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Comunidad CientoSeis => Literatura => Mensaje iniciado por: Khram Cuervo Errante en 26 de Febrero de 2009, 13:18

Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo VI: Historia.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 26 de Febrero de 2009, 13:18
Los mares se rizaron y se encresparon, rugiendo con cada una de las mazas en que convertía las olas que lo poblaron. La tierra se sacudió, resquebrajándose quejumbrosa, perezosa, letalmente. El aire resopló como si quisiera romper el propio mundo, retemblando con el estruendo del trueno que sigue al feroz rayo. Los fuegos rielaron y crepitaron, ansiosos de escapar de la prisión pétrea de sus hogares.

La naturaleza entera se estremeció. La creación entera tembló.

Se avecinaba un cambio en toda la esfera. Ningún hombre, ningún elfo, ningún enano, ningún ser en toda la faz de la tierra fue consciente de aquello que se acercaba, pero todos, sin excepción, desde el insecto más pequeño hasta el mamífero más grande, sintieron la ondulación que se formó en aquel instante. Unos cuantos pelos erizados, una angustia pasajera. Aquella perturbación en el ambiente se manifestó de millones de formas distintas, tantas como seres la sintieron.

Shan'dru, la diosa de la Vida fue la primera en ser consciente. Un escalofrío recorrió su piel de tierra. Los límpidos lagos de sus ojos se iluminaron.

Venía a ella.

Le había llamado desde la cuna. Le había elegido desde su concepción. Había urdido el hilo de su vida intrincándolo con otra infinidad de hilos hasta que su hermana Druma lo cortara. Sólo ella sabía donde estaba el final. El resto de su trama lo había querido custodiar ella. Sabía que rehuiría toda la responsabilidad en la que se vería implicado. Sabía que aún la negaría infinidad de veces hasta que se rindiera a la evidencia de su propia existencia. Sabía que sería suyo y aquello no lo podía cambiar él, por mucho que se creyera en posesión de su propio destino.

Mientras tanto, cuidaría aquel hilo precioso, mimándolo hasta que llegara el momento de cosecharlo, hasta que llegara a aquel punto en el que ella había elegido que se cruzara con el suyo. Esperaba con ansia aquel momento. En la gran batalla que se avecinaba, en la contienda que unos y otros empezaban a barruntar, tendría un gran papel que desempeñar. Sería uno de los principales actores en aquella obra que se había escrito al inicio de los tiempos y que se acercaba inexorable. Uno debería ser expulsado y otro regresaría.

Ineludible destino.

- ¿Aún sigues atesorando esa hebra?

- ¿Y por qué no? Tú también la codiciabas. ¿Acaso estás esperando a que deje de cuidarla para robármela? Es mía, la tejí mucho antes de que tú supieras que le daría forma. Igual que a todos los míos. Igual que a todos los tuyos.

- No debiste ocultármela. He tenido que arreglar demasiado mi parte del tapiz.

- Si te lo hubiera dicho, lo habrías elegido tú. Ya te dejé que lo trastocaras bastante cuando te dedicabas a entretejer el hilo en tu parte. Y sospecho que te lo hubieras quedado para ti.

- Hermana –
una sonrisa sardónica se esbozó en el rostro de la Seductora, – tú has dejado que se te escape. Has dejado que te abandone. Yo no lo hubiera permitido jamás. Yo habría mantenido su alma junto a mí en todo momento.

- Y lo hiciste bien, hermana. Te la quedaste mucho tiempo, más del que yo hubiera deseado. Y fuiste tú la que provocó que renegara de mí. Pero adiviné tu intención a tiempo y recoloqué la hebra en su sitio antes de que fuera demasiado tarde.

- ¿Estás segura de que no es demasiado tarde?


Una amarga risa resonó por toda la estancia. La segunda mujer, vestida de negro, por llamar vestido a la escasa indumentaria que cubría sus generosas y tentadoras formas salió de allí, dejando a la primera con la duda flotando en el aire.

"Que piense así. Será mejor que crea que me ha hecho dudar". Se volvió de nuevo a la urdimbre que había estando observando desde que había rescatado aquel hilo de las garras de su hermana.

Ya llegaba el momento. Ya estaba a punto de unirse a su destino. Y ella le guiaría.

"¿Por qué me abandonaste?"
Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Tempestad.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 12 de Abril de 2009, 18:44
El barco cabeceaba cada vez más y el viento, que se arremolinaba alrededor de las velas, arreciaba en todas las direcciones, echándoles el agua a la cara.

- ¡Largad esas putas velas, cabrones! Si se rompiera uno sólo de los mástiles, os juro que asaré vuestras criadillas con vosotros dentro.

La voz del capitán del navío bramaba por encima del estruendo de la tempestad, que cada vez vertía más fuerza sobre aquel cascarón zarandeado por la fuerza de las olas de alta mar. Los rudos marineros se gritaban ásperas órdenes los unos a los otros y las botas roídas por el salitre y los pies descalzos resonaban sobre la crujía. Unos se encaramaban sobre los mamparos, otros trepaban por los cordajes, soltando todo el trapo que la tormenta les permitía. La lluvia caía a plomo sobre los hombres, que, empapados por el agua que caía del cielo y que les subía desde el oscuro océano, se afanaban trabajosamente por mantener a flote el sampán. Con cada ola, el casco zozobraba peligrosamente, amenazando con recostarse sobre una de las bordas, hundiéndose para siempre con toda su tripulación.

- Mantened las velas al sotavento, hijos de mil padres. Si se os ocurre recoger medio metro de trapo, os saco las tripas para amarrar las velas.

El único pasajero que llevaba el barco a bordo miraba, a través del ojo de buey del único camarote que había en el sampán, cómo maniobraban los marineros. Sabía que los hombres consideraban un inútil al hombre que el armador había puesto al mando. El armador, un hombre gordo y de piel cetrina que le había cobrado una pequeña fortuna por dejarle subir a él y a su caballo a su barco, parecía empeñado en que su vehículo se hundiera. Los kitai'i, un pueblo demasiado pragmático, habían inventado un sistema de reembolso de cantidades perdidas debido a accidentes. Estaba claro que al gordo sólo le interesaba el dinero de aquel "seguro". Le interesaba bien poco que la mercancía (por la que el "seguro" le había prometido una jugosa suma si se perdía) o que los hombres (que el "seguro" no se había dignado en cubrir) se hundieran con el barco. Lo único que quería era aquel dinero.

Y el capitán, un borracho que había encontrado dormido a la puerta de un prostíbulo, parecía el hombre perfecto para hacerlo. Aunque le había prometido una gran suma por aquel viaje, sabía que no le habría de dar ni un solo león. El armador había sido bastante astuto.

Y había que reconocer que él también. Nada más embarcar, aquel hombre había intentado quedarse con su corcel. Había acomodado al animal en la bodega, junto a su equipaje y unas cuantas balas de un heno oloroso que los marineros habían llamado albahaca. Él había subido a cubierta, para ayudar a los marineros. No es que fuera un lobo de mar, pero se defendía bien sobre las cuadernas y la cofa del vigía era uno de los sitios más accesibles para él. Cada día bajaba dos veces a verlo y comprobar cómo estaba, pero una de las noches que le había tocado hacer guardia junto a un marinero entrovino, decidió ir a echarle un ojo al caballo. La sorpresa al comprobar que se había desvanecido, como uno de los monjes kitai'i, fue mayúscula. De entre los fardos de su equipaje extrajo un enorme mandoble de hoja impoluta, a pesar del tiempo que hacía que había sido forjado y se lanzó por la escalerilla hacia la cubierta, subiendo de dos largas zancadas. Allí removió todos los aparejos, despertando a todos y cada uno de los marineros que roncaban en posturas inverosímiles, mecidos por la bonanza que reinaba en el mar. Dos tuvieron la desfachatez de insultarle y escupirle a la cara. Ninguno pudo volver a escupir jamás. Finalmente, un relincho resonó en el camarote del capitán. El jinete reventó la puerta del camarote de una patada, le cortó una oreja al cuatrero y lo echó con cajas destempladas. Cuando el hombre quiso volver a entrar en el camarote, lo único que recibió como respuesta fue un puntapié en el culo y una coz en las costillas. Desde entonces, el extranjero ocupó el habitáculo y nadie tuvo suficientes agallas para reclamarle el uso de aquella cámara.

Ahora, tras asegurar que su animal se encontraba bien y no había peligro de que el temporal lo dañara, aquel gigantón de oscura melena, salió del camarote. Si el capitán seguía dando órdenes en aquel sentido, el sampán se iría a pique antes de que pudieran alcanzar costa alguna. Era una embarcación que le resultaba extraña, pero sabía que aquella no era manera de bregar contra viento y lluvia. Aquella embarcación tenía dos palos más de los correctos. Acostumbrado a los drakkar que sólo llevaban un mástil, aquella embarcación llevaba tres mástiles, como las galeras entrovinas o mydonitas, pero un tanto extraños. El palo de mesana y el palo mayor ocupaban el centro de la cubierta, completamente alineados. El trinquete se insertaba a babor, por fuera de la proa. Si todo el trapo seguía largado e hinchado, la fuerza de aquel tifón se los llevaría al fondo del mar y quién sabe qué hijo de Shan'dru podría recoger sus restos.

- ¡Amurad la mesana, pandilla de inútiles!

Fue el último rugido que dio el bastardo borracho que los llevaba a su perdición. Estaba tan bebido que al extranjero le bastó un solo golpe en la nuca para llevarlo a un estado de inconsciencia total.

- Izad la mesana y el trinquete. Vamos a intentar defendernos con la mayor. ¡Y dad gracias a los ancestros si no nos vamos a reunir con ellos en el fondo de este mar!

Los hombres no tardaron en obedecer. Aquella orden era muchísimo más lógica que las que había vomitado aquel imbécil borracho del capitán. Incluso el extranjero se puso a trabajar con los demás. Trepó por los cordajes hacia arriba, hasta llegar a la cruceta de mesana. Tironeó de las sogas que amarraban la vela junto a otros dos marineros, pero el viento dificultaba muchísimo cualquier maniobra. El agua había conseguido empapar los aparejos y las cuerdas muchas veces resbalaban entre las manos de los hombres, abrasándoles las encallecidas manos. Las olas hacían encabritarse al barco, que subía y bajaba bruscamente, cabalgando sobre un terreno abrupto. A veces, el barco quedaba literalmente suspendido en el aire, sin tocar el agua y caía a plomo, dejándoles las rodillas hechas fosfatina. Los golpes de viento giraban las botavaras, retorciendo el trapo, haciendo casi imposible izar las velas.

Repentinamente, se formó un remolino de viento que retorció la singladura del sampán. La proa y la popa cambiaron su posición tras aquel golpe de viento. Uno de los hombres que se había subido a la mesana con el extranjero no pudo agarrarse a tiempo a los cordajes y cayó con un espeluznante alarido sobre la crujía, reventándose todos los huesos con el impacto. Otro salió volando por estribor con los cabeceos de la embarcación. Otro más se ahorcó con uno de los cables que mantenían sujeta la vela de trinquete.

Dejaron los cadáveres a su suerte. Los muertos, muertos estaban y no se podía hacer nada por ellos, pero sí por los vivos. No dejaron de bregar, pero el clima era un enemigo demasiado poderoso contra el que no se podía luchar. O sí, si es que hubiera completado sus estudios de hechicería. Pero no era más que un iniciado sin capacidad siquiera para conjurar una simple brisa, mucho menos para poder atajar una tempestad de aquella magnitud. Así que tuvo cuidado de asirse a los cordajes. Bajó todo lo deprisa que se lo exigía la situación y todo lo despacio que se lo permitía. Los tacones de sus botas resonaron en la bodega al caer sobre la crujía de golpe. Se hizo un nudo con uno de los cabos en uno de los brazos y ató el otro extremo al timón. La verga de dirección no paraba de menearse aquí y allá: el timonel era el que había saltado por una de las bordas y no había nadie que gobernara en medio de la galerna aquel débil cascaron. Agarró aquella madera y se dispuso a sujetar con todas sus fuerzas el empuje de las olas que arrastraban la pala del timón y la hacían girar descontroladamente.

Era casi imposible guiarse. Las negras nubes que comandaban aquella tempestad oscurecían el cielo e impedían cualquier visión de las estrellas que debían guiarlos. Aunque ya no podían decir si era de día o de noche. Tal era la oscuridad que los había engullido.

El extranjero bregaba contra viento y marea, intentando enderezar aquel timón que no dejaba de dar bandazos en un sentido y en otro. Los marineros se aferraban a lo que podían en medio de la tormenta que los golpeaba contra el maderamen. Los más astutos habían tomado ejemplo del hombre que ahora intentaba gobernar el timón y se habían atado o asegurado a la cubierta, los mamparos, los mástiles o ambas amuras. Los menos intentaban asirse a los que se habían conseguido afianzar de alguna forma, resbalando por la humedad que empapaba ya a unos y otros. Más hombres fueron despedidos del sampán y engullidos por el oscuro océano. Los relinchos de un caballo resonaron en medio de la tempestad y muchos de aquellos hombres, curtidos por la mar embravecida, dignos de haber sido paridos por el mismísimo Malak, se echaron a llorar, pensando que el heraldo del Segado había venido a recoger sus almas condenadas. El único que no se asustó fue el propio dueño del animal, que era el que ahora mismo tenía en sus manos el destino de aquella embarcación.

Justo cuando parecía que aquel tifón no amainaría jamás, la intensidad de los vientos les dio algo de tregua. La lluvia no. La lluvia comenzó a jarrear con toda la fuerza que había perdido el vendaval, empapándolos aún más, como si considerara que no estarían suficientemente mojados hasta que ella completara la tarea que el mar había comenzado con los salpicones de las enormes olas con las que había barrido la cubierta. Ahora, aunque arbolado, el océano les daba una pequeña tregua sobre la crujía. Seguían subiendo y bajando con todo el poder de aquella furia desatada en que se había convertido el océano, dando fuertes cabezadas contra la oscura superficie, hundiendo aquella proa carente de quilla en la que se había embarcado.

El extranjero liberó un poco el timón, dejando que el sampán volviera a poner la proa hacia su destino. Los hombres comenzaban a retomar sus posiciones y a hacer recuento de los daños. Habían perdido al menos diez hombres y el capitán seguía tirado sobre la cubierta, inconsciente. Los hombres aún dudaban si tirarlo por la borda, pero el propio extranjero les quitó la idea. Le respetaban.

Con las manos en el palo de la dirección, aquel hombre comenzó a recordar cómo había llegado allí.

***

Había recorrido muchas leguas en camino a ninguna parte. Cabalgando sobre la nieve y el hielo había pasado muchos días y muchas  noches, aunque no había sido tan penoso como la primera vez que lo intentó. Ahora no huía de los campamentos. Cada poco tiempo encontraba gente que quería que pasara algún tiempo con ellos. Era ahora un héroe conocido en aquellos parajes y todos querían que estuviera en su poblado. Él quería abandonar aquella tierra que tanto había aprendido a amar y que tanto le había hecho recordar. En lugar de olvidar, como había sido su primer impulso, el hielo, el frío y las ventiscas constantes le habían hecho añorar las noches de fuego e historias que le habían criado. Incluso había empezado a recuperar creencias que había enterrado muy hondo, demasiado hondo en su corazón.

Los dioses no existen.

Y sin embargo, parecía condenado a cumplir la voluntad de seres superiores, con voluntades superiores a la suya. Por más que él quisiera atravesar el fatídico Desierto de la Locura, sus pasos jamás le guiaban hacia aquel erial. Por más que intentaba continuar viaje hacia tierra de magos, su corazón seguía guiándole fuera de los confines de la magia, llevándole por derroteros que sólo podían unirle más a aquellos lugares de los que él deseaba desligarse. Y las continuas e involuntarias escalas en clanes tan variopintos como el clan Hielo, el clan Ykeem o el clan Sureño le retrasaban.

Por fin, casi diez lunas después de retomar su largo viaje, el hielo y la nieve dieron paso a una tierra dura y estéril. En sus oídos resonó un bramido enloquecido, un sonido que conocía demasiado bien. El mar había desatado su furia. Le recordaba a los feroces Nutria y los bravos Albatros, señores del mar, que con sus ágiles drakkar tenían el control del inmenso océano por el que osaban navegar. Piratas aguerridos y faltos de piedad, guerreros inmisericordes, eran capaces de desvalijar las potentes escuadras entrovinas y las galeras mydonitas, hundiéndolas y matando a todos los tripulantes. Ahora se abría ante él, cortándole el camino hacia cualquiera que fuera su destino. Aunque no tuvo que esperar mucho para poder proseguir.

En aquella playa había una tripulación de marinos shyrmis, que rastreaban los aledaños de la orilla del mar. Había varios ingredientes para pociones que podían aprovecharse para dominar voluntades o enamorar a esa persona tan especial. Anduvo observándolos durante un tiempo, calibrando cada uno de sus movimientos. Después de vigilarlos durante un par de horas, quedó patente que aquellos hombres no eran magos, por muy shyrmis que fueran. Convencido de que si intentaran hacerle daño, podría manejar la situación, salió de su escondite. Se presentó y avanzó con cautela hacia aquellos marinos.

Resultó que el contramaestre de aquel bajel era hijo de un bortai y una entrovina que se alegró de tener allí a un compatriota. Aquel hombre, robusto como un roble y de risa franca y estentórea, parecía conocer bien las costumbres bortai, como decía, por su ascendencia. Preparó un asado bien condimentado, sobre una rugiente hoguera, bien dispuesta en el rudimentario hogar de piedras y girado sobre un espetón. Corrió la especiada cerveza shyrmi que, el viajero tuvo que reconocer que era, al menos, de tan buena calidad como la espumosa bárbara. Se contaron historias, hubo risas, y la noche, tan fría en la costa de aquel inhóspito mar como en el interior de la tundra, se atemperó con la calidez del fuego compartido en compañía de buenas gentes.

Debió beber sobremanera, como no hacía desde antes de abandonar su verdadero hogar, pues, cuando se despertó, aquel bastardo lo tenía amarrado en la bodega, a su caballo embozado con un saco de arpillera y sus espadas no aparecían por ningún sitio. De Kora, la pequeña mangosta no había ni rastro. Si había encontrado un sitio más cálido que los ropajes de su amo, seguramente se habría acurrucado cerca de aquel punto y estaría durmiendo tranquilamente. Silbó débilmente, para llamarla, o al menos intentarlo. Sintió cómo algo se removía pegado a su cuerpo. Le mostró las ataduras, como queriendo demostrarle lo que quería que hiciera, pero Kora no entendió, o no quiso entender, lo que quería decirle y volvió a acurrucarse entre los pliegues del manto del hombre. Refunfuñando por la respuesta de su animal, volvió a intentar liberarse de sus ligaduras. Tocó la pequeña piedra que llegaba colgada de un cordón de cuero, anudado al cuello. Pronunció una palabra en shyrmi y la habitación se iluminó, permitiéndole ver dónde se encontraba.

La bodega era la típica de una gabarra de carga. Segmentada por varios tabiques, para alojar distintos tipos de carga, era tan ancha y tan larga como la embarcación entera. Junto a su montura reposaban otros cuatro magníficos animales, asegurados con cadenas y aún más cegados que Ragnar, seguramente porque estaban sin domar. Al otro extremo aparecían los fardos más ligeros, como telas y pequeñas mercaderías, y las más pesadas, como frutas, muebles de artesanía y piedras preciosas se acomodaban en el centro. Él estaba recostado en el suelo, junto a la cuadra, maniatado y amordazado. No podía ver sus armas por ningún sitio. No tenía a su alcance nada que pudiera servirle para desatarse y la propia fuerza bruta no le servía para romper la soga. Afortunadamente, las espuelas que había llevado en sus botas aún seguían ahí. El inconveniente radicaba en que sus aptitudes atléticas dejaban demasiado que desear. Estaba fuerte, y sus músculos mostraban señales de estar bien ejercitados, pero su envergadura y el propio volumen de su cuerpo, le impedían tener una flexibilidad adecuada para poder llegar a rasgar las cuerdas con el metal.

Oyó pasos acercándose a la escotilla que daba acceso a la bodega. Desconjuró la luz y se puso en pie. Se dirigió con sigilo hacia la parte trasera de la escalerilla de acceso y, en la más absoluta penumbra, se preparó. Bajó el vigilante, y, como sospechaba, se dirigió hacia donde sabía que habían tirado al prisionero.

Una fracción de segundo después, aquel bastardo pataleaba en el aire, con el férreo abrazo de las extremidades del enorme prisionero en su pescuezo. La cuerda ayudó a estrangularlo y, al caer, con los ojos desorbitados y la lengua fuera, el hombre sintió cómo un nuevo fantasma, un nuevo cadáver, un nuevo crimen se añadía a los que ya  había cometido a lo largo a su vida.

Tanto daba.

Extrajo la espada que el muerto llevaba al costado y cortó, poco a poco, la cuerda que lo maniataba. Por fin Kora pareció entender lo que su amo pretendía y sus pequeños colmillos colaboraron a liberarlo. Con un pequeño toquecito que era a la vez premio y reproche, agradeció aquel gesto y castigó la desidia que había mostrado durante el primer requerimiento.

Terminó de desenvainar la hoja y la introdujo entre el cinto y el tabardo. Con cuidado, subió la escalerilla, mirando, con postura forzada, a través de la celosía de la trampilla. Veía las nubes pasar. La nave debía ser tan marinera como los barcos Nutria, pues, con la carga que llevaba era capaz de desarrollar aquella velocidad endiablada. Aguzó el oído, intentando escuchar los sonidos de la cubierta. Los pies de los que iban descalzos golpeteaban las cuadernas con fuerza y los pocos que iban calzados paseaban mucho más lejos. Calculó unas diez personas a bordo, aparte del muerto.

Sus opciones no eran muchas. Así que decidió improvisar.

Destruyó la escotilla de madera empujando con sus potentes hombros. La portezuela saltó en mil pedazos y sorprendió a todos los marineros en sus quehaceres. El que tenía más cerca fue el que menos tiempo estuvo sorprendido. Más de medio metro de acero le atravesó un pulmón y cayó sobre el maderamen con un resoplido sibilante y una estúpida expresión en el rostro.

Los demás reaccionaron rápido. Como hombres de mar, sus reflejos estaban bien entrenados y saltaron como monos, blandiendo estacas y espadas. Muchos se acercaron al prisionero, prometiéndoselas muy felices por su superioridad numérica. Aunque no tardaron mucho en caer en su error. Uno de ellos perdió la cabeza al primer golpe de espada del bortai. Un acrobático giro sobre su pierna derecha hizo caer varios miembros además de la cabeza del que tenía más cerca. Después de eso, se mantuvieron fuera del alcance de sus brazos, retrocediendo cada vez que acometía a diestro y siniestro.

El guerrero enseguida comprendió que en aquel combate, si seguía atacando de esa manera, sin herir ni dañar, se cansaría y la lucha sería inútil. Necesitaba un giro radical de la situación y para ello debía salir del cerco que habían formado los marineros a su alrededor. Saltó a un lado o a otro, pero su equilibrio en una nave estaba muy lejos de ser el que tenían aquellos hombres que, seguramente, habían nacido al abrigo del mar y que lo llevaban en la sangre. Sus reflejos eran mejores y podían escapar de los envites del bortai. Los oficiales miraban desde lejos, esperando que la tripulación de más baja estofa solucionara la papeleta, pero ni unos ni otros parecían querer acercarse a aquel hombre. Esto le dio tiempo para pensar una estratagema. Aunque sabía que no le aseguraba el éxito, conjuró un cegador haz de luz. Los hombres de la cubierta se llevaron las manos al rostro para protegerse los ojos, lacrimosos y doloridos. Este instante fue el que aprovechó el guerrero para escapar de aquel círculo de marinos y acercarse a los oficiales. Si el capitán caía, la nave sería suya y tendría una oportunidad de huir, a algún sitio más amistoso con él y su desgracia.

Pero no llegó a alcanzar el puente. Una figura encapuchada, de larga túnica y con una calma y tranquilidad pasmosas, salió de las cámaras bajo el puente. No amenazó a nadie, no abrió apenas la boca. Su voz tampoco pudo escucharse en ninguna parte y, si lo hizo, aquel leve hilo fue arrastrado por los vientos marinos hacia un plano en el que las ondas sonoras se perdieran para siempre. Con aquel simple gesto, uno a uno, los marineros corrieron a enfrentarse ciegamente al bortai, que, al oír trapalear tras de sí los furiosos pasos de las plantas desnudas sobre el maderamen, se giró con la espada robada extendida. Dos cayeron ciegos del todo, los ojos reventados por el filo del acero blandido con la habilidad que sólo dan la costumbre y el uso. Los demás, lejos de abandonar la contienda al contemplar las horribles heridas de sus compañeros, siguieron corriendo hacia el intruso. Y todos, sin excepción, encontraron una muerte horrenda. El guerrero ya no estaba en el mismo mundo que ellos.

Aquel hombre vivía ahora en medio de un aire espeso, que dificultaba los movimientos de sus oponentes y en el que su brazo era capaz de hender aquella densidad sobrenatural. Notó como el arco que dibujaba la punta del arma se quedaba impresa en el ambiente, cortando invisible el aire que lo rodeaba. Las estocadas se volvieron salvajes y la empuñadura estuvo pronto cubierta de pegajosos cuajarones de sangre coagulada y trozos de entrañas arrancadas con violencia de sus cuerpos. A uno de los marineros lo atravesó con tal virulencia que no sólo la hoja atravesó su cuerpo, sino también la cruz, el puño y hasta el brazo del guerrero sintieron el calor de la savia del desdichado chorrear y a su espíritu huir de aquella barbarie que aseguraba la eterna condenación en los atrios del averno. Los mecánicos, desacompasados y monocordes movimientos del guerrero apenas podían verlos sus contrincantes, aunque a él le parecían demasiado torpes para ser golpes aprehendidos y practicados durante siglos sin término por su raza.

La cubierta se bañó en sangre mezclada con el salitre que barría de un lado a otro el maderamen y se volvió resbaladiza. Los marineros, hombres experimentados y hábiles, resbalaban, estrellándose contra los mamparos de las bordas o cayendo por encima de estas. Y al bortai sólo le quedaba un enemigo al que abatir.

Sus botas no resbalaron a pesar de que era el menos avezado a correr sobre un barco que cabalgaba sobre el fiero oleaje. Sus piernas no acusaron el esfuerzo y se movieron veloces para alcanzar al último enemigo. El encapuchado no quiso moverse. Simplemente, levantó su mano izquierda, intentando detener con aquel gesto la acometida del prisionero recién liberado. Con toda la parsimonia que le concedía su experiencia y sabiduría en las artes arcanas, confiado en su poder y en su habilidad aquella mano se crispó casi imperceptiblemente y sus labios musitaron la fórmula que tantas veces habían pronunciado ya, intentando esclavizar la mente del guerrero, hacer suya su voluntad y desarmarlo, quizá obligarle a echarse por la borda.

El conjuro llegó a su palabra final. Los labios del hechicero se cerraron, sintiendo todo el poder emanando de su fuente. Y la mano se cerró, como tantas veces antes, intentando aferrar los hilos que manejaban la voluntad del hombre que había recibido todo el impacto de la arcana letanía.

Pero los dedos se cerraron sobre si mismos. La palma, que debía haber sentido la sedosa suavidad de la voluntad ajena aprisionada, sólo sintieron las uñas, largas y filosas, clavándose en la blanda carne. Los hilos que había esperado manejar con aquellas palabras se le escurrieron, dejando libre la mente que debían haber esclavizado. Y es que el mago no contaba con que aquel hombre, ciego de ira, poseído por su propia sangre, heredera de cientos de generaciones de bortais y que corría desbocada por sus venas, ansiosa de muerte, ahíta de destrucción, no tenía voluntad alguna. La voluntad que intentaba anular ya había sido anulada por otro, por uno que blandía ahora una hoja capaz de seccionarle la garganta, acabando con su vida. Y cuando notó aquella extraña tibieza resbalándole por la pesada túnica, haciendo que se le pegara al cuerpo, pesada y lentamente, pensó que había conseguido autosugestionarse a sí mismo. Pero cuando su espíritu empezó a escurrirse con aquella oleada líquida por su pecho, cayó en su error. Extendió ahora ambas manos, intentando aferrarse a su asesino, con los ojos colmados de una única petición: piedad. Su boca quiso pronunciar una última palabra, pero el aire se le escapaba ahora por una horripilante grieta abierta en su garganchón con un sonido sibilante. Patéticamente, con las manos agarradas a la túnica gris del bortai, fue resbalando, como si hubieran sido un puñado de heces arrojadas contra la pared. El guerrero se lo sacudió de encima y lo saltó para subir al puente de mando.

El hechizo había terminado.

Los hombres comenzaban a despertar de un amargo sueño en el que parecían haber vivido más tiempo del que podían recordar. Por todas partes, los marineros que habían sobrevivido a la furia del guerrero, se levantaban y se reunían con los demás vivos. Se preguntaban unos a otros qué había ocurrido y se miraban con extrañeza. Nadie supo decir por qué había tantos de sus compañeros muertos o por qué había un shyrmi con el cuello cortado. Y mucho menos por qué había un bortai en el centro del barco, con una espada cubierta de sangre, jadeando y con el rostro inundado por las lágrimas.

Khram cayó de rodillas sobre la crujía. Con rabia, apretó el puño, dejando que el desgastado cuero de la empuñadura del arma ensangrentada que blandía raspara las encallecidas manos con las irregularidades causadas por el uso. Un alarido nacido de lo más hondo de su torturada alma, con toda la desesperación que era capaz de sentir, llenó el aire marino. Los oídos de los marineros retumbaron con el dolor de cientos de cadáveres. El bortai lanzó el acero que había utilizado en su último combate contra los mamparos de popa y la hoja se hundió en la madera con un sonido ominoso.

***

De aquello habían pasado ya diez años. Ahora era un hombre hecho y derecho. Y había pasado aquellos diez años al servicio de un alquimista en Kitai. Había aprendido a destilar las cenizas de dragones sin número. Había conseguido cristalizar mil y una esencias que podrían utilizarse para miles de cosas. Pero su alma no estaba tranquila encerrado entre las cuatro paredes del establecimiento de aquel kitai'i. Su maestro le había conseguido un puesto como comerciante en el sampán que ahora pilotaba.

La verdadera razón que le impulsó a navegar no era la alquimia. Sino la posibilidad de viajar. Aceptó ir en aquel barco porque, en algún momento, la marea los acercaría lo suficiente a Shyrm como para desembarcar allí y buscar un maestro. Por eso siempre llevaba a su caballo en sus viajes. Ragnar había navegado tanto como él. Y por supuesto, Kora, la mangosta, también le acompañaba allí donde fuera.

Pero ese día no llegó nunca. Mientras el kitai'i que había armado el barco fue el dueño, el sampán no tocó la costa shyrmi. Y ni siquiera cuando su maestro cayó en desgracia y el actual armador compró el barco, pudo llegar al país de los magos. Viajó por reinos que no había oído pronunciar jamás. Había tocado costas mydonitas sin bajar del barco, pues mataría a cualquiera que se hubiera puesto a su alcance. Había llegado a Entrovia y visitado puertos innumerables. Había viajado a continentes hasta entonces desconocidos para él. Y Shyrm, que parecía tan cercano a veces, estaba cada vez más lejano. Nunca encontró un maestro. Nunca pisó el país de los magos. Y cada vez más, su poder mágico se estancó. Sus conjuros se atrofiaron. Y, por mucho que practicara, sólo permanecieron dos conjuros en su mente. Y su sueño de infancia permaneció en suspenso, detenido en aquella cabaña del bosque que había quemado. Y poco a poco, se fue abriendo paso en su mente la idea de que quizá tuviera que regresar para reencontrar aquel sueño que quería conseguir por encima de todo.

Y ahora era él quién dirigía aquel barco. No sabía donde estaba. Si lo hubiera sabido, quizá se habría arriesgado a llevar la embarcación a la costa mágica, aún con los aparejos rotos. Así que tuvo que poner la proa rumbo a su destino inicial.

Aquel sampán llevaba distintas mercaderías hacia Sirocitria-kiltasi. Al principio se había negado en redondo a participar en aquel viaje hacia aquel país, pero el armador que se había hecho con el negocio de su anterior maestro le obligó a hacerlo. Los kitai'i, además de pragmáticos eran taimados y, sin decirle nada, le habían dado a firmar un documento en un idioma que no comprendía y que, según le habían dicho, simplemente recogía el dinero que debían pagarle por cada viaje. Por supuesto, aquel contrato no decía nada de cuando iba a abonársele aquel dinero ni si podía negarse a realizar algún encargo.

La primera vez que intentó negarse, una patrulla de la guardia kitai'i lo detuvo, lo desarmó y lo mantuvo durante tres días encerrado en una mazmorra estrechísima que le impedía moverse, ni siquiera para esquivar las ratas y demás alimañas que notaba correr entre sus piernas, pasando entre las distintas celdas de aquella extraña prisión. La segunda vez, llenaron la celda de agua hasta que le llegaba a la nariz y allí lo mantuvieron durante una semana. No hubo una tercera rebelión. El tercer castigo suponía un mes encerrado en aquella celda. Y no quiso saber más acerca de las condiciones de aquel encierro. Para él, que aún en un país extraño seguía durmiendo bajo la luz de las estrellas, sintiendo la brisa nocturna acariciar su piel y mesar sus cabellos, aquel encierro era ya suficiente tortura como para dejar que hubiera algo más que minara su voluntad y su fuerza.

Aún así, no podía quejarse. En cada viaje podía llevar su caballo y su mangosta. Y las espadas que le habían acompañado incontables leguas podían pender a su costado sin problema ninguno. Podía haber escapado gracias a su magia y a su habilidad con las armas, pero las tripulaciones de los kitai'i eran muy numerosas y cualquier motín era sofocado por los marineros que no deseaban amotinarse. El rebelde era apresado y al regresar a puerto, encerrado en la consabida celda de la prisión. Incluso, al primer indicio de motín, el sentido práctico de los kitai'i podía más que las vejaciones a las que eran sometidos por sus amos y asesinaban a los compañeros que tenían extrañas ideas acerca de la libertad y los derechos individuales de los marineros. Así no se perdían apenas embarcaciones ni cargamentos, los armadores estaban contentos y las cárceles no estaban más llenas de lo que debían estarlo.

Pero ahora era distinto. El armador había pensado perder el barco y la carga para cobrar el seguro. Pues bien, que viera cumplido su deseo. En el primer lugar que encontrara una costa, fondearía el sampán, desembarcaría y se marcharía. Por muy prácticos que fueran aquellos demonios orientales de piel enfermiza y ojos rasgados, no serían capaces de rastrear a un bortai, que había nacido de la mismísima tierra.

Los marineros se esforzaban en luchar contra el bravo oleaje y mantener aquel cascarón a flote. En juego estaban sus vidas y, tal como había comprendido su nuevo piloto, también su libertad. Ahora no luchaban contra el mar, sino contra sí mismos. Sólo ellos podían librar aquella batalla y ganarse una libertad que se les había negado durante años. Las velas estaban destrozadas y los remos que habían quedado salvos apenas podían impulsar aquella nave a ningún destino, por cercano que estuviera. Los pocos hombres que habían sobrevivido a la tormenta se afanaban por hacer que los remos funcionaran, pero apenas avanzaban contra la fuerte corriente marina. El vástago de la dirección culebreaba y Khram casi no podía controlarlo, intentando mantener la dirección de la nave.

No podía saber si habría un resto del viaje. Temía incluso que no hubiera un resto de su vida. El mar amenazaba con tragárselo, a él y al resto de su tripulación. Si los dioses hubieran existido, habría rezado para llevar el barco sano y salvo a algún puerto. El que fuera. No por él. Su vida, tal como la concebía él, no tenía valor. Pero los hombres que lo acompañaban se estaban dejando la piel y la sangre en conducir el barco a un sitio en el que desembarcar y al menos les pagaría ese esfuerzo. No era un hombre rico, pero haría lo posible para que fueran libres.

Lo único que tenía que vencer era el furioso mar. Alguien le había dicho alguna vez que cabalgar sobre el mar encabritado era como recorrer la estepa sobre el lomo de un garañón sin domar. Pero sin duda, ese hombre no sabía de lo que hablaba. Posiblemente fuera un Nutria o un Albatros que jamás hubiera cabalgado uno de los magníficos garañones de sus primos Caballo, más hecho a los constantes cabeceos de los marineros drakkares bortai. Pues si lo hubiera sabido, habría utilizado otro símil para referirse a la travesía marítima, pues Khram habría dado un brazo para manejar al semental sin domar con el brazo restante. Aquello no se asemejaba a nada de lo que hubiera hecho antes. Incluso el impetuoso Ragnar resultaba muchísimo más fácil de domeñar cuando estaba de mal humor que las elevadas ondulaciones con las que el encrespado mar protestaba contra la tormenta que le provocaba en su lecho en calma. Aquellos salvajes bandazos le obligaban a abrazar fuertemente la caña del timón, intentando no saltar por ninguna de las bordas, aferrándose al único hilo que lo unía a la vida. En múltiples ocasiones sus pies se despegaron del castillo de popa, levantándolo en volandas. Aquellos brincos acababan indefectiblemente con sus pies aporreando la crujía. Aquellos golpes recorrían su columna de arriba abajo, como una descarga eléctrica. Los marineros tenían que enrollarse la cabullería a los miembros para no salir despedidos de la embarcación. La embravecida tempestad los agitaba como si fueran títeres colgados de sus hilos, zarandeándolos y removiéndolos de un lado a otro, como peleles. Y el viento no dejaba de soplar como si quisiera llevárselos a todos al otro confín del mundo.

Les pareció que la tempestad duraba eones. Casi como si el propio mar estuviera quejándose de que la quilla hiriera su piel, hendiendo poco a poco la oscura superficie del agua. Pero tan pronto como se arremolinaron las nubes para dar comienzo a la etapa más dura de su viaje, el sol, que había estado luchando tanto como ellos para liberarse de aquella inquietante presencia, comenzó a lucir en lo alto del cielo, atravesando la maraña negra, hasta llegar a caldear la superficie del sampán, barrida por las olas.

Por fin pudieron los hombres descansar. Muchos se dejaron derrengar en el mismo sitio en el que habían bregado, vencidos por el cansancio y el sueño y roncaban suavemente. Otros aún tuvieron fuerzas para moverse de sus puestos y resguardarse en otros más seguros. Sólo el bortai se mantuvo alerta, maniobrando suavemente el otrora rebelde timón. Sujetó su temperamento con una cuerda, fijando la dirección del barco y bajó a las bodegas, donde sus dos animales debían haber sufrido tanto como él la inclemencia del tiempo.

Ragnar estaba tirado en el suelo. Tenía un par de magulladuras en las patas y algunos rasponazos en las corvas, pero nada de gravedad. Había tenido la suficiente inteligencia como para recostarse sobre las balas de heno para salvar la tormenta. Kora surgió de entre las sombras, haciendo aquellos ruiditos que eran tan suyos, alegrándose de que estuviera de nuevo junto a ellos. La pequeña mangosta no parecía tener ninguna lesión de importancia. Mucho más ágil y ligera que el enorme caballo, no le había costado nada buscarse un refugio cálido y cómodo para soportar aquella tortura. Khram se tomó unos momentos para vendar las heridas de su caballo, calmándolas con algunas medicinas que llevaba consigo. Un suave relincho fue todo lo que obtuvo el bárbaro como agradecimiento.

- ¡Tierra a la vista!

El grito del vigía llegó claro a sus oídos. Palmeó el cuello del corcel, animándolo y éste se incorporó rápidamente, relinchando con alegría. Los olores de la cercana tierra entraron limpios por sus ollares y le invadieron los sentidos, barruntando nuevas cabalgadas.

Subió los peldaños de la escalerilla de dos en dos y se asomó por la baranda de estribor. A lo lejos, una escarpada costa se recortaba sobre la línea del horizonte, suavizándose a medida que avanzaba hacia el norte. Los marineros lanzaron sonoros vítores. Uno de ellos corrió hacia el timón y lo liberó de su presa. Puso la proa hacia la parte baja de la costa, donde esperaban encontrar un puerto, pero Khram lo retiró de la barra de dirección.

- ¡No seas necio! ¿Dónde quieres ir? ¿A un puerto donde te apresarán y te devolverán a Kitai? ¿Quieres seguir siendo un esclavo? – señaló ahora a la parte más escarpada – Dirígete hacia allí.

- Si vamos allí, encallaremos. Se quebrará el fondo del barco y nos ahogaremos
– protestó otro. – ¿Es que quieres matarnos?

- El que quiere mataros es el armador. ¿Quién en su sano juicio haría esta travesía por el sitio que lo hemos hecho? ¿Creíste acaso el cuento que nos contó acerca de reducir el tiempo de viaje? Ahora, escúchame bien. Si entramos con esta embarcación en puerto y no damos razón de nuestro viaje, nos apresarán y ejecutarán. Si damos razón de nuestro viaje, nos apresarán y devolverán al armador. Si nos quitamos de en medio, destruimos la nave y nos dispersamos, nosotros quedamos libres y el armador cobra el seguro. Todos contentos. Ahora
– le propinó un empujón – vuelve al timón y haz todo lo que te diga.

Con órdenes claras y precisas, el sampán culebreó entre rocas afiladas como espadas. Al rozarse contra los escollos, saltaban astillas de los maderos del fondo que caían al agua. Pero el avance fue seguro. A pesar del número y lo peligroso de las escolleras, Khram consiguió que el frágil navío llegara a fondear en la playa con apenas unos rasguños. Mientras los demás descargaban la bodega y se repartían las mercaderías para venderlas y sobrevivir, el bortai desembarcó junto con sus dos animales. Tomó unos cuantos víveres y los cargó en las alforjas de Ragnar.

No se preocupó de más. El barco era ahora problema de los marineros. Volvía a cabalgar libre.
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo I: Tempestad.
Publicado por: Rubén en 17 de Abril de 2009, 22:13

Khram antes que nada, decirte que me ha gustado mucho, está muy bien, pero hay una cosa que creo que está mal:

Citarel sampán

Creo que el sampán es un barco fluvial con propulsión a remo, no a vela.

Quizás fuese más correcto escribir carraca, que es un buque poco marinero en las tempestades (viento en popa mar bonanza, navega Sancho Panza) y muy utilizado en la Edad Media y principios de la Edad Moderna como barco de carga.

Saludos Khram, y gracias por la magnífica obra.


Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo I: Tempestad.
Publicado por: Superjorge en 18 de Abril de 2009, 13:53
El Sampán o Junco chino, que es quizá el velero tradicional más antiguo que se conoce, ha conservado la forma original desde su aparición en el año 600 DC. El casco posee una popa corta y carece de quilla. Probablemente se desarrolló a partir de una canoa doble de diseño primitivo.

Lo más característico era la configuración de sus mástiles y su empleo tanto para la guerra como para el comercio. El palo de trinquete se apoyaba fuera de la borda, a babor, mientras que los palos mayores y el de mesana estaban situados en línea en el centro de la cubierta. Por contra, el palo auxiliar de mesana se hallaba justo a un lado de la caña del timón, contribuyendo a facilitar el cambio de bordada.

Fueron los buques característicos del Mar de la China y tanto Gengis Kan como Kublai Kan los emplearon en sus intentos de conquistar el Japón.
   
Cuando la artillería comenzó a emplearse en China, los Sampanes o Juncos chinos fueron el arma de los temidos piratas chinos que asolaban periódicamente los Mares de China haciendo inseguro el tráfico marítimo, incluso a principios del siglo XX
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo I: Tempestad.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 18 de Abril de 2009, 17:53
Gracias sertori0 por aclararlo. Junco me parecía demasiado obvio. Sampán es más genérico.
Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo II: Reencuentro.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 14 de Septiembre de 2009, 19:03
No podía creerlo. Khram había pasado cuatro días en aquella tierra hasta que supo donde estaba. Al principio, su reacción fue de incredulidad. No podía ser que el destino le hubiera llevado hasta allí. O sí. Bien sabía él que el Destino era demasiado cruel. Y aquella última de sus bromas era más que cruel.

Cuando por fin se alejó de la rocosa playa en la que había dejado el sampán encallado, montó sobre Ragnar. La tierra que descubrió tras aquellas dunas se asemejaba bastante a su tierra natal. Era toda una estepa salpicada de pequeños y vistosos matorrales que, a primera vista, no supo identificar. Creyendo que había regresado a Bort, no perdió su esperanza de visitar Shyrm y se encaminó hacia el Desierto de la Locura con la vana ilusión de poder atravesar indemne aquel vasto secarral. Sin embargo, no tardó en encontrar pequeñas construcciones encaladas y diseminadas por todo el paisaje. Definitivamente, aquello no era su estepa natal. O mucho había cambiado en el tiempo que había pasado fuera. Tanto como para que los bortai decidieran empezar a construir edificios o como para que algún invasor imposible hubiera hecho descender su yugo sobre los bárbaros con tal fuerza como para no dejarlos levantarse.

Decidió acercarse lentamente. Los campesinos que poblaban aquella yerma extensión de tierra dejaron de aporrear el suelo con sus azadas y levantaron los ojos para contemplar al extranjero. Khram no tenía manera de saber qué les pasó, pero al verlo llegar encaramado en su corcel de guerra, aquellos hombres y mujeres salieron corriendo despavoridos como si hubieran visto un demonio en todo su esplendor, haciendo grandes aspavientos y parloteando en un idioma incomprensible para él. Montado a caballo, no le sería difícil alcanzarlos y preguntarles dónde se encontraba, pero bastante asustados estaban ya aquellos infelices como para meterles más miedo en el cuerpo. Si un solo bortai, con el arma envainada y un trotecillo cansino era capaz de ponerlos en fuga de aquella manera, ¿qué no harían cuando una horda de guerreros fuera de sí de ira y rabia cabalgaran hacia ellos en furiosa trápala con las armas amenazadoramente enarboladas envueltos en un manto de gritos de guerra y valientes desafíos? Esgrimió media sonrisa al imaginar cómo huirían o tratarían de abrirse ellos mismos las tripas antes de caer (había visto cómo lo hacían en Khitai). Alegró un poco más el paso de su montura y las piernas de los campesinos apenas pudieron aguantar el vivaracho paso de Ragnar. Khram sólo tuvo que alargar la mano para agarrar a una joven de la sisa de la larga túnica que llevaba y montarla a horcajadas delante de sí.

Cuando la tuvo delante, detuvo a Ragnar, que protestó, visiblemente frustrado por no seguir la persecución. La muchacha tenía las manos en el rostro, cubriéndolo, como si no quisiera que el bárbaro contemplara cómo las lágrimas desbordaban sus ojos. Firme, pero suavemente, el Cuervo retiró aquellas manos encallecidas de un rostro nada vulgar. No era una hermosura, pero tenía aquella belleza agreste que poseen las mujeres que trabajan y sudan para ganarse su pan cada día. La mujer cerró los ojos fuertemente para no ver al bárbaro. Puso una mano ligeramente bajo su barbilla y le alzó dulcemente el rostro.

- No temas, pequeña. No quiero hacerte daño. Sólo quiero saber donde estoy – su voz sonó extrañamente tranquilizadora y calmada, como la de un abuelo que contara un cuento para dormir a sus nietos.

La muchacha entonces abrió los ojos, unos ojos tan grandes como platos y tan verdes como las copas de los robles en verano. Ya no mostraban tanto temor, sino más bien curiosidad. Abrió la boca y Khram escuchó unos sonidos extraños. Parecían palabras, pero si tales eran, tenían más vocales de las que a él le parecía elegante pronunciar. No podía haber lengua más distante a la suya, tan plagada de duras consonantes. La chica volvió a articular aquellos sonidos, por lo que realmente debía ser algún idioma extraño. Haciendo gestos que indicaban claramente que no la entendía, Khram volvió grupas con ella aún sentada sobre el lomo del corcel. Regresó al pequeño edificio enjalbegado y una vez allí, la desmontó casi caballerosamente y la dejó allí de pie. Desmontó y se sentó en el suelo, esperando a que volviera su familia.

Hubo de pasar un largo rato antes de que los demás campesinos regresaran. Aún así, viéndole sentado en el suelo, inerme, se acercaron con mucha cautela. Fue la joven la que, volviendo a emplear aquella jerga incomprensible, les instó a que se acercaran lentamente al bárbaro. Les debió convencer de que era inofensivo y que no le había hecho daño alguno, porque respiraron aliviados. Algo que no evitó el respingo claramente perceptible que dieron cuando Khram se levantó. Deshizo unos nudos de los hatos que llevaba anudados en su caballo y extrajo una enorme piel completamente blanca, con un pelo extraordinariamente largo y suave. Se la ofreció como gesto de reparación por el susto, se despidió con la mano y volvió a montar. Cuando se alejaba, un vociferante anciano le detuvo. El vejete se acercó corriendo, demasiado ágil para alguien de su edad. En un paño blanco llevaba envuelta una gran hogaza de pan y un gran trozo de cecina que le ofreció cordialmente, con una desdentada sonrisa.

Tal como era costumbre entre los suyos, Khram dividió el pan en dos trozos y dio el más grande al anciano. Él tendría más bocas que alimentar. Perplejo, el hombre vio como el caballo volvió a trotar, se encogió de hombros, y volvió a entrar en su choza.

Ahora Khram tenía claras dos cosas. Se encontraba en un país extraño, cuya lengua no conocía y cuyas gentes eran asustadizas, pero, por lo demás, amables y generosas. No podía encontrarse en Entrovia. El idioma entrovino era el común que había utilizado para hablar con aquella muchacha y aquella gente, y no lo habían comprendido. Tampoco era Bort, ni mucho menos.

Cabía la posibilidad de que hubiera llegado a Shyrm por casualidad. No sabía si los shyrmis hablaban alguna lengua que él no conociera o hablaban mediante las runas y el lenguaje de la magia, pero si lo hacían, aquella magia se movía en ámbitos totalmente desconocidos para él y con un lenguaje absolutamente fuera de aquel mundo que él conocía. Estaba totalmente desorientado.

Como tampoco tenía un rumbo fijo que seguir, decidió cabalgar hasta que el sol se pusiera por el horizonte. Mantuvo al astro rey a su derecha, cabalgando hacia el sur mientras el Brillante Rostro de Brishna descendía por la cúpula celeste lentamente. Ragnar ni siquiera protestó por la larga jornada. Había pasado demasiado tiempo encerrado en una bodega y agradecía la libertad de moverse por la inmensa pradera, en lugar de dar vueltas alrededor de un ridículo camarote. Cuando llegó la noche y fue Druma la que sustituyó a Brishna, Khram decidió detenerse. Kora, la anciana mangosta, salió de su escondrijo. El bortai no podía explicarse por qué aquel animalito estaba estirando su existencia tanto tiempo. Sabía que, cuando llegara el momento, lloraría por su alma.

Sacó de las alforjas el mendrugo de pan y la cecina que le había dado el anciano y se puso a mascar con fruición. Llevaba tanto tiempo alimentándose a base de pescado y verduras que llegó a pensar que le saldrían escamas y se pondría a berrear como un venado. Ahora que estaba en un bosque podría cazar con mucha mayor facilidad y un par de conejos serían el complemento ideal para su dieta. Masticaba sonoramente mientras la cálida noche le envolvía con su manto, incitándole a soñar.

Pero no soñó. Khram apenas dormía. Pensaba que su cuerpo se había habituado él sólo a los cortos periodos de descanso y las intensas vigilias y así se engañaba a sí mismo día tras día. La realidad era bien distinta. A pesar de que su alma se había sosegado en gran medida, aún seguían atormentándole sus sueños. En el más aterrador de todos, dos sombras informes tironeaban de sus brazos, entre desgarradores gritos. Al alcance de sus manos tenía dos armas. Una de ellas era una espada brillante, bruñida hasta darle el aspecto de una de aquellas magníficas hojas del Erizo que tan apreciadas eran entre los bortai. La otra era una espléndida hacha de combate de doble filo, negra como el carbón. Cuando usaba ambas para librarse de cada una de las sombras, una tercera, que estaba oculta detrás de las otras dos, lo engullía y lo hacía caer en un abismo interminable. Invariablemente asustado y sudoroso, Khram acababa por despertar entre estremecedores alaridos de pavor.

Así, el bárbaro había optado por no dormir. No era la primera vez que lo hacía. Había pasado años de su vida sin dormir, atormentado por otras pesadillas que, afortunadamente, habían quedado atrás. Crímenes o no, aquellos acontecimientos habían estado fuera de su control y no podía culparse de lo que hubiera ocurrido. Había tardado mucho en comprenderlo y había sido necesario abandonar a alguien muy querido para comprenderlo. Había sido necesario ir lejos de aquella vida que tanto le había dado para entender que uno no es lo que hace de sí mismo hasta que se acepta como tal. Y Khram había tardado casi toda su vida en aceptarse como bortai. Hasta un exilio.

En las Tierras de Hielo, el joven había tenido tiempo de encontrarse a sí mismo, de volver sus ojos hacia su patria y contemplarla desde la distancia, comprendiendo en lugar de juzgando. Aquel viaje a los orígenes de sus propios ancestros, un viaje en el tiempo que no fue tal, le enseñó cual era la identidad de los bortai, sin importar sus actos. Por eso eran libres. Todas aquellas responsabilidades, aceptadas involuntariamente a una edad tan temprana, lo ahogaron. Lo convirtieron en una triste marioneta de una pena y un dolor que no debió haber sido tal. El niño que debió ser, jugando a la guerra, murió tan drásticamente que no tuvo tiempo de madurar. Por eso hubo de madurar de golpe. Una rabieta lo había exiliado de su clan. Ahora, ¿era tiempo de regresar? Quizá. Sin embargo, su corazón no se sentía aún atraído por la añorada estepa. Su corazón seguía empujándole hacia un lugar que él no podía prever. Era como acudir a una llamada silenciosa.

Cuando quiso viajar a Shyrm por tierra, ya le ocurrió. Por mucho empeño que pusiera en viajar al este, sus pasos, su caballo, acababan por dirigirse al norte, a las Montañas rojas. Cuando estuvo en Khitai, ningún barco partió a Shyrm. Y ahora, acabados aquellos dos periodos de su vida, tampoco se dirigía hacia allí. Si se daba cuenta, era más su corazón el que decidía su destino que él mismo, guiando sus pasos por allí donde necesitara ir. En compañía de los yskim encontró respuestas; en compañía de los khitai'i, habilidades. Ahora podría aprender algo nuevo en compañía de aquellas gentes. Estaba claro que se encontraba allí por alguna razón. Era imposible para él decir cual, pero estaba seguro de que debía encontrarse donde estaba y en ningún otro sitio. Algunos dirían que un bortai debía ir donde le diera la gana, no dejarse guiar por nada ni nadie y que sus pies debían hollar el suelo que eligiera hollar, no otro que no hubiera elegido. Pero a Khram le había ido bastante bien dejándose guiar por su peculiar instinto, así que no tenía ninguna razón para dejar de seguir aquellas intuiciones suyas. Sin embargo, cuando había seguido sus propias decisiones, sin hacer caso a su sangre, había cometido las mayores atrocidades posibles.

Aquella noche estaba especialmente preciosa. Podía identificar todas las constelaciones en aquel manto de negrura, salpicado por la plateada luz de las estrellas. La luna, inmensa, redonda, hacía de farol en medio de aquella insondable oscuridad.

La oscuridad tomó forma. Se solidificó frente a él y lo agarró. Intentó liberarse. Pugnó por zafarse de aquel helado abrazo de noche. No tenía su arma al alcance. Silbó a Ragnar, pero este no acudió. El abrazo de la sombra se hizo cada vez más extenuante. Le faltaba el aliento. Un grito quedó ahogado en su garganta antes de brotar. Los ojos se le llenaron de cansancio y los párpados comenzaron a fallarle. Burdas imágenes que remedaban sus vivencias acudieron a su mente y pasaban en rápida sucesión, como si hubiera vivido todo aquello de continuo, sin pausas entre una imagen y otra. Pero no suplicó por su vida. Maldijo a la negrura por matarlo.

Súbitamente, apareció una segunda sombra. La primera gimió, a través de una informe abertura que se dibujó en lo que Khram comprendió que debía ser la cabeza. Lanzó un ataque desesperado hacia aquella zona, pateándole la cara a la primera de las sombras. Con un rugido de dolor, la sombra lo soltó, pero entonces la que había aparecido más tarde lo agarró con todas sus fuerzas, evitando que cayera a un insondable abismo de infinito puro. Ambas sombras pelearon ahora por el hombre, que se debatía como podía para liberarse. Se retorció, giró, sacudió, pero era tan férrea la presa de ambas sombras que ninguna quiso soltarlo por más que las pateó. Dos armas aparecieron a su alcance, una pesada espada y un hacha afiladísima.

Con un arma en cada mano, Khram intentó decidir cual sería el mejor curso de acción. Lo vio claro. Debía atacar a una de las sombras con la espada y a la otra con el hacha. Levantó una hoja con cada mano y se dispuso a golpear para liberarse.

Por el rabillo del ojo, vio formarse un humo extraño. Fue un instante, algo demasiado fugaz, pero fue el tiempo suficiente como para desviar la trayectoria de ambas armas. La pesada hacha y la espada impactaron casi simultáneamente sobre la tercera sombra, a medio formar. El brutal ataque deshizo la materia corpórea en que se estaba convirtiendo. Aquella tercera sombra, la que lo devoraba irremediablemente en otras ocasiones, había quedado desterrada a su propia nada, expulsada de sus sueños. Ahora fue la primera sombra, la que lo había tomado por primera vez, la que recibió la furiosa descarga del ataque del bárbaro. Las dos armas que blandía se hundieron en su voluble esencia, materializada en sus sueños y destilada en sus miedos. La sombra se observó (o se diría que se observó) el horrible tajo y exhaló un chillido aterrador. Khram soltó las hojas y se llevó las manos a los oídos, atemorizado. Cerró los ojos para no contemplar tan grotesco espectáculo.

Cuando los abrió, el sueño se había ido y el sol brillaba ya por el horizonte. Recordaba perfectamente su sueño, pero no recordaba estar asustado. Cuando la primera sombra se esfumó y quedó a solas con la segunda, una indescriptible sensación de paz lo embargó, una paz que parecía emanar de la propia sombra. A pesar de la angustia que había sentido otras veces al despertar, aquel sueño fue placentero. Había dormido sin querer y su sueño, tantas veces inquieto y jamás reparador, había tenido el efecto deseado, tan añorado desde niño.

Aquella sensación de haber recuperado algo, le dio qué pensar. ¿Tendría algún significado aquel sueño? Si hubiera tenido algún shaman cerca, seguro que él podría haber interpretado aquel sueño de alguna forma, dándole algún sentido a haber tenido aquel sueño. Era difícil saber si aquel sueño era admonitorio o premonitorio sin tener cerca de nadie que lo interpretara. Hasta donde podía él discernir, había tres caminos que podía tomar. Dos de ellos eran opuestos y estaban desgarrándole. El tercero, era una vía de escape de aquel agobio que al final acabaría por engullirle y acabar con él. ¿Qué o cuales podrían ser aquellos caminos? ¿Podían ser, simplemente, elecciones que debía tomar? ¿Por qué las armas? Según parecía, quería decir que sabía manejar las armas y recursos necesarios para escapar de los dos caminos que debía evitar. ¿Pero por qué evitarlos? Khram odiaba tales disyuntivas.

Los primeros rayos de sol acabaron por despejar todas y cada una de las dudas que oscurecían aquel día. Cuando creía en dioses, habría dicho que Brishna se esforzaba por mostrar su cara más amable en el país que gobernaba. Ahora, simplemente, lo consideraba cuestión de azar. Para Khram había dos posibilidades, buen tiempo o mal tiempo. Y que un día amaneciera con buen tiempo o con mal tiempo era un proceso estocástico basado únicamente en la voluntad de un azar ingobernable. Había oído hablar de magos que podían dominar el clima según conviniera a sus propósitos, pero no creía que en aquella tierra, dominada por la férrea creencia en dioses que dirigían toda su vida, la magia tenía apenas nada que decir. Seguramente, allí, tan lejos de los dominios de las Altas Torres de Hechicería, de los archimagos del Bündschlag, eran Brishna y su hijo quienes decidían si abrasaban con su fuego a sus servidores o los bendecían con la lluvia revitalizante. Incluso podía imaginar algún tipo de batalla entre los dioses luminosos con las huestes demoníacas controladas por Korgath y Malak por controlar las vidas de los sirocitrios.

Siendo sincero, Khram debía reconocer que tenía un sentido religioso bastante marcado. Por mucho que hubiera querido deshacerse de él y dejar de lado a los dioses que había conocido desde pequeño, no podía abandonar la idea de que esos dioses seguían ahí delante. Quizá, y sólo quizá, el bortai debería reconocer que lo que había estado intentando odiar, sin conseguirlo, era a los druidas. Y no a los druidas en general, sino a uno en particular. Uno que ya estaba muerto, como sabía él mejor que nadie. Que le había causado el exilio y la pérdida de todo aquello que había sido su patria y su hogar, aunque no hubiera sido una patria maternal ni un hogar feliz.

Su estancia en las tierras de hielo había bastado para que se diera cuenta de que uno no puede, no debe renunciar a lo que es. Él era un bortai, un bárbaro estepario que lleva el odio a los mydonitas grabado en la sangre, cuyo destino fue escrito hacía generaciones por los padres de los ancestros con la sangre de aquellos que amaron y odiaron y grabado a fuego en una tierra dura que era peor enemigo que los seres a los que odiaban con toda su alma. Haber renunciado a eso era el peor error que había cometido, y ahora intentaba lidiar con aquello.

Aquel error le había llevado a una tierra aún más inhóspita que su estepa natal. Y sin embargo, su renuncia le había dado un amor que jamás olvidaría, amistades eternas, y una vida que había perseguido desde su más tierna infancia. Aeena había sido un bálsamo para su alma, había curado las heridas más profundas de su espíritu. Se llevó la mano al costado derecho, donde un monstruo de leyenda se le había llevado un buen trozo de carne. Allí podía meter la mano y casi enterrarla en su cuerpo. Las costuras de Yurizh habían hecho un buen trabajo y la herida había cerrado satisfactoriamente. Pero había sido Aeena la que había sanado las peores lesiones que sufría. Por ella había sido por la que había tomado las riendas de aquel pueblo perdido, de aquellos hombres y mujeres que se habían olvidado de lo que eran. Él no. Él se había dejado llevar por un momento de ciega ira, de intenso dolor. Había renunciado a sí mismo por propia voluntad, sin saber que a lo único que renunciaba era a su propia tierra y no a los dioses o a su propia identidad. Él se había dicho a sí mismo que los dioses no existían, se había autoconvencido de que la inexplicabilidad de su esencia era la única razón para su no existencia. Él, que había sufrido por todas las razones que sólo un dios podría imaginar, había renegado de ellos, admitiendo de ese modo su existencia, creándolos un poco más con aquella creencia. Aquello se enquistó dentro de sí mismo, se incubó en su corazón y, llegado el momento, eclosionó. Aún en las Tierras Blancas la raíz de aquello le hizo sentir que recuperaba Bort, que la sangre y el clan volvían a correr salvajes por sus venas y dio a aquellas gentes el cabo del que tirar para recuperarse a sí mismos. Y con ello encontró la vía que seguir. No quiso haber hecho caso a su propio corazón, y fue este el que le mostró el camino a seguir. Llevaba tanto tiempo ignorándose a sí mismo que cuando la llamada volvió a llegar, cuando la sangre y la savia rompieron todas las barreras que Khram había construido a su alrededor, el efecto fue tan devastador que la ira que se había convertido en esa costra aislante inundó sus arterias, lo cegó con fuerza y esa ceguera le abrió los ojos. Abandonó de nuevo todo lo que había amado o había aprendido a amar. Y cabalgó de nuevo, ignorante otra vez, sin saber y sin tener modo de saber que lo que dejaba de nuevo atrás era aún más importante que lo que podría encontrar en el futuro.

Los trancos de su montura eran cansinos y cortos. Quería disfrutar del sol y el calor que hacía tiempo no sentía. No es que no hubiera disfrutado de días soleados en Khitai, pero las bodegas de los barcos que había tripulado no eran precisamente el lugar más luminoso que se le ocurría. Y desde luego, el laboratorio del alquimista del que había aprendido sus nuevas habilidades tampoco era un sitio en el que la luz del sol entrara habitualmente.

El paisaje pasaba lentamente a su alrededor. Exóticos ailantos y caquis se repartían a ambos lados de la espesura, flanqueando la cañada. El olor de fragantes mimosas y espectaculares orquídeas, inundando el lugar con embriagadores perfumes capaces de anular los sentidos y engañar la voluntad. Khram miraba con creciente interés aquellos abigarrados árboles, que le resultaban extraños. Aún habiendo visto plantas tan raras como acacias sin espinas o tuyas, y olfateado flores como magnolias y azaleas, aquel despliegue de aromas y colores llenó los sentidos del bortai. Su caballo aminoró aún más el paso, como queriendo observar también la bella estampa que tenía lugar a su alrededor.

Ragnar se quedó parado. Los ojos del animal se entrecerraban y las patas se quedaron clavadas en el suelo, como si fueran de madera. Las orejas se movieron a uno y otro lugar, buscando el origen de un sonido que sólo él parecía oír. La mirada de Khram también se perdió. Apenas se dio cuenta de que estaba detenido en medio de aquella orgía de aromas que embotaba su entendimiento. Se quedó alelado, mirando sin ver hacia ninguna parte. Ragnar pateó.

Aquel ruido fue más oportuno de lo que Khram podría haber imaginado. Al golpear el casco del caballo contra el suelo, los sentidos del bárbaro se pusieron alerta. Como un autómata, la mano derecha del aprendiz de mago voló hacia la bastarda que colgaba de su costado izquierdo. Hubo un sonido al raspar el acero la vaina. Perdida la sorpresa, aquella fue la señal que sustituyó a la ocultación que aquellos infelices habían estado esperando.

De todas partes parecieron salir hombres vestidos con negras capas, con ominosos símbolos bordados o grabados a fuego en ellas que el bárbaro no pudo ver. La vista seguía engañándole, sin encontrar un punto en el que enfocarse. No era el aroma de las flores, comprendió, sino una trampa tendida por aquella horda salida de la nada. Uno de los hombres portaba un extraño objeto del que se desprendía un humo grisáceo. Intentó llegar al arco que llevaba sujeto a la grupa del caballo, pero su mano no encontró más que la parte trasera de la silla. Desesperado, cayó de bruces, casi sin poder sostenerse. Su mente guerrera, la que había permanecido ahí incluso cuando él había intentado dormirla, intentaba despertar a su mente consciente, la que utilizaba con sus sentidos, con escaso éxito. Intentó ponerse de pie por sus propios medios, pero fueron los medios de otros los que, sujetándole bajo los hombros, lo elevaron. Un destello fugaz en esa parte de su mente que aún permanecía activa, le dijo que aprovechara esa ventaja y lanzó un brutal ataque con la hoja que aún se negaba a soltar. Dos cabezas abandonaron definitivamente su posición en lo alto de sus respectivos pescuezos en sendos torrentes sanguinolentos, viscosos y tibios. El esfuerzo del golpe desequilibró al bárbaro, que casi dio con sus huesos contra el suelo. Sus piernas pugnaban por mantenerse tan firmes como las patas de su caballo, del que comenzó a tener envidia por poder dormir de pie. El estado de semivigilia que le habían inducido amenazaba con cobrarse su vida si no lograba reaccionar a tiempo. No podía confiar en aquel sexto sentido siempre y, aunque ahora hubiera tenido suerte y se hubiera llevado por delante a dos de sus captores, sabía que no tendría tanta fortuna ahora que los hombres se mantenían a cierta distancia y blandían armas tan sólidas como había probado ser la suya.

Las formas se retorcían ante sus ojos, como imágenes oníricas de una pesadilla vivida noches atrás. Fluctuaban, como si las estuviera viendo desde detrás de un velo acuático, distorsionando los perfiles y contornos de aquello que debía atacar. Tampoco disponía de una visión de profundidad completa, por lo que sus intentos de llegar a alcanzar a alguno de sus oponentes eran totalmente infructuosos. Esto además provocaba las guturales risas de aquellos hombres vestidos de negro, que hablaban chanzas desde la lejanía a oídos de Khram. Sus voces también iban y venían, como ecos transportados por vientos lejanos y extraños.

Debía parar y tranquilizarse, recuperar su estado normal y decirle a sus sentidos que todo aquello no era más que un embrujo, un ardid de aquellos hombres vestidos de negro que intentaban conseguir a saber qué. No llevaba dinero, no llevaba nada de valor. Lo único que podría resultarles valioso era el caballo, pero Ragnar había sabido plantarse en el suelo como si formara parte de la vegetación y, aunque dos hombres estuvieran intentando moverle tirando del ronzal, la montura estaba tan firmemente aferrada al suelo que era imposible moverla y separarla del suelo.

Se arrodilló en el suelo con la hoja asida en la mano derecha apoyada contra el manto de vegetación muerta del bosque. Anchas hojas recibieron aquel filo sin rechistar. Sacudió la cabeza varias veces y la vista le permitió un momento de tregua. Alejado del círculo de asaltantes estaba el hombre que sostenía el extraño aparato humeante. Lo hacía oscilar a izquierda y derecha, como si fuera un péndulo, haciendo que cada golpe aumentara la combustión de las sustancias que tenía en su interior, embotando los sentidos de Khram con ello. No podía cubrirse la nariz ni la boca para no respirar aquel humo malsano, pues no tenía ninguna prenda que pudiera filtrar las sustancias nocivas suspendidas en el aire. Su mente guerrera enseguida sacó una conclusión: debía matar a aquel hombre. Como fuera. Lo más difícil sería acercarse a él sin que se diera cuenta o se dieran cuenta los demás. Teniendo en cuenta que le superaban en número y que sus sentidos no estaban en el mismo estado que los de sus asaltantes, iba a ser más arduo aún. Volvió a sacudir la cabeza, haciendo ondear el largo cabello y ondeó también el incensario. Nuevas volutas de humo ascendieron desde el depósito de cobre, inundando el ambiente con aquella pestilencia. Las nubes de su entendimiento seguían ahí y su instinto cada vez le decía que matara al hombre del braserillo con mayor insistencia.

Se incorporó lentamente, pero su cuerpo se negó a mantener la verticalidad. Prefirió tambalearse a un lado y a otro mientras la espada se negaba a ser blandida por ambas manos a la vez. Finalmente, la mano izquierda consiguió asir la empuñadura por detrás de la derecha. Pero esto lo único que consiguió fue que su frágil equilibrio se desplazara hacia delante. La espada se quedó clavada en el blando suelo e hizo voltear al bortai hacia delante, que se quedó sentado con expresión estúpida, sujetando una hoja de acero manchada de barro en la punta y que vibraba con fuerza. Por alguna razón, se negaba a desprenderse de ella y eso tenía dos consecuencias sobre sus asaltantes.

La primera de ellas era irritación. Los salteadores habrían deseado que Khram se sometiera con mucha más facilidad. El que se negara  a soltar aquella arma ya era un problema, y más si contaban con que, hasta drogado, el bortai era capaz de blandirla con mortal eficacia. Estos eran los que rugían en contra de Khram, que querían sus tripas fuera de su cuerpo lo antes posible y a los que sus compañeros retenían, con ganas de reírse. Esta era la segunda reacción que provocaba el estado de Khram, la hilaridad. Sus andares, como si estuviera completamente borracho, su expresión bobalicona y sus ademanes de bufón retrasado le hacían un blanco perfecto de sus burlas. Estos le señalaban y se ponían delante de él para esquivar sus acometidas, haciéndole trastabillar. Entonces las carcajadas estallaban con mucha más fuerza aún y volvían a empezar.

Uno de los hombres quiso ser más que nadie de sus compañeros y se puso por delante de Khram. Por toda reacción, éste daba un pequeño salto hacia atrás o hacia un lado para esquivarlo. El Cuervo lanzaba un tajo y otro para alcanzarlo, pero sólo conseguía girar sobre sí mismo como un trompo o caer al suelo. El valiente lo arengaba, intentando que el bortai atacara con más fuerza, ignorando que no podía entender ni una sola de sus palabras con la suficiente claridad como para hacerle caso. Si lo hubiera hecho, no habría sobrevivido para realizar el segundo movimiento de escape. Pero la situación, y más concretamente, la comicidad de la misma, le volvieron inconsciente. Abrió demasiado el círculo de sus escapadas y se enredó con el que sostenía el incensario, haciéndole caer al suelo. La repentina entrada de aire ahogó el fuego que quemaba aquellas esencias aturdidoras.

Aquello sí que fue un error.

Mientras el humo continuara emanando del depósito del infiernillo, los salteadores no tenían ningún tipo de problema para acercarse a Khram, pero con el fuego consumido, la mente de Khram pronto se despejaría y no tendrían oportunidad de seguir divirtiéndose con él.

Los que observaron el ovillo de brazos, piernas y capas que formaron los dos hombres caídos se rieron de buena gana. Incluso aquellos que empezaban a impacientarse porque su presa estaba viva más tiempo del que habían planeado. Ambos se levantaron increpándose, lo que arreció la lluvia de carcajadas.

Ninguno se fijó en el apagado incensario.

No hacía falta. Khram seguía embebido en aquella neblina, perdida toda consciencia del lugar en el que se encontraba. Sus movimientos seguían siendo erráticos y los hombres que lo rodeaban, ahora más dispuestos a seguir disfrutando del espectáculo, seguían empujándolo de un lado a otro, haciéndolo rodar por el círculo como un pelele de paja. Fue pasando de mano en mano, cada vez más rápido, mareándolo hasta el punto de hacerle caer y vomitar en el centro de aquella noria de impiedad. El que parecía el líder se acercó a él y le levantó por debajo de un hombro, con gran esfuerzo. Khram había dejado caer todo su peso en aquel hombre, como muerto, dificultando sus movimientos. El jefe de los bandidos se rió a mandíbula batiente y abofeteó a Khram mientras los ojos le lagrimeaban de la risa. Era agradable aquel cosquilleo que descendía por el rostro hasta engastarse en las entrañas con un frío acerado...

Aquello no eran las lágrimas por la risa. Tampoco era por haber estado riendo durante más de media tarde por el bortai drogado. No. Allí había algo más que no le dio tiempo a comprender antes de que su mente se apagara por última vez.

Dio un tirón de la hoja y las entrañas que se derramaron no fueron las suyas, sino las del hombre de la túnica negra. Lo soltó y pudo ver la guadaña adornando la capa que ondeaba tras él. Oyó una exclamación de sorpresa a su espalda y un forcejeo metálico que hacía alguien intentando manipular algún tipo de aparato. El hombre del incensario había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que su instrumento estaba apagado. El pulso, tembloroso, hacía tintinear las cadenas del ingenio, resonando en el bosque con más fuerza de la que debía. Lo siguiente que se supo del incensario fue un golpe fuerte, como si alguien lo hubiera estrellado contra un árbol. Su contenido se esparció por el campo de batalla al soltarlo su dueño, cuyas manos se echaban al cuello intentando arrancarse el cuchillo que había ido a parar allí con una puntería y una eficacia terroríficas.

En el cinto del bortai había un hueco que no había antes.

Fueron pocos los que pudieron reaccionar, porque antes de que se dieran cuenta, había otros dos asaltantes en el suelo. De nada les había servido atacar al amparo del símbolo de Korgath. La sangre siguió empapando el bosque mientras, con la mano diestra que les faltaba a ellos, el bárbaro los iba hiriendo antes de que a ellos les diera tiempo siquiera a ver dónde se encontraba. Eran demasiado lentos para alguien que llevaba la guerra en las venas o el corazón, que había sido criado con la sangre y que había mamado del acero. Seguramente fueran unos parias que se habían reunido para atacar a los viajeros que pasaran incautos por aquella cañada, a los que drogaban con aquella sustancia que le había adormecido y después desvalijaban y mataban. Estaba convencido de que más de una jovencita había sucumbido a los efluvios de aquel incensario y se había tenido que someter a ellos, dejando su virtud y su vida entre aquellos árboles. Aquella canalla actuaba subrepticiamente, sin arriesgarse. La bastarda de Khram dio buena cuenta de sus vidas, una a una, sin complicaciones. El acero se fue hundiendo una y otra vez en la blanda carne de aquellos pelagatos que habían tenido la desgracia de confundirle con un viajero más. Uno calló aquí, desangrado, con un corte abierto desde el hombro hasta la cadera; otro, algo más allá, con la cara colgando del hueso del cráneo.

Invirtió los papeles y ahora fue él quien registró a los caídos. Apenas unas cuantas monedas de cobre, que esperaba estuvieran en curso legal allí donde se encontraba, fuera donde fuera. Necesitaba una buena cerveza y llegaría hasta el punto de pagarla en la primera taberna que encontrara. Hacer ejercicio le abría el apetito y le daba sed. Entre las ropas de otro encontró buenas flechas que le servirían, cuando menos, para cazar. Extrajo su buen puñal del pescuezo del que había sostenido el incensario y lo limpió con la capa del muerto, dejando la hoja impoluta. Volvió a enfundarlo y encontró un par de monedas de plata escondidas en el cinto de aquel desgraciado.

No había mucho más que sacar. Aquellas capas eran demasiado delgadas y demasiado cortas para él y las botas estaban aún más gastadas que las suyas o eran de bastante peor calidad. Las espadas las dejó tiradas donde estaban. No le interesaba siquiera venderlas, aunque algunas parecían tener una buena calidad. Pasó por encima de los cadáveres y palmeó el cuello de Ragnar, en señal de amistad.

No hizo mucho más. Subido a la grupa del caballo, pisoteó aquellos cuerpos que, de haber sido el suyo, también habrían pisoteado. Los cascos del animal hicieron crujir algunos huesos con un obsceno sonido. Algún cráneo reventó como si fuera un melón maduro al caer toda la fuerza de las patas del noble bruto sobre él y los sesos volaron en todas direcciones. El jinete puso al trote a su montura, buscando un lugar donde dormir, pues caía la tarde y la pelea y las inhalaciones que había hecho le habían dejado extenuado.

Quizá fuera eso, sólo cansancio, pero le pareció oír que los cascos de su caballo levantaban ecos entre los troncos de los árboles que flanqueaban el camino. También llegó a escuchar voces resonando entre la vegetación y sonidos de acero desenvainándose. Necesitaba descansar, eso era todo. Debía cabalgar rápido hacia algún sitio resguardado. A pesar de lo bonancible del tiempo, la noche podía ser muy traicionera y reservarle sorpresas no demasiado agradables si decidía permanecer a la intemperie. No parecía haber ningún sitio donde poder cobijarse entre aquella foresta, pero debía de haber algún lugar donde encender un fuego y permanecer tranquilo hasta la mañana siguiente, guarecido de las posibles sorpresas que podría depararle la noche al raso.

Finalmente, lo encontró. Encontró un pequeño repecho hacia el lado norte del camino en el que cinco ailantos crecían suficientemente juntos como para servir de precario refugio a algún viajero. El fuego alejaría a las alimañas de su posición y los árboles le darían algo donde poder extender las pieles que llevaba para vivaquear. No sería una yurta, pero le resguardaría de los posibles chaparrones. Desmontó y amarró a Ragnar a uno de los ailantos, poniéndose a recoger madera después para encender la hoguera. Cavó un pequeño hogar que rellenó con piedras y retiró las hierbas y hojas secas que podrían prenderse con el fuego y plantó allí las ramas que había recogido. Hizo chocar el pedernal contra la daga y avivó la pequeña llama prendida con su propio aliento. El calor invadió el rudimentario refugio y la luz de la fogata llenó la oscuridad que lo envolvía todo. Khram se acomodó entre los ailantos, apoyando la espalda contra las inclinadas cortezas. El aroma de las menudas flores amarillentas apaciguaba sus miedos y le llamaba al descanso. Los suaves relinchos de Ragnar acabaron por arrullarle y el sueño le venció. Recostó la cabeza sobre el hombro y comenzó a roncar suavemente. Lo único que evidenciaba que estaba vivo era aquel sonido y el movimiento de subibaja de su pecho al respirar.

Si no se lo miraba al rostro.

Sus ojos estaban abiertos de par en par, esperando que ocurriera algo. Las voces habían vuelto a resonar en la maleza y Khram esta vez estaba seguro de que no era cansancio. Oía la inconfundible cháchara de seres humanos y el tintineo incansable de las anillas de cotas de malla de mala factura. Las botas hacían crujir las ramitas sueltas y las hojas secas susurraban la llegada de intrusos no invitados a aquel remedo de hogar que se había procurado el viajero. Los pasos sonaban cada vez más cerca y los hombres, por el timbre grave de sus voces, estaban nerviosos. Veían únicamente la silueta del hombre, recortada contra la luz de la hoguera, su acompasada respiración y oían como roncaba.

El durmiente saltó como un felino, sorprendiendo a los que llegaban a asaltar su descanso. Desenvainó su hoja y se dispuso a defenderse. A su alrededor, había doce hombres vestidos con la túnica cuartelada blanca y azul, con la espada por emblema, de los shun'karith, los guerreros sagrados de Rugan. Con las espadas desenvainadas, rodearon al bárbaro, dejando la hoguera en el centro. A Khram le bastaba un silbido para poner sobre aviso a Ragnar, romper el círculo y salir de allí como alma que llevara Malak. Y sin embargo, no lo hizo. No supo decir el por qué. Igual que el brazo se le pareció armar sólo y soltar los golpes sin más alegación que una vida llena de combates por su propia supervivencia aquella tarde, ahora parecía que la espada se negaba a saltar hacia los corazones de los doce que le rodeaban. Del mismo modo que el acero había cantado jubilo al hendir la carne hacía unas horas, ahora parecía querer permanecer mudo ante el asedio de los ruganitas. Aquellos hombres decían servir a una justicia superior. Muchos compatriotas tenían fe en Rugan. Blandió la espada esperando. Uno de los que lo rodeaban se adelantó un poco y envainó la hoja. El bárbaro se quedó mirándole.

- Viajero – dijo en un común aceptable, – hemos visto ahí atrás unos cadáveres de unos bandidos herejes que perseguíamos desde hace días. ¿Los has abatido tú?

- Sí
– negarlo habría sido inútil; no había nadie más por aquel lugar y, a menos que entre todos se hubieran matado, resultaba bastante obvio que el bortai era el culpable de aquellas muertes.

- En ese caso, debes venir con nosotros. Por la autoridad que se me ha concedido, te apreso en nombre de Rugan, dios protector de Sirocitria-kiltasi, por el crimen de asesinato de nueve hombres.

A Khram casi se le cayó el arma de la sorpresa. ¡Había ido a parar al país contrario del que deseaba!
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo I: Tempestad.
Publicado por: Thylzos en 15 de Septiembre de 2009, 11:23
Me tengo que poner al día con esto. Me lo voy a imprimir para leerlo con más tranquilidad.

¿Al final cómo va lo de publicarlo?
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo I: Tempestad.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 15 de Septiembre de 2009, 11:27
Mal... pero hay más editoriales que longanizas.
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo II: Reencuentro.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 21 de Septiembre de 2009, 18:21
Apresado.

Era difícil sentirse atado por las muñecas, con los brazos a la espalda mientras aquellos sacerdotes guerreros lo escoltaban a saber dónde por haber eliminado a unos ladrones que tarde o temprano debían acabar de la misma forma. Quizá algo más chamuscados o sobre una tarima de madera, pero al final la única diferencia radicaría en quién había causado sus muertes. Lo que era seguro es que a los individuos por los que habían apresado a Khram les habría dado igual morir por el fuego purificador de Rugan o por la afilada espada del Cuervo.

Iba subido a la grupa de su propio caballo y su espada seguía a su costado. La espada de su padre seguía a buen recaudo en la parte trasera de la silla, bien cubierta por las pieles que había heredado de su matrona. Dentro de sus vestiduras seguía durmiendo Kora. En un momento dado, si necesitaba huir podía decirle que royera las cuerdas, sacar la espada, matar a un par de escoltas y salir corriendo picando espuelas en Ragnar. Sí, aquellos hombres también iban montados, pero aquellas monturas elegantes de tranco fino no tenían ni la cuarta parte de la resistencia de su animal. En una carrera corta, en un terreno liso, aquellos purasangre podían alcanzar con facilidad el mismo galope que el garañón bortai, pero en aquella espesura, en un terreno plagado de irregularidades y sembrado de raíces de árboles, la seguridad de las ancas de Ragnar eran la mayor ventaja. La carrera no sería corta, de eso estaba seguro, pues su bestia no daría tregua ninguna a sus perseguidores y cabalgaría durante muchísimo tiempo antes de dejar de apretar la carrera. Además, estaba seguro de que aquellos caballos de paseo no corcovearían con tanta eficacia como  el suyo. Casi podía ver el furioso galope de Ragnar, saltando por encima de las raíces que sobresalían, esquivando las ramas bajas, haciendo retumbar el suelo y retemblar las piedras que estuvieran alrededor de sus cascos al patear el suelo.

Sin embargo, aún considerando que tenía una posibilidad, al menos una de escapar de aquello, algo lo retuvo en el centro de aquel círculo. No habría sabido decir por qué, pero la situación no merecía aquella temeridad. Él que se había enfrentado a ejércitos enteros poniendo en juego su vida, que había luchado en encarnizados combates por su propia alma, se quedaba ahora encerrado entre aquellos doce hombres. Sabía, o más bien intuía, que si escapaba, las consecuencias estarían fuera de su control. Bien aquellos hombres podrían salir en su persecución y perderle, bien podían darle por perdido desde el principio. Aunque conociéndolos, la persecución duraría muchísimo tiempo.

Los ruganitas eran sacerdotes guerreros, fieles del dios de la Justicia e hijo de la luminosa Brishna. Rugan vería su gracia sobre ellos, los shun'karith, guardianes de la fe y la virtud. Su sentido de la justicia era el más elevado, eran grandísimos guerreros y su capacidad de servicio era de las más voluntariosas. Obedecían ciegamente a sus superiores, manteniendo la férrea disciplina de la orden. Estas, que eran sus mayores virtudes, eran también las causas de sus peores defectos. Su fanatismo les llevaba a extender la bendita ley de Rugan más allá de los propios límites de la realidad y tendían a considerar hereje a todo aquel que, lejos de renegar de la existencia de los dioses, adoraban a uno que no era el suyo. Incluso había algunos que consideraban que a los fieles de Brishna, la santa madre de su dios, había que consumirlos en la hoguera. Los extranjeros eran poco más que delincuentes por haber nacido fuera del amparo de las fronteras que gobernaban sus luminosos dioses. Este comportamiento, que Khram podía llegar a comprender dentro de su propio país, también lo llevaban a cabo en países en los que fundaban abadías, templos y demás dedicados a su dios, como Entrovia. Al Cuervo le divirtió la idea de pensar en lo que podría ocurrir si a alguno de aquellos mentecatos se le ocurriera presentarse un día en Bort con la alegre idea de levantar un templo a Rugan. Si bien era cierto que entre los adoradores del dios caballero había muchos bortai, a ninguno de ellos, o quizá a bastante pocos se les ocurriría acabar en el interior de una choza con una pieza de mármol  cubierta con una piel para rendir pleitesía a un dios. Los bortai que se veían atraídos por Rugan lo hacían con la esperanza de asistir a encarnizados combates. Porque si había algo a lo que eran aficionados los shun'karith era a desenvainar sus armas, enarbolarlas bien alto y responder a desafíos, bien reales, bien imaginarios. Todo era una afrenta para su buen dios o su luminosa madre.

Seguramente, si se hubiera encontrado con alguno de los ksatriyas de Brishna – que eran el equivalente a los shun'karith de Rugan, pero que seguían a su santa madre – la cosa habría resultado, de algún modo, distinta. No ponía en duda que los altos paladines le encontraran en su precario refugio de la noche anterior. Seguramente, hasta un topo le habría encontrado. Pero lo que habría seguido a las someras presentaciones habría sido más bien una amistosa charla sobre lo inconveniente de matar personas, por muy malvadas que fueran. Khram estaba seguro de que habría llegado un punto en el que la charla se habría vuelto tan insoportable que habría acabado por desenvainar, pero a menos que matara a un brishnita, los demás se limitarían a aconsejarle que guardara la hoja, que Brishna nos ilumina a todos por igual.

No es que los altos ksatriyas fueran unos cobardes, en absoluto. Pero al menos no eran tan temerarios como sus hermanos shun'karith. En conjunto quizá supondrían una buena fuerza armada, pero por separado, la voluntad de no desenvainar de unos chocaba con la obsesión evangélica de otros. Estaba seguro de que, aún intentando equilibrar ambas doctrinas, no se pondrían de acuerdo los unos con los otros y al final el resultado de una pelea sería el mismo. Sin embargo, jamás había oído hablar de brishnitas que hubieran causado verdaderos desastres, mientras que las historias que se referían a la inconsciencia de los que siguen el camino de la espada eran innumerables.

Quizá tal proeza se debiera a la legendaria paciencia de los fieles de la diosa de la bella luz. Serían capaces de sentarse a comer con un fiel de Malak mientras, sin subir jamás el tono, intentan convencerle de lo equivocado de su actitud. Un ksatriya estaba más abocado al diálogo y la diplomacia que a la guerra, sin que eso menoscabe su capacidad para esta última. Lo único para lo que no está entrenado uno de los paladines de Brishna es para soportar el mal sobre otros. Detestan a los que hayan tenido contacto con los antagonistas de su diosa y su hijo, Malak y Korgath, casi por sistema, aunque su reacción inicial no es sacar las armas. Sólo si estos seguidores de los demonios insisten en su actitud malévola es cuando hay que temer a los ksatriyas. Poseen una gran destreza y están habituados al uso de todo tipo de armas. Y no sólo eso, cuentan con el apoyo de su diosa, que les imbuye de poderes especiales al entrar en combate. Esto también reza para los ruganitas. El problema reside en que su veleidoso dios no otorga dones tan extraordinarios como los de su madre.

Esto llevó a Khram a hacer un inquietante razonamiento. Si era verdaderamente posible que los shun'karith y los ksatriyas adquirieran capacidades nuevas que ningún ser humano podría tener, ¿afirmaba eso la existencia de los dioses? Cuando menos, concluyó, demostraba la existencia de aquellos dos dioses. No estaba seguro de que las plegarias de aquellos hombres y mujeres pudieran ser el origen de nada. Recordó sus primeras lecciones de magia y como Burbath le había explicado cómo canalizaban los magos los poderes de las esencias a través de pequeños objetos tales como piedras, anillos o pedazos de metal forjado. Burbath decía que en ellos había restos de las esencias creadoras y que todo lo que tenía que hacer un mago era extraerlo y canalizar, a través de ellos, esas esencias que daban todo su poder al hechicero. Entonces, ¿quería eso decir que existía, a pesar de que lo negara el Bündschlag insistentemente, un dios de la magia? No. Tal como lo veía él ahora, lo que quería decir era totalmente lo contrario. Los fieles de Rugan, Brishna o cualquier otro dios habrían encontrado una manera distinta de llegar a poderes de esencias que los magos, debido a su forma particular de llegar a dichas esencias, no alcanzaban aún. Sería algo digno de investigarse, si es que no lo habían hecho ya otros hechiceros antes que él. Él no era más que un simple iniciado, así que hombres muchísimo más poderosos y versados que él estarían al corriente de aquella teoría y habrían intentado ponerla a prueba. Incluso podría estar poniéndose a prueba en aquel mismo instante en la lejana Shyrm, en alguna de las Altas Torres de Hechicería que el erial de la Locura protegía del resto del mundo. Además, existía la divertida posibilidad de que a algún ruganita herético se le hubiera ocurrido aquella misma idea, con lo que el Primer Inquisidor habría encendido la parrilla ante el primer indicio y se habría tapado el asunto con toda rapidez y eficacia. Khram se sonrió ante la perspectiva de llegar a un país extraño y gritar a voz en cuello aquella teoría suya. Cuando menos, el resultado podría tacharse de interesante. Igual las castas más bajas de la rígida sociedad sirocitria llegaban a tambalearse.

Los sirocitrios eran gente pragmática. No tanto como los khitai'i, pero tenían un lado práctico innegable. Su sociedad, fuertemente estamentada por un sistema de castas, mantenía a unos lejos del alcance de los otros. La sociedad sirocitria se dividía en tres estamentos, llamados varnas: mindhata, la clase sacerdotal; yaishia, los comerciantes, terratenientes y nobles de varios tipos; y los yadhata, los campesinos, pescadores y gentes de más baja extracción. Esta división en varnas está influida por los fieles de Rugan, que defienden unos estatutos bien fuertes. Quizá esta organización haya hecho que las dos doctrinas religiosas hayan limado sus diferencias hasta convertirse en la casta dominante. La organización en varnas impide que unos individuos se mezclen con otros. Así, alguien de las estamentos más bajos jamás osaría mezclarse con alguien de los escalafones más altos por medio a las represalias; y la gente que tenía la suerte de estar en las clases más altas jamás se rebajaría a mezclarse con las castas inferiores por miedo a contaminarse. A veces, situaciones excepcionales hacían que una persona ascendiera en su posición social, pero eran mucho más normales las situaciones que podían hacer que una persona perdiera su estatus social. Gobernados por una teocracia basada en el culto a Brishna y Rugan, los gobernantes de Sirocitria-kiltasi permitían que individuos nacidos en castas inferiores medraran si conseguían alguna proeza religiosa reseñable. La mayoría de los que obtenía así una posición lo hacía por mérito propio, ascendiendo en categoría eclesiástica. Aunque, por supuesto, les estaba prohibido casarse y obligados a permanecer célibes, lo que limitaba las posibilidades de que esos ascensos se perpetuaran en el tiempo. Con todo, a los brishnitas se les permitía una vez al año, por el solsticio de verano, dar rienda suelta a sus pasiones, algo que a los ruganitas se les prohibía.

Su escolta parecía estar demasiado resentida en ese sentido, porque sus caras reflejaban un malestar interno que a Khram no le suscitaba un especial interés. Estar atado era un inconveniente para cabalgar. Su trasero estaba más que harto de recibir los golpes del potente lomo de Ragnar y empezaba a echar de menos estar posado en el duro suelo. La silla, lejos de ser un alivio, empezaba a resultar otro problema. No sabía si aquellos paladines estaban dispuestos a cabalgar todo el día y toda la noche sin parar, pero cuando empezaron a mascar carne sin dejar de montar y le ofrecieron comida y agua sin siquiera desatarle, la esperanza de Khram de detenerse a almorzar se desvanecieron y esperó a que la noche le trajera algo de reposo. "Su dios debe de haberles hecho el culo de acero", pensó. "Espero que su voluntad no sea igual de férrea o me veo cabalgando durante seis o siete meses sin bajar de esta maldita silla".

Al menos, caminaban bajo el amparo de las enormes copas de los árboles. Aquel frescor ofrecía mucho más consuelo del que podría parecer a simple vista, pues, de haber ido cabalgando por una soleada estepa, sus cerebros se habrían recocido hacía ya tiempo. No había nada en aquel viaje que hiciera que al bárbaro le dieran ganas de continuar adelante. Los cantos de los pájaros comenzaban a resultar bien monótonos y le daban ganas de asar a unos cuantos cuando los ruganitas lo asaran a él. Los shun'karith cabalgaban en silencio y ninguno abría la boca excepto cuando su líder se lo pedía. Seguían hablando en aquel idioma musical lleno de vocales que tan incomprensible se le hacía, lo que, siendo su invitado, consideraba una gran descortesía y una enorme desconsideración por su parte, ya que Khram tenía el defecto de no conocer el idioma local. Y por lo visto, nadie tenía interés en que lo aprendiera. Tampoco nadie se dirigía a él, lo que no le extrañaba, puesto que era un prisionero. Echaba de menos alguna emoción en el camino. Suponía que ninguno de aquellos que lo rodeaban estaría dispuesto a ir a cazar algo para cenar, llevando como llevaban las alforjas llenas. Así que debería resignarse a continuar su camino con las manos a la espalda, tan cerca de la empuñadura de Nodym como para cogerla, pero sin poder desenvainarla. Kora se removió contra su pecho y Khram resistió la tentación de pedirle al animalito que le echara un cable. La experiencia le había enseñado que podía uno aprender mucho de aquellos que lo llevaban a la fuerza donde no quería. Había aprendido mucho del alquimista de Khitai que le había enseñado los rudimentos de la recolección alquímica. Había aprendido mucho, incluso, de los yskim y los ykeem cuando no había querido ir hacia las Tierras Blancas. Quizá, con los ruganitas y los brishnitas aprendería algo más.

Aquel estado de resignación le resultaba totalmente nuevo. Aunque siempre se había resignado a su destino y lo había aceptado, sin embargo también había tenido una reacción adversa contra la adversidad. Se había rebelado contra todo lo que le había dañado o causado algún tipo de pesar. Aquello fue lo que le llevó a emprender el viaje que había acabado con él en aquella silla de montar con las manos atadas a la espalda. Si hubiera sabido aceptar aquello que el destino le traía, quizá ahora estaría en una cómoda yurta, afilando su espada para ir a alguna batalla lejos de su hogar y volver victorioso, bañado en la sangre de sus enemigos, a unirse con su compañera e hijos, prender una hoguera y contar aquellas hazañas a las que los bortai eran tan aficionados. Pero el destino solía tener aquellas sorpresas.

Después de toda la jornada cabalgando, los ruganitas apretaron el paso. Aquello obligó a Khram a sufrir aún más los golpes de la silla en sus posaderas. Pero el sol caía y los paladines parecían apresurarse por llegar a algún sitio. Al cabo de un rato, apareció en lontananza un edificio encalado, que reflejaba los últimos rayos de sol del día como un faro en una isla perdida. Era una construcción alta, de tres plantas. El tejado, construido a tres aguas, estaba culminado por una espléndida veleta de bronce bruñido en la que aparecían el sol y la espada, Brishna y Rugan unidos en aquel simple objeto. En un anexo se movían algunos caballos, descansando de algún otro viaje. Un carruaje estaba aparcado cerca del establo, con los aparejos desmontados. Justo detrás, como intentando ocultarlo, había un pequeño carromato, seguramente de algún comerciante venido a menos o uno que aún estuviera haciéndose un sitio. Se acercaron por una angosta trocha hacia una puerta de listones de madera pintados de forma acuartelada, en blanco, azul y amarillo. El quicio describía un arco apuntado, con un sobrerrelieve en tres niveles. En la punta misma había un listón de oro, del que colgaba un cartel en que habían dibujado un yelmo empenachado con una cantidad de detalles enorme. Alrededor del pertrecho estaba escrito en unos caracteres que no había visto jamás, suponía, el nombre de la posada. Seguramente se llamaba "El brillante yelmo de Rugan" o "El descanso del caballero". Los sirocitrios eran muy dados a estos nombres rimbombantes.

Justo antes de entrar, el comandante de la columna se detuvo y detuvo a Ragnar mientras los demás seguían adelante. Sacó un cuchillo corto y liberó las muñecas del bortai. Khram le miró extrañado.

- ¿No querrás comer con las manos atadas o rebajarte a que te demos de comer nosotros?

- ¿Y te fías de que no me escape estando desatado?
– Khram intentó poner a prueba al ruganita.

- Verás, yo creo que no te vas a escapar. Lo primero porque ahí dentro hay demasiada gente como para que puedas irte sin tener que luchar. En segundo lugar, porque llevas todo el día con el culo pegado a la silla y tienes que tener molidos hasta los tímpanos. Y en tercer lugar... lo descubrirás enseguida.

Abrió el portón que daba a la sala común de la posada y una vaharada de aire viciado le asestó una bofetada en la cara. El humo de varias hogueras que acababan de encenderse no ascendía aún completamente por los tiros de las chimeneas. Era una estancia bastante común. Grande, atestada de sillas y mesas en la que departían los viajeros y con un posadero rollizo y de mejillas sonrosadas y una camarera entradita en carnes, de espléndidas curvas y muy malas pulgas con aquellos que se equivocaban de sitio al poner las manos. Cuando entraron, los demás ruganitas hablaban animadamente con el posadero, que les buscó acomodo en el momento en que Khram y el capitán entraban en el establecimiento. Ambos siguieron a la comitiva que ya había empezado a recorrer el camino hasta su posición.

- Hola, Jölf. ¿Cómo va el negocio? – el capitán le puso una mano en el hombro al posadero, preguntándole con toda amabilidad.

- ¡Mi estimado capitán Anur! ¡Siéntese, siéntese! El negocio va como siempre, prosperando bajo el amparo y la bendición de la brillante Brishna y el justo Rugan. ¿Quién es el joven que os acompaña? ¿Algún nuevo recluta? Por lo que veo, viene de lejos - la incesante verborrea del posadero levantaba dolor de cabeza en un cariacontecido Khram que, a pesar de haber oído como se referían a él, hizo caso omiso de la referencia.

- No, viejo amigo, no es ningún recluta. Es un paisano tuyo que ha venido de peregrinaje, como tú hace tanto tiempo.

- ¿Es eso cierto? Vaya, vaya, otro bortai en Sirocitria, ¡quién iba a decirlo! No es que no venga ninguno por aquí, porque si quieren saber algo de Rugan, antes o después deben llegar a los templos, pero venir con una escolta de doce shun'karith, ¡vaya, eso sí que es impresionante! ¿No serás, acaso, líder de algún clan para merecer tal escolta?


La mirada de Khram podría haber congelado las lumbres que ardían en sus hogares. El cuervo que llevaba tatuado en el rostro pareció atravesar al parlanchín tabernero bortai.

- ¡No tiene importancia! Supongo que debes ser algún enviado que no quiere que se sepa por qué está aquí. Bueno, mi nombre, joven, es Jölf y hace tiempo que salí del Zorro para establecer aquí mi humilde morada.

- ¿Eso incluye traicionar toda tu herencia y renegar de lo que eres?


El posadero decidió ignorar con una sonrisa el comentario hiriente de su compatriota. Tomo educada nota de todo lo que habían pedido e incluso de la ofensa de Khram. El Cuervo lo sabía. Los Zorro eran un clan que tenía madera para el comercio, pero entre los bortai se sabía enseguida cuando estaban engañando a alguien o intentando ocultarle algo. No es que hicieran ningún gesto, era algo más, como una intuición que se hubiera incubado durante el paso de los siglos como una habilidad más en los guerreros de los clanes. Parecía haberse encastrado en la sangre de los bortai y corría con ella como el ardor en la batalla o la pertenencia al clan. Los ruganitas asieron sendas jarras de un licor que olía demasiado dulzón y que debía de ser tan soso como olía. Al bortai le pusieron una buena jarra de espumosa cerveza. Al menos aquello no lo había olvidado el posadero.

- Jölf – llamó el bárbaro, – ¿cuál es el nombre de tu taberna?

- Ah, es la más famosa de entre estas latitudes. Hay otras cinco tabernas en los alrededores, pero ninguna tiene una cerveza mejor para los extranjeros ni prepara el zumo de moras que hace mi hija. Estos caballeros shun'karith podrán decirte que el zumo dulce de moras de "El casco" es el mejor de toda Sirocitria. O al menos de esta parte.


Khram satisfizo aquella curiosidad, pero no dejó de sentirse extrañamente decepcionado. ¿El casco? Evidentemente, no era un nombre que un sirocitrio pusiera a su establecimiento, y siendo su dueño un bortai, no podía imaginar un nombre más adecuado, pero había esperado algo mucho más original y sofisticado. Era lo más que podía esperarse de una mente sencilla como la de aquel Zorro.

Enseguida llegaron enormes fuentes de carne chorreando salsa y cuencos del tamaño de cubos llenos de ensalada de escarola y nueces. Los ruganitas fueron bastante comedidos a la hora de servirse. Cada uno imitó a su capitán y tomó un par de cucharones de ensalada y un pedazo de carne. Bendijo la comida con un gesto sencillo y se dispuso a comer. Por el contrario, Khram no se sirvió. Simplemente empezó a agarrar trozos de carne y a devorarlos, como si estuviera delante de las hogueras de campamento de su clan. Obvió el cuenco de ensalada y atacó la carne con saña. Sus compañeros de mesa le miraban con asco, pero ninguno hizo ningún comentario. Sin embargo, el posadero prorrumpió en una estentórea carcajada al ver comer a aquel hombre.

- ¡Así se come, sí señor! - rió el posadero. - ¡Hacía mucho tiempo que no veía a nadie comer así de bien! ¡Mira, Maden, así se come en el país de tu padre! Qué gusto volver a ver cómo un joven engulle pedazo de carne tras pedazo de carne. ¡Maden, trae otra jarra de la mejor cerveza roja que tengamos, este muchacho tiene que tomar algo para que toda esta carne no se desperdicie!

Khram no se dejó engañar. Aquella amabilidad, aquella falsa amabilidad escondía mucho más detrás de aquellas afables palabras. No necesitó mirarle para adivinar que en sus ojos había una crispación. Imperceptibles sacudidas recorrían las manos del posadero. El bortai pudo vislumbrar, a través del rabillo del ojo, como se emblanquecían los nudillos de su compatriota, apretados fuertemente, temblando de impaciencia. Si conocía en algo a los Zorro, aquel hombre se aseguraría de conocer bien la habitación en la que iba a alojarse aquella noche y se plantaría al costado de su lecho. Y él se aseguraría de recoger a Nodym y ponerla bien cerca de su mano. No le inspiraba confianza. Era raro que los Zorro inspiraran algún tipo de certidumbre, ni siquiera entre los bortai, pero Jölf era menos digno aún de que se depositara ningún tipo de fe en él. Sus clientes le confiarían hasta su último secreto con la seguridad de que la discreción del tabernero sería la mejor salvaguarda para sus palabras. Todos los allí reunidos tenían a Jölf por el más honrado de los hombres, todo un dechado de virtudes entre las que la custodia de los secretos destacaba por encima de las demás. Era cordial, atento, amable... todo aquello que un mydonita jamás diría sobre un bortai era lo que representaba Jölf para su parroquia. No podía dar dos pasos sin que alguien le dirigiera alguna palabra amable, alguna broma que aceptaba de buen grado y respondía con otra chanza que despertaba, cuando menos, la misma hilaridad con la que había respondido él a la primera pulla. La que se movía con mayor habilidad era Maden. Apenas hablaba, pero sus ojos dejaban traslucir toda la ira que algunos suscitaban en ella. Muchos de los allí reunidos alargaban de más las manos y ella, que llevaba en sus venas el ardor guerrero de la estepa, respondía con un buen bofetón, rápido, sonoro y eficaz. Incluso Khram pudo ver una demostración de las habilidades de la chica con la sartén. Uno de los parroquianos, que no parecía haber bebido en exceso otra cosa que no fueran los vientos por la muchacha, quiso robarle un beso. La fogosa muchacha no respondió de inmediato, dejando que sus labios entraran en contacto con los del hombre, que la besó con un gran deseo. Cuando se separaron, el hombre sonreía, esperando una respuesta positiva de la chica. Ésta, por respuesta, curvó la boca en un esbozo de sonrisa que se transfiguró en una mueca terrorífica mientras su brazo derecho describía un arco cuya trayectoria se cruzó con terrible eficacia con la cabeza del hombre. Quiso la suerte, o quizá la propia Maden, que hubiera una sartén al final de esa mano que resonó como una campanada. El que la había besado cayó al suelo cuan largo era, levantando una densa nube de polvo que provocó las carcajadas de todo el personal. Quien más rió fue el padre de la muchacha mientras se echaba a la espalda al muchacho y lo llevaba a la trastienda hasta que se recuperase. Aún se oirían aquellas risotadas francas durante mucho tiempo desde la parte trasera del local, acompañadas por tímidas risitas solidarias en las pequeñas reuniones de las mesas de la sala común.

Los ruganitas quedaron pronto satisfechos o si no fue así, dejaron de comer cuando sus magras raciones acabaron. Khram siguió devorando el guiso de Maden hasta que no hubo ni un pedazo de carne que rescatar ni una gota de salsa que rebañar. Concluida la cena, los shun'karith se encaminaron a sus habitaciones. El capitán del destacamento se dirigió al bortai antes de subir.

- Espero que mañana sigas aquí.

- ¿Si te doy mi palabra de que mañana partiremos juntos con las primeras luces del alba, dejarás de desconfiar de mí? –
el gruñido del soldado indicaba que le dejaba allí abajo con toda la reticencia de la que era capaz.

- Buenas noches – consiguió añadir.

Poco a poco, los demás fueron marchando a sus habitaciones o a granjas cercanas que trabajaban. La sala común se fue vaciando poco a poco y sólo un hombre quedó allí, expectante. Khram daba pequeños sorbos de su jarra, esperando a que todos se hubieran ido. No le daría al tabernero la oportunidad de atacarle mientras dormía. Prefería encontrarse con Jölf cara a cara, pudiendo defenderse frente a frente. No tardó en cumplirse su deseo.

- ¿Estabas esperándome? – la locuacidad del hombre parecía haberse apagado en cuanto su acento y su lengua se volvieron hacia la estepa.

- Sí. Prefería quedarme aquí y darte la oportunidad de abordarme de frente, no escondido entre las brumas de la noche, como un vulgar ladrón.

- Las formas de la estepa no cambiarán nunca.

- Aunque sus hombres sí lo hagan.


El silencio se densificó entre ambos hombres tras esta frase. Aquella herida seguía demasiado vivo en ambos hombres, aunque en uno de ellos llevara abierta varias décadas.

- ¿Qué hacías con esos hombres? – la pregunta fue sencilla y directa.

- ¿Y a ti qué? ¿Cuándo dejaron los bortai de ser libres para ir donde y con quien quisieran?

- Desde el momento en que las marcas de las sogas se quedan grabadas en la piel.


Desplazó el cuello de la camisola que llevaba hacia abajo. En la base de su pescuezo aparecían feos verdugones que el tiempo no había podido borrar. Estaba marcado para siempre por la presión de una cuerda que había intentado acabar con su vida.

- No va un bortai con los ruganitas por propia voluntad, a menos que crea en su dios. O bien has conseguido engañarlos, por lo que te felicito por tus dotes interpretativas, o bien eres un fiel de este dios que es tan extraño para nosotros.

"Yo llegué a Sirocitria hace ya veinticinco años. Sólo quería viajar, ver mundo. Atravesé toda Entrovia, pasando por Uthgard y Valsol. Allí me embarqué y llegué a Sirocitria. Debido a la procedencia del barco, nos hicieron prisioneros. Casi toda la tripulación fue pasada por la hoguera o decapitada. Yo... yo me libré por los pelos.

Cuando me llegó el turno, el inquisidor sólo me hizo algunas preguntas que no conseguí entender. El idioma sirocitrio es más bien complejo, con todas esas vocales seguidas y esas consonantes tan suaves. Trajeron a un intérprete que hablaba perfectamente en nuestro idioma. Era un alto miembro de la curia, según parecía. Lo único que supe después de contestar las preguntas de aquel hombre, es que pasé de estar con la soga al cuello a tener todas mis pertenencias de vuelta y suficiente dinero para montar esta posada. Me desperté exactamente en este punto de la colina y a mi lado aún estaba el mismo intérprete que me había hecho las preguntas. Sólo me dio un consejo. Y lo seguí al pie de la letra.

Hoy esta taberna sigue siendo el fruto de aquel consejo. Me casé bajo los auspicios de Brishna con una mujer local. Aprendí el idioma. Y mi sangre quedó encerrada entre estas cuatro paredes, ahogándose con el fuego de las chimeneas, enterrada bajo toda la gente que viene aquí a descansar. Y mientras ellos encuentran reposo en esta esquina del mundo, mi sangre no halla el suyo. Me siento encerrado, enquistado. Estoy lejos de todo lo que amo por una estúpida ilusión de juventud. Y mi espíritu quedará aquí atrapado por unos dioses que me son ajenos, en lugar de ir a reunirse con mis ancestros.

Dices que me he olvidado de mí mismo y he traicionado todo lo que significo. ¿Qué hay de ti? Convertido a una religión extraña, peregrino religioso en una tierra que nos odia por pertenecer a una raza extraña que vive en el otro extremo del mundo. No creas que por haberte convertido a su dios van a tratarte mejor. Eres un bortai y, por lo que dices, tú no lo has olvidado. Espero que sepas lo que dices y que te mantengas firme, porque cuando lleves aquí los mismos años que yo, toda tu identidad se habrá diluido por la costumbre. Todo lo que eres se habrá perdido tras la máscara que, cada día, deberás ponerte si quieres seguir sobreviviendo.

Así que no juzgues si no conoces toda la historia".


Khram tomó un largo sorbo de cerveza, apurando el contenido de su jarra. Siguió otro densísimo silencio que sólo se apagó cuando Khram aporreó la mesa con el recipiente vacío.

- Yo no me he convertido a nada. Vengo con estos hombres porque me apresaron no muy lejos de aquí. Unos salteadores intentaron robarme el caballo y algo más. Llevaban la guadaña de Korgath en las capas, pero aún así, me detuvieron por asesinar a unos sirocitrios.

- ¿Y no te escapas de ellos, aguerrido bortai? –
la sardónica pregunta provocó una nueva sonrisa en Khram.

- No. Y ahora que sé que me llevan ante un alto mando que es bortai, me siento aún más intrigado. Seguía con ellos porque quería saber cómo acabaría esto. Ahora quiero llegar al fondo de este asunto.

- Tú verás –
la expresión de Jölf se tornó seria. – Pero si yo fuera tú, intentaría escapar. O aprender a soplar muy fuerte, porque vas a acabar como el cordero de esta noche.

- Veremos
– fue la enigmática respuesta del bortai.

Jölf se echó al hombro un paño que debía aglomerar los restos de grasa de los últimos veinticinco años. Se fue a la cama sin desearle buenas noches a su inquilino. Pasó a su lado con expresión de pocos amigos y subió silenciosamente la escalera. Khram se quedó allí quieto, pensativo. Habría deseado que la jarra siguiera llena, al menos habría tenido algo con lo que pasar el tiempo.

Como no lo tenía, tuvo que pensar. Y lo único en lo que podía pensar era en aquel bortai que había llegado a ser miembro de la alta curia sirocitria. No dejaba de ser extraño. Y cuanto más lo pensaba, más extraño le parecía. Los bortai no tenían una fe como aquella. Había conocido otros que habían tenido fe en Rugan, pero ninguno que la hubiera llevado hasta el extremo de convertirse en parte de su cuerpo sacerdotal. Si de verdad aquel espécimen existía, era digno de verse. Aquello le causaba cada vez más curiosidad. Había pensado en huir durante la noche y dejar a los ruganitas con dos palmos de narices, pero el relato de Jölf le había dejado mucho más intrigado de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aún más. La perspectiva de juntar en el mismo sitio a un bortai que era un alto sacerdote de un dios ridículo y un ridículo aprendiz de magia que era bortai se le antojaba divertido. Sonrió intentando evocar aquella imagen. Desde luego, sería todo un espectáculo ver a dos hombres tozudos intentando convencer al otro de que los dos llevaban razón. Aunque, siendo bortai como era, lo más seguro es que tras unos cuantos golpes de espada, unas cuantas bravatas, algunas heridas y mucho sudor, acabarían apoyados contra el altar de algún templo ruganita bebiendo cerveza como verdaderos animales y cantando a voz en cuello las viejas canciones de los ancestros, las risas llenarían los salones y entonces los ruganitas no sabrían qué hacer.

Dejó la jarra sobre la mesa y salió hacia los establos por un pequeño portalón que había al lado de la barra de la posada. Allí encontraría a Ragnar descansando, o quizá, tomando un pequeño tentempié nocturno. Penetró en la agobiante oscuridad y conjuró, silenciosamente, un pequeño puntito de luz que le sirviera para guiarse entre los animales de los distintos huéspedes de la posada. Encontró al suyo en el último cubículo, haciendo tintinear los aparejos impacientemente. Khram lo miró agradecido, como si hubiera estado preparado para irse antes de que él mismo lo estuviera. Agarró la rienda de su animal y desató el sencillo nudo que lo mantenía en la cuadra. Tiró de él y Ragnar obedeció de inmediato, saliendo a la tibia noche de Sirocitria-kiltasi con decisión.

"Mañana será otro día", pensó.
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo III: Iguales.
Publicado por: Blood en 22 de Septiembre de 2009, 20:58
Como siempre espléndido. Llevaba mucho esperando y ahora parece que retomas con ganas jeje.

Hay una parte que creo esta errada:

"la esperanza de Khram de detenerse a almorzar se desvanecieron"

Creo que sería o: las esperanzas; o bien se desvaneció.

Un saludo y sólo puedo añadir continua.

Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo IV: Muros.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 26 de Febrero de 2010, 12:23
El capitán se desperezó. Había pasado una mala noche con un sueño poco reparador. Se levantó de la cama y sintió el frío de las láminas de madera en las plantas de los pies. Era reconfortante sentir el frescor de la mañana en los pies desnudos y caminar sobre las tablas sin ninguna preocupación. Estas llegaban solas a lo largo del día y no era menester romper el encanto del despertar con las cuitas que habrían de ocupar el resto de su jornada. Se llegó a la jofaina que había en una pequeña repisa de su habitación y realizó allí sus primeras abluciones. Una vez limpio, se postró y le rezó a su dios, pidiéndole benevolencia para aquel día, que ya antes de amanecer, amenazaba ser demasiado duro incluso para él.

La noche había sido intranquila. Con el bárbaro en el piso de abajo no había quien durmiera. No es que formara jaleo. Era más bien por lo contrario. Si hubiera armado algún escándalo, sería señal de que seguía allí. Pero el silencio con el que había transcurrido la noche le inquietaba aún más. Esos escandalosos bortai eran capaces de hacerse notar en cualquier momento, más incluso durante la noche. Era cuando podía decirse que eran mucho más jaraneros y vocingleros, aficionados a los festejos y a las borracheras. Que uno de esos bárbaros no se hiciera notar era algo descorazonador y tener que confesarle a su superior que había perdido a un prisionero no le resultaba demasiado atractivo.

Aquella no era la mejor manera de tranquilizarse, desde luego. Se vistió apresuradamente e hizo taconear las botas por las escaleras de la posada mientras bajaba a buscar al bortai. Cuando llegó a la sala común, tuvo una imagen desoladadora. Allí no estaba el bárbaro.

Dio la alarma a su patrulla, que salió perezosamente de las alcobas, con las espadas en la mano y las sobrevestas a medio poner. Cuando les contó lo que ocurría, los shun'karith se pusieron en marcha rápidamente y el sueño dio paso a la más absoluta vigilia. Encaminaron sus pasos al establo con diligencia, mientras su capitán dejaba al tabernero una sustanciosa suma por los alojamientos y la comida.

Aquello encendió otra alarma en el interior de Anur. Normalmente Jölf se levantaba muchísimo antes que ellos, había dispuesto sus caballos y les tenía servidos unos buenos desayunos de campaña que podían comer a lomos de los corceles. Pero aquel día, el tabernero no daba señales de haber aparecido por ningún lado. Su delantal aún colgaba del clavo que le servía de soporte durante la noche. Algo no andaba bien y el que los problemas se anduvieran sumando con tanta velocidad no era un buen augurio para comenzar un día en el que debía transportar a aquel reo ante la presencia de su superior. Como buen guerrero, desenvainó antes de salir a la escena que se desarrollaba a las puertas de la taberna.

Catorce siervos de Korgath, catorce sarkul'has pertrechados hasta los dientes, habían rodeado al bárbaro y al posadero. Cuatro de ellos yacían ya muertos y los combatientes sudaban ya profusamente y sangraban por algunas heridas en brazos y piernas. Jölf empuñaba una enorme hacha de dos manos y Khram sostenía la bastarda de su madre en alto, en una guardia muy arriesgada. Y, aunque eran ellos dos quienes estaban rodeados por aquella cuadrilla oscura, los sarkul'has parecían tener problemas para mantenerlos a raya. Fue Khram quien vino a confirmar sus sospechas.

El aprendiz de mago no esperó a que fueran a buscarle. Con tan solo dos pasos, adquirió velocidad suficiente como para dar un salto felino. Agarró la espada con ambas manos y describió un arco cruel y despiadado cuya trayectoria acabó por impactar en la quinta víctima. La hoja hendió el cuerpo, seccionándolo casi por la mitad. Tan salvaje fue la acometida, que Khram perdió el equilibrio y tuvo que echar mano a tierra para no caer rodando. Uno de los sarkul'has notó su ventaja y quiso sacar provecho de aquella inoportuna caída, pero el bortai ya había previsto el movimiento. Retiró con un tirón el arma del cadáver, dejando su cuerpo casi paralelo al suelo. Se impulsó sobre la pierna izquierda, flexionada tras el impacto, con la espada por delante. La punta se clavó en el pecho del agresor y el empuje combinado de los dos contendientes hizo que el cuerpo se hundiera hasta los gavilanes en la hoja, que salió por el otro lado goteando viscosa sangre por toda su longitud.

Jölf, como queriendo contestar a los embates de su compañero de batalla, no se quedó atrás. Balanceó el hacha a un lado y a otro, haciendo retroceder a aquellos que se acercaban, barriéndolos. Uno de los movimientos del posadero hizo que los desacostumbrados dedos soltaran su presa en el astil, que resbaló. O eso fue lo que vio Anur. Porque para Jölf el hacha jamás abandonó su dominio. Aquel oportuno deslizamiento fue a enterrar la picota del hacha en la cara de uno de los sarkul'has que observaba distraídamente la escena. Dos de los que lo acosaban lo miraron con la ira encendida en sus ojos y quisieron ensartarlo, cada uno por un flanco, pensando que el hacha no sería tan ágil como ellos dos. Con lo que no contaban era con que el bortai había nacido con aquel arma en las manos y para él era tan natural manejarla como uno de sus propios brazos. Tiró del astil y la contera golpeó a uno de sus atacantes en la boca del estómago, dejándolo sin aire. Ese momento lo aprovechó Jölf para balancear de nuevo la hoja que encontró el cuello del otro hombre en su camino. La cabeza cayó reventándose contra el suelo, como un melón maduro. No había terminado de caer cuando el hacha volvió a girar con rapidez y cortó uno de los brazos de aquel que había quedado sin aliento. Otros cuatro cuerpos poblaban ya el suelo cuando se deshizo de éste y tan solo quedaban seis en pie cuando los shun'karith salieron del patio de caballerías a todo galope, pisoteando los cadáveres tendidos sobre el barro y acometiendo salvajemente a los que quedaban en pie. Anur quedó sin cobrar pieza mientras boqueaba tontamente observando la escena que se había realizado a su alrededor.

Khram envainó su bastarda, limpiándola con cara de asco en la capa de uno de los muertos.  Levantó la vista de la dantesca escena y contempló a los shun'karith boquiabiertos ante la matanza que habían desencadenado. Con el arma balanceándose a su izquierda, el aprendiz de mago se acercó al capitán de los ruganitas, que le miraba con toda la sorpresa que era capaz de expresar. Frunció el ceño al pasar a su lado, intentando comprender aquel gesto, pero no dijo nada. Volvió a adentrarse en la penumbra que reinaba en el comedor de la taberna y se sentó, en silencio, en la misma mesa que había ocupado la noche anterior. Jölf también hizo caso omiso de Anur. Pasó a su lado con media sonrisa dibujada en el rostro y el hacha descansando tranquila sobre su hombro derecho. Caminaba con un suave contoneo, pavoneándose de su hazaña y acariciando su herramienta levemente con la mano izquierda, añorando tiempos pasados en los que había eliminado enemigos como aquella mañana. Como si no hubiera matado a varios sarkul'has de una sentada hasta convertirlos en una pulpa rojiza, guardó el hacha bajo el mostrador, sacó el delantal de su clavo, y se lo amarró a la espalda como llevaba haciendo desde más años de los que estaba dispuesto a admitir. Pero la media sonrisa ya no se le borraría en toda la jornada.

Anur ordenó desmontar y entrar. Estaba dispuesto a pagar un buen desayuno si alguien le contaba qué había ocurrido allí con exactitud. Aunque parecía que ninguno de los bortai estaba muy por la labor.

- Nada, unos cuantos alborotadores que querían quedarse con la taberna. Pero no importa, llevo rechazando ofertas así durante años. ¡Pero hoy ha sido algo memorable! Y es que no hay nada como combatir con un bortai de tu parte.

Palmeó amistosa y sonoramente uno de los hombros de Khram hasta que la mano le ardió mientras exhalaba una estentórea risa que el Cuervo adivinó que no se oía en aquella taberna ni en ningún otro sitio desde hacía mucho, muchísimo tiempo. La mirada de Jölf había cambiado. Había un brillo distinto en sus ojos, una esperanza renacida que había permanecido apagada durante años y que ahora volvía a reclamar su territorio. Una luz que el propio tabernero se había ocupado de apagar, silenciando el deseo no expresado, el anhelo incumplido que albergaba. Ahora iluminaba de nuevo el rostro del exiliado, junto con aquella mueca de felicidad, habiendo recuperado algo que se había perdido hacía mucho, mucho tiempo. Y Khram, que había perdido exactamente lo mismo que Jölf, comprendió por qué la actitud del tabernero había cambiado y por qué aquella luz había empezado a brillar de nuevo en sus ojos. Sintió envidia de él. Jölf aún podía recobrar aquello que añoraba. Él no. Aunque tomara el mismo camino que pronto tomaría el posadero, su destino sería mucho más amargo que el de aquel hombretón que apretaba ahora su mano en su hombro. Miró alrededor, echando un buen vistazo a la posada. Si alguna vez volviera a pasar por aquellos parajes, seguramente no quedaría piedra sobre piedra de aquella construcción. Porque Jölf, aquel camarero que tenía una buena mirada y una alegre palabra para todo el mundo había decidido que había pasado ya demasiado tiempo desde la última vez que sintiera el ardor guerrero que sólo los bortai experimentaban al correr a la batalla en cerrada formación frente a sus enemigos.

Jölf regresaba al sitio que nunca debió abandonar.

El camarero desapareció en la trastienda, dando alegres voces, interpelando a su hija, bramando las órdenes de desayuno que había solicitado Anur y sacó humeantes platos de crujiente panceta y huevos que olían a gloria bendita. Trajo dos cuencos de pan recién horneado y cerveza, oscura y espesa, que era la que había dado la fama a aquella taberna suya. Khram tomó el pan y empezó a mojarlo en la yema del huevo.

- Cuéntame qué ha pasado ahí fuera – la voz de Anur sonó apremiante, pero el único efecto que tuvo sobre el bárbaro fue que éste levantara la vista del plato. – ¿Es que no me has oído? Te he hecho una pregunta.

- No te voy a contestar a algo que otros ya te han respondido. Ha sido una visita de negocios. Pero su oferta resultó insultante.


Khram no volvió a abrir la boca excepto para engullir la panceta y los huevos de su plato, dejando al capitán colmado de perplejidad. Los demás shun'karith no parecían estar escandalizados por la insolencia del bortai, sino más bien admirados de lo que aquel hombre había sido capaz de hacer.

Acabado el almuerzo, los sacerdotes guerreros se dispersaron preparando sus equipajes y ensillando caballos de refresco. El posadero y el aprendiz de mago volvieron a quedarse frente a frente, en la misma mesa en que la noche anterior se habían increpado. Los dos bortai se quedaron quietos y callados durante un rato. Los ojos de Khram brillaban con arrogancia. Los de Jölf con esperanza. En cierto modo, ambas miradas estaban cargadas del mismo significado.

- Así que vuelves a la estepa – fue Khram el que rompió aquel espeso silencio en primer lugar.

- Sí, así es – a Jölf le dio igual cómo había adivinado sus intenciones, tampoco se mostró sorprendido por ello. – He pensado que ya es hora de volver. Llevo demasiado tiempo alejado de eso que hemos tenido esta mañana. Y a la sangre no se la puede detener – Khram sonrió.

- Me alegra que hayas decidido volver. ¿Qué harás con esta casucha?

- La quemaré, hasta los cimientos. No quiero dejar nada atrás de esta vida a la que me he visto abocado por mi estupidez. Voy a remediar los errores de mi pasado y regresar a los míos. Mi hija debe conocer sus raíces.


Khram asintió. Sonrió de nuevo. Bien sabía él que no era la hija de Jölf la que debía conocer Bort, a quien seguro que no le apetecía nada abandonar su cómoda vida en Sirocitria para cambiarla por la dureza de la estepa bortai, el frío arrasador en invierno y el calor agobiante en verano. El aprendiz de mago leía en sus palabras las palabras que no había expresado, toda la nostalgia que había acumulado en todo el tiempo que había permanecido lejos de su hogar, apartado de las rugientes hogueras y las historias de los chamanes. Y regresaría con las manos llenas de oro, pues no cabía duda de que el negocio le había sido próspero al exiliado. Con aquella carta de presentación, seguro que el líder Zorro le daba una buena acogida al seno del clan.

- ¿Volverás tú, algún día? – la pregunta del tabernero no tuvo más respuesta que una significativa mirada. – Espero no haber muerto antes de volverte a ver. Y si lo hago, que sea como guerreros en el más allá.

- Los guerreros no se encuentran en el más allá. Mueren juntos en este mundo, en la batalla. No hay batallas más lejos de la última, amigo mío. Así que si deseas verme, que sea antes de morir. Y si habremos de morir antes de reencontrarnos, que al menos sea en un buen combate.


Se puso en pie y la bastarda, que aún no le había retirado el capitán de los shun'karith, tintineó nerviosa a su costado. Salió a la claridad de la nueva mañana y fue a los establos, a recoger su caballo. Ragnar pateó el suelo como protesta.

- ¿Pensabas que no iba a venir a por ti? – el caballo piafó. – ¡Vaya, encima te enfadas! Vamos, amigo, vamos. No será esta nuestra última cabalgada.

Repasó que todas sus pertenencias estuvieran colocadas sobre su grupa. Sin echar nada en falta, desabrochó las cintas que trababan la vaina de la espada de su madre a su cinturón y la aseguró en el arzón de su silla. Allí estaría a su alcance si en algún momento la cosa se ponía fea. Acarició el cuello de Ragnar susurrándole palabras amistosas. Finalmente, montó sobre la silla del cuadrúpedo y se dispuso a retomar el camino que llevaba recorriendo durante tantos y tantos años.

Quisieran los dioses que algún día pudiera seguir a Jölf. Y aunque él no creía en dioses, estando en el lugar que estaba, encontró de lo más apropiado el rogarles por su camino. Después de todo, no hacía ningún mal a nadie.

Jölf estaba afuera, despidiéndose de Anur y sus compañeros, con la bayeta sujeta en una mano y el delantal lleno de lamparones. Se deshacía en sonrisas con aquella expresión franca que sólo los hijos de la estepa saben adoptar. Pero sus ojos seguían resplandeciendo, como al amanecer entre los bandidos que habían derrotado. Miró a Khram como una aparición de otros tiempos, un fantasma muerto y olvidado hacía mucho. Los ojos del tabernero se clavaron en la arrogante mirada del muchacho y se vieron a sí mismos mucho tiempo atrás.

- Muchacho – comenzó Jölf cuando el aprendiz de mago se puso a su altura, - tienes el porte de los antiguos líderes, aquellos que viven en nuestras leyendas – Khram deseó ser el único que se diera cuenta de que las había llamado "nuestras". – Ahora sé que un día nos volveremos a ver. Regresarás.

- Eso dependerá de cómo lo juzguen –
Anur, que no sabía a qué se referían los bárbaros, sentenció sin juicio al más joven.

Pero ni la sonrisa de Jölf se borró, ni la expresión de Khram cambió. Ambos bortai compartían algo que el capitán jamás llegaría a comprender, viviendo como vivía en un país segregado de sí mismo. Los dos bárbaros compartían un sentimiento único, algo que sólo nacía en la estepa y que mantenía unidos a los clanes, por mucho que protestaran y se mataran entre ellos. Eso era algo imposible de evitar, por mucho que el jurado que se dispusiera para retener a Khram en Sirocitria quisiera retenerlo allí. Ambos sabían que aún había mucha historia por delante. Y el aprendiz de mago tenía mucha más aún.

- ¿Hoy no me atas? – preguntó el bárbaro con cierta sorna.

- Es posible que nos seas necesario en algún momento. Si te ato, entonces seremos uno menos, y las probabilidades de salir vivos de este viaje disminuirán considerablemente. Te he visto combatir. Y, desde luego, no pienso perder una ventaja como tú con los peligros que parece que acechan en estos caminos.

Khram esbozó media sonrisa. Se le estaban ocurriendo algunas maldades que hacerle a Anur y que, seguramente, le proporcionarían cierta diversión durante el día. Pero, por mucho que pudiera hacerse cargo de los ruganitas, no tenía ninguna gana de enfrentarse a todo el pelotón sin razón alguna. Y conociendo a los shun'karith, todo podía ocurrir.

Una inmensa deflagración hizo temblar los cuerpos de los legionarios. Asustados, volvieron la vista atrás para comprobar que había sucedido. Vieron una densa columna de humo ascender hacia el cielo y unas llamas, altas como robles, mecerse a merced del viento. Sólo hacía unos instantes que habían estado allí. La taberna de Jölf había saltado por los aires y los shun'karith comentaban la tragedia entre ellos. Se detuvieron y sólo Khram siguió adelante. Fue Anur quien, temeroso de que el bortai se escapara, le dio alcance.

- La taberna de tu compatriota arde y tú, simplemente, sigues cabalgando. ¿Qué sabes tú de eso?

- ¿Yo? –
volvió el inescrutable rostro hacia el capitán – ¿Cómo iba yo a saber algo? Jölf habrá encendido el fuego cerca del lugar donde fermenta la cerveza y habrá echado a volar – aunque esto sabía que era cierto, no era menos cierto que el bortai escondía un secreto que no estaba dispuesto a revelarle al capitán.

- ¿Acaso no te importa lo más absoluto?

- ¿Era amigo mío? Entonces no me preocupa –
de nuevo, ese secreto, pugnó por salir. El Cuervo consiguió retenerlo a duras penas.

Esa frase dio por zanjada la discusión. Khram mostró una débil sonrisa cuando Anur, estupefacto, se rezagó un poco. Los shun'karith creían en el orden establecido y defendían que no debía ser alterado por nada del mundo. Si algo se salía de los cánones que ellos tenían como normales, había que extirparlo. Por eso, aquella explosión, tan poco común, era digna de merecer la pena la pérdida de tiempo en investigar sus causas.

Para Khram no merecía la pena. Él tenía muy claro que había sido el propio Jölf el que había provocado aquella explosión. Había sido muy astuto el Zorro. Si su posada ardía hasta los cimientos, nadie haría preguntas incómodas. Todo el mundo pensaría que sus restos descansaban, destrozados y carbonizados, bajo los escombros de su vida, aquella taberna que había regentado por la imposibilidad de regresar a su tierra. La llegada del aprendiz de mago había inflamado en aquel hombretón un deseo largo tiempo demorado. Si alguien había sido capaz de llegar hasta Sirocitria desde Bort, el camino contrario también era posible. El Cuervo sabía que si en el ánimo del posadero estaba regresar, llegaría a las tierras de su clan o moriría en el intento. Para los kiltasis ya había ocurrido lo segundo, así que no habría impedimento ninguno para conseguir lo primero. Khram sólo deseó que su ruta no fuera ni tan larga ni tan penosa como la suya. Khitai no había grabado un grato recuerdo en él. Y las Tierras de Hielo... prefirió no pensar en ellas.

La cabalgata se hizo más pesada. Según pasaba el día, el sombrío ánimo de Khram se iba haciendo más negro. Con cada paso que daba su montura, el inexorable destino que el capitán les había impuesto, estaba más cerca. La capital de Sirocitria sería una ciudad enorme, con sus gordos y abotargados sacerdotes y templos, que dominarían toda la urbe desde sus doradas posiciones. Unos, por su varna de nacimiento; los otros, por su lugar de construcción. Pensó el bortai que incluso entre los edificios de sus extraños dioses la competencia sería clara. En una sociedad tan estamentada y desigual como la kiltasi, las luchas intestinas por ascender de casta serían tan habituales como brutal era su represión. No solo eso: en una sociedad tan marcadamente religiosa, los hombres habrían convertido a sus dioses en instrumentos de los que servirse para colocarse por encima de sus vecinos. Aquella instrumentalización causaría enfrentamientos entre los seguidores de Rugan, un dios menor, y los fieles de Brishna, madre de Rugan y que, por tanto, debían sentirse elevados sobre los ruganitas por esta razón. Sin duda alguna, unos y otros habían hecho remodelar sus respectivos templos para que el propio pareciera más grande, más bonito y más adecuado para la oración que el de enfrente.

No le pasó desapercibido al aprendiz de mago que aquella situación era paralela a la de su propio pueblo. Enfrascados siempre en peleas entre los clanes, unos y otros ansiaban siempre lo mismo: más que el que plantaba la tienda enfrente. Más botín, más pieles, más tierras, más oro. ¿Sería la naturaleza del ser humano tan constante que aquella actitud se manifestara en culturas tan claramente distintas como la bortai y la sirocitria? Tuvo que concluir que las sociedades no eran tan dispares por muy alejadas que parecieran. Aquel afán, aquella competencia era inherente al ser humano, por su condición de ser vivo. Sacar la cabeza por encima del otro, sobrevivir, en definitiva. ¿Acaso no era aquello muchísimo más potente en su propio país, en el que la lucha por prevalecer sobre Mydon y sobre la estepa misma, enemiga tan acérrima como el país vecino y muchísimo más implacable, era algo que duraba desde la mismísima noche de los tiempos?. No había diferencia alguna entre los que le habían despreciado por sobrevivir a su enemigo y los que llenaban las absurdas castas de los kiltasis. Ninguna en absoluto. Las castas, para él, no eran más que la más indigna expresión de aquel desprecio que el superviviente en la batalla despierta entre los allegados del caído y que él había sentido en sus propias carnes. Allí, entre aquellos que los llamaban bárbaros, quizá las varnas se habían convertido en la forma más civilizada de aquel odio. Y, sin embargo, no podía dejar de preguntarse si cuando el enemigo los acechara y los acuciara, igual que hacían los mydonitas con ellos, los sirocitrios dejarían aquellas disputas de lado para luchar unos al lado de otros, como verdaderos hijos de la misma madre. Aquella misma estepa que los esclavizaba y los martirizaba era la amantísima progenitora y dadora de vida que los unía a todos como hermanos ante la adversidad.

Con todo aquello, entendía que un bortaí pudiera sentirse a gusto en aquel país extraño pero que, a la vez, era tan similar al suyo. Lo que él sabía que no soportaría son las pétreas yurtas en las que se alojaban. Estar en una taberna era pasable. Buena cerveza, buena comida, buena compañía y, si se terciaba, la posibilidad de hacer un poco de ejercicio y de extraerse la dolorosa muela que llevaba incordiándole tanto tiempo. Pero encerrarse entre cuatro paredes por propia voluntad para no volver a salir... Ya se ahogaba en las largas horas de estudio en la cabaña de Burbath y añoraba el aire en cada cabello. Cuanto más no habría de asfixiarse en aquellos monstruos de piedra.

Y era precisamente aquello lo que ensombrecía su ánimo. Su destino sería, como mínimo, una celda de un monasterio, si no alguna de una prisión. Khram apostaría a que los ruganitas no lo matarían en sus hogueras. No por benevolencia, ni en pago por haber salvado la vida a aquella patrulla o habérsela robado a los sarkul'has, porque si se llegaban a enterar del modo en que los había derrotado, tardaría muy poco en ir a las llamas inquisitoriales del divino Rugan. Lo que le mantendría con vida sería seguir haciéndoles creer a a aquellos guerreros que, de entre todos los que cabalgaban por aquellos bosques, él era el más valioso. No podían permitirse perder tal talento e intentarían convertirlo a aquella restrictiva fe suya e investirlo shun'karith.

La perspectiva de verse vestido de azul y blanco, repitiendo juramentos que para él carecían de todo sentido y valor, no le parecía nada agradable. Se planteó que ver a aquel bortai de la alta curia no era tan interesante como había pensado al principio. Pero la alternativa era mucho menos atractiva. Consistía en dar rienda suelta a Ragnar y dejar que su caballo huyera de aquel escuadrón de ruganitas. Podía conseguirlo, claro, pero si alguno de los animales de sus forzosos compañeros fuese tan veloz y resistente como Ragnar, tendría que echar mano del único conjuro que había logrado ejecutar con éxito. Y entonces sí que su esperanza de vida se vería acortada sensiblemente. Había muchas cosas que podían enfurecer a un shun'karith. Y, aunque hacerle cabalgar con toda la prisa que fuera capaz por aquel accidentado bosque lleno de raíces y pedruscos no estuviera entre ellas, el ser objetivo de una luz cegadora que no viniera de Brishna ocuparía, sin lugar a dudas, uno de los primeros lugares de esa lista de cosas.

Sabía que su única posibilidad estaba en fingir una conversión y una sumisión totales a Rugan y sus clérigos. La noche sería más cómplice para su huida de un monasterio en el que, sin duda, la guardia estaría baja.

Finalmente, sin mayores percances ni más encuentros desafortunados, la caravana llegó a su destino. Cuando aún estaban lejos, Khram pudo divisar la enorme muralla de piedra. Era casi seis veces tan alta como él y su grosor le permitiría acostarse holgadamente sin llegar a tocar los extremos. Por el adarve paseaban aburridos shun'karith con pesadas armas y escudos, esperando que algo de acción viniera a visitarlos y los liberara de las tediosas guardias a lo largo de la muralla. El portón estaba reforzado con hierro forjado y sólo podía abrirse mediante un complejo mecanismo oculto en la gruesa muralla, debido a su impresionante peso. Anur explicó al bortai que la puerta jamás se cerraba en tiempos de paz por orden de la mismísima Brishna, reacia a negar su auxilio a cualquiera que pudiera necesitarlo. En tiempos de guerra, la puerta era tan pesada que nada en absoluto podía atravesarla pues, se decía, no dejaba entrar a nadie con un corazón lleno de oscuras intenciones, imbuída por bendiciones de la propia diosa solar.

Con el acceso franco todo el día y toda la noche, no sería difícil escapar de allí. Observó a los guardias que paseaban por el adarve. Con la longitud de aquella muralla, tardarían bastante tiempo en dar la vuelta completa. No se veían más patrullas, por lo que o había tan pocas que no alcanzaban a verse o la única patrulla circulante era la que ahora mismo pasaba por encima del portón. Así, al menos que a algún estúpido fiel de Korgath se le ocurriera sitiar la ciudad, la puerta permanecería abierta de par en par, indefensa, y dispuesta a franquearle el paso. Durante la noche, escondido entre las sombras de los edificios colindantes y la penumbra que arrojaría el muro, podría acercarse a la puerta sin ser visto. Druma, por una vez, sería su aliada.

Atravesaron la enorme cancela y pudo ver unas inscripciones cinceladas en trazos complejos que no supo reconocer. Aquí y allá había escrituras extrañas que no reconoció y algunas pocas palabras en antiguo khorulés. Sin embargo, sí que supo reconocer un conjunto de runas mágicas inscritas en ella. Las entendió y le sorprendió su significado. Los magos tenían un rinconcito en aquel país, justo en el corazón de una nación que los odiaba a muerte, y nadie parecía advertirlo. Quizá habían olvidado dadrede que existía aquella inscripción. Apenas daba la bienvenida a los viajeros, en un tiempo en el que kiltasis y shyrmis aún no se habían enemistado por la absurda razón de la existencia o no de los dioses.  Al bortai no le parecía una razón suficiente como para enfrentarse durante siglos. Al fin y al cabo, ninguno de los dos pueblos veía amenazada su supervivencia con aquella distinción. A menos que dichos dioses exigieran como tributo la vida y la sangre de todos aquellos que no creyeran en ellos. Él sabía, por propia experiencia, que podía tenerse fe en dioses y convivir con gente de cualquier otro credo o sin credo ninguno en absoluto. A Khram le pareció que aquella estúpida hostilidad no era más que una burda mentira urdida por los humanos para, una vez más, prevalecer sobre los que los rodeaban. Hasta los dioses se habían convertido en herramientas para acabar con el de al lado.

Una vez dentro de la ciudad, el bortai encontró edificios de todas las formas, facturas y tamaños. No hubo de hacer pregunta alguna para saber cuáles eran las casas que habitaban las castas más bajas.

Como tampoco tuvo tiempo de albergar dudas acerca de cuales eran los principales templos de la ciudad. Igual que monstruos mitológicos, los colosales edificios se erguían en sendos montes, desafiando a la propia gravedad. El templo de Brishna se veía refulgir con una luz propia. Blanco y resplandeciente, la enorme mole vigilaba toda la creación desde su dorado sitial. No muy lejos de allí, se levantaba el templo de Rugan, su hijo. La altísima cúpula, de un color zafiro intenso, era capaz de rivalizar en brillo con el templo de la diosa solar.

- Es el yelmo de Rugan – le explicó el capitán Anur. – Cuenta la leyenda que fue el mismísimo dios quien lo dejó ahí aposentado tras una de sus largas batallas contra la oscuridad. La espada, dicen, se perdió.

Una respuesta mordaz nació y murió en la garganta del bortai. Antes de entrar en la ciudad, Khram le habría preguntado al capitán cómo era posible que alguien con una cabeza tan enorme como para llenar aquel zafiro podía olvidar una espada tan importante como era el arma de Rugan. Seguramente, Anur habría arrugado el morro, habría soltado alguna puya igual de mordaz para resarcirse del ataque verbal del Cuervo y después le habría contado la leyenda completa. Pero allí, en medio de las calles de la ciudad, no dejaría que la ofensa quedara impune y habría dado con sus huesos en el patíbulo.

- No tardarás mucho en admirarlo por dentro, pues ese es nuestro destino.

El joven no dijo nada. Una vez pasada la primera impresión de la imponente presencia de los templos, había vuelto la vista a las calles de la ciudad divina. Sus pasos les habían conducido invariablemente por calles anchas y limpias, flanqueadas por los muretes y verjas de verdaderas mansiones. A Khram le turbó comprobar que las casas más lujosas no se mezclaban con las casas más pobres.

- ¿Por qué sólo nos hemos cruzado con sacerdotes? – quiso saber. No había nadie por las calles, excepto los fieles servidores de Rugan y Brishna. Ni comerciantes, ni mendigos ni nada de nada.

Sólo ellos tienen permiso para cruzarse con nosotros – no había frialdad alguna en la voz de Anur. Ni tampoco ese falso orgullo que los poderosos dan a sus palabras cuando hablan sobre los pobres. Simplemente lo dijo como si fuera lo más natural del mundo, igual que si estuviera anunciando que se había puesto a llover.

- ¿Permiso? ¿Los hombres aquí tienen que pedir permiso para salir de sus casas a voluntad?

- No, no lo piden. Simplemente saben que no pueden salir y cruzarse con nosotros.


La fuerza de una costumbre arraigada en el corazón de todo un país dio todo el peso de una losa a esta última frase del capitán. Nadie se planteaba siquiera que el mundo estaba ahí para ellos siempre. Era como si al cruzarse con los shun'karith, el mundo se encogiese para ellos hasta caber dentro de sus casas hasta que los sacerdotes hubieran desaparecido.

El camino por las desiertas calles continuó hasta llegar a la entrada del templo ruganita. Allí, Anur obligó a descabalgar al Cuervo.

- ¡Mozo! Cuida bien del caballo o pagarás con tu vida – la advertencia de Khram tuvo su eco en el evidente movimiento de la nuez del muchacho.

- ¿Quién traes aquí, Anur? Debe tener poco miedo a ninguno de los dioses para hablarle así a un simple mozo justo antes de encararse al tribunal.

Aquella voz le hizo darse la vuelta.

Ante él vio a un hombre enorme, investido con los honores del sacerdocio. Era casi tan alto como el Cuervo. Con los hábitos del Vorda-Rugan sobre su cuerpo, aún podían verse los enormes músculos que, en su juventud, habían surcado sus miembros y se habían cobrado tantas y tantas vidas. Una encanecida melena coronaba una incipiente calva, forzada a invadir aquellas nieves por el paso inexorable del tiempo. La luenga barba llegaba hasta la prominencia de un vientre que la falta de ejercicio y batallas y el exceso de comidas abundantes y mullidos butacones habían hecho crecer.

- Khram – comenzó el capitán, – te presento a Kaadra-bort, el primer alto sacerdote de Rugan que ha salido de tu tierra.

El aprendiz de mago no podía dejar de mirar a aquel hombre.
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo IV: Muros.
Publicado por: Blood en 26 de Febrero de 2010, 15:15
Da gusto leer, siempre te deja ese regusto, como una buena comida; y aunque quieres más, hay que saber esperar jeje, puesto que vale la pena.

Lo dicho, para mí impecable.

PD: Hace mucho que me leí el comienzo de la historia pero Kaadra-bort no será el padre no, o sí.
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo IV: Muros.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 26 de Febrero de 2010, 15:22
http://www.cientoseis.es/index.php?topic=2643.msg68025#msg68025

Eso te aclarará algo...
Título: Re: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo IV: Muros.
Publicado por: Blood en 26 de Febrero de 2010, 19:02
Precisamente por eso lo decía jeje, ahora aún más fresco aunque supongo que al señarlarlo has ratificado que no es él.

Pero vamos que ahí dicen que no encuentran o no queda más que la espada, y se da a entender que murió pero vamos no hay pruebas como quien dice jeje, por eso se me ocurrió pensar que quizás...

En fin, habrá que esperar a que se me desvele el misterio jeje.

Saludos, y gracias no sólo por compartirlo sino por guiar jeje.
Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo V: Sociedad.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 15 de Julio de 2010, 10:45
Khram estaba sorprendido.  Su caballo, su espada y sus pieles seguían con él. Lo que más le sorprendía es que le hubieran dejado cabalgar por las calles de la ciudad con total libertad. Al fin y al cabo, era un extranjero y no tenía por qué atenerse a las estrictas normas de comportamiento entre varnas que establecían las costumbres kiltasi.

El juicio que se celebro se nublaba en su mente. Aún estaba aturdido tras haber conocido a Kaadra. Esperaba ya un bortai, porque se lo habían advertido y tenía que esperarlo, pero lo que no esperaba era que la máxima representación de Rugan en aquel lugar fuera aquel hombre que una vez fue un pagano. Los bortai, por fieles que fueran y fe que tuvieran, les resultaban paganos a los sirocitrios. Para ellos, el culto debía estar centrado en los templos. Para los bortai que creían en algún dios, aquello era encerrar a los seres divinos entre cuatro paredes y los hombres no eran quienes para poner límites a los dioses. Y mucho menos aún eran quienes para considerarse mejores a nadie por adorar de una forma u otra a los dioses. O no adorarlos en absoluto. En Sirocitria, declararse abiertamente ateo era el peor crimen imaginable. Y en Bort, muchos no creían en ningún dios en absoluto, sino en los ancestros. Y esto era peor que el ateísmo: era creer en falsos dioses. Y si no creer en dioses era peor que creer en los dioses equivocados, creer en falsos dioses era peor aún.

Sin embargo, nada de esto pudo demostrarse en el juicio. No sabía si por simpatía o recuerdo, la argumentación de Kaadra estuvo bastante lejos de aclarar nada. Manejaba la dialéctica con una gran habilidad y daba la impresión de que Khram creía a la vez en todos los dioses, en ninguno y sólo en Rugan por encima de nadie. Fue bastante diestro frente a las acusaciones de ateísmo, paganismo y traición de otros sacerdotes. La mención de la muerte de los sarkul'has que realizó el capitán Anur no hizo más que aumentar la algarabía del tribunal. Unos se felicitaban por haber perdido de vista a unos cuantos sirvientes del vengativo Korgath. Y otros querían hacerle pagar por la muerte de unos cuantos kilstasi. Kaadra fue lo suficientemente hábil como para que el hecho quedara en un segundo plano.

No se podía decir mucho más. El resto de la conferencia en el tribunal fue para ensalzar el valor de la justicia, que llegaba desde cualquier parte y, esta vez, llegaba desde la lejana estepa. Terminó su discurso hablando sobre los caminos de la justicia, sobre lo imprevisible de su recorrido y sobre la voluntad del propio Rugan, que nunca debe ser contravenida. Y en ese caso, lo que no se puede contravenir es la llegada del bortai. Con ese argumento desmontó las voces y los gritos de los que se oponían a su libertad y se inclinaban por encender las hogueras sin objetivo culinario. La única pena que se le impuso fue que no abandonara la ciudad.

Poco después, el capitán Anur le acompañó fuera del templo.

- Y ahora... ¿qué vas a hacer?

- Creí que ibas a enseñarme el templo por dentro –
fue la escueta respuesta que le dio.

- Creía que ya lo habías visto al entrar. Te he visto mirar a uno y otro lado.

Era cierto. No tuvo Khram que pedir muchas explicaciones sobre la forma y la disposición del templo. Había entrado en un portón por el que sólo podía entra un hombre a la vez. El portal se iba ensanchando poco a poco hasta dar en una enorme nave central, rectangular y larga que acababa en un ábside redondo y ensanchado. Dos naves menores cruzaban la larguísima nave central hacia su tercio superior. En el punto en que se cruzaban las tres naves se veía aquello que había llamado Anur el yelmo de Rugan.

Desde abajo, la luz que caía desde aquel ojo cristalino le confería a todo el templo una beatífica luz celeste que inundaba todo el lugar con una visión de divinidad que le confería al templo un aura sobria y recogida, digna de meditación y rezo. Las amplias bancadas, bañadas por aquella luz celestial, se convertían en auténticas nubes en la tierra, en las que sentarse a escuchar la voz de un dios que ama por encima de todo la Justicia. A pesar de todo lo que había pasado en su vida, a pesar de las decepciones, Khram casi podía afirmar que, en un ambiente como ése, él podría haber seguido creyendo en un dios. En algún dios. Tener como templos los bosques y los árboles era una gran invitación a creer en una diosa que amaba la vida y la naturaleza por encima de todo. Pero al salir de entre los árboles y ver el mundo en toda su cruda realidad y comprobar que la vida no es más que la moneda de cambio que los poderosos utilizan para llevar a cabo sus maquinaciones y sus fines, le sacudía a uno y le quitaba la poca fe que podía haber amasado en su estancia en el bosque. Sin embargo, allí, entre aquellos cuatro muros, era como si la voluntad del dios se concentrara. La beatífica visión del templo bañado por la mortecina luz azul invitaba a recoger el corazón y el miedo, entregarlo a Rugan y dejarse proteger por su Brillante Armadura. A punto estuvo el Cuervo de arrodillarse y pedir perdón por su descreimiento, pero no lo hizo. El orgullo racial campó por sus venas al contemplar una imagen de Rugan ajusticiando a un reo.

El tapiz, bordado con ricos hilos de gemas, mostraba al dios de la Justicia con su perdida espada sostenida por encima de la cabeza. El rostro, cubierto por un yelmo tan azul como el propio cielo, escondía las divinas facciones, incapaz de expresar su belleza el artista que tejió el cuadro. Una impresionante armadura que parecía llevar como una segunda piel cubría el cuerpo de Rugan, refulgiendo bajo la cerúlea iluminación de la nave. A sus pies, una masa carnosa, apagada, tejida con innobles fibras de paja y lana, aparecía como objeto de la suprema justicia, arrodillado frente al dios. No suplicaba clemencia. La mirada altiva, la cabeza mirando directamente a aquella criatura superior. La víctima, de larga melena y poblada barba, no podía ser más que un bortai. Los tatuajes rituales, la indumentaria de piel y cuero, la actitud desafiante hasta la mismísima muerte, mirando de cara a un dios... El desafío de los paganos a Rugan no acaba con su muerte, ni siquiera más allá, parecía significar la escena. Y es deber de Rugan acabar con todos ellos, para librar al mundo de sus desmanes y sus fechorías. Y los más merecedores de ello eran los bortai, religiosos de una fe que creía en muertos hacía siglos que los guiaban hacia destinos inciertos, creyentes en ancestrales tótems que protegían a los clanes.

- No es tan impresionante como decías. Aquí, entre estos muros, el dios debe sentirse incómodo, apresado. Toda la creación para vagar libremente por ella, y vosotros pretendéis encerrar a vuestra divinidad en algo tan pequeño. Aunque eso sí me impresiona: vuestra capacidad para empequeñecer lo más grande que decís tener.

Salió afuera, y el mozo de cuadras al que había amenazado, sostenía ya el ronzal de Ragnar, impaciente por volver a cabalgar. Poco podría dar rienda suelta a sus pasiones: correr sin freno y relinchar estridentemente por todo el camino. Recogió la rienda y tiró de él, caminando. Después montó y dejó que el caballo fuera al paso, pero refrenando la cabalgada. Quería ver toda la ciudad desde otra perspectiva.

Era libre de pasear por todas las calles y suponía que nadie se escondería de él, puesto que él no tenía ninguna relación con las castas kiltasi. Así podría ver quién vivía en aquella ciudad.

La ciudad estaba bien estructurada y organizada. Cerca del templo se ubicaban los monasterios. Había distintos edificios grandes en los que los monjes y sacerdotes vivían con cierta comodidad. En los enormes patios se celebraban distintas ceremonias y se entrenaba a los ksatriyas y shun'karith. Espectaculares bibliotecas acumulaban milenarios libros en no menos antiguos anaqueles en los que el polvo colonizaba todo aquello que podía alcanzar. Los textos más valiosos se guardaban en vitrinas fuera del alcance del tiempo, del polvo y de manos inexpertas que pudieran acabar con los interminables años de reposo en interminables años de reposo eterno en el limbo de los libros. Ancianos  y venerables monjes formaban a dispuestos y animosos novicios, enseñándoles la fe en los dioses blancos, inculcándoles el odio en los dioses oscuros y dándoles razones para temer a todos aquellos que despreciaran u olvidaran la existencia de los dioses. Brishna, más benévola, tenía bajo sus palios a sus fieles, como un escudo protector. Rugan usaba ese escudo para enseñarles a proteger a los demás de la iniquidad. Ambos luchaban contra la impiedad. Entre los monasterios y edificios de la curia discurrían anchas y limpias calles, empedradas con blancos adoquines. No había tiendas ni establecimientos de ninguna clase entre aquellos edificios, pues las castas comerciales tenían prohibido mezclarse con ellos. Sólo los repartidores que abastecían al templo, tenían bulas especiales que les permitían acceder al interior de los edificios para servir mercaderías y víveres necesarios.

Algo más abajo, pero aún cerca de los templos, se alzaba el barrio noble. Todas las casas y mansiones que había visto durante su camino al templo escoltado por Anur estaban en este barrio. Las varnas más altas que no se dedicaban al comercio habían establecido aquí sus casas, lo más cerca que pudieron de sus dioses. Las mansiones, de dos y tres alturas, se habían construido bastante separadas unas de otras. Daba la impresión de que ninguno de sus habitantes deseara mezclarse, como si fueran dioses entre dioses, mucho más ocupados en sus guerras internas que en sus propios asuntos. Hasta en aquello debían hacerse evidente las diferencias entre unos y otros. Los nobles mayores debían hacerse distinguir de los nobles menores. ¿Tampoco se mezclaban entre ellos? Khram  vio a varios pasar por la calle. No parecía que tuvieran ninguna obligación de no cruzarse, pero lo cierto es que unos cruzaban la calle cuando otros se aproximaban. Quizá antiguas disputas. En una sociedad en la que las varnas tenían impedido cruzarse y que aquella forma de odio estaba tan arraigada, el odio por rencillas pequeñas como que alguien pisara la propiedad de otro podía enconarse de una manera tan dura como para evitar cruzarse con los demás. Allí las calles estaban impolutas y además tan pulidas que un hombre que cruzaba la calle resbalo y cayó estrepitosamente. Ragnar relinchó como si se riera y dio a la vez un resbalón.

- Aquí lo llaman karma – dijo Khram.

El caballó piafó incómodo, protestando ante la reprimenda de Khram.

Siguió cabalgando por la ciudad y bajando niveles. Lo siguiente que recorrió fue el distrito de los comerciantes. Allí las casas no eran demasiado ricas ni demasiado pobres. Las tiendas y viviendas estaban en el mismo edificio. Los edificios de los artesanos y comerciantes mayores eran mucho más ricos y grandes que los de los comerciantes menores, como fruteros y reposteros. Allí nadie temía mezclarse con nadie a menos que fuera por orgullo. Las mercancías se cruzaban por uno y otro lado y la actividad sólo cesó cuando un acólito cruzó corriendo en dirección al templo, quizá como parte de un castigo o de un encargo. Cuando pasó aquel mozuelo, los comerciantes salieron de sus agujeros, como ratas cuando el zorro se ha ido, y volvieron a reanudar su actividad como si nada en absoluto hubiera ocurrido allí. Carromatos, remolques, carretillos y capazos se repartían por toda aquella barriada. No había empedrado, pero sí un pavimento que hiciera más fácil el reparto y la salida y entrada de mercancía. Todos los rincones estaban llenos de deshechos: hojas de lechuga, tomates podridos, harina apelmazada, barro lleno de inmundicia de las carnicerías... Aquello olía como una verdadera ciudad. En Khitai, donde había estado semiprisionero, había llegado a acostumbrarse a aquel olor, pero con el aire y la brisa marina, y su periplo por los bosques y tierras del imperio kiltasi, su memoria había empujado aquellos aromas hacia un oscuro rincón de su cabeza. Ahora, el recuerdo había emergido explosivamente y sus fosas nasales no agradecieron aquel choque oloroso. Una vaharada de nauseas le vino a la garganta cuando se sumergió en los olores de todo aquello. Los tintes, los potingues para tratar cuero, la fruta podrida, la carne pasada. Todos los olores se mezclaban en una asquerosa y nauseabunda atmósfera cuyos vapores parecían no afectar a los atareados comerciantes y tratantes que había por la calle. Las paradas se amontonaban frente a las viviendas, apiñándose unas contra otras, mezclándose puestos de especias extrañas, dulces apetitosos y carnes inimaginables. Allí, en aquella barriada, la gente parecía más sencilla y más dispuesta a olvidar que existían barreras que los separaban entre sí. Aunque los artesanos, como joyeros, pintores y arquitectos, permanecían alejados de los tenderos comunes, no parecían exigir que los demás se apartaran ni que los caminos de unos y otros se separaran. La gente allí parecía más feliz con su vida sencilla. Cierto es que los símbolos sagrados de Rugan y Brishna estaban colgados de todos los tenderetes y grabados en todos los dinteles de las puertas, como buenos kiltasi, pero la vida no era tan rígida entre ellos y ellos tampoco eran tan rígidos con la vida. Khram entendió que ellos eran la verdadera sangre de la ciudad, su verdadera vida y que si no fuera por ellos, los niveles superiores estarían tan hundidos en la miseria como el nivel que iba a descubrir a continuación.

Separado de aquello, como si alguien hubiera tirado la basura fuera, estaba la barriada de los parias y las castas más bajas. Allí las casas brillaban por su ausencia. Sí, había algunas, pero las más de ellas estaban medio derruidas y si vivía alguien en ellas, su integridad física corría bastante peligro. Muchos vivían en algo similar a yurtas y otros simplemente, convertían los deshechos de las varnas superiores en su modo de subsistencia. El sonido de los cascos del caballo hizo huir a los habitantes de aquella parte de la ciudad como ratas. Casi seguro que aquellos tenían prohibido hasta cruzarse con sus propias sombras, viviendo siempre con el miedo a ser castigado por alguien de una posición superior. Lo único que pudo alcanzar a ver fueron unas pocas ratas y una manada de cucarachas que también huyeron al notar las vibraciones que los cascos de Ragnar provocaban en el suelo.

No todo era inmundicia en aquel sector de la ciudad. Había unas pocas casas que se mantenían en pie y que provocaban sangrientas luchas para ocuparlas. Los indigentes y parias formaban grupos en los que hacerse fuertes y poder así batallar contra grupos rivales. Era el típico lugar donde encontrar un asesino capaz de comerse a la madre de uno por un poco de pan. Aunque Khram sospechaba que los asesinos se encontraban bastante más arriba en la escala de castas de los kiltasi y que no tenían que andar demasiado para llegar a los templos de los que eran fieros devotos.

Se aproximó a la puerta. Observó campos de cultivo y casitas de labradores y establos de ganaderos rodeando la ciudad. Aquella casta vivía fuera de los muros de la ciudad porque nada crecería entre aquellos empedrados y pavimentos. Allí podían hacer una vida cercana a la normalidad, alejados de castas y demás, pero lo cierto era que también estaban sometidos a él. La única razón por la que vivían fuera de los muros era que dentro no podrían encontrar ningún lugar donde sembrar sus cosechas ni alimentar a sus animales. El Cuervo pensó en qué ocurriría con ellos en tiempos de guerra. No eran guerreros y no se imaginaba a aquellos campesinos montando patrullas de guardia para proteger sus tierras, sus animales y sus familias. Estaban en constante peligro y, si los sarkul'has decidían atacar a una familia en concreto, no tendrían problema ninguno en asesinar a todos sus miembros y dejar algún que otro recadito para las familias de alrededor y sus burgueses vecinos. Tampoco es que a estos les interesara esto lo más mínimo. Si alguno diera la alarma, los shun'karith se limitarían a cerrar las puertas de la muralla y aislar a los seres superiores de la matanza de campesinos. Así seguirían sobreviviendo sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor, en su nube autosuficiente y creada por la artificialidad de la creación de murallas entre las castas de seres que, por nacimiento y muerte deben ser todos iguales. Para Khram, todos vienen al mundo entre sangre y se van entre sangre, siempre entre la propia. Y da igual quienes sean. Nobles, plebeyos, mendigos, mydonitas, entrovinos... toda la humanidad es igual en esos dos momentos. Lo que los separa, es el momento inmediatamente siguiente a la venida al mundo. Y es algo tan sutil como el objeto en que envuelve al recién llegado. A unos los envuelven sedas y tules, los abrigan yayas y matronas. A otros en arpillera y los brazos de una madre que lo embutirán en una canasta y se irán a trabajar. La vida no es justa por mucho Rugan que haya. Y es precisamente uno de los que promueven dicha injusticia. Y después de esto, ¿qué hombre creería en él?

El bortai se encogió de hombros. No era su problema. Las gentes de aquel país eran cosa de las gentes de aquel país. Él era un pájaro en una jaula dorada, un invitado al que se ha cautivado, un cautivo que puede caminar por toda la ciudad. Su problema era salir de allí con vida. Estaba seguro de que iba a ser demasiado fácil, aunque le faltaba por comprobar la seguridad de la puerta durante la noche.

- ¿Te gusta  nuestra pequeña ciudad? – la voz de Kaadra le sorprendió desde la avenida.

Khram se giró hacia la majestuosa figura del otro bortai. También montaba a caballo y lo puso al paso hasta que se acercó al aprendiz de brujo.

- Has hecho un recorrido bastante largo.

- Vaya... ya me parecía a mí que había demasiado silencio –
fue la cortante respuesta del Cuervo Errante.

- No entiendo lo que quieres decir, hermano.

- No me sorprende. Mira a tu alrededor –
Khram señaló hasta donde le alcanzaba la vista y descubrió lo que ya esperaba. – Esto está vacío. Ni las mujeres salen a sus quehaceres, ni los niños juegan por aquí, ni los hombres vocean sus mercancías. ¿Esto es lo que supone la civilización?

- No. Es la estamentación social. Aquí las cosas funcionan así. Unos hombres son mejores que otros y...

- Sí, sí... lo que tú digas. ¿Y hay alguna razón por la que unos hombres son mejores que otros?

- Sólo los dioses lo saben –
el rostro del sacerdote adquirió un hermoso rictus de beatitud y elevó sus manos al cielo.

- Tus dioses mandan esto... ¿Seguro? ¿Qué dios querría tener fieles de segunda? ¿No será otra de esas cosas que los hombres os habéis inventado para mantener a todos estos bajo vuestras botas?

- ¡No blasfemes, insensato! –
estalló Kaadra. – Los dioses así lo quieren.

La sardónica mueca que era la sonrisa de Khram tensó su rostro. Kaadra tuvo que esconder un mohín de repugnancia al ver aquel gesto desagradable. Dio media vuelta y guió a Ragnar a través del portón abierto, hasta las casuchas donde vivían los campesinos. Desmontó y amarró las riendas a un árbol cercano. Dio un par de vueltas alrededor del pequeño arrabal, observando las pobres construcciones y los enseres que entre ellas se esparcían. Había arados y azadas apoyados contra los quicios de las puertas y las ventanas tenían un único postigo que se abatía desde arriba, sujeto con una vara. Desprevenidos por la sigilosa llegada del guerrero, los habitantes de las casas no tuvieron tiempo de cerrar las ventanas, así que el hombre comenzó a espiar el interior de cada una de las viviendas. Escogió una y miró por un ventanuco. Repitió esta misma operación hasta que vio algo que le gustó y entonces entró por la ventana, como un vulgar asaltante.

Se oyó un leve ruido de forcejeo y unos cuantos gemidos asustados y reverentes. Cuando aquello que gemía se dio cuenta de lo que pasaba, sus gritos se volvieron estridentes. Aquellas voces alertaron a los que trabajaban en los campos, que esgrimieron sus garietas y hoces para socorrer a la chiquilla, que pataleaba y chillaba en los hombros de Khram. La muchacha no tendría más de dieciséis años y tenía el pelo negro y larguísimo recogido en una única trenza, símbolo de su castidad y su pureza. El obispo dio unos cuantos pasos hacia delante, intentando detener aquello, pero los ojos de Khram, acentuados por su aterradora sonrisa centelleaban ante lo que iba a hacer. Aquello fue la señal que condenó a la chica a su destino, pues los campesinos, al ver a Kaadra, volvieron a sus campos, atemorizados por la presencia del clérigo.

Khram dejó caer a la muchacha al suelo con un ruido sordo. Ella protestó. La hoja de la espada del bortai salió de su vaina y, desnuda, comenzó a desnudar a la kiltasi, cortando, casi con delicadeza, la tela que envolvía el cuerpo de la muchacha. Poco a poco, voluptuosas redondeces fueron quedando al descubierto, con esa sensualidad exótica que sólo poseen las mujeres de Sirocitria. La muchacha podía, a duras penas, tapar sus vergüenzas y las lágrimas comenzaron  a caer. El acero se situó en el cuello de la mujer.

- ¿Esto también lo quieren tus dioses? – el despreció tiñó la voz del aprendiz. Apretó la hoja contra el cuello y una gota carmesí resbaló por la espada y, lentamente, cayó hacia el suelo donde se mezcló con las lágrimas, que ahora corrían con mayor profusión.

El sacerdote no se movió. La hoja se hundió un poco más. El sacerdote se dio la vuelta.

- Esto es lo que le importáis a vuestro dios, muchacha – susurró el bortai.

Acto seguido, la puso a cuatro patas y se bajó el calzón. Agarró la enorme trenza de la muchacha y, antes de poder hacer nada más, el sacerdote volvió.

- Por el amor de Rugan, muchacho. ¿Es que no te importa nada?

- A mí sí. Pero a tu dios no le importan sus fieles. Y a ti tampoco. Habrías dejado que violara y matara a esta chica, habrías dejado que matara a toda esta pobre gente y tú no hubieras movido un dedo. ¡Qué bien funciona tu civilización! Eres una farsa. Tú y todo esto que te rodea. Ahora, quítate tus hábitos y dáselos.


El sacerdote no puso ninguna objeción. Se deshizo del hábito de obispo y Khram se lo arrebató de entre las manos. Se lo puso amablemente a la muchacha sobre los hombros, pero ella lo rechazó como si le quemara, dejando al aire su hermoso cuerpo bronceado por el viento y el sol. Lloró aún más fuertemente y se restregaba la piel como si aquel vestido la hubiera quemado.

- Esto es en lo que convertís a la gente, Kaadra. En esclavos de vuestra propia ignominia. Sois buitres. Y que lo hagan estos, ¿qué? Peor para ellos. Pero que lo hagas tú, que te has criado entre los cuidados del clan, que has vivido entre las mujeres de la estepa, es realmente asqueroso.

Con un molinete, la espada que había heredado de su madre dibujó un rayo en el aire y cortó algo que cayó al suelo pesadamente, levantando una pequeña nube de polvo.

- No la mereces.

La mujer agarró lo que había caído al suelo con una pena enorme. Sus lágrimas se hicieron aún más amargas si cabía. Su gran trenza había sido cercenada. Con un alarido, la muchacha salió corriendo, desnuda y descalza y llegó a los campos. Allí luchó unos instantes con un campesino hasta que le arrancó la hoz de las manos y hundió la punta en su cuello, desgarrándose el gaznate. El torrente de sangre bañó las espigas y sacó espeluznantes gritos de terror de otras gargantas.

Khram se quedó mirando la escena, impasible.

- Esto era lo justo, ¿verdad? Ella debía perder su vida por ser fiel de Rugan.

- No –
repuso el sacerdote.  Se dio la vuelta y volvió a montar en su caballo.– Por ser fiel de Korgath.

Khram miró extrañado al otro bortai.

- La muchacha llevaba tatuada una guadaña en el hombro. ¿No la viste? Ya sospechábamos de ellos. Pero ahora lo has confirmado. Cuando la desnudaste, vi el tatuaje y fui a avisar a la guardia. La familia arderá esta noche. Gracias, Khram. Has sido el instrumento de Rugan esta vez.

- Se ha suicidado. No hay honor en ello.

- Ni lo hay en los korgathitas. Su suicidio no ha sido un acto desesperado, para librarse de la deshonra. Su suicidio ha sido su única vía de escape. Se ha dejado sorprender y sin ti, mañana esa muchacha habría desparecido para siempre y sin dejar rastro. Sólo Rugan sabe a donde habrá ido a parar su alma.


Khram se sintió sucio. Nunca había tenido intención de hacerle daño a la muchacha. Sólo pretendía asustarla, a ella y al sacerdote que ahora le reprendía. Unas gotas de sangre derramadas no habrían supuesto ninguna diferencia. Ni tampoco que la hubiera violado. Casi seguro que habría fornicado como los animales durante más de una noche si en realidad estaba ahí protegida por los oscuros fieles del dios de la Venganza. Con dioses o sin ellos, nada habría supuesto una diferencia. ¿Estaba condenado a entenderse con los dioses, quisiera o no quisiera?

Su fe en la inexistencia de los dioses volvió a flaquear. ¿Cómo no creer en ellos cuando tú mismo habías sido instrumento de sus tejemanejes y te habían utilizado? Aquello era lo que le hacía sentirse tan mal. Quería pensar que sus acciones sólo las decidía él, que era el que llevaba las riendas de su vida. Sin embargo, cada vez que tomaba una decisión no podía dejar de ver la mano de esos seres superiores. ¡Maldita fuera Dada y su educación! ¡Malditas las tradiciones y maldita su sangre, imbuida de un falso fervor a falsos dioses! ¡Maldita su alma, hecha al uso de divinidades! Se había dejado embaucar. ¿No había visto, acaso, la guadaña tatuada? ¿La habría ignorado deliberadamente? No. No, estaba seguro. Simplemente había estado ciego. La ira había negado su vista. Su rabia le había dejado fuera de combate y por ello, Rugan se había aprovechado de él. Se había dejado engañar, otra vez, otra vez más. Y su pasado volvía a por él.

Se arrepintió de la maldición que había lanzado sobre el nombre de Dada injustamente cuando los recuerdos corrieron libres. Un tiempo en que creyó en dioses acudió a su mente. Un tiempo duro, dejado a merced de males, penurias y enemigos, atormentado por caprichos de seres locos que jugaron con él. Quiso llorar. "Los hombres no lloran", volvió a oír, como una infame letanía. Las lágrimas se evaporaron por la ardiente cólera. Los puños apretados, la piel con el vello crispado, el temblor incontrolable del mentón... Los dioses no existían. Pero si era así, ¿por qué se sentía tan manipulado? Los dioses no podían ser reales. Entonces, ¿por qué se sentía predestinado? Los dioses...

Los negó una y otra vez. Los volvió a negar y renegó de ellos. Pero, en el fondo, comprendió que era una batalla perdida. Mientras hubiera gente dispuesta a creer y gente dispuesta a hacer creer, sólo por aquel arte, los dioses seguirían existiendo. Su mentira seguiría alimentándose de aquellos crédulos que se dejaran vencer por los lenguaraces. Miró al clérigo con todo el odio que fue capaz de acumular y lo despreció con toda la fuerza que la ira le daba. Allí, plantado, con aquella casulla, el alba y el efod, investido de blanco y azul, como mandaba su dios, Khram supo que no podía odiarlo más. Odiarlo por creer, por hacer a otros creer. Pero no exactamente por ello. Dada había creído y había hecho creer a otros. Sin embargo, no había vendido su libertad para comprar la de otros y subyugarlos bajo el peso de una divinidad que sólo deseaba tener a sus devotísimos fieles aplastados bajo la suela de sus botas.

Contempló el símbolo sagrado que Kaadra llevaba al cuello. Una espada. Para mantener la justicia que Rugan deseaba. Una espada para controlar a aquellos que se rebelaran contra el orden establecido por los sirvientes de Rugan y castigarlos. Una espada que se alzaba frente a la humilde guadaña del campesino, que debía permanecer lejos de toda aquella riqueza. Una guadaña que representaba a un dios aún peor, que se nutría de las muertes de aquellos que no comulgaban con su credo. Una guadaña que alzar contra el mundo y cosecharlo para el infierno. Al fin y al cabo, la hoja noble y la hoja de baja estofa no eran tan distintas.

Y no lo eran porque servían al mismo fin: mantener a los hombres lejos del poder, trabajando para los poderosos, haciéndolos renunciar a sí mismos. Sólo se oponían la una a la otra porque, en definitiva, eran los mismos hombres a los que debían dominar. Si alguna vez Rugan y Korgath habían estado enemistados por la razón correcta, aquello ya se había olvidado, perdido en un tiempo suficientemente lejano hasta para los dioses. Quizá fueran ellos los únicos que se acordaran de las razones por las que luchaban. Los hombres que los representaban en el mundo se llenaban la boca con aquellas razones, pero lo que de verdad los alentaba a ellos era la promesa de más poder, más riqueza, más dominio sobre los débiles. Todo ello en la convicción de que el débil debe dejarse gobernar por los poderosos y guiar. Son sólo ganado, el rebaño, como los llamaban ridículamente algunos de los que se hacían llamar pastores. El fracaso de toda iglesia, fuera cual fuera su credo, era precisamente ese: hacer dioses a los hombres por encima de los propios dioses a los que decían representar.

Montó en el caballo. Ragnar agachó el testuz para facilitarle la tarea y Khram no dudó en hacer alarde de su habilidad ecuestre, aquella que había cultivado desde que era niño. Subió a la grupa del garañón de un único brinco, pasando, en el aire, una pierna por encima del animal. Éste, en perfecta sintonía con el jinete, se dejó llevar por la sangre esteparia que corría en las venas de ambos. Orgullosamente, relinchó con toda la sonoridad que su voz le permitía, acompañando aquel sonido con el movimiento ascendente que le puso de manos, sacudiendo sus crines briosamente, luciendo, ufano, la espléndida librea con la que la naturaleza le había bendecido. Así quisieron aparecer, rampantes, desafiantes a los hombres y los dioses. Quisieron ser el punto de inflexión en la rigidez de la vida de aquella ciudad. El muro de la superestructuraza sociedad kiltasi era la barrera que aquellos dos, como fuerza de la vida libre habían llegado para derrumbar, dejando correr así la misma vida que los sacerdotes habían conseguido encerrar entre las murallas reales de piedra. Ragnar manoteó, demostrando que la estepa no lo abandona a uno, sino que cabalga con él allí donde quiera llevarla.

La respuesta del clérigo no se hizo esperar. Él también hizo la misma maniobra y, aunque su corcel sirocitrio tuvo que ser obligado a encabritarse, falto de aquella hirviente savia que ardía en las venas del rival, el efecto general fue bastante parecido al que había logrado Ragnar. Quizá, bajo todos aquellos absurdos ropajes sacerdotales, Kaadra aún mantenía algo de Bort en sus venas, algo que sólo encontraba momentos puntuales como aquel para aflorar a la superficie y demostrar que, sin duda, la estepa se lleva dentro y que lo único que queda es responder a su llamada cuando la oyes.

- ¿Conoces la posada del bortai? – no habría muchas en Sirocitria.

- ¿La que está en el bosque, a una jornada de aquí? Sí.

- Pues Jölf, el tabernero, hizo estallar el alambique que utilizaba para la cerveza. Ha regresado a Bort.

- Me alegra oírlo –
un deje de nostalgia tiñó la voz del sacerdote.

¿Nunca has deseado volver? – preguntó el Cuervo.

El clérigo arrugó el ceño y cerró los ojos, reprimiendo algo que sólo él podía saber. Por unos instantes, en los que su corazón pareció dolerse por los recuerdos traicionados, una sombra cruzó su rostro, como si estuviera buscando en su cabeza algo que no encontrara. Algo brilló un fugaz momento en sus ojos y luego se evaporó como si no hubiera estado nunca ahí. El contorsionado rostro se relajó y los ojos, cansados y ojerosos ahora, como si el peso de los años de exilio se hubiera liberado de golpe sobre sus hombros, se abrieron para mirar al bortai que había venido a remover toda su vida.

- ¿Tienes tiempo de escuchar la historia de un anciano?

- No voy a ir a ningún sitio – "Al menos por ahora",
añadió mentalmente.
Título: Re:Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo V: Sociedad.
Publicado por: NuBer3n en 02 de Noviembre de 2011, 13:54
Revivo este post, a fin de hacer la pregunta que no muy pocos desean... Khram:

¿Para cuando el nuevo capítulo?
Título: Re:Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo V: Sociedad.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 02 de Noviembre de 2011, 14:52
Para cuando tenga la cabeza libre de preocupaciones. Va madurando, poco a poco, pero va madurando. Paciencia...
Título: Re:Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo V: Sociedad.
Publicado por: NuBer3n en 02 de Noviembre de 2011, 17:34
OK sr. Khram, sólo decirle que es una gran historia, el personaje genial y la trama muy buena. La única pega es aprenderse el nombre de todas las razas (o paises nolose) de los hombres de esta tierra, pero con un poco de paciencia se logra.
Espero con ansias la historia del viejo bortai.
Título: Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo VI: Historia.
Publicado por: Khram Cuervo Errante en 13 de Agosto de 2012, 20:23
- No te voy a engañar – comenzó el relato del anciano clérigo, - mi vida no ha sido un camino de rosas. Al menos, no desde que tengo recuerdos. Comparados con los tuyos, no son nada, pero algo podré contarte.

"No es fácil hablar de lo que uno es o ha sido cuando las lagunas en su memoria son tantas y tan amplias. Si he de serte sincero, no guardo recuerdo alguno de mi infancia o juventud. De aquellos tiempos sólo recuerdo el haber sido un bortai, y no por mí mismo, sino por lo que me han contado los que me recogieron y me cuidaron cuando me hallé en peligro. Tampoco recuerdo si alguna vez estuve casado. Ni si tuve hijos. Y esto es lo más duro de todo.

"Es lo más duro, digo, porque tu memoria puede torturarte con tus crímenes, con tus más duras experiencias y causarte todo el sufrimiento que seas capaz. Y seguirá enviándote imágenes y recuerdos de esos hechos y tú nunca sabrás cuando has alcanzado el límite de tu sufrimiento, pues te empujará a sufrir más y más. Cuando creas que tus lágrimas se han secado, que ya no puedes derramar más, descubrirás un pequeñísimo detalle, algo nimio, pero que sin embargo encubre algo muchísimo más grande y abrirá una nueva y profunda herida en ti. Pero no tener recuerdos es tener todas las heridas, pero sin saber por qué las tienes ni tener nada con qué rellenarlas. Habría dado la vida por tener algún recuerdo, algo con que llenar el vacío que ha sido mi existencia desde que resido aquí, entre estos muros. Y sé que debería odiarlos, como los odiaría cualquier habitante de la estepa. Pero no consigo recordar por qué. Es más, no le encuentro sentido a esa repugnancia a los espacios cerrados. Ni siquiera sé si alguna vez la tuve. Quizá la costumbre ha conseguido que deje de ser lo que una vez fui para ser algo para lo que me han moldeado, para lo que me construyeron. A veces tengo la impresión de que alguien me fundió, como si fuera un acero malogrado, y volvió a forjarme para darme una forma totalmente nueva y desconocida. Sé que no soy lo que fui y eso no puedo cambiarlo, pero ¿seré lo que debía ser o me convertiré en algo que nunca quise? No tener memoria es lo más parecido a ser manejado por alguien. Te conviertes en un títere de otros. Y lo peor es que no entiendes a dónde te lleva semejante situación, porque no tienes un pasado del que echar mano para justificar tus acciones.

"Tu memoria es un tesoro. Guárdala, protégela. Que nadie pueda decirte nunca cuáles son tus recuerdos.

"Mi historia, pues, empieza hace ya años, en la batalla conocida como la de Gurthrak en todo Hirkam. Allí los bortai cosecharon – Khram notó cómo el clérigo se excluyó – una gran victoria frente a Mydon. Aún escuece allí y me temo que escocerá mucho, mucho tiempo más. Su marca de Brunak fue arrebatada por guerreros mucho menos dotados que ellos y a los legionarios mydonitas no les gusta que se les ponga en evidencia. Haríais bien tú y los tuyos en poneros de acuerdo para defender vuestra frontera, pues con toda seguridad seguirán acosándoos para resarcirse de aquella ignominiosa derrota.

"No sé si luché bien o mal, como podrás imaginar. Sé que luché porque me lo contaron. Sé que tuve heridas de importancia porque estuve en una Casa de Sanadores durante más tiempo del que puedas imaginar. Me desperté sobre una cama mullida, con una sábana blanca de lino, limpia. Estaba vendado en muchas partes y tenía costuras en muchas otras. Al abrir los ojos e incorporarme, las heridas que habían cicatrizado de peor manera se abrieron y empaparon los vendajes que cubrían mi torso y mis miembros. Recuerdo la caricia de la tibia sangre que manaba de ellas, resbalando por cada porción de mi piel, tiznando el vello de mis brazos y piernas de un rojo limpio, brillante.

"Temí. Temí por mi vida, porque algo malo me estaba ocurriendo. Pero no conocí el lugar. Ni a la gente. Ni siquiera podía hablar. Sólo pude emitir unos gruñidos guturales que preocuparon muchísimo al encargado del sanatorio, que mandó llamar a varios hombres sabios. No pude articular palabra y tampoco pude entender lo que ellos decían. Es una situación extraña poder hablar pero no poder expresar lo que quieres. Es como si volvieras a ser un niño, un bebé recién nacido que empezara su singladura en este mundo. Tienes que volver a aprenderlo todo. Pero hay una diferencia enorme en ello.

"Un bebé era mucho más que yo en esta nueva tierra. La razón es muy simple. Un bebé tiene a su madre que le cuida y le vigila, una madre que puede darle todo el amor y el cariño que le hará falta para sobrevivir, crecer y medrar. Tú lo sabrás, porque hasta los tuyos saben cuidar a sus vástagos. Sé, por lo que he leído, que sois amantísimos padres y madres. Si has tenido algún hijo alguna vez, sabrás a lo que me refiero.

"Yo no tenía madre ni padre que me enseñaran a hablar. Sólo podía emitir sonidos que no entendía ni yo mismo. Quizá fueran palabras o quizá no. No lo recuerdo. Sí recuerdo que intentaba comunicarme, porque las heridas me dolían horrores. Intentaba gritarles mi sufrimiento a los sanadores, pero ninguno me atendía. Pensarían que estaba delirando, que no había conservado la razón cuando me oían hablar en aquellas rudimentarias palabras. Pero tampoco se dignó ninguno a hacerme entender las suyas. Yo los oía hablar. Los escuchaba. Pero no podía entenderlos, porque no sabía a qué se referían.

"Estuve mucho tiempo en la Casa de Sanadores. No podía precisarte cuanto, porque no estoy seguro. Los días allí pasaban sin darme cuenta, pues ni el sol ni la lluvia ni las estrellas podían penetrar las paredes que me encerraban. Estaba casi solo. Había más heridos y fueron sucediéndose poco a poco, con diversa consideración. La mayoría eran labradores o ganaderos que habían tenido encontronazos con su trabajo: azadas que habían golpeado en mal sitio, vacas desbocadas, mordiscos de cabra... esas cosas del día a día. A veces, entraba algún escudero herido durante los entrenamientos. Era una deshonra para ellos acabar en las enfermerías, porque una vez heridos, debían abandonar su instrucción para siempre y no volver a pasar por los cuarteles, a menos que hubiera sido en una acción valerosa. Pero ninguno llegaba con tales honores. Incluso, vi a uno suicidarse, colgarse de una viga con sus propios vendajes. Al día siguiente de llevarlo a que lo curaran, vinieron sus instructores. Apenas hablaron con él. Unas pocas palabras fue todo lo que se escuchó de su boca. Fuera lo que fuese lo que le dijeran, el joven se echó a llorar amargamente. Cuando se fueron, comenzó a desenrollarse los vendajes. Vi claras sus intenciones. Quise detenerlo, gritar para que los sanadores lo sujetaran. Pero debieron creer que volvía a delirar y se quedaron impasibles. Aquel hombre lloraba mientras anudaba la venda. Me incorporé, reabriendo de nuevo mis heridas y vi saltar de su cama al desafortunado escudero. Sujeté sus piernas, pero el dolor me venció y acabé por caer de rodillas. El estrépito atrajo por fin a los sanadores, pero ya no se podía hacer nada. El cuerpo de aquel joven se estremecía ya con los últimos estertores y sus piernecillas enjutas se agitaban convulsamente en un patético baile de muerte. Me arrepentí horrores de no haberlo sujetado antes.

"Aquel episodio no fue el único. Ya has visto cómo vivimos aquí – de nuevo, el anciano se incluyó. – Muchos de los más pobres, de aquellos que son las castas más bajas, aspiran a más. Quizá no pudieran llegar a ser miembros de la Alta Curia, pero su desesperación es tanta, que los barracones de los shun'karith están casi siempre a rebosar. Al menos, entre la soldadesca, hay comida y agua y un techo. Y siempre puedes confiar en que las enfermedades no te llevarán enseguida. A tal punto llega la gente de este país para sobrevivir que renuncian a su libertad y su vida para servir a otros a quienes no conocen de nada y que los oprimen. Son esclavos por decisión propia, podría decirse. Y nadie hace nada. El Papa se esfuerza, claro que se esfuerza, ¿cómo no lo iba a hacer el Santo Varón? Pero por mucho que haga están todos tan acostumbrados a la organización clasista, que todo se queda en buenas intenciones. Y, he de reconocerlo, no hago nada yo tampoco. Aunque, ¿qué puede un único hombre? Sirocitria es así y ningún extranjero va a conseguir que Sirocitria cambie, a menos que la propia Sirocitria desee cambiar.

"Y lo más triste de todo es que no lo desea.

"Aún hubo de pasar algún tiempo antes de que saliera de mi cautiverio, pero al menos, no lo pasé sólo. Trajeron a uno de esos escuderos que se malogran. En un entrenamiento un compañero más joven y menos veterano le había cortado dos dedos. Él había seguido luchando hasta matar al que lo había mutilado, pero para los instructores había sido igual. Había sido herido y no servía para el combate. Así que, cuando se personaron allí, volví a oír aquellas extrañas palabras que llevaron a aquel joven a ahorcarse. Temí que volviera a pasar lo mismo, como tantas otras veces, pero este se limitó a encogerse de hombros, dijo otras pocas palabras que no llegué a entender y los instructores se marcharon. Entonces se dio cuenta de que lo miraba y él me miró. Ahora sé que me saludó, pero entonces no sabía que me había dicho. Era vivo y despierto, así que se dio cuenta de que no lo entendía. Puso la mano en su pecho y dijo su nombre. Yo no pude contestarle igual. Por gestos, intenté explicarle que no lo recordaba. A él le importó poco. Siguió hablando y me puso un nombre. Kaadra. Aprendí después que significa "el desconocido". No era un mal nombre, desde luego, porque ni siquiera yo sabía cómo me llamaba. Poco a poco, me fue enseñando a hablar. Fui entendiendo lo que los sanadores me decían y podía contestarles. Así que, pudiendo entendernos, me curé mucho antes. Ellos podían atacar con mucha más fiereza el mal que me aquejaba. Las vendas fueron sustituidas, se cosieron las heridas que no cicatrizaban y un día me dijeron que podía marcharme."

- Ya te marchas – no fue una pregunta.

- Sí. Por fin he sanado. Ahora nada me retiene aquí – seguí terminando mi petate, recogiendo las pocas cosas con las que me habían traído a Sirocitria. – No sé qué haré ahora. No sé quién soy.

- No sabes cómo siento no poder ayudarte a encontrarte a ti mismo. Aunque... quizá los sanadores sepan quién te trajo y por qué. Si consigues encontrar a esa persona, quizá puedas averiguar algo.

- Gracias – le dije apretándole el brazo. – Has sido mi padre y mi madre aquí. Me has enseñado a vivir otra vez. Me has dado mucho.

"Él se quedó mirándome, como apenado. Su mano apretaba mi muñeca, igual que hacía la mía con su brazo. En sus ojos brillaba una duda, una petición."

- Dímelo, hermano.

- No te olvides de mí – no hizo intención de esconder aquel destello que yo había visto en su mirada. – Recuérdame cuando estés ahí afuera y, si de verdad te he servido en algo, llévame donde tú vayas. Aquí no hay futuro.

- Tienes una mano mutilada... - comencé a decir.

- ¿Y qué? ¿Soy menos hombre o menos capaz por eso? Tú no tienes sesos. ¿Eres menos bortai?

- ¿Soy bortai? ¿Qué es un bortai?

"Mi amigo rió. Tuve que esperarle fuera de la Casa de Sanadores para que me aclarara más cosas. Aún cambió la luna una vez antes de que los médicos le dejaran salir libre. Pasé aquel tiempo yendo y viniendo por la ciudad. Era más o menos libre para ir y venir entre los bosquecillos de alrededor y la Casa. Así, iba a lavarme y a beber al río y cazaba para alimentarme. Y por las noches, antes de que los portones aislaran la ciudad del resto del mundo, protegiéndola de, según dicen, la maldad de la noche, volvía al hospicio. Y en sus dinteles, abrigado entre las pieles que me habían rescatado de entre la destrucción de Gurthrak, dormí durante ese tiempo.

"Cuando abandonó el sanatorio, me encontró esperándolo, listo para que continuara contándome cosas. Lo primero que quise saber es cómo había sabido que era un bortai. Me dijo que mirara a mi alrededor y le dijera qué veía. Y la verdad es que son diferentes. Te habrás dado cuenta. No tienen la piel tan curtida por las inclemencias. Son de piel más clara y, por lo general, son mucho menos corpulentos que nosotros. Tampoco se podía decir que mi aspecto fuera semejante al suyo. Tenía una poblada barba y un cabello excepcionalmente largo. Y por aquí no habrás visto a nadie que lleve barba o el cabello demasiado crecido. Así que para mi amigo resultó obvio de donde venía. Y, añadió, la piel con la que me cubría corroboraba bastante sus sospechas.

"Compartimos chanzas y tiempos felices el uno junto al otro. Acampábamos bajo la luz de las estrellas, entre los árboles y, si era verdad lo que me contaba, volvía a vivir como en mis inicios. Así que contraje otra deuda con él. Me intentaba devolver a mi antiguo modo de vida. Pero yo a él no podía darle nada.

"Excepto libertad."

- Mañana partiremos – le dije una buena noche.

- ¿Cómo? ¿Partir? ¿Adónde?

- ¿Importa?

- Por supuesto que importa. ¿Dónde vamos a ir? Somos dos hombres. Los caminos están llenos de peligros, y no todos ellos son tan razonables como tú y yo. Además, tú eres un hombre de la estepa. Yo no sé caminar por ahí. Necesito la sombra protectora de la ciudad cerca de mí.

- La ciudad te ha repudiado. Eres un esclavo de la ciudad. Los hombres como tú y como yo somos viajeros errantes.

- No – me dijo, - los hombres como yo somos simples peones de los dioses. Hacen con nosotros lo que quieren. Y nosotros no podemos hacer nada para cambiar eso.

- Entonces, ¿qué vas a hacer?

- Lo que los dioses tenían reservado para mí. Volver a mis tierras de labranza y pasar el resto de mi vida arrancándole los frutos que pueda.

- Vas a resignarte a ser un paria toda tu vida. Vas a rendirte después de todo lo que hemos hecho juntos. Vas a retirarte de la lucha para dejar que aquellos que te dieron la espalda tengan razones para habértela dado.

- Exactamente eso – me contestó. – No hay nada para mí aquí. No hay nada que pueda extraer de la ciudad excepto basura. Mira esos que viven en los arrabales. Llenos de mierda de rata hasta las orejas, aún quieren llenarse de la mierda de los que tienen por encima, recoger sus migajas, llegar a besarle el culo a algún shun'karith como si fuera un premio divino.

- Mal no recuerdo si digo que tú querías ser uno de esos shun'karith.

- Sí, pero no para que me lamieran el trasero. Sino para poder salir de la mierda. Nunca quise tirársela a los demás, sino salir yo de ella. Y si los dioses quisieron tener a bien lanzarme a extender estiércol sobre las tierras y poner después las semillas que se alimenten de él para comer ellos después, sea. Ocuparé mi sitio en el ciclo. Luché y perdí. Se acabó.

"Fue la última vez que hablé con él. A mí me había dado toda su esperanza, me había enseñado a luchar, a crecer. Me lo había dado todo. Me había devuelto al mundo, a un mundo que no era el mío. Pero era un mundo. Y yo quería vivir en él. Mi amigo prefirió que fuera el mundo el que viviera. Kaadra, el desconocido, prefirió ser quien viviera en adelante y se marchó, dejando a aquel campesino con sus lamentos. Decidí ser quien era y dedicarme a la guerra, a aquello para lo que los dioses me habían concebido. Si aquel idiota no quería aprovechar la vida, yo me aprovecharía de la suya. Yo sería el shun'karith y viviría su sueño. Había rechazado su vida y yo no tenía vida alguna. Así que acepté lo que otro había tirado, como esos de los arrabales que tanto despreciaba y construí mi camino sobre los restos del camino que otro había dejado ir.

"No fue difícil. Llevaba ya dos años viviendo entre esta gente. Mi antiguo amigo me había enseñado a rezar a los dioses que adora esta gente. ¿Había adorado yo antes a algún dios? Según los kiltasis, no existen otros dioses, así que es posible que hubiera estado viviendo en pecado durante toda mi vida anterior a Gurthrak, atentando contra las enseñanzas de los Brillantes Brishna y Rugan. ¿Quién lo sabe? Yo no lo recordaba. Y tampoco me conocía nadie, así que podía haber escogido si había vivido como un pagano, como un hereje o como un santo. Escogí el santo.

"No fueron muchos los que me creyeron, pero bastó con que me creyera uno para que se me admitiera en la academia de los shun'karith. Ingresé como escudero, como todos. Allí intenté trabar amistad con alguno de los aspirantes, igual que con mi amigo. Pero allí, entre los jóvenes aprendices, la casta adquiere una gran importancia. Y yo no sólo era un extranjero, sino que tampoco tenía casta. Era un paria y ninguno se acercó a mí jamás. No hizo falta.

"Mis superiores tampoco creían en mí, así que se turnaban para emparejarse conmigo en la instrucción. Más de uno creyó que me darían palizas que me dejaran baldado y en mi sitio, es decir, fuera del cuartel. Pero los movimientos de la espada habían quedado grabados a fuego en mi mollera, corrían por mis venas junto a mi sangre. El escudo no era un desconocido como para otros. Ni siquiera las pesadas mallas y armaduras eran impedimenta suficiente como para atarme y restarme agilidad. Había sido guerrero antes. Seguramente, habría vestido algo similar en mi vida previa y mi cuerpo estaba acostumbrado a ello. El primero de mis instructores que intentó lincharme dio con sus huesos en el suelo después de haber sufrido para alcanzarme siquiera con la espada de entrenamiento. Al día siguiente, me volvieron a apartar y, alegando que si yo estaba tan preparado, también lo estaban los demás, nos dieron aceros de verdad y nos obligaron a combatir entre nosotros. Y entre nosotros fue eso: yo contra ellos. Ninguno de aquellos pobres novatos sabía manejar las pesadas hojas que nos habían repartido aquel día y no fue difícil dejarlos fuera de combate poco a poco. Muchos dejaron caer el arma en cuanto vieron la primera gota de sangre manar de un arañazo. Los pocos que quedaban me tenían miedo. Se lanzaron contra mí. De dos en dos, de tres en tres. Hubo ataques que pude evitar. Pero otros fue imposible y los que los lanzaron acabaron con heridas graves y las tripas en el suelo.

"El Vorda-shun se enfadó muchísimo. No está permitido herir a otros estudiantes en el entrenamiento a menos que estén preparados por sus instructores y estos les den la orden de combatir por sangre. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, no fui yo el que recibió la reprimenda, sino mis superiores. Para aquel hombre yo era un escudero más, aventajado, pero uno más. Y el castigo al que se proponían someterme los instructores no era lícito. Así que me tomó bajo su protección.

"No tardé mucho en alcanzar el grado de shun'karith. Cada día me hacían pelear con hombres más hábiles. Unos días ganaba y otros días recibía las palizas más ignominiosas. Pero aprendí mucho de todos mis rivales y pronto fueron estos los que reconocieron mi valía. Mis nuevos instructores pronto me recomendaron para pasar las pruebas. A ninguno le cupo duda de que las superaría ampliamente. Y no los decepcioné. Fui el primer bortai que comenzaba el camino de la espada como paladín ordenado en el corazón de la gran Sirocitria. Y nadie se alegró por ello.

"Como no sabía leer, tuvieron que enseñarme. No tuve más que un maestro, un hombre anciano, medio ido, pero muy sabio. Al pobre le habían recluido en uno de los conventos para que hiciera de escriba. Llevaba casi veinte años transcribiendo las escrituras para ruganitas peores que él, pero que se habían ganado las espuelas y habían sabido mantenerlas. Él, por desgracia, las había perdido en una pequeña escaramuza. Había tenido la peregrina idea de apiadarse de una niña a la que los demás shun'karith de su patrulla habían decidido pasar a cuchillo. En su locura, como habían declarado aquellos compañeros ante sus superiores, mi maestro de lectura había llegado a herir a varios de ellos para librarla del castigo de Rugan. Su argumento era, fíjate, que una niña de tres años no podía conocer qué era el mal o el bien, que no tenía la culpa de los pecados de sus padres. Al final, los miembros del tribunal condenaron a aquel hombre al que llamaban loco a una vida de confinamiento. A la niña... en fin, digamos que los Brillantes Caballeros decidieron que si bien no había cometido ningún pecado, era nacida de alguno lo suficientemente oscuro. Así que la quemaron, como hacían con todas las mujeres herejes. Me dijo que aquello aún lo atormentaba todas las noches y también durante los días.

"Llevaba años sin ver el sol y la piel se le había apergaminado. Tenía la tez blanca, perdido todo el color. Y los ojos, vidriosos, acostumbrados sólo a la luz de una vela para miniar y decodificar alfabetos y escrituras a veces ya olvidados. Había sido un hombre culto, un hombre que podría haber llegado a donde estoy yo ahora. Quizá el destino quiso reservarme a mí el sitio que le había negado a él. Al fin y al cabo me estaba enseñando todo lo que sabía. Aprendí a escribir. Aprendí a hablar varios idiomas. Incluida mi propia lengua, aquella que había olvidado. A veces se le iba la cabeza y se ponía a hablar con alguien que no estaba con nosotros. Nunca he dejado de creer que era aquella niña a la que ajusticiaron tan sumariamente, que de verdad pensaba que aquella niña había quedado a su lado para cuidarla primero él a ella y luego ella a él. Pienso que hasta se imaginó cómo había crecido y madurado, que había permanecido allí en gratitud. Pobre hombre..."

Dos lágrimas recorrieron el rostro del sacerdote. Los ojos se le habían ido enrojeciendo mientras hablaba y los gestos se habían ido ensombreciendo. Las nudosas manos se movían ahora con evidente nerviosismo.

"Pero me enseñó mucho, muchísimo más. Estos hombres que nos rodean y se reúnen a mi alrededor a buscar consejo, que me hablan como si yo tuviera la solución a sus problemas, se llaman a sí mismos piadosos. Están convencidos de estar llamados a ser los artífices del cumplimiento de la voluntad de su dios y su fe en ello es tan férrea que podría partir en dos ese espadón tuyo. Son verdaderos adalides. Y a ninguno verás faltar en nada a los preceptos de Rugan. Se llaman a sí mismos piadosos. Y al hacerlo mienten como bellacos. Como putos bellacos. Esos mismos a quienes han jurado combatir."

"Un hombre que es capaz de matar a un niño por una razón tan absurda como es la fe irracional y ciega no merece llamarse hombre. Pero da igual como intentes explicárselo. Hacen oídos sordos a todo lo que puedas decirles y siguen inventando las peregrinas excusas que durante siglos han oído para justificar la barbarie que se producía entre sus propias filas. Últimamente se ha reducido mucho la selección y la más manida es la oscuridad. Se acusa a muchos de oscuridad, incluso antes de nacer. ¿Cómo va a haber oscuridad en un nonato? A veces la actitud de este pueblo me exaspera."

"Por eso mismo me retiré de la vida militar. Había participado en incursiones y batallas. Había ganado una reputación. Me nombraron comandante. Pero todos los galones llevaban consigo un riego de sangre innecesario, una cantidad tan grande que me doy asco a mí mismo por todo lo que hice."

"Entiendo esa sarcástica sonrisa tuya. Seguramente como bortai habría participado en carnicerías peores, pero eso no me conforta. Más bien al contrario. Pensar en que tengo más sangre aún en mi cuenta me quita el sueño. Me amarga y me mortifica. En este sentido, el haber olvidado quien fui me parece una bendición de Rugan. Él me escogió y él borró de mi todo lo que había sido para darme a luz de nuevo a la luz. Eso no me hace inocente, por supuesto. Pero me alivia y me impulsa a seguir adelante. Mi dios me salvó, me hizo de nuevo y me mantuvo cuerdo. Si en algo tengo que estarle agradecido es, precisamente, en haberme retirado de todo cuanto fui y haberme puesto en este camino."

- Entiendo, pues, que piensas que es el camino correcto – la áspera voz de Khram rompió el embrujo que la voz del anciano había ido creando poco a poco.

- ¿Tú no? Eso cambiará.

- Me extraña, sacerdote. Los dioses no tienen nada que ofrecerme. Mucho me robaron ya.

- Entonces es que lo tienen todo para ofrecerte. Ellos te lo quitaron, ellos te lo darán. Si no tienes nada, podrán ofrecerte cualquier cosa. Incluso aquello que te quitaron.

Khram se quedó silencioso considerando esta última aseveración. Sí era cierto que al que no tiene nada, se le puede dar cualquier cosa. Sí era cierto que si alguien te robaba algo, bien podía devolvértelo. Pero, ¿qué razón podían tener los dioses para devolver aquello que reclamaron? ¿No se suponía que los dioses toman para sí lo que quieren? Y si luego no lo quieren, ¿para qué lo toman? Para el joven cuervo todo aquel galimatías había tenido sentido una vez. Pero ahora, tantos años y penurias después, nada de lo que pudieran decirle acerca de los dioses le iba a hacer cambiar de opinión.

Si ni siquiera existían. Pero, por supuesto, se cuidó mucho de no expresar este parecer en presencia del sacerdote. No lo necesitaba. Si había logrado conocer algo de éste, era que no contaba la inteligencia entre sus virtudes a conseguir. Era más que seguro que Kaadra se habría dado cuenta lo que sus palabras querían traslucir, aunque no le dieran expresión verbal a sus pensamientos reales. Aquella blasfemia, allí, en ese momento, podría costarle la vida. Sin embargo, nada pasó. El anciano sacerdote simplemente miró con condescendencia al bárbaro, que fijó su mirada en los ojos de aquel hombre, sondeando su existencia anterior. ¿Había algo que sondear? Por supuesto que sí. Estaba claro que había mucho que el anciano se callaba. Que fuera por amnesia o no, no quedaba claro. Pero allí estaba. Para todo el que supiera mirar, la verdad del ruganita subía a la superficie,

- Dices que lo tienen todo por dar – continuó la discusión con un tono muchísimo más sombrío. – Como si me hubieran arrebatado mi propio ser para devolvérmelo a trocitos, poco a poco, para tenerme rezando y suplicándoles que me lo devolvieran. Me robaron todo lo que me daba sentido. No, no a mi vida. Lo que me daba sentido a mí mismo. Me convirtieron en una marioneta,  un cascarón vacío en el que verter cualquier cosa que fueran ellos, un cuenco que llenar de sí. ¿Y dices que son buenos y justos?

"Maté a mi madre al nacer, no aguantó mi parto. Eso mató a mi padre, aunque su cuerpo siguiera conmigo. Ya ves, mi llegada al mundo fue violenta, como si yo hubiera sido ya guerrero desde el vientre. Con unos pocos inviernos, la guerra también se llevó el cuerpo de mi padre, que nunca encontramos, y a mis hermanos, dejándome solo con mi ira y mi pena. Esa misma noche me cobré mi primera víctima con mi acero, a una edad en la que otros aún juegan a la guerra con palos, ni siquiera con espadas de madera. Desde aquel día no he dejado de matar. El propio pueblo que puso el manto de adulto sobre mis hombros me despreció y me despojó de toda dignidad a pesar de haberme reconocido como uno de los suyos. El tiempo se llevó al único ser querido que me quedaba, dejándome hundido en la tristeza. Y, más tarde, la única diosa en la que había tenido fe en algún momento de mi vida, se negó a retener a mi lado a mi anciano maestro."

"Aún por madurar, con unos años en los que los demás jóvenes empiezan a darse cuenta de que la polla se les pone dura al mirar a las muchachas, me quedé solo, sin absolutamente nadie, sólo una lista de muertos llevaba a mis espaldas, sólo Druma me quedaba, pero ni siquiera la muerte puede ser tan cruel con un único ser humano. Así que tomé lo único que se me había ofrecido en la vida: muerte. Le di su justo pago a aquel druida que se negó a dar vida y me fui de mi tierra, buscando un nuevo sentido para mi existencia."

"No lo encontré. Partí atravesando las Montañas Rojas, intentando llegar a Shyrm y a su temible desierto, pero en su lugar llegué a las Tierras Blancas, una yerma extensión de nieve y hielo, un terrible lugar con bestias tan implacables como el mismísimo invierno y gentes aún más duras a quienes el invierno eterno les había hecho olvidar su propia vida. Allí encontré a la única mujer que he amado."

Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en Aeena. La yskim se lo había dado todo y él la había dejado atrás. ¿Qué otra cosa podía hacer? Absolutamente nada. El haber permanecido allí le habría traído de nuevo el dolor. Y él podía soportarlo, había soportado mucho más que la mayoría en su vida.

- No podía dejar que ella sufriera. No podía dejar que ella muriera. Todo el que se me acerca y traba algún lazo conmigo acaba por dar con sus huesos de nuevo en el polvo. Y yo no quería eso para aquella mujer. Así que tragándome de nuevo mi propia pena, partí de su lado, dejando atrás una vida que se había llenado de intensas emociones, ardientes pasiones y una ilusión de felicidad.

"Esto es todo lo que he cosechado en mi existencia. Soledad, abandono y traición. Unas veces mía, otras veces hacia mí. Es lo que tus dioses me han dejado, lo único que tus dioses me han permitido tomar en esta vida cruel, dejada de la mano de los ancestros. A los que también se adora como si fueran dioses. Al menos, la presencia de los ancestros es evidente en Bort como nunca jamás lo será la de los dioses, aquí o en ningún sitio. Los ancestros me abandonaron, como yo los abandoné a ellos. No llevo a Bort conmigo más que en mi propia sangre, y en el hielo y la nieve me despojé de todo vestigio de mi procedencia, maldiciendo a la gente reblandecida que habían dejado en herencia a una tierra de la que huyeron, abandonándola al olvido y a los monstruos. Incluso los ancestros a los que adora mi pueblo son falsos y mentirosos. ¿Quieres que crea en poderes superiores que dirigen mi vida, que son benévolos conmigo sólo porque los sirvo?"

"Conocí una vez a una mujer. No puedo decir si fue bella o no, pues cuando la conocí ya era anciana. No puedo decir si luchó con mucho arrojo, si mató muchos mydonitas o si fue una gran líder en una gran batalla. No conocí apenas su juventud. No porque no le preguntara, no porque no me lo contara, sino porque no hubo necesidad, y ahora me arrepiento. Aquella mujer tenía el corazón más limpio que jamás he conocido en un ser de los que habitan en este mundo. Me acogió como a uno de sus hijos y me dio la vida, me crió, me enseñó. Fue toda mi familia. Y tenía una fe enorme en esa que los elfos llamáis la diosa verde. Shan'dru tenía una parte muy importante en su vida. Ponía en ella una confianza ciega en que la sacaría de cualquier apuro, en que la llevaría a buen puerto. Y cuando le hizo falta, aquella anciana no recibió de aquella diosa más que desprecio. Después de toda una vida de servicio, fe, rezos y devoción, Shan'dru le volvió la cara y la dejó postrada, inmóvil e incapaz. La dejó abandonada sin poder vivir su propia vida, teniendo que vivir a través de los que la rodeaban. Si hubiera habido una diosa justa, una diosa que amara a su sierva, a su siempre abnegada y humilde sierva, aquella mujer habría vivido muchos años más, feliz, por sí misma. Si los dioses son tan crueles, son tan hijos de puta como los hombres a los que obligan a servirlos."

Sus palabras vomitaron toda la rabia que había acumulado durante tantos años. No contra sí, no contra los demás, ni siquiera contra los dioses. Sino contra la propia vida, la misma que le habría negado y arrebatado tanto.

Un trueno aterrador desgarró el cielo. Retumbó en las tripas del sacerdote, del guerrero e incluso de sus monturas, que rebulleron inquietas. El profundo azul se había ido cubriendo de nubes negras de tormenta y aquel rugido, que parecía haber nacido de la garganta de algún monstruo concebido por alguna mente que hubiera nacido del peor infierno, fue el preludio de lo que vino a continuación. Ni siquiera chispeó. Los cielos se abrieron y se derramaron de golpe sobre los dos hombres que se habían quedado solos ante la entrada.

- Khram, aquella anciana... nunca te has parado a pensar realmente en ella. Date cuenta de una cosa. Su vida fue larga. Más que la mayoría. Y ¿murió sola? Seguro que  no. Aquella anciana vivió según le dictaba su diosa, que estaba en su corazón. Y ella le dio una vida larga, plena y mucha gente que llorara su muerte. Ahora que lo sabes, párate y piensa. Pero piensa bien en esto. ¿Cómo quieres irte? ¿Como me fui yo, sólo y olvidado por los míos y yo olvidándome de ellos? ¿O como se fue ella, rodeada por innumerables amigos, de todo el amor que había sembrado? Yo no he muerto, aunque lo esté en Bort. Y allí nadie me lloró. A aquella mujer que conociste tú, ¿la lloraron muchos? Seguro que sí. ¿Vivió de otra forma distinta a como le dictaba Shan'dru? No, según dices tú. Así que plantéate si ella no perdió tanto o más que tú. Y plantéate lo que ella recibió.

La lluvia caía del cabello de los dos hombres. Uno se quejó de mojarse por nada. El otro dio las gracias a una diosa en la que no creía porque había ocultado sus lágrimas. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle dado a su Dada. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle permitido conocerla. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle permitido irse rodeada de todo el amor que había sembrado a través de ella. "Gracias, Shan'dru" fue todo lo que cruzó por su cabeza, pero contenía una plegaria como jamás se había escuchado en aquel mundo desde que era mundo.

Y la lluvia volvió a arreciar, vertiendo sobre los hombres una tristeza como sólo un ser que es eterno podría sentir.
Título: Re:Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo VI: Historia.
Publicado por: xxxandres en 15 de Agosto de 2012, 02:30
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