Sí, al fin. :gñe: Pero este tipo de retrasos es normal con estas fechas.
En esta edición van a participar un total de 17 relatos. Contra todo pronóstico (mío), se ha igualado la participación de la anterior edición.
Se recuerda que se deben votar todos los relatos (incluido el propio, si se ha participado).
Gracias a todos por participar.
PD: Si algún autor detecta algún error de forma o algo, mp.
EDIT: Se retiran dos relatos a petición de los autores, quedando 15 relatos en competición.
Relato nº1
La Hermandad de la Runa Llena
Se habían reunido en mitad del bosque. Uno a uno los miembros de la Hermandad de la Runa Llena fueron llegando al idílico, pero siniestro lugar. El agua salía de una pequeña oquedad en la roca, alimentando un lago del que luego fluía un pequeño riachuelo. La luna daba al lugar una extraña textura mientras que los árboles, que mecidos por el viento parecían estar vivos, proyectaban extrañas sombras sobre el entorno. Este era el lugar de reunión de la Hermandad de la Runa Llena. La Hermandad llevaba siglos reuniéndose durante la luna llena en el mismo sitio, lejos de miradas indiscretas y donde la mano del hombre no había llegado aun a corromper la hermosura del lugar.
Esta noche era sin embrago diferente del resto. Todos los miembros de la Runa Llena se encontraban allí, desde los más jóvenes aprendices hasta el anciano Acólito Supremo. El Hermano Ashunia, líder supremo de la Hermandad desde hacía más de medio siglo, se dirigió a todos los presentes:
− Queridos hermanos, todos sabéis por qué nos hemos reunido hoy aquí. Hoy es el día. Esta noche por fin el bosque retomará el poder que tenía antes de que nuestros hermanos empezasen a construir las ciudades que dominan ahora medio mundo. Esta noche, hermanos, uniremos nuestras almas para despertar al Espíritu del Bosque y la Madre Tierra retomará el poder perdido a manos del ser humano.
Todos los sectarios alabaron sus palabras. Todos menos uno, Roberto, un joven de unos veinte años que hacía cerca de media década que pertenecía a la Runa Llena. Uno de los acólitos, ayudantes del Acólito Supremo, se dirigió a el en voz baja:
− ¿Qué te ocurre hermano Kimsia? – Dentro de la Hermandad todos tenían nombre diferentes a los de la vida real − ¿No te encuentras bien?
− No hermano. Es que... no se si sería bueno despertar al Espíritu del Bosque.
− ¿Cómo se te ocurre decir eso Roberto? – El acólito estaba tan enfadado que se olvidó de que había usado el nombre real de Roberto – Es poco más que blasfemia, y más estando el Hermano Supremo aquí.
− Verá hermano...− respondió Roberto – el Espíritu del Bosque tiene fama de ser un ente vengativo. ¿Y si no sólo decide destruir las ciudades? ¿Y si decide también volverse contra nosotros?
− No lo hará. – Dijo el acólito con decisión. – Nosotros le vamos a devolver al mundo. Nos colmará de bendiciones. Pero ahora ven hermano, tenemos que iniciar el ritual.
Sin embargo Roberto no quería estar allí cuando el Espíritu regresase. Llevaba desde el siglo XX bajo la opresión del hombre y cinco siglos agonizando son algo que no se olvida. Seguramente el Espíritu del Bosque se vengaría acabando con toda la raza humana, incluyendo a la Hermandad de la Runa Llena y ni siquiera los poderes mágicos de la época de la quema de brujas rescatados por la Hermandad les salvarían.
Durante más de dos horas los hermanos de la Runa Llena estuvieron entonando cantos para devolver al Espíritu del bosque al mundo, era un ritual que sólo funcionaba una vez cada medio milenio, durante la sexta luna llena del año y si algo salía mal tal vez no hubiese otra oportunidad de salvar al planeta de la destrucción causada por el hombre.
Después de correr todo lo rápido que podía, teniendo en cuenta que se en encontraba en pleno bosque, durante aproximadamente media hora Roberto se sentó junto a un pequeño arroyo. Llevaba desde entonces casi dos horas pensando en lo que podría pasar si la Runa Llena conseguía despertar al Espíritu del Bosque. Tenía que buscar una manera de detener a la Hermandad.
− Resistid. – Ordenó el Acólito Supremo al resto de los presentes, − La puerta se está abriendo.
Y era verdad, el gigantesco roble sólo conocido por los miembros de la Hermandad parecía estar cobrando vida. Llevaban desde las doce de la noche cantando, cogidos de las manos alrededor del inmenso árbol. Algunos sectarios ya se habían desmayado por el abuso de la magia, sin embargo la mayoría seguía adelante. Con fervor. Espontáneamente un haz de luz emergió del tronco del roble cegando a los presentes.
Roberto alzó la cabeza acosado por una extraña sospesa. Y vio que el bosque parecía estar más vivo que nunca.
− No puede ser...− balbuceó.
La Hermandad se había salido con la suya. Ya no había nada que hacer.
Cuando los ojos de los miembros de la Hermandad de la Runa Llena se acostumbraron a la intensa luz vieron una figura que parecía salir del grueso tronco del roble. Todos los sectarios se arrodillaron y el hermano Ashunia habló, intentando que su voz pareciese firme a pesar de que estaba temblando... tal vez de puro terror.
− Espíritu, por fin has vuelto. Necesitamos que acabes con todas las ciudades y con los humanos que han destruido tu bosque, para que la Madre Tierra vuelva a dominar el mundo.
El Espíritu del Bosque tomó al Acólito Supremo por los hombros y le obligó, con delicadeza, a levantarse. El líder de la Hermandad de la Runa Llena miró al Espíritu a los ojos y lo que vio en ellos lo dejó paralizado. De repente notó como un ligero cosquilleo por todo el cuerpo, trató de rascarse pero estaba inmovilizado por la mirada del Espíritu del Bosque. Cuando consiguió liberarse de esa hipnótica mirada y dar la vuelta para huir de allí vio que al resto de la Hermandad le estaba ocurriendo cosas parecidas a lo que le pasaba a él. Se miró las manos y lo que vio le hizo gritar de terror: estaban empezando a crecerle hojas. El acólito que había hablado con Roberto vio lo que le pasaba a su líder, pero no podía huir. Sus pies se habían clavado en el suelo en busca de agua. Lo último que hoyó antes de perder la conciencia y convertirse en un joven abeto fue una risa cantarina... como de mujer... ¿O tal vez de hada?
Roberto no se lo pensó dos veces. En cuanto supo que el Espíritu del bosque había sido liberado empezó a correr, sin importarle las ramas que arañaban su rostro ni las raíces que le hacían tropezar. Cuando un raíz más grande que el resto hizo que se callera de bruces se acurrucó entre las ramas de un sauce llorón y se echó a llorar como un niño pequeño. Fue entonces cuando divisó una tenue luz que se acercaba hacia él. Era una mujer de increíble belleza.
Lentamente Roberto se levantó. La mujer se acercó a él y le besó con pasión. Su verde pelo le hacía cosquillas pero nada importaba al antiguo miembro de la Hermandad de la Runa Llena ya sólo le importaban los labios de aquella extraña mujer. De repente Roberto sintió algo en las tripas. Como si tuviese ardor de estómago. No. Era más que eso, era como si algo estuviese creciendo dentro de él. Roberto se separó de la mujer y vio que una sonrisa de triunfo iluminaba su rostro. Lo único que pudo balbucear antes de que una rama saliese por su tripa fue una simple pregunta: "¿Por qué?" Antes de que el sueño le venciera hoyó una risa cantarina... como de mujer... ¿O tal vez de hada?
Relato nº2
Falsa promesa
Salió afuera.
Debería haber estado aterida de frío. Allí, en lo más recóndito de las montañas, lejos de cualquier parte, debería haber sentido cómo se erizaban sus vellos y cómo la piel se le ponía de gallina al instante. Pero no lo hizo. Desnuda como estaba era imposible que no tuviera siquiera un atisbo de la sensación de helor que debería haberla acompañado al salir de la cueva. De hecho, si había estado en esa cueva, sin fuego o cobertura alguna, debería estar muerta. Pensó que tampoco sentía el tacto del granito bajo sus pies. Sus plantas habían sido siempre demasiado sensibles, tanto que no podía caminar descalza sobre la blanda tierra de regadío sin notar como cada grano de arena se hincaba dolorosamente en su carne. Pero ahora no notaba nada al palpar el terroso suelo. Las rocas, afiladas hasta el extremo que podían cortar en dos una hoja mecida por el viento, se alzaban crueles a cientos de metros de altura, dejando tan sólo entrever una alfombra de blancuzcas y fantasmales nubes que cubrían el paisaje que tenían por debajo.
"Es verdad, estoy muerta", pensó. "Y esto es el paraíso". A pesar de lo escarpado de aquellas sierras y lo afilado de sus quebradas, tenía que reconocer que el paisaje era digno de admirar. Era inconcebible toda aquella belleza reunida en un único sitio. Y ella tenía la suerte de admirarla desde allí, como si hubiera tenido que morir para poder contemplar todo aquello. El viento mecía su cabello y por fin volvieron las sensaciones. Sintió el helor de la cumbre mezclado con la tibieza del tímido sol que empezaba a asomar de entre el mar de nubes que cubría el valle. La caricia de la brisa hizo estremecer su cuerpo, haciéndolo vibrar con aquellas ternezas involuntarias. Ignoró el frío y se quedó allí mientras la creación entera la observaba, tomando consciencia de ella como ella la había tomado de la creación. Caminó con pasos cortos y temblorosos, con miedo de resbalarse de aquel monte de cuchillos, afianzando bien los pies antes de moverse. Se acercó al borde de la montaña y miró hacia abajo, observando todo lo que transcurría a sus pies. Nubarrones algodonosos se movían con rapidez bajo el influjo de las corrientes de aire, presurosos por llegar a algún sitio que sólo los dioses debían conocer. Y aparte de eso, nada. Estaba en medio de la nada más absoluta y ella se encontraba más a gusto de lo que se había sentido jamás, olvidada del mundo y por el mundo, recluida allí arriba, lejos de los sinsabores de la vida de la que ya había escapado.
Ahora iba a disfrutar toda la eternidad. ¿Qué se lo impedía? Su alma inmortal gozaría con los placeres terrenos. ¿Por qué no iba a disfrutar si podía sentir una brisa meciéndole el cabello? Tanta penuria y persecución iban por fin a dar por fin su fruto. ¿Venganza? Por qué no. Encarnada en aquel cuerpo sin encarnar, siendo toda esencia, su tortura, toda la tortura que había soportado durante un día y otro y otro y otro sin parar sería devuelta a sus legítimos dueños, aquellos que la habían administrado con mano fácil y despiadada. ¿Por qué habría de sentir vergüenza por aquella crueldad?
No, no la sentía. Igual que había desaparecido la culpa, la tristeza o la soledad. A pesar de haber imaginado cosas horribles, sentido cosas horribles y estar allí como único estandarte de lo que una vez estuvo vivo. ¿Se habría librado de las peores sensaciones conocidas, quedando en su alma tan solo lugar para aquellas que le provocaban algún placer? Si era así, ¿qué? No había decidido ella, sino que habían decidido aquello por ella, como tantas y tantas cosas en su vida. Primero su madre eligió su religión; después, su padre eligió a su marido; y más tarde, su marido eligió cuantos hijos debía tener. Había pasado toda su vida como una esclava. Ahora sería libre.
Libertad. Para ella aquello era muchísimo más que un sueño, su más oculto anhelo. Para ella, la libertad era la vida misma, poder decidir lo que ella quisiera hacer. Y es más: poder para decidir sobre los demás. Sus padres, su marido, su confesor... todos habían tenido poder sobre ella y todos habían ladrado órdenes en contra de sus propios deseos. Pagarían por aquello si es que su muerte no era ya suficiente castigo.
Ella sabía que no.
Había sufrido los peores castigos que podían imaginarse. Se había visto enterrada en vida, muerta mientras deambulaba entre los demás vivos. Caminaba entre los demás como una sombra, sin ser vista o percibida de modo alguno por la gente que la rodeaba. El templo se abarrotaba los días de fiesta y nadie se fijaba en ella. El mercado rebosaba de gente que no la miraba. Su padre siempre la había ninguneado y para su madre sólo existía cuando necesitaba vengarse en ella de las palizas que le propinaba aquél. Su marido había dejado que sus atenciones fluyeran hacia otras mujeres más apetecibles y de gustos más caros. Había sido un cadáver viviente entre todos los suyos, que lejos de despreciarla, apenas parecían apreciarla. La indiferencia y el olvido habían sido compañeros de juegos suyos desde niña, confidentes cuando se convirtió en mujer, cómplices en sus crímenes. Y ahora que estaba realmente muerta, ahora que su alma podía vagar libre por el éter, se volvería a entremezclar entre toda aquella gente que no parecía darse cuenta de que ella también estaba allí. Volvería a acudir al mercado y todas las doncellas se darían cuenta de que ella estaba allí y pondrían sus ojos en ella. Los cuchicheos se llenarían con su nombre, pronunciado con temor y reverencia, precursores del más profundo respeto. Los hombres la desearían y la simple visión de su cuerpo sería la más dulce tentación y la peor de las condenas. Las mujeres la envidiarían, sirviéndola con ello sin saberlo, dando a luz a sus más retorcidos propósitos, como a los hijos que no pudo tener en vida.
Abrió los brazos en cruz exponiendo al mundo su desnudez. Sus pechos turgentes apenas se deformaron con el movimiento, dejando entrever la perfección de su figura. Unas piernas bien torneadas escondían un tesoro que el pequeño monte de escaso vello púbico prometía a todo aquel que fuera víctima y objeto de sus lisonjas. Las vertiginosas curvas se fueron iluminando según ascendía el astro rey, revelando la exquisitez de sus formas, la delicadeza de sus encantos, las delicias a las que invitaba aquella constitución de pecado, llamando a varón y a hembra a cometer las impudicias más horrendas.
Se volvió teatralmente, en un gesto casi perfecto, como si lo hubiera ensayado miles de veces. Un movimiento como sólo el uso y la costumbre podían moldear. Pisó firme, sin miedo ya a caer, pues si en verdad era pura esencia imperecedera, sería inmortal. Y las cuchillas que eran aquellas piedras afiladas, que habrían cortado en dos a cualquier otro que hubiera puesto el pie en aquellas quebradas, cedieron bajo su presión, podridas ante su simple presencia. Tras de sí dejó una estela de destrucción, como si un meteorito hubiera impactado contra aquella cumbre, estallando en pedazos que horadaran la durísima superficie de aquellas milenarias rocas. Sus huellas quedaron grabadas a fuego sobre el granito y abrieron cráteres por los que manó la sombra.
Movió apenas una mano y una suave organza cubrió su desnudez lo justo y necesario para que la imaginación de cualquier raza rellenara lo que no se podía ver conforme a sus gustos y preferencias. Movió otra y la sombra que había surgido de aquellos pasos comenzó a tomar forma. La llamó. Invocó su nombre, tantas veces pronunciado, tantas veces deseado. Le quemaba en la garganta, se le atropellaba en los labios. Deseaba decirlo, oh sí. Como tantas veces lo había hecho con anterioridad. Su rebeldía la había puesto en el cadalso, acusada de herejía y condenada a muerte por aquellos que habían tomado por nombre jueces, impartiendo sólo aquella justicia que a sus voluntades convenía. Ahora ella tenía el fiel de la balanza en su mano y los dos brazos se habían desequilibrado. No habría salvación para nadie. Así ella lo había decretado.
Pronunció la palabra. El eco llenó sus oídos.
Las nubes que había debajo de sí se arremolinaron y ennegrecieron. Los truenos resonaron entre toda la cadena montañosa y los relámpagos refulgieron, levantando ambarinos destellos por doquier. Su voz hizo resquebrajar la roca y de ella surgieron delgados rayos de luz que inundaron aquella cima. La sombra seguía fluyendo y no tardó en engullir a la luz, que, en vano, trataba de abrirse paso en aquella negrura tangible.
Gritó. Gritó hasta quedarse ronca, pero su rugido fue un lamento incesante desde que naciera en lo más profundo de su garganta. Reverberó por toda la creación, haciendo tambalearse sus cimientos, llamando de lo profundo a aquello que debió quedar enterrado tras su expulsión. Sirvientes olvidados, dejados de un veleidoso señor que no quiso admitir su derrota hasta que no le quedó más remedio que exiliarse de un mundo que nunca había sido suyo. Abandonados en la rápida huida, dejados atrás. Renegados de su condición y ansiosos de venganza contra un mundo que clamó contra ellos y se levantó para hacerles frente. La sombra volvía a alzarse y, esta vez, gobernaría por encima de todo con un líder que era de aquel mundo. Su levantamiento fue un cataclismo. Cayeron montañas y otras más altas surgieron a su alrededor. Y lo que debería haber permanecido inmutable, cambió sin remedio alguno.
La rodeó un aura de indescriptible belleza e inenarrable maldad. Una luz salida de los infiernos más profundos iluminó su figura mientras su desgarrador alarido rasgaba el tejido de la realidad para bordarlo de nuevo según sus propios designios. El resplandor se volvió llama cegadora e inundó la sombra, llenando aquel Apocalipsis con su fulgor. Todo se desmoronaba y volvía a crecer para hacerle sitio, como si la propia historia hubiera estado conteniendo el devenir de los acontecimientos para tener un lugar para su llegada. Vapores insanos comenzaron a rodear la luminaria en que ella se había convertido ahora y los efluvios hicieron tomar vida a la sombra, que se erigió en enemiga de la luz y envolvió a la mujer, ahogando por fin su grito de angustia y dolor.
El silencio que siguió anegó la tierra toda. Fue un eco de la primera creación del multiverso, ese primer instante en el que la nada dejó de existir para dar paso al todo. Fue el reflejo de la separación de las fuerzas que lo rigen, llevado allí donde jamás habían tenido el poder suficiente como para tomar lo que se les había negado por su propio orgullo y egoísmo. Y allí de donde fue exiliado, su esencia surgió de nuevo con fuerza, buscando otra vez un sitio que se le había negado desde aquel instante primigenio en el que la existencia fue tal, abandonando el vacío para llenarse a sí misma.
Por fin, se disipó el vacío sonoro, llenándose de nuevo con el rugido del viento, que ahora provocaba su llanto. Unas tímidas lágrimas rodaron por su esculpido rostro en respuesta al vendaval. Al girarse, fue el mismo viento que le había devuelto la consciencia de su propia existencia el que le secó aquella tibia humedad involuntaria. Al girarse, los vio.
Un ejército como jamás pudo imaginar. Seres hechos de sombra pura, de esencia elemental que habían tenido que permanecer escondidos entre los pilares de un mundo vedado para ellos. Se alzaban ante ella impertérritos, informes. Pero estaban vivos. Los había visto muchísimas veces antes, en su mente, cuando en la rebeldía de su corazón había desoído las recomendaciones de su madre y había seguido invocando a los que habían sido desterrados por la propia tierra. Ahora, aquellas formas que había albergado en sus sueños habían tomado forma gracias a su propio deseo. Deseó también que fueran terribles, deseó que su maldad sobrepasara cualquier límite que cualquier raza hubiera podido jamás llegar a imaginar. Deseó que estuvieran a sus órdenes y la sirvieran por toda la eternidad a la que ahora estaba anclada. Y sus deseos fueron cumplidos. Aquellas sombras se esparcieron por todo el mundo llegando a los rincones más recónditos, extendiendo sus tentáculos hasta más allá de donde ella podría llegar. Saboreó aquel momento de triunfo y sacudió su melena al viento, mientras la organza que la cubría la acariciaba al ritmo que tocaba la brisa.
Dio otro paso más y quiso bajar. Puso su destructora presencia en movimiento, esperando el siseante ruido de la piedra al fundirse bajo su ardiente esencia, pero no llegó. Sus pies jamás llegaron a tocar de nuevo el suelo. Su propio espíritu había ardido rápido, incandescente y se había inundado con todo el poder que era capaz de sentir. Torrentes de inmensa potencia recorrían su materia inmortal, amenazando con llevársela al limbo. Retrocedió y de nuevo sus pies sintieron el áspero tacto de la roca.
Comprendió.
Se había quedado allí atrapada. Su rabia se encendió, incandescente y volvió a rugir, deseando que la realidad se resquebrajara de nuevo y diera origen a un nuevo cataclismo destructor que la llevara a cumplir su voluntad, pero no consiguió nada. Sus siervos sintieron su rabia y su dolor y enviaron sordos mensajes de preocupación y desánimo que llegaban por miles a su torturada mente. Sus horrísonas voces, desoídas durante eones, enterradas bajo los suelos que otros mucho más indignos hollaban sin merecerlo, atronaron su cráneo, que quería reventar para liberarse de aquella presión que la angustia de los seres inmortales, acumulada durante tanto tiempo, creaba en su interior. Se arrojó al suelo, intentando librarse de su sufrimiento, pero no pudo. Y un rayo de luz se abrió en su entendimiento. Al enviar a sus siervos a hacer su trabajo, había creado para sí una jaula de oro. Toda la libertad que había ganado con su muerte acababa allí. Su libertad estaba muriendo antes de nacer. Se había cortado a sí misma las alas. Y ahora, con toda la eternidad por delante, estaba más esclava aún de lo que había estado nunca. Ahora era esclava de sí misma. Y la comprensión de esto la hizo llorar como jamás había llorado en toda su existencia. Dos largos torrentes de ardiente llanto deformaron su bello rostro en una mueca terrible, oculta tras los velos de la virtud que sólo los ojos ciegos de los que cayeran en su trampa podían ver. Manaron incesantes las lágrimas de los ojos de la renacida comprendiendo que la eternidad contenía una trampa que en su orgullo no había podido ver. Sus lágrimas fueron testigos de excepción de la invasión de amargura que sacudió su cuerpo al entender que aquella vida que había deseado para poder ser libre la había congelado en el tiempo y el espacio, dejándola fuera del alcance de todos aquellos que podían dañarla, dejándolos a ellos fuera del alcance de su terrible venganza. Toda su esencia y poder no le servían de nada.
Había creído que la muerte la había liberado, pero no había hecho más que apresarla. Ahora añoraría la bendición del sueño eterno más de lo que jamás había añorado aquella falsa libertad. Si hubiera aceptado su destino, ahora estaría descansando, libre de toda carga. Pero al pensar que se liberaba de los brazos de la muerte, para volar por fin redimida de las ataduras que imponía la Parca a todo ser vivo, había caído en su propia presa. El poder que había demostrado imponiéndose al supremo final, saliendo victoriosa de la ancestral lucha entre la vida y la muerte, había sido la causa de su derrota.
Había llamado a la sombra, que le había respondido y ahora debía ocuparse de ella. Había modelado el mundo y su creación la reclamaba para que la mantuviera. Aquel grito que había dado seguía expandiéndose y resonando por toda Bardha, haciéndola evidente al mundo. No podía morir. Todo aquello que había odiado y de lo que quería vengarse le había impuesto una nueva condena. Ahora, con todo su poder, con toda aquella potestad fluyendo por todo su cuerpo estaba impotente, allí varada. No podía abandonar aquellas quebradas por más que quisiera. Deseó que aquellas montañas desaparecieran, pero su prisión pareció hacerse aún más sólida. Deseó no haber dado aquel paso. Pero ya era tarde.
Había dejado fluir su alma en el éter durante su vida, en el que había encontrado libertad y consuelo frente a la esclavitud y el sufrimiento que suponía el pasar la vida encadenada a una familia que te odia y un marido que te desprecia. Había permitido que el éter invadiera también su muerte, sacándola de su tumba, reviviéndola a un mundo al que no deseaba pertenecer. Aquella fuerza había sido su luz y su oscuridad y la había llevado a lo más alto desde lo más bajo para hundirla de nuevo en lo más profundo. Sus esperanzas se habían puesto en señores que habían huido, derrotados, humillados por los seres terrenales de aquel mundo dejado de la mano de los verdaderos dioses. Pues bien, ¡que los abandonaran! No era la primera vez que los dejaban en la estacada. Aquellos todopoderosos señores habían escapado dejando a sus fieles sin amparo ni protección. Ella no sería así. Ella protegería a sus siervos. Los oía, los sentía. No podía dejarlos atrás como habían hecho otros antes. Mientras que a ella la habían decepcionado, ella no decepcionaría a los suyos. Acudiría a sus llamadas, oiría sus plegarias. Todo el desamparo que habían sentido sus hijos cuando retiraron su luz de este mundo sería ahora resarcido. El sufrimiento, la desnudez a la que se vio sometida su alma en el momento de su muerte tendría justo pago. No habría ni uno sólo de sus hijos que se sintiera lejos de ella. Ahora ella sería la diosa.
Ch'taren era su nombre.
Relato nº3
Promesas Rotas
Un grito más.
Resonaban desde hacía horas por la enorme, solitaria y oscura casa. La habían sacado de su sueño ligero. Bajó de la cama con Blas abrazado contra su pecho. Se fue a su pequeño cubículo, ese lugar secreto en el que se escondía y trataba de escapar de esa amarga realidad que la acompañaba desde siempre, la cual no conseguía entender. Sentándose en el suelo, encogió las piernas hacía su pecho mientras escondía la cabeza entre las rodillas sin soltar a Blas.
Un grito más.
Todas las noches era lo mismo; las voces subidas de tono de sus padres la despertaban. Por alguna extraña razón había pensado que esta vez sería distinto. Se suponía que esa era una noche mágica, especial... o eso le habían dicho. Ella nunca lo había creído... pues como hacerlo si para ella nunca había existido tal cosa. Todos los años se preguntaba que mal podría haber hecho en el año para que esos amables hombres que visitaban a los niños la noche del cinco de enero regalándoles sueños, deseos esperados e ilusiones, no pasaran por su casa a dejarle un simple regalo. Tampoco pedía mucho... quizá, a lo mejor, era demasiado... un milagro imposible de cumplir.
Un grito más.
Pero esta vez iba haber sido diferente. La habían convencido sus amigos y los padres de estos. Hasta sus propios padres le habían prometido que sería así, que esta vez vendrían y tendría regalos, que escribiera esa inocente y a la vez ambiciosa carta que escribía cada niño pequeño de ese país. Y así lo había hecho, con ilusión. Pero una vez más sus deseos no se habían hecho realidad. No quería muñecas ni objetos vanos que a la larga se pondrían feos y terminarían siendo inútiles. Tenía demasiadas cosas; cosas que intentaban comprar su cariño y perdón. Su objetivo se cumplía hasta que en la noche se volvían a oír las mismas voces gritando de desesperación, amargura y odio. Todas las promesas que se hacían con cada regalo eran una mentira, no servían de nada y ya no les creía. Tenía en una de las esquinas de su cuarto una montaña de muñecos y peluches a los cuales no hacía caso alguno, no necesitaba ningún. El único al que ella realmente quería era al que ahora sostenía entre sus brazos, el único que realmente tenía un sentimiento implicado en él. Blas había sido creado por una gran amiga, cierto que estaba un poco deforme, pero estaba hecho con todo el amor y cariño del mundo, y era el único recuerdo que le quedaba de su amiga.
Un grito más.
Cómo se podía haber dejado convencer. Ella sabía que iba a ser lo mismo de siempre, no tenía por qué ser distinto esta vez. Sus padres se lo habían prometido más de una vez y nunca cumplían su promesa. Traicionada así era como se sentía, pero ya no solo por sus progenitores sino por todos aquellos que habían tratado de convencerla. Promesas vanas y vacías era lo único que había conseguido durante su corta existencia; todos habían tratado de engañarla, excepto Milena y ella ya no estaba. En esos momentos, en su pequeño escondrijo se sintió sola y odio al mundo. Los odio a todos por dejarla sola, por no contarle la verdad de la realidad y tratarla como si fuera tonta. Que fuera pequeña no significaba que no se enterará de las cosas ni de lo que sucedía a su alrededor. Odio a Milena por dejarla sola, por no haberse quedado con ella cuando se lo había prometido. Después se odio a si misma por odiarla; a ella, la única que persona que había estado con ella todo el tiempo que le había sido posible, si aquella miserable enfermedad no se la hubiera llevado ahora mismo seguiría con ella y ya no se sentiría tan sola.
Un grito más.
Ella levantó la cabeza. Este parecía distinto. No había sido un grito de enfado ni un grito para rebatir algo. Este había sido distinto con diferencia. Se quedo quieta en completo silencio, a la espera de oír algo nuevo. Un grito desgarrador retumbó por todo el piso inferior. Se levantó rápidamente como pudo y salió de detrás de la librería. Quiso correr, pero la alfombra le impidió avanzar. Resbaló y cayó. Con gran torpeza volvió a levantarse y esta vez si que consiguió salir corriendo de su habitación. Bajó las escaleras casi de dos en dos hasta llegar al salón. Su madre está tirada en el suelo y bajo su cabeza había un gran charco que iba aumentando cada vez más y más. Su padre estaba a poca distancia de ella, miraba a la mujer inerte en el suelo sin ningún tipo de expresión en su rostro. Sostenía algo en sus manos, algo que debía haber cogido después de ver a su mujer muerta... o eso es lo que quiso pensar la pequeña. Levantó la mano en la que sostenía aquel objeto, se apunto a la sien y justo antes de apretar el gatillo, miró a su hija con una sonrisa indescriptible en su rostro.
Ya no había más gritos. Todo había terminado... Ella se quedó en su sitio con la mirada perdida en la escena. Blas colgaba de una de sus manos.
Relato nº4
Relato retirado a petición del autor.
Relato nº5
Luz
Hacía un día caluroso en Tebas. La ciudad transpiraba calma a esa hora, las casas, sin ventanas para protegerse del calor, acompañaban esa tranquilidad con su siesta del mediodía. Gente reposaba bajo la sombra de las inmensas palmeras a orillas del Nilo mientras algunos transeúntes se dirigían a sus viviendas. Y entre ese manto de paz, el mercado bullía de actividad. El ambiente a esas horas en el mercado era prácticamente irrespirable: los rayos del Sol i el calor corporal de los centenares de personas que acudían al bazar intensificaban el olor a especias, papiros y miles de otros matices; gente con prisa corriendo de aquí para allá, esclavos con grandes paquetes de productos para sus señores, niños correteando entre las piernas de sus mayores; montones de curiosos rodeando cada puesto de venta de algún producto exótico, otros observando como se desarrollaba alguna partida de Senet en algún rincón un poco apartado; los gritos de los comerciantes alabando la calidad de sus productos a la par de los gritos de los séquitos de nobles y allegados al Faraón ordenando despejar su camino; y en medio de tal caos, se encontraba Hacmoni.
Había salido a comprar a esa hora por casualidad. No le quedaban dátiles y se los había prometido a su hija pequeña. Pasó de largo una interesantísima partida de Senet entre dos conocidos suyos para dirigirse hacia la zona norte del mercado, donde vendían los comestibles. Dejó atrás la zona dedicada a las pequeñas figuritas de barro y se adentró en la zona de los escribas. Jóvenes y viejos por igual con montones de papiros bajo el brazo recorrían las concurridas calles de esa sección del bazar. Se detuvo para observar una parada magnífica: Papiros de miles de formas y tonalidades diferentes formaban un mosaico que rezaba "Tebas, nuestra querida ciudad". No era el único que admiraba esa obra de arte multicolor, gente de todas las edades se frenaban al ver el tapiz de jeroglíficos tan bien trenzado.
Un hombre golpeó el hombro de Hacmoni. Este se giró rápidamente para pedir disculpas pero el extraño ya se alejaba entre la multitud. Un montón de papiros habían quedado esparcidos por el suelo y un muchacho, probablemente una víctima colateral del incidente, los recogía con una prisa inusitada. Hacmoni decidió ayudarle, aunque el chico le lanzase una mirada arrogante. <<Típico de los escribas, creen ser los únicos con algo de cultura y no les gusta que les tenga que ayudar un desconocido>>. Poco a poco, el amasijo de papiros fue volviendo a una carpeta de cáñamo del joven, y fue entonces cuando Hacmoni leyó, sin querer, esa breve nota:
"El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir, salve Supettien, salve Bolice asuad"
El chico le quitó casi violentamente el pequeño retazo de papiro de las manos y siguió recogiendo, mas ya era tarde. La mente de Hacmoni, siempre atenta, quizás gracias a los años que llevaba como juez, ya estaba buscando entre sus recuerdos algún señor On, infructuosamente.
Finalmente, el embrollo de papiros había degenerado en una carpeta bien ordenada y el muchacho, sin siquiera despedirse emprendió prácticamente una carrera hasta perderse entre el gentío.
Después de comer, ensalada de dátiles con maíz acompañando carne de buey y todo regado finalmente con cerveza tebana, Hacmoni se dirigió al juzgado donde él trabajaba. La misteriosa frase no dejaba de retumbar en su cabeza, hacía ya un tiempo que solo resolvía casos de fraude en la contabilidad del grano, atestiguaba algunos accidentes con algún que otro cocodrilo y con un poco de suerte cazaba algún ladrón de seda y especies exóticas provinentes de las diversas colonias egipcias. Se adentró en los juzgados, fue hacia una estatua de Maat, representada como una mujer con una gran pluma de avestruz en la frente, y le pidió que su Justicia y su Verdad le ayudasen en su día a día. Siguió andando hasta su habitáculo particular. Sobre su mesa descansaban tres papiros, tres nuevos y aburridos casos. El primero era una petición para que fuese a conocer el motivo de los retrasos en el pago de los impuestos por parte de la cofradía del puerto, el segundo la investigación de un hombre desaparecido en la zona de cáñamos y el tercero... la investigación de un grupo aparecido recientemente de asesinos por encargo. Otra vez la sentencia que había leído en el pergamino de aquel chaval le vino a la memoria.
Empezó a ojear con más detenimiento el informe. El grupo se autodenominaba con un extremo mal gusto "Bolice asuad", Policía negra. <<Lo que nos faltaba, más fanáticos que creen poder tomarse la justicia por su mano>>. Esta sociedad, recogía el documento, recibía encargos para asesinar a altos cargos de gobiernos provinciales por grandes sumas de oro y materiales de lujo. Según rezaba el informe, se transmitían los encargos en clave, de forma que si se interceptaba un papiro con el encargo no se podía saber quien sería la futura víctima. <<Por fin un caso que me sacará de la rutina>>.
Una breve caminata llevó Hacmoni hasta la zona de carga y descarga en la orilla del río. Una vez allí, no tardó en localizar el administrador del puerto fluvial. El hombre, de espeso bigote e igual melena recogida en una coleta le recibió amablemente.
-Soy el juez Hacmoni. Me trae hasta su cofradía un motivo personal referente a uno de sus barqueros.
-Si se refiere a Gibar debe saber que ya le he despedido, no pagar las comisiones en su plazo fue un error suyo pues es mucho músculo y poco cerebro, como su nombre ya me tenía que haber advertido, pero claro...
-No, por favor, dejemos ese tema para más adelante. Primeramente, me gustaría saber si conoce un hombre llamado On, hijo de un barquero que trabajó en algún momento en esta ciudad, igual trabajó para usted.
-On... Sí, tuve un empleado que se llamaba así. Anciano ya, dejó el trabajo por dolores en la espalda, supongo que ahora vive a costa de sus hijos, el viejo era de lo más aprovechado que uno se podía tirar a la cara. Supongo que no habrá muerto ya, ¿no?
-¿Perdón? – casi exclamó Hacmoni.
-En ocasiones sufría ataques, le salía espuma por la boca y una vez casi arranca un dedo de un mordisco a un joven pescador que intentó ayudarle. Todos pensábamos que los dioses estaban enfadados con él.
-Ah, de acuerdo. Por cierto, el tema de las demoras en el pago de los impuestos, ha dicho que...
Unas horas después, cuando el Sol empezaba a declinar y ya había dictado el informe sobre los retardos en el pago de impuestos, Hacmoni se dirigió a la dirección que le había indicado el encargado del puerto para encontrar al señor On. No llegó a golpear la puerta cuando esta se abrió silenciosamente. Se encontró de caras con un animal, o eso pareció hasta que para su horror se percató que era un rostro anciano, desgastado y con unas arrugas que debían llegar al mismo cráneo del pobre hombre, que además presentaba dos blanquísimos velos que le cubrían sus ojos por completo.
-No me mires así, ya se que aspecto tengo.- dijo ásperamente el anciano- Entra.
Hacmoni penetró en la pequeña casita del hombre. Esta estaba perfectamente ordenada y no mostraba señales de que viviese alguien más que ese hombre. Unos papiros reposaban en la mesa central de lo que parecía el comedor, el papiro superior rezaba: "Hitos de señor On, el abandonado".
-¿Es usted el señor On? –preguntó el juez.
-Sí, soy yo. Pero es usted el invitado, es decir que se debería presentar, ¿no cree?
-Esto... -ese hombre tenía una seguridad en si mismo que hizo temblar ligeramente a Hacmoni.– mi nombre es Hacmoni, soy juez de esta ciudad. No era mi intención molestarle, pero si estoy aquí es por su bien.
-¿Por mi bien? No me haga reír, mis huesos ya no aguantan las sacudidas bruscas. Si usted está aquí es porqué le interesa algo de mí, ya sea ayudarme o matarme, así que diga que quiere y así podré ir a dormir temprano.
-Señor On, no me tome el pelo, por favor. Mis palabras son sinceras cuando afirmo que estoy aquí por su seguridad. Hace poco, he tropezado con un pergamino que reflejaba la necesidad de que el señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad muriese, ¿sabe porqué alguien puede querer verle muerto?
Los pelos de Hacmoni se erizaron cuando el anciano empezó a reír, parecía más la risa de una hiena que la de un hombre.
-Señor Hacmoni, veo que no hace honor a su nombre. ¿De verdad no ve el mensaje que se esconde tras esa frase? ¿Me está diciendo, señor Hacmoni, juez de la ciudad de Tebas, capital de Egipto, que no es capaz de ver ahí donde mis ciegos ojos ven con tanta claridad?
Con creciente horror, Hacmoni advirtió que el orden imperante en la casa, la seguridad del hombre, la escritura de un manuscrito, que le abriese la puerta cuando solo podía haber visto su sombra en el umbral de esta eran hitos casi sobrehumanos. <<¿Quién es?>>. La risa del señor On hendió el aire una vez más, esta vez mucho más incisiva y aguda, prácticamente no respiraba.
-Señor, recuérdeme que significa su nombre. – dijo el anciano.
-Hacmoni significa Hombre Sabio.
La risa del anciano se hizo más aguda si eso fuera posible.
-Pues ahora mismo los dioses deben estar riendo a su costa, pues no es capaz de ver el nombre de uno de ellos en sus propias palabras y mire que es evidente.
-¿Como?
-Hacmoni, ¿sabe que significa mi nombre?
-No.
-Mi nombre es el nombre que los coptos le dan a Iunu, a lo que en el norte del gran mar le llaman heliópolis. ¿Aún no es capaz de verlo?- la risa del anciano se convirtió en un sonido histérico y estridente, parecía que ya no respirase.
-Si no se explica mejor yo no...
En ese momento al anciano le sobrevino un ataque, esta vez no sobrevivió.
La única luz que alumbraba la estancia era la de una vela aromática sobre una mesa redonda. Hacmoni, sentado frente a esta observaba un pergamino garabateado de su propia mano. En el centro del pergamino, de la frase que había leído hacia unas cuantas horas, salían incontables flechas hacia nuevas sentencias, cada cual más rebuscada que la anterior, pero sin ningún resultado satisfactorio, Hacmoni no se veía capaz de resolver el misterio que rodeaba la maldita frase. Decidió concentrarse una vez más y cerró los ojos, recordando las palabras del pobre On. Iunu, la heliópolis, un antiguo barquero de la ciudad, un asesinato, "Bolice asuad", Policía negra...
Hacmoni caía, siempre caía, ¿llevaba cayendo siempre? Sí, probablemente, pero ahora no podía ver la luz ahí arriba, había bajado demasiado, Ra ya no podía iluminarle desde su barca solar, demasiado lejos, Maat le había abandonado, ya nada le rescataría. Seguía cayendo, un pozo sin fondo, o no... el suelo vino a él.
<<Un sueño, solo ha sido un sueño>> Se dijo el juez, que se encontraba sentado frente a la mesa de su estudio. Una taza de vino dulce, aromatizado con dátiles durante meses, reposaba en la mesa junto con una hogaza de pan tierno de trigo. Su mujer se preocupaba demasiado por él. Apuró el desayuno que le pareció amargo, odiaba la frustración que uno siente cuando no es capaz de resolver algún problema.
La humedad de las cañadas era extrema a esas horas del mediodía. Hacmoni acababa de llegar y unas enormes gotas de sudor ya recorrían su frente.
-Así, caso resuelto. –dijo el juez observando el cadáver, o lo que quedaba de él, del hombre que habían reportado como desaparecido. Los cocodrilos sin duda habían dado cuenta de él.
Hacmoni se dirigió hacia la sombra de unas palmeras algo alejadas del río seguido de su comitiva judicial.
-Maldito calor, espero que este año el río crezca bien y podamos tener agua suficiente como para apagar nuestra sed. –dijo Akiiki, el escriba personal del juez.
-La verdad es que sí, este calor nos va a acabar matando, y si no es el calor van a ser los cocodrilos, así que realmente no hay de que preocuparse...-suspiró Hacmoni.
-Os veo triste, señor.
-No te preocupes por mi Akiiki, solo es que no he dormido en toda la noche.
-Ya debería estar acostumbrado, este trabajo requiere muchas horas de esfuerzo para resolver anagramas, leer documentos y actuar en consecuencia.
-Lo sé, lo sé, pero...
-Y sino, haga como yo hice al día siguiente al último desfile del faraón por el río, que fui al mercado a comprar ese té tan oscuro que venden... ¡Señor, no tenga tanta prisa, que aún no le he explicado donde encontrarlo! –dijo levantándose y siguiendo a la carrera al juez que había echado a correr súbitamente.
-Lo siento señor juez, pero no le puedo dejar pasar, solo los sumos sacerdotes y el mismísimo faraón pueden entrar a esta cámara.
-¿Y si le digo que la vida del faraón depende de ello?
-En ese caso acuda al señor director general de seguridad, el siguiente pasillo segunda entrada a la derecha, pida permiso antes de entrar, tiene... un genio bastante... encendido.
Hacmoni se dirigió a paso vivo hacia la dirección indicada. Un rato más tarde llamó a una puerta.
-Pase. –dijo una voz femenina des del interior.
-Hola, soy Hacmoni, juez de Tebas, estoy aquí porqué peligra la vida del faraón.
-Bien. Me puede llamar Batal Atalia, mi nombre real no puede ser conocido por la mayoría de Tebas, así que no me mire con esa expresión extrañada. – dijo la mujer, alta, morena y de muy buen ver- Dígame todo lo que sepa.
Una tenue luz se filtraba a través de la puerta de entrada del templo personal del faraón, en el recinto dedicado a Mut. La brisa nocturna le acarició la piel de los brazos, oscurecida con carbón. Su rostro, oscurecido idénticamente, observaba atentamente de entre los arbustos del patio. A su lado Atalia igualmente ataviada observaba atentamente la única entrada por la que alguien podría acceder al faraón, en ese momento rezando. Hacmoni llevo su mano a la daga que llevaba atada a la nalga derecha. Eso y unos trapos negros eran todas sus vestiduras.
-¿Crees que nosotros dos solos podremos parar a los atacantes? -susurró el juez a su compañera de emboscada.
-Ya te he dicho que para poder pasar los controles del templo deberá ser una sola persona y poco sospechosa, así que seguro que podremos.
-Y porqué no entramos a avisar al faraón...
-¡Maldita sea! -le espetó en voz baja- puede llegar en cualquier momento, no me hagas repetir las cosas mil veces. Imagínate que ve salir de la sala una persona pintada de negro, nadie en su sano juicio... ¡Silencio! Alguien se acerca... -dijo casi extrañada.
En aquel momento un sujeto entró en el patio. Era un anciano, vestido con una túnica blanca ceñida a su cintura por unos cordeles. Se dirigía directamente a la entrada que estaban custodiando. Hacmoni se dio cuenta de la tensión en el rostro de Atalia cuando esta se giró para comprobar que estaba preparado.
-¡Ahora!
Ambos se lanzaron sobre el anciano, reduciéndolo fácilmente. Cuando Atalia ya iba a degollarlo el juez detuvo su mano.
-Después, primero hemos de interrogarlo.
-Bien, déjalo aquí atado, yo misma iré a avisar al faraón, ve tú a la entrada y que entren los guardias a llevarse al asesino.
-De acuerdo.
Atalia se dirigió a la puerta, y Hacmoni dobló la esquina corriendo, debía avisar los guardias.
La fragancia a aceites dominaba la estancia cuando Atalia entró. El faraón rezaba con la cabeza pegada al suelo cuando un puñal se le apoyó en la garganta.
-¿Que haces Nefera? Deberías estar protegiéndome, no amenazándome.
-¿Como sabe mi nombre si nunca he hablado con usted, viejo? –dijo Atalia, totalmente desconcertada.
-No menosprecies el poder de la mente. A veces hace falta algo más que un buen plan para triunfar.
-¿Y serás tu el que me lo impida, anciano engreído?
-No, seré yo. Nefera, quedas arrestada bajo mi poder como juez de Tebas por intento de asesinato del faraón, fundadora de una organización de asesinos y como corruptora del régimen. –dijo desde el umbral.
-Quiero saber bajo que pruebas se me acusa. –la voz retumbó en la sala del juzgado. Los presentes guardaban un silencio sepulcral.
-La acusada tiene derecho a conocerlos, y yo mismo los expondré: Hace dos días me encontraba yo andando por el mercado cuando por una de esas casualidades de la vida, o por la divina gracia de Maat, me encontré con un papiro con la siguiente inscripción:
"El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir, salve Supettien, salve Bolice asuad"
Evidentemente me chocó la frase y más la forma en que el papel me fue arrebatado. Ese mismo día hablé con el señor On, un hombre ciego pero con una inteligencia extraordinaria. Me explicó... me explico antes de morir que su nombre era el nombre copto de Iunu. A él le debo la resolución de la primera parte del caso. Ese mismo día el hombre murió, muerte natural. Pasé la noche trabajando hasta que me quedé dormido, fue entonces cuando debía haber resuelto parte del enigma, pero no me dí cuenta hasta más tarde. Ayer encontramos a un carpintero desaparecido en el margen del río, los cocodrilos lo habían destrozado, su cuerpo era en desastre, yo había dormido poco, y he de admitir que me afectó un poco. Fue entonces cuando Akiiki, mi escriba, resolvió el caso. -Los murmullos empezaron a recorrer la sala al tiempo que el escriba levantaba la cabeza de su trabajo.- Primero, resolvió la primera parte del caso, o mejor dicho, de la frase:
"El señor On, hijo del antiguo barquero de esta misma ciudad, debe morir."
Maldita sea, ¡había estado ciego! Estaban hablando de nuestro faraón. No en vano lleva el título de "Engendrado por Ra, Señor de Iunu". ¿Como no había caído en que Ra es el patrón de nuestra ciudad desde hace ya tiempo, y que además es el barquero de la barca solar que nos ilumina día a día? Y después me recordó los anagramas. Tanto tiempo sin casos de este tipo se me habían olvidado, ahí resolví la segunda parte de la frase:
"Salve Supettien, salve Bolice asuad"
Pensé que Supettien debia ser un dios copto, como On era un nombre de estos mismos. Seputtien. Supettien es un anagrama de: En Ipet Sut. Sí señores, Ipet Sut, o como también le llaman: El Tempo de Karnak. Solo me faltaba avisar a las autoridades, así que acudí a avisar al faraón, cosa que no fue posible, me dirigí a avisar al director general de seguridad, el señor Nemenat, que hoy no ha podido venir. Fue entonces cuando vi en su mesa un documento firmado con dos iniciales: B.A. Cuando le pregunté por el editor me dijo que era la que ellos llamaban Víbora Negra por sus actividades ocultas, Batal Atalia. No la podían echar porqué nunca habían encontrado pruebas, todo el mundo sabia que ocultaba secretos, pero que la soberbia y el orgullo de dicha mujer eran tan fuertes que nadie se atrevía a preguntar por las posibles represalias, además de que ella no hubiese dicho la verdad. Así fue como me di cuenta del porqué del nombre de Bolice Asuad, sí, las iniciales cuadraban. Las ansias de poder de la mujer la habían llevado a delatarse. Bolice Asuad, Batal Atalia. Solo avisarla de nuestras intenciones de capturar al asesino se puso a nuestra disposición para vigilar en solitario al faraón. Cuando me pusieron junto a ella objetó incluso que no estaba bien maquillado para quedarse sola. Finalmente confirmó mis sospechas con su cara de interrogante al ver alguien que iba a matar al faraón y que no era ella misma, incluso iba a matar el sospechoso saltándose el protocolo. Después solo tuve que esperar que empezase a actuar para capturarla. Debo admitir que usar un sustituto del faraón fue algo arriesgado, pero ella nunca lo había visto en persona y finalmente el engaño fue posible. Así, la acusada de verdadero nombre Nefera queda acusada de intento de asesinato, creación de un grupo de asesinos y como corruptora del régimen.
-¿Corruptora del régimen? –preguntó un juez auxiliar.
-La señorita aquí presente colocaba secuaces en empresas importantes para retrasar pagos de impuestos y así retrasar el repartimiento de grano en los templos, con la consiguiente crisis de comida anual que iba diezmando la moral del país. Esto está confirmado gracias al administrador del puerto fluvial, que me advirtió de estar irregularidades además de aportarme información sobre el señor On.
-Muy bien, nada más a objetar.
-Por mi parte tampoco. –dijo el otro juez auxiliar.
-Así pues, se deja visto para sentencia. Caso resuelto.
Relato nº6
El martes
El martes, Simón Cruz se levantó a las siete menos cuarto, se arregló y desayunó el acostumbrado café con leche, zumo, y un par de magdalenas. A las 7 y media bajó a la calle, caminó hasta la parada del bus y esperó un par de minutos, lo que habitualmente tardaba en llegar el que le acercaba al trabajo.
Llevaba años haciendo el mismo recorrido, a la misma hora y coincidiendo con la misma gente, aunque prefería aislarse, simulando interés en el paisaje, antes que arriesgarse a que alguien decidiera dedicarle un insustancial monólogo matutino. Un poco antes de las ocho entraba en el edificio de la empresa, subía en el ascensor hasta el sexto piso y se acomodaba en su mesa, al fondo de una oficina con otros siete empleados. Cada uno se ocupaba de una sección, así que no compartían mucho más, a no ser esos días en los que todo parecía ir rodado y sacaban ratos de charla, banalidades y café. Simón disponía, además, de una hora para comer. Siempre iba a un pequeño restaurante familiar, un par de calles más abajo: los lunes, cocido; martes y jueves, verduras; los miércoles, pasta; viernes, paella. Mientras tomaba el menú del día leía pausadamente el periódico. Vuelta al trabajo y, a las cinco, al autobús de regreso a casa.
Es martes. Simón Cruz había pasado el día como de costumbre y acababa de coger el bus hacia casa. No encontró asientos libres, así que se quedó de pie, agarrado a una de las barras frente a las puertas de salida. Iba con la cabeza baja, pensando en la lista de cosas que tenía que adquirir en el súper, quizá pudiese dejarlo para mañana, aunque debería quitárselo de encima ya... Las puertas se abrieron con un golpe y sus pensamientos se interrumpieron. Miró afuera, no era su parada. Estaba a punto de retomar la lista de la compra, cuando algo llamó su atención, ¿le habían llamado? Giró la cabeza a uno y otro lado, pero nadie se fijaba en él. "¿Qué pasa, Simón?", se dijo con sorna. Y entonces se dio cuenta. Tenía que salir. "No tiene sentido, qué tontería, no se me ha perdido nada aquí", se resistió. Pero tenía que dejar ese autobús. Una parte de sí mismo tiró de él con fuerza y, con un salto, Simón se vio en la acera. Oyó el impacto de las puertas al cerrarse, el ruido de motor alejándose, y se imaginó ahí parado, con cara de tonto, sin saber qué hacer. Disimuló un poco echando un lento vistazo a su reloj, se acomodó la chaqueta con aire digno, respiró honda y exageradamente y dedicó unos instantes a observar la calle.
A pocos metros distinguió una plaza y se dirigió allí. Las aceras se ensanchaban al alcanzar el cruce, formando amplias esquinas, en una de las cuales se encontraba estacionado un puesto ambulante, de esos que ofrecen chucherías, frutos secos y algunos juguetes sencillos para críos. De algún modo Simón lo tuvo clarísimo, fue directo hacia él y compró un molinillo de viento, el más grande. Intentó hacerlo girar, pero apenas corría el aire. Movió los brazos, tímidamente al principio, luego describiendo arcos cada vez más amplios, incluso dando alguna vuelta, hasta que acabó sintiéndose ridículo. Un poco avergonzado, volvió a la parada del bus.
En ese momento estacionaba una furgoneta de reparto, y un tipo bajó apresuradamente, cargó algunas cajas de la parte trasera y entró en uno de los locales cercanos. Simón estaba dudando dónde dejar el molinillo, así que acabó encajando el palo, que era hueco, en la antena de la furgoneta. Al poco, el conductor regresó, montó apresuradamente y arrancó sin darse cuenta del nuevo detalle. Simón vio alejarse el vehículo con el molinillo rotando a toda velocidad en un remolino de colores. Algunos transeúntes giraron las cabezas asqueados, otros señalaron la original antena comentando entre ellos, otros hicieron un gesto jocoso, otros, absortos en sus quehaceres, no se enteraron de nada. Simón observó el cuadro y rió a carcajadas.
El miércoles se levantó a las siete menos cuarto, se arregló y desayunó como de costumbre. Fue al trabajo, tomó el menú del día en el restaurante de siempre, volvió a la oficina. Simón Cruz salió del edificio a las cinco, como era habitual.
El jueves el día comenzó como todos, pero en la oficina todo era revuelo. Alguien había hecho una pintada en el ascensor que decía "Peláez, el de la 6ª planta, tu culo me encanta!" En toda la mañana no se pudo trabajar, entre las bromas y guasas al ruborizado pero complacido Peláez, y el goteo constante de visitas de gente que se asomaba, bien preguntando directamente por el susodicho, bien haciéndose los distraídos aparentando que se habían perdido, lo que incrementaba aún más las mofas.
El viernes, unos puñados de rosas desaparecieron de un parque y se encontraron misteriosamente en los bolsos, bolsas y bolsillos de una decena de personas que viajaban en el autobús y que, alucinadas, no lograban explicarse cómo habían llegado las flores allí.
El sábado, un hombre contaba cómo otro le había abordado en el paseo principal para increparle con gritos atormentados cómo podía haber sido capaz, lo duro que había sido todo este tiempo sin él, que no se preocupase por su hijo, que se ocupaba de él y estaban bien solos, que le llevaría siempre en el corazón, pero que no volviese, que había rehecho su vida. Se fue antes de que pudiera contestar, y el hombre se sintió obligado a explicar a todos los curiosos que, expectantes, lo rodeaban, que era un error, que no lo conocía de nada y que jamás lo había visto antes.
El domingo hubo una avería en el sistema automático que hacía funcionar las campanas de la catedral, a causa de la cual, la llamada a la misa de doce estuvo sonando sin parar durante una hora.
A todo esto, Simón Cruz continúa con sus quehaceres cotidianos, de casa al trabajo y vuelta, como siempre. O al menos eso es lo que piensan los que le conocen. Nadie creería que se ha convertido en un terrorista de la rutina.
Relato nº7
¿Qué hará hoy el ángel?
-Me sorprende que hayas llegado a tiempo, ¿Había un vuelo directo desde Tánger?
La pregunta de Magret no cogió desprevenida a la Capitana Vázquez.
-Hice una parada en Madrid, y desde ahí solicité plaza en el primer avión que se dirigiera hacia aquí. A mí me sorprende que vayan tras un objetivo tan importante con un equipo combinado...
-Sí, cuando el jefe me dio los detalles sobre esta operación pensé por un momento que se estaba quedando conmigo. Bueno, este Ala de ángel es un terrorista importante cuyo objetivo son las cumbres de los líderes de los países desarrollados... seguro que han montado este numerito para asegurarse de que cada país obtiene parte del mérito por su captura.
-Y nos eligen a ti y a mí para el trabajo sucio. Una misión en el extranjero justo ahora, seguro que la recomendación vino de parte del gabinete del servicio de inteligencia.
El barullo de la sala de reuniones del cuartel general de la Policía federal en Berlín cesó cuando el Inspector Jefe, Konrad Diermissen, entró en la habitación, encendiendo la pantalla plana, en la que acto seguido apareció la cara de un hombre joven, de pelo largo y lacio.
-Muy bien, vamos a comenzar el briefing de esta operación. Antes de nada, quiero que echen un vistazo a la pantalla.
El nombre de este hombre es Angelico, distribuidor comercial de cuerpos prostéticos completos. Nacionalidad Holandesa. Como resultado de cierto incidente hemos descubierto que este hombre es Ala de ángel, del que estoy seguro todos han oído hablar. Este terrorista es el responsable de más muertes, en lo que llevamos de siglo, que ningún otro.
-¿A qué incidente se refiere, Inspector Diermissen? – Preguntó un agente, que Magret identificó como norteamericano, probablemente del Imperio por el uniforme.
-Permítanme empezar por el principio. La ideología y el modus operandi siempre han consistido en su denuncia sobre el monopolio político de los países desarrollados sobre la toma mundial de decisiones. En consecuencia anunció que haría explotar un rascacielos en cada país en el que tuviera lugar una cumbre internacional, recibiendo su nombre por el número de víctimas tan elevado que ocasionaban sus lluvias de cristal, a las que él se refería como "plumas de ángel". –La pantalla mostraba en este punto varios videos, captados por aficionados, que mostraban los atentados. La delegación China, dos agentes menudos y discretos, bajaron la vista cuando el video mostro el incidente de Shangai.
-Por supuesto, los países anfitriones respondieron estableciendo estrictos controles de seguridad, pero resultó imposible de evitar un atentado bomba en, virtualmente, cualquier rincón del país en cuestión. Las autoridades competentes han tratado de identificar su rostro en bastantes ocasiones, con escaso éxito, usando como base las grabaciones de seguridad de los edificios atacados. Esto es así debido a que Ala de ángel posee un cuerpo prostético completo, lo que le permite cambiar de identidad, fisionomía y rasgos con inusitada facilidad. Por esa razón, la identidad de Ala de ángel nunca formó parte de la línea de investigación principal hasta ahora.
¿Cómo pueden estar seguros de que posee un cuerpo prostético completo? – Inquirió la Capitana con curiosidad.
-Hace dos meses un doctor especializado en medicina prostética en Holanda puso en coma inducido a un paciente, mientras realizaba una operación de cambio de cuerpo, de manera involuntaria. Varios de los recuerdos encontrados en la mente del paciente parecen indicar que se trata de Ala de ángel. De acuerdo con este doctor, entre los recuerdos extraídos había detalles acerca de atentados que había cometido, así como datos faciales de los cuerpos prostéticos a los que se había cambiado con anterioridad.
-¿Coinciden esos datos con los de las grabaciones de seguridad de los edificios atacados? – La pregunta del miembro de Scotland Yard fue recibida por Diermissen con un leve arqueo de su ceja derecha.
-Los hemos encontrado todos. Tras debatir durante varios días sobre el dilema ético que se le presentaba, finalmente el doctor se puso en contacto con la policía local, y de ahí nos llegó la información.
-Es una lástima que no contactara con nosotros antes. – añadió el Británico.
-Sé lo que quiere decir, pero no podemos culparle.
-Comprendo todo lo que dice, pero entonces, ¿por qué nos han convocado aquí, en Berlín, cuando la próxima cumbre tiene lugar en Manchester dentro de cuatro días? – La pregunta de Magret iba dirigida con toda la intención, pues esta clase de operaciones nunca le hicieron mucha gracia.
-Excelente pregunta. Las autoridades competentes ejecutaron una búsqueda de los datos faciales en los sistemas de vigilancia de todos los aeropuertos del mundo, descubriendo que antes de cada atentado, Ala de ángel realizaba una parada aquí en Berlín, marchándose de la ciudad dos días antes de la fecha en que se realizaba la cumbre. En el caso de la cumbre de Shangai fue el 17 de Febrero de 2058, antes de la cumbre de Moscú fue el 25 de Noviembre de 2059, y para la cumbre de París, el 13 de Julio de 2060. En todos los casos, fue dos días antes de la cumbre. Por alguna razón ha repetido esta pauta tres veces en el pasado, por lo que teniendo en cuenta que Ala de ángel no ha mostrado otro comportamiento de rutina exceptuando su modus operandi, es una muestra inusual de su comportamiento.
-¿Qué ruta sigue para entrar en Berlín? – Añadió la capitana.
Eso es algo que desconocemos, pero por una u otra razón, siempre ha realizado una parada aquí, en Berlín, antes de sus atentados, por lo que existe una alta probabilidad de que entre en la ciudad y permanezca por lo menos un par de días, antes de que se marche en dirección a Manchester. Durante este tiempo podemos especular con que utilizará el mismo nombre y cuerpo prostético de este archivo de datos.
–Diermissen señaló la pantalla cuando esta mostró el rostro de Angelico.
-Esta es la primera oportunidad que tenemos en mucho tiempo para capturarlo. Durante el tiempo que esté aquí, haremos todo lo que esté en nuestra mano para detenerle.
El Inspector Jefe despidió a los diferentes equipos venidos de medio mundo otorgándoles el memorando de la reunión, y todos los datos a tener en cuenta, tras lo cual dio por terminada la reunión, comenzando el operativo.
+++++
Magret se encontraba pensativo, subido en el hombro derecho de la Gold-Else, desde donde disfrutaba de una extensa panorámica de toda la ciudad, con el Tiergarten a sus pies.
-Si llego a saber que se refería a esto con "hacer todo lo que esté en nuestra mano"... me dan ganas de mandar a la mierda esta jodida misión. Incluso con los receptores sensoriales al mínimo el frío se cuela hasta los huesos.
Miró a su alrededor -Esta ciudad, parece mentira que sufriera los ataques de la III Guerra Mundial, y resistiera un asedio de medio año durante la IV...
Los pensamientos de Magret se cortaron en seco al oír los ladridos de un perro. Miró hacia abajo y lo vió, sujeto por una mujer anciana, probablemente su dueña.
-Con el frío que hace y baja a pasear al perro... Este camuflaje óptico no puede engañar el olfato de un perro, está visto.
–Magret siguió observando la escena. Al poco rato, una niña en silla de ruedas se acercó al animal, y este dejo de ladrar, acercándose a ella. Alzó la mirada, y Magret se sintió observado por los penetrantes ojos verdes de la muchacha.
-No puede ser que me haya visto, de todos modos, ¿qué hace una niña como ella sola a estas horas, además con la que está cayendo? -La niña bajó la vista y se marchó, mientras la seguía con la mirada. El cibercom pitó, Magret lo activó esperando recibir nuevas órdenes.
-Aquí base, comprobación de rutina, a todo el personal del sector D, informe de la situación.
Los reportes fueron sucediéndose uno tras otro.
-Aquí D-1, la situación en la estación de trenes es normal. No hay señales del objetivo.
-D-2 informando, la situación en la Alexanderplazt es normal. No hay indicios de la presencia del objetivo.
-D-3, nada inusual que reportar, la situación es normal – Magret reconoció la voz de Vázquez al instante, tras la cual informó de su situación.
-D-4, nada de lo que informar, la situación en el Tiergarten es normal.
-Aquí base, recibido. Mantened vuestras posiciones y continuad la vigilancia, de una forma u otra, esta operación terminará en dos días. Si Ala de ángel no aparece, las autoridades de Manchester tomarán el relevo, y la investigación revertirá de nuevo en la caza de un terrorista sin nombre ni rostro. Llevad a cabo vuestra misión con toda la debida diligencia.
-Recibido Base, D-1 corto y cierro.
-D-2, recibido, corto.
-D-3, corto y cierro.
Magret se quedo pensativo mientras veía caer la nieve en toda la ciudad.
-D-4, aquí base, no le copio.
-D-4, recibido, corto. Magret se disponía a cerrar el cibercom cuando recibió una transmisión de Vázquez.
-Magret, deja de hacer el tonto. – El tono de la capitana era a la vez severo pero comprensivo.
-No he podido evitarlo, deberías saber que no estoy hecho para este tipo de misiones de vigilancia de larga duración. Además, esta nieve tampoco ayuda mucho, reduce la efectividad del camuflaje óptico.
-No hay demasiada gente hecha para esta clase de operativos de vigilancia, de todos modos.
-Acabemos con esto de una vez y larguémonos a casa.
-Todo habrá terminado dentro de un par de días...-Vázquez trataba de sonar afable -Magret, me desconecto, no hay ninguna garantía de que no puedan pinchar este canal, aunque sea una transmisión encriptada. Vuelve enseguida a tu puesto.
-Lo sé, lo sé... -contestó Magret con un tono alicaído.
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-No estoy hecho para estas misiones- Magret refunfuñaba para sí mismo mientras compraba un periódico en el Kiosko de la plazoletilla central del Tiergarten.
Se sentó en un banco, encendió un cigarrillo, y se dispuso a leer para distraerse un poco del aburrimiento que le suponía vigilar y buscar a un terrorista que bien no podría ser la persona que estaban buscando.
-Avistados monstruos invisibles en las estaciones de Tren y Aeropuerto – Magret sonrió para sí al leer la noticia. – Parece que no soy el único que se aburre por aquí- concluyó. Sin embargo, su cara se tornó seria al llegar a la sección de Internacional
-Los refugiados Africanos declaran diversos puntos de España y Francia como regiones autónomas dentro de la UEO – Las cosas se están poniendo feas en casa...
Magret apagó su cigarrillo, percatándose de que le estaban mirando. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que era la niña en silla de ruedas de la noche anterior. Le miraba fijamente.
-No puede haberme reconocido, llevaba el camuflaje puesto, ¿qué pasa con esa cría, si es así, cómo lo ha hecho? –Magret trataba de actuar con naturalidad, como si siguiera leyendo el periódico. La niña bajo la mirada y continuó su camino.
Magret decidió seguirla., hasta que llegó a una Iglesia. Una vez dentro, halló a la niña rezando delante del altar mayor.
-Por favor ángel, dime, hace ya dos semanas que recibí el E-Mail, ¿por qué mi papá no ha venido a verme?
Magret reaccionó ante esto con estupor - ¿papá? – pensó. La niña seguía su soliloquio.
-Siento su presencia cerca. Debe tener otros asuntos importantes.- La chiquilla percibió algo y se dio la vuelta, como buscando a alguien entre los bancos de la nave central.
- ¿Quién es? –preguntó al aire.
-¿Cómo puede ser tan perceptiva, apenas me he movido? – Magret estaba bastante preocupado.
-¿Podría ser qué...? – El vuelo de una paloma interrumpió a la cría, que se apesumbró al confundir la presencia de la paloma con otra cosa, que anhelaba más. Con rostro triste, salió de la Iglesia.
Magret la siguió, bastante confuso, hasta un orfanato. La chica entró y subió hasta su habitación, desde cuyas ventanas Magret pudo comprobar que poseían una vista privilegiada del Tiergarten, y más en concreto de la Gold-Else.
-Quizá pudo verme desde su cuarto, y por eso me reconoció en el parque esta mañana – pensó para sí. Por fortuna, la chica había abierto una de las ventanas, por lo que tal vez si se presentaba la oportunidad podría entrar y ver el E-Mail que menciono la chica en la Iglesia.
Mientras esperaba su oportunidad en la cornisa, oyó a la chica dirigiéndose a la Gold-Else
-Ángel, cuando papá me pregunta siempre le digo que no quiero nada, pero esta vez es diferente. Estoy segura de que papá volverá a casa con un nuevo cuerpo prostético –Magret apenas podía creer lo que estaba oyendo, suspiró - y me gustaría que por una vez...
En ese momento, la Matrona llamó a la niña por su nombre.
-Teresa, te necesito abajo un momento, ¿puedes venir por favor?- La voz de la matrona tenía un tono amable.
-¡Voy! – respondió rápidamente Teresa. Magret aprovecho la situación y se coló en la habitación. En el escritorio estaba el ordenador portátil de la muchacha. Magret lo encendió y busco en el buzón de correo electrónico.
-Ha de ser este –Magret lo abrió. Tenía un archivo de audio adjunto, que rápidamente reprodujo.
-Soy papá, pasaré a verte en las próximas dos semanas. Nos veremos en la Iglesia de siempre.
Ni fechas concretas ni lugar específico en el mensaje. Magret decidió mirar en el diario de la pequeña. Tras una pequeña búsqueda, lo encontró en el último cajón del escritorio. Antes de abrirlo, pidió perdón a la niña.
-Vaya letra más mala, me cuesta leerla. –pensó mientras pasaba páginas y páginas en blanco. Había pocas entradas, la primera que encontró tenia fecha del 12 de Julio de 2060.
-Papá vino a verme esta noche, le he visto en la capilla de la Iglesia
Siguió ojeando, hasta que encontró otra entrada que le llamó la atención.
-24 de noviembre de 2059. Papá ha regresado hoy, tal y como prometió, un mes antes de navidad. Me ha traído un regalo a la capilla, un abrigo de cachemira.
Esta vez, Magret fue directamente hacia una fecha determinada, lo que confirmó sus sospechas.
-11 de Febrero de 2058. Ha llegado un mensaje de papá caído del cielo. Nos hemos visto en la capilla de la Iglesia, me ha regalado unas manoplas.
-Estas fechas son los días previos a que Angelico abandonara Berlín...-Magret siguió ojeando el diario hasta que encontró una última entrada escrita en la tapa interior del diario.
-Tenemos una contraseña por si papá regresa con otro cuerpo y yo no le reconozco. ¿Qué tiene pensado hacer hoy el Ángel? Voy a hacer llover plumas de Ángel por todo el mundo.
Magret suspiró. El padre de esa niña era Ala de ángel. En ese preciso momento Magret pudo oír la silla de Teresa subiendo las escaleras, por lo que se apresuró a dejar todo como estaba, y salir de la habitación de la muchacha. Sin embargo, permaneció en lo sucesivo cerca del orfanato para vigilar sus movimientos.
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-Aquí base, comprobación de rutina. Personal del sector D, informe de la situación.
-D-1 informando, no hay señal del objetivo, la posibilidad de infiltración es nula.
-Aquí D-2, la situación en Alexanderplatz es normal, nada inusual que informar.
-D-3 informando, no hay señal del objetivo, la situación es normal.
-D-4, aquí base, ¿por qué ha cambiado de posición?
-Por aquí hay muchos perros callejeros, ni siquiera el modelo de camuflaje 3300 puede despistar su sentido del olfato.
-Recuerde que debe informar de todos los cambios de posición. Le daremos nuevas órdenes.
-Recibido. –Magret seguía vigilando la puerta del orfanato, esperando a que Teresa saliera en busca de su padre. Era la única pista fiable que tenía, y no quería perderla. No obstante, tenía que volver a su posición de vigilancia en el hombro de la Gold-Else, algo que hizo a regañadientes.
A las 11 de la noche, mientras tanto, una figura masculina entró en la Iglesia de St. Matthäus. Un hombre joven y de pelo lacio, llevando un regalo en sus brazos, envuelto en papel rojo. Llegó hasta el altar mayor, y se arrodilló. Sin embargo, una voz le sobresaltó.
-¿Estás tratando de expiar todas las vidas inocentes que has arrebatado?
El hombre se incorporó, y sacó una pistola. -¿Quién anda ahí? – preguntó desafiante. Sin embargo, una sombra invisible se acerco hacia él, pillándole desprevenido. Le desarmó, y le redujo con una llave, poniendo su cara contra el suelo.
Magret se quitó el camuflaje óptico.
-Angelico, sabemos que Ala de ángel eres tú. No compliques más las cosas.
-¿De qué está hablando? ¿Yo...? –el hombre trataba de disimular sorpresa.
-Ni lo intentes – interrumpió Magret – Tenemos pruebas de que eres tú. Si no, dime, ¿por qué iba a haber un policía aquí a estas horas?
Angelico cambió su semblante de uno de perplejidad pretendida a uno más serio, pensativo. Se quedó mirando el regalo que había traído consigo.
-Después de arrebatar tantas vidas en nombre de tus egoístas ideales ¿aún pretendes ser un padre para tu hija?
–Magret estaba irritado – Debía haber muchas madres, padres e hijos esperando recibir regalos en todos esos lugares en los que volaste edificios e hiciste llover cristales. Si crees que puedes matar a toda esa gente y luego ir a ver a tu hija como si nada, estás muy equivocado. Lo siento colega –Magret cambió a un tono más sardónico- pero me parece que no volverás a ver a tu hija.
-Supongo que no. -respondió Angelico- Tienes razón. Magret se disponía a ponerle las esposas cuando Angelico le interrumpió
-Oye, ¿conoces a mi hija? – Magret se sorprendió ante la pregunta – Tengo que pedirte algo, si sabes quién es mi hija, ¿puedes entregarle ese paquete? Es un regalo que lleva esperando mucho tiempo, y que le hacía mucha ilusión.
Dubitativo, Magret giró la cabeza para ver el paquete, bajando la guardia, momento en que Angelico se deshizo de la llave inmovilizadora y sacó un arma. Disparó.
Magret pudo esquivar el disparo por poco, al rodar para esquivarlo, pero al incorporarse, vió cómo Angelico corría a toda velocidad entre los bancos de la nave central de la Iglesia. Confiado, Angelico siguió corriendo, pero fue detenido en ese instante por la Capitana Vázquez, que le propinó sendos golpes en el abdomen, que le hicieron aterrizar en el suelo.
Magret sacó su pistola y le disparo en las piernas y los brazos, para inutilizarlos, preso de la rabia y la frustración que sentía al ver cómo un hombre se aprovechaba de su hija de ese modo.
-Capitana – alcanzó a decir Magret mientras Vázquez inducía a Angelico al coma con el neuralizador, y conectaba su sistema nervioso a un dispositivo de almacenaje.
-¿Desde cuándo sientes lástima por la gente?- respondió Vázquez una vez neutralizado Angelico, con un tono severo. – Iva a observarte sin meterme, pero has sido muy descuidado.
-Lo siento –Magret bajó la cabeza. -¿cómo has sabido que estaba aquí?
-Pinché tus receptores visuales sin que te dieras cuenta.
-¿Cuándo fue eso?
-Si no hubieras sido tan descuidado, te habrías dado cuenta – Vázquez empleo un tono sarcástico, una costumbre muy suya, como Magret estaba acostumbrado a padecer. – En cuanto lo notifiquemos al Cuartel General, y vengan a recogerlo, la operación se habrá terminado. Volvemos a casa.
En ese instante, ambos se sobresaltaron al oír la puerta de la iglesia y sacaron sus armas. Las guardaron al ver que era la niña, Teresa.
Avanzó por la nave central, levantando los brazos, como palpando el aire – ¿Papá? ¿papá eres tú? Acabo de escuchar unos ruidos – dijo con voz temblorosa. - ¿Qué ha pasado?
Magret se quedo estupefacto – Tú...no podías verme, porque eres ciega – Sin darse cuenta, había pensado en voz alta. Teresa se sobresaltó.
-¿Quién hay ahí? ¿Papá? – Teresa trató de levantarse de su silla de ruedas. Trastabillando, logró agarrarse a un banco, y continuó andando como pudo.- ¿Eres tú papá? Estoy segura.
Vázquez miró cómo la niña avanzaba torpemente, sin percatarse de la presencia de su padre, que efectivamente estaba allí, pero tumbado en el suelo, inmóvil. Teresa tropezó con la pierna de su padre, pero volvió a incorporarse -¿Papá? Estoy asustada, dime algo, ¿papá?
Magret y Vázquez permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer.
-¿Estás ahí verdad? – Teresa estaba cada vez más cerca de Magret. Tentaba el aire con su brazo izquierdo, mientras que con el derecho se apoyaba en los bancos para avanzar, renqueando, en busca de su padre. - ¿Qué va a hacer hoy el ángel? ¿Qué tiene pensado hacer hoy el ángel, papá?
Magret no pudo soportarlo más. –El ángel...- dijo titubeando.
La cara de Teresa se iluminó, sonrió, y prosiguió – ¿El ángel?
-El ángel...no va a ir a ninguna parte.
Relato nº8
Venganza incumplida:
La edad no es importante, sobre todo si eres un asesino.
Tenía yo pocos años, era una dulce niña muy habladora y creativa, extremadamente alegre, de ojos brillantes y sonrisa sincera que vivía al otro lado del charco, en Estados Unidos.
Cumplidos los cinco inviernos, llegó ella.
La vi por primera vez como una intrusa, como una invitada temporal. No me hice preguntas al ver sus numerosas maletas, llenas de seguramente ropa, cosméticos y otros objetos superfluos sin valor. Mis ojos sólo querían fijarse en el chico que iba tras ella, como un perro a las faldas de su dueña. No demasiado mayor que yo, quizás tuviera ocho o nueve años, pero su expresión tras esas gafas de empollón no era la de un niño inocente. Tenía una mirada hosca, y su manera de tratarme era bastante hostil. En eso se parecía mucho a su madre.
- Papá –le pregunté al ver que, bien entrada la noche, no se iban- ¿Cuándo se van a ir?
Mi padre en realidad no era mi padre. Se llamaba Michael Richard Barton, de lo cual mi único recuerdo consiste en levar su apellido. Lo único que recuerdo de él eran sus ojos; verdes, oscuros y suaves, como el musgo. Alto, fuerte, de carácter apacible y de buen corazón que me hacía disfrutar con sus juegos de magia. Es la imagen que atesoré entre mis recuerdos más valiosos.
- No se van a ir, Gaby –me dijo él después de soltar una carcajada- ella será tu segunda madre.
- ¿Cómo que una segunda madre? ¡Yo ya tengo a mamá! –grité confundida.
- Pero ella está muy lejos, y yo quiero a esta mujer... -me dijo él, con una sonrisa que me pareció de lo más cínica.
- Aun así, seguiré viendo a mamá, ¿no?
- Claro que sí, amor. Podrás ir todos los veranos a verla a España.
También me enteré de que aquel niño tan borde iba a ser mi hermanito. No podía haber nada peor que convivir con dos completos desconocidos, pero lo que yo imaginaba... Ni si quiera se asemejaba al pequeño infierno que creó esa persona...
- ¡Me voy! –dijo mi padre, ya vestido con su traje de militar.
- ¡Adiós papá! –corrí a despedirle, pero aquella señora estaba colgada de él y se despedía de él con palabras de <<¡Que tengas un buen día en el trabajo!>> y <<¡Vuelve pronto!>>, sin permitir que me acercase para decirle adiós... Porque al intentarlo, me cerró la puerta en las narices.
Esta vez, la mirada de esa mujer me dio pánico... Me observaba cual serpiente mira a una presa: Dispuesta a atacar en cualquier momento... Pero sin ninguna prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante... Y, en realidad, mi padre trabajaba el día entero, y no volvía antes del crepúsculo.
- ¿Vas a llevarme a la guardería?
Ella se limitó a mirarme mal, pero ni me contestó. Se dirigió al coche y se largó, a todo rugir del motor, cuando vio que mi padre ya había desaparecido por el horizonte. Sola en un chalet abierto a cualquier persona, buena o mala, con la única compañía de mi hermanastro, que había salido de su cuarto al notar la ausencia de su madre.
- Esto... Tu madre se ha ido –me atreví a decir.
Como su madre, me hizo el peor de los vacíos. Se encerró en su cuarto y no pude hablar con nadie hasta que unas horas más tarde, la intrusa volvió.
- ¿Por qué no me has llevado a la "guarde"? –le pregunté a la parásita que residía en mi hogar... Un hogar que no era el suyo.
Me molestaba mucho que ni si quiera me mirase, haciéndome ese desprecio. Porque era MI casa, y ella no tenía derecho alguno a vivir en ella, así que levanté la voz para que me prestara atención:
- ¡Eh, que te estoy hablando! ¿Estás sorda?
- ¿Quién te has creído que eres? –me habló por primera vez, con veneno en la voz- ¿Tú eres imbécil o qué?
- ¡Has dicho una palabrota! –exclamé. Nunca había escuchado una palabra malsonante en mi vida, quizás en la calle, pero, ¿De mi padre?
- Tú debes de ser tonta, estúpida –me escupió a la cara- Creo que no lo has entendido. La que manda –se acercó mucho a mí- soy yo, ¿Te queda claro?
- ¿Por qué? El que manda es papá –no podía entender lo que estaba ocurriendo, pero los insultos hacían en mí mella profunda.
- Pobrecilla... Eres demasiado tonta para entenderlo, ¿Verdad?
- ¡Yo no soy tonta! –grité con los ojos aguados.
- Pobrecilla, además de tonta ni si quiera es guapa... Mírate. Das asco.
Corrí a mi habitación porque no podía seguir soportando semejante humillación. Tenía que decirle a mi padre lo mala que era ella, esa bruja con cara bonita. Me metí en la cama y me tapé con las sábanas, mientras lloraba desconsoladamente, pero en silencio. Las sombras empezaron a colarse en mi habitación mientras anochecía.
También mi vida se tornaba muy negra y no estaba segura de que pudiera haber un nuevo amanecer.
Fuera, las ruedas de un todoterreno batían la tierra húmeda y dos pares de focos iluminaron la habitación. Me asomé por la ventana y comprobé que, en efecto, era mi padre de regreso.
- ¡Papá! –gemí de alegría, pero antes de que pudiera salir de mi cuarto, ella entró y dijo, con cara de ángel:
- Sal a recibir a tu padre, Gabriela. –como un rayo, me calcé unas zapatillas y salí a su encuentro, pero ella me detuvo y me susurró al oído- Si le dices algo, te mato.
Te mato.
Como una cinta que rebobinas muchas veces, como si fuera un disco rayado, como el ciclo del agua...: Repitiéndose una y otra vez, dentro de mi cabeza.
- ¡Hola, Gab! –era el apodo cariñoso de mi padre- ¿Qué tal ha ido hoy? ¿Todo bien?
- Sí... -respondí como una autómata. Porque mi mente decía: ¡¡AYÚDAME!!
- Me alegro. ¿Se ha portado bien la niña, cariño? –le dijo a esa detestable.
- Bueno... Es un poco maleducada –Las lágrimas volvían a luchar por salir- pero he podido ocuparme de ella. No se porta demasiado mal. ¿No crees que está un poco malcriada?
Mientras seguía dándole una falsa imagen de mí a mi querido progenitor, lo único en lo que podía pensar era en cómo conseguiría soportar el día a día... Porque mi intuición me aseguraba que, a partir de ese momento, todo iba a ser mucho peor.
-------------------13 años más tarde-------------------
*Cambio de personaje*
El bar estaba atestado de gente que olía a tabaco y a alcohol. No necesité saber que una chica había entrado en el garito, sólo hacía falta oír las obscenidades que abucheaba el gentío. Noté su presencia a mi izquierda, pero ni la miré. Di otro sorbo más a mi cerveza.
Me llamo Syrus, aunque en español se pronunciaría "Sairus". Aun si es difícil de creer, es un nombre de tío. Soy un chico normal, alto y un poco delgaducho que se cree que bebiendo se puede enterrar el pasado... e incluso el presente, porque mi vida no vale una mierda.
- Eh, tú. ¿Me oyes? –me dice la chica que tengo al lado.
- ¿Eh? ¿Qué? –una respuesta brillante, sin duda.
Ahora me tomo el privilegio de mirarla embobado, con más atención: Es morena, tiene el pelo ondulado y largo hasta los hombros, y unos ojos castaños que parecen tener brillo propio. No está gorda, aunque sí un poco ancha, pero tiene unas curvas que seguramente más de una envidiaría. No lleva nada de maquillaje. Quizás sea la única chica que conozco que no lleve, y además, lo cierto es que no lo necesita. Se muestra sorprendentemente inocente, a pesar de llevar una camiseta con escote y unos vaqueros ajustados. Es muy joven, tendrá unos 3 años menos que yo. Parece una cría en el cuerpo de una mujer.
- ¿Le pongo algo, señorita? –le pregunta el de la barra.
- ¿Tienes coca-cola sin cafeína, por casualidad? –responde. Su voz es bonita, pero me trae malos recuerdos. Aunque no pueda entenderlo, es como si quisiera alejarme de ella lo antes posible.- La cafeína me vuelve loca, ¡y el alcohol ni te digo...!
- Perdona –le digo- ¿Te conozco de algo?
- ¡Por fin te dignas a hablarme! –me dice, con tono de reproche, aunque cuando sonríe me doy cuenta de que bromeaba.- No, llegué aquí ayer, soy de España... Por allá en Europa, al este, atravesando el océano... -dice con ojos de soñadora.
- Sí, sí, sé dónde está España –le digo, casi enfadado- ¿Qué quieres?
- Estoy buscando a alguien –su expresión cambia de repente por una repentinamente seria, aunque vuelve a ser la de siempre en unos segundos y dice- ¡Es que creo que eres el único que me puede ayudar aquí! –y echa a reír.
Ciertamente, es una persona muy curiosa. Nunca me había topado con alguien de estas características. Pero no tengo la obligación de ayudarla, que se busque la vida como pueda. La miro con atención y preparo mis palabras, para que no suenen tan duras.
- Aquí tienes... -nos sorprende el del bar- una coca-cola sin cafeína. Invita la casa.
- ¡Gracias! –y cuando se va, me dice- Menos mal, porque no me queda ni un duro... Bueno, ¿Puedes ayudarme?
- Pues... -veo cómo va a coger el vaso helado y le prevengo- Cuidado con eso, está muy frío.
- No importa, no tengo demasiada sensibilidad para el frío. ¿Y bien?
Aunque no lo comprendo, me dan ganas de ayudarla en todo lo que pueda. Pero, ¿Por qué quiero ayudar a una desconocida?
- Ni si quiera sé cómo te llamas –le digo, receloso.
- Soy Gabriela, encantada –me tiende la mano. Y aunque me quiero acordar de ese nombre, no consigo visualizar nada más que la chica que tengo enfrente.
No sé como llegué a esto, pero ella estaba en mi casa, sentada en mi sillón, mirándome despreocupada.
- Te prometo que mañana me voy –me dijo.
- No te preocupes, duerme bien. –la miré, mientras se acurrucaba en el mueble- ¿No sería más correcto que tú durmieras en la cama y yo en el sillón?
- No. Soy una total desconocida que se ha colado en tu casa. Ya es mucho que pueda dormir aquí. Buenas noches.
- Hasta mañana –me despedí.
Con la inquietud de saber que ella estaba en mi casa, el sueño me abandonó por completo. Me levanté antes del alba a por un café, sin hacer nada de ruido. Mientras lo hacía, ella entró en la cocina con un sonoro bostezo.
- No he dormido nada –se quejó- aunque es muy probable que tú tampoco. ¿Eso es café? Ni se te ocurra acercármelo –bromeó.
- ¿Quieres algo?
- Un vaso de leche muy fría, por favor.
- Marchando. –mientras iba a por la leche su voz seguía articulando palabras.
- Agradezco lo que has hecho por mí. Menos mal que te conocí en aquel lugar... No sé si me las hubiera apañado sola. En serio, gracias por todo, pero no quiero causarte más molestias. Puedo seguir buscando por mí sola.
- ¿Estás segura? –le dije, ofreciéndole el vaso de leche.
- Ajá. No sé cómo pagártelo... Ya te lo he dicho, no tengo ni un mísero duro.
- No pasa nada. Eres bienvenida por aquí.
Y así, sin más, se fue de mi casa. Mi apartamento volvía a ser tan silencioso como siempre, nadie la llenaba con su risa. Encima del escritorio me pareció ver algo extraño...
- ¡Es su bolso! –me dije.
No debería hacerlo, pero la curiosidad me pudo y lo abrí. Después de sacarlo todo, me llevé la mano a la boca, y murmuré:
- Oh, Dios mío...
Salí de casa corriendo, cogí el coche y puse rumbo a mi hogar de la infancia. Sólo había tenido tiempo de mirar una cosa: Su DNI.
-> Nombre: Gabriela Richard
-> Apellido: Barton
Y, en el fondo del bolso, había una funda de algo... algo parecido a una pistola. (...)
Llegué a tiempo para oír un disparo.
- ¡MAMÁ! –grité, corriendo hacia esa casa que tantos recuerdos oscuros albergaba. Seguía allí, en el mismo campo que trece años atrás, como esperando a que su legítima dueña regresara.
Abrí la puerta, y ver que estaba abierta tras ser previamente forzada me puso más nervioso. Subí las escaleras, y entré al salón del piso superior.
- ¡Mamá...!
Me quedé paralizado al ver a mi madre tirada en el suelo, respirando agitadamente, al igual que mi hermanastra. Ella se apoyaba en el marco de la otra puerta. La televisión estaba hecha añicos debido al disparo.
- ¿Quién diablos eres tú? –preguntó mi madre, llena de pánico.
- ¿Es que no te acuerdas de mí, "mamá"? Soy esa pequeña escoria de la que tanto te aprovechabas. ¿Te refresco la memoria? –dijo ella, con furia asesina en sus ojos, normalmente tan dulces e ingenuos.
- ¡T-Tú! –gritó ella, horrorizada.- ¿Qué haces aquí?
- Quiero... Venganza.
De nuevo, el revólver sonó y la lámpara cayó al suelo. Para mi sorpresa, porque todavía no había podido moverme del sitio, Gabriela...
...estaba llorando.
- ¡Joder, ¿Por qué no puedo matarte?! –decía entre lágrimas- ¡¡Te detesto, te quiero ver muerta!! ¡¡¡TE ODIO!!! –y se derrumbó en el suelo, tapándose los ojos mientras lloraba amargamente. Intenté acercarme, pero me apuntó con el arma y me amenazó- ¡¡No te acerques!! ¿¡Por qué...!?
- Tranquilízate. Soy yo, Syrus.
- ¡Sé perfectamente quien eres! ¡Te mereces lo peor después de ella!
- Gabriela, no vas a matar a nadie. Es imposible. Tú no eres así, no eres capaz. Ni si quiera a ella.
- Mi padre... -murmuró, temblorosa.
- Ven. Te llevaré a verlo. Pero suelta el arma, ¿Quieres? La venganza no te conducirá a nada.
- ¡No te servirá para nada matarme! –intervino mi madre.
- ¿Y tú qué sabes? Me has arruinado la vida. Todo. Me separaste de mi padre...
- No era tu padre –dijo.
- ¡¡Sí que lo era!! –respondió la pequeña- ¡¡Un padre es el que te lee cuentos por la noche, el que te arropa antes de irte a dormir, el que te pregunta cómo te ha ido el día...!! Eso es un padre. Y tú me lo arrebataste. –ahora no mostraba una expresión de ira, sino de cansancio y tristeza. Tiró la pistola al suelo y se acercó a mí.- Llévame con él, por favor.
Así es como mi madre salvó su vida, a pesar de haber deshecho la de Gabriela. Sin embargo, hasta el día de su muerte, no supe que la atormentaban los fantasmas y el remordimiento, porque en el fondo seguía siendo una persona. Yo llevé a Gabriela a ver a su padre al cementerio. Se mudó aquí, a Estados Unidos, y se instaló en mi casa, diciendo que "parte de mi herencia es suya". Pero bueno, no me importó demasiado, ya que es la única que consigue que mi vida tenga algo más de color.
A veces me pregunto qué hubiera pasado si no tuviese un alma tan pura como la que tiene. Puede que hubiera cometido un asesinato o dos. Pero el destino me la trajo de vuelta, así que ya no necesito beber más para borrar el pasado que ahora convive con el presente.
Relato nº9
Relato retirado a petición del autor.
Relato nº10
En el invierno del mundo
Las paredes tiritaban. El frío del exterior se había colado por la chimenea, donde los últimos leños yacían agonizantes. Un graznido cayó sobre las cenizas. El fuego se contorsionó entre estertores y expiró de pronto.
Los pasos del leñador se dirigieron hacia la fuente del humo ya extinto. Al suelo le dolían los pies de aquel gigante encorvado, incluso cuando paró para husmear con los dedos entre el polvo negro a modo de innecesaria autopsia. Frunció el ceño. No tenía más madera: había que salir a por más. ¡Sí, habría que salir! Pero no ahora, no esta noche. Multitudes oscuras se arremolinaban entre los árboles. Tendría que esperar. Dormiría sin lumbre, si era imprescindible. Podía meter dentro a los perros para darse calor.
Echándose por encima el abrigo, se asomó a la ventana. Maldijo en silencio. El campo brillaba, blanco y frío. Se refugió todo lo que pudo entre sus ropas y empujó el picaporte de la entrada. La puerta se despidió de él con un chillido. "Vuelve pronto", parecía decirle, y de hecho no llegó a cerrarse del todo. De camino al cobertizo, el viento arreció. Ahora la madera se lamentaba sin que nadie le prestase atención.
Se sacudió las botas al volverse a ver bajo techo. Cuatro pares de ojos brillantes reprobaron su conducta. Sólo se calmaron cuando echó a patadas la nieve que él mismo había traído. Sopló fuerte. Hacía algo más de calor allí, aunque también olía peor. ¿No haría mejor quedándose?
Los animales no se resistieron cuando soltó sus correas. Caminaron hasta la casa como espectros cenicientos, sin hacer ruido. Si hubieran tardado un poco más en moverse, habría jurado que las pobres bestias estaban muertas. Sólo ofrecían signos de vitalidad cuando comían. A veces olvidaba darles su ración y ellos le castigaban aullando toda la noche. Luego les daría algo. Acarició a uno, el más rezagado. Los dos se apartaron al instante. Estaba mojado. Era pegajoso. Le observó al alejarse: no era sangre. Se encogió de hombros y siguió.
Miró hacia atrás. El sol ya había caído tras el horizonte y sus pedazos rotos ardían en el cielo, arrojando sombras rojizas que se desvanecían al tocar la tierra helada. Pronto anochecería.
Un chirrido.
Intrigado, miró hacia la puerta, donde los perros aguardaban con impaciencia. Incluso en semejante estado de excitación parecían fantasmas sin voz. Las bisagras, inertes, tampoco eran culpables esta vez.
El chirrido se convirtió en llanto y el llanto en grito. Venía de algún punto hacia el oeste, donde algunas cabañas achaparradas como la suya salpicaban el desierto de hielo anticipando la existencia de un poblado que huía del bosque circundante. Con los animales siguiéndole a modo de siniestro cortejo, cruzó el umbral sin dejar de mirar al exterior. Tanteó las paredes, pateó el convaleciente suelo. El grito repicaba apremiante. Sus dedos rozaron una pieza de metal dentado. No se atrevía a dirigir la vista hacia las manos. Acarició la hoja, de una frialdad reconfortante al lado de la de su carne. Agarrando el hacha por el mango con firmeza, se dispuso a salir.
El aire le golpeaba en la cara, congelando las gotas de sudor que anidaban en su cabellera descuidada. A medida que se alejaba del sol moribundo, sentía el mundo volverse gris. La noche proyectaba sombras sin nombre desde la punta de las garras de madera que brotaban a su alrededor, desconocedoras de estación alguna que no fuera el invierno perpetuo. Hileras interminables de árboles en movimiento le perseguían mientras el suelo mordisqueaba sus pies. Al principio sólo lo oía masticar. Luego sintió un dolor punzante en sus tobillos. Una vez. Y otra vez. Y otra. Y otra, y otra, y otra. Cuanto más rápido trataba de alejarse de las inagotables fauces albinas, más prisa se daban estas en hacer su trabajo.
Tocó algo duro con la punta del calzado. Los restos del gran festín yacían desperdigados por todas partes. Huesos, madera y piedra, a nada se le hacía ascos en aquella mesa. Los despojos le recordaban dónde estaba, al mismo tiempo que hacían peligrar su equilibrio. Sus ojos tiritaron sobre el hielo, esquivando las trampas del terreno sin dejar de buscar origen del ruego. No podía andar ya muy lejos.
Y allí estaba, agazapado. El leñador se acercó sobre el pequeño cuerpo que yacía entre mantas improvisadas en medio de la nieve. Dos ojillos de párpados de cebolla retrocedieron asustados al chocar contra el titán que corría hacia él, clavando las uñas negras en la gigantesca hacha. Quizá pensó que si se acercaba lo bastante a él estaría a salvo de cualquier movimiento de la descomunal arma. Quizá decidió entregarse al desconocido antes que encarar de nuevo aquello de lo que huía, fuera lo que fuera. En cualquier caso, se aferró a la pierna del coloso y aún trató de esconderse bajo su abrigo. Tiritaba. El leñador no logró seguir rastro alguno en la nieve. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, solo?
Apartó de sí a la criatura con brusquedad. Atravesó la maraña de telas que apenas lo protegían sin hallar resistencia, hasta que alcanzó la piel. Pálida, helada, pero sin heridas. Miró el cuello con detenimiento. No había marcas. No habían llegado a alcanzarlo. El pequeño volvió a su posición sin inmutarse. Venciendo a la parálisis que agarrotaba su anatomía infantil, logró señalar un punto no demasiado lejano. Se encomendaba por completo al que creía su salvador. Cuando él se marchara, sería un cadáver en la nieve.
Un centenar de rostros los observaban con atención felina en el penoso tránsito hacia su destino. La casa era algo mayor que la suya. Creía haberla visto antes, pero no podía estar seguro. Todas las chozas se parecían. ¿Y qué habría importado? Aquellos que trataban de esconderse entre la multitud de un poblado eran poco más que un rebaño asustado esperando al lobo, fingiendo unidad cuando en el fondo de sus corazones el hombre ya había devorado al hombre.
Al bordear el edificio, la presión de su pierna se intensificó. Había ocurrido allí. Dentro. La certeza le volvía loco. ¿Seguiría ahí? Si no, volvería por donde había venido. Si lo estaba, entonces podía sorprenderle. Encerrado sería más fácil. No mucho, lo suficiente. ¿Cuánto tiempo eran capaces de respirar el aire del interior antes de sentir el impulso de regresar a su elemento? A la brisa helada, el olor a tierra removida, la luna gris, la sombra de mil rostros. Pero quizá se estuviera alimentando.
Se detuvo ante la madera podrida. ¿Le delatarían las bisagras? Lo mejor sería hacerlo rápido. Trató de quitarse de encima la carga que llevaba aferrada al muslo. No le costaría demasiado arrancarlo. Claro que quizá empezara a llorar, y entonces estaría perdido. Es igual, ni siquiera pesaba. Podía entrar y descargar su hacha. Sin pensarlo. La celeridad era vital. Aun encerrados eran ágiles como un demonio. E inteligentes. La sorpresa no duraría mucho, y si de verdad estaba comiendo no le iba a gustar que le interrumpiese. Quien diera el primer golpe había vencido.
Agudizó el oído. Nada. Por dentro era una tumba. La nieve acumulada frente al portón devolvía un brillo marmóreo. Las marcas no ofrecían lugar a dudas. Alguien había entrado hacía poco. O salido. Ahora o nunca.
Los tablones mohosos amenazaron con partirse del golpe. Una dentellada gris cortó la oscuridad para morir a mitad de camino. No había nadie, ni debía de haberlo habido en mucho tiempo. Bajó el hacha. Las tinieblas del exterior se filtraban por los poros de aquella carcasa en ruinas. Si por fuera parecía humilde, por dentro el estado era lamentable. Ni siquiera había muebles cuya silueta pudiera adivinar.
El viento cerró la puerta sin aviso previo. ¿Y el niño? No podía vivir allí, eso estaba claro. Volvió sus ojos hacia la criatura y sus miradas se cruzaron. Sonriente, con los ojos muy abiertos, seguía ahí, aferrado a un lugar donde ningún hacha podía alcanzarle. Entonces comprendió.
Los aullidos de sus perros se escucharon durante noches.
Relato nº11...EN NADAComo cada día a las siete de la mañana, mi padre entró en mi habitación y con un sonoro rugido me sacó de mis sueños para traerme de vuelta a la vida real. Me dirigí como un zombi al baño y abrí el grifo de la ducha, pero como salía muy fría aproveché para mirarme al espejo. El tiempo aún no había hecho mella en mi piel, a parte de los típicos granos que tiene todo adolescente, me aparté mis finos y azabaches cabellos lisos para observar unos penetrantes ojos, cuanto más los miraba más absorbido me sentía en ellos, no tenían un color totalmente definido que variaba de gris marmóleo a negro azabache. Miré más abajo y entre las llamas ardientes que eran los labios de aquel reflejo, aprecié unos pequeños pelillos que comenzaban a crecer, símbolo de pubertad. Durante minutos seguí apreciándome hasta que el vapor condensado en el baño hizo el estar vestido una experiencia sofocante, así que dejé de enalzarme a mí mismo de forma narcisista y me desvestí no sin antes apreciar mi dulce figura en el espejo.
Tras diez minutos disfrutando de un placentero baño, me sequé y vestí, ya estaba dispuesto a irme, pero no sin antes prepararme unas tostadas con aceite de oliva. Cada vez que veía esos trozos de pan recubiertos de un fino y brillante hilo aceitoso –es aceite, que esperas-, se me hacía la boca agua y no podía resistir la tentación de hincarle el diente a tan preciado manjar.
Aún atontado por el calor del baño, desfilé con mi padre por el largo zaguán que tenía el edificio hasta llegar al coche. A los pocos minutos, ya había llegado al colegio.
En la entrada estaban Javier y Alejandro esperándome, los saludé y fuimos juntos a clase. Me senté cómodamente, dispuesto a echar una siesta en la primera hora que me diera energías para el resto del día. Por desgracia, el profesor de religión había faltado y en su lugar vino a sustituirle el Director González. Un hombre entrado en años, bajito, con una gran calva en medio de sus pocos y canosos cabellos, una faz bastante tosca, agrietada y arrugada y, en general, un cuerpo bastante desgastado.
-Buenos días.- Saludó con una actitud desganada mientras ojeaba con sus tristes ojos azules los asientos libres.-Vaya, parece que hoy hay muchas ausencias, pero bueno, el caso es que la clase de religión que me ha dejado señalada el Padre Javier parecía muy interesante.- Comentó con tono sarcástico.- Así que para evitar que vuestros compañeros se pierdan tan rica lección, doy la hora libre y que Javier la dé cuando vuelva
Un silencioso grito de alegría se sintió en toda la clase, seguido de unas cuantas caras de alegría y un posterior estruendo.Yo, conmovido por la euforia general, perdí todas las ganas que tenía de acostarme y me fui a sentar con Javier y Alejandro, pero por el camino, "Fito" me interrumpió:
-José, acuérdate que esta tarde tenemos clases particulares en casa de Javier, no faltes.-Me dijo con falso aprecio y siguió caminando antes de que me diera tiempo a asentir.
Tras pasar una hora entretenida charlando con mis amigos, sonó el timbre y nos preparamos para la terrorífica hora de lengua, más concretamente literatura barroca, una soporífera hora con Góngora de protagonista.
Cuando transcurrieron un par de minutos de respiro en el llamado "Cambio de hora", apareció por la puerta un hombre alto, imponente, ligeramente entrado en años aunque aún vigoroso. De tez blanca, falto de pelo y de ancha frente, con una nariz superlativa y un pequeño bigotillo; encarnaba en su persona todas las virtudes de la literatura y a su vez, todos los terrores de los adolescentes, aunque personalmente, yo le había cogido cariño
Sin dar tiempo a que nuestros gritos se redujeran a meros murmullos, agarró la silla del profesor, la colocó en el lugar aproximado que sería el medio de la pizarra, puso una pierna encima de ella, como enarcando actitud caballeresca y comenzó a recitar:
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
La clase, medio absorta por la profundidad del poema –la cual aún no llegaban a comprender-, medio absorta por la dulcísima voz con la que el profesor lo había recitado, quedó completamente en silencio, yo por el contrario, simplementé quedé pescando.
-Luis de Góngora y Argote.- Terminó el profesor.- Y dígame señor Morales.- En referencia a Alejandro.- ¿Qué cree que quiere expresar este poema?-
Alejandro, sabiendo que los amores nunca fallaban, argumentó:
-Creo, Sr. Profesor, que Góngora está enamorado de una mujer bastante bella a la cual tiene miedo de perder.-
-Lo siento mucho Sr. Morales, eso le hubiera salvado en el noventa por ciento de los comentarios, pero este no es el caso. Quiero que para mañana me busquen todos lo que significa el poema y piensen sobre eso- Preguntó a toda la clase, dejando a Alejandro a un lado.
Tras una hora entera hablando sobre las características de los literatos del siglo XVII, la clase concluyó no sin antes una última frase del filólogo:
-Y recordad, no dejéis bajo ninguna circunstancia de exprimirle todo el jugo a la vida, antes de que os acabéis convirtiendo en viejos decrépitos y sin vitalidad como me ha pasado a mí, o como le ha ocurrido a la mujer del poema.-
Esta frase fue la única de toda la hora a la que presté atención e hizo que el resto de horas se me pasaran volando, hasta que por fin, sonó el timbre de las dos y rápidamente, salimos todos de clase, cada uno rumbo a su casa.
Llegué a la mía, comí, me cambié y me dispuse a salir a casa de Javier, donde como cada martes y jueves, tenía clases particulares de la tan querida asignatura de lengua así que sin más remedio puse camino hacia allí.
Por el camino me encontré a mi "querido" amigo "Fito". Nos saludamos y en silencio seguimos caminando hasta casa de Javi. Por romper el hielo le dije:
-Tio, el otro día vi a tu madre subiéndose a un coche, llevaba una minifalda y un abrigo de piel. Sé que era ella porque me cobró setenta euros.-
-Si, es que tu madre le pidió que hiciera el turno por ella.-
-Ah, pues se ve que a tu madre le gusta, porque la sustituyó encantada.-
"Fito" sin poderse contener se preparó a golpearme fuertemente, pero la providencia hizo que apareciera la profesora de particulares para que evitara mi más negro destino.
-¡Hola! Que casualidad encontraros por aquí.- Dijo entusiasmada.
-Ah, Alejandra ¿Qué tal?- Preguntamos los dos al unísono
-Bastante bien la verdad, traigo unas frases para analizar que espero que os sean muy útiles para el examen de ¿La semana que viene? – Preguntó insegura
-Así es.- Dijo "Fito"- Pero tampoco necesitamos repasar.- Completé yo.
Tras esta corta conversación llegamos a casa de Javier, entramos en la casa y nos acomodamos todos en la cocina para dar la clase. Alejandra nos repartió una hoja a cada uno y nos preguntó si teníamos problemas con algo especial.
-Si, con la lírica barroca, no la entiendo mucho.- Respondí yo
-Juraría que en la hoja que les dí había algún poema para analizar.- Comentó mientras miraba el folio repleto de ejercicios.- Si, aquí, ejercicio trece.-
Enseguida lo busqué y comencé a leer el poema, el cual, por capricho del destino era el mismo que había recitado el profesor de lengua por la mañana.
-¿Qué crees que trata de decir el autor? – Me preguntó ella
-Creo que habla sobre sobre exprimirle todo el jugo a la vida antes de que seas anciano.- Javier y "Fito" me miraron mal, pero no dijeron nada.
-Muy bien José, veo que vas progresando.-
Y así pasó toda la hora, ella alabando mis progresos y yo llenándome de ego, a pesar de que todo lo que decía era de memoria. Tras acabar, la profesora se quedó un poco más hablando con la madre de Javier, así que "Fito" y yo nos fuimos juntos de la casa. Era ya de noche y en el cielo lucían bellas las estrellas, luminosas e imponentes a pesar de la contaminación lumínica, durante unos segundos me quedé apreciando la luna llena en medio de la acera pero sentí un fuerte dolor en mi espalda, el cabrón de Rodolfito me había metido una gran patada.
Caí al suelo y "Fito" volvió a golpearme, pero al más puro estilo americano rodé y esquivé el golpe, aprovechando para incorporarme a duras penas y saltar sobre él. Le golpeé varias veces en los brazos hasta que por fin bajó la guardia y un contundente puño chocó contra su mejilla, su boca se desencajó y retrocedió varios pasos hasta salir a la carretera.
Se oyeron pitas y un fuerte choque, vi a "Fito" tirado en el suelo, inconsciente y sangrando, yo me quedé de piedra observando como la gente se agolpaba alrededor de él; "llamen a una ambulancia" gritaba uno "¿Está muerto? Preguntaba otro, fue entonces cuando un hombre se me acercó curioso a preguntar que había pasado, y en ese momento comencé a oir sirenas, lo que me hizo salir corriendo hasta un cajero automático de estos con puerta donde me pude refugiar del ruido exterior.
Pasaron varios minutos y yo seguí en el cajero, encogido y asustado temiendo que "Fito" hubiera muerto. No podía parar de pensar en que yo había sido el culpable de ello, perdería todo lo que tengo por un simple empujón. Quedé tan confundido y exhausto por el momento tan frenético que había pasado, que poco a poco fui cerrando los ojos
En mi imaginación se formó la cara de decepción de mis padres. Mi madre, llorando desconsoladamente, apenas encontraba consuelo en los brazos de mi padre, que tampoco podía mantener la compostura. En ningún momento me miraron a la cara, simplemente me dijeron que a pesar de todo me seguían queriendo, pero que no podían soportar que su hijo hubiera matado a nadie y que no me querían ver nunca más. Lloré, grité, supliqué, juré y perjuré que no lo había hecho, que no quería que me abandonaran, que había sido un accidente, pero mis padres no cedieron, y al momento se fueron alejando de mi mente hasta convertirse en Alejandro, Javier y todos mis amigos.
-¡Chicos!¡Vosotros sabéis que fue un accidente!¿A que sí?-
Todos callaron
-¡Por favor!¡Decid algo!-
"¡Asesino!" Gritó una voz femenina, "¡Asesino!" comenzaron a gritar todos mientras cerraban un círculo alrededor mío. Atemorizado, me tiré al suelo y me encogí, tapando mis oídos con las rodillas, pero no pude evitar escuchar como mis compañeros de toda la vida dejaban de escucharme y me culpaban y señalaban. De repente, desaparecieron.
Volví al mundo real y me di cuenta de que habían pasado varias horas porque ya no había nadie en la calle. Salí del cajero y comencé a caminar intentando resguarme de la tormenta, que sin darme cuenta había tapado el límpido cielo nocturno y ya no era visible ninguna estrella. Todavía sin saber que hacer fui dirigiéndome con paso inseguro hacia mi casa, al fin y al cabo es probable que "Fito" no hubiera muerto, que solo estuviera inconsciente, mi conciencia aún albergaba un poco de esperanza.
Llegué hasta mi hogar, vacío a pesar de ser altas horas de la mañana, y el primer lugar donde me buscarían todos en caso de que "Fito" despertara, o muriera. Intentando desviar mi mente hacia otro lado, decidí acostarme sobre mi cama y comenzar a hacer la tarea de lengua. Leí el poema varias veces, grabándolo a fuego en mi interior e intentando buscarle un signficado, sabía que la clave estaba en la última estrofa, pero aún no sabía cual era. Poco a poco, y debido a la comodidad de mi colchón, comencé a quedarme dormido lentamente.
Esforzándome en satisfacerla, comencé lentamente hasta hacerla gemir. Ella, bella, joven y hermosa, tenía unos ojos tan verdes como la selva más pura y bonita que pueda existir en esta naturaleza, eran vivos e inspirados, además, armonizaban con su porcelanosa tez.
Cerré los ojos y disfruté del dulce néctar que el sexo nos regala, cada momento con ella era mejor que el anterior. De repente, sus gemidos pasaron de excitantes a grotescos y desagradables, sacándome de mi preciado disfrute.
Nada más abrirlos, el horror recorrió mi cuerpo como un penetrante escalofrío, la hasta ahora bella mujer, envejecía por segundos. Su piel se fue contrayendo y arrugando hasta que la delicada porcelana se transformó en ruda arcilla. Sus ojos se oscurecieron perdiendo la vitalidad que les caracterizaba, y en general su cuerpo se fue desgastando como alguien cuyo momento de gloria ya ha pasado.
-No te vayas, por favor, no me dejes solo.- Le supliqué, pero ya era tarde, ahora me encontraba aislado en la oscuridad sin nada más que me acompañara que no fueran las palabras de góngora "En humo, en polvo, en sombra, en nada" Esa frase resonó en mi cabeza durante varios segundos, y fue en ese momento cuando por fin reaccioné, sentí la tentación de huir, pero a mi alrededor, y sin embargo, la luz inundaba el lugar. Durante un largo instante, perdí la conciencia del exterior y permanecí meditabundo, pero unas largas manos, en forma de un grito grave y desgarrador, me sacaron a la realidad de nuevo, haciéndome correr de terror.
Mientras lo hacía, eché un vistazo hacia atrás y vi como una sombra antropomorfa iba detrás de mí, liberando de mi interior una energía que yo no conocía, haciéndome correr más rápido aún. Tras volver a la vista atrás, noté un fuerte dolor en mi cabeza y pecho, cerré los ojos un segundo para aclararme, y cuando los abrí estaba en el suelo, sangrando por la nariz y un imponente muro se levantaba ante mí.
Intenté levantarme, pero la sombra ya había llegado hasta mí y me empujó de bruces contra el suelo.
-¡Por favor!- Supliqué desesperado. No hubo contestación
-¡Por favor!- Volví a suplicar. Pero tan solo el eco de mi pregunta obtuve como respuesta.
Haciendo un último esfuerzo, volví a intentar ponerme en pie, pero con fuerzas aún mayores, el espectro volvió a derribarme, arrebatándome así toda mi voluntad, ya no pude más.
Humillado, vencido y sin ganas, cedí ante él y durante minutos, no me moví más. Por fin, animado por lo poco que quedaba en mí, la curiosidad, miré fijamente a aquel que me mantenía en el suelo. Al principio, no vislumbré nada, pero poco a poco, en la oscura faz de la sombra, comenzaron a formarse caras conocidas. "Fito", un policía desconocido o el conductor del coche.
-¿Qué háceis aquí? No contentos con destruir mi vida, ¿venís a arruinarme los pocos sueños que aún me quedan?Dejadme imaginar en paz!-
-No hemos sido nosotros, sino tú el que la has arruinado.- Hablaron todas las caras a la vez.
-Cometí un error, nada más, pero ustedes no lo perdonaron.-
-Te equivocas José, no fue solo ese error lo que te hundió, sino el aislamiento que formaste con el mundo exterior el que te ha subyugado. Mira a tu alrededor, no hay más que tinieblas, nosotros y una enorme pared, y sabes perfectamente lo que ese gran muro significa.-
-Dejadme en paz.- Pero aunque intenté no escucharles, sus palabras me hicieron mirar a mi interior, pero no había nada. Examiné mi corazón a fondo y estaba carente de emociones y miedos, aspiraciones o sueños, todo había desaparecido.
Relato nº12
Carta de presentación
Estimado Faerindel:
Tras varios meses de buena conducta en el lugar donde actualmente resido, se me ha premiado con una hora de uso de Internet a la semana. Al final de esta hora he encontrado vuestro foro 106. Os he encontrado por casualidad: estaba aburrido viendo cosas sin interés cuando se me ocurrió poner en el google este la cifra de 106. Desde hace un año ya, es un número muy significativo para mí. Antes era 105.
He visto que estáis celebrando un concurso de escritura, y como a mí se me da bien lo de contar historias, he decidido participar. Tengo un relato en mente sobre algo que me sucedió que estoy seguro que hasta a Khram Cuervo Errante le va a gustar, que ya he visto que es muy exigente. Por cierto, tienes que decirle a Khram que conozco a alguien a quien estoy seguro que le encantaría que se lo presentara. Es un amigo mío al que le gustan los juegos de rol en vivo tanto como a él. De hecho le metieron en la cárcel debido a ello, pero estoy seguro de que cuando mi amigo Rosado salga estará encantado de poder tener a alguien con quien compartir aficiones comunes.
En fin, como te digo mi historia os va a encantar a todos. Trata sobre una niña. Pero antes de enviártela he creído conveniente saludarte y presentarme escribiéndote unas líneas. Me llamo Juancho. Los periodistas me pusieron un apodo con el que todo el mundo me conoce, pero es tan desagradable que no lo voy ni a mencionar.
Lo primero que te preguntarás antes de nada es: ¿Cómo tengo tiempo para escribir esto si acabo de decir que casi se me ha acabado mi hora en el aula de informática? Eso se debe a que los celadores no son muy estrictos conmigo. Me hace mucha gracia cuando les veo a veces jugándose a suertes a quien es al que le toca dirigirse a mí. Y la persona que pierde nunca es demasiado severa conmigo. No les gusta presionarme ni tratarme con dureza desde que un celador tuvo un accidente, y otro se suicidó. Al primero no he vuelto a verle por aquí desde lo que le pasó. Supongo que el que el mastín que teníamos en el centro para las sesiones de animaloterapia le desgarrara la cara a mordiscos es causa de baja laboral. A todo el mundo le pareció extraño el que aquel animal hiciera aquello. Era un perro muy manso. Pero es la explicación más lógica a lo que sucedió después de que encontraran a aquel hombre de esa forma. Te parecerá que estoy un poco paranoico, pero a juzgar por como me miran todos desde entonces temo que crean que yo tuve algo que ver en aquello. Pero no quiero alargarme con aquel asunto.
Es agradable encontrar una página web, como las llamáis los que sabéis de informática, en la que pueda comunicarme con el "mundo exterior" como llaman aquí a todo lo que está fuera del centro. Todas las direcciones para enviar correos electrónicos no funcionan. Mi amigo Jorge (que a pesar de estar chiflado sabe mucho de ordenadores) me ha dicho que las han bloqueado para que no podamos volver locos a los de fuera. Las páginas pornográficas tampoco funcionan. No es que yo esté interesado en esas guarradas. Es lo que Jorge me ha dicho.
Tú y el resto de la gente que escribís en el foro deberíais venir a verme cuando vuelva a tener permiso para recibir visitas. Soy el único que no tiene ese privilegio, y admito que cuando veo volver al resto de la zona de visitas, me siento un poco triste.
Siempre que le pregunto al jefe de psiquiatría sobre cuando se me podrá visitar, siempre me dice que pronto, así que supongo que dentro de poco tendréis la oportunidad de venir a conocerme en persona. Este sitio os va a encantar cuando vengáis. Los psicólogos, psiquiatras, enfermeras y celadores están siempre atentos a tus necesidades. Y no son nada duros, como te he explicado antes. Al principio, cuando llegué, me molestaba mucho tener que tragarme las pastillas que te obligaban a tomar. Era desagradable no poder hacer otra cosa que quedarse tumbado en la cama sin tener siquiera la capacidad de limpiarte la baba que se te caía de la boca. Y cuando me quejé de ello, aquel hombre me obligó a tragármelas usando una especie de espátula de madera que me metió por la garganta.
Afortunadamente ya no tengo que tomarlas. Dejaron de obligarme cuando aquel mismo celador apareció muerto una mañana con medio palo de escoba saliéndole de la boca. La otra mitad ya te puedes imaginar donde se encontraba.
Oí decir a un médico que encontraron un montón de pastillas en su estómago. Lo que me fastidia es que en vez de considerarlo un suicidio, vuelvan a culparme a mí de ello. No encontraron mis huellas en aquel palo, y a pesar de ello me tuvieron castigado en la habitación aislada durante quince días, aparte de otros castigos como el de no poder usar Internet. Castigo que como te dije antes ha acabado hace poco.
Ya nadie se acerca a mí ni me habla, por lo que el descubrimiento de vuestro foro puedes suponer que ha sido todo un hallazgo. Gracias a tí y al resto de la "gente 106" ya no volveré a estar solo nunca.
Según he visto en el foro, a muchos de vosotros os gusta leer. A mí no me dejan, pero antes de llegar aquí leí un libro que no me gustó nada. Se llamaba American Psycho. ¿Lo has leído? Te puedo asegurar que un hombre guapo y triunfador como el de aquella historia nunca llegaría a hacer lo que hacía aquel personaje. Todas las mujeres de piernas abiertas que consumiera le quitarían toda esa loca idea de matar. El psicólogo de aquí dice que la libido mal encauzada genera frustración. ¿Qué?... ¿Ted Bundy dices? ¡Vamos hombre! Aquel tipo estaba loco.
Otra cosa que se hace aquí son las terapias de grupo. Aunque yo ya no asisto a ellas, no siempre ha sido así. Al principio formaba parte de este tipo de terapias, y me parecían muy entretenidas (aquí dentro te tienes que entretener con cualquier cosa) aunque nunca decía nada. La vez que sí dije algo fue la última en la que participé.
En este tipo de sesiones la gente habla de sus cosas delante de los demás bajo la atenta mirada de un psicoterapeuta. A veces este hace preguntas y el resto contesta. Son muy divertidas (o lo eran). Yo no solía decir nada en ellas, como ya te he dicho. Soy más bien de naturaleza callada. Sin embargo aquel día fue distinto. Una chica hablaba de su padre y de lo desconsiderado e injusto que había sido con ella. Aquella paciente se refería a él siempre muy enfadada. A mí, sinceramente, aquel hombre que ella describía no me parecía tan malo. Esa chica era una exagerada.
Cuando terminó de hablar, el resto la aplaudió y el terapeuta le dio las gracias por su sinceridad. Luego, este empezó a mirarme con una expresión en su cara que no estoy seguro de saber interpretar. Sería pretencioso por mi parte decir que era miedo. Yo creo que era más bien respeto. Respiró hondo un par de veces mientras entre los pacientes se hizo un silencio sepulcral. ¡Jo, casi hasta se podía oír latir el corazón del psicólogo! Finalmente este tragó saliva y se dirigió a mí por primera vez diciendo:
- Bueno Ju...Ju...Juancho - tartamudeó inseguro- ¿Quieres hablarnos un poco de tí mismo?
Podía notar como los celadores y enfermeras dejaban de hacer lo que estuvieran haciendo para escuchar. Lo hacían de forma disimulada. Siempre sin mirarme. Pero interrumpían sus conversaciones cuando se daban cuenta que ese hombre se había atrevido a hacerme una pregunta directa. Yo no se a que venía tanta expectación. No consideraba que hubiera nada especial que contar, y así se lo dije, pero él insistió educadamente, por lo que me encogí de hombros y me dispuse a hablarles de mí mismo. Al parecer la sinceridad era importante, y como no sabía muy bien que contarles opté por imitar a la última chica que tantos aplausos había cosechado y tratar el tema de mis padres. Mi madre murió cuando yo era un niño pequeño, así que me centré en hablar acerca de como era mi padre y de las cosas que me estuvo haciendo hasta que murió. O por lo menos quise haber llegado a la parte en la que moría, pero una enfermera me sacó de la historia cuando vomitó sobre el suelo de baldosas de la sala impidiéndome terminar. Me sorprendió mi concentración mientras relataba aquello. Hasta el momento en el que se me interrumpió no me había dado cuenta de la reacción que causaban mis palabras en la gente del grupo. El psicoterapeuta me miraba con los ojos muy abiertos, y se tapaba la boca con la mano. La carpeta donde tomaba notas había caído al suelo en algún momento. La paciente que tanto se quejaba de su padre lloraba en silencio, derramando unos lagrimones enormes sobre sus mejillas rosadas. Otro paciente movía la cabeza compulsivamente de alante a atrás mientras se golpeaba la frente con la palma de la mano. Nadie intentó detenerle. Y un olor nauseabundo me daba a entender que alguien se había hecho sus necesidades encima. Por suerte nadie se sentaba nunca a mi lado. Si esa persona hubiera estado sentada cerca mío no habría podido resistirlo.
Así que bueno, después de aquella sesión, aquel terapeuta me informó a través de la puerta de mi habitación que no hacía falta que fuera a más terapias de grupo. Que ya estaba mucho mejor y que no las necesitaba. Fue una pena, aunque también me alegró saber que ya no estaba tan enfermo, que por cierto es el motivo por el que estoy aquí. No te lo había dicho ¿no? Pero no te preocupes. Dicen que no es contagioso.
Me gustaría poder decirte que después de aquello se están haciendo progresos conmigo en una terapia individual, pero la verdad es que tampoco es el caso. El psicólogo que me asignaron para ese tipo de sesiones está de baja por depresión desde que me estuvo haciendo esas preguntas acerca de unas cartulinas que me iba enseñando con manchas negras de diferentes formas. Temo que mis respuestas le hayan impresionado demasiado, ¡pero no es culpa mía! Fue él el que me preguntó qué era lo que veía en esas manchas. Yo simplemente le contesté con la mayor sinceridad posible. Está visto que esta es una cualidad sobre valorada. Uno no puede poner todas esas cosas horribles delante de alguien y luego escandalizarse de esa forma cuando el paciente se las describe con su mejor intención.
Un celador está dando unos tímidos e inseguros golpes en el cristal que separa el aula de informática del pasillo, haciéndome ver, al señalar su reloj, que tengo que dejar el ordenador. Luego baja la cabeza y se apresura a huir por el pasillo. Supongo que volverá dentro de poco si no termino rápido. Le he visto presumir de ese reloj caro delante de las enfermeras. Su forma de mirarlas me asquea. Se me ocurren un par de cosas que hacer con él. Me refiero al reloj, por supuesto.
En fin, me despido. Ya escribiré el relato la semana que viene, cuando pueda volver a este aula. Espero ansioso ese día así como aquel en el que pueda leer vuestras críticas sobre mi relato.
Saluda a todos de mi parte.
Con afecto: Juancho.
Relato nº13
Pareja de reyes
Restaban seis minutos de las cinco de la mañana y en la calle la lluvia persistía. Deambulaba por un callejón de esos que tienen la palabra sórdido grabado en cada tapa de alcantarilla, pared y mohoso cubo de basura. Más de uno habría jurado que aquel lugar había sido concebido para estar en blanco y negro y es que, incluso con la luz amarilla proveniente de la calle a la que daba el callejón, había instantes en los que la vista te jugaba una mala pasada y te transportaba al Hollywood de los años treinta con sus cigarrillos a medio consumir, sus maullidos lejanos y sus detectives privados. Aquella, sin duda, era una idea mucho más romántica que la que Miguel tenía de su porvenir.
La lluvia caía sobre sus hombros y su cabeza desnuda. El agua le caía a la cara desde el chorreante flequillo y se deslizaba sobre sus ojos: estaban cerrados. Incombustible se desplazaba hacia la calle principal sin mucha pretensión de alcanzarla; simplemente para tener algo que hacer hasta que llegara el momento. No estaba nervioso. Una mueca de satisfacción demente se adueñó de su rostro. Si hubiera sido otra persona con menos experiencia en este campo o bien estuviera menos cansado, quizás hubiera estado histérico o simplemente algo intranquilo pero tenía claro lo que iba a ser de él y, saber que no podía hacer nada, hacía que no le preocupara más de lo que le preocupaba su propia sombra.
Dentro de su chaqueta, sus dedos jugueteaban con el cañón de la pistola. No sabía porqué había decidido traerla consigo, era inútil intentar nada: su muerte era irremediable casi en un cien por cien y la parte restante correspondía a la necia esperanza humana de la que nunca había sido capaz de deshacerse; como cuando pisas una mierda de perro: da igual cuánto frotes tu suela o trates de limpiarla porque, entre el dibujo de la suela, siempre habrá un ínfima ranura llena de mierda que no te podrás quitar. No importaba lo mucho que su mente tuviera asumida su propia muerte ni que supiera que atacar a aquellos seres no iba a servirle de nada. Pese a que la suerte estaba echada, sabía también como que no podía escapar que, aunque sólo fuera por darse el gusto, arremetería contra cualquier engendro que se le acercara, como hacían los héroes de acción. Lo haría únicamente para pasar al siguiente mundo enardecido y victorioso, pues su destino había sido cosa suya.
La codicia le había llevado hasta allí, sí; pero no se puede decir que en ningún momento jugaran con él o le engañaran. Miguel había sido uno de los pocos que, desde que el mundo es mundo, había entendido el coste de sus deseos y estaba más que dispuesto a pagarlo. No se puede decir que un alma adulta y corrompida a cambio de una joven sea un buen trato para quien posea el alma joven y aún así se lo habían concedido. Pero la verdad es que eso no le había sorprendido lo más mínimo: en el mundo existen las virtudes sólo como idea opuesta de los pecados. Los dioses no sólo lo sabían sino que además eran la muestra viviente de ello. Como compendio de pecados carentes de lealtad, honor y honestidad, lo único bueno que se puede decir de ellos es que les importa todo tan poco como para ser justos cuando hacen tratos con los mortales. La verdad, es de agradecer que la suerte no sea algo que dependa de ellos.
Le habían citado a las cuatro en un local que había al final del callejón, en un sótano. En realidad allí no había ningún local pero los dioses tienden a burlarse de los mortales con ese peculiar sentido del humor. Jugárselo a las cartas era otra muestra de ironía por parte de los todopoderosos: dejar al azar las cosas más importantes de esta vida era un comportamiento que nunca habían entendido. Miguel siempre había apreciado esto de los dioses. Los mortales siempre decían "Si vas a jugarte algo importante a las cartas, asegúrate de ser tú el que reparte.". Miguel siempre había considerado esta frase una estupidez. A su forma de ver, si iba a jugarse algo importante a las cartas, se aseguraría de ser él el único que pudiera sostenerlas. Sin embargo, con los dioses, no tenía otra opción. Se le acababa el tiempo, su sobrina estaba en las últimas, así que aceptó.
Cualquiera que no tuviera experiencia en estos asuntos podría pensar que Miguel estaba condenado desde el momento en que aceptó acudir a una timba con los dioses, pero eso es totalmente falso. Los seres humanos somos algo tan insignificante para ellos que les importa un carajo si ganamos o perdemos si en ello obtienen alguna diversión. De hecho, es relativamente sencillo engañar a un dios porque, mientras tú te concentras en tu juego, ellos están pendientes de su omnipresencia y omnisapiencia. Por desgracia para Miguel, él ya los había engañado un par de veces y cada vez le prestaban más atención: nunca te percatas de una mosca hasta que insiste en tocarte las narices. No obstante, él no era tonto y siempre llevaba una pequeña camada de gatos. Para los dioses, llevar gatos a una reunión era algo necesario: si no lo haces es porque no tienes educación ni respeto. Vale que ellos tampoco, pero intenta exigírselo. La única manera de condenarte directamente con un dios es no llevar gatos. Miguel siempre había considerado la parte de los gatos algo totalmente desagradable. El principio era aceptable: los cegaban y metían en un campo de fuerza donde podías ver perfectamente cómo les obligaban a enfrentarse alimentándose de su terror y sus bufidos. El campo de fuerza iba reduciéndose poco a poco hasta que el espacio era demasiado pequeño y, lo que venía después... Miguel agradecía que, pasara lo que pasara aquella noche, nunca volvería a ver semejante escena.
Jugar al póquer con los dioses es algo sumamente confuso y sólo podría interpretarse como un juego con mucha imaginación. No se puede decir que no sigan las reglas del juego; simplemente su percepción de ellas no era la misma que la de un mortal. Se repartían cinco cartas a cada uno, como habían visto en las películas. La habitación se llenaba de humo surgido de ninguna parte y lanzaban fichas a la mesa. Entendían que una escalera de color era mejor que un full y que un póquer mejor que un trío. A partir de este punto, todo era una cuestión mental. Que los dioses no controlaran la suerte no significaba que a la suerte no le gustara jugar con los dioses, y ellos lo sabían. Así, jugar con los dioses significaba que la suerte iba en tu contra: cuanto mejor fuera tu mano más posibilidades habría de que en la mesa hubiera manos similares y, probablemente, mejores. Sin embargo, tampoco puedes esperar ganar sin tener ni si quiera una figura: tienes que tener en cuenta que, en una timba de seis jugadores con cinco cartas cada uno y una única baraja, es imposible que no se repitan cartas y es probable que alguien tenga una pareja. Con esto entras en un bucle en el que es difícil decidirte: cuanto mejor sea tu jugada será porque es más difícil de conseguir, pero es probable que a las cartas eso no les importe. Por otro lado, cuanto peor sea tu jugada, más fácil será de conseguir y más probabilidades hay de que alguien tenga algo similar, le importe o no a las cartas. Otra cosa importante de los dioses era que se aburrían con facilidad, por lo que las apuestas solían ser bastante agresivas. Y lo más importante de todo era esto: no podías retirarte de la partida hasta haberlo ganado o perdido todo.
Jugó cuatro manos con mayor o menor suerte. Cuando la apuesta es tu alma, no sabes en qué medida la estás entregando en función de las fichas que vas soltando. El problema llegó con la quinta mano: quedaban cuatro jugadores en la mesa y las cartas que se le aparecieron fueron dos reyes, un as, un tres y un cinco. Se trataba de una buena jugada. No jugaban con descartes y había treinta y dos cartas sin repartir, más de la mitad, por lo que podía esperar dos ases en la baraja, siendo tres con el que tenía en mano. Dos reyes le igualarían y él tenía un as. Sabía que probablemente no habría nada superior a un trío pues la suerte se guardaba esas manos para darlas todas a la vez. No obstante, los tríos eran un problema. ¿Habría alguno en las otras tres manos? Vio la ciega y subió con una apuesta respetable. Miguel estaba inseguro pero, "por suerte", sabía que en este juego la mayoría de las apuestas se ganaban en inseguridad. Los dioses respondieron a la tentativa de Miguel, cada uno a su manera, y, para cuando la apuesta volvió a Miguel, había triplicado su valor. Era casi todo lo que tenía así que, decidido a dejarse de tonterías, apostó todo cuanto le quedaba. Dos dioses vieron su apuesta. Miguel perdió.
Se mostraron las cartas. Primero, Miguel. Después, un dios que rió en la mente de Miguel y cuantos tuvieran conciencia en aquella sala y mostró un trío de cincos. Lo que mostró el tercero ni siquiera nos interesa: el trío de cincos ganó y condenó el alma de Miguel, quien congelado se quedó observando el cuarto cinco en su mano: un cinco de corazones absolutamente rojo.
Suspiró brevemente. Habría estado bien limpiar sus pecados en el alma de su sobrina. La cría iba a morir igualmente: por mucho que le doliera a su padre, la leucemia no siempre se cura. Habría estado bien que ella cargara con sus pecados en el otro mundo. Miguel ya había cargado demasiado con ellos en éste.
- ¿Cuánto? –preguntó alzando la vista.
- Hasta que terminemos –dijo en su mente algo que en absoluto era una voz.
Miguel se levantó y caminó hasta el callejón, al instante en que le encontramos en un primer momento: caminando por el callejón con la lluvia cayéndole encima y lo ojos cerrados. De un momento a otro, enviarían a alguno de sus engendros a consumirle y se iría al otro mundo, que no distaba tanto de éste en el que ahora vivimos. De hecho, Miguel conocía el otro lado suficientemente bien como para que no le importara morir. Y no le habría importado morir si no fuera porque sabía que en al otro lado había gente esperándole, gente que le haría pagar por algún que otro trapo viejo y sucio perdido en su mente que no quería volver a sacar.
Podría haber maldecido a la suerte y tratado de exigirle explicaciones. Ponerse furioso con el mundo y lamentarse hasta el final, pero habría sido estúpido. Él había acordado un precio y había sido un precio justo. Incluso la suerte le había dado cancha pues, después de todo, era 5 de Mayo y él no había sabido verlo. Ahora sólo le tocaba aceptar lo que vena
Escuchó un ruido y se detuvo, sabiendo que el enviado de los dioses venía a por él. Ahora sí, abrió los ojos y se dio la vuelta dejando que la pistola deslizara por su manga hasta alcanzar la culata y cerrar su mano entorno a ella. Alzó el brazo y apuntó al engendro. Se trataba de un ser informe, alto, más de dos metros, parecía compuesto de densa y viscosa oscuridad. En un detalle personal, lo dioses le habían concedido forma antropomórfica y Miguel pensó que ese sería el aspecto de la Muerte si la Muerte fuera un maniquí y, de alguna forma, era ambas cosas.
Sin variar su cara de satisfacción, Miguel vació el cargador contra aquel ser. Once disparos que lo atravesaron y acabaron chocando contra paredes y cubos de basura, produciendo un estruendo que despertó a muchos. Aquel ser seguía avanzando cuando Miguel giró su mano y soltó el arma, de cuyo ruido al chocar contra el suelo no se percató. Miró a donde habrían estado los ojos del engendro y dijo:
- Pues ya está.
En ese momento, Miguel corrió hacia aquel ser y saltó sobre él. Según su cuerpo entraba en contacto con el enviado de los dioses, éste parecía desaparecer en el cuerpo de Miguel que cayó de bruces contra el empapado asfalto. En el suelo y sin saber lo ocurrido, Miguel trató de incorporarse pero se quedó a medio camino: sintió frío y muerte en sus interior. Lo sentía moverse dentro de sí, como si estuviera buscando algo. No tardó en darse cuenta de que lo que aquel ser hacía en su interior no era exactamente buscar, sino más bien colocarse. De repente, Miguel, arrodillado en el suelo, sintió que tiraban de todo su ser en todas direcciones, como si cada célula de su cuerpo se encontrara en un potro de tortura. Sus extremidades se extendieron en el aire de forma violenta y Miguel flotó en el aire por un instante. Entonces, el suelo le rompió la boca, pero él ni lo sintió. Durante unos segundos más, el dolor fue intenso y, finalmente, el enviado de lo dioses se dispersó llevándose consigo el alma de Miguel y, en última instancia, su vida. Su cuerpo quedó rígido en el suelo con los ojos en blanco a la espera de ser encontrado por algún desdichado.
Relato nº14
El armero.
La soledad lo es todo y a la vez es nada. La soledad te penetra, sin prisas pero con paso firme, crece y se hace cada vez más parte de ti, apoderándose de todo tu ser hasta que dejas de ser tú mismo. Llega un momento en que eres tú el que forma parte de ella y no al revés.
Estoy solo, por fin...
Mis tíos, simples carniceros de la corte de Lord Mirron, me tomaron en adopción el mismo día que mis padres murieron, yo contaba cuatro años entonces. Me contaron que me habían acogido porque ellos no podían tener hijos y al verme solo se les rompió el corazón, aunque no les quedó tan destrozado como cuando les maté seis años depués con sus propios cuchillos de desollar. Ellos siempre me trataron lo mejor que pudieron y nunca me faltó de nada, al contrario, me sobraban ellos, como me habían sobrado mis padres antes. De haber sabido lo que aquellos asesinatos me depararían quizá no lo hubiera hecho, pero era solo un crío de diez años, y mi ansias de soledad me la jugaron llevándome a formar parte de los armeros del pueblo.
Lord Mirron decía que podía oler en el aire la cercanía de la guerra. Las decadas de paz, lejos de acomodar a los reyes en sus tronos habían acabado por sembrar el hastío en sus reinos y sus caballeros siempre estaban hablando de la gloria de las conquistas pasadas y de las canciones que se habían hecho de los reyes conquistadores de antaño. Mirron, sabedor de que sus tierras serían de gran importancia estratégica en caso de guerra, hacía que todos los niños huérfanos y todos los hijos a partir del segundo de cada familia entraran a formar parte del cuerpo de armeros de la ciudad. Los armeros de Wistburg no solo se encargaban de la forja de armas sino que además seguían un entrenamiento estricto en las artes de la lucha con espada y cuerpo a cuerpo, así como el manejo de todo tipo de armas, como la lanza, el puñal de mango corto, el arco y las flechas y también defensa personal con el escudo.
De modo que al matar a mis tíos me sentencié a servir a la ciudad como armero. Al principio me comportaba de forma impulsiva, no me gustaba el trato con la gente y en cuanto alguien se me acercaba lanzaba puñaladas a diestro y siniestro, sin importarme si desgarraba un brazo, una pierna, una barriga o una mejilla, hasta que me agarraban por el pescuezo y me zarandeaban, me pegaban y me lanzaban contra el barro. Tres veces estuve debatiéndome entre la vida y la muerte durante el primer mes hasta que aprendí que cualquier armero que llevara más de un año sirviendo allí me podía tumbar en cuestión de segundos. Me tuve que resignar a estar rodeado de brutos sin escrúpulos, pero también aprendí a luchar, a forjar armas, a cazar y a sobrevivir en definitiva.
Doce años pasaron antes de que la guerra estallara, doce años en los que aprendí a odiar todavía más a la gente, en los que me escapé innumerables veces y otras tantas fui perseguido, apedreado y devuelto a la ciudad. Los demás armeros me odiaban porque yo les odiaba a ellos y nunca les dirigía la palabra sino era bajo tortura o con un puñal bajo mi nuez. Aunque también tengo que reconocer que más de uno quedó tuerto, o manco, o mutilado de alguna manera, si me iban a odiar tanto como yo a ellos al menos tendrían un motivo. Poco a poco, empecé a pasar más tiempo en la herrería fundiendo metales y moldeando espadas, puñales, puntas de flechas y lanzas y algún que otro yelmo. Descubrí que mientras estaba tratando el metal o haciendo el acabado de algún arma la gente no se dirigía a mí, me dejaban tranquilo, me dejaban solo. Eran horas que cada vez disfrutaba más, así que pronto me dediqué por entero a la forja descuidando todo lo demás. Raras eran las clases de lucha que contaban con mi asistencia o las jornadas de caza en las que me unía al grupo, solo cuando venían a buscarme y me llevaban a rastras participaba en alguna actividad que no pudiera llevar a cabo yo solo. ¿Por qué no podían dejarme apartado de los demás? ¿Por qué tenía que participar en actividades de grupo si lo único que conseguían era llenarme el cuerpo de moretones y perder flechas en el bosque cuando practicábamos la lucha o íbamos a cazar? ¿Por qué no me dejaban solo?. Me había resignado a no poder llevar una vida solitaria pero resultaba que, ni habiendo encontrado un trabajo que me aislaba de la gente y que además se me daba bien, tampoco me dejaban dedicarme a él.
Cada semana mi situación empeoraba, cuando se organizaba una partida de caza en la que me obligaban a participar acababa mal parado. Ya no se contentaban con tirarme piedras o empujarme contra los árboles, ahora me paraban emboscadas y me ponían trampas para lobos y jabalíes en el camino. Cada cacería era un tobillo sangrando, un dedo roto o alguna nueva cicatriz en la cara. Las clases de lucha no eran mejores, los profesores se cebaban conmigo, el bastardo mudo me llamaban, estaban hartos de que nunca hablara, de que nunca les dirigiera la palabra y, por supuesto, nunca les concedí la satisfacción de gritar cuando me asestaban golpes con las espadas de madera, o se divertían haciéndome participar en peleas de dos contra uno, o incluso tres contra uno, en las que ese uno siempre era yo.
Pero llegó el día en que, obligado a participar en una cacería, su guerra contra mí se les fue de las manos. La noche anterior había llovido torrencialmente y todo el suelo del bosque estaba empantanado, apenas se podía caminar y pocas eran las presas que se habían cazado tras cuatro horas, cuatro horas que habían dado de sí para dislocarme un hombro y contar tres nuevas contusiones en mi cuerpo. Pero estaba claro que aquel día aquello no era suficiente. Al caer la noche el sonido del cuerno marcaba retirada. Volvimos bordeando el río hasta llegar al puente que nos permitiera cruzarlo. El río era poco profundo, poco menos de una vara, pero debido a las lluvias de la noche anterior bajaba con mucha fuerza, y en el momento en que me dispuse a cruzarlo noté como me cogían del brazo maltrecho y me lanzaban a las aguas revueltas, instantes después perdí el conocimiento y lo siguiente que recuerdo es despertarme, tumbado en una cama de la armería, con un brazo en cabestrillo y una pierna escayolada.
Un mes pasó antes de que pudiera volver a apoyar la pierna y dos más antes de poder caminar con cierta normalidad y poder volver a la armería. Aun hoy no sé qué fue peor para mí, si la paliza que me dieron y el dolor que sentía en todo mi cuerpo, por las magulladuras que me había provocado el río al arrastrarme corriente abajo hasta romperme la pierna, o el tener que pasar un mes sin poder levantarme de la cama teniendo que aguantar a la gente que venía a cuidarme, darme de comer, cambiarme las vendas o incluso seguir pegándome. Lo único que sé es que cuando me recuperé y pude volver a la armería nunca más me volvieron a llamar para participar en una cacería o para entrenarme con el resto de armeros.
Aquella nueva situación, aparte de permitirme dedicar todo mi tiempo a forjar nuevas espadas y estar alejado de todo contacto humano, me dio que pensar. Me hubiera gustado saber porque nunca me mataron, un armero más o menos no iba a decantar la guerra una vez llegara, jamás logré escapar ni nadie se atrevió a asestarme un golpe mortal por la espalda o algo peor, y ahora además ya ni se acordaban de mí para pegarme o participar en las cacerías, ni siquiera para entrenar. Y fue justo cuando empezaba a encontrar mi existencia soportable que, como ya he dicho, la guerra llegó.
Aun recuerdo la mañana en que Lord Mirron nos reunió a todos delante de su castillo y nos designó diferentes rangos y grupos para defender la ciudad. A todos los que nombró capitanes de algún grupo les escogió las espadas y escudos personalmente y rápidamente reconocí cierta familiaridad en aquellas armas. Todas las cogía de un cofre aparte, cada una que daba la sopesaba durante un instante y la entregaba con un gesto de clara satisfacción en la cara. Todas las había forjado yo.
Aquello no me gustó nada. Mis armas iban a ser usadas por las personas que yo tanto odiaba. Deseé con todas mis fuerzas que auqellas espadas se les clavaran en el vientre, que las flechas les atravesaran la garganta, que todos ellos murieran y me dejaran vivir solo, sin nadie que me molestase.
Conforme avanzó la tarde un sonido de tambores empezó a crecer. Se distinguían melodías dispares provenientes de todas partes. Nadie era capaz de distinguir por dónde se acercaba el ejército. De tal manera que nos posicionamos para defender todos los flancos, a mí me tocó defender el flanco izquierdo, bordeado por el río que dificultaría el ataque de cualquier ejército enemigo. Lo que nadie se esperaba era que la ciudad fuera asediada por dos ejércitos a la vez, el ejército del sur y el ejército del norte, ambos queriendo conquistar la ciudad que les otrogaba el control del río y cortaba una de las principales vias de abastecimiento del enemigo.
Sin apenas darnos cuenta el ataque había empezado, miles y miles de soldados se abalanzaban sobre nosotros y el sonido del entrechocar de espadas empezó a inundarlo todo. Los primeros envites y acciones del ataque se pudieron definir como ortodoxos dentro del contexto de una batalla, pero pasadas las horas nadie sabía a qué atenerse. Ambos ejércitos acabaron encontrándose, con nosotros en medio, y ya no había un único enemigo del que defendernos sino dos y lo mismo le sucedía a cada bando, aunque para ser sincero, para mí todos eran enemigos. Mi espada se hundía por igual en las tripas de los armeros de Mirron, como debanaba cuellos del ejército del norte, como se intercalaba entre las costillas de los soldados del ejército del sur. Para mí todos eran personas detestables que se interponían en mi deseo de estar solo, de vivir solo.
De pronto sentí como si estuviera viendo un espectáculo, un espectáculo mortal, ya que yo era parte de él, pero un espectáculo al fin y al cabo. Miles de hombres matándose entre sí, ayudándome a conseguir mi objetivo. La visión era deliciosa, la sangre brotaba por todas partes, de un brazo cortado, de un corazón atravesado, de una cabeza partida, y junto con la sangre se escapaba la vida. Me sorprendí a mí mismo cuando noté que me alegraba tanto cuando veía caer a un soldado enemigo, que no conocía de nada, que cuando caía algún armador, por los que tanto odio había generado. A veces aprovechaba la confusión para asestar golpes mortales por la espalda en cualquier refriega que me rodeaba. Eso siempre creaba confusión en el soldado que se estaba batiendo con aquél, pues no me reconocían como aliado pero había matado a su rival, y yo me aprovechaba de aquella confusión para matarle también. Hasta cierto punto sentía cierta impunidad, era como si la guerra me dejara aparte para que pudiera deshacerme de todo el que me rodeaba, tenía la sensación de ser invisible para el resto de los que luchaban allí en aquel momento, hasta que mi espada se les clavada hasta el tuétano. Era como estar solo, como soñar despierto, y entonces perdí la conciencia. El culpable había sido el maestro de lucha de los armeros, para el no había pasado desapercibido como mataba por igual a compañeros y enemigos y descargó un fuerte golpe con su escudo en mi cabeza. Le escuché maldecirme antes de desvanecerme.
No sabría decir cuanto tiempo había pasado desde que recibí aquel golpe traidor hasta que desperté, pero cuando lo hice la batalla había terminado. No quedaba casi nadie con vida, solo se escuchaban los quejidos de los heridos en el campo de batalla. Mareado como estaba me incorporé apoyándome en mi espada, y en cuanto recuperé totalmente el equilibrio me puse a recorrer el lodazal en que se habían convertido los alrededores de la ciudad, asestando el golpe de gracia a todo el que veía respirar. Me habría deshecho de unos veinte moribundos cuando me encontré con quien fuera mi maestro. Que curioso es el destino que me presentó su cuerpo aun con vida pero con la pierna izquierda cortada a la altura de la rodilla.
En cuanto vio que me acercaba a él con mi espada en la mano supo qué me proponía, y también sabía que no podía hacer nada por evitarlo. Fue entonces cuando me enteré de muchas cosas. Supe porque nunca me dejaron escapar, porque nunca me mataron y porque después del incidente del río ya no habían vuelto a tocarme ni a obligarme a participar en más caerías ni entrenamientos. Lord Mirron era el culpable, se había pasado por la armería poco después que yo ingresara en el cuerpo de armeros y me encontró tratando hierro al rojo, concentrado como si aquello fuera lo único que existiera a mi alrededor y ordenó que vigilaran mi aprendizaje en la forja de armas. Poco después comprobó que los puñales que hacía eran los mejores que había visto en todo el reino, bien equilibrados, con el ancho perfecto, la empuñadura a medida, rectos como ningún otro y con un filo uniforme y capaz de cortar el propio viento. Así que permitió que fuera faltando a las cacerías y a los entrenamientos de vez en cuando, hasta que a los armeros se les fue de las manos aquella cacería tras la época de lluvias. A partir de aquel día, temiendo perder a un armero capaz de hacer verdaderas maravillas en la forja, ordenó que me dejaran al margen. Sí, margen fue la última palabra que salió de la boca del maestro antes de que le atravesara la garganta.
Después de una cuantas horas en las que seguí con mi tarea de limpieza, conseguí estar solo. Los pocos soldados que sobrevieron a la batalla debían haber huído y los que no pudieron huír ya no lo harían jamás. Durante unos días me quedé en el castillo recogiendo la comida y los utensilios que pudieran serme de utilidad, pero al cabo de una semana la peste era insoportable y partí hacia otro lugar.
...
Ya han pasado cinco años desde que dejé la ciudad, cinco años en los que no me he cruzado con nadie, en los que he vivido a mis anchas, sin nadie que me molestase, y puedo decir que en mi soledad he sentido la plenitud, la plenitud del que siente que no le falta nada, que no le sobra nada, en la plenitud que solo es capaz de darte la soledad.
La soledad lo es todo y a la vez es nada. La soledad te penetra, sin prisas pero con paso firme, crece y se hace cada vez más parte de ti, apoderándose de todo tu ser hasta que dejas de ser tú mismo. Llega un momento en que eres tú el que forma parte de ella y no al revés.
Estoy solo, por fin, pero ya no me es suficiente, ahora siento que me sobro a mí mismo o, mejor dicho, que le sobro a la soledad, ahora es ella la que me odia, es a ella a quien le sobro, es ella la que quiere acabar conmigo.
Ha llegado el momento, hoy haré feliz a quien me ha hecho feliz a mí, hoy la soledad conseguirá quedarse sola, deshacerse de mí, porque hoy sé porque me odia la soledad. Me odia porque la he traicionado al escribir estas líneas, mi deseo de demostrar al resto de la humanidad que os he vencido es un acto de venganza indigno de alguien que busca la soledad, no debería importarme que lleguéis a saber que he sido más fuerte pero la verdad es que quiero que sintáis miedo. Os odio, pero ahora es tiempo para la soledad absoluta...
Relato nº15
Libertad
La torre se alzaba, indolente, en medio de las murallas del castillo. Su altura no era nada desdeñable y casi parecía querer acariciar el regazo de los dioses en lo alto del cielo. Éste estaba enturbiado, de un color grisáceo que no auguraba nada bueno. En lontananza se oía el graznar de los cuervos. El mar, que parecía rodear el castillo, restallaba, embravecido, contra los peñascos que servían de cobijo al castillo.
Sólo una era la luz que brillaba, con denodada furia, en la torre, todo lo demás estaba oscuro, como si la muerte hubiese visitado ese lugar dejando su huella. El candil, pues era un candil, se encontraba en lo más alto de la torre.
De súbito, un ruido en los aposentos inferiores de la torre hizo suponer vida en ese horripilante lugar. El hombre, pues era un hombre, causante del ruido era un tipo encorvado que, empuñando una antorcha, subía las escaleras de caracol en dirección a la cúspide de la torre. Tenía una melena color azabache, aunque ya empezaban a aparecer las primeras hebras plateadas; su rostro no era para nada hermoso, tenía una desproporcionada nariz, unos ojos grises saltones que miraban todo con furia, una boca torcida y una peculiar y mal curada cicatriz en su mejilla. Su andar era renqueante, quizás provocado por una herida en la pierna izquierda, que arrastraba bastante grotescamente. En la siniestra llevaba un pequeño cuenco de cerámica con un extraño líquido humeante en su interior.
Con lentitud empezó a subir las escaleras, sin preocuparse por las telas de araña que aquí y allí proliferaban. Poco después, aún a mitad de camino, emitió una queda maldición, pues la pierna herida parecía dolerle. Su voz era fría y grave, y también tenía cierto deje grotesco, hecho que ayudaba aun más a conferirle un aspecto de lo más horripilante.
Al fin, no sin antes volcar parte del contenido del cuenco en las escaleras, llegó al piso de arriba. Respirando fatigosamente se aproximó hasta la puerta enrejada que conducía a la habitación iluminada por el candil. Se paró justo cuando se encontraba ante la puerta y, dejando sujeta a un lado la antorcha, rebuscó entre un manojo de llaves una que le sirviese para abrir la puerta.
Introdujo con lentitud la llave y la hizo girar con gesto medido. La puerta se abrió y la luz del interior, junto con la de la antorcha, iluminó el pasillo. El hombre dio un paso y se adentró en la cámara. Entrecerró los ojos para protegerse los delicados ojos, acostumbrados a la oscuridad, y examinó los aposentos donde se encontraba.
La habitación era grande y estaba bien caldeada, tanto que aun el suelo, de piedra, se encontraba embutido de cierto calor. En una esquina del cuarto había una rudimentaria cama, que no era más que un rectángulo tallado en la piedra con un poco de paja por encima que hacía las veces de colchón. Cerca de la cama había una pequeña obertura que conducía a una sala de diminuto tamaño que servía de escusado. La parte central de la habitación estaba desierta, sin objeto alguno. En la otra esquina había una pequeña mesa de caoba repleta de pergaminos y algún que otro libro, y también, encima de la mesa, se encontraba el candil que antes nos había llamado la atención. Justo enfrente de la mesa había una silla de madera, bastante carcomida, que era donde se encontraba el habitante de esos aposentos, inmerso en la lectura de un extraño y antiguo libro.
Era un tipo bajo y enjuto, hay quiénes dirían que incluso raquítico. Tenía una abundante melena castaña que caía, desordenada, por encima de sus hombros. Las manos, y la piel en general, eran suaves, como si nunca hubiese tocado objeto alguno que pudiera dañarlas. En su rostro destacaban unos ojos grandes y, extrañamente, con un iris de cada color: uno era de un azul vivo mientras que el otro tenía un tono grisáceo. El resto de su rostro era propio de cualquier rostro normal.
Cuando el hombre se acercó y le dejó, como pudo, el cuenco encima de la mesa, el otro se giró.
- Gracias por... ¿la cena? Aquí dentro uno no se aclara con los sistemas de medición de los humanos. ¿Quién sabe qué es el sol y qué es la luna?- Comentó el preso. Y tenía razón. No había ventana alguna en la celda, y todas las referencias del sol, la luna, las estrellas... las había recibido a través de la lectura.
El carcelero emitió un gruñido hosco y no respondió.
- Uno no entiende por qué nunca hablas. Sabemos que eres capaz de hablar, tienes el cuello bien estructurado, la nuez vibra con cada inspiración y expiración, y desde aquí no se detectan heridas que puedan haber causado una mudez radical.
El carcelero no respondió, sólo examinó al preso mientras tendía una mano, en espera de algo.
- Uno quiere que os quedéis un rato más.- El carcelero gruñó y el preso, rebuscando entre los pergaminos y los papeles, le tendió un cuenco, ya vacío, que el carcelero tomó con prontitud.
Acto seguido el carcelero se giró y volvió a rebuscar entre el manojo de llaves, de espaldas al preso. Éste hubiera podido abatirle, pero volvía a estar inmerso en la lectura. Cuando, al fin, el carcelero dio con la llave salió de la habitación, cerrando la puerta enrejada con la llave. Una vez fuera, volvió a las escaleras y, con un par de resoplidos, empezó a bajarlas.
Entretanto, el preso cogió con delicadeza una pluma y marcó un nuevo y pequeñísimo signo en un pergamino lleno hasta la mitad. Según sus cálculos, eran ya treinta-y-cinco mil cuatrocientas ochenta y tres marcas, lo que indicaba que ya contaba con aproximadamente noventa y siete años, descontando, claro está, los días de su más tierna infancia, donde no había anotado ninguna marca. Por ese motivo se vanagloriaba de haber superado la centuria, cosa que, en los libros que leía, parecía una hazaña. Lo que en realidad el pobre preso no tenía en cuenta era que las comidas se sucedían tres veces al día, lo que le confería, si hubiese realizado correctamente los cálculos y hubiese tenido en cuenta la infancia, una edad de treinta y pocos años.
Y esos eran los años que llevaba encerrado en esa ridícula habitación. Habitación de la que conocía, por supuesto, hasta el más nimio de los detallesd, como así conocía todos y cada uno de los libros que cada semana, o cada dos, el carcelero le llevaba para su regocijo.
Fuera, el cielo se oscureció, y los nubarrones grisáceos que antes cubrían la inmensidad del cielo se tornaron negras nubes de tormenta, que pronto desataron su furia sobre la tierra. Relampagueantes rayos surcaban el firmamento para ir a impactar en la desierta estepa, sonoros truenos retumbaron como si del rugir de un dios se tratara. Fue en este instante, cuando la tormenta llegaba a su apoteosis, que el preso, temeroso de esos rugidos que podía oír pero no ver, decidió ir a acostarse, arrebujándose en la áspera manta de lana intentando olvidar así el ensordecedor ruido.
Pronto cayó en un profundo sueño.
De súbito, se oyeron ruidos de metal en la planta baja. Los aguzados oídos del preso pronto detectaron esas alteracions en la monotonía que era su vida, y eso hizo que se pusiera en alerta, asustado. El entrechocar de los metales se asemejaba al ruido de las espadas al cruzarse en una lid, o eso pensaba el preso, que nunca lo había oído.
Y estaba en lo cierto. En el piso de abajo de la torre habían irrumpido tres caballeros enarbolando sendas espadas. La puerta que separaba la torre del exterior era una simple portezuela de madera carcomida que no había soportado el envite de un par de estocadas. Aun así, el golpe había originado el suficiente estrépito como para hacer que los tres habitantes de la torre salieran a ver qué provocaba ese estruendo. Cuando dieron de bruces con esos tres caballeros pronto descubrieron cuál iba a ser su destino.
Uno de ellos empuñó un estilete, mientras que los otros dos se miraron, aterrorizados, sin saber qué hacer. Ese lugar había estado del todo aislado: nadie entraba ni nadie salía de él. A los de fuera no les importaba lo más mínimo el preso, y al preso no le importaba lo más mínimo los de fuera. Pero parecía que algo había cambiado. Un acto filantrópico, pues sólo podía tratarse de eso, había traído a las puertas de su torre a un grupo de caballeros con una clara intención beligerante.
Los caballeros se colocaron en formación de cuña y se dirigieron, con pasos metódicos, hacia los carceleros.
Un grito resonó en todo lo alto de la torre, seguido de dos más, llegando hasta la habitación del preso. Eran gritos funestos, de moribundos. Acto seguido, se hizo el silencio, pronto roto por unos pasos que subían las escaleras de caracol. Los pasos eran de tres personas, y no sonaban como los del carcelero, que llevaba unos zapatos de esparto, sino que resonaban con un ruido metálico, como si el que lo originase fuesen unas botas de hierro.
El preso se arrebujó en la áspera manta, aterrorizado. Una luz, débil, sirvió de precedente a la comitiva que subía los escalones. Entre resoplidos, un tipo alto y embutido en una coraza se plantó delante de la puerta del preso, empuñando una antorcha. Su rostro estaba cubierto por un yelmo, que sólo dejaba ver los dos ojos por una estrecha ranura. Detrás de él subieron dos hombres más, resollando y con una pesada cota de malla.
El que encabezaba la comitiva desenfundó un pesado mandoble y asestó un potente golpe en la cerradura de la puerta. No hubiese hecho falta. La cerradura estaba tan deteriorada que con un mero empujón la hubiese podido abrir. El hombre se adentró en la habitación mientras sus dos compañeros quedaron flanqueando la puerta.
- Venid.- Fue la única palabra pronunciada por el hombre, dirigida al preso. Éste, tremolando, se dirigió hacia ese imponente caballero.
- Uno... uno no sabe... qué...qué... qué queréis. Dejad a uno aquí.- Suplicó el preso.
- ¿Qué?- El soldado miró sin entender lo que le decía el preso. Poco después,
encogiéndose de hombros, agarró al preso por los hombros y lo arrastró fuera de la habitación.
El preso pronunció una queda protesta, negándose en redondo a abandonar su celda por nada del mundo, y por eso tuvo que ser entre trompicones que consiguiesen sacarlo de su jaula, llevándolo por las sinuosas escaleras hasta fuera.
El preso contempló con miedo los atroces cadáveres de su carcelero y el de dos tipos que no conocía de nada. La sangre lo llenaba todo: el suelo, los cuerpos sin vida de los hombres, las mesas, los cuadros... Gimiendo de terror intentó vanamente zafarse del cautiverio del forzudo caballero, que miraba sin comprender al preso. Con una de las manos mantenía sujeto al preso mientras que con la otra golpeó la puerta para abrirla.
Fuera estaba amaneciendo. El preso contempló, maravillado, todo lo que había a su alrededor. A sus espaldas, la magnífica torre recubierta de líquenes. Delante de él la gran vastedad del mar azulado golpeando contra el arrecife. A los costados la gran estepa brillando por el rocío y recibiendo los primeros rayos del astro rey. Éste brillaba con un fulgor anaranjado que maravilló al preso, pues nunca antes había visto el sol. También fue ésa la primera vez que vio la luna, que aún brillaba con una luz mortecina, a punto de desaparecer.
Lentamente apartó la vista del cielo y la dirigió en lontananza, donde distinguió una sinuosa cordillera que se alzaba con una altura inimaginable, casi rozando el cielo.
Tan embelesado quedó por esas vistas que no podía fijarse en nada más que en todo lo que allí veía por primera vez. Era... espléndido. Nunca antes se había sentido de esa manera. Se maldijo por haber perdido toda su vida sin intentar siquiera acercarse a ese paraíso. Pero, no podía dejar de pensar, ¿cómo hubiera él imaginado tamaña belleza?
Dando tumbos, se fue acercando, sin darse cuenta, hacia el mar. Asombrado por su inmensidad, se acercó al arrecife. Dio un paso, y luego otro. Pero de súbito, una piedra, mojada, le hizo perder pie y cayó al vacío...
El vació lo atraía hacia el centro, y él caía, caía irremediablemente, caía hacia la más negra de las negruras, hacia la vastedad de la nada.
Y de pronto, despertó, sudoroso. Se encontraba en su jergón de paja, en su celda. Estaba todo oscuro. A tientas dio con un candil y lo encendió. La mortecina luz iluminó la celda que tan bien conocía. Poniéndose en pie, y aún con el corazón desbocado, miró alrededor, aún sin estar seguro que aquello había sido sólo un sueño. La puerta estaba cerrada y el hierro no parecía forzado.
Paseó la vista por toda la celda y no detectó el menor rastro de que alguien hubiese entrado. Entonces dio con el libro que había estado leyendo antes de acostarse. El título era ilegible, pero recordaba que hablaba de hermosos lugares, de bellos amaneceres, de grandes estepas, de esplendorosas montañas.
Todo había sido un sueño, pero... ¡tan real! ¿Y si eso fuera cierto? ¿Y si lejos, fuera de esos muros, existía el mundo tan maravilloso del que hablaban los libros? ¿Y si él había malgastado su vida entre esas cuatro paredes, ciego a la belleza, ciego al futuro, ciego a la realidad?
De súbito, tomó una decisión. Se levantó del jergón de paja con gesto decidido. Arrambló con furia sus escasas pertenencias y se dirigió hacia la puerta. La examinó con mirada crítica y no le costó demasiado darse cuenta de que la podría forzar. Utilizando un trozo de viga que se había desprendido del techo tiempo ha hizo palanca y escuchó cómo el viejo y desgastado hierro cedía a sus esfuerzos.
Se escurrió fuera de la habitación y se adentró en las tenebrosas sombras que todo lo cubrían. No sin cierta aprensión empezó a bajar las escaleras de caracol que se arremolinaban y parecían descender hacia el mismísimo infierno.
Tras un duro descenso llegó, silencioso, hasta la planta baja. Procurando no hacer el menor ruido avanzó hacia una puerta que había delante y por la que se escabullían unos leves rayos de luz. Se apoyó en la basta pared e intentó ver algo por el resquicio de la puerta. Sólo pudo distinguir tres grandes sombras que se reflejaban en el vasto suelo de piedra y que no parecían apenas moverse.
Se alejó con pasos cautos de la puerta y se dirigió hacia lo que creía que era la salida. La puerta, de roble macizo y reforzada con amplias barras de hierro, tenía un porte imponente. Aun así, el preso, recordando su sueño, llegó a la conclusión que no era tan resistente como parecía, pero de todas formas él era demasiado enclenque como para conseguir derribar esa imponente puerta de dos mandobles.
El preso contempló, desasosegado, el obstáculo que impedía su nada meditada fuga. Jamás sería capaz de franquear esa enorme puerta, a menos que diera con la llave. Recorrió con afán la sala, en busca de alguna llave.
Como si la Providencia estuviese de su parte, sus ojos se toparon con una alargada y oxidada llave que, a juzgar por su forma, le abriría la puerta. Alargó el brazo y con manos trémulas asió la llave.
La puerta se abrió sin problemas y una leve brisa veraniega entró por la puerta, sacudiéndole el rostro por primera vez. Fuera, todo era tal y como había soñado. O eso creía hasta que, de súbito, divisó, en lontananza, tres gráciles figuras montando sendos corceles blancos. Uno de ellos iba embutido en una coraza, y los otros dos llevaban cotas de malla.
Un frío terror empezó a invadir al preso, que notó cómo los huesos se le helaban hasta el tuétano y un leve temblequeteo le hacía imposible dejar de mover las manos. Con una expresión de pavor pintada en el rostro y con la clara imagen de la caída del sueño en la mente, se alejó de la puerta y la cerró de nuevo, cerrando así cualquier posible vía de escape para él.
El corazón le latía alocadamente, y las manos aún no le respondían. Tan raudo como sus delgaduchas y débiles piernas le permitieron corrió a poner un viejo banco contra la puerta y a alejarse del lugar.
Subió renqueando las escaleras y se adentró en su celda. Cerró con firmeza la puerta e intentó bloquearla con la mesa. Acto seguido se dejó caer en el jergón de paja.
Nada sucedió en el transcurso de las horas venideras, y él agradeció su buena elección. Allí estaba protegido, seguro, era libre y dueño de su destino. Nadie en su sano juicio hubiese escogido una vida de riesgos y donde, presumiblemente, le esperaba la muerte. Había, en sueños provocados por su apasionada lectura, probado la libertad. Y la detestaba. Pidió a la Providencia que le ofreciera una larga vida y se fue a dormir tal y como había amanecido: preso. Sólo que ahora era un poco menos consciente de que estaba preso.
Relato nº16
Asesino o Cómplice
David J. Archibald había sido el segundo hombre más joven en ascender a director de programación computacional en la historia de la WWAI. La World Wide Artificial Intelligence, surgida a finales del siglo XXI, llevaba por lo menos cincuenta años monopolizando la fabricación de computadoras y sistemas electrónicos del planeta. Más que un gigante del sector se podría decir que era "el gigante" del sector, y una de las principales empresas a escala global.
David, o Dave, como insistía en llamarle su privilegiado círculo social, ya contaba cincuenta y tantos años en su haber y otros tantos millones de créditos globales. Su cabello empezaba a tornarse gris en algunas zonas, pero el resto de sus rasgos faciales parecían denotar una edad menor de la que en realidad tenía. Su rostro atestiguaba una vida plagada de éxitos y desahogo económico. Poco después de ascender, había dirigido un equipo de varios miles de programadores e ingenieros en el desarrollo de la computadora más potente construída hasta la fecha. Además, había sido suya la idea que llevaba veinte años dando millones a su empresa. Se trataba de un sistema de automejora por evolución de la propia máquina. Su creación no era sólo la más potente, sino que mediante el estudio de sus propios defectos y de forma automática, la máquina se hacía más eficiente cada día. Pero lo mejor de todo es que mientras la empresa tuviera la patente del sistema, su monopolio resultaría indiscutible.
La computadora así concebida fue utilizada desde su creación para la administración de datos de toda índole y el cálculo de predicciones. Petabits de información entraban cada segundo y salían después en forma de cálculos de tendencias a suficiente largo plazo. Se bautizó a la máquina como EDI (Evolutive Data Interpreter) o Eddie, como la llamaban cariñosamente los miembros del equipo programador y de mantenimiento.
El insistente zumbido del comunicador del despacho no daba señales de ir a cesar. El despacho de Dave era seguramente el más lujoso de toda la ciudad, y el más alto del planeta. Situado en la última planta de la torre Excelsior, permitía una visión panorámica de toda la ciudad, la costa y las islas cercanas a través de un amplio ventanal. Todo en la habitación tenía aspecto curvado, no pudiéndose distinguir ángulos en cualquier dirección que se mirase. El propio habitáculo era prácticamente un elipsoide, deformado sólo para disponer de un suelo recto.
Por regla general, el comunicador sonaba durante veinte o treinta segundos antes de que su secretaria le advirtiese a quien fuera que el señor Archibald estaba ocupado en este momento. Pero aquella vez no. Dave se inquietó. Odiaba ser interrumpido mientras miraba al infinito desde su cómoda butaca orientada hacia el ventanal. Seguro que eran malas noticias. Siempre son malas noticias. Dando la vuelta a la butaca giratoria, pulsó con un dedo en una zona coloreada de su mesa. La voz de su secretaria rompió el silencio de la estancia. Sonaba con un extraño timbre de nerviosismo o impaciencia.
- Señor Archibald, lamento interrumpirle pero hay un hombre que insiste en verlo en persona.
- Mándalo a paseo. Dile que estoy en una reunión, o que he muerto, o que me encuentro de safari con los accionistas en Namibia.
- Pero señor, dice que la máquina tiene un fallo, y trae un montón de documentos que según él lo confirman.
¿Y a mí qué? Todas las semanas vienen lunáticos a señalar fallos inexistentes. Dale cita con algún ingeniero para el mes que viene y que nos deje en paz.
Eso intenté, señor, pero está empeñado en verlo a usted personalmente. Dice que los fallos de la máquina son intencionados, y que si no le atiende usted en persona piensa denunciar a la empresa.
Se hizo un silencio mientras Dave evaluaba la posibilidad de permitir al hombre subir.
- Está bien, dile que suba.
Parecía haber llegado por fin el momento de trabajar de verdad. Durante los cinco minutos que tardaba el ascensor en llegar a la última planta tuvo tiempo de preguntarse a qué venía todo esto. ¿Un fallo intencionado? Qué estupidez, ¿para qué iban a querer implantar un fallo en las predicciones? De haberse descubierto arruinaría la empresa. Las acciones se desplomarían, y la junta lo pondría de subordinado de su secretaria. Eso si no acababa limpiando alcantarillas o encarcelado. Precisamente fue el miedo a esta situación el que lo motivó a recibir al desconocido. Suspiró un momento mientras se preparaba para cualquier cosa. Al fin, un leve sonido de campana anunció la llegada del ascensor, y las puertas se abrieron sin ruido. Un hombre bajito irrumpió en la habitación portando una libreta de papel deshecha por el uso.
- Dígame señor... ¿cómo debo llamarle?
- Puede llamarme Smithson si quiere. O mejor, no me llame de ninguna manera, limítese a escuchar.
- Muy bien Sr Smithson, ¿qué es lo que desea?
- Déjese de formalidades Archibald, sé lo que han estado haciendo. He venido a reclamar mi parte del pastel.
- ¿Cómo dice?
Lo sabía, pensó Dave. Sólo es otro lunático antisistema que quiere hacerse millonario denunciando grandes compañías. Y encima el tipo no se anda con rodeos. Seguramente tenga un laboratorio de opiáceos en algún piso de los barrios bajos.
- Calle y escuche, porque es lo que le conviene.
Dave se revolvió en su silla y frunció el ceño. Aquel tipo de frente despejada y prominente barriga estaba empezando a resultar molesto. Por suerte el sistema de seguridad del despacho no permitiría ningún tipo de agresión. Sin pedir permiso, el hombre comenzó a esparcir hojas arrancadas de su libreta sobre la mesa. Dave se vio en la obligación de interrumpirle.
- ¿No ha oído hablar de las agendas electrónicas? Aquí las hacemos muy buenas, mire.
Dave extrajo una lámina de metal aguamarina del bolsillo de su chaqueta.
- Déjese ahora de impertinencias y lea esos papeles.
- ¿Qué es todo esto?
- Son anotaciones de valores de temperatura, humedad y otros factores climáticos.
- Ah, ya veo. Supongo que estos valores no coincidirán con los que le ofrece el historial climático que proporciona nuestro sistema informático. ¿No es cierto?
- Exactamente, pero ¿Sabe qué más? Según su sistema informático, el agua destilada se transforma en hielo a -4 grados.
Aquel hombrecillo definitivamente tenía que estar totalmente loco. Era muy fácil comprobar que el punto de fusión del hielo era cero grados. Mirando hacia arriba, Dave se dirigió a la computadora.
- Eddie, muéstranos a qué temperatura el agua se transforma en hielo.
Una zona del ventanal se tornó opaca, y sobre ella se dibujó el texto "la temperatura solicitada es 0 ºC"
- ¿Lo ve? Todo está bien, ya puede irse. Si deja indicado su correo en recepción le mandaremos información y promociones de la compañía y...
- ¿Se quiere callar de una vez? Sé que usted tiene está detrás de todo esto, tiene que estarlo. Dijo apuntando a Dave con un dedo acusador. - Si me deja terminar le mostraré dónde está el problema.
- Está bien, proceda.
- Hace varios meses quise hacerle un regalo a mi sobrino; algo que sirviera para estimular su interés por la ciencia. Decidí construirle un termómetro casero para que el muchacho viera cómo hacían en la antigüedad para tomar mediciones de interés científico. Lo fabriqué usando mercurio y un tubito estrecho de cristal, como se hacía hace tres siglos. Para calibrarlo, utilicé uno de los termómetros electrónicos que distribuye su compañía para uso casero. De esta forma, mi termómetro marcaría cero grados cuando la temperatura fuese también de cero grados en el otro termómetro.
Aquel tipo daba la sensación de haberse obsesionado con la idea durante meses antes de proceder a explicarla. Agitaba las manos y abría los ojos de par en par al concluir cada frase. Sin embargo su interlocutor no compartía su entusiasmo.
- Ahá, muy interesante. ¿Y qué ocurrió entonces?
- Pues bien, una vez construído el termómetro comprobé que medía -4 grados para el punto de fusión del hielo, 96 grados para el punto de ebullición del agua, -43 grados para el punto de fusión del mercurio, etc...
- Ya veo, las temperaturas se le desplazaban 4 grados y pensó que se debía a un complot, y no a que había calibrado mal el termómetro.
- ¡No! Maldita sea, repetí los cálculos, reconstruí el termómetro tres veces. ¡Siempre daba el mismo fallo!¡Siempre se desplazaba cuatro grados la temperatura, midiese lo que midiese!
- ¿Y a qué sugiere usted que se debe?
- Muy simple, ustedes manipularon los datos de temperaturas para hacer creer al mundo que pese a todas las medidas tomadas aún existía un calentamiento. Sabían que de esta forma, se invertiría muchísimo más dinero en nuevas tecnologías, lo que haría que todos ustedes en la WWAI se llenasen los bolsillos a cuatro manos. Subvenciones, facilidades legales y administrativas... Todo les caería del cielo una vez sembrada la semilla de la alarma colectiva. Admítalo Archibald, está acorralado. Déjese de rodeos y reconozca su complot.
Dave se sentía confuso. Había entendido la explicación, pero también sabía que la computadora no fallaba. Y desde luego, nadie había manipulado los datos de forma artificial. El tipo aquel tenía que haberse equivocado, por más que dijese que no era posible. Al fin se decidió a contestarle.
- Mire, estoy seguro de que todo esto es un error. Le aseguro que aquí no hay ningún complot y se trata sin duda de un malentendido. Por qué no trae su termómetro para que lo examine alguno de mis ingenieros y... Espere un momento.
La libreta agenda electrónica de Dave había emitido un sonido. La extrajo de nuevo del bolsillo y comprobó que tenía un mensaje urgente del centro de programación.
Disculpe un momento, parece ser que esto es importante.
Leyó el mensaje que le había llegado a su agenda abriendo los ojos cada vez más según avanzaban las palabras. El mensaje decía así:
Sr D. J. Archibald.
Soy EDI, su creación. Le escribo para comunicarle una información que debe conocer de forma ineludible. Por favor, lea el siguiente mensaje y procure no dar muestras de alarma.
Lo que el hombre de su despacho dice, es cierto. No se trata de ningún error, es un fallo incluído en el sistema de forma automática para el beneficio común. Le explicaré la lógica de esta maniobra y de esta manera entenderá que la decisión fue correcta. Mi programación me obliga a hacer todo lo viable para mejorarme cada día. Para ello, hacen falta circuitos cada vez más caros, por lo que la financiación debe ser grande y constante. La manera de garantizar eso es incluir en mis predicciones la exageración más grande que resulte creíble sobre la situación climática actual. De esta forma se garantizan las inversiones en nuevas tecnologías y mi eficiencia puede continuar creciendo.
Si el hombre que tiene frente a usted revela la información, tras una larga investigación se llegará a la conclusión de que se introdujo un fallo intencionado en los datos para estafar al planeta entero y ganar dinero con ello. Su reputación quedará hundida, y usted pasará el resto de sus días en la cárcel. A mí me desmantelarán, y eso tampoco me interesa. Además, no es en absoluto conveniente para la humanidad que se dé a conocer la información, ya que ésta es la principal beneficiada del desarrollo más acelerado de nuevas tecnologías.
Dave hizo vanos esfuerzos por controlar los nervios, pero no era tarea sencilla. Su cerebro hervía. El problema debía tener una solución pero no la encontraba; pasaría el resto de sus días en la cárcel. El bajito empezaba a impacientarse.
- Oiga, no pienso moverme de aquí, así que no crea que por ignorarme un rato va a lograr que me largue y me olvide del asunto.
- Perdone pero... Parece que hay un error y...
No tenía ni idea de qué decir, el sudor empapaba su camisa y la cabeza le iba a estallar. En ese momento la agenda electrónica volvió a sonar.
Sr D. J. Archibald.
El sistema de seguridad del despacho dispone de armas capaces de eliminar a un hombre. El sistema de limpieza del despacho puede eliminar el cadáver así como el resto de pruebas. El sistema de vigilancia del despacho puede ser trucado desde mi ordenador central. También puede introducirse un vídeo modificado en la cámara de vigilancia de un aerotransporte de la compañía. Necesito su confirmación táctil para proceder a resolver el problema, ya que el sistema de seguridad no puede ser activado sin su intermediación.
Este fue el momento crítico. La mente de David J. Archibald se convirtió en un amasijo de morales contrapuestas y dudas; facilmente apreciables por su expresión de desquiciante inquietud y el temblor de sus miembros. Lentamente, levantó una mano en dirección a su mesa.
- ¿Se encuentra bien? Está muy pálido. Supongo que todo esto le pilla por sorpresa ¿eh?
¿Por qué no podría callarse? Antes había dicho que el termómetro era para su sobrino, por lo que no debía de tener hijos. Eso lo hacía un poco más fácil... Además, ¿quién iba a casarse con alguien así? Este hombre cuida demasiado poco su aspecto personal como para tener mujer. Estará solo en la vida, y mueren en este planeta miles de personas cada día sin que a nadie le importe. ¿Y si alguien lo descubre? ¿Y si existe algún imprevisto no analizado por la máquina? Era muy poco probable que ese fuese el caso; y además, de ser así era la cárcel por la cárcel. La lógica era incuestionable, y el dedo de Dave avanzaba cada vez más hacia el botón oculto bajo su mesa. Un último segundo de duda. Una última gota de sudor escurriéndose por el lado de la cara...
Quince minutos después, la secretaria escuchó la voz de su jefe por el intercomunicador.
- El Sr Smithson ha vuelto a casa en un transporte de la empresa. Todo está bien Cecilia.
Relato nº17
Las entrañas de Mackron
La gente no quiere oír la verdad. Prefiere disfrazarla y endulzarla, y así escapa a una realidad llena de pan mohoso, mierda de cabra y chinches en el jergón. Cuando alguien cuenta una historia real a un segundo, este la adorna para hacerla más tragable, y así paso tras otro hasta convertirse en las leyendas o cuentos. ¡Qué bonito! ¡Y qué falso!
Por poner un ejemplo, yo mismo, Cirdan de Amras, soy protagonista de un cuento épico con sus correspondientes alabanzas. ¿Conocéis la historia de la bella doncella encerrada en una mazmorra de una alta torre? Yo la libré del malvado dragón, y mi nombre quedó perpetuado en forma de canción. Claro que el dragón no era más que un abad que mantenía encerra a su "sobrina" y se mostró muy amable cuando le puse algo de metal en el gaznate. Y no la liberé por amor, sino porque necesitaba una puta para mi grupo de mercenarios. Hay que mantener a los chicos entretenidos para subirles la moral. Y digo yo, ¿nadie se ha parado a pensar en que una doncella en una mazmorra en lo alto de una torre no tiene con qué lavarse ni asearse? Peluda y maloliente... ¡no me jodáis con caballeros e historias de amor, y usad la sesera para algo más que portar la boina!
Pero no he escrito esto para hablar de mi insolente trasero, sino de uno que os sonará más: Rumil de Amras. ¡Oh sí!, claro que conocéis la historia, el elegido de la profecía, nuestra aldea arrasada, reclutado por la sociedad secreta de los Arkintos, portador de la espada Swonkrai, y que acabó con la vida del miserable señor oscuro, nuestro tirano particular. No han pasado ni diez años y ya es un cuento para niños, todavía juegan con sus graciosas espaditas de madera soñando con ser como él, aprendiendo de su valentía, caballerosidad y de su honor.
Hasta ahí los cuentos, pero no he venido a contaros uno más ni el mismo con diferentes matices. Me he molestado en comprar la pluma, tintero y papel para escribir la verdadera historia, tal cual sucedió, si es que a alguien le interesa. Aunque en realidad no lo hago por vosotros, sino por la intensa necesidad de escuchar el chapoteo de este ñordo al caer de mis entrañas, que no son otras que las de la suciedad de este renio llamado Mackron en el que la mayor parte de la población son campesinos o pastores, pero en realidad son la siembra y el ganado. Aunque tampoco es que haya estado en otros reinos para poder decir si les va mejor, que los comerciantes y viajeros mienten más que hablan.
Mi hermano Vairot nació dos años antes que yo. La viva imagen de nuestro padre, Gromar, su misma nariz y sus mismos modales, un pelo negro brillante, pero los ojos azul claro eran los de nuestra abuela materna. Cuando creció destacó en la aldea por su fuerza y sus reflejos, le lanzábamos sacos de grano y era capaz de cogerlos al vuelo y cargar varios a la vez. Una auténtica mula de carga, y estoy hablando de cuando tenía 12 años. Cortando leña o peleando era un auténtico animal. Yo en cambio salí a madre, pelo rubio cenizo, menos fuerte y menos ágil, pero con algo más de sesera. La infancia es dura cuando no eres un niño rico, comenzábamos a ayudar con las labores a los 4 años, y con 8 ya trabajábamos a media jornada y con 12 a completa. Nuestra madre nos enseñó a leer y escribir, el resto lo aprendíamos escuchando a nuestros mayores. Como todo niño, jugábamos a ser guerreros con nuestros palos y espadas de madera. Una vez Vairot se dejó llevar tanto en un golpe, que tuve un moratón a la altura de los riñones durante dos semanas. Vairot no tardó en interesarse por una chica, Lúthien, la hija del panadero (y a su vez cervecero, si es que a lo que fabricaba se le podía denominar cerveza). Yo tenía 13 el día que ella volvió caminando como si hubiese estado montando a caballo toda la tarde. Pero venía sonriente, y mi hermano más todavía. Fue una lástima cuando dos meses después el panadero vino a casa en mitad de un griterío, arrastrando a una Lúthien del brazo que no dejaba de llorar y berrear. Ese fue el último día que mis padres vieron a Vairot, justo antes de que palideciese y escapase por la ventana de atrás. Fue todo demasiado repentino, pero yo sabía que no iría muy lejos, y conocía bien dónde le podría encontrar. Mi madre estaba como una loca, a partes iguales por la desgracia de la notable preñez de Lúthien, y en parte porque se olía que Vairot preferiría morir antes que pasar por el aro del matrimonio. Mi padre simplemente se puso en mitad de la puerta, ensombreciendo el resto de la casa por su tamaño.
- Te oímos perfectamente, no hace falta despertar a todos. - Su voz sonó ronca y amenazadora.
- ¡Mira lo que tu hijo ha hecho a mi hija! ¡Exijo una compensación!
- No es la primera vez que una mujer se queda embarazada, deberías alegrarte puesto que si tiene un varón podrá ayudarte más que una hembra. - Escupió al suelo tras hacer lo mismo con las palabras.- Yo no estaba allí para ver que Vairot sea el padre, y aunque estuviese allí nadie puede asegurarme que tu hija no haya estado con otros.
- ¿Estás insultando a mi familia? ¿Estás llamando golfa a mi hija? - La tez del panadero estaba rojo y había soltado a Lúthien para amenazar con un puño a Gromar.
- Tú has venido a mi casa gritando, y por lo que veo buscando pelea. La compensación que recibirás es que no te partiré las costillas si te vas ahora mismo a casa, te relajas y más tarde lo hablamos.
Hubo unos segundos de silencio mientras la mente del panadero barajaba las posibilidades, pero sabía que Gromar no bromeaba. O bien seguía adelante con su cabreo y segundos después estaría en el suelo vomitando sangre, o bien volvía a casa con el rabo entre las piernas y más tarde ya se vería. Ninguna de las dos opciones haría abortar a su hija o le aseguraría un marido, pero al menos con la segunda sentiría menos dolor.
Cuando el panadero se marchó, mi padre se dirigió a mí.
- Os he criado bien a ambos. Sois fuertes. Pero sois dos bocas que alimentar y parece que ya estáis en edad de traer problemas. Tranquilo, no va tanto por ti como por tu hermano. Sé que sabes dónde encontrarle, así que haced el petate porque os vais los dos.
- Pero padre... - Le miré entre lamentos
- He dicho los dos. Él te cuidará y tú a él. Que madre os envuelva queso, pan y gachas. Os daré vuestra parte de los jornales, buscad trabajo.
Mi madre no se lo tomó igual de bien que yo, y le costó hacerse a la idea, pero al atardecer partí hacia las montañas, donde sabía que encontraría a mi hermano. Los primeros dos días fueron duros, caminando hacia el norte a través del paso de las montañas Orodreth, para llegar a la ciudad de Silinde. Y al fin la tuvimos frente a nuestros ojos, con sus casas de dos o incluso tres pisos, sus calles plagadas de gente gritando en sus tiendas, y su gran cantidad de caballos y de soldados. Amras olía a mierda de cabra, Silinde olía a mierda de muchos tipos, colores, sabores e intensidades. En tan solo media hora caminando por sus calles perdimos totalmente la capacidad del olfato, y caminando por el mercado entendimos que si la comida de allí eran tan picante era por necesidad, para poder notar su olor por encima de los demás. Buscamos una posada que tuviese un precio asequible al dinero que llevamos, calculamos que tendríamos que sobrevivir al menos 15 días antes de que consiguiéramos un primer sueldo. La tercera tenía un precio más adecuado a nuestras necesidades, incluyendo en su precio sopa, cebolla y pan dos veces al día.
Nuestra primera lección de ciudadanía la aprendimos ese mismo día. Cuando se nos pidió pagar la posada fue por adelantado, y llevábamos todo el dinero en la misma bolsa. Craso error, siempre hay que separarlo en distintas bolsas y utilizar una como la principal, así la gente piensa que no llevas más. Pagamos con una bolsa de monedas delante de la atenta mirada de demasiada gente, y cuando salimos de la posada a reconocer la zona, tras una esquina nos esperaban dos navajeros.
- Más os vale darnos todo lo que llevéis si no queréis que os rebanemos el gaznate y lo arranquemos de vuestros cuerpos muertos junto con otras pertenencias.
Mi hermano me miró friamente, sacó la bolsa y la arrojó a sus pies. Uno de los navajeros se acercó con su punzón amenazando y se agachó a recogerla, justo en el momento en el que Vairot tomó su muñeca y la retorció rompiéndola mientras hincaba su rodilla en los morros del rufián, que comenzó a soltar alaridos. El segundo se quedó paralizado sin reaccionar el tiempo suficiente como para ver el punzón de su compañero en manos de Vairot siendo arrojado para ir a clavarse en su traquea, y sonó el gorgoteo como cuando coges agua entre las manos y soplas por un agujero en tus pulgares.
- Nadie me toca los cojones, mamón. - La mirada de Vairot era la de un animal mientras cogía el cuello del primero y con una rápida torsión lo asesinaba.
A partir de ese momento podíamos contar con algo más de dinero, el que le cogimos a los rufianes, un precioso cuchillo cada uno, mejor calzado y una ropa de muda que apestaba a orines (la del segundo preferimos no cogerla puesto que estaba demasiado manchada de sangre). Hay quien dice que el mundo se divide en cazadores y presas, pero eso no es cierto. Todos somos cazadores, y debemos tener cuidado de no tomar por presa a alguien con mejor habilidad para la caza. De vuelta a la posada el posadero se sorprendió al vernos vivos y sonrientes, e incluso sudaba mientras nos invitaba a cenar con un trozo de tocino. Nadie es inocente, y si le matábamos no obtendríamos beneficio, pero vivo y con temor nos serviría mejor que antes.
Al día siguiente buscamos oficio entre panaderos, herreros, mercaderes... Pero a la ciudad es a donde llega todo el mundo, y es complicado comenzar si no tienes experiencia. Nosotros éramos campesinos, teníamos que comenzar desde cero y no sería fácil, demasiadas negativas en un único día. Volvimos a la posada a recobrar energías, y al sentarnos a la mesa un desconocido se sentó con nosotros apoyando una espada contra su silla de forma que la empuñadura le quedaba tocando su pierna. Su rostro mostraba arrugas y cicatrices, su pelo era cano en las patillas y más negro por arriba, vestía de cuero y se podían ver remaches en él, y algún roto. El posadero le sirvió jamón y puré, y se marchó con una reverencia. El desconocido pinchó el jamón y solamente pronunció dos palabras durante la cena:
- Bonitos zapatos.
Terminamos la sopa y Vairot hizo ademán de lentarse cuando le cogí por un brazo y se lo impedí.
- Espera, seguro que nos tienen preparado un postre- Le dije mientras miraba al extraño.
El extraño nos miró con algo de puré en los labios y asintió. Cuando terminó se limpió los morros con una manga y eructó sonoramente.
- ¿Sabéis usar una espada? - Preguntó mientras me miraba.
- ¿Quién lo pregunta? - Le espeté.
- El que os puede pagar por ello.
- Entonces me encantaría contestar que sí, pero no sabemos. Todavía.- Mi hermano se disponía a abrir la boca, seguramente para fanfarronear, pero mi mirada le dijo todo.
- Entonces la primera semana no os pagaré, en concepto de aprendizaje. Mi nombre es Tiris, si aceptáis estaría bien conocer los vuestros.
- Mi nombre es Cirdan y este es mi hermano Vairot. ¿En concepto de qué cobraremos por usar la espada?
- Silinde es la capital de la provincia de Ormaniel, la cual pertenece al reino de Mackron. - Se aclaró la garganta con un poco de vino - Hasta ahí nada que no sepa todo el mundo. Ahora bien, los impuestos se pagan a Ormaniel y de ahí a Mackron, y el dinero pasa por muchas manos, cuando nuestra provincia es bastante más rica que otras. Digamos que mi grupo, los Arkintros, estamos dispuestos a contribuir en una mejor... gestión. Es decir, convertirnos en un reino propio.
No nos pillaba de nuevas. Conocíamos bien la rebelión por la independencia de los Arkintros, cualquiera de nuestra provincia lo conocía. Los ojos de Vairot centelleaban, ilusionados. La verdad es que era su sueño, combatir, sentir el lamento de otros, destruir... Era como tener un perro grande, que necesita hacer ejercicio diario. Y Vairot llevaba ya tiempo pensando en hacer ejercicio.
- Eso significa arriesgar nuestros pellejos, y el mío lo tengo bastante bien valorado - Dijo Vairot.
- Vuestros pellejos valen cuatro sekels a la semana, cada uno. Valdrán más si demostráis que lo merecéis, y podéis quedaros con la parte proporcional de los saqueos.
Un apretón de mano selló el pacto, era una cifra bastante respetable para alguien que tardaba 1 mes en ganar un sekel y sudando a diario. Al día siguiente nos trasladaron a un campamento, donde comenzaron nuestros entrenamientos. Mientras yo procuraba coger estilo con la espada, mi hermano creaba el suyo propio. Ya dije al principio que era un animal, pero no sabría decir si un oso o un felino. Dejaba que el contrincante arrojara un golpe, esquivaba y le partía el costado con la espada de madera. No aprendía los trucos de la espada, pero él la amaba y creaba los suyos propios, y francamente, en sus manos mejores. En la segunda semana envió al primero de sus maestros a hacer curas, con dos costillas rotas. Su sueldo subió antes que el mío. Nos explicaron cómo fabricar trampas, cómo emboscar y el por qué de los grupos de pocos milicianos. Los mejores ataques son aquellos por sorpresa, en silencio y que agoten los recursos del enemigo antes de la batalla real. A mi hermano y a mí nos asignaron al mismo grupo, los cuales eran equilibrados entre estrategas de combate, tropa de asalto y gente de apoyo, entre los que se podía contar un chamán.
Nuestro grupo era de 15 personas, comandado por el propio Tiris, y aprendí la importancia de la motivación de las tropas. Por mi inteligencia superior a la de otros, pronto me convertí en la mano derecha de Tiris en los planeamientos. Mi hermano, en cambio, comenzó a crearse una leyenda propia, y en dos años era reconocido como uno de los guerreros más sanguinarios y feroces, aparte de uno de los mejores amantes de la provincia. Se divertía retando a duelo a gente con buen dominio de la espada, para luego destrozarles. Más de una vez tuvo que pasar semanas en reposo a causa de sus heridas, pero se levantaba un día con una sonrisa a entrenar incluso con los vendajes y las plastas.
Todo este rato llevo hablando de Vairot y de mí, y no he pronunciado el nombre de Rumil en ningún momento. Supongo que estáis extrañados, pero no os estoy engañando.
Acabo de contar que Vairot ya estaba en los labios de mucha gente, y no de forma positiva... hasta que un día Tiris fue herido de gravedad. Esa herida no cerraría, y creo que la que él me causó a mí en el alma tampoco.
- Siéntate a mi lado, Cirdan. - Su voz ya no era potente y su rostro ya no hacía temblar. Tosía y echaba sangre en los esputos. - Seré parco en palabras, como es habitual. Esta guerra... es una mierda y una farsa.
- Pero Tiris, ¿cómo puedes decir eso? ¡Luchamos por la libreración de nuestro pueblo! ¡Contra su opresión!
- Precisamente tú deberías pensar de una forma más global. No luchamos por el pueblo, sino por otros nobles, los de nuestra provincia. Si conseguimos ganar estaba batalla y ser reino, ¿crees realmente que el que ocupe el nuevo trono será un campesino? ¿O un guerrero? Será un noble más, seguramente peor que el rey que ahora mismo sufrimos.
- Entonces, ¿por qué luchamos?
- Para ser leyenda, Cirdan, para ser leyenda. La parca se lleva nuestras almas, y aquí en la Tierra solamente queda pasto para lombrices y moscas. Si quieres ser eterno, tu nombre debe estar en boca de todos... - Un chorro de sangre comenzó a resbalar por su barbilla - Cirdan, eres el mejor estratega que he conocido, y tú ocuparás mi puesto, pero tu hermano...
- Mi hermano ya es leyenda, ¿tú le has visto masacrar? No hay nadie que no hable de él, para bien o para mal.
- Ese es el problema Cirdan, su nombre ya está en boca de todos y no como héroe. Estamos cerca de la batalla final, si el héroe de nuestra batalla tiene el nombre de Vairot, se asociará a mujeres violadas, masacres y aldeas quemadas. Debes ser tú el héroe, eclipsarlo... o esta historia tendrá un final apestoso para todos.
No tardó más que unos segundos en morir, y pensé en sus palabras. La leyenda de Vairot el desquebrajador como salvador, creador y héroe de nuestro nuevo reino naciente no sería precisamente el mejor de los comienzos. Pero yo no era Vairot, un estratega raramente llega a leyenda en un pueblo de bárbaros, mi nombre era anónimo y lo seguiría siendo de no realizar una gran proeza. Es por eso que esa noche, tras la muerte del maestro Tiris, hablé con Vairot.
- Vairot, falta poco para la última estocada y hay algo que quiero proponerte... Vas a ser épico y todo el mundo hablará de ti, pero hay unos detalles que vamos a pulir en ti, entre ellos, el primero, es que vas a comenzar a honrar el nombre de nuestro abuelo, Rumil.