo que sentían. Comprendía perfectamente que se hubieran sentido abandonados. Pero jamás había oído en las leyendas y las historias que Dada le contaba que los yskim y los bortai estuvieran emparentados, que hubieran sido un mismo pueblo en algún momento de la historia. Dada había guardado en su corazón mucha de la tradición del pueblo bárbaro, pero nunca había mencionado parentesco con el pueblo legendario de los yskim, que sólo se nombraba en leyendas que se perdían en el amanecer de los tiempos, pero como un pueblo ya desaparecido y extinto, absorbido por interminables avalanchas de nieve que los habían aplastado y reducido a nada o menos aún. Cuentos. A eso había quedado reducido aquel magnífico pueblo que había sido fuente de toda la tradición y la historia que su yaya le había confiado desde que era un bebé. Quizá por eso, el joven aprendiz tenía la sensación de estar viviendo una de aquellas leyendas.
Pero lo que no podía comprender Khram era que le culparan a él de lo que los antepasados de los bortai hubieran hecho. Por más que se esforzaba en explicarles que él no tenía conocimiento de ningún parentesco o relación, ninguno de los que le había mostrado una mirada resentida podía, o más bien estaba dispuesto, a creerle. Todo el sufrimiento de su nación parecía haber sido originado por Khram y no había manera de que tendieran al sureño, cuando menos, un cabo de indiferencia o siquiera dejaran de mostrarle antipatía. Incluso en aquel remanso de paz que había encontrado, se sentía Khram perseguido.
Aunque la gran diferencia era Aeena.
Enormes gotas de sudor le caían por la frente, resbalando hasta el grueso jubón, lleno ya de sangre. A su alrededor caían unos y otros, pero él no iba a dejar de pelear. Era su vida la que estaba en peligro y mucho más, su felicidad. Habían querido reclamarle todo aquello que durante meses le había llenado el corazón. La vida le había reclamado ya mucho, pero nunca le había dado oportunidad de luchar con ella. Ahora no dejaría que volviera a arrebatarle lo que era suyo.
Se dio cuenta del cambio que había experimentado. Hacía unos años, habría dicho que Druma le había quitado todo lo que Shan'dru le había dado. Pero ahora apenas mencionaba los nombres de los dioses. La última vez que lo había hecho era para maldecirlos. Nunca volvería a ensalzarlos.
Giró y otro tajo llenó sus ropas de sangre. La lluvia de aquella savia vital era continua. Y el devenir de los acontecimientos había llevado a la tribu de yskim a aquel punto. En aquel momento tan inoportuno, recordó qué había sido lo que les había traido desde el pasado hasta ese fatídico presente...
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Khram salió al frío con los ojos aún entrecerrados. Tenía que recuperar tantas horas de sueño que cada mañana le costaba una odisea levantarse. Tampoco es que hiciera nada particularmente importante o extremadamente imprescindible para su supervivencia o la de los yskim, pero tenía que comer y se negaba a que los ykeem le proporcionaran todo aquello que necesitara. Para el bortai, por mucho que los humanos protegieran a aquellas criaturas de leyenda, aquello era una forma de esclavitud consentida por los esclavos. La lacónica respuesta de Aeena fue que los ykeem parecían estar contentos con aquello y que no iban a cambiar una situación que había permanecido inmutable durante siglos a menos que una de las dos partes se mostrara incómoda con la situación. Y era evidente que así, todos ganaban. El aprendiz de mago vio al pueblo bortai tan identificado en esa declaración que, por un fugaz instante, vio claro que ambos pueblos eran parientes. Tampoco los hombres y mujeres de Bort eran propicios a los cambios de cualquier clase. Y pensar que su pueblo había surgido por la necesidad de cambio de algunos que abandonaron aquel infierno de hielo...
Kora, la pequeña mangosta iba cubierta por la pesada capa de pieles del bárbaro. El único que parecía protestar cuando salía de la yurta de bloques de hielo era Ragnar. El caballo estaba acostumbrándose demasiado a la calidez de su nuevo hogar y cada vez que Khram quería sacarlo de allí para pasear o cazar, piafaba y corcoveaba con evidente disgusto. Finalmente, podía más la terquedad del humano que la del animal y Ragnar avanzaba trabajosamente entre la nieve. Aún habiéndose rendido, la pequeña revancha del potranco se materializaba en sus intentos por retener la marcha del bárbaro. Khram accedía a estos ataques de rebeldía como un padre displicente que permite a sus hijos alguna travesura, sabedor de que pasada la rabieta, volverían a sus quehaceres. Así, cuando el animal olvidaba su enfado, volvía a trotar alegremente, con toda la energía que le proporcionaban sus poderosos músculos.
Un ligero y flexible arco de alguna madera que el bortai no supo reconocer dio buena cuenta de algunas pequeñas presas. Estaba seguro de que los ykeem, conocedores del lugar y depositarios de un saber ancestral, reunido a lo largo de los tiempos, podrían haber encontrado piezas más grandes que el par de ardillas y el visón que acababa de matar, pero no tenía más remedio que comerse aquello. No soportaba tener que depender de nadie.
Mucho tiempo había dependido de otros y a lo único que le había llevado aquella dependencia era a sentirse sólo, vacío. Suponía que a todo el mundo que dependía de los demás le llenaba aquella sensación cuando se quedaba sin aquellos de los que dependía, era inevitable. Y sin embargo, todos encontraban un punto de apoyo mediante el que salir adelante. Él no. Su único apoyo era él mismo, pues no podía confiar en nadie. Incluso contando con Aeena, que últimamente era más su compañera que otra cosa, seguía estando sólo. No quería depender de ella ni de ningún otro yskim. Sabía que el día que le dejaran como Dada, como Burbath, la rabia volvería a ser el único sentimiento que tuviera. Y no quería sentir rabia.
Por eso mismo fue por lo que al ver las sombras que empezaban a moverse furtivamente entre los centenarios abetos, se sintió morir. Al principio pensó que era un yazteeh algo más inteligente que el que casi lo mata. Pero al fijar la vista en lo que se movía, decidió que ningún yazteeh, por inteligente que fuera, llevaría un arco tensado y se escondería furtivamente. Seguramente, aquella brutal inteligencia confiaría en su enorme fuerza y su superior agilidad para abatir a cualquier presa que encontrara.
La sombra soltó la cuerda del arco en la lejanía, que restalló entre los troncos de los árboles con un ominoso sonido. El bortai tuvo en tiempo justo de agacharse antes de que la flecha pasara zumbando encima de su cabeza. Una hábil maniobra puso a Ragnar en camino, advertido del peligro por una sutil señal de su amo. Avanzando furiosamente, levantando pesadas nubes de nieve tras de sí, el caballo se tiró encima del atacante, helado por la impresión. Igual que los yskim entre los que vivía, debía ser la primera vez que veía un animal como aquel. El bárbaro desenvainó la bastarda de su madre y atravesó a su atacante desde el hombro izquierdo hasta el costado derecho. No hubo tiempo para gritos. Así que esperaba que no hubieran advertido su presencia.
Se puso a registrar el cadáver, mientras aún caía la caliente sangre sobre el congelado suelo. Aquel hombre parecía ser uno de aquellos yskim que los habían atacado en cierta ocasión. Pieles claras, cabellos trenzados y bigotes largos y aceitados. Ocultó el cadáver, ayudado por su montura, bajo una montonera de nieve que hizo derribar de la copa de un árbol, pero la sangre la dejó allí, manchando la prístina nieve, silenciosa delatora de su crimen. Recogió el arco del caído y continuó a pie. Aquel inútil había olvidado borrar sus huellas y era muy sencillo recorrerlas a la inversa para averiguar de dónde había salido.
No tardó mucho en encontrar el campamento. Un buen grupo de tiendas de cuero, muy similares a las que usaban los bortai, se levantaba en el centro de un claro. Entre ellas se movían bastantes guerreros con afiladas armas de hueso. Sabía que contra sus espadas de acero no tendrían nada que hacer, pero en el campamento yskim en el que vivía no había más armas de acero que las suyas, y las armas de hueso que tenían eran insuficientes. Incluso hasta los arcos de caza que utilizaban, eran insuficientes contra un ataque organizado. Aquel campamento no debía ser mucho más que una avanzadilla. Aquel grupo de yurtas no podía ser capaz de albergar a un número de guerreros con intención de conquista y sumisión. Y sin embargo, ¿no habían los bortai sometido a ejércitos tres veces más populosos? La batalla de Gurthrak, de tan glorioso recuerdo para Bort y tan dolorosas evocaciones para Khram, así lo habían demostrado. Pero en este caso, las dos facciones eran bortai.
Khram seguía pensando que aquellas luchas entre hermanos eran una pérdida de tiempo y de vidas. Bastantes enemigos querían aniquilarlos ya, condenándolos a un poderoso olvido como para enfrentarse ya entre sí. Si ofrecían sus vidas para matar a otros como ellos, ¿cómo podrían ofrecerlas para protegerlos? La estupidez del guerrero algunas veces alcanzaba cotas tan elevadas como su valentía. Muchas veces los shamanes lagarto habían intentado que las rencillas entre clanes desaparecieran, pero los líderes no estaban dispuestos a escucharlos en según qué asuntos: que ellos se dedicaran a los ancestros, que de los vivos se ocuparían quienes habían sido considerados dignos de dirigirlos. Y así, a veces, la sangre se derramaba contra la sangre, en lugar de por ella. Dada consideraba aquello la mayor traición contra Bort y Khram además lo consideraba la mayor traición a uno mismo.
Volvió a mirar a las yurtas y contempló cómo las primeras hogueras se encendían. La noche empezaba a caer, pues en aquel frío norte, los días se acortaban sensiblemente. Pronto él no podría volver y correría un riesgo enorme si se quedaba allí pasmado. Y sin embargo, valía la pena correrlo. Si aquellos hombres planeaban destruir todo lo que había aprendido a amar y había aprendido a amarle a él, ya era un gran beneficio pasar frío y hambre.
En el centro del corro, se reunían tres hombres. Uno de ellos, tuerto del ojo izquierdo y un feo costurón que le cruzaba ese lado de la cara desde la frente hasta la oreja, parecía ejercer el caudillaje en aquel grupo de avanzadilla. Seguramente, empezaban a echar de menos al explorador que había salido hacía un par de horas y estaba organizando algún tipo de cuadrilla de búsqueda. Los otros dos, más altos que él y más ancianos, parecían aconsejarle el uno en contra del otro. Gesticulaban mucho, parecían elevar las voces y el que parecía el jefe miraba con su único ojo a un lado y a otro, intentando discernir cual de los dos consejeros tenía más razón. Cuando se cansó de aquella escenificación, mandó llamar a algunos guerreros y les dirigió un puñado de palabras, escasas pero enérgicas. Estaba claro que aquello eran órdenes y que si salían a buscar al ojeador desaparecido, no tardarían en encontrarlo a él.
No eran más que tres, pero él contaba con un caballo y una mangosta. No eran de mucha ayuda. Retrocedió, extendiendo tras de sí su pesada capa, para eliminar cualquier rastro que pudiera delatar su presencia allí. Cuando se reunió con su montura, ató la capa a la grupa del caballo para borrar las señales que los poderosos cascos del joven potranco iban dejando a su paso por la nieve. Cuando se hubo retirado lo suficiente de aquellos delatores árboles, desmontó. Dejó a Ragnar sin amarrar, concediéndole suficiente libertad de movimientos y volvió sobre sus pasos, seguro ya de que no le encontrarían. Tenía sed de sangre, el awen había vuelto a apoderarse de él y tenía que saciarlo.
Sabía más que de sobra que el asesinato de otros tres hombres pondría más de manifiesto que algo se sabía de sus planes en la pequeña aldea de hielo que le había acogido. Pero si los mataba, serían tres guerreros menos de los que preocuparse y, si tenía suerte, alguno sería un hábil arquero. Luchar entre aquella nieve con las espadas era difícil pero había alguna posibilidad. Sin embargo, verse empalado por una saeta que caía del cielo implacablemente era más que probable en un terreno en el que las piernas se hundían y quedaban atrapadas. Los arqueros eran su mayor peligro en aquel momento.
Con agilidad felina, el bárbaro se encaramó a un árbol, ayudándose de las gruesas ramas bajas. Varios níveos cuajarones cayeron al suelo al sacudirse el árbol. A Khram le daba igual que hubieran visto caer aquello. Así se acercarían antes. Sin embargo, se arrebujó en su capa de yazteeh, ocultándose aún más a la vista de sus perseguidores y protegiéndose de la llegada del frío nocturno. No sabía si los buscadores se aventurarían a llegar tan lejos cuando el bosque se volviera oscuro y más peligroso aún.
Su respuesta no tardó en llegar. A un par de centenares de varas vislumbró la luz de una tea encendida. Los yskim no se detendrían por un poco de oscuridad. Khram sonrió dentro de su capa. Se quedó muy quieto, expectante, vigilando cómo la antorcha se acercaba lentamente a la mancha de sangre que no se había cuidado de limpiar. Aquello les haría imaginarse lo ocurrido sólo unos segundos antes de caer sobre ellos y arrancarles el alma. Ya veía brotar el humo de la rama aceitada, destacándose sobre el frío blanco que la llama dejaba al descubierto al iluminar el suelo. Los rastreadores no conversaban. Sabían que en la espesura se escondían criaturas más terribles que los hombres, y a buen seguro que no querrían despertarlas.
Un búho entonó su ululato desde un árbol cercano. Los tres yskim dieron un respingo al escuchar el tenebroso sonido y miraron en derredor, atemorizados. El que llevaba la tea estuvo a punto de soltarla, para evitar revelar su posición. Era preferible pasar la noche allí que ser devorado por un yazteeh o un lobo. Al ulular del cazador nocturno se le unió un estremecedor y agudo chillido en la lejanía. De nuevo giraron, sobresaltados, ante la sonrisa de Khram. Ragnar había relinchado, como sabiendo lo que estaba observando su jinete e intervino en aquella lucha, añadiendo aún más miedo a los ya asustados corazones de los osados yskim.
Fue al girarse esta segunda vez cuando vieron el rastro de la muerte de su compañero. Parecía ser que la rabia sustituyó al miedo y aquella fue la señal que el bortai estaba esperando.
El bárbaro se dejó caer desde su posición, y lo que vieron los tres expedicionarios fue un denso borrón de materia blanquecina posarse justo delante de ellos, levantando un nubarrón de nieve y hielo que los cegó a medias. Pero les dejó los oídos libres para impregnarse del monumental horror que inspiraba el rugido de un guerrero Cuervo al lanzarse al ataque. Cualquiera que lo hubiera escuchado pensaría que si los animales que servían de tótem a aquel clan graznaran de aquella manera, no habría ningún otro ser en toda la creación que se atreviera a tocarlos. Se helaron los corazones de los recién llegados y, a pesar de las gruesas capas que llevaban, tiritaron al oír aquel horrendo sonido.
Uno de ellos no tuvo tiempo de rilar más de un par de sacudidas. Con los ojos aún salpicados de agua congelada, un agudo y cruel filo, más gélido aún que el hielo que le quemaba los ojos, sin disponer ya de existencia para enjugárselos, un chorro de espesa y oscura sangre brotó de la sien izquierda de aquel yskim. La bastarda que el bortai había heredado había entrado de lleno por el hueso temporal, abriendo en él una falla por la que resbalaban la savia de aquel hombre y varios cuajarones de sesos destrozados, cayendo en una patética imitación de la caída de su dueño, que, babeando espumarajos sanguinolentos y con los ojos vueltos hacia adentro, se arrodilló primero, llevándose una lastimosa mano a la boca intentando, inútilmente, detener aquel nauseabundo torrente. Khram retiró la hoja del cráneo de aquel infeliz y se volvió contra los dos que quedaban, que ya habían conseguido librarse de la cellisca que el corpulento bortai les había arrojado por sorpresa. Ahora enarbolaban dos enormes hachas talladas en hueso de yazteeh, tan duro como el acero, pero mucho menos resistente.
Los yskim sonreían. Tenían toda la ventaja del mundo. Quizá Khram fuera más grande que ellos dos, pero estaba hundido en nieve hasta las rodillas y ellos sabían moverse en aquel blanco limo. Sabían que tenían la ventaja para llevarse por delante a aquel extraño hombre de la capa de piel de yazteeh. Uno de ellos dio un salto enorme, emergiendo de su helada prisión para intentar acabar con Khram. Su hacha trazó una obscena trayectoria en el aire para ir a encontrarse con el filo de la espada del bárbaro. Sin inmutarse apenas, el bortai fue el que compuso ahora una sonrisa que dejó sin aliento a sus dos oponentes. El que estaba en el aire se horrorizó aún más al comprobar que la esplendida arma que portaba se desmigajaba por completo, lanzando por doquier dolorosas esquirlas de hueso en la nieve. El choque produjo un ruido sordo, parecido al que había hecho instantes antes la hoja al partir en dos la caja de los sesos del primer caído y fue un anuncio de lo que podría pasarles a los que quedaban. Desde luego, la mueca que tenía el de la espada de palmo y medio era una invitación inequívoca a una muerte que distaba demasiado de ser dulce.
El desarmado trató de huir mientras su compañero cubría su retirada, pero no le sirvió de demasiado. Al verlo escapar, el bortai saltó detrás de él, evidenciando una agilidad que era difícil de creer en un hombre de su envergadura, y más en aquella tupida alfombra que aprisionaba y entumecía los miembros por igual. Su salto fue tan enorme, que cubrió la distancia que lo separaba del fugitivo. El hombre que aún quedaba en pie saltó tras del bortai, intentando sorprenderlo por la espalda, pero la espada de la madre del estepario se cruzó accidentalmente en la trayectoria destinada a cortar en dos al bárbaro. El arma de hueso salió despedida de las manos del yskim, dejando la hoja emitir una vibración que retumbó en las copas de los árboles. El brazo del Cuervo quedó entumecido por el golpe, pero no cejó en su ataque y su arma sí completó el círculo que ya había comenzado a trazar cuando se interpuso el hacha del norteño en su camino. Una breve resistencia anunció a Khram que el filo había atravesado el pescuezo del que estaba tirado en el suelo. La cabeza rodó casi cómicamente por el suelo, como un melón que hubiera caído de la carreta de un descuidado comerciante. La sangre vertida, cálida y veloz, derritió la nieve en torno al cadáver, formando un barro hediondo y pegajoso en el que los dos hombres que ahora se enfrentaban en combate singular no quiso pisar, siquiera por accidente.
Ambos contendientes se miraron, midiendo sus fuerzas. Largamente se sostuvieron las crueles y aceradas miradas. El yskim trató de encontrar alguna brecha en la determinación del bortai, pero no la encontró. Lo único que encontró fue una fuerza capaz de taponar las grietas que había en su propio arrojo y crear otras en su cuerpo. Tragó saliva y sus ojos brillaron al comprender lo que veía en los de su enemigo. La fría resolución del bárbaro, tan heladora como la nieve que los rodeaba no se resquebrajaría, sólida como la roca de las Montañas Rojas. El yskim tuvo miedo de aquel hombre. ¿Qué iba a tener alguien que no temía perder nada porque no tenía nada que perder? En el interior del sureño pudo ver un enorme vacío creado a fuerza de tiempo y dolor, un agujero negro que amenazó con arrastrarlo a él a su interior. Y vaciló.
Lo suficiente como para que el que tenía enfrente abriera las fauces con intención de devorarlo o enviarlo a algún abismo para que algún terrible monstruo lo devorara. Ni siquiera oyó el sonido. Lo único que pudo hacer fue correr hacia atrás, poniendo el astil de su hacha entre la hoja sedienta de sangre y su cuerpo sediento de vida. La nieve del suelo entorpecía su retirada y no le quedó más remedio que luchar. El fuego de la mirada del Cuervo le hizo recular más y más. Khram avanzó hacia él, esgrimida el arma con notable intención de matarle. Hizo que la espada retrocediera unos cuantos palmos, antes de lanzarla con toda la rabia contenida durante los largos años de soledad e ira a la que había sido sometido. Su alarido hizo huir despavoridos a algunos búhos blancos que anidaban en la copa de los árboles más cercanos, con un ululato de protesta. Un conejo que también comenzó a huir decidió cambiar de opinión para quedarse a ver el final del combate entre los dos seres humanos. Y fue el único espectador de un espectáculo como el que no había visto jamás aquel bosque, nevado o no.
El bortai había querido atravesar de parte a parte al yskim, pero éste se apartó en el último momento, girando sobre su propio eje. Extendió el arma de hueso que blandía, con los nudillos blancos por el esfuerzo, y la pica que llevaba tallada en la parte trasera hirió la mano izquierda de Khram, que apenas notó el roce de la pulida osamenta. La sangre empezó a manar del agujero que el pincho había conseguido abrir en su mano, pero el sureño no se inmutó. Se limitó a sacudir las gotas que manaban profusamente de la espantosa herida, manchando el prístino e inmaculado manto invernal una vez más.
Si la historia de los bortai está escrita en sangre y dibujada con la sangre de sus enemigos, que se escriba mi historia con la mía propia, pensaba el bárbaro. Si la historia de mi pueblo ha sido un camino de destrucción y saqueo, que la mía lo sea más que ninguna. Si muchos cayeron por Bort, yo caeré por mí mismo; sólo por mí mismo. Volvió a armar el brazo, doblando el codo todo lo que pudo, sosteniendo en vilo la espada de mano y media que había heredado de su madre, paralela al suelo tal como debía estar bajo aquella pertinaz nevada. Mantuvo la posición tan sólo un segundo, para medir el siguiente golpe, que no habría de fallar. El yskim retrocedió, topándose con un inoportuno tronco de un secular abeto que parecía haberse aliado con el estepario. El Cuervo graznó horriblemente de nuevo y su pico, su afilada espada, saltó hacia delante con una fuerza inimaginable. El yskim quiso gritar, dar alguna voz de alarma, pero sería inútil. En primer lugar porque los sonidos de la pelea debían haberse oído hasta en los salones de los enanos, allá en Grejkham. Y en segundo porque, aunque hubieran oído algo, sus camaradas no llegarían a tiempo a ayudarle por muy deprisa que avanzaran en la nieve.
Restalló el trueno en la lejanía y brilló un relámpago en la superficie. Una plateada centella recorrió el corto espacio que le separaba de su destino y se estrelló contra el robusto tallo de un árbol que en su centenaria existencia sólo había recibido el arañazo de alguna rapaz nocturna al agarrarse en sus ramas para no caer derribada por el cruel viento de la helada tundra. Se resquebrajó la superficie de aquel abeto como si hubiera sido finísimo cristal soplado de Mydon. Había dos personas allí, contemplando la escena, pero sólo una de ellas se sorprendió.
El yskim contempló estupefacto el nuevo apéndice que parecía haberle crecido sin pedirle permiso en medio del pecho. Quiso tocarlo, comprobar que era real. Sus dedos, entumecidos y helados por la pelea, se encontraron con un material aún más frío. Tanto, que quemaba. Intentó moverlo, sacudirlo, arrancarlo. Pero aquella extraña extremidad estaba bien arraigada en su estructura. El frío de aquella materia extraña se extendió por sus venas, en las que la sangre dejó de circular, para escaparse por el lugar en el que había surgido aquella prolongación que no reconocía como suya. El precioso líquido vital se le escapaba por la costura. Y fue cuando comprendió.
A aquel apéndice se agarraba un extranjero. El cabello oscuro mecido por el viento le daba la apariencia de un animal salvaje. La terrible mueca de guerra le confería un aire casi demoníaco en aquella penumbra invernal, con el aura de una tea llameante abandonada tras él. Los blancos dientes cerrados en una feroz dentellada fueron para él la puerta al más negro de los abismos. Se volvió a sujetar de la espada con la que lo había atravesado, pero se dio cuenta de que era inútil. Y con aquel gesto de sorpresa, quedó congelado en el tiempo y el espacio, vivo para el olvido y la muerte, patéticamente asido al acero que había segado el hilo de su vida.
La punta de la espada sobresalía al otro lado del grueso tronco, clavando al hombre a la madera como si fuera uno de esos adornos que tanto les gusta colocar a los nobles entrovinos en sus casas. Las manos del cadáver estaban cerradas en torno a la hoja, con los gavilanes enterrados entre los dedos. El abeto aún retemblaba por el impacto y pequeños copos se deslizaban desde su copa hacia el suelo, lentamente, como si tuvieran verdadera pereza por llegar al suelo desde la altura en la que se habían acomodado para dormir durante largo tiempo.
Tiró de la hoja para sacarla del destruido cráneo del tercer enemigo. Sacudió el acero con desprecio, liberándolo de las gotas de sangre que aún quedaban pegadas al aguzado filo. La nieve, convenientemente fundida, le ayudó a completar la tarea. Miró a su alrededor con asco. Los tres cuerpos estaban desparramados a su alrededor, con horribles heridas por las que la vida y el espíritu habían huido a toda velocidad. Pero era tarde. Tan tarde que en el horizonte empezaban a despuntar algunos rayos del alba. El awen que había despertado en su interior no estaba saciado en absoluto y parecía querer matar más. Blandió la bastarda con impaciencia, buscando a su alrededor alguna víctima más, que hubiera permanecido escondida a sus ojos. Intentó buscar algún rastro, pero el claro estaba lleno de sus propias pisadas, mezcladas con las de los muertos y manchado de sangre por toda su extensión. No se había dado cuenta, pero estaba herido. Alguno de los huesos habría conseguido morder su piel y algunos arañazos sangraban profusamente en sus brazos. Se vendó como pudo, intentando contener la hemorragia. Envainó, de mala gana, sintiendo como suyas las protestas de su arma por volver a la vaina de la que estaba deseando salir. Pareció protestar más en su costado al tintinear a cada paso que daba. Khram gruñó. No estaba saciado.
Pero la sed de sangre no era lo único que le molestaba, aguijoneándole desde el interior como una enfermedad mal curada. Había algo más, que no sabía qué era. Aquel sentimiento incómodo era como una pulga en un lugar inaccesible, que cada vez picotea más, pero de la que uno no puede librarse. Sin abandonar la cautela, silbó. Ragnar acudió con Kora atrapada entre sus crines, tapándose del frío invernal. Montó y los animales notaron su malcontento. Kora se tapó aún más con el cabello de la montura, sin acercarse al hombre. Y Ragnar, muy a su pesar, se puso en marcha sin protestar ni una sola vez. Callado y taciturno, el bárbaro ponía rumbo al sol naciente de nuevo, para llegar al poblado de hielo, a disfrutar de una merecida cena y un descanso. Sin aquellos exploradores merodeando por los alrededores, tendría tiempo, sin duda, para advertir a sus nuevos compañeros y organizar alguna defensa.
Con un suave trote, el potranco bortai avanzó entre la nieve sin perder el paso ni un solo momento, plantando firmemente cada una de sus patas en el frío suelo, con seguridad. Los suaves ronquidos de la mangosta eran el único sonido que acompañaba al prensado de la nieve que el caballo producía cada vez que una de sus poderosas ancas golpeaba el gélido suelo. Khram llevaba una mano en las riendas, sueltas, para que el tintineo de las hebillas se amortiguara; la otra, puesta en la empuñadura de su bastarda, callando el suave entrechocar del acero contra su funda.
Las luces se hacían cada vez más evidentes. Llegaría al campamento con la alborada, justo para ver cómo la actividad comenzaba a hervir en aquellas extrañas yurtas abovedadas y construidas en hielo. Aeena lo estaría echando de menos y podría tranquilizar su ánimo. La abrazaría y desayunarían juntos. Después podrían salir a cabalgar, si Ragnar se prestaba a llevarlos a los dos.
Las luces, cada vez más intentas, calmaban la sangre de Khram, pero no su corazón. Su ansia parecía haberse enfriado un poco, con los primeros rayos del alba, deshecho el hielo que el awen hacía crecer dentro de sí. Pero su corazón no podía tranquilizarse. Tenía un punto de nerviosismo, una minúscula sensación que, en lugar de callar, parecía gritar con mucha más fuerza, haciendo retumbar sus oídos con la angustia de la que nacía.
Pronto se dio cuenta de su error.
No era su propia ansiedad lo que le hacía escuchar alaridos de terror y rabia. No era su sangre la que chirriaba en su interior, poniéndole nervioso. No era su corazón el que se negaba a tranquilizarse.
Tras los árboles, la pequeña aldea de hielo apareció iluminada por multitud de antorchas. La noche aún cerraba en torno a las Tierras de Hielo y no era el alba lo que, en la lejanía, había visto el bortai, sino el resplandor de las teas al consumirse, mientras las yurtas de nieve se fundían siseando. Muchos habían caído víctimas de aquel fuego que parecía no apagarse por mucho que se hundiera en la nieve y el agua en la que la convertía. Otros aún corrían envueltos en llamas, exhalando terribles aullidos de terror y tormento, corroída su piel por el calor de la hoguera. En el centro, aún resistía un valiente puñado de guerreros.
Se habían colocado hombro con hombro, cerrando un círculo en torno a los más débiles y a los heridos, que quedaban así protegidos por un puercoespín óseo, que los defendía de la muerte con todas sus fuerzas. Consiguió distinguir la aguerrida figura de Aeena, con un pesado mandoble entre sus manos, distinto de las amarillentas armas de hueso pulido que blandían los asediados y sus asediantes. La guarda, bruñida y moldeada en negro metal, hasta darle la forma de un ave en vuelo, hacía inconfundible aquella arma. Quizá la inteligencia y el arrojo de la joven habían salvado a más de uno, sabiendo que aquel acero podía destruir la mayoría de las armas que blandían sus enemigos. Pero no aguantaría mucho bajo el peso de aquella enorme hoja.
Su awen, que no había conseguido dormirse, despertó de nuevo en su interior. Inflamó de nuevo su savia, ardiendo en sus venas, acelerando su corazón. Un acceso de rabia reventó en sus riñones y el estallido de ira fue tal que hasta el desganado Ragnar relinchó, lleno de ira, y se puso de manos. Hasta la displicente mangosta gruñó en un intento de rugir como un león.
Un horrendo alarido puso los vellos de punta a defensores y atacantes. Al mirar al sitio del que había venido aquel feroz aullido, los primeros vieron a su salvación, recortada con la luz, ahora sí, de los primeros rayos que Brishna derramaba sobre aquella blanca tierra. A los segundos les pareció que un demonio, surgido de los mismísimos abismos de Malak, salía rugiendo del bosque, subido a una de las infernales bestias que domeñaban. El sonido combinado del relincho y el grito de guerra del bortai, hicieron temblar a los atacantes, que se dispusieron a defenderse del nuevo enemigo.
Algunos arqueros tensaron sus armas, disparando saetas al cielo, intentando acertar al bárbaro. Una fue a impactar contra uno de sus hombros, rebotando en el hueso. Otra se clavó más hondamente en la parte blanda de la articulación, haciendo sobresalir el emplumado astil del lado izquierdo del bortai. Afortunadamente, a ninguno se le ocurrió disparar al caballo. Mientras su amo aguantara, Ragnar galoparía furiosamente hacia delante, sin detenerse jamás. La sangre de los garañones de la estepa era tan guerrera como la de sus amos y se inflamaba en ellos ante la batalla de la misma forma que lo hacía la de los hombres que los montaban. Los cascos golpeteaban una y otra vez sobre la nieve y el hielo, levantando un reguero de blanca ira a su alrededor, como si un furioso leviatán se hubiera alzado de las oscuras profundidades del océano, llevando consigo la espuma de los mares. Los ollares dilatados del animal, los ojos abiertos en terrible mueca y los dientes afilados en desaforada hambre hicieron que más de uno derramara el contenido de sus vejigas en unos buenos pantalones de grueso cuero. Otros vaciaron además el contenido de sus barrigas cuando aquel extraño animal se les vino encima, destrozándolos con el poderoso pecho y pisoteándolos con las diamantinas pezuñas. Inútilmente, los asediantes intentaron levantar sus armas de hueso para destrozar al animal, pero entonces recordaban que el animal no había surgido solo de la oscuridad, sino que lo acompañaba un jinete, con una extraña ave tatuada en el rostro, los ojos inyectados en sangre y al que no parecían afectarle en absoluto las heridas que le infligieran. Las flechas rebotaban en su cuerpo y las que se hundían no provocaban dolor ni muerte. Cuando el jinete se les echaba encima, sus afiladas hachas y espadas saltaban en mil pedazos, destrozados por la poderosa hoja infernal que blandía. Aquí y allá, la lluvia de óseas esquirlas cayó sobre los yskim que habían osado levantarse contra lo que el bárbaro más apreciaba.
Esto fue una señal para los asediados. Levantaron sus armas y lucharon. El hueso chocó contra el hueso y el aire del alba se llenó con el seco raspar de uno contra otro y el cloqueo de las armas al encontrarse unas contra otras en el frío ambiente del amanecer. El viento meció cabelleras y capas, y la nieve se esparció por doquier mientras la batalla comenzaba a librarse de nuevo, renacida la esperanza para unos, concebido el miedo para otros.
El hueso mordió la carne y probó la sangre y sintió avidez de más precioso líquido vital. El hueso probó el hueso, y quiso destrozar aquello con lo que se encontraba. Pero por encima del hueso, sonó el acero. El acero no sólo mordió la carne, probó la sangre y el hueso. El acero consumió la carne, hizo desvirtuarse la sangre y destrozó el hueso. Y el acero fue el verdadero monstruo que desestabilizó la batalla. El diablo aparecido de los bosques se acercó a la diablesa que ya habitaba en aquella aldea y cambiaron sus armas.
Aeena, con la bastarda en la mano, adaptó sus dedos a aquella empuñadura mucho más cómoda para ella y cedió el mandoble al enorme jinete que se alzaba sobre ella. Y al mirarlo, hasta ella tembló.
Khram asió el arma de su padre, que un día permaneció enterrada en el suelo de la estepa y que ahora reclamaba recuperar las almas y la sangre que no había derramado durante aquellos interminables años de letargo. Su montura se alzó sobre sus ancas, maneó impaciente, y cargó de nuevo, alzando su vez al tiempo que su jinete, combinándose de nuevo en aquel demoníaco chillido que había llevado la zozobra a los ánimos de sus atacantes. Muchos huyeron ante esta nueva aparición, dejando a sus camaradas en la estacada. Los que se quedaron, se enfrentaron como pudieron al infierno que ellos mismos habían desatado.
Detrás de esta escena, como si el poder de un demonio hubiese creado otro, una diablesa alzaba una de las extrañas armas capaces de destrozar el duro hueso de yazteeh, que ni siquiera las herramientas de los ykeem trabajaban sin sufrir daños. Pulir aquel hueso era costoso en recursos y tiempo, pero sin duda, conseguir aquel material capaz de destruir las armas, era mucho más valioso. Los atacantes abandonaron su objetivo primario y se lanzaron hacia la mujer y el hombre que esgrimían el acero, intentando arrebatárselo. Sin duda, quien dominara aquellas armas, quien consiguiera doblegarlas a su voluntad, tendría todas las posibilidades de gobernar, no sólo las Tierras Heladas, sino todo el mundo que había detrás. Y aquel demonio sucumbiría a las fuerzas reunidas de los yskim. Y cuando acabaran con él y su diabólica concubina, acabarían también con las criaturas que los habían cobijado y sustentado. Así desterrarían el mal del mundo y, manejando sus armas con sabiduría, llegarían a dominarlo por completo.
En su ansia, olvidaron que alrededor, el mundo seguía girando y que los demás yskim, por vencidos que hubieran parecido, también tenían mucho que decir al respecto. Y los asediados se volvieron asediantes, y cambiaron las tornas. Ahora los atacantes tenían que defenderse de la pertinaz lluvia de hueso que los diabólicos guerreros provocaban y de la lluvia de hueso que habían suscitado en los que habían querido someter. Los gritos de guerra llenaron el campamento, y los atacantes comenzaron a ceder.
Diezmados, había docenas de cadáveres esparcidos por el suelo, cubiertos de grimoso fango sangriento, nieve, orina y sus propias heces. Tripas y entrañas bañaban los agonizantes despojos de unos. Miembros cercenados aún derramaban la sangre que había en ellos, a unos cuantos pasos de donde habían caído sus dueños. Cabezas abiertas como melones mostraban al frío invierno su coagulado contenido. El hedor de los moribundos al sucumbir comenzaba a embriagar a los que luchaban y los gritos de agonía se entremezclaban con el alborozo de las armas. Algunos cayeron en las incombustibles teas que habían lanzado a las indefensas yurtas, ardiendo como aquellos a los que habían asesinado a sangre fría. El nauseabundo olor a carne quemada se extendía por la tundra mientras la batalla cambiaba de signo y se decidía.
El enemigo comenzó a huir. Sólo unos cuantos guerreros, más inteligentes que valientes, escaparon de aquella carnicería. Los hombres y mujeres que habían sido asediados comenzaron a vitorear al sureño. Pero el bortai había desaparecido.
Aeena, con el miedo creciendo en su interior miró a su alrededor, llamó a gritos a su amante y buscó entre los cadáveres hasta que lo encontró. Abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la boca. Dos lágrimas quisieron brotar en sus ojos, pero el frío las heló antes de que se derramaran.
No era tristeza ni pena lo que provocaba aquel llanto. Sino el miedo.
El bárbaro había seguido cabalgando tras los fugitivos. Y Aeena, en la lejanía, veía como su corpulenta sombra, hacía subir y bajar aquí y allá los brazos, acompañados por la terrible arma de acero. Oscuros géiseres brotaban de los desdichados a los que alcanzaba y cada golpe era seguido por un terrible alarido de rabia, que flotaba en el nevado. Cada bramido inundaba los oídos de Aeena, que apenas podía oír los vítores de sus paisanos, abstraída por las acometidas del bortai.
Khram abatió al último yskim que huía. Una horrible sombra chinesca, recortada contra el horizonte, mostraba una testa saltando de su cuerpo, que caía inerme sobre el suelo, a los pies del bárbaro, para acabar destrozado entre los cascos de la montura. El aprendiz de mago abrió los brazos en victoria y gritó de nuevo. Y no era el suyo un grito de júbilo sino de dolor e ira. Era un desafío. Era una invitación al infierno.
Aeena sintió que el orgullo nacía en su corazón. Y algo que crecía en su interior, oculto a los ojos de los demás, rebulló inquieto.
- ¡Gracias a...!
Con un gesto, el bárbaro calló las palabras de Aeena. Se movió deprisa.
Había vuelto cabalgando desde el lugar en que yacía muerto el último atacante, atravesado de parte a parte por la hoja del Cuervo y pisoteado el cráneo por los potentes cascos de su montura. Aún con la espuma del esfuerzo goteando de las quijadas, Ragnar se detuvo y Khram descendió de su grupa de un ágil salto. Quedó enfrente de la yskim, mirándola cara a cara y la agarró por los brazos.
- ¡No hay tiempo ahora! Estos no eran más que una partida de avanzada. ¡Hay que construir defensas!
- Pero... - balbuceó débilmente la mujer.
- Demasiado sabes, sureño – el hombre corpulento que una vez lo desafió se había introducido en la conversación sin ser invitado. – Tus amigos deben querer pasárselo en grande con nuestras mujeres y matando a nuestros niños.
Un rayo plateado cruzó la cara del guerrero, que empezó a gotear sangre profusamente. Una horrible herida se había abierto en su rostro, desde la frente hasta el labio, atravesando toda la nariz. Exhaló un estremecedor aullido de dolor y se cubrió el profundo corte con ambas manos.
- Si vuelves a abrir la boca, te juro que la próxima vez no perderás sólo unas cuantas gotas de sangre – el tono de la voz del aprendiz de mago parecía surgir de las entrañas de aquel blanco desierto, quemando sólo con su helor el ardor que inflamaba el ánimo de aquel yskim. – Ahora, necesito hombres y mujeres que sean capaces de cortar árboles bien rápido. Hay que levantar una empalizada aquí. Y los que sepan cortar bloques de hielo, como esos que usáis para las yurtas, que empiecen ya. Eso dará más consistencia a la barrera.
Empezó a impartir órdenes por doquier, disponiéndolo todo para que las tribus que llegaran encontraran bien pertrechado aquel campamento. No pensaba permitir que nadie en absoluto, por muy líder de la aldea que se tuviera, tomara el mando en aquella situación. Muy claro había quedado ya que no había nadie en el asentamiento que fuera capaz de llevar a cabo una acción defensiva con éxito, y mucho menos siguiendo a aquellos a los que seguían habitualmente. Si sólo se contaba con las dotes de mando, el mando no valía para nada.
Había que hacerlo valer.
- Verás, sureño – se acercó tímidamente un anciano, - por aquí, las cosas se hacen de distinto modo. No puedes llegar y disponerlo todo como si fueras amo y señor del poblado...
- Anciano, esos hombres volverán. Ahora hemos conseguido ahuyentarlos y darles una buena lección. Pero si no os ponéis en marcha, si no hacéis caso de lo que os digo, volverán y os aniquilarán. Están decididos a acabar con vosotros y no se van a rendir.
- ¿Cómo estás tan seguro? Tú y esa bestia tuya habéis conseguido infundir demasiado pavor en sus corazones. Tanto que, estando tú aquí, dudo que vuelvan a levantar las armas contra nosotros.
- ¿Dudas? – abrió un zurrón que llevaba sobre la grupa de Ragnar. Sacó dos bultos informes, cubiertos de sangre y los arrojó sobre los pies del anciano. – ¡Estas son tus dudas! – las cabezas de dos de los hombres que había abatido en la espesura rodaron por la nieve. Su interlocutor palideció.
- ¿De dónde...?
- Del mismísimo corazón del bosque. En un claro se agolpan unas cuantas decenas de tiendas de piel, capaces de dar cobijo a cuantos han perecido hoy en vuestro poblado.
- ¿De qué preocuparse, pues? – el guerrero corpulento volvía a la carga. – Muertos la mayoría y fugitivos los supervivientes, ¿Quién vendrá a molest...
Un estúpido gorgoteo salió de la garganta del gigantón, como si quisiera aspirar el aire a la misma vez que lo expulsaba. Algo así como el zurreo de una paloma, combinando con el ronroneo de un gato resonó en la tundra. Una de las espadas de Khram, la que había sostenido Aeena, estaba ahora hundida en el garganchón de aquel fanfarrón. Khram ni siquiera lo miró. Tampoco se molestó en sacar la espada de su tumba temporal. Había cosas más importantes de las que ocuparse ahora.
- El líder, un hombre con una cicatriz en el rostro que le cruza sobre el ojo izquierdo – el bortai prosigió su relato como si acabara de matar una mosca y no a un hombre – que no está entre los cadáveres, ni entre los fugitivos. Si ese hombre sigue dirigiendo sus huestes, donde quiera que esté, tened por seguro que volverán.
"Es hora de que recojáis de vuestras raíces lo que forjó vuestro pueblo. Es hora de que vuestro orgullo vuelva a florecer, fuerte, como antaño anidó en vuestros corazones y que os llevó a hacer conquista, a emprender lejano viaje a tierras que desconocíais, a alejaros de todo lo que os era querido y a fundar un pueblo del que yo desciendo. Es hora de que la llama que fundió la nieve y el hielo e instauró al gran pueblo de la estepa arda de nuevo y ruja en esta fría tundra para expulsar a todos los enemigos que os acorralan."
"¿Qué razón tendrán para atacaros? He visto que muchos os preguntáis esto. Y no puedo daros respuesta. Sin embargo, puedo entender en parte sus intenciones. Si realmente mi pueblo y el vuestro están emparentados, si verdaderamente vuestros ancestros y los míos fueron los mismos en la noche de los tiempos, entiendo que la sed de la guerra inflame sus corazones del mismo modo que inflama el mío o el de mis compatriotas, consumidos siempre por el deseo de hacer la guerra. Pero aquí no lucháis por mejores pastos. No lucháis por un pedazo de tierra."
"Dicen que el hombre que no es digno de vivir, muere. Dicen que los hombres que mueren sin más no son dignos de vivir. Y yo os digo que haré valer mi vida. Os digo que no dejaré que mi muerte sea una muerte más. No permitiré que mi muerte sea un grano de arena más en las inmensas playas del ir y venir del tiempo. Os juro que mi muerte será algo por lo que se canten canciones y de lo que los tiempos venideros dirán: este hombre fue digno de su existencia. Ya que mi vida no tiene sentido, que lo tenga mi muerte."
"Porque la batalla que hoy libráis no es por el emplazamiento en el que levantar unos cuantos bloques de hielo. La batalla que hoy se va a desencadenar aquí no es una batalla por la comida o el agua o las pieles o el calor. La batalla que está a punto de comenzar no es una batalla más. Vuestra batalla es por vuestra propia pervivencia. Luchad, y tendréis una posibilidad de sobrevivir. Quedaos quietos y morid como perros. Elegid: podéis seguirme ahora y probar que sois dignos de merecer la vida o bajar los brazos. Y si los bajáis antes de que yo os lo ordene, mi acero y mi caballo estarán tan lejos de vosotros como nos lo permitan las patas de mi animal."
Finalizó el discurso del bortai y el silencio invadió el frío aire. Se oían las entrecortadas respiraciones de los heridos y algunos lastimosos quejidos de los más graves. Hasta el incesante viento calló, al verse reflejado, aunque sólo fuera mínimamente en aquel duro alegato. Los yskim agacharon la cabeza y se quedaron contemplando las puntas de sus botas. Los ojos quedaron clavados en la deslumbrante blancura de la tierra, avergonzados por las palabras del sureño. Y no era para menos. Exiliados hace tiempo, abandonadas las tierras ancestrales, entre los yskim se pensaba que los que habían huido al sur tenían la sangre aguada, débiles para volver y luchar por los suyos, pero había sido más bien al contrario. La sangre diluida se había quedado en las Tierras de Hielo, mientras que el arrojo del león que una vez rugiera en el desierto de nieve descendió al sur, para fundar un país tan grande como orgulloso, perdiéndose para siempre en la tundra.
Aeena se movió lentamente hacia el bortai. Sacó la espada de la garganta del muerto, la limpió con la prístina nieve y habló.
- Enséñanos a recordarnos.
Le tendió la bastarda con ambas manos, arrodillándose, como señal de pleitesía. Khram la sostuvo por el brazo derecho, delicada pero firmemente, y la levantó.
- Ningún hombre o mujer debe arrodillarse ante otro. El hombre que caiga, debe hacerlo muerto, nunca humillarse. La mujer que se arrodille, debe hacerlo en su agonía, nunca doblegarse. Los hombres a los que seguir deben demostrar que deben ser seguidos. Pero nadie, por grande que sea, puede exigir a otros que se arrodillen ante él. Orgullo, Aeena. Orgullo.
Por primera vez, Aeena miró a los ojos de su amante. En ellos vio reflejados todo el dolor y la rabia que ardían en su corazón, revelados por la llama que Khram había llegado para encender en su historia, levantando los antiguos espíritus de sus mudos túmulos, llevando hasta ellos las voces que habían dejado de escuchar, resignados a llevar una vida de tormento entre la cellisca y el viento. Vio la fuerza de la raza que aún vivía en el corazón de los bortai, en el corazón de aquel bortai, que, pese a haber renunciado a lo que era, aún se conservaba a sí mismo. Aquella impronta estaba calada a fuego en su corazón, grabada profundamente en su sangre, palpitando furiosamente.
Alguna vez había oído decir: Sangre y clan.
Los yskim habían perdido la sangre, habían ignorado el clan. Y ahora pagaban el precio de haberse ignorado a sí mismos, de haberse olvidado de lo que eran.
La mujer cerró los ojos y se giró. Empezó a impartir órdenes, a organizar grupos de batida. Khram la acompañó y dio sus propias órdenes. Mientras Aeena organizaba la recogida de troncos fuertes y recios capaces de detener un ataque bien organizado y la construcción de sólidos bloques de hielo que reforzaran la estructura, el bortai organizó a los guerreros en escuadras. Descubrió que los yskim de aquel poblado no tenían ninguna cultura guerrera. Los arcos apenas les servían para cazar y las armas que utilizaban en la defensa eran más bien escasas.
Tomó a los arqueros en un aparte y construyó unos rudimentarios estafermos con algunos troncos de deshecho. Los dejó haciendo prácticas de tiro mientras reunía a todos los que sabían blandir una espada para rechazar las incursiones. Instruyó brevemente a los que podían servirle y les enseñó la forma bortai de hacer la guerra. Cada uno tuvo enseguida claro su papel. Pero el bortai no las tenía todas consigo. Quiso verlos en acción y el resultado no pudo ser más desastroso.
Consiguió que organizaran una línea suficientemente apretada como para que un batallón de caballería mydonita, con todos los aparejos y las filigranas, pasara entre un hombre y otro. Dando espeluznantes gritos, los hombres se reorganizaron y, al cabo de unos minutos, consiguió que se apretaran. Satisfecho con aquello, quiso que desenvainaran. Por precaución, les quitó las afiladas armas de hueso y les dotó de un gran surtido de varas de fresno nival, un árbol bastante común por los alrededores, de corteza blanca y flexible. Y fue todo un acierto. Aquí y allá, se oían quejas y zurriagazos. Más de uno dormiría aquella noche con las marcas de un latigazo en su cuerpo.
- ¡Los ancestros se avergonzarían de vosotros! ¿No habéis oído nada de lo que os he dicho antes? ¡Sangre y clan! ¡Sangre y clan sois, y si se derrama la sangre del que tenéis al lado es vuestra sangre la que se derrama, idiotas! Volved a envainar. ¡Desenvainad!
No cesó en aquel ejercicio hasta que lo que vio, le gustó. Finalmente, los yskim consiguieron comportarse como una fuerza bortai, disciplinada. Lo hicieron todos como un solo hombre, con un solo corazón. Al menos, en aquello, no había dejado la sangre de los bortai de correr por el interior de las venas de los hombres del hielo. Era la hora de la prueba de fuego.
Khram tomó esquirlas de hueso de los despojos de la batalla que habían vencido y las ató con tendones secos de pequeños animales, fuertes, resistentes y flexibles. Formó con ellos una especie de coraza ósea. Entre aquellas piezas había grebas y brazales que no servirían a ningún hombre vivo y piezas que no parecían humanas en absoluto. Los guerreros yskim seguían apretando filas, haciendo simulacros de organización y Khram los miraba orgulloso. Quizá no todo estuviera perdido.
Levantó la vista al ver movimiento a su alrededor. Una pelusa de gran tamaño se había acercado a él.
- Tú quedar. Tú hacer bien no dejar Aeena.
- Hola, Yurizh – saludó el hombre.
- Nosotros observar batalla. Gran miedo. Tú luchar bien. Pero ahora temer. Tú no ser guerrero normal. Awen apoderarse de corazón. Tú debe tener cuidado. O tú pierde lo que no sabe que tiene.
- ¿Y qué es eso que no sé que tengo, pequeñajo?
- ¡Yurizh no pequeñajo! – la vocecilla del ykeem sonaba indignada – Yurizh ya viejo cuando tú mearte aún en pantalones. Yo decir, pero yo promete Aeena que guarda silencio. Así que tú pregunta Aeena.
- No venías sólo a decirme otro de tus acertijos, ¿verdad? Leo en tu voz que tienes algo más que contarme. Habla.
- Yo quiere lucha. Ykeem quiere batalla – indudablemente, algo ardía en la voz del enano.
- Yurizh... - Khram hizo una pausa antes de seguir adelante. Tenía en la lengua una frase hiriente para el pequeño hombrecillo, pero algo le hizo detenerse. El deje de valor que había detectado en su voz le hizo pensar que quizá bajo toda aquella mata de grueso pelo, el corazón de daba vida al ykeem estaba inflamado de ira, lleno de horror. Los ykeem amaban todas las formas de vida y la muerte de sus amigos yskim les había llenado de pena y pesar. Y, por propia experiencia sabía que aquella profunda tristeza desataba la ira aprisionada en las entrañas, liberaba todo el torrente de rabia que una persona era capaz de desarrollar.
- Yurizh sabe que hombre sur preocupado. Yurizh preocupa que hombre sur preocupado. Pero Yurizh también preocupado por familia. Ykeem también morir si poblado desaparece. Ser pequeños. Si nadie protege, ¿quién ayuda pequeña gente? Nosotros sabe pelea.
Para dar énfasis a sus palabras, el ykeem tomó una especie de honda doble, como dos tiras unidas por un punto, en las que se podían colocar dos piedras. El enano colocó dos proyectiles perfectamente esféricos en cada una de las badanas de aquel instrumento y, con un movimiento de muñeca perfectamente estudiado y experto, soltó ambos pedruscos, lanzándolos a una distancia considerable, hasta que se incrustaron en uno de los bloques de hielo de la yurta que los había detenido.
Dejando lo que estaba haciendo, el bárbaro se levantó sorprendido. Caminó lentamente hacia el punto en el que se habían incrustado los dos peñascos y miró la perfección con la que habían traspasado el hielo, sin agrietarlo siquiera. Introdujo los dedos en los boquetes y aún así, no llegó a tocar aquellas esferas voladoras. Sorprendido, se volvió hacia Yurizh, que se acercaba como si reptara sobre la nieve.
- Yo sabe. Ykeem no muestra armas habitualmente. Ser secreto ancestros que tener que guardar. Ser instrumentos mortales que nunca usar a menos que vida en peligro. Y ahora ykeem ayuda. Tener que hacer.
- Yurizh... ¡esto es formidable!
- Entonces todos ykeem lucha. Todos ykeem ayuda. Por fin, ykeem útiles.
- Pero vosotros sois los que cazáis y proveéis a los yskim. Vosotros caldeáis sus tiendas, vosotros cuidáis sus hijos... Sois los que conseguís que salgan adelante.
- Eso no problema, hombre sur. Para ykeem no ser molestia. Para ykeem no ser trabajo. Pero yskim protege siempre ykeem. Ser hora que devolver todo que ellos hacer.
Khram lo vio alejarse progresivamente. El hombrecillo parecía ufano con su hazaña y comenzó a parlotear en aquella jerga tan incomprensible que era su idioma. Otros ykeem, con los cabellos más o menos largos, más o menos oscuros, comenzaron a surgir de la propia nieve, o eso le pareció al hombre. Parecía como si una capa de pieles hubiera cobrado vida de repente y se moviera hacia todas partes, en una peluda marea. Se reunieron con Aeena y comenzaron a ayudarla en sus tareas. Aquellos pequeños se movían rápido y con agilidad.
Volvió a su tarea. Observó las placas que había conformado y se dio por satisfecho con aquello, teniendo en cuenta los materiales con los que contaba. Cargó con la coraza y se reunió con Ragnar. Utilizando los tendones secos, amarró las planchas de esquirlas de hueso a las patas de su caballo, armando el poderoso pecho y protegiendo la orgullosa testa. Los flancos del caballo quedaron pertrechados y sus potentes ancas, salvaguardadas. Si algún yskim creyó alguna vez que su montura era un demonio salido de algún abismo, ahora le habría dado la razón. El aspecto de Ragnar era tan terrorífico que hasta él se asustaría. Miles de espinas aparecían en cada articulación, cientos de espolones habían crecido en su estructura, proporcionando formidables armas al óseo espectro en el que se había convertido el garañón.
Tironeando de las riendas, volvió al campo en el que los guerreros habían perfeccionado la técnica de apretar líneas. Eso le ahorraría trabajo. Había comprobado por sí mismo que eran buenos en el manejo de las armas y ahora sólo quedaba organizarlos.
Sin mediar palabra, asió la empuñadura de su bastarda y se puso frente a ellos. Ragnar abrió los ollares, expulsando dos nubes de vapor al congelado ambiente de la tundra, y bajó la testuz. Siguió un bramido.
Khram se había lanzado a cargar contra sus soldados, acompañado por el potranco. Los yskim abrieron las líneas, se desorganizaron, corrieron. Olvidaron lo que habían aprendido aquella tarde, corriendo por sus vidas. Muchos temieron morir en aquella carga suicida. Habían visto pelear al bortai y no querían acabar ensartados en aquel enhiesto y acerado poste que encerraba a la propia muerte en sus entrañas.
- ¡Patético! ¿Así pensáis guardaros de los enemigos? ¿Acaso sois ratas, que huís cuando el peligro os pasa cerca? ¡Sois hombres y mujeres guerreros! ¡Sois la última línea de defensa de vuestro pueblo, maldita sea! Dará igual lo que cargue en vuestra dirección. Si os dispersáis así, franquearéis el paso de cualquier fuerza que os asedie y eso será vuestra perdición. ¡Apretad la línea y resistid, hijos de una hiena!
El bortai vomitó una orden y, al punto, volvían a formar en una única línea. Las espadas de hueso, una vez devueltas, en la confianza de que ya no serían dañinas para el camarada, rasparon las vainas al saltar de ellas. El bárbaro aprestó el acero.
- ¡Cargad!
Ninguno se movió. Khram repitió la orden. Al comprobar que ninguno obedecía, volvió a cargar él, azuzando a su caballo a embestir. Tanto animal como hombre cargaron. El resultado fue apenas poco menos desastroso que el primero. Alguno aguantó, pero el empuje del bortai acabó por hacerle desistir. Khram movió la cabeza en gesto de negativa. Aquellos hombres y mujeres peleaban perfectamente en el cuerpo a cuerpo, pero no sabían pelear juntos en bloque. Eran el reflejo del espíritu de aquellas tierras, en las que una tribu medraba por sí sola, plantaba cara al inclemente tiempo, ponía trabas al helador viento y sacaba provecho del yermo suelo. Una tribu, sola, era capaz de sobrevivir, de sacar adelante algunos vástagos, hacer nacer ramas, hojas y flores. Y sin embargo, dos o más tribus juntas no podían sino hacer la guerra, derramar la sangre que daba vida a aquella tundra. No había el sentimiento de hermanamiento que los bortai mamaban con la misma leche materna. No existía el punto de encuentro que eran los líderes.
Aeena, por su parte, lo llevaba mejor ahora que los ykeem se habían unido a los humanos para la lucha. Mientras que los yskim apenas acertaban a construir un parapeto aceptable, los ykeem trabajaban con denuedo, sin detenerse. Las murallas de hielo habían crecido bastante desde que se unieran a la partida de construcción y ya se apilaban bastantes troncos que se colocarían finalmente frente a los bloques de hielo. Los ykeem hacían un trabajo casi perfecto. Aeena paseaba arriba y abajo, con su mano izquierda cruzada sobre el vientre cada vez que comentaba algo con Yurizh. Se detenían, miraban hacia los muretes, departían un instante y continuaban. Esperaba que pudiera unírsele pronto o la desesperación acabaría con él.
Volvió a intentar formar un batallón con los guerreros que sabían manejar la espada. Los guerreros, al menos, formaron con presteza un único frente apretado. Khram los alentó. Si eran capaces de hacer aquello como un único hombre, debían ser capaces de arrostrar cualquier enemigo como un único ente. Amarró de nuevo la rudimentaria barda de Ragnar con los tendones, para protegerlo así de cualquier daño indeseado. Tomó distancia y lo miró.
Desde allí, bien parecía que el caballo era cualquier cosa menos un caballo. Era más bien un monstruo blanquecino, enorme, con armas y defensas en cualquier esquina y recoveco de su cuerpo, algún ser demoníaco, creado por Malak en su locura y que algún mago, aún más loco, hubiera traído a la tierra para dominarla por completo. Uno casi esperaría que en lugar de relinchar, rugiera, y que de sus fauces no exhalara aliento, sino el fuego más ardiente de las calderas del averno. Si aquella bestia lo hubiera atacado sin piedad, si aquel animal lo hubiera acuciado en la batalla, Khram estaba seguro de que él también habría sentido miedo en algún momento. Pero era lo que había y no podían perder demasiado tiempo.
Arengó de nuevo a los guerreros, repitió instrucciones, les infundió ánimos. Y volvió a probar.
Primero se lanzó él en feroz acometida. Y, aunque muchos guerreros mostraron pavor en sus ojos y sus labios delataron el terror que causaba el Cuervo en su corazón, aguantaron. Se mantuvieron firmes en la nieve, con los pies bien plantados en el hielo, resistiendo el embate de la fuerza del bortai. Desenvainó entonces y el acero cantó con el frío aire de la mañana. Se alzaron los escudos y detuvieron los golpes de la hoja. Y entonces fue el turno de Ragnar de entrar en acción. Armado con todo aquel exoesqueleto, avanzó entre la nieve, levantando una muralla blanca a su alrededor. Su pecho fue a estrellarse contra la primera línea. Con una carga más potente que la del ser humano, el animal derribó a dos o tres guerreros del frente, pero los demás resistieron impasibles aquel empuje inhumano. Por fin habían entendido lo que Khram quería decirles. Estaban casi listos.
Dejándolos que se acostumbraran a la nueva táctica, el bárbaro se dispuso ahora a entrenar a unos arqueros que, por certeros que fueran con las presas pequeñas, debían entender que ahora se enfrentaban a seres humanos, dotados de voluntad y consciencia, que se defendían de una manera o de otra. Y lo más importante. Que ellos serían el objetivo principal de casi cualquier ejército, precisamente por su peligrosidad.
Lo tendría algo más fácil que con los guerreros que combatirían a pie desnudo contra el grueso principal de los enemigos que los atacaran. Los estafermos parecían puercoespines, claveteados con decenas de flechas que se habrían clavado en lugares bastante dolorosos de haber sido seres humanos. Los ojos habrían desaparecido en un mar de saetas y los cuellos, ingles y hombros habrían sido atravesados por infinidad de puntas de hueso labradas. No cabía duda de que aquel cuerpo de arqueros estaba bien entrenado y a Khram le servirían, aunque no fueran una unidad de Halcones de vistas kilométricas y punterías legendarias. Les enseñó a disparar como harían los guerreros del clan bortai. Primero, una flecha en un ángulo ascendente. Después, el bortai montó de nuevo el arco con una flecha nueva y disparó de frente, contra el objetivo. El resultado fue que las dos flechas cayeron sobre el estafermo casi simultáneamente. Así el enemigo tenía muchas menos posibilidades de defenderse de un ataque de proyectiles de hueso emplumados. Una u otra flecha debía empalar el cuerpo del enemigo. Como había supuesto, no hubo problema en adiestrar a los hombres que disparaban los arcos. Enseguida consiguieron dominar aquella técnica de forma tan eficaz como los Halcón y las flechas llovían sobre los monigotes de madera en un incesante diluvio de muerte.
Los ykeem estaban terminando de levantar el parapeto de hielo. Aquellas extrañas y peludas criaturas podían trepar por el hielo con total facilidad, sin resbalar, y con su tesón y constancia, una muralla de color blanquecino rodeaba ya casi por completo toda la aldea. Aquí y allá veía el bárbaro levantarse troncos de cabezas afiladas, soportados por la firmeza de la construcción de los ykeem. Los yskim cortaban árboles con rapidez, los desbrozaban y los transportaban donde los ykeem levantaban la empalizada.
El aspecto que estaban consiguiendo darle al poblado le gustaba a Khram. No era inexpugnable, eso desde luego. Pero sabía que sus enemigos no contaban con máquinas de asedio ni con verdaderos estrategas, ni nadie que hubiera visto jamás aquel tipo de construcción. Y con aquella ventaja, jugarían.
Khram ordenó construir plataformas interiores y los ykeem contestaron algo así como que el hielo ya era suficiente plataforma. Así que el bortai calzó a uno de los enanos con una pieza de la armadura que había confeccionado para Ragnar y lo hizo trepar por el hielo. Cada paso que el ykeem trataba de dar era robado inmediatamente por aquella superficie resbaladiza y traicionera. Convencidos, los ykeem utilizaron las ramas desbrozadas para tapizar la superficie libre de los bloques de hielo y construyeron escalones para retreparse a lo alto de la muralla.
Por el lado de fuera, la muralla estaba erizada de lanzas y picas de madera y hueso, sembrada de enormes estacas que conseguiría que los atacantes se abstuvieran de realizar ningún temerario ataque que pudiera costarle la vida a alguno de los que habrían de cobijarse en el interior de aquella muralla. Se construyeron sólidos portones que habrían de cerrarse y mantenerse firmes. Una doble muralla de gruesos troncos, ramas y tripas de yazteeh secas conformaba cada una de las hojas del acceso y algunas de las armas arrebatadas a los vencidos hacían las veces de trancas que mantenían cerradas las puertas a cal y canto. No había aspilleras ni ventanucos, pero no importaba. Bastaba con subir a los arqueros y los ykeem armados con sus peculiares hondas para detener a una buena cantidad de asediantes.
Los que no podían luchar o construir se dedicaron a recoger todo el alimento que fueron capaces de encontrar. Si se instalaba un ejercito a las puertas de aquella muralla, era probable que tuvieran que pasar tiempo sin cazar o recoger cualquier cosa que aquella yerma tierra pudiera ofrecerles. El agua no sería un problema, así que en lo único que debían preocuparse era en llenar bien las barrigas.
Pensando en la barriga de su caballo, el bortai se dispuso a salir también del poblado, para encontrar algunas hierbablancas con las que alimentarlo y lisonjearlo cuando se quejara por no poder cabalgar libremente. Aunque protestaba por abandonar la comodidad de su actual establo, Khram sabía que su montura aún tenía sangre joven que ardía en deseos de arrancarle la vida a cualquier instante, para vivir con toda intensidad cada paso, cada galopada. Sabía que al garañón en el que se había convertido su joven potranco le gustaba sentir el viento de la tundra mesarle las crines, mientras desafiaba su fuerza con la potencia de cada una de sus patas, corriendo siempre en su contra, venciendo su fuerte soplo una y otra vez. Era un animal joven, falto de consciencia. Estaba en plena adolescencia, una etapa por la que Khram había pasado a hurtadillas, arrancado de sus brazos y sus vivencias por las mentiras en las que había sido criado. Y el Cuervo envidió al caballo.
Oyó tras él los leves pasos de Aeena. Atemperó su paso, para que ella pudiera alcanzarlo, mientras seguía buscando aquellas golosinas que tanto agradaban a Ragnar. La mujer llegó enseguida, trotando como una pequeña gacela. Sus pies apenas se hundían en la nieve, dejando sólo unas tenues huellas en la espesa capa de hielo que cubría el suelo. Le tomó una de las manazas y se la besó. Él alzó la cabeza para mirar aquel enigmático rostro. Las bellas facciones le sonreían y él le devolvió el gesto a su amante. Hasta en aquel momento, cuando la oscuridad parecía envolverlos, fue capaz Khram de observar la belleza que aquella tierra cruel guardaba en su interior y que tanto le costaba mostrar. Él había encontrado en la nieve, el frío y la inclemencia de los meteoros una paz que le habían negado tierras más benevolentes. Se había encontrado a sí mismo en el helor y el viento nocturno. Se había encontrado a sí mismo en aquella mujer.
Se alzó y la contempló desde toda su altura. Ahora fue Aeena la que tuvo que levantar la vista para poder escrutar el imperturbable rostro del bortai. Las huellas del sufrimiento poblaban una cara que debía haber estado llena de júbilo y ganas de vivir. La mirada, profunda como la de un anciano, estaba llena del saber de su pueblo, cargada de tradiciones, plena de dolor y contrariedad, rebosante de tormentos pasados. Pero también un profundo anhelo de felicidad y compañía.
Tenía que decírselo. No era justo que no compartiera aquello con él, que también tenía parte en ello.
Aunque no se arrepentiría, hubo algo que la detuvo, y sería el bárbaro quien cargara con las consecuencias de aquel momento de indecisión y duda. Algo en su interior aconsejó a la yskim callar aquel secreto que bullía y crecía en su interior, como un parásito que quisiera desgarrarla y abrirla desde dentro. Finalmente, en lugar de hablar, refugió su rostro en el pecho del bortai, que la abrigó tiernamente entre sus brazos.
Si alguno de los que tuvo la desgracia de ver al bárbaro luchar hubiera presenciado aquella escena, diría que estaba soñando; si alguno de los que habían caído, víctimas de la fiereza del Cuervo, estuviera en aquel instante contemplando la ternura con la que el bortai acariciaba el cabello de la mujer, habría creído que sus ojos le mentían. Era imposible que aquel demonio del sur, en cuyos ojos habitaban por igual la crueldad y la muerte, fuera capaz de demostrar belleza o apreciarla siquiera. Nadie habría sabido decir qué embrujo provocaba un cambio tal en el hombre que ahora besaba a la yskim, lleno de pasión, que lo convertía en un monstruo capaz de cometer la peor de las atrocidades, sediento de la sangre de los enemigos.
Y, probablemente, ninguno habría comprendido que, por mucho que se esforzara en intentar comprenderlo, jamás conseguiría vislumbrar qué latía con tal fuerza en el interior del bárbaro para conseguir que se obraran aquellos prodigios. Ni siquiera los bortai, que habían sido los primeros en demostrar que no estaban dispuestos a comprender al aprendiz de brujo. En el bárbaro ardían mucho más que la rabia y la ira que los dioses, los ancestros o los propios hombres habían hecho brotar en él.
Agarrada por el brazo del joven, Aeena caminaba hacia el campamento, llena de dicha, con una sonrisa perpetua, casi congelada, diríase que por el viento que se había levantado repentinamente. Los cabellos de ambos se enredaban, bailando al son que tocaban los seres del aire en sus oídos. Ella se refugió un poco más, escapando de los copos que el viento levantaba del suelo, arrojándoselos como verdaderos puñales a los caminantes. Él le dio mayor cobijo a ella, apretando el paso. En la aldea, el hielo y la nieve quedaban fuera de las yurtas de hielo, dejando dentro el calor de unos hogares sencillos.
Negras nubes se congregaron en la bóveda que el cielo tendía sobre sus cabezas, cubriéndolo todo con su sombra. No tardó mucho en comenzar a nevar profusamente, con esos enormes copos que sólo caen en las partes más frías del mundo, que caen girando, haciendo piruetas continuamente, bailando en su recorrido desde las oscuras y feas nubes hasta el límpido y claro suelo. El viento comenzó a utilizar también aquellos copos como armas arrojadizas, llenando a los dos únicos seres que aún caminaban por la tundra de un blanco manto. Cuando llegaron finalmente al campamento, la noche reinaba en las Tierras del Hielo, las teas ardían y los puestos de guardia estaban desprotegidos.
El bortai rió amargamente. Aquellos yskim no estaban avezados a la guerra. Atrancó los sencillos portones de madera, esperando que ningún ataque pudiera sorprenderlos en aquella noche y se encaminó hacia su yurta. Allí, dio unas cuantas de aquellas hierbas que había recogido a su caballo. La pequeña Kora, ajena a todo el jaleo que había tomado el campamento durante el día, rebullía ahora por toda la estancia, impaciente, matando la inactividad en la que había estado sumida durante horas. Sus pequeños gritos y gemidos se oían aquí y allá mientras se movía velozmente entre las blancas paredes. Se subió ágilmente a los hombros de Aeena y allí, se quedó dormida.
Khram preparó algo para comer y dio una parte a la mujer, que acariciaba interesada a la cálida mangosta. Fue una comida frugal, pues no había tiempo para más. Había decidido hacer él la guardia de aquella noche. Cuando el alba despuntara, tendría una charla con los guerreros. No convenía dejar desprotegido el poblado por la estúpida necesidad de dormir.
Terminó el aperitivo y tomó de nuevo su capa, abrochándola en el pecho. La bastarda que había sido de su madre pendía de nuevo en el costado izquierdo del Cuervo y el mandoble que Ragnar, su padre, dejara como único vestigio de su paso por este mundo, estaba cruzado, desde el hombro derecho hasta el costado izquierdo, en la espalda de Khram. Nodym vibraba con cada uno de los movimientos del bárbaro, como si estuviera impaciente por saltar de su prisión de cuero, dispuesta a matar y a entregar vidas y almas a la muerte, su verdadera dueña y señora.
- ¿Dónde vas?
- A la muralla – repuso sencillamente. – Si alguien nos ataca y estamos dormidos, el resultado de tanto trabajo será el mismo que si no hubiéramos hecho absolutamente nada. Y entonces sería vano todo por lo que lucháramos.
- ¿Cómo verás en la noche si acecha alguien?
- No lo veré. Pero él a mí tampoco. A quien esperamos es a un gran ejército, no a una o dos personas solas, y un número de gente tan grande deberá traer sus luces encendidas si no quieren perder efectivos antes de que se establezca la lucha ante nuestras puertas. Y, con lo cerrado de la noche, te aseguro que ningún explorador se atreverá a venir si no es con una tea encendida. Hoy la luna no preside el cielo, escondida su cara tras las nubes de la ventisca. Nadie podrá ver a nadie en esta oscuridad completa. Y mucho menos apuntar a matar a nadie.
- Iré contigo – dijo incorporándose. – No quiero dejarte sólo.
- Y yo no quiero dejar solos a mis animales. Además, ahí fuera hace frío. Debes quedarte aquí.
- Soy una mujer del hielo, sureño – dijo indignada la yskim. – Una noche de frío no me va a matar.
- Quizá el frío no te mate. Pero cuando arrecie la cellisca, cuando la nieve cubra tus hombros por el rigor de la vigilancia, cuando tus pies queden entumecidos y tus manos enrojecidas, el cansancio te vencerá. El sueño vendrá a por ti. Y entonces caerás. Y si caes hacia el poblado, del lado de la nieve, sólo te constiparás. Pero si caes del otro lado, mañana tendremos otro cadáver que recoger.
"Y yo preferiría que ese cadáver no fuera el tuyo."
"No, es mejor que te quedes. Yo te avisaré si hay algún peligro y tú darás la voz de alarma. Ahora, intenta descansar."
- Tú también has luchado hoy; has cabalgado y matado mucho hoy, hijo del sur. Tú también debes descansar.
El bortai se detuvo y sus hombros descendieron, con toda la carga que el sufrimiento de tantos años había depositado sobre ellos. Al volver el rostro para mirarla y despedirse, sus ojos mostraban los rastros que las interminables lágrimas habían dejado en ellos; la boca y los labios se torcían en una mueca de sufrimiento intenso, no olvidado. Había envejecido de golpe cuando intentó componer su desencajado rostro, esbozando una tenue sonrisa que tranquilizara a la mujer de un modo u otro.
- Se me ha negado el descanso, hija del norte. No descansaré hoy. Ni nunca.
Recorrió los pocos cientos de metros que le separaban de la rudimentaria muralla con grandes zancadas. Su hazaña ya habría llegado al último confín de las Tierras de Hielo si es que los rumores viajaban tan rápido como en Bort. Ahora, el líder tuerto de los yskim que los atacaban estaría preparándose para un nuevo ataque o, incluso, dirigiéndose ya hacia la recién pertrechada aldea. Nadie se movía en la blancura bañada por la noche. Sólo Khram, ojo avizor a cualquier signo de luz que se divisara en algún horizonte, permanecía alerta, despierto al peligro como siempre había estado. Sus ojos escudriñaban la lejanía, sometiéndola al experto escrutinio del vigía, del que ha pasado tantas noches en vela esperando que ocurra algo que no debía ocurrir.
Ninguna fogata rugía en los primitivos hogares confeccionados con piedras dispuestas en círculos. Ninguna llama ardía en el campamento. Así lo había dispuesto él, cauto, precavido, intentando despistar así a cualquier atacante que, al no encontrar lo esperado se sintiera desorientado y perdido. Esperó que las nubes y las estrellas no lo traicionaran.
Los ojos pestañeaban insistentemente, retando al sueño una vez más, como hiciera durante tanto tiempo en aquella estéril tundra norteña. Era la única manera de mantener alejado al enemigo más peligroso que tendría aquella noche, el tenaz cansancio que minaría su resistencia y su ánimo lentamente, poco a poco, para apoderarse finalmente de cada uno de sus músculos y sus miembros, dueño y señor de los cuerpos en la oscuridad nocturna.
Se acuclilló sobre la plataforma superior de la tosca muralla, sosteniendo el frágil equilibrio de aquella postura con una mano. El frío del hielo que era el basamento de aquella tarima de ramas y hojas se filtraba a través del entramado vegetal congelando su piel con los vapores helados que exhalaba. Era un espectáculo fantasmal ver aquella empalizada humear en la noche, con una neblina blanquinosa como sólo los hielos perpetuos pueden originar. Pero lo verdaderamente espectral era verle a él caminar por la estructura, sombra entre sombras, recortado pálidamente contra la noche. Un observador que estuviera lo suficientemente cerca, habría salido corriendo despavorido al contemplar la infernal visión del espíritu demoníaco vagando por la altura de la muralla, como si fuera un alma en pena, a medio tránsito entre las estancias materiales y las estancias inmateriales de Druma.
Volvió a incorporarse, lentamente, sin apartar la mirada de las heladas planicies sumidas en la negrura más absoluta. En la bóveda del cielo, algunas nubes, tan negras como la propia noche, surcaban las alturas, dibujadas contra el halo lunar, tenues volutas de vapor a la deriva entre las estrellas. La impaciencia comenzaba a dominarlo y la templanza no era una de las virtudes que caracterizaban al Cuervo. Su ceño se fruncía una y otra vez, intentando ver algo en la lejanía, un signo de la presencia de sus enemigos, por débil que fuera. Quizá el caudillo enemigo de un solo ojo fuera mucho más prudente de lo que él pensaba y ahora estuviera encerrado en su yurta, aguardando a que las luces del alba rompieran el cerrojo que las nubes habían interpuesto a las luminarias de la noche, ofreciéndoles un paso seguro. Y un mejor blanco a los arqueros que esperarían junto al vigilante.
Pero Khram, que había sufrido tanto por la naturaleza humana conocía bien las intenciones de aquel líder. Si quería gloria, si buscaba verdadera gloria, aquel hombre atacaría aquella noche, sin preocuparse por las bajas propias, que, siendo grandes conocedores del terreno en el que se movían, a buen seguro serían escasas. Un ejército podría aguantar fácilmente con unas cuantas decenas de bajas. Él no había podido reunir muchos guerreros, pero tampoco había muchos más hombres en aquellas inhóspitas tierras, así que confiaba en que sus enemigos sólo los triplicaran, o como mucho, fueran cuatro veces los que ellos representaban.
A pesar de la desventaja, el bortai confió. Si fuera necesario, su caballo prestaría el mismo servicio que ya había prestado. Lo vestiría con aquella armadura de placas óseas, haciéndolo semejar a un verdadero demonio. Con la montura, el bárbaro tenía toda la ventaja sobre cualquier tropa de infantería. Y si dicha tropa tenía además armas de hueso, sus magistralmente forjadas hojas, darían cuenta del tétrico arsenal de sus oponentes. Nodym pareció vibrar ante la expectativa del combate, partícipe de los pensamientos del hijo de su legítimo amo. Si la hoja vivía para dar muerte, su dueño había vivido para llevarla hasta ella y su hijo era el mensajero de la Parca para el acero en aquel tiempo. Había mamado con la leche de urga el gusto por la guerra y, aunque le atrajera más el uso de la magia, el manejo de la espada y el hacha, el arco y la lanza corrían por sus venas junto con la fuerte sangre bortai que había hecho un hombre de él. Por eso no se sorprendió cuando, por puro instinto más que por percepción, su mano izquierda se posó sobre el cuerno que llevaba asegurado al costado derecho y sus labios soplaron un toque a las armas con una lúgubre nota de muerte y soledad que llenó la fría noche con los sonidos de los guerreros al levantarse y prepararse.
Por todas partes, salían los hombres de sus tiendas de hielo, vestidos con gruesas pieles, abrochándose las correas de rudimentarias armaduras de espeso cuero. El hueso cloqueó en los armeros al chocar contra la madera mientras era arrancado cruelmente de su reposo, igual que los hombres que lo empuñaban. Los arqueros se calaron los gruesos casquetes y clavaron en las plataformas de las murallas un número de flechas, tal como el bortai les había enseñado a hacer. Protegieron el costado del arco contra la madera, mostrando únicamente el arma y el venablo ya armado por las toscas aspilleras. Sólo haría falta un leve tirón y cientos de flechas oscurecerían aún más el cielo nocturno.
En la lejanía, la luz de cientos de antorchas comenzó a hacerse visible.
En lento avance, aquella pequeña aurora móvil apareció en lontananza justo cuando el cuerno emitió el último acorde de su triste llamada. Los yskim que lucharían a pie enjuto estaban ya colocados, con los escudos en ristre, cubriendo bien la exigua falange que componía aquel ejército defensor. Tras ellos, los pequeños ykeem, más disciplinados y entrenados, rebullían por todo el campamento, saliendo de los lugares más inverosímiles, armados por sus extrañas hondas dobles, cargando capazos llenos de aquellos letales proyectiles que serían capaces de atravesar un cráneo humano de parte a parte. Se dispusieron tras los arqueros, ligeramente desplazados hacia su derecha, para poder aprovechar también la parte más baja de la empalizada, haciendo saltar aquellas bolas a endiabladas velocidades.
Aeena llegaba ya, cubierta por una coraza negra de bellísima factura. El cuero estaba soldado por hermosísimas tachonaduras de plata que refulgían incluso contra la débil luz de las antorchas que se acercaban. Corría como alma que llevaran los diablos, de un lado a otro, impartiendo órdenes, organizando a los guerreros en un batallón que se organizara como un único ser. Yurizh la seguía, chillando en su incomprensible jerga, intentando llamar la atención de la mujer, pero sin éxito. Finalmente se detuvo. Era inútil corretear antes de lo señalado si no iba a conseguir nada.
Khram alzó una mano y la agitó. Yurizh hizo un leve asentimiento y corrió hacia él. Mientras el enano llegaba, él desabrochó las correas de la bastarda de su madre y liberó la hoja con su funda de la prisión de su cinto. La dejó caer sobre el níveo manto, de donde la recogió el ykeem. No medió palabra entre ellos, pues cada uno tenía muy claro lo que debía suceder a continuación.
El peludo enano agarró la pesada espada y la transportó corriendo hacia la amante del Cuervo. Yurizh sólo dio una voz. "Arma", gritó. Y Aeena, ahora sí, se frenó en su febril carrera y tomó la hoja y la funda. Abrochó las cinchas a su propio cinturón y la desenvainó, enarbolándola todo lo alto que pudo, saludando a quien le regalaba aquella poderosa hoja. En lo alto de la muralla, Khram sonrió.
Los ancianos, los niños y aquellos hombres y mujeres que no estaban en condiciones de pelear se retiraron a las yurtas más lejanas, donde aquella noche no dormía nadie, abandonados sus puestos para dejar sitio a los débiles y a los alimentos. Muchos niños pequeños lloraban y muchos niños mayores eran el azote de la paciencia de sus madres, dispuestos a morir en la defensa de su poblado si era necesario. Los ancianos no levantaban la voz, pendientes únicamente de alcanzar la insegura guarda de las tiendas de hielo. No habría defensa en retaguardia: si la guarnición de avanzada caía, ellos no tendrían más consuelo que la muerte.
Sólo cuando todo estuvo organizado, Khram bajó de la muralla. Corrió entre la nieve, dejando un evidente rastro tras de sí y levantando verdaderos muros de blanco polvo a su alrededor con cada poderosa zancada que largaba. Entró rápidamente a la yurta que habitaba y liberó a su montura de la lazada que lo atrapaba. Relinchó Ragnar de júbilo y el caballo se detuvo ante el Cuervo. Amarró la armadura que había confeccionado apenas unas horas antes al cuerpo de su animal, de su amigo. Tenía que protegerlo bien. Lo dejó libre, pero escondido, esperando a su llamada.
De nuevo regresó al frío y la noche. Se cerraba el pesado jubón mientras el pesado mandoble forjado por los Erizo tintineaba en el lecho que suponía su gruesa capa, que llevaba sobre el brazo izquierdo. Había salido a medio vestir, mientras una cota de mallas ceñía el falsete acolchado. Sobre ella, la túnica gris que una vez Burbath, su anciano maestro, le regalara. Y, por fin, las pieles que Dada le legara. Cerró la gruesa capa con el elegante broche y retrepó los escalones de dos en dos, colocándose en el centro de la guarnecida muralla. Ya se podían distinguir las teas, acercándose el temido enemigo cada vez más, en una espera tensa, que se hizo muy corta para los aterrados yskim, pero que fue una inmensa eternidad para el bortai.
Necesitaba la batalla. Anhelaba el combate. Deseaba la lucha.
No arengó a los guerreros. Tampoco dijo palabra alguna. Lo único que tuvo que hacer fue desenvainar la espada de su padre, que había vuelto a su lugar entre los omoplatos del Cuervo y sostenerla en alto para que el grito de guerra que dormía en los pechos de aquellos hombres y mujeres despertara de su larguísimo letargo. Un rugido interpretado al unísono por los yskim y los ykeem, tanto tiempo adormecidos, resonó en el aire invernal, restallando en los copos de nieve, que parecieron ascender, temerosos de enfrentarse a aquella horda sedienta de la sangre de sus enemigos. La sangre bortai salía entonces a relucir. Los guerreros del hielo se deshicieron por completo de la escarcha que se había adherido a sus ardientes corazones, haciéndolos hibernar en la autocomplacencia. La nieve podía matar la carne, pero el mismo espíritu llenaba las almas de los bortai y los yskim y era en ese momento, en ese preciso instante, en el que debía demostrarse que la sangre de ambos pueblos procedía de la misma raíz, entroncada en el mismo tallo tanto tiempo atrás. Si el tronco y la raíz son la misma, el fruto ha de ser el mismo y el alimento que dé lugar a ese fruto, también.
Y el alimento que da fruto en Bort es la guerra.
Una vez inflamada la llama, una vez encendido el fuego, aquella sangre guerrera no abandonaría jamás las venas de aquellos hombres y mujeres que ahora gritaban a la eterna oscuridad, desafiando al mismísimo destino, que se había quedado allí instalado en aquella fatídica noche, espectador no invitado a un espectáculo de títeres del que era el titiritero.
Sólo la oscuridad se atrevió a permanecer allí, silente. Las estrellas parecían querer el abrigo que les ofrecían aquellas oportunas nubes, manteniéndose ajenas a lo que allí iba a desatarse. La luna ocultaba su faz, avergonzada de lo que los hombres son capaces de hacerse los unos a los otros. Las únicas luces que arrojarían claridad sobre los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir serían las teas que los atacantes traían prendidas. Luces que, sin duda alguna, serían los verdaderos únicos testigos capaces de relatar lo que allí ocurriera verdaderamente. Luces que alumbrarían los movimientos de unos y otros. Luces que darían color y arrojarían sombras sobre los ángeles y los demonios a los que se daría rienda suelta sobre los filos de las hojas y las astas de los huesos que, en aquella noche se enfrentarían por la propia existencia.
Por fin comenzaban a vislumbrarse rostros, vestiduras, botas y armas. Las luminarias que caminaban en dirección a la precaria muralla en la que se congregaban yskim, ykeem y el bortai amenazaban toda forma de vida que se encontraba del otro lado de la empalizada. Los que iban a pie, tiritaban. Pero no por el frío, no por el miedo. Tiritaban tensos, como una cuerda de cítara pulsada por el músico, vibrantes los músculos, expectantes, impacientes. Khram miraba a su pequeño ejército.
Si le invadió el desánimo, no lo demostró. Si le pudo la desazón, no lo evidenció. Su espada permaneció en alto, enhiesta, apuntando a los crueles cielos, que habían decidido derramarse sobre los hombres y mujeres que combatirían aquella noche por si mismos, en forma de gélidos copos que congelaban infinitesimales porciones de su piel, desprovista de los pertrechos con los que protegían sus puntos vitales. Aquella sensación les hacía sentir más vida que nunca, su sangre correr a raudales por sus arterias, su calor generarse en el interior de su cuerpo. Cuando más cerca estaban de su propia desaparición, más vida percibían en sí mismos.
Los pasos de los atacantes ya retumbaban en los oídos de los que estaban en la muralla. Un sordo murmullo que se unía al zumbido del viento del norte, que hacía caer la cellisca y el frío a plomo sobre todos los seres vivos que había allí.
El único que no parecía sentir aquello era el bortai.
Con el brazo extendido, cargada la mano con el arma paterna era la antorcha que iluminaba el camino de los guerreros que tenía a su alrededor. Aquella fría hoja prendió la llama de la esperanza en los corazones de los yskim y de los ykeem. Y si hubiera habido algún superviviente del ataque anterior, habría sido la señal para que ese superviviente temblara de auténtico pavor. El gesto del bortai no había cambiado desde aquella tarde de sangre. El gesto severo, adusto, remarcado por los trazos de aquel tatuaje ritual, símbolo ancestral de su clan, recuerdo indeleble de su procedencia y su identidad, era el perfecto pasaporte al infierno para cualquiera que osara enfrentarse a él.
Sus sentidos se agudizaron. Su vista comenzó a distinguir con claridad los más finos rasgos de los batallones que se aproximaban, lenta, pero inexorablemente. Su oído llegaba a percibir el impaciente piafar de su montura en su establo de hielo. Era capaz de olfatear el aceite que impregnaba las cada vez más cercanas teas al arder. El metálico sabor de la sangre y la bilis se hicieron notorios en su paladar. El vello de cada rincón de su cuerpo se erizo y hasta la última gota de sudor que manaba de sus poros describió un reguero que el hombre hubiera podido describir con todo lujo de detalles. Había sido concebido para momentos como aquel. Permanecía impávido, inmóvil, como si hubiera sido esculpido en granito, a golpe de escoplo y martillo. Los ojos permanecían fijos en los que marchaban para convertirse en su perdición, paso a paso, marcando uno tras otro la macabra música de la muerte.
Un paso más. Otro. Otro. Los crujidos de la nieve al prensarse se convertían en los heraldos del desastre. Fuera cual fuera el resultado, allí reinaría Druma sobre cualquiera de los demás dioses y se enseñorearía, ufana en su propia complacencia, del campo de batalla.
La espera se hacía eterna. Los arqueros esperaban la señal del bortai, de aquel director de orquesta que dirigiría una ópera de sangre vertida y miembros cercenados, de tripas derramadas y vidas segadas. Las cuerdas de los arcos resonarían en los atrios de la Seductora como una melodía mil veces ensayada, perfecta armonía para un espectador ocasional. Pero el sonido que más se repetiría serían los ayes y los estertores de los moribundos y los muertos. Y con aquella sinfonía parecía refulgir la hoja del aprendiz de mago, brillando los fantasmas de su filo bajo la luz de las teas que estaban ya prendidas frente a los defensores.
Todos contuvieron la respiración. Todos permanecieron quietos en sus sitios. La diferencia se hizo al fin evidente y la desesperanza comenzó a extenderse a ambos lados de la muralla. Entre los primeros, los que defendían su plaza, al ver la extensión de aquel ejército, temerosos de las consecuencias que su atrevimiento, de su alzamiento, pudieran acarrear sobre sus vidas y las de sus seres queridos. Todos los que estaban sobre la empalizada, con los arcos tensos y las hondas cargadas, temían por alguien que habían dejado atrás. Todos los que esperaban que aquella marea irrumpiera dentro del recinto tenían alguien que deseaba que continuara con vida.
Entre los atacantes la causa del desánimo era ese faro levantado por un solo hombre, compuesto por un solo hombre. Al ver aquella muralla, y aquel baluarte sobre ella, ninguno supo que pensar. Ninguno fue capaz de imaginar a qué se enfrentarían. Aunque más de uno debió pensar que no era más que un loco. Aquel hombre allí erguido era un blanco perfecto, pero sin la orden acordada, ni una sola flecha saltó de su carcaj para tensar el arco. En aquellos primeros momentos, pudo más la curiosidad que el sentido común, que a cualquier guerrero le habría dicho que había que doblegar a aquel torreón humano, peligroso por hallarse allí como símbolo de unión. Khram fue la primera bandera que unió a uno de los pueblos yskim que poblaban la yerma extensión de nieve y hielo que se había convertido en su hogar.
La señal había sido marcada. Todos los ojos estaban puestos en él. Las saetas estaban a punto de ser liberadas. Las cuerdas de los arcos habían dejado de vibrar. Las muñecas ya se apoyaban en los mentones de los que estaban sobre la muralla. Los ykeem tenían sus extrañas armas cargadas y comenzaban a hacerlas girar con hábiles movimientos. Abajo, a su espalda, las armas de hueso estaban ya listas y Aeena enarbolaba ya la ágil bastarda de su madre. El viento de la tundra comenzó a soplar, haciendo tremolar las llamas de las antorchas. La capa del hombre ondeó ferozmente, bailando una furiosa danza entre los rizos que el aire formaba al cruzar la empalizada. Y la muerte, se alió con él. La negrura tomó un pacto con un nuevo paladín.
Los guerreros atacantes se detuvieron a unos cientos de metros de la pared de hielo y madera, a una distancia que consideraron segura. Y un hombre con una cicatriz que le cruzaba el rostro de parte a parte se adelantó.
- ¿Quién es el que manda la muralla? – alzó la voz por encima del fragor del viento.
No hubo respuesta.
- He preguntado quién es vuestro líder. ¿Acaso os habéis vuelto sordos? - el caudillo comenzó a perder la paciencia. Pero por segunda vez, no hubo respuesta. - Está bien. Entonces acamparemos aquí. Os derrotaremos por el hambre y la sed.
Y entonces sí que hubo una respuesta.
Un arquero soltó la primera flecha. Tímidamente, el proyectil recorrió una distancia, de forma recta, cayendo inofensivamente a unas cuantas decenas de metros de la primera línea de guerreros.
El estruendo de las carcajadas de los asediantes llenó los oídos de los defensores con un sonido que no pudieron describir. Y menos aún cuando surgió, de sus propias gargantas una carcajada igual o más estruendosa. Las risotadas de los ykeem, como cascotes entrechocando, se unieron a las de los yskim, provocando una cacofonía como jamás se escuchó en las tierras de hielo. Y aquello supuso una provocación para los atacantes.
La seca orden nació de los capitanes de los cuerpos de los arqueros que cruzaron la distancia que los separaba del punto de tiro. El caudillo esgrimió una gélida sonrisa que dedicó al único hombre visible desde aquel punto. Se adelantó con aquella terrible mueca y tocó en el hombro a uno de sus arqueros. Este levantó su arma y tensó la cuerda. El hombre de la cicatriz levantó el brazo y elevó dos dedos. No aguantó la posición mucho tiempo. El brazo describió un arco que para el hombre que estaba al lado bajó demasiado rápido. Pero para el que iba destinado el proyectil, aquel brazo atravesó una densa jalea.
No dio tiempo a que la señal de su rival llegara a su fin. Fue su extremidad la que trazó la curva con la espada en la mano y una lluvia de flechas oscureció aún más la gélida noche. Los guerreros del bortai dispararon como él les había enseñado. Y la primera descarga llegó hasta el centro de la enorme columna desplegada ante su emplazamiento, diezmando a cientos de hombres que esperaban estar a una distancia segura, lejos del alcance de las flechas de hueso de los defensores. Los primitivos escudos de planchas de madera entrelazadas con tendones apenas sirvieron de nada. La madera crujía al recibir los impactos de los proyectiles, que se incrustaban hondamente en las rodelas levantadas, consiguiendo, las más de las veces, arañar y probar la sangre de los brazos que sostenían aquellas tristes defensas. Los ykeem lanzaron sus bolas en aquellas hondas dobles y por doquier estallaron cráneos como melones maduros, esparciendo sesos, sangre y moco allí donde impactaban, bastante lejos de la primera línea, donde se apostaban aquellos que debían iniciar el ataque. Los huecos que quedaban entre los broqueles eran demasiado grandes para detener el ataque de los peludos seres, e incluso así, las defensas en las que impactaban quedaban hechas astillas por completo, dejando a su poseedor desmadejado y gritando de dolor con uno de sus miembros partido.
El líder de la cicatriz observó boquiabierto la maniobra de su enemigo mientras la flecha de su guerrero recorría la distancia que la separaba del bortai. El tiempo transcurrió lentamente, demasiado lento para estar pasando a su velocidad normal. La lluvia de proyectiles, esféricos o no, pareció eternizarse en el lapso de tiempo que el ataque que él había mandado ejecutar llegaba a su destino. Se volvió sólo para ver cómo sus hombres caían a diestro y siniestro, eliminados por la letal precipitación. Casi parecía que los dioses hubieran estallado en ira contra ellos por levantarse contra sus hermanos y dirigieran aquellos venablos directamente hacia la carne de los hombres, haciéndoles pagar duramente su osadía. Mientras, su ataque parecía no alcanzar nunca aquel enhiesto poste que se había erigido con el único fin de hacerle fracasar en su empresa. La flecha se dirigía directamente al corazón del Cuervo, justo bajo la parte que la capa dejaba sin cubrir, pero sin impactar, recelosa de llegar al final de su macabra trayectoria. Pausadamente, la distancia llegó a su fin. El bárbaro no se apartó. Inexorablemente, la flecha alcanzó su objetivo, impactando en el cuerpo del sureño.
En el lado de la muralla que albergaba a los defensores se contuvo la respiración. Si su baluarte caía, estaban perdidos. Si aquel hombre moría, su esperanza moría con él. Se tensaron los rostros y las gargantas se obstruyeron. Se abrieron las bocas de par en par esperando que aquel temerario cayera de la muralla, sangrando, con el corazón atravesado, goteando baba desde la comisura de sus labios.
Pero no fue así. El hombre volvió a levantar el brazo con la enorme arma en su extremo. La flecha salió rebotada del pecho del hombre, como si hubiera rebotado contra la propia montaña viva. Acabaron los atragantamientos y de las laringes de sus guerreros brotaron ensordecedores vítores. Cundió la alegría entre sus hombres y las flechas volvieron a salir de sus aljabas, las cuerdas a tensarse y las hondas de los peludos ykeem a girar. Los cantos comenzaron a brotar en la noche y fue el hombre que los había provocado quien tuvo que acallarlos con severidad.
- ¡Silencio! ¡Hombres y mujeres! ¡Aún no habéis ganado ninguna batalla! Ya llegará el momento de cantar y festejar. Pero ahora tenéis ante vosotros un ejército con ganas de destruiros. ¡No dejéis a nadie con vida y que la maldición de los ancestros caiga sobre los que tengan piedad!
La sangre de la estepa estalló en su corazón. Como si el proyectil que había rebotado contra su cota de malla hubiera roto la barrera que la retenía, se había liberado en un furioso torrente en sus venas, alcanzando su cabeza y sus miembros. La crueldad que los bortai mostraban en la guerra hablaba por él y su ancestral herencia campó en su interior. Caudillo ocasional, la noche le mostró visiones que ya había tenido. Las volutas de humo que surgían de las maderas prendidas conformaban extrañas formas sobre la luz material de las teas, confundiéndose entre la fantasmal luminaria lunar velada por las nubes. El hombre de la armadura con forma de cuervo, el hombre que tantas veces había aparecido en sus sueños, se materializaba en voluble fumata.
Lo miró de frente. Encontró aquella forma familiar en la tundra y su identidad tomó forma. Su pasado, aquel que había puesto tanto esfuerzo en olvidar, regresó como un torrente en el deshielo, arrasando las murallas que tanto tiempo le había costado levantar. Algo tan inconsistente como el humo había derrumbado por completo todo lo que había conseguido interponer entre su conciencia y su identidad, devolviéndole de golpe a su pasado. Un relámpago recorrió su espina dorsal erizándole el vello. Bort reclamó lo que era suyo. Volvieron los sentimientos de clan, los viejos aromas a carne asada, las historias a la luz de las hogueras. Regresaron las tardes de espada y hacha, carreras y ejercicios. Incluso, volvieron los ancestros, clamando con sus voces de ultratumba por el vástago perdido. Y Khram lo aceptó. Cerró los ojos. Dejó que la estepa tomara posesión de su alma, como lo había hecho durante toda su vida. Era de nuevo un bortai. El humo se deshizo y el ruido de la guerra volvió a sus oídos.
Abajo claqueteaban miles de armas de hueso esperando a enfrentarse contra hermanas suyas. Los arcos restallaban junto a él al soltarse, mientras los atacantes, convertidos ahora en defensores, daban grandes gritos, atravesados por venablos. La sangre se mezclaba con la nieve, las entrañas se derramaban sobre la sangre y los intestinos de los muertos se aflojaban sobre la pestilente mezcla de tripas, sangre y nieve, llenando el aire de fetidez y muerte. Mientras los arqueros que estaban en la posición más baja se esforzaban en intentar llegar a acertar en algunos de los que defendían la muralla, los hombres que comandaba el bortai habían conseguido dominar la técnica que les explicara el aprendiz de mago. Sus flechas llegaban en mayor cantidad y más lejos. Los que estaban bajo la muralla no podían acercarse. Cada vez que daban un par de pasos hacia el muro de hielo y madera, una cellisca ósea, disparada desde los potentes arcos que los vigilaban desde lo alto, caía a plomo, diezmándolos. Pero además contaban con la ayuda de los ykeem.
Los pequeños seres peludos también sabían sacar ventaja de sus extrañas armas y sus proyectiles. Allí donde alcanzaba una de sus bolas se astillaba un hueso, se producía una hemorragia interna o era capaz de partir un cráneo.
Pronto, los arqueros, cuya misión era la de detener aquella incesante lluvia, quedaron anulados. A pesar de que los arcos eran similares, la técnica de disparo no podía compararse a la que el Cuervo había enseñado a sus hombres. Por cada flecha que disparaban los primeros, llegaban dos que habían disparado los últimos. Khram descubrió que, aunque numerosos y bien organizados, no había disciplina en aquellos hombres. Seguramente, a más de la mitad se los había engañado con promesas de botín fácil y habrían sido sacados de sus casas con falsas esperanzas. El resto estarían allí por miedo o, simplemente, obligados por los líderes de aquel ejército. Muchos de los hombres reculaban, se agachaban detrás de exiguos escudos que, cada vez más, se asemejaban a pequeños erizos. Otros, simplemente, corrían en todas direcciones. Aquellos recibirían castigo, por desertores. Pero a Khram le importaba bien poco. Le importó mucho más lo que podía hacer la gente que defendía. Y lo que de hecho hizo.
El ejército que asediaba a los hombres del bortai empezó a retirarse. A pesar de los caídos, los heridos y los desertores, la fuerza que ahora ponía espacio entre la muralla y ellos mismos aún era digna de temor. Los que habían quedado corrieron, ordenadamente, hacia la retaguardia.
Las flechas yskim ya no llegaban a alcanzar a sus objetivos, aunque los proyectiles esféricos de los ykeem seguían derribando guerreros, mutilando, hiriendo y matando. Aquella tregua llegaba en buen momento. Los defensores tenían que guardar cualquier proyectil que tuvieran a mano, pues ellos estaban encerrados y no podían salir de la muralla a menos que quisieran exponerse a los peligros de un enfrentamiento directo. Los guerreros eran escasos y estaban apenas entrenados para enfrentarse como falange única a los que estaban fuera, que, aunque no tenían la suficiente valentía y disciplina para aguantar en sus puestos, eran hombres bien adiestrados y formados en el combate colectivo. Khram sabía que sus hombres y mujeres en campo abierto tenían todas las de perder, aunque hubieran matado a muchos.
La retirada pronto cubrió un espacio de terreno lo bastante grande como para que los forrajeros pudieran salir a recoger las flechas de los cadáveres. Se abrieron unos cuantos bloques, colocados estratégicamente, para dejar salir a unos cuantos ykeem, rápidos sobre el hielo y de manos hábiles. Varios arqueros y guerreros ykeem permanecieron apostados en la muralla, defendiendo a los que habían salido. Abajo, entre las yurtas de hielo, se desató la euforia y los vítores estallaron en la garganta de los vencedores temporales. Los ancianos y los niños salieron de sus cobijos y bailaban junto a los vencedores de aquel lance. Las familias se reunían de nuevo. Las mujeres lloraban sobre el pecho de los maridos, los hijos se abrazaban a los padres, los padres a las hijas.
- ¡Callad, maldita sea! – la furia de la estepa aún estaba presente en cada fibra del ser de Khram. – ¡Esto no se ha acabado! Los supervivientes volverán, y aún quedan muchos. ¡Volved a reforzar la muralla! O mucho me equivoco, o las flechas y las piedras ya no nos servirán de mucho.
Dando grandes saltos, se bajó de su muro, abandonando momentáneamente su posición. Con la sangre martilleando sus sienes cogió un arco y una flecha y disparó sobre el muro. La flecha ascendió rápidamente, describiendo un arco altísimo, superando finalmente la muralla, cayendo fuera. Un grito de agonía de un moribundo resonó entre los bloques de hielo y una blasfemia brotó de los labios de un ykeem, en aquella dura jerigonza suya.
- ¿Queréis que pase esto? ¿Qué les impide volver y disparar sobre el muro, igual que yo? ¿Qué pasaría si os cayera a vosotros encima? ¡Volved a la muralla, malditos seáis!
Aeena se acercó al bortai, acompañada de Yurizh. La mujer llevaba la vaina de la bastarda del bárbaro amarrada a la cintura y el ykeem, ataviado con un justillo de cuero que tenía infinidad de salientes, parecía una versión peluda de esas mazas que los mydonitas, con su melódico lenguaje, solían llamar lucero del alba. El aprendiz de mago se dirigió a ellos.
- Yurizh, habéis sido de gran ayuda. Ahora, organiza a los ykeem. Lo siguiente que venga no podremos contenerlo con proyectiles a menos que seáis certeros con vuestras armas. O mucho me equivoco, lo siguiente no podremos derribarlo con flechas. El hombre de la cicatriz es un hombre cauteloso y curtido, avezado a la guerra. Pero lo primero es refugiar a los yskim. ¿Podríais trasladar las yurtas más atrás?
- Ykeem trabaja duro. Tiendas atrás en poco tiempo. Tú verá – el chapurreo del enano aún divertía a Khram.
- Aeena – el bortai giró la cabeza hacia la mujer, – ahora es tu turno y el de tus hombres. El muro caerá y vosotros debéis estar listos. No dejes que se duerman y mantén la tensión, pero no los agotes.
- Khram, ¿qué es eso de que el muro caerá? – la mujer miraba con desazón al sureño y sus palabras denotaban el nerviosismo que la orden del bortai le había inspirado. – ¿Acaso no es lo suficientemente sólido?
- Probablemente sí que lo sea, Aeena. Pero para retener hombres. Hay cosas que no pueden retenerse con muro alguno, sea de hielo, madera o piedra viva. Y si ese hombre ha retirado a los suyos no ha sido sólo por conservar sus vidas. Mucho me temo que sólo piensa en ellos como meros instrumentos para sus planes y le importa bien poco quien muera y de qué modo. Lo único que quiere es arrebataros el tesoro que guardáis.
- ¿Tesoro? – la voz de la mujer adquirió un tinte sorprendido. – Bien sabes, hombre del sur, que no tenemos más que lo que cazamos y recogemos por nuestra cuenta – concluyó, satisfecha, con lo que había dicho. Con este argumento, ella dio por zanjada la discusión.
- ¡No seas boba, mujer! Dices que no tenéis fortuna ninguna. Pero yo te diré qué es lo que quiere ese hombre que le resulta tan valioso. ¡Vuestros ykeem! ¡La tribu a la que protegéis! Mira por encima de la muralla, Aeena, y contéstame a una pregunta. ¿Cuántos ykeem ves muertos o desangrados? ¿Cuántos has visto fuera de vuestras propias tierras?
La boca de la mujer se quedó abierta de par en par. ¿Sería verdad aquello?
- Por eso tiene que aniquilaros y haceros desaparecer de esta tierra, Aeena – continuó él. – Para ese hombre sois el único estorbo que existe entre él mismo y su presa. No quiere vuestras tierras de caza. No quiere la ubicación de vuestro campamento. Seguramente, con la cantidad de hombres que trae, no le falten sitios donde colocar sus yurtas ni bosques en los que hallar alimento en abundancia. Lo que no tiene son esclavos. O, si los tiene, se rebelan en tantas ocasiones, que lo desprecian. Habrá recordado que, una vez, los ykeem servían a los yskim. Y él quiere a sus propios lacayos.
- Pero, ¿cómo es eso posible? Yurizh me habría dicho... Yurizh me habría contado que...
- Yurizh lo habría hecho – el sonido de piedras al raspar delató al ykeem, que los había escuchado. – Pero ykeem jura secreto. Y mantiene secreto siempre. Hombre sureño muy listo. Observa bien.
"Ykeem amigos de Aeena es últimos ykeem de todo mundo. Cuando yskim aún nuevos en Tierras Blancas, ykeem lleva viviendo aquí siglos. Muchas tribus de yskim coopera con ykeem y ayuda y protege. A cambio ykeem sirve a yskim. No trabajo para ykeem. Gratitud.
Pero otros yskim no importa. Otros yskim quiere solo ykeem trabaje para yskim. Y otros yskim crueles con ykeem. E ykeem muere, sin remedio. Ykeem sólo sobrevivir en Tierras Blancas porque yskim protege desde hace siglos. Cuando yskim llega, ykeem a punto de morir. Muchas cosas grandes mata ykeem y come ykeem, no sólo yazteeh. Pero yskim sabe hacer que animales queden fuera poblado. E ykeem agradece haciendo tareas que yskim considera duras. Para ykeem no nada duro. Menos muerte. Ykeem sobrevive gracias a yskim. Y ahora sólo queda ykeem que vive aquí.
Los señores de otras tribus yskim se quedaron con todos ykeem. Y aunque al principio esto gusta ykeem, ykeem ve que injusto. Y dice líderes que injusto. Y entonces otros líderes mata ykeem por rebelarse. Yskim fuera tribu Aeena crueles con ykeem. Mata ykeem porque quiere que ykeem no libre. E ykeem no sabe matar. Ykeem amigos Aeena aprende matar. Porque ykeem amigos Aeena no quiere morir como otros ykeem."
El pequeño ser calló. Khram nunca le había oído hablar tanto tiempo seguido excepto en su incomprensible jerga. Pero si esa es la historia de los ykeem, comprende por qué Yurizh no quiere hablar con nadie. Él también pensaba que era preferible no hablar con nadie, no relacionarse a desaparecer. Y quizá por eso había sentido tanto dolor a lo largo de su vida. Comprendía perfectamente lo que habría tenido que sentir el pequeño pueblo de las nieves perpetuas. Todos los que habían amado y conocido habían muerto. Igual que él. Exactamente igual que él.
Aeena, a un lado, derramaba lágrimas. Seguramente, había comprendido muchas cosas que al Cuervo aún le resultaban ininteligibles o le permanecían ocultas. Su relación había comenzado cuando ella apenas era una niña y había florecido hasta convertirse en una férrea amistad y fidelidad sin condiciones. Khram envidiaba lo que la mujer y el ykeem tenían entre sí, porque él no lo había tenido nunca. Se acercó pausadamente a la mujer y puso sus ásperas manos sobre el rostro de la yskim. Secó sus lágrimas con dos cálidos dedos y la miró desde encima.
Aeena sintió como si el bortai taladrara su cabeza con aquellos ojos oscuros. Su fuego ardió en su interior. Una sonrisa asomó temerosa a sus labios. No supo reaccionar de otra manera ante lo que leyó en aquella mirada. No era miedo, no era paz. Simplemente prendió una llama en ella misma. Una llama que, aunque ella pensaba que la caldeaba y calmaba sus angustias, había comenzado a devorarla por dentro.
Aunque ella no lo sabía.
Inconscientemente, le besó. Fundieron sus labios en una arrebatadora demostración de pasión, de verdadero amor, de un cariño furioso, que quemaba. Mientras sus labios estuvieron en contacto, el tiempo pareció congelarse. Sus manos se encontraban tras la espalda del hombre y ella sentía las de él en sus caderas. Lo habría tomado allí mismo si hubiera podido. Le habría abierto su alma, le habría confiado sus secretos, aquellos en los que él tenía parte y aquellos en los que no. Le habría contado cualquier cosa que su alma albergara porque ella quería que aquel hombre venido del sur había llegado para dar calor a su espíritu, tan congelado como la nieve en la que había florecido aquel sentimiento, que para ella era más puro que cualquier otro que había sentido jamás. Él la hacía sentirse viva. Y mantenerle ajeno a lo que ella albergaba era una traición. Quiso retirarse de aquel gesto que tanto le hacía sentir.
- ¡Regresan! – vociferó un vigía.
Se separaron y tomaron sus armas. Y los secretos, aquellos que matan y que jamás deberían quedar ocultos, quedaron sin revelarse.
No hubo despedida. Sólo acero.
Dejó atrás a la mujer. Dando grandes zancadas se encaramó a la muralla y oteó en el horizonte. Las primeras luces de un alba real, no provocado por las antorchas de los enemigos, comenzaron a rayar la línea del amanecer. La aurora misma era un mal presagio, un signo que le hacía temer lo peor. Brishna no mostraba su mejor cara, pensó. "Pues a la mierda con Brishna. Otra prueba más de su inexistencia." Su propia mente rechazaba automáticamente cualquier idea relacionada con las deidades y blasfemaba por sistema.
Las sombras comenzaron a recortarse contra el sol. Y tras los hombres, o incluso a su misma altura, se recortaban sombras mucho más grandes, casi simiescas. Pero él supo lo que eran mucho antes de verlas.
Habían empezado a sonar voces de pánico en el campamento. Los que habían salido de sus escondrijos se estorbaban los unos a los otros en una atropellada huida entre la espesa capa de nieve. Las madres perdían a sus hijos pequeños, que lloraban entre el gentío que no dejaba de golpearlos. Khram dio una orden a Yurizh y los ykeem dirigieron a aquella turba como si fuera ganado. Los pequeños peludos recogían a los niños llorosos y abandonados y los llevaban con sus familias.
Aeena intentaba organizar a los guerreros. Muchos querían acompañar a sus mujeres y desataban las iras de la muchacha. El bortai observaba la escena desde la plataforma de la empalizada, intentando discernir dónde estaba el problema. Pero no era un problema que pudiera resolverse impartiendo unas cuantas órdenes. Era el problema de generaciones y generaciones de vida sumisa y pacífica, olvidada toda práctica bélica, la que los exponía a una muerte irremisible. Aeena se desgañitaba intentando organizar las filas de unos hombres y mujeres ajenos a toda formación militar, sin disciplina. Khram saltó sobre la mullida capa de polvo, levantando nieve a ambos lados de donde cayó, como una roca. Corrió tras los hombres que escoltaban a sus seres queridos y los empujó de nuevo al frente. Aeena tomó ejemplo.
Los ykeem correteaban también por todos lados, pero su movimiento era más organizado. Yurizh y los suyos se movían ágilmente por aquella alfombra blancuzca y se dispusieron para el combate de una forma mucho más ordenada y sistemática. Aquellos hombrecillos, que rechazaban de plano toda forma de lucha, sabían, cuando menos, cómo hacer la guerra. Si los yskim hubieran aprendido de ellos, en lugar de hacerlos esclavos, quizá algunos habrían llegado a Bort mucho antes y habrían fundado más clanes. Quizá hubieran arrancado más tierras a Mydon y el gigante dorado no amenazaría la estepa tanto y tan a menudo.
Siguió voceando, bramando órdenes. Consiguió que la mayoría de sus guerreros formaran como él les había instruido. Aeena los conducía a unos y a otros y repartía enormes escudos de huesos entretejidos. Frágiles y quebradizos, eran bastante más pesados que los broqueles y rodelas de madera que portaban sus enemigos, pero también resistían mejor las flechas que el ejército que enfrentaban haría llover, ahora sí, sin apenas descanso. El movimiento de aquellos escudos era lo que más había ensayado Aeena con esos hombres. Era una instrucción sencilla, una maniobra que ejecutaban a la perfección. Ahora, deberían maniobrar con los pequeños ykeem colocados entre ellos y cubiertos por los mismos pertrechos. Así esperaba Khram forrajear los proyectiles que desperdiciaban sus contendientes, quedándoselos para sí, utilizándolos en su propio provecho.
No habría arqueros esta vez. No serían necesarios ni útiles ante lo que se presentaba ante ellos. Aunque el Cuervo también esperaba que el hombre de la cicatriz no supiera como utilizar correctamente aquellos ingenios. Si sabía apostarlos como era debido, su pequeña falange no tenía esperanza ninguna de sobrevivir. Pero él contaba con la sorpresa que supondría el salir a campo abierto, en un único frente, dispuestos a matar o morir sin importar el resultado.
- ¡Abrid la muralla!
Fue su última orden. Dejó que Aeena dirigiera a los guerreros al exterior de la empalizada, mientras él regresaba a la retaguardia. Era la hora de liberar a su caballo y de llevar a la feroz mangosta con él. Nunca había entendido por qué un animal tan pequeño, podía enfrentarse a una cobra con un desprecio total por su vida, de la misma forma que era capaz de tirarse encima de los ojos de los enemigos de su humano favorito.
Tomó a Ragnar de las riendas para sacarlo de su confortable establo. Claqueteaba su armadura, la que había confeccionado el bárbaro con huesos y tendones, pero su aspecto era terrorífico. Los ollares, dilatados por la excitación del combate que el animal leía en los ojos de su jinete, expulsaban espesas vaharadas de aliento condensado, asemejándolo más a un dragón que a un caballo. Las espinas de su coraza le acercaban más desde luego a un wyvern sin alas que a un equino. El bortai montó en su grupa, con Kora sobre su hombro derecho, enhiesta, como los vigías de su especie que daban la voz de alarma ante un peligro. El animalito estaba en silencio. No había alarma que dar, porque ya había sido dada. Estaba allí para defender a su dueño.
Los cascos de Ragnar levantaron la nieve al impactar contra el congelado suelo, una polvareda de hielo que arañaba a los que se ponían cerca de las pezuñas del caballo. Los hombres que comandaba Aeena estaban parados, formando tres filas, en una estrecha columna. Estaban destinados a detener el avance del ejército atacante, aplastarlo. No eran gastadores, cuyo objetivo era resistir. No eran soldados, en definitiva. Khram sólo podía confiar en que aquellos hombres y mujeres supieran detener aquel avance, haciendo presión sobre los que avanzaban. Quizá esperaban que él los dirigiera, como cualquier comandante, delante de su ejército, con la espada extendida. Pero no lo hizo. Se colocó a un lado de los yskim y dejó que su montura resollara, acostumbrándose al hielo del ambiente, dejando que el frío lo empapara a él también. Al claqueteo de la armadura del caballo se le unió el claqueteo de las armas de hueso que portaban sus camaradas. Los escudos entrechocaban los unos con los otros, puestos al frente, colocados enfrentándose al enemigo, que cada vez estaba más cerca.
Esa vez no hubo orden de aviso. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, se oyó el crujido de los arcos al disparar. El bortai bramó una única palabra mientas aquellas funestas aves comenzaban a picar buscando sus presas. La mayoría acabó rebotando contra los escudos, astillándose al chocar el hueso contra el hueso. Un par de flechas arañaron algo de carne y se clavaron en algún músculo, pero no hubo daños de importancia. Se volvieron a retirar los escudos y Khram decidió que aquel era el momento de atacar.
Su arma voló de la vaina a su mano y en su garganta nació un grito de guerra espeluznante. Las huestes que lo acompañaban unieron sus voces a la del Cuervo y se lanzaron a una carrera furiosa contra los que avanzaban hacia el pequeño asentamiento. Los pequeños ykeem, más ágiles pero más lentos, quedaron atrás, blandiendo sus hondas dobles. Cientos de pequeños proyectiles redondos sobrepasaron a los hombres que cargaban, impactando en los enemigos que ya los esperaban con las armas dispuestas. Hombres y mujeres patearon la nieve, avanzando hacia su destino.
El choque fue tremendo. El impacto, ensordecedor. Las líneas de los yskim se confundieron en el primer ataque, pero sólo uno de los dos ejércitos mantuvo la posición. Se mezclaron los guerreros de uno y otro bando, pero sólo uno de ellos consiguió permanecer unido y atacar, para prevalecer sobre los demás. Las espadas de hueso subieron y bajando abatiendo la propia sangre, que se había vuelto contra sí misma. Y los que deberían haber sido aniquilados fácilmente, aniquilaban a los que habían llegado para sojuzgarlos. Los hombres y mujeres que comandaba el bortai cortaban brazos y piernas, sacaban ojos, cercenaban cabezas y partían cráneos. Muchos habían aprendido que el escudo no era sólo un arma defensiva y que, bien utilizado, resultaba tan contundente como una espada.
Los ykeem no necesitaron acercarse. Desde una posición relativamente segura, hicieron llover piedras sobre los enemigos de sus protectores, haciendo saltar vísceras y sangre por todas partes. Cargaban sus armas, las volteaban y las soltaban, realizando blancos que parecían imposibles de ser alcanzados. Los proyectiles zumbaban en los oídos de los que tenían la fortuna de ser olvidados por los pequeños peludos y se estremecían al escuchar el crujido de los huesos de los camaradas que recibían el golpe de las formidables armas ykeem, que no dejaban de vomitar aquellas bolas perfectas, esferas cargadas de muerte y dolor.
Aeena estaba toda cubierta de sangre antes de comenzar siquiera. Su arma, forjada en el lejano sur por maestros Erizo, no tenía ningún rival posible entre los huesos tallados y labrados por sus enemigos. El acero apenas vibraba al enfrentarse con el hueso y lo astillaba y partía. Los infelices que tenían la desgracia de encontrarse cara a cara con la mujer encontraban un estridente rugido, que jamás hubieran pensado que hubiera surgido del estilizado cuello de la bella mujer. Después, habían de vérselas con la mueca que desfiguraba aquel rostro angelical, un gesto de fiera sin domar, de animal salvaje que luchara por proteger la valiosa prole que quedaba detrás de ella. Y finalmente, nada. Pues los que no reaccionaban a tiempo, e incluso estos, lo que encontraban era la nada tras luchar contra la yskim. La sangre que cubría la figura de gacela de Aeena eran salpicaduras de los enemigos a los que había eliminado. Pringosos cuajarones se deslizaban por su cabello hasta el suelo cubierto de nieve que, a su alrededor, se había convertido en un charco de lodo rojizo y viscoso en el que ella se había hecho fuerte y nadie podía conquistar.
Poco a poco, las líneas de los yskim fueron haciendo mella en los yskim. Poco a poco, la sangre fue conquistando a la sangre. Poco a poco, los guerreros de Khram avanzaban entre los hombres del líder tuerto. Pero el Cuervo nada veía de todo esto.
A lomos de Ragnar, Khram había sobrepasado el frente enemigo como una espada atravesando manteca de cerdo. El poderoso pecho y los temibles cascos de su garañón eran argumentos suficientes como para que cualquier idiota se apartara antes de ser arrollado por aquel animal desaforado y con una sed de batalla sólo comparable a la de su jinete. La coraza de hueso había añadido cierta agresividad al caballo, consiguiendo además sembrar el miedo en los hombres que lo veían galopar con las crines revueltas y los ollares dilatados, expulsando densas nubes de vapor. Aquello, para los yskim que jamás habían visto un animal como aquel, era un monstruo surgido de los infiernos montado por un hombre que había hecho un pacto con el mismísimo Malak. Y muchos huían, atropellándose entre sí por encontrar un lugar seguro en el que estar a salvo de tan pavorosa aparición, cayendo al suelo torpemente y acababan por ser arrollados por el furioso avance de la terrible montura. Aquellos que conseguían reunir suficiente valor como para interponerse en semejante avance, lo menos que recibían era una contundente patada asestada por la bestia, si eran afortunados, o una horrible herida por la que sentían escaparse su alma rápidamente, herida provocada por el terrible jinete que hacía voltear el enorme espadón que era toda su heredad. Sólo tenía un objetivo y quería alcanzarlo antes de que se pusiera en funcionamiento aquella horrible maquinaria de guerra que sería imposible de detener.
Los ojos de su caballo estaban abiertos de par en par bajo el casquete de hueso. Y los suyos mostraban en las pupilas toda la negrura del abismo que estaba dispuesto a desatar. No podía perder más tiempo, tenía que acercarse más a su objetivo, tenía que poder eliminarlo, desarmarlo lo antes posible. Todo el que tuvo los redaños de salir a su encuentro e interponerse en su trayectoria acabó en el suelo, la mayor parte con algún miembro de menos y heridas de más. Los que tenían la mala fortuna de caer delante del caballo morían mientras las pezuñas del noble bruto descendían ya sobre la siguiente víctima, con las entrañas perforadas y aplastadas, vomitando la sangre que antes corría libre por sus venas y ahora abonaba el terreno de la guerra y la cólera del jinete.
Ya las tenía encima. Su meta estaba cercana y, como había barruntado, estaba a punto de descargarse aquel golpe terrible que cualquier ejército temería. Aquellos monstruos iban a ser liberados. Estaban ya listos para dar rienda libre a su furia y, si aquello ocurría, su pequeña falange quedaría reducida a una pulpa sanguinolenta en un corto lapso de tiempo. Y eso no iba a permitirlo.
En la retaguardia, aún se oían los ruidos de sus guerreros, luchando con denuedo. Podía distinguir el claro sonido del acero bortai resonando al enfrentar una de las armas óseas a las que tenía que medirse en aquel día. Podía oír el rugido de Aeena, más alto y fiero que ninguno por encima de todo el estruendo que los huesos al entrechocar y los gritos de los hombres al morir. Era su campana de plata, la señal de que todo podía ser salvado aún, de que valía la pena intentar aquello.
Muchos lo vieron y el nerviosismo que cundió fue un bálsamo para su ánimo y combustible para el fuego que lo conducía. Los enemigos que arrostraba entraron en pánico y corrían desesperados en todas direcciones, como gallinas a las que se ha cortado la cabeza, sin saber qué hacer ni tener claro como reaccionar. Por fin, uno de los que estaban enfrente de aquella máquina de matar en que se habían convertido animal y bestia, tensó un arco y disparó una flecha, sirviendo de ejemplo a los cinco hombres que se vieron convertidos en objetivo único y primordial del bortai. Pero Khram se deshizo de aquella saeta de hueso con su espada. Un golpe al aire acabó con el proyectil detenido sobre la nieve. Los demás, dispararon tanto al caballo como al jinete, pero el resultado no fue mucho mejor. Las flechas rebotaban en la coraza ósea que había confeccionado hábilmente el sureño o salían rebotadas en la cota de malla que llevaba el bárbaro, afianzando aún más la apariencia demoníaca que los enemigos ya habían emparejado con la imagen del Cuervo. Aquel era un ser al que las armas no le afectaban, cuya montura era tan invulnerable como él. Los seis hombres desenvainaron sus armas, vacilantes. El que parecía el que estaba al mando de aquel reducto de operarios se enfrentó el primero al bortai, pero aquel enfrentamiento duró poco. El sureño desmontó, alanceó con Nodym a su enemigo, casi partiéndolo en dos con el impacto y el hombre cayó a tierra, convertido en un amasijo de sangre, vísceras y heces derramadas en los últimos estertores.
Con el jefe muerto, los hombres que había allí no fueron enemigos para él. Simplemente tuvo que acercarse a aquellas impresionantes criaturas. El armazón era, sencillamente, enorme, tosco. Pero esto fue una ventaja. Khram sólo tuvo que cortar unas cuantas cuerdas y la primera catapulta estuvo desmontada enseguida.
Pero había otra.
Al ver claras finalmente las intenciones del bortai, los yskim que lo rodeaban se lanzaron hacia la máquina intacta, intentando protegerla del bortai. Inmediatamente, varias decenas de guerreros se interpusieron entre la máquina y el hombre, permitiendo que los encargados que la manejaban operaran con tranquilidad. Aunque hubo dos que no pensaban igual.
Montado por Khram, Ragnar era un arma formidable, pero sin el bárbaro a su grupa, la voluntad del garañón se desbocaba y trotaba libre por las praderas de su mente. Y los caballos bortai son guerreros tan temibles como sus criadores cuando estos no están para controlarlos. Se puso de manos, como suele decirse vulgarmente, apoyado sobre los recios cuartos traseros y agitando las ancas anteriores amenazadoramente. Relinchó con rabia y agachó la testuz, impactando en el casco de un guerrero que tuvo la mala suerte de encontrarse frente al animal. El impacto fue terrible. El sonido fue similar al de dos peñascos al partirse el uno contra el otro, pero lo único que se partió fue el cráneo del hombre, que se abrió como un melón maduro, expulsando parte de la masa cerebral por la nariz y los oídos en un géiser que salpicó a los camaradas que habían estado a su alrededor. Las quijadas de Ragnar se abrían y cerraban sin pausa, mordiendo manos y rostros; sus patas golpeaban aquí y allá y los cascos hacían blanco las más de las veces, causando estragos allá donde impactaran. Las armas de hueso de los yskim apenas podían tocarlo. Se movía como un rayo y, allí donde podían alcanzarle, siempre encontraban una pezuña o una placa ósea. Cuando encontraban la carne del animal, este relinchaba airado y respondía al ataque. Las heridas empezaban también a salpicar el cuerpo del caballo, pero la inmensa mayoría no eran más que arañazos y cortes poco profundos.
El otro guerrero que no había estado de acuerdo con los yskim fue Kora, la mangosta del bortai. Haciendo gala de sus habilidades innatas y su valor natural, el animalito se lanzó hacia el rostro de uno de los guerreros, arañándole en los ojos. Un torrente de sangre nubló la visión del desdichado, que había perdido los dos ojos. Intentó echarse las manos a la cara para retorcerle el pescuezo a aquella alimaña. No fue capaz. Endiabladamente ágil y rápida, la mangosta saltaba de un guerrero a otro, desfigurándolos, desconcertándolos, revolviéndolos. Khram tenía dos grandes aliados en aquellos dos animales y supo valorarlos en su justa medida. "El caballo y la mangosta se aliaron con el Cuervo", pensó.
Él, entre tanto, seguía con una única preocupación y era la catapulta que estaba casi cargada. Los hombres que se habían interpuesto en su avance estaban consiguiendo retrasarle. Si caía uno, acudía otro. Habían aprendido a batallar contra él. Por simple resistencia, aquel hombre tendría que caer rendido de tanto luchar en algún momento. Aquellos guerreros preferían morir uno a uno hasta agotar al bortai a morir simplemente. Y eran una molestia para Khram.
Nodym no tenía rival entre aquellos hombres, pero el peso del acero amenazaba con derrumbar al guerrero que la sostenía. Moverla le costaba cada vez más. Y su objetivo, la máquina de guerra, cada vez estaba más lejos de poder ser desmantelada antes de que las rocas, que a no tardar estarían cargadas en su cucharón, alcanzaran y diezmaran a sus hombres. Poco a poco, el brazo se iba combando hacia atrás, inexorablemente. Tenía que detenerlo o matar a cualquier hombre que se acercara a la balista. Y en ese momento, ambos objetivos se le antojaban imposibles. No podría detenerla si los hombres que tenía alrededor no caían y si los hombres que lo rodeaban caían llegarían más para sustituirlas. Había sido una temeridad avanzar en solitario, confiado en la simpleza de aquellas gentes. Ahora tendría que enfrentarse a la muerte, y no sólo a la suya.
Definitivamente, ¿y qué más daba? Llevaba toda su vida enfrentándose a la muerte. Su madre, su padre, sus hermanos, su matrona, su maestro... La muerte era la verdadera ama de su vida. ¿Por qué no rendirse a ella, languidecer en sus cálidos brazos para siempre, hallar al otro lado a los que había perdido en vida y reencontrarse con ellos en los banquetes eternos prometidos por los ancestros durante tantas generaciones? ¿Por qué no entregarse a ese destino del que había estado huyendo desde el momento de haber sido engendrado? Su origen sellaba su destino y su vida sellaba su muerte. ¿Por qué no recibirla con los brazos abiertos, sin reservas, como quien recibe a una amante o a un viejo conocido?
Un bramido le dio la respuesta.
Aeena seguía batiéndose con cualquiera que se pusiera frente a ella. Sus gritos llenaban sus oídos. Su timbre confortaba su corazón.
Ella fue la respuesta. La única respuesta.
La muerte no podía con la vida. Lo mirara por donde lo mirara, no había victoria posible para la muerte, porque aunque la muerte arrebatara a la vida todo lo que esta creaba, la vida nacía de nuevo, surgía. La vida triunfaba. La vida era la verdadera señora del mundo. Y su vida, tan cambiante, tan llena de dolor, tan triste, había cambiado de nuevo. Su vida ahora era una mujer esbelta, de larguísimo cabello y ojos verdes. Su vida ahora era una guerrera que blandía su acero tan bien como debió hacerlo su madre. Su vida ahora era poder pelear a su lado, como su padre lo hiciera mil veces al lado de su esposa. Entregarse a la muerte se le antojó traicionar a la vida, a aquella mujer que luchaba por él. Le debía algo, aunque sólo fuera por todo el amor que ella había vertido sobre él. El único amor que había sentido de verdad. En toda su existencia.
El brazo de la catapulta ya estaba preparado. Los hombres que la manejaban empezaron a cargar con grandes peñascos aquellas máquinas. Khram se maravilló al pensar que aquellos hombres habían sido capaces de idearlas y manejarlas, mientras que en Bort, las catapultas eran un instrumento mydonita execrable y que había que derrotar. A nadie se le había ocurrido capturarlas y utilizarlas en propio beneficio. Sólo destruir. Destruir. El arrebato de estrategia se disolvió en la cabeza de Khram, arrastrado por la sangre bortai que corría por sus venas. Si no la destruía, sus hombres y mujeres perecerían. Debía desmontarla.
Apenas quedaba tiempo. Redobló sus esfuerzos, sacudiendo el mandoble a diestro y siniestro. Instó a sus animales a atacar con más fuerza y lo hicieron. Pero no bastaba. Aquel ejército al que se enfrentaban parecía no tener fin y los hombres no se acababan nunca. No podía contar los heridos y muertos que había ya en el suelo. Tampoco podía contar las heridas que acumulaba ya en su propia carne. Debilitado por la pérdida de sangre y el esfuerzo, Nodym casi caía ya de sus manazas, que la sujetaban cada vez con menos fuerza. Hasta Ragnar sudaba por el esfuerzo y Kora atacaba con menos ferocidad. El awen que le había servido anteriormente ahora le había abandonado y lo dejaba vendido ante sus contrincantes. Cuando entraba en aquel estado de furia no había nadie que pudiera detenerlo, ni ejército lo suficientemente grande que pudiera agotarlo. Simplemente estaba ciego a todo, mataba y mataba y no consideraba nada.
La gran roca estaba a punto de ser cargada. Se acabó. Perdería a sus hombres y los yskim a los que había conocido quedarían extinguidos, subyugados por las ansias de conquista de un loco que creyó que la tierra era más importante que la sangre. Perdería la vida. Perdería a Aeena.
Ya descansaba la piedra en el armazón de la catapulta. Khram la miró impotente, esperando verla saltar y volar, caer encima de los guerreros que seguían luchando, diezmándolos y eliminando toda posibilidad de resistencia. El mundo se paró para él, sólo podía observar aquella roca. El resto de los contendientes se había quedado congelado en la última mueca que vería antes de morir. Exhaló un suspiro de derrota, cargado de desánimo, aceptando que había querido cubrir una apuesta demasiado grande, tapar el sol con un dedo.
No supo hasta tiempo después qué había pasado. Ante sus ojos, las imágenes se sucedían incoherentemente. En lugar de saltar hacia delante, la gran roca saltó hacia atrás, en un recorrido mucho más corto que el que los operarios de la catapulta habían previsto, y con consecuencias mucho más funestas de lo que habían podido imaginar. Alcanzados por su propio proyectil, los que habían manejado y cargado aquella máquina, acabaron con los huesos machacados y aplastados los miembros bajo el enorme peso de la roca. Por todas partes saltaban astillas de la madera del armazón, al ser golpeadas por invisibles enemigos que estaban desintegrando aquel monstruoso aparato. Pronto, toda la estructura estuvo inservible, desmenuzada. Sus contendientes no podían creer que aquello estuviera ocurriendo y el asombro les hacía reventar los cráneos en una orgía de sangre y sesos que salpicaban a los que había alrededor. Los camaradas se miraban entre sí antes de caer muertos, incapaces de descubrir qué estaba pasando. No podía creer en aquella suerte después de haber sido tan desgraciado durante toda su vida, pero simplemente, arrimó el ascua a su sardina en aquella ocasión y volvió a empuñar la espada de su padre, ayudando a aquel amigo imprevisto y desconocido que había acudido a auxiliarlo en el mejor momento posible.
Mientras sus enemigos caían a sus pies, muertos o heridos mortalmente, conjeturó si aquello sería algún hechizo que Burbath le enseñara subrepticiamente o que había leído en alguno de aquellos sucios grimorios y ahora había evocado inconscientemente. Quiso convencerse a sí mismo de que había adquirido un poder inexplicable, algo que quizá había sido siempre innato en él y que sólo podía salir a la superficie cuando toda confianza en su acero había sido desterrada. Si aquello fuera cierto cabía la terrible posibilidad de que llegara a alcanzar un formidable poder que le diera la capacidad de arrasar a los enemigos de Bort.
Aunque sufrió un repentino desengaño. Al poco aparecieron varios ykeem, con las hondas girando rápidamente y vomitando aquellos durísimos proyectiles. Las bolas se incrustaban en la madera de las catapultas y hacían volar los sesos de los que lo cercaban. Aquellos pequeños seres tenían una puntería endiabladamente precisa, haciendo impactar sus esferas allí donde querían, sin fallar apenas más que unos pocos milímetros en muy contadas ocasiones. Caían a su alrededor los hombres y volaban las astillas. Ragnar hacía más esfuerzos que nunca en abatir guerreros a su alrededor y la pequeña Kora había herido terriblemente a muchos hombres. Khram estaba exhausto, pero satisfecho. Aquella pequeña victoria había sido suya, habían hecho caer las terribles máquinas de guerra que podrían haberlos diezmado. Y, a menos que aquellos que los atacaban tuvieran en retaguardia una guarnición completa compuesta por un batallón de ingenieros, no habría más catapultas. Ahora sólo hablaría el hueso. Y si él tenía aún algo que decir, también el acero y el cuero tendrían su parte en aquel discurso de sangre y muerte.
En la retaguardia, Aeena estaba tan agotada como él. Ella seguía moviéndose, lanzando estocadas, mandobles y fintando el cuerpo a las espadas que intentaban atravesarla. Los hombres y mujeres que luchaban hombro con hombro con ella, también se encontraban muy cansados. Los enemigos no acababan nunca. Cuando caía uno, le sustituían dos.
- ¡Replegaos! ¡Volved a la muralla!
La orden llegó cuando debía. Ni un instante antes ni un instante después. Los yskim retrocedieron con una organización que Khram no creía posible en un cuerpo entrenado sólo durante una tarde. Él tomó las riendas de Ragnar y, con un agudo silbido, llamó a la mangosta. El animalito trepó por su capa y se enroscó alrededor de su cuello, haciendo aún gala de una ira incontenida. Subió a la grupa del caballo de un único salto, encaramándose entre dos de las placas óseas que había amarrado al cuerpo del animal. Al galope, y llamando a los ykeem a cargar hacia la muralla, Khram llevó a su montura acorazada hasta donde se encontraba Aeena con el resto de los guerreros. En su camino, muchos intentaron detenerlo. Pero se encontraron con la dureza de su acero, la rigidez de la armadura de su garañón y la recia determinación de quien se sabe victorioso. Un reguero de heridos y caídos fueron quedando en el camino. Volvió a gritar a sus hombres y él se interpuso entre los suyos y sus enemigos, dejando que los yskim volvieran a su poblado. Aeena acompañó a sus hombres a la carrera, dejando que entraran por delante de ella en la muralla.
Llegaban ya a la pared de hielo cuando la voz de uno de los vigías retumbó en la tundra.
- ¡Flechas!
Una lluvia de astiles óseos empezó a jarrear. Khram espoleó duramente a Ragnar, para llegar fuera del alcance de los proyectiles. Gritó a sus hombres que se detuvieran y se cubrieran. Los que quedaron dentro del alcance de las saetas alzaron sus escudos de hueso hacia el cielo, esperando a recibir el impacto de las flechas. Un sonoro repiqueteo, cargado de amenaza, resonó en los oídos de los que quedaron bajo los broqueles, que resistían los mazazos de aquellos pesados proyectiles. Muchos brazos estaban entumecidos por los golpes y estuvieron a punto de quebrarse y desfallecer. Algunas flechas mordieron la carne en los puntos en que los pertrechos dejaban huecos.
Los bloques de hielo se abrieron finalmente y los guerreros yskim de Khram atravesaron la empalizada limpiamente. Se replegaron con diligencia y orden y se cerraron los bloques que les habían franqueado el paso. Los ykeem se habían encaramado ya a las pasarelas superiores, defendiendo la plaza con arrojo, haciendo saltar las alarmas entre los que perseguían a los que se retiraban. Quedaron atrás los perseguidores, disuadidos por las ráfagas ykeem.
No habían resultado tan bien parados los yskim en esta acometida. Khram pidió a Aeena que hicieran recuento. Y el panorama era desolador. Había casi un centenar de heridos y una treintena de muertos. Considerando las bajas que había tenido el ejército enfrentado, era una nimiedad, pero si se tenía en cuenta lo exiguo de la falange que comandaba el bortai, aquello era una catástrofe.
Si tenían que enfrentar de nuevo a los hombres del tuerto, no tendrían ninguna posibilidad de salir vivos, a menos que volvieran a ponerse bajo la muralla. Y el hombre de la cicatriz no era tan tonto como para caer por dos veces en la misma engañifa. Era demasiado listo para eso.
Los ykeem también habían sufrido bajas. Yurizh estaba contándole al bortai sus evoluciones, mientras se acercaban a Aeena.
- Ykeem cuenta veinte mueren – chapurreo el pequeño ser.
- Lo siento Yurizh. Lo siento sobre todo porque esta no es una causa vuestra, sino que os la hemos impuesto los demás. Espero que sepáis perdonarnos.
- Nada que perdona. Nosotros también lucha por ykeem. Yo cuenta antes. Nosotros lucha por ykeem torturados y muertos. Y alegra morir por amigos. Ahora tiene que rematar ejército. Ya muy mermado y oportunidad nuestra.
- No podemos – se disculpó el hombretón. – No hay suficientes hombres. Tenemos muchos heridos y también hay varias decenas de caídos, Yurizh. Sé que estás deseoso de atacar, acabar con esto de una vez, y te aseguro que yo también.
- Yurizh sabe – le interrumpió el enano. – Yurizh adivina en mirada. Tú duele que muere gente.
Khram sonrió al pequeño ser.
- Sí. Me duele. Es como si os viera a ti y a Aeena pelearos y mataros. No sé si me comprendes. Estos hombres y mujeres deberían estar unidos para salir adelante. Allí, en Bort, los hombres y mujeres luchan juntos por salir adelante.
- Tú enseña yskim cómo. Es única esperanza para detiene guerra.
- No puedo, Yurizh – negó una vez más el bortai. – Y es que no sé cómo hacerlo. En mi tierra los hombres y mujeres luchan juntos, sí, pero también pelean entre ellos. Quizá hemos sabido elegir a aquellos que tienen el poder para dirigir nuestros destinos.
- ¿Cómo sabe pueblo sur quién líderes? ¿Y si hace mal?
- Creo – comenzó el sureño – que no lo sabemos. Es decir, no a primera vista. Es más algo que nos dice el corazón. Y, a pesar de eso, hacemos que pasen pruebas para elegirlos como caudillos. Aún así, si uno de los líderes de clan considera que alguien no es apto para ser el líder entre los líderes, puede reservarse el derecho de retarlo y ocupar su puesto. O convocar un nuevo thing.
- Yurizh cree ya entiendo. Aunque corazón elige líder antes que pruebas, pruebas muestra que corazón no equivoca.
- Algo así, amigo mío - se volvió hacia Aeena, que se sujetaba el costado. – Aeena, ¿cómo te encuentras?
Las rodillas de la mujer se flexionaron casi imperceptiblemente al principio, pesadamente después. Fue a caer en la nieve como un fardo, con todo su peso. El pelo alborotado, pegajoso por los coágulos de sangre seca, se desparramó alrededor de su cabeza, velando su expresión al hombre que no pudo reaccionar para sujetarla a tiempo. Una flor carmesí comenzó a teñir la nieve donde había quedado tendida la yskim. Estaba herida.
Khram gritó de terror y pánico. Un terror y un pánico que nacían de dentro, que nacían del corazón. A su voz se unieron las voces de Dada, Burbath, su padre, su madre y sus hermanos. De su garganta surgió el eco de los seres a los que había amado y había perdido. No quería perder también a Aeena. En un momento de lucidez llego a girarla. Una flecha había acertado a atravesar el costado izquierdo de la guerrera. La punta quedaba aún alojada en su cuerpo. El astil debió haberlo arrojado ella en algún momento de la lucha de aquel día.
El bortai la izó en sus brazos y, corriendo, la transportó hacia la yurta de hielo que habían comenzado a compartir. Yurizh corrió tras él llamando a varios de los suyos. Khram la depositó amorosamente en las pieles del yazteeh que había matado, las que tantas veces había compartido con ella, las que habían servido de cobijo a su amor y a su pasión, cubriendo su desnudez, cobijándolas con su calidez, transmitiéndose amor el uno al otro. Se arrodilló al lado de su cabeza, llamándola con estentóreos gritos, esperando su respuesta.
Se dio cuenta de que estaba llorando. Hacía tiempo que no lo hacía. No recordaba exactamente si había sido cuando murió Burbath o cuando abandonó su patria, pero no le importaba. Se había empeñado tanto en que no le importara nada ni nadie que las lágrimas se habían secado en sus ojos. Había luchado para que en su corazón no quedara nada más que rabia y resentimiento y había construido a su alrededor un sólido muro de indiferencia, unido con la argamasa de la ira y el dolor. Y aquella mujer, con una única mirada había desmoronado todos y cada uno de los sillares con los que había intentado proteger su alma y su corazón, había penetrado en ellos con una única sonrisa y se había aposentado allí con la fuerza de la costumbre y la cotidianeidad. Y lloró por haber sido tan idiota de haber dejado indefenso su morada más íntima.
Lloró porque volvió a sentirse abandonado.
Yurizh estaba a su lado, junto a dos ykeem más. Estaban examinando cuidadosamente la herida, analizando la situación. Hablaban en su propio idioma, como si quisieran que Khram no entendieran nada de lo que decían.
- Tú sale ahora, hombre sur. Nosotros necesita curar Aeena.
- No, yo no me voy de aquí, enano del demonio – la ira de Khram salía por todos los poros de su piel.
- Yurizh no enano – fue la lacónica respuesta. Pero entendió la reacción del bortai y continuó. – Aeena bien. Sólo punta flecha en costado. Tenemos que sacarla o herida infecta y ella muere. Pero ella bien. Flecha no tocado nada vital. Ni tampoco tocado... - Yurizh se detuvo tarde.
Pero Khram no pareció haberse dado cuenta de aquel desliz del ykeem. Estaba más pendiente de la mujer que de la charla del pequeño ser peludo que estaba al cargo.
- Tú ve y descansa. Yurizh avisa cuando tú puede ver Aeena. Ahora necesita intimidad para que hace lo que tiene que hacer.
Con la vista empañada por las lágrimas, Khram asintió, aturdido, falto también de toda voluntad, doblegada ahora a las razones del ykeem, rendida toda su belicosidad por el dolor y la pena. Con toda la pena contenida durante tanto tiempo en el rostro, el bortai enjugó las lágrimas. "Los bortai no lloran", le decía en su interior la voz de su padre una y otra vez. "Lo siento, padre". Fue lo único que consiguió pensar Khram.
Se quedó fuera, de pie, con la cabeza gacha y los hombros caídos, colgando los brazos a ambos lados. El guerrero que había en él había sido derrotado. El mago que empezaba a crecer con él se había marchitado antes incluso de florecer de una manera u otra. Tanto tiempo pensando que en la magia encontraría la manera de vencer a sus enemigos y nunca pensó que su verdadero enemigo no era más que él mismo y lo que él construyera a su alrededor. Dejar que aquella costra de resentimiento y odio hacia todo ser humano había sido un error, un propio ataque contra sí mismo, que no había previsto que nadie disolviera aquella protección, dejándolo tan vulnerable como al principio. Crear aquella muralla tan rígida había sido su perdición, pues la misma rigidez de su defensa había sido el fallo que había cometido. Quebradiza, se rompió al primer contacto, con el primer envite que tuvo que soportar. Ansioso como estaba de olvidar su soledad y su dolor, olvidó que la defensa, como en un combate, estaba en ser flexible, en dejar entrever puntos en los que tu enemigo podía penetrar para luego atacarle justamente en esos puntos, haciéndole el daño que no pensaba que pudiera alcanzarle.
No volvería a ocurrir.
Y sin embargo, dejó de luchar contra aquello. Aceptó que amaba a Aeena con tanta claridad como sabía que su nombre era Khram. Aquello fue su coraza. Y aquel sentimiento fue lo que edificó alrededor de su alma. Rodeando dentro de la empalizada a la mujer que ahora yacía en el interior de aquella extraña yurta.
Pero él no lo supo. Ni lo sabría jamás.
Nunca había sido paciente. Se puso a quitarle la pesada coraza a su caballo, que había realizado un esfuerzo fuera de lo común. Bajo el hueso, Ragnar sudaba profusamente. Tuvo que introducirlo en una de las tiendas caldeadas para que el animal no enfermara. Lo cubrió con una de las pieles de Dada, tapándolo bien. Después le palmeó el cuello con cariño. También dedicó caricias a Kora, que se lamía con profusión las patas delanteras, llenas de erosiones y contusiones. Con mucho mimo, tomó un jirón de tela y vendó amorosamente los apéndices heridos del animalito, que le dio un lametón en la mejilla por todo agradecimiento. No podía pedirle más a aquellos dos seres que habían estado dispuestos a morir por él.
- ¡Sureño hijo de una hiena! ¡Muéstrate, perro cobarde!
La voz, gutural y amortiguada por los bloques de hielo, le parecía una burla al Cuervo.
- Sé que estás ahí dentro. ¡Ven aquí y lucha conmigo! Decidamos esto a la antigua usanza. ¡Que el líder que venza se quede con los hombres del otro!
Khram desabrochó la capa. Le pesaba. Dejó caer la vaina de la espada. Le estorbaba. Salió de la cuadra donde había aposentado a Ragnar blandiendo el acero. Hizo una señal a los yskim, que retiraron los bloques que servían de puerta en aquella empalizada de hielo y madera.
Con la espada firmemente asida entre sus dos manos, comenzó a correr hacia aquel hombre tuerto. No sentía la nieve al crujir bajo sus pasos. Pero sí que podía oír cantar a Nodym. Un lúgubre canto monocorde, única nota arrancada al viento del norte al pasar velozmente por su filo, recorrer el ancho del mandoble y salir por el filo contrario, entonando así un cántico de rabia, anuncio de lo que aún estaba por llegar.
El del parche en el ojo aprestó su arma de hueso, dispuesto a recibir el terrible impacto de aquel leviatán terrestre, con una sardónica sonrisa asomando en sus labios, entreabiertos, que dejaban entrever los blanquísimos dientes que había debajo. El costurón que era su cicatriz se contrajo en una mueca que sólo un demonio habría dejado de temer.
Y Khram se convirtió en un demonio.
Obviando la cara de su enemigo, que era una invitación cordial a morir, el bárbaro cargó salvajemente contra el hombre de la cicatriz. Éste levantó su escudo, como tantas veces hiciera, sin dejar de sonreír. Viendo el ímpetu con el que cargaba el bárbaro cruzó la espada sobre el broquel, protegiendo más su cuerpo de aquella embestida, llena de toda la furia que era capaz de desarrollar el Cuervo. Y en aquel momento, la furia que podía liberar ese hombre era comparable a la de los maremotos que sacuden el mar del Sur, que separa los continentes entre sí. De lo más profundo del pecho del bortai surgía un bramido similar al del huracán más devastador que hubiera sacudido aquellas tierras jamás. Y su mueca, un devastador gesto de desafío y muerte, podía competir con la que componían aquel parche y aquel costurón en su propio rostro. Aquel monstruo, que parecía haber surgido de las entrañas de la tierra no se detenía. Sólo cargaba. Él gritó también.
Demasiado tarde.
El sureño descargó toda la potencia de la carrera, sus brazos y el dolor sobre el escudo y la hoja de hueso que su oponente había cruzado por delante de sí mismo, intentando proteger su cuerpo. Por poco, por unos cuantos milímetros, la hoja no cercenó ambas manos. El yskim sintió silbar el aire cuando el acero de Nodym cruzó por delante de sus propias barbas. El roce del plano de la hoja pasó suavemente sobre los vellos de los antebrazos. Cerró los ojos instintivamente, protegiéndoselos de la lluvia de esquirlas que saltó de los pertrechos que, inútilmente, había sostenido en alto. El hielo y la nieve también le salpicaron, tras la súbita parada que tuvo que hacer Khram al alcanzarlo. Su rugido no había cesado ni un solo instante, mientras sus brazos estaban completamente extendidos, en un terrible ademán que presagiaba el infierno que esperaba a los pecadores.
El yskim abrió los ojos de par en par. Aquella espada lo había desarmado, por mucho que él intentara no ser víctima de su filo. Había visto cómo sus hombres perdían sus armas de manera similar a como la había perdido él y por eso la había intentado reforzar con tendones secos. Pero aquello tampoco sirvió. Tendría que sacar provecho de lo que tenía escondido.
Khram apenas le dio tiempo a reaccionar. Volvió a plegar los brazos, giró sobre sí mismo y volvió a descargar un mandoble tremendo sobre el yskim, que tuvo que tirarse sobre la nieve y rodar sobre el frío manto para escapar del ajusticiamiento del sureño. El aprendiz de mago volvió a intentarlo con un golpe más imaginativo, intentando clavar a Nodym en la tierra, de la misma forma que un día reposó allá lejos, en las tierras del clan. Pero el tuerto era bastante más ágil de lo que había previsto Khram y volvió a zafarse. En el bortai todo era ciega ira y no prestaba atención a los movimientos del yskim, que una y otra vez escapaba a sus intentos por atravesarlo. Acabaría por cansarse y eso le daba ventaja.
El sureño atacó de nuevo, pero esta vez hizo una pausa. Quiso mirar a su enemigo al único ojo que le quedaba, escudriñar su alma. El tuerto temió que aquella mirada revelara más de lo que él quería. Los ojos del bárbaro se clavaban muy hondo, más allá de la línea de su cráneo, sondeando sus más oscuros secretos, extrayendo uno a uno todos los crímenes que planeaba. Intentó sostenerle la mirada, pero todo lo que pudo ver en los ojos de Khram fue desprecio, ira y muerte. Un fuego devorador que inflamó todos sus sentidos y llenó su ser, su cuerpo y su espíritu. Aquellas brasas, supo, nacían del propio corazón del que sostenía el acero y la nieve no las apagaría. Inflamado el espíritu con el awen de la guerra, lo único que calmaría las ansias de sangre de ese hombre sería su propia muerte.
Decidió dejar de guardarse ases en la manga y utilizar todas las posibilidades a su alcance. Lo primero, sería tener de nuevo el factor sorpresa a su favor. En un alarde de valentía o temeridad, según quien estuviera mirando, el yskim de la cicatriz en el rostro abrió los brazos en cruz y sonrió. Su jugada era desconcertar al bortai, hacerle perder la concentración, pero ni un solo músculo o tendón se contrajeron en el cuerpo de Khram. Si en algo había conseguido el tuerto su objetivo, no lo percibió. Con un gesto ensayado, teatralmente lento, deshizo el nudo que sostenía su capa en torno a sus hombros. Con deliberada parsimonia, la prenda cayó al suelo, desmadejada, convertida en un amasijo de pelo. Al caer, quedaron al descubierto dos empuñaduras de hueso labrado, rematadas en sendas cintas de cuero que colgaban flácidas desde su elevada posición. Las guardas, cortas y curvadas, estaban asomadas por encima de los hombros de aquel guerrero, a quien las armas le daban un aspecto imponente. Cruzando los brazos por encima de su cabeza, las armas saltaron de sus vainas, mostrando sendas hojas de acero forjado. Los afilados cantos de las espadas refulgieron cuando un rayo de sol los recorrió, perezoso, saliendo de entre las nubes con las que cubría, tímido, su fulgurante rostro. Casi como si la diosa Brishna estuviera seduciendo con un gesto a los presentes, sus dedos pasearon por aquellos filos.
La sorpresa se pudo oír en la empalizada, sobre las repisas que habían construido. El rumor recorrió el pequeño poblado como una chispa sobre un pasto demasiado reseco. Los hombres y mujeres se agolpaban junto a la muralla. Los pequeños ykeem intentaban entender lo que estaba pasando fuera por los comentarios que escuchaban. Aeena, dolorida, salió de la yurta, con un aparatoso vendaje cubriendo su vientre con ternura. Yurizh sabía cómo tenía que atender aquellas heridas con maestría, teniendo en cuenta las circunstancias de la herida. El pequeño ser salió detrás de ella, al sonido de los rumores. Un escalofrío recorrió el espinazo de la mujer y una plegaria murió en sus labios antes de ser pronunciada. El desaliento también llegó a su propio corazón. Ella tenía una de las hojas del bortai y era imposible entregársela. Sabía que el bárbaro no estaría pendiente del combate si ella salía por el portón de la muralla y ello podía suponer una enorme diferencia en el desarrollo de la batalla que no podía permitir. Subir a la muralla iba a ser imposible. Aparte de que la costura de la herida, la pérdida de sangre y el vendaje se lo iban a impedir, Yurizh, su cuidador particular tampoco permitiría que se subiera a aquellas alturas. Ya había hecho un gran esfuerzo de voluntad a la hora de dejarla abandonar el lecho y la había obligado a arrebujarse en las pieles en que la dejara recostada su amante. Estaba claro que no iba a conseguir subir a aquella repisa de ninguna de las maneras y con ello sería imposible devolverle aquella elegante arma a su legítimo dueño a menos que él regresara.
Fuera, el regreso era lo último en lo que pensaba Khram. La visión de las dos hojas de acero no había quebrantado su determinación lo más mínimo. Él ya se había medido a hojas de verdadero acero con anterioridad y no le suponía ningún cambio a la hora de combatir. El tuerto estaría más tiempo vivo, eso era todo. Hacer estallar una de las armas de hueso en mil añicos era algo bastante sencillo para el poderoso mandoble de Khram, pero el acero contra el acero no bastaba para reventar aquellas hojas. Si Burbath hubiera vivido un poco más, quizá le podría haber enseñado algún conjuro que lo consiguiera, pero, lamentablemente, su maestro había muerto y él no aprendería ningún conjuro a menos que consiguiera algún maestro en Shyrm.
Si quería aprender, más le valía salir vivo de allí.
Volvió a asir a Nodym con las dos manos y arriesgó una guardia demasiado alta. El tuerto no pensó. Actuó. Se echó a correr hacia el bárbaro, el cuerpo descubierto. Elevó la espada diestra por encima del hombro izquierdo, cargando con la siniestra adelantada. De nuevo aquella sonrisa demoníaca acudió a sus labios, intuyéndose gran vencedor de una lid que no había más que echado a andar. En el último segundo, cuando el cuerpo del Cuervo estaba ya condenado a la muerte, hizo un movimiento con las dos hojas, entrecruzándolas, para rebanar a su contendiente en dos, con una suerte de cizalla.
La espada de Khram estaba demasiado alta para poder atajar el ataque de aquella bestia de las nieves. Los espectadores contuvieron la respiración. Algunos se llevaron las manos a los ojos, temerosos de ver caer a su única esperanza. Otros incluso apartaron la vista, acaso aprensivos de ver salpicar la sangre de su adalid por toda la tundra. Pero lo que debieron taparse fueron los oídos.
Las hojas del tuerto se cerraron y encontraron resistencia. Los filos crujieron y chispearon. Los brazos temblaron con la fuerza del impacto y estuvo a punto de soltar sus armas. Frente a frente, con los ojos a la altura de los suyos, encontró los carbones encendidos del hombre al que había intentado asesinar. Aquel movimiento nunca le había fallado. Había matado infinidad de hombres y mujeres con aquella estrategia e invariablemente sentía la tibieza de la sangre que le salpicaba en el cuello y el rostro, una costumbre que había pasado progresivamente de asquearle a reconfortarle. El contacto viscoso de la sangre enemiga le anunciaba que su contendiente ya estaba fuera de combate y él podía relajarse, muerto su oponente, conquistado el campo de batalla. Pero en aquella ocasión no sintió más que un obstáculo en su camino. Sus espadas solían acabar con sus enemigos sin resistencia alguna. Sin embargo, aquel demonio del sur había conseguido sobrevivir. No entendía cómo aquella guardia tan elevada había conseguido un movimiento tal que se interpusiera en la cruz que conformaban sus armas. El bortai, casi tumbado, apoyado todo el peso sobre la pierna derecha, había hincado la punta de la espada en la nieve.
Ambos se retiraron con un salto. El tuerto intentó escudriñar de nuevo el rostro del bortai, buscando algún resquicio en su determinación. Pero se encontró con la misma frialdad, el mismo acero en su rostro y en su alma. Empezó a tener miedo. Si no encontraba ninguna grieta en aquel hombre, el muerto podría ser él mismo. Volvió a saltar hacia delante, intentando alcanzar al aprendiz de mago. La reacción de éste no se hizo esperar. Nodym atacó. Los dos brazos del hombre soltaron una descarga casi eléctrica, un único impulso potente y certero que consiguió alcanzar la trenza que revoleaba en la nuca del tuerto. El pelo cayó pesadamente al suelo.
Los yskim lanzaron un sonoro vítor al nublado cielo que sonó a victoria. Aeena echó a correr, pero Yurizh fue más rápido. La agarró del maltratado jubón con un gesto férreo. Ella se volvió con gesto inquisitivo hacia el ykeem que, por toda respuesta, sólo hizo rotar la cabeza a derecha e izquierda en gesto de negativa. No obtuvo más del enano, sólo una significativa mirada. La espera la carcomía.
El tuerto se echó la mano a la nuca y corroboró la ausencia de su más preciado don. Aquella coleta significaba el liderato de su gente, el guerrero nunca batido, nunca vencido. Y ahora había saltado por los aires. Khram aprovechó aquella pequeña ventaja y volvió a cargar. La espada descargó de nuevo, una y otra vez, y el tuerto tuvo que emplearse a fondo para atajar las acometidas del sureño. Por varias veces, el filo del mandoble alcanzó la carne del guerrero de la cicatriz, haciéndole cortes que no tuvo tiempo de acusar. Las hojas entrechocaban y resonaban en la tundra, arrancando al tiempo los sonidos que se enterraban en las venas de Khram, los sonidos que había mamado con la leche de urga. Los olores del cuero sudado, del acero chispeante, de la malla húmeda y la sangre caliente inundaban el campo de batalla, aromas que el bortai había conocido desde la cuna, en el propio útero de la madre a la que había matado al nacer. Aquellos sonidos habían sido olvidados en aquella parte de las Tierras Blancas, desterrados por el tiempo y la falta de costumbre, migrados con los hombres hacia el sur, buscando tierras más propicias que acabaron siendo tan bondadosas con los hombres como con la guerra. Aquellos olores no habían pisado jamás aquella gélida estepa hasta que Khram, mensajero de los ancestros que olvidaron la tierra a la que pertenecían, regresó para traer esperanza a unos y perdición a otros.
El tuerto tuvo que rodar por el suelo, derribando al Cuervo para obtener una pausa que le permitiera rehacerse. Empapado de la nieve que se derretía al contacto con su cuerpo, el bortai se levantó como un gamo. Aquel lance los había separado lo suficiente como para que el bárbaro no pudiera arremeter con nueva fuerza. Ambos contendientes se miraban. El yskim jadeaba. El bortai se encontraba en pie, enhiesto, sin señales de cansancio en su rostro o su cuerpo. El tuerto volvió a arremeter, pero a Khram le bastó una patada para desviar aquel envite. El yskim rodó por el suelo y el sureño saltó sobre él. En el aire volvió la espada y mientras caía quiso empalarlo. Hombre y arma se hundieron en la nieve, huido su objetivo. Éste lanzó los puños, armados con las empuñaduras de sus espadas. Alcanzó al bortai en la boca del estómago, clavándose las anillas de la cota de malla en los nudillos, que no tocaron la carne del aprendiz de mago: un falsete acolchado que escondía bajo el tabardo amortiguó el golpe. Llegó el turno del Cuervo y descargó dos golpes con la mano libre sobre la mandíbula del yskim, a quien se le antojaron sendos martillazos. Cayó sobre la nieve, el rostro entumecido y los nudillos sangrantes. El sureño se retiró calmosamente y se arrodilló ante el cuerpo del caído. Agarró la cabeza por el pelo y obligó a aquel hombre a mirarle.
No se dio cuenta de la señal, apenas imperceptible, que hizo a dos de sus hombres. Tampoco de cómo había soltado la espada izquierda y se llevaba la mano al costado. Pero sí acusó la mordedura del hueso en el muslo derecho. Dos flechas se incrustaron en el músculo al tiempo que el traidor yskim apuñalaba en la misma pierna al bortai. Un alarido nació en la garganta del sureño, roto de dolor. Un bramido que atravesó fronteras y derribó murallas. Un rugido que rompió ilusiones y esperanzas. Un grito que conmovió las entrañas de una mujer, que ya no pudo soportar más la impaciencia de la espera y echó a correr, olvidando los consejos de su galeno, el peludo ykeem Yurizh. Éste intentó correr tras ella, pero las larguísimas piernas de la mujer la impulsaban con la fuerza de la desesperación. Al enano sólo le dio tiempo a pedirles a los dioses que no se le abriera la herida y que la sutura aguantara aquella carrera.
El yskim de la cicatriz se levantó de la nieve sonriendo. Agarró sus dos espadas y se retiró del sureño que, con su magnífica Nodym aún asida, se retorcía en el hielo manchado con su propia sangre.
- ¿No quieres soltar tu arma? – le preguntó cuando intentó arrebatársela. – Está bien. Tus manos frías y muertas serán mucho más complacientes cuando te mate.
Cogió una nueva distancia, sopesando sus preciosas espadas de acero. Intentó hacerse una idea de lo que sería manejar aquel espadón. Quizá tuviera que hacerse a él matando a unos cuantos de sus hombres, pero ¿qué importaba? Era dueño y señor de las Tierras de Hielo. Unos cuantos hombres no diezmarían a los yskim y tampoco supondrían unas bajas excesivas para la empresa que se proponía después. Si todos los sureños eran igual que aquel, su objetivo sería más difícil de conseguir que aunar a todos los pueblos de la tundra bajo un solo liderazgo. Aunque siempre había alguien dispuesto a venderse, a traicionar a los suyos. Aquella baza siempre había jugado a su favor. Y si aquel sureño no hubiera irrumpido en aquel campamento, su topo le habría servido la victoria en bandeja. Llevaba años alentando el levantamiento, y si aquel hombre había supuesto algún problema, se le habría enfrentado con toda seguridad. ¿Lo habría matado? Daba igual. Estaba vencido, sangrando como un gorrino por aquellas heridas. Imaginó a los bortai como aquel, perdiendo su savia vital, derramándola profusamente sobre una tierra fértil y no aquel desierto de hielo y nieve y sonrió. Sería dueño de una extensión de tierra inimaginable. Él sólo.
Se volvió para arremeter de nuevo contra el bortai y tuvo que reprimir una reacción de sorpresa. No esperaba ver a aquel hombre en pie, sosteniendo de nuevo aquel enorme acero entre sus dos manos, en una posición cautelosa. Había arrojado las dos flechas lejos de su muslo, partidos los astiles. Tanto mejor. Las puntas le provocarían dolor y él sacaría partido de esa jugada. La sangre resbalaba aún por la pierna, cayendo sobre la nieve. El peso estaba apoyado sobre la pierna izquierda, con la pierna herida ligeramente atrasada, para proteger la herida. El yskim cargó con toda la rabia que había acumulado durante el combate y movió las armas, dispuesto a asestar un duro golpe. El bárbaro se cubrió, pero aquella vez, el yskim reaccionó muchísimo antes y descargó un puntapié al muslo herido. Khram soltó un alarido de dolor.
Aquella descarga eléctrica recorrió todo su cuerpo, pasó de la pierna a la cintura, ascendiendo por su espina dorsal para acabar incrustándose de lleno en su cráneo, como si el colosal mazo del Forjador, aquella faceta de Rugan que adoraban los enanos, se hubiera abatido sobre él. Volvió a caer, echando la rodilla izquierda sobre el hielo y llevándose la mano libre al muslo herido.
Aeena ahogó un grito. No podía gritar. Él la reconocería desde abajo y dejaría de dedicar aquella atención al combate. Y necesitaba poner todo el espíritu en vencer a aquel tuerto. Yurizh la contemplaba preocupado. Ella quiso bajar y recoger a su amante, ayudarle a ponerse en pie. Pero lo más que pudo hacer fue llevarse, en un gesto instintivo, la mano a su vientre.
El tuerto rió estentóreamente. Pensaba acabar con el sureño, pero antes iba a jugar con él. Había diezmado a varias centenas de hombres con su exiguo ejército. Había desmontado los artilugios que encontró, ya hacía tiempo, abandonados en la frontera y que tantas victorias le habían procurado. Aquel error había sido suyo. Pensó que vencería como tantas otras veces, por la fuerza del número de sus falanges, aplastando la sedición de los atacados por la simple superioridad del número de sus guerreros. Él se había quedado en la retaguardia, esperando que sus capitanes le trajeran la rendición de los únicos yskim libres que quedaban en bandeja. Y sin embargo, se había encontrado con un muro de hielo imposible de derrumbar, infranqueable, inquebrantable. La voluntad de aquel hombre se aferraba firmemente a algo que él no podía comprender. Pero daba igual.
Volvió a ponerse en pie, cojeando. Nodym volvió a alzarse en la tundra y el viento que recorría la helada estepa la hizo cantar. Resonó el aire en sus oídos y el cántico de la espada llegó a los oídos de quienes supieron escucharlo, infundiéndoles nuevos ánimos, nuevas esperanzas. Tres personas fueron las únicas que oyeron aquel sonido.
La primera fue Aeena. El vibrato del acero Erizo, heredado por Khram, hizo latir fuertemente su corazón, conmoviendo fuertemente sus entrañas, sintiendo nacer de nuevo el ánimo. La mujer se arrimó al parapeto de madera, cubriéndose como pudo, para evitar que la traición de aquel tuerto la alcanzara a ella también. Pero la razón principal era ocultarse de su amante, evitando que la viera, evitando que la mirara. Aunque sus ojos le buscaban y sus labios deseaban alentarlo y sostenerlo, sabía que no podía ponerle en peligro de aquella manera y darle al hombre del parche una nueva razón para desequilibrar al sureño. Su posición le daba oportunidad de observar la liza y también más allá. Hizo acopio de toda su voluntad y bajó de la repisa. Fue con todo el dolor de su corazón que lo hizo, pero en sus adentros tenía la absoluta seguridad de que debía hacerlo. Hizo una seña a Yurizh, que bajó acompañándola. Presionando el costado de la herida, empezó correr por el poblado, impartiendo unas órdenes sencillas y silenciosas, reuniendo a todo el que pudo reunir. Yurizh reaccionó de la misma manera, intentando reclutar a los ykeem que estaban ocultos.
La segunda persona a quien conmovió el resonar de Nodym fue al tuerto. Blandiendo sus dos espadas estaba totalmente convencido de que no podía perder. Había robado esas hojas a dos guerreros que se perdieron en las Tierras de Hielo hacía ya mucho tiempo. Y con ellas había repartido muerte entre la nieve, vertido sangre en el hielo y conquistado uno tras otro a todos los yskim que osaron rebelarse frente al poder de su acero. Lo que nunca pudo imaginar es que un extranjero pudiera unirse de aquella forma con ningún yskim, formando una alianza más fuerte que la propia sangre, una asociación arraigada en lo más profundo del tiempo, forjada en la memoria y la tradición, en la unión ancestral de dos pueblos que habían hecho de la guerra un modo de vida. Se maldijo por haber dado tantas concesiones a aquel sureño. Maldijo a dioses, ancestros y al propio mundo, como culpables de que Khram se encontrara en la tierra que él deseaba dominar. Si los dioses le hubieran sido favorables, si los ancestros le hubieran acompañado, el sureño habría muerto en las primeras refriegas. Pero el bastardo estaba empeñado en aferrarse a la vida con toda la fuerza de su alma y su espíritu. Ninguna de las triquiñuelas que había utilizado había dado resultado. Tenía a su enemigo malherido y a su merced. Sabía dónde tenía que golpear si quería hacerle daño y sólo tenía que ser rápido para matarlo.
Khram también había oído el cántico que su espada había entonado. La canción de la espada despertó en él voces dormidas, voces ocultas. Su padre, sus hermanos, Dada, su maestro, el propio Gwyran Ala Negra, el bardo serpiente... Todo aquello formaba parte de sí mismo, del mismo modo que Aeena y los yskim también eran parte de su vida. La voz de Nodym había traído a su memoria todo su ser. Se había esforzado en enterrar todos aquellos recuerdos, en apartar de sí todas aquellas vivencias. Pero por más que lo había intentado, no lo había conseguido. Una y otra vez volvían a su memoria todos los momentos que había vivido en Bort. Aquello había conformado su historia, su vida. Le había moldeado el alma, le había dado su espíritu. Aquello estaba mucho más lejos de su alcance de lo que él podía imaginar y, por esa misma razón, era por la que estaba más cerca. Era sangre y clan y aquello no podía cambiarlo nadie.
Ni siquiera él.
El sonido que produjo Nodym al vibrar se apagó. El tañido de campana que había iniciado al cortar el aire dejó de arrastrarse por la tundra. Y aquel silencio fue una señal. El tuerto volvió a lanzarse hacia el bortai. Las dos espadas se abrieron en un terrible arco que quería cerrarse sobre el cuerpo del bárbaro. Khram le mostró la pierna herida. Era un truco demasiado obvio. Si le alcanzaba, le daría la oportunidad de contraatacar ferozmente. Si no, le daría tiempo a atajar el golpe del atacante. El yskim lo sabía. Y Khram también.
El tuerto se giró en su ataque, sobrepasando al Cuervo, dirigiendo sus dos hojas hacia la espalda de su oponente. Khram no cambió su postura. El dolor le había entumecido la pierna y se le hacía imposible girarse hacia el yskim. Su costurón se contrajo en una fea mueca cuando sonrió. Se veía vencedor. Estaba seguro de poder atravesar el cuerpo del bortai. Pero no era el único que tenía trucos escondidos bajo la manga.
El bortai soltó el mandoble y lo sostuvo con la mano izquierda. Con un gesto que casi pareció ensayado, por la falta de costumbre, la mano derecha describió una curva hacia atrás, hasta quedar frente al tuerto.
Pronunció una palabra. Sólo una.
Burbath le había enseñado muy poco, pero le había enseñado bien. Su voz había llenado por un instante sus oídos y se trasladó hasta su boca con toda celeridad, estallando en sus labios, que le dieron forma hasta concretarse en aquella palabra que vino a salvarle. Un fogonazo restalló en la tundra, reflejándose por todas partes. El hielo y la nieve que los rodeaban amplificaron la intensidad de la luz que Khram había logrado conjurar. Él había conseguido cerrar los ojos. Pero su enemigo se vio alcanzado por el deslumbramiento en toda su plenitud. Con un alarido, soltó las armas y se derrumbó sobre la nieve. Se llevó ambas manos hacia la cara, doliéndose, intentando hacer que las lágrimas corrieran por sus mejillas para aliviar el dolor. La magia le había explotado en pleno rostro y el impacto, aparte de cegarle, le había dejado aturdido. Se restregó enérgicamente con los puños, pero no conseguía recuperar la visión.
Khram debió aprovechar aquella ventaja que la magia le había procurado. Y sin embargo, se detuvo. Se irguió sobre sus dos piernas, apretando los dientes, unos contra otros, intentando diluir de aquella forma el suplicio que le provocaba apoyar la pierna herida sobre la nieve. Su peso le hundía el pie en aquel manto blanco y aquello dificultaba que el dolor disminuyera. Cada vez que plantaba el pie en la nieve, este se hundía inexorablemente, produciéndole una tensión en la pierna herida que le recorría todo el cuerpo. Siguió acercándose lentamente, renqueando. Con cada paso, el dolor se iba apagando, hasta convertirse en un daño sordo, una laceración enmascarada que no dejaba de hacerse notar, diciéndole que aquello estaría ahí para siempre. Se detuvo a una distancia prudencial, con Nodym aún presta para defenderse. La pierna seguía incordiándole, pero aguantó. Apoyó todo el peso en la pierna buena, para aguantar más, y al liberar la tensión, el dolor volvió de nuevo a recorrer su espina dorsal. Reprimió tarde un gesto quebrantado y sus labios se fruncieron levemente, mostrando a sus enemigos que aún era humano. El que estaba en el suelo aún aullaba con la visión ennegrecida. Intentaba abrir los ojos, pero el sol de la tundra aún dañaba sus retinas al filtrarse por sus dilatadísimas pupilas. Veía la sombra de Khram a pocos pasos, pero él no veía. Así que volvió a repetir el gesto que ya había hecho con anterioridad.
Esperó oír el grito de dolor de su oponente, pero no oyó más que dos chasquidos, como si un hacha golpeara un bloque de hielo que reventara.
Yurizh, subido a la muralla, había percibido el gesto del yskim antes de que sus secuaces lo hicieran. En su mano aún estaba la honda doble que había utilizado para incrustar dos de sus proyectiles en los cráneos de los que habían de disparar las flechas. Yurizh había observado indignado la primera traición del yskim. Se dijo que no habría una segunda y se apostó tras una de las rudimentarias almenaras de la empalizada cuya construcción había dirigido. Al no tener poternas, aquella era la única manera de vislumbrar la lucha y vigilar al tiempo que el traidor no pudiera volver a jugar sucio.
Aeena había contemplado lo que había hecho Yurizh. Con la mano en la herida que el ykeem le había restañado tan amorosamente, impartía órdenes a los hombres y mujeres de aquel poblado. El silbido de las bolas que había lanzado su sanador particular la encontró encabezando la falange. Al convocar a aquella minúscula hueste, su ardor se contagió por todo el poblado. Los guerreros y guerreras asieron las armas de hueso y ocuparon su lugar en la columna. Incluso los heridos sacaron fuerzas de donde no las había y se dispusieron a presentar batalla. El pequeño ejército estaba completo y dispuesto a defender a su adalid si fuera necesario hacerlo.
Khram seguía fuera de la muralla, contemplando con frialdad a su oponente que, poco a poco, iba recuperando la nitidez de la visión. El yskim buscaba desesperadamente el puñal que tenía escondido y con el que ya había conseguido herir al sureño. Consiguió extraerlo. Lo blandió con intención de rematar el trabajo y cargó. El bortai se libró de la amenaza con un único puntapié. El puñal salió despedido y fue a caer sobre el tupido manto de nieve. El yskim bramó de rabia y dolor. Golpeó el suelo con el puño, levantando esquirlas de hielo.
- No sobrevivirás. Te mataré – comenzó a decir. – Me has tenido a tu merced y no has aprovechado lo que la suerte te ha dado – alcanzó sus dos hojas, – y ahora vas a lamentar no haberlo hecho.
Como una bestia, cegada por el odio y la rabia, el tuerto inició una carga salvaje, buscando la vida de su oponente, dispuesto a acabar con él de un solo golpe. Pero Khram no pensaba dejarse ganar con tanta facilidad.
Sus heridas eran graves. Le molestaban para pelear. Le hacían perder velocidad y capacidad de reacción. Le impedían moverse con agilidad. Pero aquellas heridas estaban sólo en su pierna. Dejarían alguna señal, una débil marca de su existencia o incluso llegarían a desaparecer. Lo más probable es que aquel dolor no desapareciera jamás del todo y supusiera un recuerdo permanente del enfrentamiento al que se estaba entregando en aquel momento, agazapado como un criminal en plena noche, dispuesto a asaltarlo cuando estuviera desprevenido. Pero ese dolor físico, esas heridas palpables no eran nada en comparación con las que había llevado en su corazón durante tanto tiempo. Si había sido capaz de sobreponerse a la indiferencia y el desprecio, las flechas y los puñales no supondrían reto ninguno.
Volvió a plantar el pie izquierdo en el suelo y el relámpago del dolor, que ya le era familiar, volvió a sacudirle. El yskim lo notó y quiso descargar las empuñaduras de sus espadas sobre la pierna dañada, cambiando ligeramente la orientación que llevaban sus hojas. El bortai supo anticiparse. Antes del impacto, el objetivo del yskim desapareció. El tuerto, desprevenido ante tal movimiento, perdió el equilibrio y no pudo recuperarlo, aunque puso todo su empeño en ello. Se dio de bruces contra el suelo, evitando por muy poco el filo de sus propios aceros. El bárbaro giró sobre la pierna buena, hizo ascender la espada por encima de su hombro y, en un lance más semejante al de una bailarina entrovina, descargó el golpe. La espada se hundió en la carne de la pierna izquierda del yskim, en el mismo punto en el que las flechas y el puñal se habían incrustado en el bortai.
- Parejos.
El tuerto sangraba profusamente. La herida que le había infligido Khram era bastante fea. El dolor sacudió ahora a quien pensó que no lo sufriría. Trató de ponerse de pie, pero no pudo. La pierna le fallaba. La sangre corría en caudalosos torrentes por su pantorrilla, tintando la nieve de enormes rosas carmesíes.
Renqueó hasta poder erguirse en toda su envergadura. Estaba frente a frente con el sureño y pudo ver lo enorme que era. Y también comprobar su juventud. En el combate, mientras las espadas hablaban y los hombres se contorsionaban para hurtar el cuerpo a la muerte una última vez, no podía ver nada, aparte de los borrones de los movimientos de su oponente. Ahora, cuando la danza mortal en la que se habían embarcado se había tomado una pausa, y la misma Druma parecía haberse dado un respiro en su eterna búsqueda de los hilos de las vidas de los mortales, pudo darse cuenta de que se enfrentaba a un crío. Sólo por experiencia debería haberlo matado a las primeras de cambio. Sólo por las batallas de más que había conseguido librar, aquel mocoso debía haber muerto en el primer contacto que tuvo con su ejército. Y sin embargo, parecía como si todos los demonios de infierno vivieran en su cuerpo, confiriéndole un poder sobre los asuntos de la guerra que él no era capaz de alcanzar. Y no lo sería nunca. Se le antojaba un agente de alguno de los dioses que se hubiese aliado con sus enemigos para derrotarle.
Pero sólo era un sureño.
Aquel detalle tan insignificante para ambos era el que marcaba la diferencia entre el yskim y el bortai. Aquel detalle lo suponía todo. Mientras el sureño había nacido de la sangre y la guerra, del agua y la savia, el norteño había nacido de una raza que había olvidado todo eso, un pueblo que había olvidado sus raíces, su corazón. Un pueblo que había vivido en el rencor hacia su pasado, en el temor a su futuro. Bort había sabido mirar hacia delante, con el odio enquistado en sus venas, pero sabiendo a quién odiaba. Bort era, como tantas veces se había repetido a sí mismo y tantas veces le habían dicho, sangre y clan. La misma sangre corría por las venas de cada uno de los guerreros y guerreras de la estepa. La misma savia que alimentaba aquellas tierras los mantenía unidos. Y aunque eran trece clanes, y las diferencias eran mucho mayores que las igualdades, sabían que eran un solo clan en la realidad. Cuando el líder de líderes convocaba a la guerra, los clanes eran uno sólo, el más temible ejército que se pudiera convocar. Armados y diestros, los bortai podían enfrentarse a ejércitos mucho mayores que ellos y salir triunfantes. Sabían que sangre y clan significaban mucho más que las palabras que pronunciaban.
Y aquel significado era lo que los yskim, que decían ser el orgulloso origen del pueblo bortai, habían perdido. Aquel significado era lo que obviaba el tuerto, que quiso someter a todas las gentes de las Tierras de Hielo bajo el miedo y el odio. Aquel significado es lo que hoy le impedía tomar la victoria con la misma facilidad que en infinidad de ocasiones anteriores. La sangre, diluida con el hielo y la nieve, había perdido su entidad. El clan, enterrado bajo la cellisca, había quedado olvidado en la noche de los tiempos.
La única sangre verdadera que había en el campo de batalla era la de Khram. El único clan, los que permanecían tras la muralla. La única savia, la que le unía a Aeena, Yurizh y los demás.
Sangre y savia. Raíz y corazón.
El tuerto intentó golpear una vez más a Khram en la pierna herida, pero éste asestó un puñetazo en su rostro. El yskim volvió a besar el suelo. De nuevo, el norteño estuvo a merced del bortai y el sureño se quedó quieto, con Nodym apretada en su puño derecho, expectante, contemplando al caído, esperando su siguiente movimiento. El que estaba en el suelo se levantó, lanzando un puñado de hielo y nieve al Cuervo. El aprendiz de mago lo esquivó como pudo sólo para encontrarse con las hojas del yskim a punto de rebanarle el pescuezo. Su mandoble volvió a volar para protegerle y el sonido del choque de los aceros estuvo acompañado por el brote de numerosas chispas que saltaron de las hojas de metal. Volvieron a cruzar las espadas que seguían ansiosas por cobrarse la sangre del oponente. La hoja del bortai aún resplandecía, arrancándole al triste sol de la tundra cada uno de los destellos que era capaz de producir. Las dos espadas del yskim, a fuerza de golpear contra el acero de los Erizo, aparecían melladas aquí y allá. Y aún así, aguantaban. El bortai sabía que aquel acero no era tan bueno como el suyo, pero sin embargo, reconocía la calidad de aquel metal. Volvieron a encontrarse el mandoble y las dos espadas del yskim y la tundra volvió a iluminarse con las chispas que los dos hombres le arrancaban al alma de aquellas dos armas. Khram volvió a revivir todos y cada uno de los momentos en que su padre y sus hermanos le enseñaron todos y cada uno de los golpes que sabía utilizar. Sus movimientos, mecánicos, automáticos, apenas se asemejaban al fluido baile que debían ser, pero eso no era impedimento para vencer. Sin embargo, los movimientos de su oponente eran erráticos, desmañados. Sólo buscaban el punto débil del bortai. Buscaba el golpe que le diera la ventaja definitiva para separarle la cabeza del cuerpo con uno de aquellos furiosos golpes que había utilizado tantas veces. Y una y otra vez se encontraba con el que bárbaro, anticipándose a sus movimientos le había retirado la pierna y el golpe iba a estrellarse contra ninguna parte. Perdía pie una y otra vez, dándole toda la ventaja al sureño, que, cada vez que se veía ganador, parecía recular, dejándole que se recobrara del traspiés, ofreciéndole de nuevo un camino hacia la confrontación cuando ya lo había perdido. Ahora fue el turno de Khram de perder pie.
Trastabilló el bortai con el hielo del piso, resbaló y la herida de su pierna izquierda le hizo caer. Pero el yskim aprovechó aquel lance para atacar con muchísima más saña. Con el bárbaro en el suelo, pisoteó el miembro dañado, haciendo reventar de dolor al sureño. Le dio uno, dos, tres pisotones, haciendo bramar al bortai, colmado de tormento, lleno de sufrimiento. Con él en el suelo y doliéndose, agarrándose el muslo asaetado, le dio un puntapié a Nodym, desarmándole.
- Has aguantado más de lo que merecías – torció el gesto con desagrado. – Es más de lo que esperaba de alguien como tú. Has resultado muy difícil de eliminar, hasta el punto que creí que eras de verdad un demonio. Pero sangras igual que yo. Y mueres, igual que yo.
Se giró y volvió a pisotear el muslo del bortai, en cuyo rostro aparecían ya lágrimas llenas de frustración y rabia.
- Eres un ser despreciable – continuó el yskim. - ¿Creías que podías vencerme? ¿Pensabas que tenías alguna posibilidad? – volvió a pisar a Khram, que respondió con un nuevo rugido. – Ahora, despídete de este mundo. Vas a irte al infierno del que nunca debiste salir.
Levantó las dos hojas y pisó el muslo dañado del hombre que había en el suelo. Así consiguió inmovilizarle, dejándole a su merced. Puso las dos hojas junto al cuello de Khram, cruzadas, con gesto de cortarle la testa al separar las hojas. El sureño le miró con desdén. Agarró su hoja antes de darle tiempo a reaccionar y descargó un golpe con el pomo en el tobillo del tuerto. Henchido de dolor, el yskim trató de completar su tarea, pero Nodym fue más rápida y las espadas del norteño no llegaron a tocar el cuello de Khram. Con un movimiento ágil y rápido se metió por la entrepierna del yskim y se puso de pie. Su única respuesta fue propinar un codazo en la espalda al caudillo de la cicatriz en el rostro. Este volvió a caer de bruces.
- El único ser despreciable eres tú. No tienes ni idea de lo que es ser despreciable. Yo no he tenido por objetivo subyugar a toda mi gente, un pueblo que era libre y cuya libertad era lo único que tenía. Tú eres culpable del olvido al que esta tierra inhóspita ha sido condenada. Tú has olvidado cual es el espíritu que mantuvo a tu gente en el mundo, el que le dio alas y fuerza para sobrevivir. Has condenado a los tuyos a olvidar eso mismo. Y por eso, habéis perdido la sangre. Habéis olvidado la savia – el discurso de Khram no impresionaba al yskim. – Sangre y clan, tuerto. Eso es lo que te ha perdido. Yo sé quién soy. Tú sólo puedes imaginar y remedar lo que quieres ser.
Se alejó poco a poco, renqueante, hacia la empalizada. El tuerto había sido vencido y ahora el ejército era suyo. Les dio una orden.
- Sois hombres otra vez. Volved a la raíz, donde tengáis el corazón – y su voz escondía, además del consejo, una decisión.
Los guerreros dudaron. Muchos hicieron caso de la orden de Khram que, según las condiciones de su adalid, ahora era su caudillo. Otros muchos no supieron si quedarse con su antiguo líder o abandonar también a su cabecilla, que se había incorporado de nuevo. Temblaba de ira y frustración. Los hombros tremolaban, sacudidos por la rabia que había sido capaz de acumular durante la liza. Estaba vencido. O no. Había un intento más.
Soltó una de las dos espadas que blandía y sujetó una con ambas manos. Se giró hacia el bortai y descubrió que éste le daba la espalda, alejándose de él. Cojeaba por las heridas que él le había provocado. Y aunque él también renqueaba, no sería difícil hacer lo que se proponía.
Cargó.
Silenciosamente, con la pierna muy dolorida, cargó. La punta de la espada le precedía, la había blandido como si fuera una lanza. Bastaría un ligero empujón en la carne de aquel bastardo para hacerle caer en el infierno. Un paso, otro. Cubrió en poco tiempo la distancia que los separaba. Nadie entre los que los rodeaba, ya fuera de uno u otro bando, pudo gritar o decir algo. Todos lo observaron atónitos.
Yurizh ahogó un grito. Aeena, al ver la reacción de Yurizh se llevó las manos al rostro, tapándoselo. El tuerto sonrió sardónicamente.
Un instante después, el acero atravesó un cuerpo de un lado a otro. La punta ensangrentada de la hoja sobresalió de la carne. La savia vital goteó hasta el suelo, tiñendo de rojo la nieve, derritiéndola con la tibieza que confería al cuerpo por el que corría. Una boca se entreabrió, dejando caer espesos cuajarones carmesíes en una cascada macabra. La espada salió bruscamente del cuerpo y giró. El hombre que la empuñaba dejó salir una frase de su garganta.
- Ni siquiera has sabido morir con honor.
La espada encontró un cuello y lo rebanó. La cabeza saltó del cuerpo, dejando tras de sí un rastro de sangre y moco que saltaron como de un surtidor. Los esfínteres se aflojaron y el hedor de la muerte tiñó la tundra. Sólo un cuerpo cayó con la cabeza separada del cuerpo.
- Os he dado una orden – dijo el vivo. – Cumplidla.
Las puertas de la empalizada se abrieron. Aeena salió a la carrera, al encuentro de aquel hombre. Yurizh gritaba órdenes en su jerga y un gran alboroto se desató entre las gentes que protegía la muralla de hielo y madera. Los yskim y los ykeem se movieron con diligencia y rapidez. Cada uno conocía su función y su papel y sabía cómo desempeñarlo. Se dispusieron a encontrarse al hombre que había sobrevivido.
Vencido por el dolor, Khram se sumió en la oscuridad entre los brazos de su amante.
Ya no necesitaba las vendas.
El muslo mostraba feas cicatrices allí donde un puñal y dos flechas de hueso se habían hundido en la carne. A punto habían estado aquellas heridas de causarle la pérdida de la pierna, pero Yurizh era un gran sanador y fue capaz de atajar la infección. Había pasado cuatro días inmovilizado en el camastro, igual que cuando había conocido al entrañable ykeem, pero ahora no protestaba. Sabía que era necesario y no se quejó. Tampoco es que recordara haberlo hecho. La fiebre había sido tan alta que había pasado delirando la mayor parte del tiempo, teniendo ridículas ensoñaciones con tuertos que querían arrancarle las piernas, perros que blandían cuchillas y osos que se reían a carcajadas y hablaban a trompicones.
Aún dolía. Cada vez que su peso pasaba de una pierna a otra, el muslo derecho parecía gritar a todo su cuerpo que estaba ahí, que estaba dolorido y que era importante cuidarlo y mimarlo hasta que se repusiera del todo. Pero cada vez más, el grito quedaba ahogado por otras necesidades más imperiosas o el resto de su cuerpo había aprendido a hacer oídos sordos a los quejidos de la pierna izquierda.
Cojeando, abandonó el lecho. Hacía ya dos días que Yurizh había aceptado desabrocharle las cinchas y las correas que lo mantenían inmóvil, permitiéndole moverse por la yurta, con pasos cortos y durante poco rato. Aunque la verdad es que tampoco necesitaba caminar, sino descansar. La rigidez de la postura que le había impuesto el ykeem le acababa por agotar y necesitaba un sueño reparador. Recuperar el movimiento le permitió recuperar horas de reposo y algunos pensamientos que quería poner en orden. La tundra le había hechizado hasta un punto que él no era capaz de admitir. La nieve había purificado algunos de sus pecados, ahuyentado muchos de sus fantasmas y expiado muchas de sus culpas. Había dado todo lo que se esperaba de él y mucho más que él no habría esperado dar jamás.
La nieve volvía a caer en aquella tierra. Había pasado el tiempo de bonanza como un rayo. Se le había hecho ridículamente corto, como si el sol huyera de aquel gélido rincón del mundo, dándole toda la hegemonía a la tempestad y la nieve. Al principio había agradecido que fuera así. Le daba la oportunidad de tener compañía, una compañía agradable, que le cuidaba y le refería cosas del exterior. Ahora, el frío que parecía no entrar nunca en las yurtas glaciales estaba incidiendo con insistencia en sus cicatrices, que unieron a sus lamentos una insistente queja por las bajas temperaturas.
Se había enterado de que los demás yskim habían vuelto a sus tierras. Familias enteras habían quedado destrozadas, diezmadas por la guerra en la que se habían embarcado. Ahora, los supervivientes deseaban volver con esposas, hijos, madres y consolar a los que habían quedado despojados de tan valiosos tesoros por la locura de un hombre, de un único hombre con un único ojo. Cuando les pidieron que se llevaran el cadáver, ninguno de los guerreros que regresaba al hogar quiso portarlo, ni siquiera en andas.
- Que se lo queden los buitres y los lobos – comentaron al marchar. – No merece una sepultura digna de un hombre.
Dejándolo atrás, recogieron a los heridos y los muertos que pudieron llevar con ellos. Aquellos hombres, que nunca quisieron dejar sus familias atrás tenían aún un largo trecho que recorrer y el premio al final del recorrido era el más grande que podrían esperar. La ilusión llenaba aquella marcha hacia un destino que fue una vez el origen, cerrando el círculo de aquellos guerreros.
¿Cerraría él también su círculo?
A él no le quedaba familia que fuera la promesa de una vida renovada. Quizá quedara un trozo de tierra al que llamar hogar allá lejos, en el sur. Quizá hubiera alguien que le perdonara sus culpas, como él mismo había hecho, hasta cierto punto. Ya no se consideraba responsable de la muerte de ninguno de sus seres queridos. Pero ninguno de ellos volvería ya a Bort. Todos estaban más allá de su alcance, por el momento. Quizá habría sido mejor que las heridas de la pierna hubieran quedado sin restañar y la infección se lo hubiera llevado allí donde los suyos le esperaban. Eso es lo que habría deseado. Pero aquella bendita tundra le había atado a la vida de nuevo, amarrándole a algunos seres que le habían ofrecido una vida que él había llegado a añorar, una vida que sólo había conocido por los demás, pero no por experiencia propia. Lo más parecido a una familia que nunca había tenido era Dada. Y aún así, no era tal. Aeena y Yurizh encarnaban ahora para él algo mucho más parecido a lo que deseaba.
La gente se le cruzaba y le saludaba efusivamente. Muchos le consideraban un verdadero héroe. Era su salvador, alguien que había conseguido atajar una amenaza real. Los había salvado de la muerte y la condenación. Ahora le tenían por poco menos que un rey.
Pero a Khram no le gustaba aquello. Él había hecho lo que le dictaba su corazón. No estaba en su ánimo ser líder de ningún clan ni rey de ningún pueblo. Su corazón, que había sido criado en la sangre y el clan que era el pueblo de Bort, era el que había marcado el camino a seguir. Era mucho más profundo que todos los saludos y reverencias que le hacían los yskim, todas las voces que le felicitaban y que jaleaban efusivamente su lucha, las que narraban la historia de aquellas batallas. Exageraban deliberadamente, haciendo que las acciones que Khram había llevado a cabo fuesen mucho más colosales de lo que en realidad habían sido. El bárbaro no creía que él solo hubiera tumbado a más de mil hombres, ni que hubiera matado dos monstruos de metal, ni que hubiera sido capaz de unir a todos los hombres y mujeres de las Tierras Blancas en una única nación.
Sólo había derrotado a un hombre.
Eso que él había reducido a una única muerte, los yskim, que habían asistido asombrados al espectáculo que había ofrecido, sabían que no era lo único que había hecho. Haberle visto cabalgar sobre Ragnar, investido con aquellas placas de hueso, había sido algo digno de ver. Impresionante era lo mínimo que podía haberse dicho de aquella fantástica visión. Y los yskim, que habían perdido su propia tradición, que no contaban las cosas de padres a hijos, que habían olvidado su historia, comenzaron a contar verdaderas leyendas acerca de un hombre que, llegado desde un paraíso en el que brilla el sol, había puesto en fuga a un ejército inmenso con la única ayuda de una bestia cuyas patas eran capaces de romper el granito y un animalejo que se movía a la velocidad del rayo, obedeciendo a las mudas órdenes de su dueño. Muchos incluso comenzaron a decir que Kora era el alma del sureño, materializada en aquel pequeño animalillo, voraz, ágil y feroz como sólo los yazteeh podían llegar a ser. Y es que, había irrumpido en la tundra matando a uno de estos seres y había bebido su sangre, adquiriendo su fortaleza y su espíritu, transformándola a una forma pura y fácil de manejar.
Aeena había reído abiertamente al oír aquella comparación. Es cierto que Kora tenía cierta semejanza con aquellos temibles seres cuando se alzaba sobre los cuartos traseros. Pero no alcanzaba más allá de una posición, un ademán amenazante. El animalito había provocado las risas de la yskim con sus chillidos y sus movimientos. Pero no podía dejar de ver en ella al rayo en el que se había convertido durante la batalla de la Llanura del Hielo Rojo.
Ese era el nombre que los yskim habían decidido darle a aquel páramo nevado y estéril. La sangre de tantos había caído sobre el hielo, dándole un tinte bermellón que parecía no diluirse por mucho que las nieves intentaran borrar el paso de los guerreros y el daño que la locura de uno había causado a muchos. Aquella herida tardaría aún muchísimo tiempo en cerrarse y no le bastarían unas cuantas vendas y los cuidados atentos de Yurizh para sanar con rapidez. Aquella era la brecha que se había abierto entre los yskim y quedaba allí, mudo testimonio de lo que pudieron convertirse.
El frío arreciaba y la herida protestó de nuevo. Volvió a entrar.
Ragnar y Kora estaban a gusto. El noble bruto hasta había engordado, mimado hasta la saciedad por su ocioso dueño, un generoso ykeem que quería saberlo todo sobre los caballos y un puñado de niños que parecían maravillados con el animal. La mangosta ahora reposaba tranquila escondida entre los hatos de Khram. Los mismos niños que venían para admirar a Ragnar, acudían para molestarla a ella. El caballo, con su imponente alzada, podía permitirse el lujo de ignorar a aquellos renacuajos. Pero Kora, que apenas levantaba dos palmos del suelo, podía ser objetivo de las salvajes caricias de los mocosos yskim. Cada vez que los olía acercarse, se escondía entre las pieles del equipaje del bárbaro, que descansaban merecidamente en un rincón, enrolladas y dispuestas para salir de nuevo de viaje. Nodym estaba cruzada sobre ellas y esta era la señal para los chiquillos de que no debían tocar el fardo. Khram les había dicho, después de un desafortunado episodio, que la hoja la habitaba un diablillo y, que si se sentía irritado, lo cual ocurría con frecuencia, podía golpear en la cabeza a quien lo molestara. En realidad, el niño que había sido golpeado por la guarda en forma de cuervo había empujado sin querer la hoja, haciéndola perder el equilibrio, con tan mala pata que calló sobre él. El chichón le duró cuatro días. El primero estaba desconsolado por el dolor, pero al convertirse en el héroe que había tocado la espada demoníaca, empezó a exhibirlo con orgullo por todo el poblado, ante la hilaridad de ancianos y guerreros.
Al mirar el atado de paquetes, Khram se estremeció. Llegaba la hora que se había propuesto y sin embargo, aunque deseaba que llegara, cada vez la retrasaba más. Aún quedaba mucho por hacer y no podía dejar solos a aquellos hombres y mujeres que acababan de recuperarse a sí mismos.
- Hombre sur cavila mucho – la voz de Yurizh le sobresaltó. – ¿Buenos pensamientos o malos?
- No sabría decirte, amiguito – contestó con una sonrisa.
- Yurizh viene pide consejo a hombre sur. ¿Cuál nombre para clan yskim?
- ¿Qué nombre? – el bortai se sorprendió por lo directo de la pregunta. – No lo sé, Yurizh.
- Tú dice que allá en tierras sur clanes todos nombre animales. Animales representa clanes. ¿Qué animal escoge clan yskim ahora libre?
- No puedo ser yo quien lo elija, Yurizh – repuso serenamente. – No es así como se escoge un tótem. Es más bien el tótem el que te escoge, amiguito. No puedes obligar a otro ser a dirigir tus destinos y a protegerte sin estar seguro de que dicho ser quiere hacerlo.
- Entonces, ¿cómo elige nombre clanes? Si tótem elige, debe elegir tótems varios para uno escoja clan...
- Verás, Yurizh, en el sur no se hizo así. Nuestra tradición dice que fueron los ancestros los que escucharon las voces de los animales en momentos de necesidad. Los shamanes Serpiente, guardianes de toda la tradición bortai, cuentan que, cuando los primeros de entre nosotros llegaron a este mundo, los cuatro primeros tótems, la cabra, la serpiente, el tigre y la salamandra se acercaron a cuatro hermanos que pidieron ayuda para resolver graves problemas y les aconsejaron y guiaron. Esos fueron los cuatro primeros clanes. Y después, se dividieron hasta dar los trece clanes que hoy tenemos. El único que se conserva es el clan Serpiente. Precisamente por ser un clan tan antiguo, guarda conocimientos que para los demás se han perdido. Son los únicos capaces de hablar con los ancestros.
"Pero aquí, nuestros shamanes no os servirían. Aunque la raíz de nuestros dos pueblos sea común y por nuestras venas corra aún la sangre de nuestros primeros padres y madres, Bort no es el pueblo que fue un día. Nuestros ancestros ya no son los vuestros. Y por mucho que los Serpiente se empeñaran en hablar con ellos, ninguno podría ayudaros. Ellos vigilan nuestra tradición y costumbres. Por desgracia, vosotros no tenéis shamanes."
- Entonces, si tradición pierde, ¿no pueblo y no clanes?
- Más o menos, Yurizh. El pueblo que ha perdido sus raíces se ha perdido a sí mismo.
- Yskim perdidos entonces. No más pueblo. Ahora sucumbir.
- No necesariamente – Khram se acercó a su pequeño amigo. – Vosotros no tenéis nadie que haya guardado vuestra tradición, no tenéis shamanes y, desde hace generaciones, habéis perdido todo lo que sois. Pero aún os tenéis a vosotros mismos, os habéis ganado en justa recompensa por una guerra que ninguno quisisteis, pero afrontasteis como verdaderos hombres y mujeres. ¿Qué os impide, pues, ofreceros nuevamente al mundo? ¡Cread una nueva tradición! Sed de nuevo un pueblo, fundaos de nuevo y renovaos. Del mismo modo que la primavera renueva la savia que alimenta a las plantas, dándoles vigor y la sangre nueva de nuestros hijos e hijas reaviva nuestro pueblo dándole continuidad mediante su supervivencia, del mismo modo que vosotros habéis conseguido revivir desde el lodo y el hielo, haced que revivan vuestras tradiciones. Intentad recordar lo que os contaban vuestros ancianos. Y si no lo recordáis, haceos vosotros ancianos de vuestro pueblo y ofrecedle unas raíces fuertes sobre las que crecer y medrar, dadle un corazón robusto que sea capaz de alimentar una generación tras otra.
- Yurizh creo entiende lo que Khram dice. Y quizá saber escoger tótem a partir de esto. Deber escoger animal que completar ciclo, del mismo modo que yskim completar propio ciclo. Ser apropiado.
- No sé cómo lo consigues, Yurizh – comentó el bortai – pero siempre me sorprendes.
El hombre se incorporó, mirando desde las alturas al peludo ser a los pequeños ojos que asomaban entre las largas hebras de grueso cabello. Aquellos pequeños puntos que asomaban entre aquellas cerdas mostraban una sagacidad que él nunca llegaría a comprender. Quizá aquellos dos ojos comprendían toda la sabiduría que Yurizh quería llegar a alcanzar, pero que necesitaba que alguien le recordara para comenzar a extraerla poco a poco. Parecía que el ykeem hubiera visto mucho más del mundo que él, a pesar de que, desde que naciera, él hubiera recorrido muchísimas más leguas que el enano. Profundos como el océano, a Khram no le incomodaba mirarse en aquellas simas y encontrar lo que andaba buscando. Lo que temía realmente no era encontrarlo. Sino ver que estaba allí esperando que lo encontrara.
- Esta noche habrá ceremonia grande. Celebra triunfo y unidad yskim con ykeem. ¿Tú viene?
- No lo sé – el sureño eludió dar una respuesta al enano. – Khram no ykeem, no yskim – remedó.
Saliendo de nuevo afuera, contempló cómo el frío era incapaz de detener el entusiasmo y la felicidad de aquel pueblo. Diríase que hubieran encontrado el mayor tesoro que podía hallarse sobre la tierra. Y es posible que así fuera. Sonrió al recordarse, tiempo atrás, como uno más de su pueblo, orgulloso de sus raíces, ufano por pertenecer al pueblo más glorioso, el último pueblo libre sobre la faz de la tierra. ¿Habrían sido diferentes las cosas de vivir su madre? Aunque se lo preguntara mil veces no habría forma de saberlo nunca. Quizá si le hubiera quedado alguien a su lado, su vida habría transcurrido de otra forma y ahora no estaría allí, vitoreado, alabado y querido. Añoraba sentirse querido de aquella manera. Añoraba sentirse muchos.
Siguió caminando, ayudando a quienes se lo pedían a preparar cosas. Curiosamente, las celebraciones yskim no distaban mucho de las bortai. Aunque el fuego no existía, y la carne debía asarse con aquellos extraños peñascos que los ykeem sacaban de algún sitio que sólo ellos conocían, la disposición era muy similar. Los puestos de honor se reservaban a los que se habían hecho dignos acreedores de sentarse en ellos y desde el más grande hasta el más pequeño estaba colocado donde debía estarlo. Él tenía un puesto de honor, justo al lado de Aeena y de Yurizh, cerca del hornillo principal, donde se cocían los mejores platos.
El poblado hervía de actividad. Habían llamado mandar delegaciones de otros clanes y estaban llegando poco a poco. Muchos habían elegido ya sus nombres. Khram temía que más de la mitad los había elegido al azar, por el primer animal que habían visto. O simplemente porque les había gustado su librea cuando la admiraron por primera vez. Estaban copiando un modelo que él les había relatado, pero les había dejado bien claro que ese no tenía por qué ser su modelo. En Bort podía funcionar, pero dudaba que en aquellas tierras duras e inhóspitas algún animal pudiera servir de tótem a algún clan.
Muchos le habían confesado que hacían aquello por agradecimiento. Cuando se lo decían, el bortai daba media vuelta y los dejaba con la palabra en la boca. ¡Agradecimiento! No habían entendido nada de nada. Los ancestros no se manifestaban ante cualquiera, estaba claro. Y mucho menos a la gente que pretendía sacarles sus consejos a la fuerza, sin su consentimiento. ¡Los ancestros debían ser respetados y loados! Y entonces, si lo consideran oportuno, se comunicarán con la persona que ellos elijan y en sus labios pondrán las palabras que necesiten decir. ¡Los ancestros eran sagrados!
Se había obrado un cambio en su interior. Su corazón, apaciguado por la calidez del afecto que los yskim habían derramado sobre él, había abandonado una gran parte del resentimiento que había acumulado durante su vida anterior. Bort ya no era para él una condena, una prisión en la que le habían torturado y, cuando habían conseguido reducir su alma a la nada, lo habían expulsado. Ahora Bort se había enquistado en su ser, y su espíritu se rebelaba cada vez que alguien remedaba sus costumbres, sus usos... Bort estaba muy dentro de él, formaba parte de él mismo, por mucho que había querido desterrarlo del mismo modo que se había desterrado por voluntad propia. Aquello, igual que el instinto guerrero que se había despertado durante la batalla, lo llevaba en la sangre. Sangre y clan. Bort. Él era Bort, la sangre, el clan. Era todo lo que otros habían hecho de él, lo que habían querido que fuera y no lo que había querido ser él. Quería olvidarse de todo aquello y resultó que en lugar de olvidarlo, aquello había arraigado con más fuerza aún. Se sentía ultrajado por aquella intromisión de sus peores recuerdos en su alma y a la vez, se sentía agradecido por tener aquellas tradiciones enterradas en lo más hondo de su carne. Y, aunque no sería capaz de reconocerlo nunca, era aquello lo que lo atormentaba. La incapacidad para separar entre el odio a las personas que integraban la parte más oscura de su vida del fundamento de su propia existencia y su propio ser era lo que había hecho que el bortai abandonara su patria, dejando atrás decepciones, asesinatos, muertos y una herencia de pena, dolor y desolación, llevándose consigo una identidad racial, un hondo sentimiento tribal que le llevaba hacia la melancolía cuando estaba sólo y a buscar compañía que rechazaba inmediatamente que el cariño estaba haciendo mella en él.
Era una de esas ocasiones.
Ya había enrollado las pieles amorosamente alrededor de la hoja de su bastarda. Pero Nodym seguía en pie, testigo enhiesto de lo que había ocurrido, espectador paciente, esperando a que alguien la tomara entre sus manos para volver a la batalla. Había almohazado a Ragnar varias veces, quitándole los jaeces inmediatamente, arrepentido de marcharse sin más. Pero dejaba que Kora se solazara junto a las piedras que caldeaban el aire. No podía decidirse sobre qué hacer.
Echaba de menos cabalgar sin rumbo, con el viento enmarañándole el cabello, sacudiendo las crines de Ragnar y limpiándole el rostro con su soplo límpido. Quería sentir las corrientes de agua en su piel, las briznas de hierba acariciándole las piernas y los robustos troncos de los robles en las manos. Quería oír las historias de los ancianos y los shamanes alrededor de las rugientes hogueras, mirar a la noche estrellada y distinguir las constelaciones en el cielo, las constelaciones familiares y conocidas de la estepa y no aquellas tan frías y ajenas de la tundra nevada. Añoraba el furioso trapaleo de los garañones, el sonido de las rudimentarias fraguas y el golpeteo de los herreros al enderezar y afilar las hojas más melladas. Se echaba de menos a sí mismo.
No era imposible volver. Ala Negra no diría nada de su salida al exilio. Pero ninguno le habría perdonado aún el asesinato que había cometido cuando niño, la rebeldía que había mostrado, haciéndose discípulo de un hechicero... Había aún mucha gente en su clan que podía rechazarlo, oponerse a su vuelta... y matarlo. Podía volver a otro clan pero, ¿querrían acoger a un exiliado de otro clan, que debía lealtad a otro líder por mucho que jurara lealtad al líder del clan que lo adoptara? Además, en cuanto supieran de sus crímenes, lo echarían de nuevo.
No, Bort no era una opción. Quizá Shyrm. Quería ir a aprender la más alta magia en sus Altas Torres. Pero sabía que la raza de magos que las habitaba era una raza orgullosa y que no desvelaba sus secretos así como así. Estaba seguro de que él sería el primer bortai que intentara aprender algo de magia. Ninguno de los bárbaros soportaba aquellas artes y creía que era deshonroso atacar o defenderse de aquella manera. Si quería estudiar hechicería tendría que ser en otro sitio. Y aquellos páramos blanquecinos no eran el sitio más adecuado para hacerlo. ¿Y la Torre Roja de Uthgard, en Entrovia? Demasiado lejos.
Una vez más, se encontró con que los aparejos del caballo estaban en su mano, a punto de caer en el suelo, como tantas veces, anuladas todas las opciones. Quedarse en las Tierras de Hielo era la única opción capaz de convencerle. Aeena, Yurizh y tantos otros serían su clan, aunque no su sangre. Aunque, de todos modos, ¿cómo era aquello que solía decir Dada? "Sangre puedes encontrarla allí donde vayas, jovencito, pero el clan sólo lo encontrarás donde tu corazón se encuentre a gusto". Él había encontrado el clan con tanta gente que ya había olvidado lo que era eso. Y la sangre al fin y al cabo la había perdido hacía ya tanto tiempo...
- ¡Khram!
La voz de mujer le había sobresaltado. Con un instinto felino, rodó sobre su espalda y agarró el fardo en el que se encontraba la espada de palmo y medio, buscando la empuñadura frenéticamente. Al buscar la procedencia de la voz, el aprendiz de mago encontró el familiar rostro de Aeena, a la que había convertido en su amante.
- Lo siento, mujer – se disculpó mientras volvía a envainar, un poco molesto por la interrupción del hilo de sus pensamientos. – Me has asustado.
- Ya no deberías estar así de tenso. La guerra ha terminado.
- No, no te equivoques – la corrigió el bortai, sonriéndole con ternura. – La guerra no acabará nunca. Quizá ahora, estos a los que hemos vencido, no vuelvan a molestarse en conquistar vuestras tierras. Pero vendrán otros.
- Los yskim hemos decidido no volver a batallar sangre contra sangre. Como tú mismo dijiste, es una pérdida de tiempo y hombres y mujeres que podrían ayudar a salir adelante.
- Aeena, ¿cómo vencerás a las ventiscas? ¿Cómo subyugarás a la nieve? El frío, las inclemencias del tiempo, el hambre... todos son enemigos, Aeena. El dolor, la pena, la muerte. Son parte de la vida, mujer norteña – la yskim se sonrojó al escuchar aquel apelativo que sólo utilizaban en sus intercambios. – La vida es guerra. Apréndetelo pronto.
Una áspera mano acarició el rostro de la mujer y a su mente acudieron todos los momentos compartidos bajo las pieles, la suavidad de su vientre, las curvas de su cuerpo, vívidas imágenes desnudas de aquella belleza salvaje, indómita, que sólo podía encontrarse en las mujeres bortai. Ella la tomó con su mano y pudo sentir la ternura que emanaba de aquella amazona, fuerte y recia. Rememoró la calidez que le transmitía su piel, blanca y tersa y la dulzura de su intimidad. Un deseo reprimido, un anhelo que empujaba a su corazón a galopar como un caballo desbocado, nació en ambos. Habría tiempo para dar rienda suelta a aquella pasión refrenada. Ahora tenían que salir. El homenaje se ofrecía aquella noche en su honor y no podían faltar.
Fuera, ya lucían las nocturnas luminarias que daban claridad a la vida nocturna de aquel pueblo de hielo, esculpido en el frío. Había jolgorio y gritos. Los niños correteaban por todas partes, llenando el aire nocturno de sus vocecillas risueñas y sus carcajadas chillonas. Las mujeres se gritaban unas a otras las últimas instrucciones y los hombres se palmeaban las espaldas sonoramente a modo de saludo. Los ykeem chapurreaban el común con los yskim o chasqueaban con aquel duro lenguaje suyo entre sí. Los sonidos nocturnos llenaban la aldea. No habría animal que osara acercarse aquella noche a las yurtas congeladas, por poderoso y voraz que fuera. Cientos de hombres y mujeres festejaban aquella noche que estaban vivos, que eran libres y que seguían medrando en aquella estepa gélida. Nada ni nadie podría suspender aquella fiesta.
Se fueron acomodando en sus puestos. Aeena, Khram y Yurizh se sentaron juntos. A Yurizh se le notaba incómodo. Estaba rodeado por dos hombretones. A un lado tenía la hercúlea figura del bortai y al otro tenía a un colosal yskim que comía tres veces lo que él conseguía engullir duramente. Estaba sentado entre gente grande y su pequeño tamaño le hacía sentir ridículo. Aeena estaba orgullosa. Todo el mundo quería hablar con ella, la felicitaba, la jaleaba. Y si eso fuera poco, tenía a su lado al único hombre que había amado en toda su existencia. Estaba radiante. Sus mejillas se arrebolaban con cada palabra que decía, que oía. Y con los fuertes licores que servían los yskim con las comidas. No podía decirse que Khram despreciara aquellos brebajes, pero no probó una sola gota. Aquello no era la excelente cerveza negra que elaboraban los bortai ni uno de los refinados vinos requisados a los mydonitas, pero se podía tragar y se hacía agradable al paladar y la garganta cuando se ingería. Y tenía muchas cosas en común con sus bebidas favoritas. Cuanto más corría aquel cordial, más se elevaban las voces y más algarabía podía escucharse. Los vapores de aquel licor tardaban bastante menos en hacer su efecto y muchos eran los que acababan en su poder en un corto espacio de tiempo. Aeena también bebía con profusión, animada seguramente por la gente que tenía alrededor y por el ardor de la noche. La conversación le llevaba una y otra vez la mano al recipiente de licor y no tardó en vaciarla una decena de veces. Yurizh también lo hacía, pero por razones distintas. Lo que llevaba a Yurizh a beber tanto era la ausencia de alguien que hablara con él como hacía con Aeena. La sensación de estar fuera de lugar había podido con él. Y no había terminado de vaciar el contenido de su pichel cuando sucumbió a aquel néctar y cayó sobre la nieve, dormido. Los hombres y mujeres alzaban una y otra vez las copas, hacían brindis, jaleaban a los compañeros y comían toda la carne que pasaba por delante de sus bocas. Khram apenas le había dado unos cuantos bocados al primer pedazo de ciervo que le habían colocado delante. Quiso levantarse, pero la cortesía se lo impedía. Debía esperar al menos a que los que tenía alrededor hubieran manifestado evidentes signos de ebriedad. Y hasta ahora, sólo Yurizh parecía haber doblegado su voluntad a aquel aguardiente.
Aunque el complicado protocolo recogía que él debía ser el primero en levantarse y abandonar la reunión, la cantidad de licor que se había bebido aquella noche y la resistencia de la gente acabaron su particular batalla dando por vencedor al cordial. Varios hombres y mujeres abandonaron la fiesta, intentando no ser vistos, arrastrándose entre el hielo. Unos para abandonarse por fin al descanso etílico de los borrachos. Otros para abandonarse en los brazos de su acompañante, llenando el ambiento con sonoros susurros jadeantes. Era la señal que esperaba el bárbaro.
Silenciosamente, apartándose de Aeena y Yurizh, cuando ningún ojo estaba puesto en él, se incorporó y, meciéndose de derecha a izquierda, para que nadie se fijara en él, volvió a la yurta de hielo. Había tomado su decisión y, si se paraba a considerarla, no la llevaría nunca a cabo.
Entró en la cabaña y despertó a Kora. El animalillo gimió molesto, pero enseguida se retrepó a la crin de Ragnar, donde volvió a acostarse. El caballo, que ya se había acostumbrado a los continuos cambios de opinión de su jinete, se resignó y dejó hacer a Khram, que colocaba una albarda sobre su lomo antes de ajustar la silla. Las cinchas de cuero se ajustaron alrededor de su cuerpo, dejándola firmemente asegurada. Las alforjas llenas obsequios, pequeños objetos como puñales, vainas para los mismos, amuletos de hueso, colgaron a cada flanco del animal, crotorando como cigüeñas. Las pieles de Dada, aquellas que envolvían el acero de su madre, se acomodaron sobre las ancas, en la parte trasera de la silla, atadas a las cinchas de esta con fuertes cordeles de tendones secos. Sobre ella colocó un paquete bien prieto. En su interior se encontraba la coraza ósea que Ragnar llevara a la batalla. Por último, enganchó el bocado y pasó la rienda por encima de la cabeza del animal.
- Esta vez te va a tocar pasar frío, amigo mío. Ya no hay vuelta atrás – y más que una disculpa, aquello sonó como una despedida.
Los cascos de Ragnar resonaron al principio, cuando el hielo recibía el impacto de las herraduras. Después, cuando el caballo quedó expuesto a la noche norteña, la nieve, aguerrida enemiga otrora, se convirtió en una bendita aliada, cómplice de su huida. Se detuvo antes de terminar de salir y echó una ojeada a la gélida tienda de hielo. Su convalecencia primera y la primera vez que vio a Yurizh quedaban ya muy lejos de aquel instante, pero casi como si hubiera sido la primera vez, podía ver la velada sombra del ykeem rodear el borde de la extraña yurta. Su característico anadeo parecía acercarle a un jovencito que estaba postrado en una camilla de la que no podía moverse, sujeto por gruesas tiras de cuero. Recordó que la primera vez que vio a Aeena creyó que era un ángel.
Era la única a la que iba a echar de menos, la única a la que le dolía abandonar. Ella lo había sido todo para él. Era la que había recogido sus despojos de entre el hielo y el calcañar del yazteeh que había matado y le había salvado la vida. Era la que le había acogido en primer lugar entre los yskim. Sabía que ella le echaría de menos, le dolería que se fuera así. Podía esperarla y llevarla consigo. Podrían viajar así y permanecer juntos.
Pero enseguida desechó aquella idea. Le atraía tenerla junto a él todos los días, cabalgando de camino a ninguna parte, caminando sin rumbo. Se imaginaba abrazándola día tras día, atrayendo hacia sí ese cuerpo de diosa, su embriagador aroma, sintiendo contra su piel la suavidad y tersura de la tez femenina, atesorando su tibieza, señal de la pasión que se tenían mutuamente. Soñó con su larga melena acariciándole el rostro con su suave vaivén y aquellos dos ojos verdes absorbiéndole, ahogando su voluntad, sometiéndole al deseo. Y fue precisamente eso lo que le hizo renunciar a ella.
No podía permitir que ella pasara por lo mismo que los bortai le habían hecho pasar a él. Sabía que la mujer podía aguantar el frío y la cellisca, el camino y el cansancio. Pero ella era importante entre su gente. Tenía el cariño y el afecto de su pueblo, algo con lo que él no había contado nunca y que no estaba dispuesto a robarle. Además, ella sería mucho más importante ahora. Había un clan que necesitaría sus designios y su dirección. Su gente necesitaba ahora su guía y sus consejos para no volver a sucumbir al abandono y la desidia. Ella sería una buena líder. Tenía el carácter necesario para gobernarlos con mano de hierro, para obligarlos a responder cuando hiciera falta y al mismo tiempo, mantener la lealtad y la dignidad de todos y cada uno de los componentes de la tribu, unidos junto a ella para hacer frente a cualquier enemigo o dificultad que pudiera presentarse. Sólo esperaba que aquella virago que podía llegar a ser Aeena no se alzara como una mujer se había alzado una vez y llegara a fundar un clan exclusivo de mujeres. El matriarcado de las Mangosta podía llegar a ser demasiado agresivo y, aunque mantendría a las guerreras hermanadas, los hombres podrían rebelarse. Sobre todo si cundía el ejemplo de castrar a todos los varones que desearan quedarse en el clan.
Sonrió agachando la cabeza, como si hubiera alguien que pudiera haberle visto, mitad avergonzado, mitad divertido. Tironeó del ronzal de Ragnar, haciéndole bajar la orgullosa testa. Los oscuros ojillos, ocultos entre la brillante negrura de su suave pelaje le miraron suplicantes. "Cabalga o déjame entrar", parecían pedirle insistentemente. El bárbaro acarició la estrella de la frente del noble animal, rascándola. Sonrió.
- Ya vamos, amigo. A encontrar nuestro destino.
Agarrando la alta perilla de la silla de montar se encaramó al lomo de Ragnar, que piafó complacido. Relinchó y se encabritó. Poco después, apenas quedaron las huellas del furioso trote con el que rompió la quietud de la bella noche.
Y en la tundra quedaron suspendidos las emociones, la pasión y el amor.
Dos figuras se recortaban frente al alba. La primera, la más pequeña, intentaba escudriñar el gesto y la actitud de la segunda. La figura más alta estaba oteando el horizonte, con expresión serena y tranquila. El suave viento matutino le mesaba el hermoso cabello largo. Los ojos eran lo único que demostraba que su actitud no era tan sosegada como quería dar a entender. Había cierta tristeza en ellos. El suave mar verdoso de sus iris estaba agitado por la congoja y por un rastro de dureza que no se atrevería a confesar jamás mientras viviera. No quería sentir rencor, no quería tener ningún resentimiento hacia la persona que se había marchado. Les había dado mucho. No. Les había dado todo. Les había dejado un legado que debían construir ellos mismos. Pero también les había abandonado y negado la guía que necesitaban para conseguirlo. Toda su vida viviría con aquella aversión enquistada dentro de su alma, en lo más profundo de su corazón. Aunque sólo la figura más pequeña de las que estaban en el cerro llegaría a comprenderlo, pues la mujer no lo confesaría jamás.
- ¿Tú cree él bien? – el inconsistente chapurreo de Yurizh llenó los silencios de aquel frío amanecer.
- Sí. Está bien – y no fue un deseo, sino una afirmación con toda la seguridad del que conoce lo que habla.
- ¿Tú cree él lejos?
- No me importa, Yurizh. Lo digo sinceramente. No me importa lo lejos que esté. Me importa que se hubiera quedado conmigo.
Un largo silencio siguió a aquella corta conversación. Ambos miraron más allá de lo que su vista podía alcanzar, intentando ver la sombra que ambos hubieran deseado que se hallara junto a ellos. Su trinidad se había roto. No sabían si sería un buen augurio o no, pero en ambos había quedado un vacío tan grande como él, un agujero tan inconmensurable como el corazón que se había llevado consigo. Los dos se quedaron con un hueco en sus almas, un hueco que sólo una persona había conseguido llenar. Y los dos intentaban buscarlo en un horizonte que cada vez quedaba más iluminado y escondido por los propios rayos del sol. Su insistencia estaba en buscar algún resquicio de sombra, alguna silueta recortada contra el alba que les indicara que aquel a quien aún esperaban ver.
- He encontrado un nombre – la voz de la mujer acabó por romper aquel silencio.
- Él dice ancestros habla por boca de futuro tótem. ¿Habla futuro tótem contigo?
- No. No lo ha hecho directamente. Pero creo que he escogido bien.
La mujer dejó de hablar, atragantado algún sentimiento en la garganta. Las palabras se atropellaron contra sus labios, que habían quedado cerrados en una línea inexpresiva, apretada. Una sombra cubrió sus bellas facciones, dándole un oscuro sentido a aquella mueca. Y, aunque quiso ahuyentarla, la sombra corrió a esconderse en su interior, enconándose en su corazón.
- ¿Cuál nombre? – volvió el ykeem a sacar las palabras de la mujer.
- Yazteeh. Es un animal poderoso, un ser que protegerá a nuestra tribu, sin duda alguna. No, Yurizh – cortó Aeena, pues veía que el ykeem iba a replicar, – no es un animal que cubra un ciclo, al menos que sepamos. Pero es el animal que nos ha traído la libertad.
- Yurizh piensa Khram trae libertad.
- No – y su gesto volvió a tensarse. – A él nos lo trajo un yazteeh, uno que casi lo mata. Ese gesto fue lo que nos trajo al sureño aquí. Y debemos dar gracias a los dioses por ello.
- Él dice dioses no existen. Él dice que dioses son sólo lo mejor y peor que hombres pueden concebir y que hombres echan fuera de sí, para poder culpar de propios errores.
- También dijo que debíamos comenzar nuestra propia tradición. ¿Por qué debemos dejar de creer en los dioses?
Bajaron la colina lentamente, intentando no resbalar. El hielo se había apelmazado durante el frío nocturno y el sol, que ya empezaba a despuntar, lo estaba dejando demasiado resbaladizo. Con pasos inseguros, iban dejando la cresta de la colina atrás, entre risco y risco, procurando poner los pies en los posibles escalones que la naturaleza les ofrecía. Caminar por allí, sin embargo, era peligroso y Aeena lo comprobó. Trastabilló al dar un paso y a punto estuvo de caer al suelo con todo su peso. Yurizh estuvo ágil. Rápidamente agarró uno de sus brazos y la mantuvo en pie, evitándole el daño.
- Tú debe tiene más cuidado. No tú sola ahora.
- Lo sé, Yurizh. Ha sido un descuido.
- ¿Tú piensa un nombre?
- Creo que tengo el nombre perfecto para ella, amigo mío – y las mejillas se le arrebolaron al pensarlo.
- ¿Ragnara, quizá?
- ¿Cómo lo sabes? – la yskim se sorprendió al oír aquel nombre, que no había dicho a nadie.
- Es nombre padre Khram. Ser mejor nombre para hija Khram. ¿Aeena lo dirá a él algún día?
La mujer no contestó. Simplemente se dio la vuelta y siguió caminando, de vuelta al poblado.
Una gran nube de hielo y nieve se levantó del suelo, como si hubiera estallado. La gran mole se sacudió los restos de cellisca de entre los larguísimos pelos. Si se secaban allí podían llegar a molestar más de lo que molestaban los parásitos que se morían con aquel tratamiento de frío intenso. Dio un par de pasos vacilantes y después, con paso más firme, experto avanzó rápidamente hasta situarse detrás de Aeena y Yurizh.
El yazteeh no dejaría que nada ni nadie los dañara. Y sus garras estaban de acuerdo con él.